Introducción
Tradicionalmente la demografía se ha ocupado de la familia a través de la nupcialidad, la fecundidad, el divorcio y la evolución de las estructuras familiares. Es decir, de la familia en sentido de hogar. No obstante, desde hace veinte años, las investigaciones al respecto ya no se limitan al estudio de las estructuras familiares, sino que también exploran las redes de parentesco. ¿Pero a qué se debe la evolución de las investigaciones? Nos hallamos ante un contexto demográfico de baja fecundidad, con envejecimiento de la población en el norte y en breve también en el sur, una aceleración de las migraciones internacionales, y un aumento de la pobreza. Tras este redescubrimiento de la familia, es preciso tomar conciencia de que permanecen ocultos desafíos políticos muy importantes, a los cuales volveremos más tarde.
En realidad, la familia sigue siendo un objeto de difícil investigación al plantear cuestiones que "nos tocan tan de cerca, que no podemos impedir que se mezclen con nuestras pasiones", señala Durkheim (1888). Cada cual cuenta con su propia experiencia desde la que extrae una visión específica de la familia. Su estudio requiere, por tanto, un trabajo constante de puesta de distancia si se quiere huir de las trampas ideológicas; trampas en riesgo de caer al establecer una jerarquía de diferentes tipos de familia: familia patriarcal, familia nuclear, familia monoparental y familia reconstituida.
Como se verá a lo largo de este artículo, para algunos, la familia ideal sigue siendo la familia patriarcal, única capaz de garantizar la protección de sus miembros; para otros, es la familia nuclear la célula estable que garantiza el equilibrio de los hijos. Se trata de evitar los deslices ideológicos, tal como recomendó en 1892 el sociólogo francés Durkheim, y de replantear las estadísticas, particularmente en demografía, pues
la estadística expone cifras impersonales; esas cifras, no sólo traducen de manera auténtica y objetiva los fenómenos sociales, sino que los traducen mejor al ser éstos sensibles a las variaciones cuantitativas y al permitir su medida (Durkheim, 1892: 24).
Familia nuclear y modernidad
Para comprender las actuales relaciones intergeneracionales, es preciso rastrear la evolución de la familia a lo largo de los últimos dos siglos, así como los debates que ha generado su transformación ligada a la industrialización y la urbanización. De hecho, desde el siglo XIX la familia ha suscitado numerosas investigaciones. Tocqueville fue de los primeros en elaborar una sociología de las relaciones familiares. Según él, en Estados Unidos, el empobrecimiento de las relaciones entre generaciones caracteriza a la familia y, en particular, por el empobrecimiento del linaje: "la familia no aparece en mente más que como algo vago, indeterminado, incierto" (Tocqueville, 1835, citado por Cichelli-Pugeault y Cicchekki, 1998: 42). Se alude claramente a la relación entre el desmoronamiento de la solidaridad familiar y la modernidad. A partir de esta época, la familia "moderna" se convierte en la pareja con hijos, relegando al pasado a la familia patriarcal.
En Francia, esta idea de familia nuclear es denunciada enérgicamente por los contra-revolucionarios a lo largo del siglo XIX, ideas que retomará el precursor de las encuestas monográficas, Frédéric Le Play.
A través de estas "monografías", éste distingue varias categorías de familia (Le Play, 1901): tres tipos principales, de los cuales dos se sitúan en los extremos -la familia patriarcal y la familia inestable-, y uno en el intermedio -la familia troncal:
La familia patriarcal es aquella en la que todos los hijos, casados o no, se instalan en el hogar paterno y en la que las propiedades se mantienen indivisas entre los miembros. Para Le Play, el tipo patriarcal "mantiene, en el régimen laboral y en el conjunto de las relaciones sociales, el apego al pasado más que la preocupación por el futuro, y la obediencia más que la iniciativa" (Le Play, 1871).
La familia inestable es aquella en la que los hijos se marchan en cuanto consiguen autonomía financiera para, a su vez, formar ellos mismos otra familia inestable. Esta familia inestable, "cuando se multiplica sobre terrenos del todo desforestados, somete también a las poblaciones venidas a menos a un estado perpetuo de sufrimiento. Ésta engendra esas abrumadoras aglomeraciones que la historia no ha ofrecido en ninguna otra época anterior" (Le Play, 1871). La familia inestable a menudo es arrendataria, y la propiedad no juega el rol estabilizador instado por los filántropos y católicos sociales. Hace falta situar esta frase en el contexto de la época del siglo XIX en Francia, cuando emergían los suburbios de las capitales.
En la familia troncal, un único hijo permanece con los padres y cohabita con ellos y con sus propios niños. "La familia troncal conserva en su integridad, en el hogar paterno, los hábitos de trabajo, los medios de prosperidad y el tesoro de útiles enseñanzas legadas por los antepasados. Se convierte en un centro permanente de protección al cual todos los miembros de la familia pueden recurrir en los momentos difíciles de la vida. Gracias a este conjunto de tradiciones, el tercer tipo proporciona a los individuos una seguridad desconocida en el segundo y una independencia incompatible con el primero" (Le Play,1871).
Este último tipo, como vemos, es la opción preferente de Le Play, ya que evita la opresión de la familia patriarcal y el nefasto individualismo de la familia nuclear que no permite la reproducción y la transmisión de los valores familiares. El modelo de familia troncal es la más apta para combatir la desorganización social. Le Play es
el inventor de las monografías de las familias, de los estudios basados en cuestionarios durante los años 1860 y, sin duda, se halla en el origen del mito de la solidaridad natural que reina en la familia tradicional (Burguière, 2002: 20).
Y esta imagen de la familia tradicional parece aún presente en ciertos entornos de Francia. A veces se observa cierta nostalgia de la familia de antaño. Precisamente para desmarcarse de Le Play y de su ideología anticuada, Durkeim recomendó el uso de la estadística en el estudio de la familia. Porque, respecto al linaje al que se refiere Tocqueville, Durkeim constata la evolución de la familia: "no hay nada que recuerde al estado de perpetua dependencia como base de la familia paterna" (Durkheim, 1892: 36). En la familia contemporánea, la dimensión intergeneracional ya no estructura la relación familiar.
Pero la teoría del sociólogo estadunidense Talcott Parsons ha sido la de mayor influencia en el ámbito de la ayuda mutua en el seno familiar. Al igual que Engels, Marx, Tocqueville, Comte y Durkheim, "que conciben la organización doméstica como variable dependiente de la estructura social, Parsons sostiene que la institución familiar ha sido transformada por la revolución industrial" (Cichelli-Pugeault y Cichelli, 1998: 90). Si bien fue elaborada durante la década de 1930, no es hasta los años 1950 que la teoría de Parsons cobra verdadera importancia. A partir de la noción de "familia nuclear privada" -estructura familiar dominante surgida en el mundo occidental tras la industrialización-, Parsons plantea la tendencia inevitable de esta estructura hacia la uniformidad en las sociedades modernas. Según dicha teoría, el proceso de modernización provoca la transformación de la familia patriarcal hacia la familia nuclear. La familia reducida a la pareja con hijos habita en una vivienda aparte y vive de los recursos económicos propios gracias a los ingresos del hombre independientemente de su relación particularista con los padres (Parsons, 1955).
