Introducción
Si consideramos los datos proporcionados por las autoridades migratorias mexicanas y estadunidenses, las detenciones de migrantes guatemaltecos, hondureños y salvadoreños han aumentado considerablemente a lo largo de los últimos cinco años. En 2014, la mayoría de los migrantes aprehendidos por la Patrulla Fronteriza al intentar cruzar sin autorización la frontera sur de Estados Unidos eran originarios de esos países, superando por primera vez al flujo de mexicanos (USBP, 2015). Asimismo, de acuerdo al Pew Hispanic Center (2014), entre 2000 y 2012, los migrantes centroamericanos que residen en Estados Unidos pasaron de constituir 6.5 por ciento a 7.8 por ciento de la población nacida en el extranjero. La gran mayoría de esos migrantes había entrado a ese país sin autorización, recorriendo rutas terrestres que pasan por territorio mexicano y cruzando de manera clandestina las fronteras sur y norte de México.
Los grandes movimientos de población provenientes del llamado Triángulo del Norte de Centroamérica (TNCA) pueden ser considerados como migraciones forzadas en la medida en que son propiciados por la violencia generalizada y situaciones de extrema precariedad económica. En efecto, estos países no sólo presentan niveles muy altos de violencia social, sino una profunda desigualdad. La violencia promovida por pandillas, grupos paramilitares y por las propias instituciones estatales ha llevado a una situación de caos y a tasas de homicidio entre las más altas del mundo. Por otro lado, el poder económico está concentrado en unas cuantas familias y más de la mitad de la población centroamericana se encuentra todavía en condiciones de pobreza.
Con un sistema económico excluyente y Estados incapaces de garantizar niveles mínimos de seguridad personal, los países del TNCA dependen fundamentalmente de las remesas para sostener sus débiles economías. A nivel microeconómico, las remesas forman la mayor parte del ingreso de millones de familias centroamericanas que sin este flujo regular de ingresos, caerían por debajo de la línea de pobreza. En 2012, por ejemplo, las remesas de los emigrantes representaron el 16 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) en Honduras y El Salvador y 9.5 por ciento en Guatemala (Cordero, 2013: 23). El modelo de desarrollo económico que se ha generalizado en la región desde la década de 1990, está basado en la exportación de la mano de obra y la transferencia de remesas (Gammage, 2006).
La mayoría de los migrantes del TNCA se dirige a Estados Unidos y utiliza México como territorio de tránsito. Debido a políticas migratorias cada vez más restrictivas y punitivas, a la multiplicación de retenes y controles migratorios en territorio mexicano y a la militarización de la frontera sur de Estados Unidos, la movilidad se da en condiciones de clandestinidad. Muchos migrantes se quedan varados en el camino y viven en México durante meses o años. Otros son detectados por las autoridades y deportados a sus países de origen. Expulsados de sus lugares de origen, los migrantes deben recorrer miles de kilómetros para aspirar a vender su fuerza de trabajo en el mercado laboral global. Sin embargo, emigran bajo la permanente amenaza de ser expulsados (o deportados) esta vez desde los lugares de tránsito o de destino.
La vulnerabilidad de los migrantes deriva tanto de su marginalización económica y jurídica como de su deslocalización. Son explotados a lo largo del camino, no sólo por su carencia de derechos —o lo que es lo mismo, por su invisibilidad jurídica— sino como potenciales trabajadores de las ciudades globales y por su forzada movilidad. En busca de un destino cada vez más elusivo que idealmente garantizará su supervivencia, los migrantes y sus familiares están dispuestos a endeudarse y a apostar su propia vida, recorriendo rutas capturadas por la criminalidad, pagando a intermediarios que en ocasiones se transforman en victimarios. Recurren a traficantes, transportistas, así como a pequeños comerciantes que les facilitan el tránsito por México y el cruce clandestino de las fronteras. Paradójicamente, la movilidad de estos trabajadores pobres da lugar a pingües ganancias para la economía de la migración irregular, para comerciantes y empresarios situados en las rutas migratorias, para grandes empresas de transferencia de remesas y para amplios sectores criminales y depredadores de los migrantes, tanto dentro como fuera del aparato estatal.
Las empresas de tráfico de personas han florecido, se han vuelto más complejas y muchas veces más peligrosas en función justamente del refuerzo de la vigilancia fronteriza y al interior del territorio (Casillas, 2015; París, Ley y Peña, 2016). Es decir, el tráfico de personas, que emerge como una preocupación fundamental de los gobiernos a inicios del siglo XXI, es la contraparte de políticas migratorias cada vez más restrictivas de los países de tránsito o de contención como el mexicano y de países de destino como Estados Unidos. Se vincula también con la alta corrupción de las agencias de seguridad en México y con el control de ciertas rutas por parte de organizaciones criminales.
Este artículo describe las estrategias de movilidad de los migrantes centroamericanos a través del territorio mexicano: las rutas migratorias, los medios de transporte, y la evolución de las empresas de tráfico de personas desde el TNCA hasta Estados Unidos. Analiza los peligros que confrontan los migrantes en territorio mexicano, particularmente las condiciones de violencia y las violaciones generalizadas a sus derechos humanos. Mi propósito es mostrar cómo estos peligros son propiciados a la vez por las políticas migratorias, la corrupción generalizada y la mercantilización de la movilidad humana.
La migración del TNCA dirigida a Estados Unidos
A pesar de las políticas de control y vigilancia fronteriza y de las políticas migratorias cada vez más restrictivas en México y en Estados Unidos, la migración centroamericana en la región ha tendido a aumentar desde 2003, con una ligera baja durante la recesión de 2008. Este aumento se puede observar en el crecimiento de la población nacida en Guatemala, El Salvador y Honduras residente en Estados Unidos, de las remesas hacia esos tres países y en el aumento de las detenciones y deportaciones de migrantes de esa región tanto por parte de las autoridades mexicanas como estadunidenses. Por ejemplo, de acuerdo al Pew Hispanic Center, la población nacida en Guatemala aumentó en 40 por ciento entre 2003 y 2013 y representó 834 mil personas en ese año (López, 2015a). La población nacida en El Salvador creció en 28.4 por ciento para alcanzar 1 173 000 migrantes en 2013 (López, 2015b). La población nacida en Honduras aumentó en 40.8 por ciento y era de 498 mil personas en 2013 (López, 2015c).