Al igual que Tocqueville (1835) y Comte (1851), Parsons (1955) defiende el reparto de tareas al interior del hogar, económicas para el hombre y domésticas para la mujer, con el objetivo de alcanzar la mayor eficacia del funcionamiento familiar. Liberada de sus relaciones de parentesco, esta familia representa el modelo que mejor se adapta a la sociedad industrial. Sin más ataduras, es móvil y se desplaza allí donde hay empleo. Como vemos, en este caso la familia y la sociedad encarnada por la sociedad industrial, aparecen como antagónicas para una sociología antihistórica. La modernidad perturba a la antigua familia, su estructura, su funcionamiento y sus relaciones con la sociedad. Si Parsons juzga la modernidad a partir de la estructura de la familia, otros sociólogos, como William Goode, la evalúan según el grado de autoritarismo impuesto a los miembros de la familia. La industrialización es aquello que ha proporcionado al individuo la oportunidad de emanciparse del control del grupo. Dejando de cohabitar bajo el mismo techo que los padres, las jóvenes parejas pueden emanciparse y vivir su propia vida. El mercado de trabajo y de vivienda, así como la elección del cónyuge, permiten además la realización de los deseos de la pareja.
Por su parte, Philippe Ariès (1975) considera que la modernidad está relacionada con la invención de nuevos sentimientos que surgen de la infancia y la vida privada. Antes del siglo XVII, la familia conyugal se hallaba bajo el control de la comunidad y de la red de parentesco. El niño, convertido muy rápidamente en un pequeño adulto, estaba asignado a unas tareas enmarcadas en la formación. Posteriormente, el niño es poco a poco separado del mundo de los adultos y entonces la familia desempeña el papel de educador. La familia conyugal se repliega sobre sí misma y se convierte en el lugar de socialización del niño. Cabe subrayar que en Europa, y particularmente en Francia, esta focalización de las investigaciones sobre la familia nuclear se debe al éxito del modelo. En algunas décadas, la cohabitación entre generaciones disminuye rápidamente, sobre todo en el entorno urbano.
Dicho éxito "en definitiva dejaba sin objeto de estudio a las relaciones entre padres e hijos casados" (Roussel y Bourguignon, 1976), también debido a las preocupaciones de la época de posguerra y de las dos décadas subsiguientes. En primer lugar, se trataba de seguir la evolución de la natalidad e intentar comprender los factores, el baby-boom que sorprendió a los demógrafos por su alcance y duración. De este modo, la idea de modelo familiar único se veía respaldada por la natalidad y por el rejuvenecimiento de la edad de matrimonio. Asimismo, este modelo se ajustaba a las ideas de la época de los años 1950-1960: los jóvenes debían ser independientes lo antes posible, abandonando pronto el hogar parental y formando parejas moral y financieramente autónomas, aunque la práctica fuera algo distinta. Incluso en el plan de vivienda, las parejas debían contar únicamente con sus propios recursos para poder acceder a la propiedad, en realidad a través del sistema de préstamos. La familia nuclear ya no necesitaba esperar la herencia para convertirse en propietaria; por lo mismo ya no necesitaba a los padres.
A partir de entonces la pareja prevalece sobre el parentesco. La familia extensa es invisible y los servicios que se intercambian quedan encubiertos. Durante todo este periodo, la familia se reduce al hogar, esto es, a las personas que comparten el mismo alojamiento, el grupo doméstico que podemos recuperar de las estadísticas censales. Quedan completamente ocultas, por tanto, las familias de origen, excepto si los padres cohabitan con la pareja.
Pero alrededor de 1960 este modelo dominante va a experimentar, a su vez, profundas transformaciones. Efectivamente, desde 1965, la fecundidad empieza a descender cuando unos años después se ven incrementados tanto el divorcio como la cohabitación extramarital. La importancia de estos cambios para la comunidad científica se evidencia en el escrito de Louis Roussel:
Si un demógrafo de renombre internacional, hacia 1960 hubiera anunciado un descenso importante de la nupcialidad y de la fecundidad, ¿quién lo hubiera tomado en serio? ¿Habría anunciado, ni siquiera de forma aproximada, los índices actuales, perdiendo todo crédito entre sus homólogos? Lo menos que puede decirse es que los cambios recientes no han podido ser previstos por los demógrafos. Sin duda, el hecho es que ni siquiera entonces eran verosímiles: su aparición se presenta como una ruptura aparentemente inexplicable (Roussel, 1987: 429).
El descenso de la natalidad, el desarrollo sin precedentes de la cohabitación extramarital y el alza del divorcio, provocan nuevos ritmos demográficos y modos de vida familiares -que en el pasado habían sido marginales o débilmente representados-, dando paso a la pluralidad de la familia a través de la diversificación de los hogares y el aumento de aquellos formados por una sola persona. De hecho, uno de los cambios más significativos de nuestra sociedad es, efectivamente, el crecimiento de dichos hogares, impacto combinado del envejecimiento de la población y de la mortalidad diferencial, así como de las conductas ante la cohabitación.1
Pero más que la coexistencia de diferentes configuraciones familiares, es la sucesión de secuencias familiares a lo largo del ciclo vital lo que aparece como fundamental, anunciando una movilidad (es decir, el paso más frecuente y rápido de un hogar a otro),2 un "nomadismo conyugal" (Déchaux, 2007: 27). Sin embargo, no debe olvidarse que esas segundas uniones siempre han existido. Aunque es a partir de los años 1980, que éstas se relacionan con el divorcio, y ya no tanto con el fallecimiento de uno de los cónyuges (especialmente por la sobremortalidad masculina en edades adultas y por la mortalidad femenina durante el parto). Las segundas uniones reflejan principalmente un nuevo concepto de pareja (casada o no) de transición, que los demógrafos califican de segunda transición, si bien otros hablan de familia moderna (De Singly, 2007: 128). Tras la familia nuclear, la familia reconstituida se convierte en la versión moderna de familia.