En 2014, por primera vez en la historia reciente, el número de centroamericanos aprehendidos en la frontera sur de Estados Unidos superó el número de mexicanos, representando 53 por ciento de las aprehensiones (Gráfica 1). Otro fenómeno totalmente novedoso fue el aumento significativo de mujeres y niños aprehendidos, que representaron ese año 29 por ciento, frente a 13 por ciento en 2013 (Rosenblum, 2014). En 2015, por primera vez en diez años las detenciones y deportaciones de centroamericanos desde México superaron a las detenciones realizadas por la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos.
En el caso de México, salvadoreños, hondureños y guatemaltecos representan más del 90 por ciento de los extranjeros detenidos por el Instituto Nacional de Migración (INM) y alojados en las llamadas estaciones migratorias o centros de detención. Como puede verse en la Gráfica 1, desde 2010, aumentó 86.5 por ciento el número de migrantes detenidos en México originarios de esos tres países.
De acuerdo con la Encuesta de Migración en la Frontera Sur 2013 (El Colef et al., 2013),3 mientras que casi la mitad de los migrantes guatemaltecos detenidos por autoridades migratorias mexicanas tenían intención de quedarse en México, más de 85 por ciento de los salvadoreños y más de 95 por ciento de los hondureños tienen Estados Unidos como destino. Es importante sin embargo señalar que por sí mismo, el aumento de las detenciones y deportaciones no necesariamente es indicativo de los flujos migratorios pues está sujeto a las políticas de control migratorio y fronterizo y a los operativos impulsados coyunturalmente por ambos gobiernos. Por ejemplo en el caso de México las detenciones aumentaron considerablemente a raíz del llamado Programa Integral para la Frontera Sur,4 en el periodo 2014-2015. Este programa respondía claramente a la presión del gobierno estadounidense después de la llegada de un flujo particularmente elevado de niñas, niños y adolescentes a la frontera sur de Texas (París et al., 2015).
Por otro lado, como lo señala Rodolfo Casillas (2010: 79) la desviación temporal de los flujos debido a fenómenos naturales o a estrategias de los traficantes puede hacer más o menos eficaz el control y la verificación migratoria. Un ejemplo significativo es el aumento de detenciones de niñas, niños y adolescentes centroamericanos por parte de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos (USBP) en el verano de 2014 (lo que el gobierno de Barack Obama denominó “la crisis humanitaria”). El total de menores detenidos ese año por la USBP fue de 67 339 de los cuales 51 705 (76.7 por ciento) eran de nacionalidad guatemalteca, salvadoreña y hondureña y cerca de 72 por ciento habían sido detenidos en el Sector Río Grande. Por otro lado, como lo reportaron masivamente los medios durante ese periodo, los menores eran prácticamente entregados a la patrulla fronteriza mientras que los traficantes cruzaban de regreso a México. Es decir, los traficantes usaron en su gran mayoría la ruta del Golfo de México y su táctica consistía en entregar a niñas y niños a la Patrulla Fronteriza, bajo el supuesto de que no serían deportados a sus países.
La EMIF Sur 2013, permite construir un perfil demográfico de los migrantes centroamericanos adultos devueltos a sus países por las autoridades estadunidenses (Tabla 1).
La población migrante guatemalteca se distingue por tener menores niveles de educación, con más de siete por ciento de analfabetismo. Asimismo, una alta proporción de los migrantes guatemaltecos (29.5 por ciento) son hablantes de alguna lengua indígena, mientras que ese porcentaje es de menos de uno por ciento en el caso de los salvadoreños y de 1.5 por ciento entre los hondureños. Los migrantes guatemaltecos son también más jóvenes (27.2 años en promedio) que los salvadoreños (29.5) y que los hondureños (28.8). La mayoría de los migrantes de esos tres países (60.5 por ciento) trabajaba antes de emigrar (El Colef et al., 2013) y las tres cuartas partes provienen de zonas urbanas.
A pesar de que muchos migrantes tenían trabajo antes de salir, de acuerdo con las entrevistas, los salarios que percibían no les permitían sobrevivir ni mucho menos mantener a una familia. Por otro lado, en entrevistas, muchos migrantes señalan la violencia generalizada y el cobro de impuestos por parte de pandillas como motivaciones para migrar.
La gran mayoría de los salvadoreños y hondureños buscan llegar a Estados Unidos y no quedarse en México, donde las condiciones de trabajo y las condiciones de vida serían similares a las que dejaron en sus lugares de origen. Los migrantes hondureños y salvadoreños entrevistados en Saltillo en abril 2015 señalaron por ejemplo que no tenían intención de quedarse en México debido al permanente acoso de las policías locales en este país. Por otro lado, indicaban la dificultad de conseguir trabajo en México y los salarios que son casi tan bajos como en su país de origen.
Así, Walter, originario de El Paraíso, Honduras, estaba alojado en la Casa del Migrante de Saltillo esperando a que un familiar en Houston le mandara dinero para pagar al coyote y poder cruzar la frontera. Desde que llegó, una semana antes de la entrevista, había buscado todos los días trabajo y sólo lo consiguió el día anterior, descargando un tráiler. Por una jornada cargando bultos, le pagaron 100 pesos mexicanos. Antes de realizar el viaje, trabajaba en el campo y en la construcción, ganando cerca de 100 lempiras diarias, es decir el equivalente a 70 pesos (Entrevista con Walter, migrante hondureño de 18 años, Saltillo, 7 de abril de 2015). Andrés, originario de Santa Bárbara, Honduras, trabajaba en su lugar de origen manejando una máquina en una empacadora de carnes; ganaba 3 600 lempiras a la quincena (o el equivalente a 2 500 pesos mexicanos). Por un problema con la ley en su país, perdió su trabajo y no logró encontrar nada similar por lo que decidió emigrar a Estados Unidos. Al cruzar por México, se detuvo durante dos meses en Celaya, ya que consiguió trabajo en una fábrica, donde le pagaban tres mil pesos mexicanos a la quincena. Sin embargo, después de dos meses no lo volvieron a emplear a falta de presentar una visa, de manera que continuó su camino hacia el norte (Entrevista con Andrés, migrante hondureño de 24 años, Saltillo, 6 de abril de 2015).
Las entrevistas con migrantes realizadas en distintos lugares de tránsito a lo largo de 2015 muestran también diferencias importantes en las motivaciones para emigrar, de acuerdo al grupo de edad y al origen urbano o rural: en el caso de los migrantes adolescentes o jóvenes de hasta 22 años de edad originarios de zonas urbanas, el reclutamiento forzado en las Maras5 es una de las principales motivaciones para partir de sus lugares de origen, mientras que entre los jóvenes migrantes provenientes de zonas rurales, la motivación económica sigue siendo el principal factor de expulsión. A pesar de los altos costos que cobran los intermediarios, comerciantes y hoteleros en las principales rutas migratorias, llama la atención encontrar a migrantes muy pobres que emprenden el camino hacia el norte prácticamente sin ningún capital social ni económico. Por ejemplo, Jimmy, un migrante hondureño con el que platiqué en Veracruz, en mayo de 2015, viajaba por primera vez a Estados Unidos. Afirmó que no conocía a nadie allí ni en México, no tenía apoyo de ningún familiar. Salió de su pueblo con 1 500 lempiras (o el equivalente a mil pesos mexicanos) y caminó más de 16 días seguidos a lo largo de las vías del tren (Entrevista con Jimmy, migrante hondureño de 30 años, La Patrona, Veracruz, 3 de mayo de 2015). Explicando a Jimmy el mapa de México y las distintas rutas hacia el norte, me percaté de que no sabía dónde se encontraba, ni había decidido hacia dónde se dirigía. Lo suyo constituía una huida más que un proyecto migratorio.6
Los migrantes mayores de 30 años han sido generalmente deportados después de haber vivido varios años en Estados Unidos y vuelven a emigrar porque no tienen oportunidades de reinserción familiar o laboral en sus lugares de origen, o bien porque tienen a su familia en Estados Unidos. Al ser deportados, generalmente aprovechan para visitar a los familiares que se quedaron, pero suelen permanecer sólo semanas o meses en el país de expulsión. Al poco tiempo, reemprenden el viaje a Estados Unidos donde ubican su hogar. Este es el caso de Jorge, de 45 años, originario de Tegucigalpa. Artesano dedicado a la fabricación de muebles y esculturas de cemento, Jorge emigró por primera vez a Texas en 1999. Poco tiempo después, hizo emigrar a sus hijos que eran entonces muy pequeños. Ahora los dos jóvenes tienen permiso para estudiar y trabajar en Estados Unidos gracias al decreto de acción diferida para jóvenes migrantes expedido por el presidente Barack Obama (DACA por sus siglas en inglés).
Jorge fue deportado por primera vez en 2012, y apenas llegó a Honduras emprendió el camino de regreso hacia el norte. Sin embargo, sólo permaneció nueve meses allí, antes de ser ubicado por las autoridades migratorias, detenido y deportado por segunda vez, con un castigo de 20 años sin poder volver a entrar al país. En esta ocasión, intentó montar un taller en Tegucigalpa y fabricó algunos encargos para arquitectos locales. Sin embargo, conservar el taller en Honduras hubiera implicado que pagara “la renta” a las Maras; y no estaba dispuesto a trabajar por su cuenta para mantener a las pandillas locales. Por otro lado, extrañaba estar cerca de sus hijos y quería apoyarlos para que siguieran estudiando en Estados Unidos. Es por ello que nuevamente, después de un año en su ciudad de origen, Jorge reemprendió el camino hacia el norte en 2014. En esta ocasión, contrató a un coyote desde Honduras que debía llevarlo hasta Houston, pero al entrar a territorio mexicano fueron detenidos por agentes de migración y deportados después de pasar un día en la Estación Migratoria de Tapachula. Emprendió de inmediato el camino, esta vez por su propia cuenta, considerando que el coyote, además de caro, no le garantizaba llegar a su destino (Entrevista con Jorge, migrante hondureño, Saltillo, 8 de abril 2015).
La situación es muy similar para José, salvadoreño de 42 años. Éste emigró por primera vez hace 19 años y vivió desde entonces en Chicago, donde se casó y tuvo a un hijo. Allí aprendió a leer y escribir en español y en inglés, mediante clases vespertinas en la biblioteca pública. En 2013 fue detenido por la policía en una pelea, y pasó seis meses en la cárcel antes de ser deportado. Al llegar a San Salvador, no tenía dinero y había perdido todo contacto con su familia. Regresó a Sonsonate, de donde es originario, para enterarse que una de sus hermanas había muerto de enfermedad, mientras que la otra había huido hacia Honduras con su suegra: las maras habían asesinado a su esposo por no pagar “impuesto” en relación a una pequeña panadería que tenían en Sonsonate. José se quedó cuatro meses en El Salvador, y ese tiempo fue suficiente para comprender que no tenía nada que lo retuviera: ni trabajo, ni familia, ni dinero, ni casa, ni terreno. Por eso, emprendió el viaje de regreso hacia Estados Unidos para estar cerca de su hijo y recuperar las pocas propiedades que había logrado adquirir a lo largo de dos décadas (Entrevista con José, migrante salvadoreño, Saltillo, 6 de abril 2015).
Rutas y medios de transporte
Para llegar hasta su destino, los migrantes y sus coyotes se ven obligados a innovar continuamente rutas, medios de transporte, lugares de entrada y de salida del territorio mexicano, en función de los nuevos obstáculos interpuestos por las fuerzas de seguridad y el Instituto Nacional de Migración o por las organizaciones criminales (Casillas, 2011).
De acuerdo a los datos de la EMIF Sur 2013, la mayoría de los centroamericanos que llegaron a Estados Unidos entraron a México por el estado de Chiapas (65.8 por ciento): 34.2 por ciento lo hicieron desde el Departamento de San Marcos (Guatemala) cerca de la costa del Pacífico en las cercanías de Tapachula, y 31.6 por ciento desde el Departamento de Huehuetenango (Guatemala) en las cercanías de Comitán. Cerca de 20 por ciento cruzó por El Petén para dirigirse hacia Tenosique, Tabasco o hacia Palenque, Chiapas.
Las rutas de entrada a México empezaron a diversificarse a partir del Huracán Stan, que destruyó parte de la vía férrea y de los caminos en la vertiente del Pacífico. Al ser destruida la estación de trenes de Tapachula, los migrantes que entraban por Tecún Umán se vieron obligados a caminar o a buscar transporte terrestre hasta Arriaga, a casi 250 km de la frontera (Casillas, 2008: 165). Así, mientras que en el periodo 2004-2005 la gran mayoría de los migrantes que se dirigía a Estados Unidos entraba a México por Tapachula, a partir de 2006 se diversificaron las rutas de entrada. En los primeros levantamientos de la EMIF Sur (2004-2005) más del 80 por ciento de los migrantes que habían pasado por México entraban al país por Tecún Umán o por la Mesilla. En 2006 emergieron como lugares de cruce las zonas mucho más alejadas como El Petén, en colindancia con el estado de Tabasco (París et al., 2016).