Estas evoluciones demográficas vienen acompañadas de profundas mutaciones sociológicas acordes con una mayor autonomía e individualización. Si durante los años 1950-1960, la familia nuclear debía desvincularse de su parentela, al final de los años 1960-1970 emerge otra corriente que cuestiona esta misma familia nuclear. Al inicio de los años 1970, se publican diversas obras muy reveladoras sobre el estado de ánimo de la época. En Inglaterra, David Cooper, que forma parte del movimiento antipsiquiátrico, en 1971 publica La muerte de la familia. David Cooper denuncia también la alienación de los individuos por la familia, institución que segrega normalidad y las bases del conformismo. La familia, primer mecanismo del "Estado burgués", es por tanto el lugar de socialización por excelencia del niño. La familia adoctrina al niño inculcando en él el deseo de convertirse en un tipo específico de hijo o hija (y después de marido o mujer, de padre o madre), no permitiéndole más que una libertad vigilada y estrictamente reducida a un rígido yugo (Cooper, 1972). Para Michel Field y Jean-Marie Brohm (1975), la institución familiar se caracteriza por la represión y la inhibición sexual, siendo también una máquina formidable de crear neurosis. Debe admitirse: "la familia es un peligro público permanente". Las feministas y los partidarios de una educación antiautoritaria celebran ver cuestionada esta institución; celebran ver considerada la familia como lugar de dominación de un sexo sobre el otro, de una generación sobre otra, como instrumento de todas las desigualdades. Una feminista francesa resume la posición de las mujeres en los siguientes términos: "No es la situación actual de la familia lo que resulta inaceptable, es su existencia misma" (Field y Brohm, 1975: 49).
Así pues, el escenario está planteado: la familia, en particular la pareja, es el enemigo número uno de la que deben liberarse los nacidos durante el baby-boom para poder realizarse e inventar nuevas formas de vida en grupo más libres e igualitarias. Con las generaciones nacidas tras 1945, la visión parsoniana de familia se verá rápidamente desmentida; la entrada de las mujeres al mercado de trabajo pondrá en entredicho la visión dicotómica de los roles familiares y sexuales, en el sentido de que la mujer ya no es solo madre-esposa.
Este cuestionamiento del estatus de la mujer está relacionado con la ampliación de los estudios sobre las mujeres y con su entrada masiva en el mercado de trabajo. No significa que las mujeres nunca hubieran trabajado antes, sino que es a partir del momento en que el trabajo abandona la esfera doméstica -con la industrialización que permite empoderar el trabajo con respecto a la vivienda-, que las mujeres abandonan los trabajos de autoproducción de tareas domésticas del modelo del ama de casa. También debe recordarse que una proporción nada despreciable de mujeres trabaja como obreras en las fábricas o como trabajadoras domésticas en casas particulares. La gran mutación viene del incremento del trabajo salarial de las mujeres, el cual les permite acceder a una independencia financiera dentro de la pareja y, por tanto, a una libertad que puede llegar hasta la ruptura de la pareja.
Las investigaciones sobre la familia, salvo algunas excepciones, focalizan su atención en el debilitamiento de la pareja, las nuevas formas familiares y la cuestión de los hijos en las nuevas formas familiares. ¿Los hijos están traumatizados por la separación de sus padres? ¿Abandonan la convivencia antes que los demás hijos? ¿Reproducen las conductas parentales divorciándose más?
Las transformaciones se han analizado bajo el punto de vista de un triple movimiento: el de la individualización, el de la privatización y el de la pluralización:
Individualización: el individuo pasa a ser la primera referencia; ya no es el individuo quien está al servicio de la familia, sino que es la familia la que está al servicio de cada uno de sus miembros.
Privatización como consecuencia de la individualización: la vida familiar se basa en la voluntad y la libertad personales de cada uno; los individuos rechazan someter su vida privada a la ley y al control social. Hay quien ve, más específicamente, un signo de desinstitucionalización. Asistimos así a una tendencia general de desvalorización de las instituciones. Porque "seguir la institución, supone de entrada suprimir cualquier oportunidad de materializar, un día, el proyecto de realización personal" (Roussel, 1987: 444).En estas condiciones, "si la postmodernidad se traduce en la voluntad de inventar la vida día a día, las conductas matrimoniales encajan bien en esta nueva era" (Roussel, 1987: 445). La progresión del individualismo y de la privatización lleva a su vez hacia la indeterminación de los códigos de conducta, donde el individuo intenta inventar su propia familia. Ello implica una pluralización de la familia.
De este modo, la familia nuclear ya no es signo de modernidad, época de la familia monoparental donde las mujeres liberadas de los maridos asumen las cargas familiares y a continuación las familias reconstituidas. En todas las mutaciones que la familia ha experimentado en Europa, hace falta mencionar el siguiente punto, pues me parece importante:
Mientras unos analizan las transformaciones de la familia bajo el signo de la modernidad, otros hacen alusión, de forma recurrente, a la crisis de la familia:
Crisis: ante el paso de la familia patriarcal a la familia nuclear.
Crisis: ante el cuestionamiento de la familia nuclear y la aparición de una nueva forma de familia.
En definitiva, crisis de la familia ante el ascenso del individualismo que debilita la solidaridad intergeneracional.
El éxito de cierto discurso sobre la crisis de la familia, ¿no tendrá que ver, en parte, con el hecho de que la vivienda ha funcionado demasiado bien como máquina familiar de producción? ¿No se debe a que se aborda la familia como vivienda? ¿O tal vez es porque las relaciones entre vivienda y familia cambian, que en definitiva se pone el acento sobre la familia? También se podría hacer una lectura de las "dos crisis de la familia" diferente a la lectura habitual, y preguntarse si éstas no se dan antes que las transformaciones de los modos de cohabitación. El problema se plantea mejor con el paso de la familia compleja a la familia nuclear, que combaten Le Play y los moralistas del siglo XIX, a propósito del descenso en la proporción de familias nucleares, el ascenso del número de personas que viven solas, la cohabitación extramatrimonial y el aumento de los divorcios y las separaciones.
De hecho, en ambos casos, no parece que pueda afirmarse con certeza que la familia (en el sentido de "familia extensa", según la definición de Peter Laslett) haya conocido una crisis profunda (Willmott, 1991), incluso cuando los periodos de grandes migraciones han conllevado, en un primer momento, la distensión de los vínculos entre los diferentes miembros de la parentela. Es necesario comprender la familia e ir más allá del marco del hogar.
Qué lugar ocupan las relaciones Intergeneracionales en una época postmoderna
Antes de abordar el papel de las relaciones intergeneracionales durante el periodo calificado como postmoderno o como segunda modernidad, me gustaría retroceder a los trabajos que la tesis de Parsons ha generado en Estados Unidos y en Europa sobre la nuclearización de la familia, la familia extensa percibida como un anacronismo destinado a desaparecer ante la modernización social (Dechaux, 2003).
En realidad, rápidamente los sociólogos estadounidenses rebaten la tesis de Parsons, y señalan que la familia nuclear ha conservado los vínculos con las familias de origen, manteniendo la importancia de los intercambios entre varias familias nucleares, una especie de "coalición igualitaria... que nada tiene que ver con la familia extensa clásica" (Déchaux, 2003: 58).