La mayoría de quienes entran por la vertiente Pacífico suelen llegar hasta Ixtepec, Oaxaca, y atraviesan el territorio mexicano de Poniente a Oriente por el Istmo de Tehuantepec. El Valle de México constituye un nodo de donde se dividen las rutas que pasan por el Pacífico para llegar hasta el noroeste de México para entrar a Estados Unidos por los estados de California y Arizona, y la del Golfo, pasando por los estados de Veracruz y Tamaulipas para entrar a Estados Unidos por el sur del estado de Texas. La más transitada es la segunda. Sin embargo, existe una diferencia importante según la nacionalidad de los migrantes: mientras que más de la cuarta parte de los migrantes guatemaltecos pasan por Sonora, en el noroeste de México, para entrar a Estados Unidos por Arizona, en el caso de los hondureños, nueve de cada diez migrantes viajan por la ruta del Golfo y entran a Estados Unidos por el sur de Texas. Para los salvadoreños, casi 85 por ciento entra también por ese estado, y una muy alta proporción cruza desde la ciudad mexicana de Reynosa, Tamaulipas (62.3 por ciento). Sin embargo, el restante 15 por ciento tiene rutas más dispersas, y 6.4 por ciento cruza la frontera norte de México por el estado de Baja California para dirigirse a California (Mapa 1).
Igual que en el caso de la migración mexicana, la centroamericana ha tendido a desviarse hacia el este de la frontera a medida que los operativos de control y vigilancia migratoria y la construcción del muro fronterizo han hecho cada vez más difícil y costoso el cruce por el noroeste de la frontera. Mientras que en los años ochenta, la migración salvadoreña seguía casi únicamente por la ruta del Pacífico para dirigirse a California, en la actualidad la gran mayoría de los migrantes entran por el estado de Texas.
Los medios de transporte han variado también en los últimos años y difieren notablemente por países de origen. De acuerdo con la EMIF Sur 2013, el principal medio de transporte utilizado por los migrantes centroamericanos eran los autobuses y las camionetas (70.1 por ciento) y uno de cada cuatro migrantes señalaba que había realizado la mayor parte del viaje caminando; en el caso de los salvadoreños, más de la mitad (53 por ciento) decía que habían viajado principalmente a pie. El ferrocarril es el tercer medio señalado, aunque raramente aparece como el medio principal.
La gran mayoría de los migrantes que usan el ferrocarril son hondureños. En efecto, sumando el porcentaje de migrantes que dijo haber usado el ferrocarril como primer o como segundo medio de transporte, éstos constituyen sólo 8.9 por ciento de los guatemaltecos y 14.6 por ciento de los salvadoreños, mientras que para los hondureños, 42.9 por ciento de quienes llegaron hasta Estados Unidos utilizaron el tren de carga (EMIF Sur; 2013) (Tabla 2).
Las entrevistas con migrantes guatemaltecos y salvadoreños devueltos por las autoridades estadunidenses, realizadas en San Salvador y en Ciudad Guatemala en agosto 2013, indican que la mayoría tomó diversos medios de transporte para atravesar el territorio mexicano, incluyendo autobuses de pasajeros, camionetas, tren de carga, largas caminatas, lanchas, tráileres y camiones de carga. Quienes lograron llegar a Estados Unidos sin correr grandes riesgos viajaron generalmente en autobuses de primera y se alojaron en hoteles, pagando sumas de más de ocho mil dólares por el viaje. En estos casos, la travesía por México dura menos de una semana. Los que no tienen dinero para pagar sumas tan elevadas, viajan en autobuses de segunda o en pequeñas camionetas, que van parando en los pueblos y no toman las carreteras principales. Estos suelen tardar entre tres y cuatro semanas en el viaje.
Un salvadoreño entrevistado en el aeropuerto de Comalapa después de ser deportado de Estados Unidos, en agosto de 2013, relató cómo atravesó México en 2009 en un tráiler con 190 personas de diferentes nacionalidades: brasileños, ecuatorianos, colombianos, salvadoreños y hondureños. Pagó en aquel momento 7 500 dólares desde San Salvador. En el grupo viajaban 40 mujeres y tres niños chicos. Entraron a México por Tecún Umán, donde se subieron al contenedor del tráiler. Éste tardó tres días hasta Puebla, donde descansaron unos días en un hotel, y otros tres días hasta Houston. Pasaron varios retenes pero los coyotes habían acordado ya el pago de cuotas en cada uno de ellos de tal manera que los policías, militares o agentes de migración nunca abrieron el contenedor.
Quienes carecen de dinero, viajan a pie largos tramos, toman diferentes medios de transporte desde la frontera hasta la estación el ferrocarril. Después, se suben al tren de carga, siguiendo generalmente la ruta del Golfo que llega a Tamaulipas. Si entran por el Petén, viajan en carros o camionetas hasta Tenosique, Tabasco, donde inicia una de las rutas del ferrocarril. Los migrantes se transportan hacia allá en pequeñas camionetas o combis rodeando los retenes, en particular un importante retén del Instituto Nacional de Migración, de la Policía Federal y del ejército mexicano en Huixtla, Chiapas. Algunos viajan a pié guiados por las vías del ferrocarril.
Los que viajan en el ferrocarril esperan sobre las vías en las cercanías de Arriaga o de Tenosique, y se suben cuando el tren inicia el movimiento o disminuye la velocidad. En las estaciones y en los puntos de cruce de las vías, son generalmente extorsionados por delincuentes para poder subirse a los techos de los vagones.
Los migrantes se bajan del tren antes de llegar a la Zona Metropolitana del Valle de México y toman diversos medios de transporte (taxis, autobuses locales, entre otros) para dirigirse hacia la estación de Lechería que se encuentra en el norte del valle, en el municipio de Tultitlán, Estado de México. Esta estación es un punto de cruce entre las vías del tren que corren hacia el noreste y las que se dirigen hacia el noroeste.
Los migrantes que carecen de recursos para pagar sobornos o extorsiones a lo largo de la ruta, caminan a veces durante más de tres semanas, en tramos de varios cientos de kilómetros, para evitar retenes y pandillas. En las casas del migrante que se encuentran en la ruta de tránsito, los migrantes llegan con graves heridas en los pies y con los zapatos destrozados.