Curiosamente, en Europa, a finales de 1950, son los sociólogos urbanos Peter Willmott y Michael Young quienes, estudiando los barrios de Londres o París, redescubren la fuerza de los lazos familiares, particularmente de los vínculos madre-hija. Dichos lazos son particularmente importantes a la hora de elegir la localización de la residencia, la cual califican como matrilocal (Young y Willmott, 1957). Esto es lo que constatan también Chombard de Lauwe en Francia y Jean Rémy en Bélgica (De Lauwe, 1959 ; Rémy, 1967). Es en esta época cuando Elisabeth Bott demuestra que el grado de división de roles en la pareja está relacionado con la densidad relacional de los cónyuges fuera del hogar. Cuanto más centrada está una red de sociabilidad en la pareja y el parentesco, más fuerte es la jerarquización de los roles sexuales (clases obreras) (Bott, 1957).
Por el contrario, en una red más abierta al exterior, menos localizada, viene acompañada de una flexibilidad normativa que se corresponde con los roles más igualitarios (clases superiores). Al mismo tiempo, surge en Estados Unidos la preocupación sobre la asistencia informal en el cuidado de las personas de edad avanzada, a través de los trabajos de Burgess, y más ampliamente a través del grupo de investigadores de gerontología social de la Escuela de Chicago.
Pero, sin duda, lo más importante es el paso adelante que suponen los trabajos de Peter Laslett y el grupo de Cambridge (Anderson, 1972), que critican el concepto evolucionista de Comte, Le Play y Parsons, según el cual, la desaparición de las estructuras complejas es atribuible al progreso industrial y al individualismo. Según éstos, en el norte de Europa la familia nuclear coexiste desde hace tiempo con otras formas de familia. Los historiadores contribuyen también al desarrollo de estudios sobre la familia contemporánea. A diferencia del grupo de Cambridge, éstos no muestran interés por el tamaño y la estructura de los hogares, sino por los sentimientos y relaciones anudados en el seno de la familia extensa.
En la década de 1970 tiene lugar un brusco despertar, particularmente en Francia y en Europa. De hecho, dos nuevos elementos son decisivos en el estudio de las redes de solidaridad: por una parte, la protesta de los jóvenes, visible en Estados Unidos y en el Reino Unido desde finales de los años 1950, y en Francia a partir de los acontecimientos de Mayo del 68 que cuestionan los fenómenos de transmisión de valores entre generaciones; y por otra parte, la prolongación de la vida que modifica las condiciones de transmisión patrimonial. Esta es una de las razones por las cuales en Francia también se observa cierta recuperación de los trabajos relacionados con temáticas sobre las redes, tratadas previamente por los investigadores de países anglosajones en un momento en que este tipo de encuestas ya no se da en esos países. Los resultados de esas encuestas, al igual que las encuestas anglosajonas, muestran -confirmando la primacía de la pareja sobre el parentesco- que la familia nuclear no se encuentra aislada en la sociedad urbana.
Inicialmente, las encuestas demostraron que en las relaciones padreshijos adultos, persisten especialmente los lazos madre-hija. Se dan intercambios financieros aunque invisibles y ocultos, y los servicios y ayudas circulan entre familias nucleares. Durante la década de 1990, las investigaciones sobre la familia extensa se multiplicaron. Se trató entonces de verificar si las mutaciones familiares que reflejaban un movimiento de conjunto hacia la privatización, no debilitaban los lazos intergeneracionales. Grandes investigaciones se llevaron a cabo a partir de la década de 1990: en Francia en el INED y la CNAV, en Suiza en el INSEE por parte del equipo de Kellerhals, en Bélgica por parte de B. Badwin-Legros, y en Canadá por parte de Renée Dandurand y Françoise Oulette (1992), así como por parte de Godbout et al. (1996). Las ayudas y servicios persisten a pesar de las transformaciones sociológicas: los padres continúan ayudando a sus hijos independientemente de su situación conyugal; de este modo, las mujeres solteras con hijos o los padres divorciados pueden contar con sus padres.
La familia de origen se manifiesta como un lugar estable, de forma contraria al vínculo conyugal. Los abuelos ven así consolidado su rol. Se constata que la fragilización de la pareja no ha supuesto un debilitamiento de las relaciones intergeneracionales. Este hecho ha sido reforzado por la concienciación de los políticos de que las relaciones intergeneracionales pueden apoyarse en la familia para hacer frente a la crisis económica. De hecho, en 1994 Giovanni Sgritta prevé este cambio de lectura, con el paso de una crisis de la institución familiar en las décadas de 1960 y 1970 a una crisis de cierto modelo de sociedad, una crisis del Estado del Bienestar, evidenciando simultáneamente el mantenimiento y la función de la familia en el cumplimiento de las labores sociales (Sgritta, 1994).
En efecto, es a partir de la década de 1990 que empieza a plantearse el impacto de los cambios sociodemográficos sobre las relaciones familiares, en un contexto en el que se cuestiona el Estado del Bienestar y los efectos de la crisis económica que atraviesan las sociedades occidentales. Hemos asistido por tanto a un reconocimiento de la fuente de la solidaridad supuestamente natural y gratuita, que podía constituir una alternativa a las deficiencias y a los límites de la solidaridad colectiva. El trabajo gratuito ya no se oculta e incluso es valorizado y cuantificado.
Lo que se había considerado un residuo de los tiempos, incluso una desaparición progresiva gracias al desarrollo de las relaciones comerciales, ha reaparecido abiertamente como una red de relaciones sociales fundamentales, que permite a los miembros de la sociedad mantenerse unidos y mantener un espacio social preservado del mercado (Insel, 1993: 221).
De forma evidente, la ayuda mutua en el seno familiar está marcadamente influenciada por las políticas sociales en vigor y las diferentes formas de Estado del Bienestar descritas por Esping-Andersen (régimen liberal, régimen sociodemócrata, régimen familiar-corporativista). En las sociedades en las que se da una baja protección social, las familias son prácticamente la única fuente de apoyo y ayuda (Esping-Andersen, 1990).
En Europa, a lo largo del siglo XX, los servicios públicos en primer lugar, y más recientemente el mercado privado -con o sin ánimo de lucro-, garantizan las funciones anteriormente asumidas por la familia, especialmente la asunción del cargo de las personas dependientes de avanzada edad, la ayuda doméstica, la asistencia a los adultos con alguna discapacidad, el cuidado de los niños pequeños, entre otros. A todo ello cabe añadir las transferencias monetarias bajo la forma de prestación o de pensión de jubilación. En otras palabras, el Estado, por medio de los servicios públicos, participa en las transferencias e intercambios entre los individuos que complementan o reemplazan la ayuda privada, es decir, la interna de la familia.
Así, las nuevas generaciones de investigación sobre la familia intentan comprender mejor cómo los cambios importantes de los sistemas de protección social modifican la solidaridad en el interior de las familias. ¿Acaso un Estado fuerte del Bienestar, a través de sustanciales transferencias públicas, deteriora el sistema de ayuda entre la familia y debilita la solidaridad intergeneracional? La respuesta a esta cuestión dista de ser clara. Por un lado, nos encontramos con investigadores, especialmente economicistas, que sugieren que el Estado de Bienestar diluye las obligaciones familiares. Por otro lado, investigadores como Claudine Attias-Donfut y Sarah Arber estiman que las transferencias públicas completan la ayuda mutua en el seno familiar (Attias y Arber, 1990). Los trabajos empíricos que se deducen del Proyecto SHARE parecen, más bien, certificar la complementariedad entre las transferencias privadas y públicas, si bien no son concluyentes debido a que las relaciones de causa resultan difíciles de establecer (Ogg y Renaut, 2013).
De este modo, la comparación europea para categorizar las ayudas informales muestra que cuanto más numerosos son los servicios públicos, más importante es la ayuda familiar potencial y puntual para un mayor número de personas. De hecho, en los países nórdicos, donde el Estado de Bienestar está altamente desarrollado, están igualmente comprometidos con los mecanismos de solidaridad familiar (entre 41 por ciento y 48 por ciento de los mayores de 50 años proporcionan la asistencia necesaria, frente a 14.2 por ciento en el caso de España).
Dichas cuestiones se plantean de manera más cotidiana cuanto mayor es la progresión de la esperanza de vida. De hecho, después de quince años, el envejecimiento de la población unido al descenso de la fecundidad y a la prolongación de la vida, suscitan profundas inquietudes tanto en los países del norte como en los del sur, puesto que el envejecimiento tendrá lugar a lo largo de las próximas décadas. Los asuntos en política social y familiar son cruciales. Para los primeros, estas interrogantes abarcan esencialmente el equilibrio de los sistemas de pensiones y el hacerse cargo de las personas dependientes. Para los segundos, abarcan las relaciones entre generaciones, el lugar de los ancianos, el cuidado de los niños, y el sentido de los intercambios intergeneracionales.
Si las investigaciones en sociología de la familia han demostrado la fuerza de los lazos intergeneracionales, los cuales han sobrevivido a las profundas transformaciones producidas en los países del norte, los trabajos de los demógrafos han contribuido en gran medida al desarrollo de este campo de investigación, particularmente en torno a los años 1990 en los países europeos y, más recientemente, en los países de sur. Los vínculos entre demografía y relaciones intergeneracionales han sido estudiados bajo dos perspectivas: las consecuencias de las evoluciones demográficas sobre las redes de parentesco; e inversamente, el modo en que las relaciones intergeneracionales influyen sobre el comportamiento sociodemográfico de los individuos.
La evolución sociodemográfica ha modificado las relaciones entre generaciones modificando la estructura de las redes familiares. De hecho, en 1982, Hervé Lebras comparó las redes de parentesco de los individuos según el régimen demográfico de la antigua Francia (con fecundidad y mortalidad elevadas) y las de la Francia de los años 1980, demostrando que el tamaño de la red familiar había permanecido bastante estable (alrededor de la veintena de personas). Por el contrario, la estructura había cambiado radicalmente, pues si bien en el siglo XVIII eran los hermanos y hermanas, primos, tíos y tías los que predominaban, en la actualidad predomina la línea directa ascendente y descendente (Lebras, 1982). Este hecho se debe al descenso de la fecundidad, habiendo menos familiares colaterales, y al incremento de la esperanza de vida y por tanto de supervivientes. La consecuencia es la verticalización de la red, que lleva a una sobreinversión en el linaje. En la actualidad, las personas de edad avanzada no pueden contar con sus hermanos y hermanas más jóvenes, o con sus sobrinos y sobrinas. Para hacer frente a la vejez y a la pérdida de autonomía, dependen principalmente de sus hijos según cálculos realizados sobre los cuidadores potenciales. Hoy en día, en Francia, las personas de edad avanzada se benefician del baby-boom y por tanto de varios hijos que pueden ocuparse de ellas (principalmente las hijas). Sin embargo los hijos del baby-boom, que han tenido una fecundidad menos elevada, ya no estarán en esta situación.
En todos los países se constata un incremento de la coexistencia de generaciones, pudiendo llegar a los 50, 60 o incluso los 70 años. En Europa asistimos a la existencia de dos generaciones de jubilados en las familias. Para evaluar correctamente este fenómeno se estima que, considerando las evoluciones demográficas, actualmente un individuo pasa cerca de veinticinco años de su vida en calidad de abuelo (entre un tercio y la mitad de la vida en el caso de las mujeres).
Este fenómeno se hace igualmente visible en México, tal como ha mostrado Julieta Quilodran y D. Puga en la ponencia de su última conferencia de la AIDELF, celebrada en Ginebra en junio de 2010 (Quilodrán y Puga, 2010).
No hay duda que la influencia del linaje es cada vez mayor en la medida en que el tiempo de coexistencia de dos generaciones adultas se ha alargado de forma considerable. Es cierto que, el hecho de tener aún padres a los 50 años contribuye al sentimiento de ser jóvenes, circunstancia que se constata entre las generaciones del baby-boom. De esta reestructuración de la red se desprende un lugar diferente para cada edad de la vida. De hecho, el descenso de la fecundidad en los países del norte desde mediados de la década de 1960, implica una relación totalmente diferente con el niño y el adolescente. Philippe Ariès ya había mostrado cómo el lugar del niño había aparecido progresivamente al final del antiguo régimen (Ariès, 1975). Esta importancia no ha hecho más que crecer y se ha amplificado a través de la familia de dos hijos. La adolescencia se prolonga bajo el efecto de la escolarización y de la entrada tardía en el mercado de trabajo. Las dificultades halladas por los jóvenes traen consigo un periodo de cohabitación entre generaciones más larga que en épocas anteriores, incluso un lapso de recohabitación (fenómeno designado bajo el nombre de hijos-boomerang).
Tal como recuerda Philippe Antoine en un trabajo reciente (Antonie, 2007), la prolongación de la vida ha modificado el lugar y la carga de cada gran grupo de edad. Partiendo de los tres grandes grupos de edad: 0-15 años, 16-59 años y mayores de 60 -definidos según propone P. Bourdelais (1993) con objeto de distinguir, en el siglo XVII, a los hombres aptos para la guerra, se llega hasta cuatro o incluso cinco grupos de edad, al aparecer un cuarto grupo formado por los mayores de 75 años, pudiéndose distinguir en este último tramo a los de 75-85 años y a una quinta edad formada por los mayores 85 años (residencia de ancianos). No obstante, el debate sobre los jubilados, particularmente sobre la edad del cese de actividad, demuestra que el esquema de vida formado por tres edades permanece de forma destacada, al distinguir entre activos e inactivos.
El ciclo de la vida familiar se ha transformado radicalmente con el retroceso del emparejamiento, la llegada tardía de los niños, las separaciones y la formación de segundas uniones. Tal como subrayan Jean Kellerhals et al., las redes de las familias reconstituidas son más definibles por los territorios y los lazos que establecen los hijos. En realidad, las separaciones y los divorcios modifican las relaciones intergeneracionales pudiendo acarrear acercamientos por el lado del linaje femenino y lejanías por el lado del linaje masculino, aunque esto no se dé siempre. El rol de los abuelos ha evolucionado en el marco de las restructuraciones familiares. Éstos invierten menos en el campo educativo y más en el apoyo moral y afectivo. En el caso de las familias divorciadas, éstas juegan un papel importante en el mantenimiento de los lazos y linajes. De este modo, en caso de divorcio, los abuelos maternos apoyan a su hija divorciada, aunque se constata asimismo el mantenimiento del vínculo con los abuelos paternos.