Por ejemplo José, migrante salvadoreño entrevistado en Saltillo (abril 2015), explicó que caminó casi todo el estado de Chiapas y la mayor parte del estado de Puebla. Cruzó a México por El Carmen, en el Departamento de San Marcos (Guatemala) y tomó un taxi hasta Tapachula. A partir de allí anduvo durante dos semanas, siguiendo las vías del tren en dirección a Arriaga y rodeando por caminos de terracería para evitar los retenes. No pudo subirse al tren en Arriaga debido a que había fuertes operativos de la policía. De tal manera, siguió caminando hasta las cercanías de Chahuites, Oaxaca, donde finalmente pudo subirse al tren. Tuvo que correr por lo menos tres veces huyendo de operativos, y en una ocasión tuvo que saltar peligrosamente del tren en marcha para evitar que lo asaltaran las maras. Por su parte Juan, un migrante guatemalteco entrevistado en La Patrona, Veracruz (mayo 2015), caminó desde Palenque (Chiapas) hasta Medias Aguas (Veracruz), es decir recorrió más de 400 km durante 16 días, subiéndose al tren en tramos muy cortos (Mapa 1).
Desde finales de la década de 1990 y hasta 2005, el tren de carga era probablemente el principal medio de transporte para los migrantes centroamericanos. Tenía dos ventajas importantes sobre otros medios: era prácticamente gratuito y no estaba vigilado por autoridades migratorias o policías. Sin embargo, es un medio muy riesgoso debido a los frecuentes accidentes, en particular cuando los migrantes se llegan a dormir o se distraen y resbalan entre los vagones del tren, o bien cuando son obligados a subirse y bajarse del tren en movimiento para eludir las pandillas y las volantas7. Este medio se volvió cada vez más riesgoso a medida que proliferaron las pandillas que tomaron posesión de las principales estaciones, y se dedicaron a extorsionar, asaltar y violar a las y los migrantes e incluso a aventarlos del tren en movimiento si se negaban a pagar.
Tráfico de personas del TNCA a Estados Unidos8
El incremento de la vigilancia fronteriza y del control migratorio por parte del gobierno de Estados Unidos, así como la multiplicación de retenes en México, han implicado un aumento considerable de los riesgos que toman los migrantes para llegar a su destino. Principalmente, se han vuelto cotidianas las extorsiones a lo largo del camino, los asaltos y robos y los secuestros (AI, 2010; CNDH, 2009 y CNDH, 2011; Casillas, 2015; Calva et al., 2015). Si bien la extorsión, el robo y las violaciones a los derechos humanos de los migrantes son fenómenos asociados a la migración en México al menos desde la década de 1980 (Sánchez, 1993), lo que emerge a partir de 2007 es una violencia extorsiva extrema por parte de organizaciones criminales: secuestros masivos (de hasta más de 150 migrantes), tortura y trata de personas para reclutamiento forzado o para explotación sexual (Casillas, 2015).
Para eludir las barreras de entrada y los múltiples retenes en el camino, los migrantes centroamericanos se ven obligados, cada vez más, a contratar a traficantes de personas. Los antiguos coyotes, que conducían a los migrantes desde los lugares de origen hasta Estados Unidos, han tendido a desaparecer para dejar su lugar a empresas o redes más complejas en las que participan múltiples intermediarios como transportistas, dueños de casas de seguridad, guías, policías, agentes de migración y otros funcionarios públicos, empleados de las empresas ferrocarrileras, etcétera.
Si bien es muy escasa la literatura sobre el tráfico de personas entre Centroamérica y Estados Unidos, existe una literatura más amplia sobre el llamado “coyotaje” en la frontera norte de México. En la frontera de Tamaulipas con el sur de Texas, algunos estudiosos (Spener, 2009; Izcara, 2014) aseguran que subsisten pequeñas empresas individuales o familiares de coyotaje dedicadas sobre todo al cruce de la frontera para gente local o para mexicanos de las regiones tradicionales de expulsión situadas principalmente en el occidente de México. Sin embargo, para la movilidad de los centroamericanos en territorio mexicano, los testimonios, estudios académicos (Casillas, 2011 y 2015), y periodísticos (Martínez, 2012 y 2014) parecen mostrar que el negocio ha sido absorbido —al menos desde 2005— por redes complejas de tráfico de personas. Éstas suelen constar de reclutadores, casas de seguridad, guías, transportistas, equipo de localización, etcétera.
En un estudio sobre el coyotaje en Tamaulipas, Izcara Palacios (2014: 4) propone una clasificación de acuerdo a la complejidad de las redes. Las redes de coyotaje simples son encabezadas por un solo coyote, y pueden ser temporales o bien operar a lo largo de todo el año. Descansan principalmente en la confianza con los migrantes, basada muchas veces en lazos familiares, de paisanaje o de amistad. En cambio las redes complejas constituyen estructuras jerárquicas más extensas, e involucran a diversas empresas e individuos que se dedican al enganche, transporte, alojamiento, comunicación e información. Este autor señala que en virtud del aumento considerable del control de las rutas migratorias y del cruce de la frontera por parte del crimen organizado, y sobre todo debido al aumento de las “cuotas” que cobran los criminales a los coyotes, muchas pequeñas redes —en particular las redes temporales de coyotaje— han tendido a desaparecer, mientras que se han fortalecido las redes más complejas. Asimismo, señala también que probablemente algunos polleros pueden haber sido reclutados por las organizaciones criminales (Izcara-Palacios, 2014: 7).
Para la migración centroamericana, la complejización de las redes de tráfico de personas tiene que ver el aumento de la vigilancia al interior del país desde fines del siglo XX, o lo que algunos autores denominan la edificación de la “frontera vertical” (Anguiano y Trejo, 2007: 51). Asimismo, la contratación de los guías o traficantes de personas —particularmente para las mujeres, niñas y niños migrantes— es promovida por la alta peligrosidad del tránsito por el país. Es decir, el coyote que conduce a las y los migrantes centroamericanos a través del territorio mexicano tiene no sólo la función de guía, sino también de intermediario en la negociación del soborno o de las “cuotas” exigidas por autoridades policiacas y migratorias y por organizaciones criminales.
El tipo mismo de corrupción a lo largo de las rutas migratorias —principalmente en el Golfo de México— ha cambiado radicalmente a medida que organizaciones criminales como Los Zetas y el Cártel del Golfo dominan el territorio, controlan los flujos y extraen ganancias no sólo mediante la extorsión a migrantes y coyotes, sino también a través del secuestro sistemático y la trata de personas. La extorsión contra los migrantes era generalizada al menos desde que los flujos de centroamericanos en tránsito por México empezaron a aumentar, al final de la década de 1980. Sin embargo, quienes practicaban la extorsión eran principalmente funcionarios públicos tales como agentes migratorios y diversos cuerpos de seguridad, incluyendo a policías y militares (Sánchez-Munguía, 1993; Menjívar, 2000; Spener, 2009) A partir de 2005 empezaron denuncias mucho más frecuentes de agentes migratorios o policías coludidos con organizaciones criminales en delitos de enorme violencia, como los secuestros masivos.
Los reportes periodísticos empezaron a denunciar secuestros de migrantes en 2006 (López, 2007) pero la violencia y sistematicidad con la que suceden actualmente parece remontarse a 2008. El padre Baggio, director de la Casa del Migrante de Nuevo Laredo, considera que desde 2009, “todo es monopolizado en la frontera por el narcotráfico y no existen coyotes ‘independientes’”. Señala que los narcotraficantes tienen vigilada toda la línea fronteriza del lado de Tamaulipas y cobran una cuota por cada migrante que intenta cruzar. Los coyotes que evaden las cuotas pueden ser salvajemente golpeados o incluso asesinados (Baggio, 2011).
Al respecto, Gilma Pérez, del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana (UCA) en San Salvador, afirma también que fue a partir de 2009 cuando cambió el tipo de testimonios que recibían en el centro. El primer migrante que reportó tortura y secuestro por parte de una organización criminal narraba hechos de tal sadismo que resultaban difíciles creer. Sin embargo, en ese año el periódico digital salvadoreño El Faro9 empezó a difundir testimonios similares y el propio Centro recibió a otros migrantes que habían vivido el mismo infierno. Se dieron cuenta entonces que más que un acontecimiento aislado, la violencia y extrema crueldad se habían convertido en un patrón de explotación contra los migrantes (Entrevista con Gilma Pérez, San Salvador, 2013).
Otras entrevistas con defensores (Xicoténcatl, 2015; Pantoja, 2015; Manzo, 2015) confirman que entre 2005 y 2010 se dio una transición fundamental en el tráfico de migrantes centroamericanos en el noreste de México, cuando la ruta migratoria cayó bajo control de organizaciones criminales: particularmente el Cártel del Golfo y Los Zetas. Los que se benefician del control territorial ya no son sólo agentes estatales sino también organizaciones criminales complejas. Hasta ese momento, las noticias sobre la delincuencia organizada en México estaban relacionadas casi únicamente con la producción y el tráfico de drogas ilegales.
Algunos estudios de los últimos años (Bailey, 2014; Osorno, 2012, entre otros) han señalado cambios fundamentales que llevan a una reestructuración de las organizaciones criminales a partir del siglo XXI: principalmente el control del territorio, la multiplicación de actividades ilícitas y la transformación de los vínculos entre el Estado y la delincuencia organizada. Las organizaciones criminales surgidas a partir del año 2000, basan sus ganancias no sólo en el control del narcotráfico, sino fundamentalmente en el control y la expansión territorial. Este control se da mediante la extorsión, es decir el cobro de “cuotas”, a todas las actividades ilícitas y a la mayoría de las actividades lícitas en su territorio. Para asegurar que nadie “evada la cuota”, practican la violencia física directa de manera espectacular y continua; por medio de la amenaza o el soborno (la llamada “ley de la bala o la plata”) a capturan los cuerpos de seguridad del Estado. Asimismo, forman pequeños ejércitos para combatir contra otras organizaciones criminales o contra otros cuerpos de seguridad.
Desde inicios del siglo XXI, el territorio mexicano se repartió entre diversas organizaciones criminales, muchas de las cuales tendieron a la fragmentación cuando algunas de sus células eran afectadas por la muerte violenta o en algunas ocasiones por la detención de sus dirigentes. Esto provocó que se multiplicaran las rutas de las drogas y que se traslaparan con las principales rutas migratorias. La ruta migratoria principal de los centroamericanos, que pasa por los estados de Veracruz y Tamaulipas, coincide con el control territorial por parte de los Zetas y del Cártel del Golfo. Asimismo, la ruta del Pacífico que va de Guadalajara hacia Sonora, utilizada principalmente por los guatemaltecos, sigue también una de las rutas principales del narcotráfico en México, el territorio controlado por el Cártel de Sinaloa hasta el estado de Arizona. Los Zetas controlan la ruta del ferrocarril, desde Arriaga (Chiapas) o Tenosique (Tabasco), pasando por los estados de Veracruz, Puebla, Estado de México y San Luis Potosí, para llegar a Nuevo Laredo o a Reynosa, en el noreste del país. De acuerdo con Diego Enrique Osorno:
los Zetas buscaron en especial el control de las costas del Golfo de México (…) por el evidente asunto estratégico de consolidar rutas para el traslado de mercancías ilegales hacia Estados Unidos, llámese cubanos queriendo estar en Miami o toneladas de cocaína colombiana con destino a Nueva York. (Osorno, 2012).
En este sentido, la noción del migrante —igual que las drogas— es reducida a una mercancía común (centroamericanos) o de lujo (cubanos o asiáticos).
Al empatarse las rutas del tráfico ilegal de personas con las del narcotráfico, las mismas organizaciones narcotraficantes se encargan de “regular” el tránsito de los migrantes centroamericanos. Obligan a los coyotes a pagarles fuertes sumas de dinero, les imponen tanto la frecuencia y la ruta como el número de migrantes que pueden viajar en el grupo. Cuando los coyotes fallan en el pago de las cuotas o incumplen alguna de las reglas impuestas por las propias organizaciones criminales, o peor aún cuando abandonan a su suerte a algún grupo de migrantes, éstos pueden ser secuestrados y caer en redes de trata, o bien ser masacrados (Martínez, 2012 y 2014). Las ganancias extraídas por la violencia a la migración no se basan sólo en el cobro de tarifas para el tránsito, sino en toda una cadena de explotación que comprende robo y asalto, secuestro, retención en casas de seguridad y trata de personas. Esto significa la transición a una etapa totalmente distinta en el tráfico de personas: la propia persona migrante es transformada en una mercancía. Son mercantilizados también su cuerpo, sus órganos, su dolor, su sexualidad. El Padre Pedro Pantoja, de la Casa del Migrante de Saltillo, lo expresa de la siguiente manera: “el crimen organizado, no solamente los exprime, sino tiene una imaginación en la utilización de la persona migrante, como en una carnicería donde se aprovecha todo de la víctima”. Dice Elías Canetti que el perseguidor mide la carne, todo el cuerpo de la víctima, y está como quién dice en su persecución, planeando qué puede aprovechar (Entrevista con Pedro Pantoja, 6 de abril 2015).