Cuando es la pareja de abuelos la que se divorcia, los lazos, aunque más distendidos, también se mantienen (particularmente gracias a las mujeres). Ante una o dos generaciones de descendientes, y a veces dos generaciones de ascendentes, los abuelos de edad entre 50 y 64 años aparecen formando parte de una generación pivote que reorganiza las relaciones intrafamiliares.
La transmisión de bienes, aunque también de objetos que vinculan a los padres: valores, prácticas, culturas e idiomas, se producen de distinta manera. El abandono del hogar no se produce del mismo modo en las familias nucleares, monoparentales o reconstituidas. Las conductas de fecundidad pueden transmitirse de una generación a otra, al igual que la longevidad. Todas estas cuestiones son objeto de importantes investigaciones, por lo que asistimos a un desarrollo considerable de las investigaciones demográficas sobre las relaciones intergeneracionales en los países del norte a través investigaciones europeas, en particular a través de la implementación de grandes proyectos, tales como el GGS, el OASIS, o el SHARE. Asimismo, asistimos a una movilización de la comunidad de demógrafos en los países del Sur, tal como lo reflejan las recientes publicaciones de Marc Pilon y Kokou Vignikin (2006) y Philippe Antoine (2007).
Me resulta imposible abordar, en el marco de este artículo, todos los avances de la investigación demográfica realizados en el último decenio. Sin embargo, me gustaría subrayar la especificidad de las relaciones intergeneracionales que interaccionan con los fenómenos demográficos.
Ciertamente, la verticalización de la red tiene un efecto sobre las relaciones familiares, y viceversa, los vínculos intergeneracionales influyen sobre las conductas demográficas.
La especificidad de los vínculos Intergeneracionales y su medida
De hecho, las investigaciones en los países del norte han evidenciado la persistencia de los vínculos intergeneracionales. Es evidente que "circula algo" que varía en intensidad, duración y contenido, incluso dentro de otras redes de sociabilidad.
Pero tal como apuntó Agnès Pitrou en 2002,
ese algo debe concretarse. ¿Qué naturaleza tiene el vínculo? ¿Qué relación tiene ese "algo" con la vida y la supervivencia del grupo? ¿De qué está formado su contenido: bienes, servicios, expresiones afectivas, elementos simbólicos? ¿De dónde proviene el sistema de normas que regula a los actores, el funcionamiento de la circulación y el tipo de intercambio? Los principios que rigen la red de intercambios, su contenido, su fundamento, varían su esencia con el tiempo y el espacio, y de modo particular según el contexto económico, cultural, político y social; esto es, según el tipo de sociedad (Pitrou, 2002).
Para comprender la importancia de las relaciones de parentesco en las sociedades del Norte y del Sur, debemos volver a la especificidad del vínculo intergeneracional implicando a tres generaciones, a través de las relaciones llamadas fuera de mercado, regidas por normas implícitas y entrecruzadas por relaciones de género y de poder (Pitrou, 2002).
Un juego entre tres generaciones
En el seno del grupo de parentesco, las relaciones estarían ligadas a una especie de contrato tácito proveniente de la consciencia de dependencia mutua y de una inscripción en el linaje, tal como incorpora la tesis de L. Bourgeois cuando trata la solidaridad entre generaciones de una misma sociedad (Bourgeois, 1896). De hecho, retomando la expresión de Béatrix Le Witta, los individuos se enfrentan al enigma de las tres generaciones: "Ese vínculo que, en el origen nos convierte en hijo y posteriormente en padre, es inquebrantable" (Le Witta, 1991: 209). Se trata por tanto de un intercambio entre generaciones que se ejecuta no únicamente a lo largo de la vida, sino también a lo largo de varias generaciones, según el concepto de reciprocidad indirecta de la antropología maussiana. Los individuos satisfacen la deuda que tienen con sus propios padres a través de sus hijos y sin esperar retorno, aunque cuenten con que sus hijos harán lo mismo con sus propios niños. Porque, contrariamente a las tesis de Durkheim sobre el fin de la herencia, el deseo de transmisión permanece muy fuerte, pues como él reconocía, "el individuo, por sí mismo, no es fin suficiente".
Dar, recibir, devolver, son actos totalmente ligados que se producen a lo largo de la vida según lógicas a veces contradictorias: principios de igualdad que prevalecen en materia de herencia; principios de necesidad en lo que respecta a los servicios y a las ayudas; principios de reciprocidad, doy a mis hijos con la esperanza de que ellos me den cuando sea anciano; principios que se hallan en los países sin sistema de pensiones. Cada individuo se sitúa en una generación susceptible de dar o recibir, con una configuración de los flujos de intercambio tan compleja que a veces es difícil discernir el ayudante del ayudado (e.g. alojamiento).
No obstante, en los países con sistemas avanzados de protección social, se observa la existencia de un modelo 'típico' de transferencias entre generaciones (Ortalda, 2001; Arrondel, 2003). La asistencia en tiempo proviene más bien de la generación de los hijos adultos (a menudo la generación 'pivote' de entre 50-64 años) a favor de sus padres de edad avanzada, o a favor de sus nietos. En oposición a la asistencia en tiempo, que puede circular en dos sentidos (ascendente y descendente), la ayuda financiera se mueve exclusivamente en dirección descendente, de padres a hijos, cualesquiera que sean las generaciones. En los países con sistemas de protección social ausentes o poco desarrollados, el volumen de asistencia en tiempo, que circula en ambos sentidos, puede ser considerable (cuidado de nietos, asistencia doméstica, servicios...), mientras que las transferencias financieras de importancia pueden ser satisfechas por hijos adultos a favor de sus padres para que puedan atender sus necesidades. De hecho, el circuito de intercambios está, a la vez, muy influenciado por la riqueza de las familias y la diferencia entre generaciones 'ricas' y generaciones 'pobres' en el seno de la familia, así como por el tipo de protección social.
Pero este juego entre tres generaciones se ha transformado profundamente debido a las evoluciones demográficas. En los países del norte, el aumento de la esperanza de vida ha dado lugar a un periodo cada vez más largo de coexistencia entre dos generaciones adultas, incluso entre tres generaciones adultas, fortaleciendo el papel de la generación pivote que se halla atrapada entre los padres de edad muy avanzada y los hijos adultos afectados por la crisis. Dicho juego de generaciones se complica en el caso de las familias reconstituidas, que ven multiplicados los ascendentes y los descendientes. En los países del Sur, se constata el mismo prolongamiento en la coexistencia de las generaciones. Sin embargo, en África y Asia, la mortalidad causada por el sida, que golpea a los adultos, conlleva la desaparición de la generación intermedia con una asunción cada vez mayor de la carga de los niños de corta edad por parte de los abuelos.