Las empresas de tráfico de personas se han ido adaptando a estas nuevas circunstancias y trabajan actualmente como redes empresariales complejas. Pagan “cuotas” a las organizaciones criminales y cumplen con las rutas y el número de migrantes acordados con ellas. Varios migrantes centroamericanos afirman que fueron “vendidos” por el coyote que contrataron. Es decir, la red de tráfico de personas que opera entre Centroamérica y Estados Unidos tiende cada vez más no sólo a la despersonalización del coyote -que pasa a ser simplemente un eslabón en una cadena de tráfico de personas- sino también a la mercantilización del migrante.
Gustavo, migrante entrevistado en Ciudad Guatemala en agosto de 2013, narra por ejemplo su viaje como sigue:
El coyote nos llevó de aquí (Guatemala) hasta el Petén en automóvil con gastos pagados. Estuvimos un día en el camino antes de llegar al Petén, nos pagó un hospedaje, no iba muy mal conectado. Cuando llegamos al Petén, él nos vende como una mercancía. Me dijo que tenía una emergencia y fin del caso, que nos vendió ahí y ahí nos dejó con tal persona. Él hizo el negocio, y ya de ahí nos llevaron hasta Veracruz, ahí nos fueron a tirar en una casita con unas camas así planas. Ahí nos dejaron como un día. Nos llevaron comida, un poco de gaseosa y cosas. Al otro día llegó otro señor a recogernos y partimos en una van; nos llevaban como unos diez.
La narración de Gustavo muestra no sólo la conciencia de mercantilización, sino la objetivación del migrante en términos del viaje. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los migrantes que disponen de menos recursos, en este caso la empresa de tráfico de personas “cumplió” con los términos de contrato ya que en un lapso de dos semanas, llegaron sanos y salvos a Estados Unidos: en 2009, Gustavo pagó seis mil dólares por adelantado y otros dos mil al llegar a su destino.
Algunos migrantes entrevistados en Guatemala y en El Salvador (agosto de 2013, julio 2015) usaron empresas transnacionales de tráfico de personas con una poderosa infraestructura y cuentan haber tenido contacto con diversos intermediarios tales como transportistas, guías e incluso policías federales que los condujeron en vehículos oficiales. Solían atravesar el territorio en menos de una semana y pagaban sumas que iban hasta diez mil dólares. Sin embargo, la mayoría de los entrevistados había contratado a coyotes recomendados por familiares a quienes había pagado sumas que iban de seis mil a ocho mil dólares.
Los que disponen de menos recursos hacen todo el viaje por su propia cuenta pagando directamente “las cuotas” a las diferentes policías, a los agentes de migración y a los criminales que controlan las diversas rutas. Al llegar a la frontera norte, la gran mayoría de los migrantes —particularmente casi todos los que ya intentaron una vez solos y fueron aprehendidos en el cruce— se ven obligados a contratar coyote para aumentar sus probabilidades de cruzar sin ser detenidos. Los migrantes entrevistados en Saltillo (abril 2015) decían pagar entre 2 800 dólares y cuatro mil dólares para cruzar la frontera con Estados Unidos. Los que cobran menos, suelen ser —en terminología de David Spener (2009: 123), los que guían a los migrantes para dar “el brinco nomás”, es decir, una vez internados en territorio estadunidense tienen que vérselas por su cuenta para llegar hasta las ciudades de destino.
Ebert, originario de Santa Bárbara (Honduras), realizó por primera vez el viaje en 2013 con un pequeño grupo de adolescentes de su misma ciudad. En esa ocasión tomaron la ruta del Pacífico hasta Nogales, Sonora. Allí, fueron reclutados por narcotraficantes para que cruzaran por el desierto de Sonora-Arizona, cargando cada uno una mochila de droga que pesaba más de 15 kilos. Además, llevaban algo de comida y un galón de agua. De acuerdo con Ebert, el viaje duró seis días; su guía los condujo a reservas de agua en el desierto donde pudieron rehidratarse. Al llegar a Tucson, los traficantes les pagaron 500 dólares a cada uno y les ofrecieron regresar a México para volver a hacer el viaje, esta vez por mil dólares (Entrevista con Ebert, migrante hondureño de 19 años, Saltillo, 7 de abril 2015).10
Debido a los numerosos obstáculos interpuestos por las autoridades mexicanas y por organizaciones criminales, el tránsito por México dura más de tres semanas para cerca de 70 por ciento de los migrantes irregulares, y más de cinco semanas para cerca de 30 por ciento (El Colef et al., 2013). Las rutas de tránsito por México han tendido a hacerse más largas debido a la necesidad de rodear obstáculos, de caminar por largos trechos y a los lapsos de espera en las ciudades-nodo y en las ciudades fronterizas.
De acuerdo con la EMIF Sur 2013, cerca de la mitad de los migrantes centroamericanos (50.7 por ciento) contrataron a un intermediario (en términos de la encuesta: guía, coyote o pollero) para llegar desde la frontera sur hasta la frontera norte de México: 64.6 por ciento de los guatemaltecos, 29.8 por ciento de los hondureños y 49.1 por ciento de los guatemaltecos. El uso de intermediarios es más frecuente entre las mujeres tanto para transitar por México como para el cruce de la frontera con Estados Unidos. El costo es también significativamente mayor para las mujeres. En la Tabla 3 se refiere el porcentaje de uso de intermediarios por nacionalidad y por sexo entre migrantes que fueron devueltos a sus países por autoridades migratorias estadunidenses.
A medida que las organizaciones criminales han intervenido cada vez más para controlar las rutas migratorias, extorsionando, secuestrando, asaltando y robando a los migrantes y a los propios coyotes, se ha modificado considerablemente la imagen del coyote en las comunidades de expulsión. Gilma Pérez, coordinadora del Programa de Migrantes del Instituto de Derechos Humanos (Universidad Centroamericana en El Salvador), en San Salvador, afirma por ejemplo:
La figura del coyote, cultural e históricamente, es una figura que se ha venido transformando en la cosmovisión de los salvadoreños. Para nosotros coyote era un concepto positivo (…) en 2005, empezamos a recibir noticias de migrantes perdidos y migrantes accidentales y los migrantes desaparecidos. Comenzamos a conocer solicitudes de repatriación de cadáveres de migrantes. Entonces, todo eso nos genera una demanda de servicios de coordinación y de información de la que no tenemos nada (Entrevista a Gilma Pérez, San Salvador, 22 de agosto de 2013).