Las relaciones fuera del mercado, como dicen los economistas
Una de las características de las relaciones intergeneracionales, y en particular de las relaciones de asistencia, es que se las presenta como excluidas del mercado. Las lógicas solidarias, de acuerdo con Mauss (2001), se oponen a las lógicas comerciales. Nos hallamos, según André Masson, frente a "un anti-mercado" (Masson, 2002). La solidaridad familiar no está sujeta a un contrato, hecho que puede convertirse en fuente de conflictos. Aparentemente, la ayuda es gratuita puesto que se halla en un sistema de intercambio y la reciprocidad se considera adquirida. Pero dicha gratuidad es problemática porque convierte al beneficiario en "obligado" hacia su donante. El intercambio comercial viene motivado por el interés inmediato, mientras que el intercambio recíproco incluye una sutil combinación de sentimientos, emociones, limitaciones interiorizadas y motivaciones más o menos interesadas, en una perspectiva de largo plazo. El hecho de que las relaciones se den fuera del mercado, no descarta los aspectos financieros y patrimoniales. Los argumentos de A. Giddens sobre la identidad del sí mismo y "la relación pura" que han inspirado a toda una corriente de sociología de la familia a través de F. de Singly, han llevado a asumir la familia como exclusivamente relacional, cuya verdadera función sería el apoyo en la construcción identitaria del individuo (Giddens, 1992; Singly, 1993). Esta dimensión de familia, por un tiempo ocultado, permanece muy presente en las relaciones intergeneracionales, particularmente a través del reparto de la riqueza, el patrimonio o los derechos sobre la tierra que todavía permanecen en África. Ello plantea la cuestión de las relaciones de fuerzas en el seno familiar, entre la generación de abuelos que posee la riqueza y las generaciones más jóvenes, relaciones que serán ampliamente abordadas en el marco de la solidaridad pública.
Las relaciones que se rigen por normas
Las motivaciones de la ayuda han preocupado considerablemente a sociólogos, historiadores, y sobre todo a economistas. La solidaridad familiar se caracteriza en primer lugar por los sentimientos y las normas de obligación, algunas de las cuales vienen establecidas por ley. Pero, ante todo, dichas obligaciones tienen carácter moral y esta cualidad las hace distintas de otras relaciones sociales. Según Finch y Mason (1991), el tema en cuestión es la 'cualidad especial' de los vínculos de parentesco; en otras palabras, la mayor tendencia a prestar ayuda a los miembros de la familia que a otras personas. Las relaciones entre padres e hijos se hallan en el corazón del sistema de normas familiares. Y, tal como han mostrado los investigadores ingleses y noruegos, este tipo de comportamiento es muy normativo: se espera que los hijos adultos ayuden a sus padres de edad avanzada. Se trata del concepto de obligación que, tal como ha señalado Svein Olaf Daatland (2003), encontramos tanto en países del norte como en países del Sur. A través del proceso de individualización, en el que se pone el acento en la autonomía y la elección de las personas cercanas, la obligación se aceptará ante aquellos con quienes se tiene afinidad. También porque la obligación es producto de las relaciones construidas a lo largo de la vida, más que el resultado de unas normas impuestas. La intensidad de la ayuda mutua en el seno familiar varía según la calidad del vínculo y el tiempo transcurrido durante la juventud (Attias-Donfut, 1995).
En África se constata el mismo fenómeno por el que los padres eligen beneficiar la solidaridad. Debido a los cambios relacionados con la modernidad, las normas tradicionales de ayuda mutua en el seno familiar (cohabitación con los padres de avanzada edad, circulación de hijos) se debilitan y transforman con el paso de una asistencia por cuestión de principio, a una asistencia a petición de las personas en cuestión.
Pero como señala A. Pitrou (2002), esta lectura equipara los actos de ayuda mutua en el seno familiar al resultado de una elección libre realizada sin ningún tipo de presión moral o relación de fuerzas. La realidad es más compleja en la medida en que las obligaciones familiares son coacciones impuestas de modo diferencial a los individuos según sus recursos, su sexo, o su posición en el grupo de hermanos. Reproduciendo las palabras de Jean Kellerhals et al. (2002), hay frustrados y satisfechos.
Asimismo, la diferencia entre el ideal de modernidad y de realidad social no se da libre de tensiones: tensiones entre las necesidades individuales y las obligaciones familiares, entre autonomía y solidaridad, que están presentes en la vida familiar contemporánea.
Las relaciones intergeneracionales comprometen profundamente las relaciones entre los sexos
Dichas tensiones son particularmente fuertes en el caso de las mujeres, las cuales, ante el proceso de individualización habían previsto acceder a una mayor libertad e igualdad en la misma medida que las de los hombres. De hecho, esa es la razón por la que Ulrich Beck (2008) considera que la sociedad jamás ha sido realmente moderna y ha conservado un componente feudal (Martin, 2002: 64). Efectivamente, a pesar de las transformaciones sociológicas, de la entrada de las mujeres en el mercado de trabajo, las conductas de fuerte base normativa persisten en el reparto de tareas y en la asunción del cargo de personas de avanzada edad. A propósito de este último punto, Walker (1993) hace hincapié en el hecho de que las mujeres están sometidas a una enorme presión normativa a la hora de ayudar, presión que varía según los entornos (se da mayor conformismo en entornos de obreros y empleados, y se da mayor flexibilidad normativa en entornos de fuerte capital cultural). También en este caso, las diferencias entre las aspiraciones de las mujeres a la igualdad y la ausencia de cambios en la práctica, acarrean un juego de estira y afloja donde se dan conflictos de intereses, transacciones conscientes y el ejercicio de negociaciones más implícitas (Finch, 1989). De esta forma, se produce un reparto más o menos conflictivo, en el cual, la asunción del cargo de otros hijos y padres generalmente recae más sobre las mujeres que sobre los hombres. En muchos países, dicho reparto viene fomentado por la política social a través del permiso parental, ajustes de horarios, además de ayudas a los asistentes de las personas de edad avanzada. Esto acarrea una diferencia entre cómo orientan el tiempo los hombres y las mujeres; y cuando una parte del tiempo de las mujeres pertenece a los otros, este tiempo no es un producto "vendible" en el mercado. Eso explica que las mujeres sean las perdedoras en aquellos regímenes sociales donde los derechos están ligados a la producción. Es la razón por la cual las mujeres de clases superiores que desean reservar tiempo "productivo", ponen distancia con sus obligaciones familiares. Por tanto, estaríamos asistiendo a una "masculinización" de las prácticas de ayuda de las mujeres, las conductas de las cuales se acercarían a las de los hombres mediante la delegación (pasando del hacer, al hacer hacer). Otro tema comprometido es el reconocimiento de la tarea del cuidado como trabajo, objeto de lucha de los movimientos feministas de Inglaterra y Estados Unidos. Un reto en cuanto al reconocimiento del trabajo realizado, aunque una trampa en cuanto que es una retribución que justificaría la retirada del Estado, y que amenazaría el proceso de liberación de la mujer de la carga de las tareas domésticas. Retomando el título del libro de la filósofa francesa Elisabeth Badinter (2010), el conflicto no se daría solo entre la mujer y la madre sino también entre la mujer y la hija.
Reflexiones
En conclusión, vemos que a lo largo de las últimas décadas, la familia ha hecho frente a numerosos problemas de adaptación. La persistencia de los vínculos intergeneracionales no es un vestigio de las sociedades anteriores o tradicionales como se ha podido pensar, sino que constituye uno de los impulsores actuales de la solidaridad. Es esta extraordinaria capacidad de la familia para evolucionar, para innovar nuevas relaciones entre generaciones, debemos subrayar:
La emergencia de nuevos valores familiares basados en reglas de autonomía y libertad no ha supuesto la desaparición de las relacionales intergeneracionales. Agnès Pitrou, ya en 1978, constata el hecho de que los jóvenes, aún cuando no compartan los valores de sus padres, siguen conservando las relaciones con ellos (Pitrou, 1978). Treinta años después puede constatarse el mismo hecho; los nacidos durante el baby-boom son generaciones pivotes como lo fueron las generaciones precedentes y participan firmemente en su papel de abuelos.
La inestabilidad, las rupturas y la constitución de uniones sucesivas no logran desgastar ni deshacer los lazos familiares. Los lazos familiares se reestructuran alrededor de la descendencia femenina. Sin embargo, parece que la ruptura de los lazos entre el padre y sus hijos tras el divorcio, sería menos clara con el surgimiento de la norma del "buen divorcio". Asimismo, las relaciones entre los niños y los abuelos paternos no siempre acabarían completamente quebradas.
La entrada masiva de las mujeres en el mercado de trabajo no ha impedido asegurar su rol en el seno de la familia. El principal temor durante la década de 1980, fue que las mujeres giraran la espalda a las obligaciones familiares hacia sus niños pequeños y padres de avanzada edad, así como hacia sus hijos adultos, al ser ellas quienes gestionan las cohabitaciones prolongadas o las recohabitaciones.
Las migraciones internacionales pueden reactivar las redes, tanto en el país o región de acogida como en el país o región de origen. Las transferencias financieras no son en absoluto inapreciables, particularmente en los países del Sur. Al igual que con la ausencia prolongada, la movilidad de los jóvenes activos en el entorno rural no ha supuesto la ruptura de lazos intergeneracionales sino una reconfiguración de la red familiar, siguiendo una modalidad multipolar tal como lo ha demostrado André Quesnel en el caso de México (Quesnel, 2009).
La modernización del país no siempre ha llevado al debilitamiento de la solidaridad intergeneracional en todos los países del sur, particularmente en Camboya, demostrando que, en expresión de Marc Pilon, "la familia extensa se doblega, se deforma pero no se rompe" (Pilon y Vignikin, 2006: 12).
Podríamos entonces sentir la tentación de compartir la conclusión de Bengston, formulada a partir de su investigación longitudinal sobre las solidaridades intergeneracionales en Estados Unidos entre 1971 y 1991, la cual prevé que el contrato generacional implícito en las relaciones familiares no será muy diferente en 2094 (Bengston y Giarrusso, 1995).
No obstante, este optimismo debe matizarse pues en ciertas circunstancias no se han logrado mantener los vínculos intergeneracionales:
En contextos de pobreza y crisis, sobre todo en países del sur, en ausencia de protección social. Porque, como subraya Pilon y Vignikin, la pobreza socava la solidaridad (Pilon y Vignikin, 2006).
La enfermedad, especialmente el sida en África y Asia, que debilita la solidaridad familiar. Se plantea el problema de asumir el cargo de enfermos por parte de parientes durante periodos muy prolongados.
La dependencia de las personas de avanzada edad, ya sea financiera o física. Ya que, como señala François de Singly, "la calidad de las relaciones intergeneracionales es compatible con el sentimiento del deber, incluso de la obligación, pero no con el sentimiento de dependencia" (Singly, 1993).
El verdadero problema se halla en la vulnerabilidad de las personas de avanzada edad, especialmente mujeres; la crisis económica que afecta de forma duradera a las jóvenes generaciones; el SIDA. Al fin y al cabo, una mayor carga para la generación pivote, que también, en este caso, pesa esencialmente sobre las mujeres.
El auge del individualismo que caracteriza nuestras sociedades modernas no parece pues haber cuestionado la intensidad de los lazos intergeneracionales ni la existencia de grupos familiares. Incluso parece, como Jean-Hugues Déchaux ha señalado en un artículo reciente, que el individualismo no permite comprender la familia (Déchaux, 2010).3 En realidad, la valorización y la promoción del individuo con el deseo de "convertirse en sí mismo" le conducirían a rechazar el sacrificio por la familia. O bien esta tesis respaldada por U. Beck 2008), A. Giddens (1992) y Z. Bauman (2004), choca con las normas familiares siempre presentes en Europa; o bien las conductas más individualistas que caracterizan nuestras sociedades modernas chocan con las normas familiares que, según las investigaciones de Daatland y su equipo, siguen predominantes en Europa (Daatland y Herlofson, 2003). Las normas no han desaparecido, al contrario. Jean-Hugues Déchaux (2010) demuestra claramente que las normas no se han diluido con la modernidad, sino que "existe un edificio social de regulación de la autonomía, de regulación de lo íntimo y de las relaciones interpersonales, fundado sobre unos regímenes de normatividad significativamente inéditos" (Déchaux, 2010: 96). De hecho, las normas se difunden a través de otras voces, como los medios de comunicación, especialmente la prensa femenina, los expertos (médicos, psicólogos), servicios sociales de la infancia y de la familia... éstas definen lo que debe ser una "buena pareja", "una educación exitosa", "la mejor edad para tener hijos", "la mejor forma de vivir su sexualidad", "la mejor manera de divorciarse" (Déchaux, 2010: 101) y, en la actualidad, el nuevo arte de ser abuelo o de vivir la familia reconstituida. Un conjunto de reglas, de principios, de prácticas, se perfila a fin de enmarcar la libertad individual, haciendo hincapié en "la inquietud de cada uno por desarrollarse y ser único" (Déchaux, 2010: 107). Esta contradicción es la que las generaciones nacidas después de la guerra deben manejar.
Las relaciones intergeneracionales, por tanto, deben ser estudiadas a través del prisma de esta contradicción, de esta tensión entre la "necesidad de familia" y la "necesidad de autonomía". Esto resulta más importante que la interacción de las relaciones intergeneracionales con las conductas demográficas y familiares.