En la actualidad, de acuerdo con Gilma Pérez, son cada vez más frecuentes los testimonios sobre coyotes que abandonaron a sus migrantes en el camino o que no cumplieron con los términos acordados inicialmente, cobrando sumas cada vez más elevadas. Varias de las experiencias de viaje narradas por los migrantes entrevistados en Centroamérica dan cuenta de la frecuencia con la que los coyotes rompen los acuerdos. Por ejemplo, Luz, contrató a una mujer coyote que la llevó de Tapachula a Ciudad de México Ahí, la dejó abandonada en la terminal de autobuses sin dinero, y pasó cuatro días mendigando para sobrevivir, antes de poderse comunicar con su esposo quien envió a unos conocidos a recogerla (Entrevista con Luz, migrante guatemalteca deportada de 50 años, Guatemala 19 de agosto de 2013).
Los defensores de los migrantes y los periodistas señalan también cada vez más que antiguos coyotes son absorbidos por grandes empresas de tráfico de personas o por las propias organizaciones criminales. Así, en un excelente libro sobre el tránsito de los migrantes centroamericanos por México, Óscar Martínez afirma:
Desde hace unos diez años la figura del coyote-amigo empezó su declive. Aquel vecino de pueblo que por una cantidad razonable llevaba a su compadre a Estados Unidos es ahora un hombre adusto, repleto de cicatrices y peligroso hasta para sus propios clientes. En ocasiones, un aliado de Los Zetas, alguien en el que hay que confiar porque no queda otra. Un secuestrador algunas veces. Un timador la mayoría. Ellos son los habitantes de este camino… (Martínez, 2012: 145).
Martínez recoge testimonios de varios coyotes que hacían regularmente la ruta al norte con centroamericanos y que tuvieron que dejar su negocio cuando fueron obligados a trabajar para empresas de coyotaje. Resalta en particular el testimonio de “el Chilango”, que solía trabajar por su propia cuenta: “Los coyotes que andamos con la gente ya no podemos trabajar en paz. Somos empleados de los grandes señores que viven en la frontera norte. Ellos se entienden con los Zetas y ellos se quedan la feria” (Martínez, 2012: 145).11
Conclusiones
Los migrantes que emprenden el camino desde Centroamérica con destino a Estados Unidos conocen generalmente los peligros que deberán enfrentar. Particularmente, a través de las redes migratorias y de los medios de comunicación, saben de la presencia de organizaciones criminales como los Zetas. Los defensores de los migrantes afirman que —en el caso de las mujeres centroamericanas— muchas toman o se inyectan anticonceptivos antes del viaje para no quedar embarazadas en caso de violación. La persistencia e incluso el aumento de la migración centroamericana en territorio mexicano indican la desesperación de muchas personas originarias del TNCA por huir de sus lugares de origen. Para muchos, el viaje hacia el norte es ineludible; representa la única posibilidad de sobrevivir y al mismo tiempo, la promesa de enviar remesas y mantener a la familia.
Cuando llegan a Estados Unidos, la mayoría de los migrantes logra efectivamente encontrar trabajo, así sea en el mercado informal. Los migrantes entrevistados que habían sido deportados de Estados Unidos, todos tenían trabajos que consideraban dignos y bien pagados antes de ser detenidos y enviados de regreso al TNCA. Sin embargo, las políticas migratorias extremadamente restrictivas y punitivas han llevado a la criminalización de estos migrantes, no sólo en el país de destino sino en toda la región. Enviados de regreso a sus lugares de origen, se ven muchas veces obligados a emprender nuevamente una ruta extremadamente peligrosa hacia el norte y si logran alcanzar su meta, serán perseguidos y deberán vivir en la clandestinidad.
Los múltiples riesgos que enfrentan los migrantes a lo largo de la ruta y en el cruce de las fronteras, son resultado de políticas económicas excluyentes y leyes migratorias punitivas. A partir de la creación del Instituto Nacional de Migración en 1993, el gobierno mexicano ha impulsado una gestión migratoria basada en gran medida en la detención y deportación sistemática de los migrantes centroamericanos que viajan por el país de manera irregular. En más de dos décadas, además de construir decenas de centros de detención para migrantes, han multiplicado retenes en caminos y carreteras y han impulsado operativos de control en el tren de carga. Debido a la frecuente corrupción de las agencias de seguridad (incluidos agentes migratorios), muchos migrantes llegan a la frontera norte de México pagando sobornos en los retenes. Sin embargo, la corrupción y la colusión de funcionarios con la delincuencia organizada provocan el acoso contra los migrantes y condiciones de gran inseguridad en la movilidad humana. Además de asaltos, robos y extorsiones, actualmente los migrantes sufren frecuentemente delitos y violaciones graves a sus derechos humanos, como el secuestro extorsivo y la trata de personas.
Al tiempo que ha aumentado la violencia extorsiva contra los migrantes, han cambiado las redes de tráfico de personas desde el TNCA. Actualmente, las empresas que ofrecen a los migrantes irregulares conducirlos hasta la frontera norte de México suelen ser complejas, compuestas de múltiples eslabones que se encargan de “mover al migrante” en ciertos tramos. Debido al fuerte control territorial que tienen algunas organizaciones criminales —particularmente en la ruta del Golfo de México— es poco probable que los traficantes puedan eludir el pago de “cuotas” para el uso de estas rutas. Esto no significa necesariamente que hayan sido absorbidos por las propias organizaciones criminales. Sin embargo, sí implica la fuerte presencia de la delincuencia organizada a lo largo de las rutas. Son pocos actualmente los migrantes centroamericanos que después de viajar por estados como Veracruz, Tamaulipas y el Estado de México, no se hayan topado con la presencia de delincuentes autodenominados “zetas” o “maras”.
Los peligros que enfrenta la movilidad humana están relacionados a la vez con el proceso de mercantilización de los migrantes y con las políticas de control migratorio y fronterizo. Como lo señala Wendy Vogd (2013: 770), “la vulnerabilidad de los migrantes es producida por la intersección entre las políticas que regulan la ciudadanía y las fuerzas del capitalismo”.