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Papeles de población
On-line version ISSN 2448-7147Print version ISSN 1405-7425
Pap. poblac vol.11 n.44 Toluca Apr./Jun. 2005
Las condiciones de la política social en América Latina
Social and political conditions in Latin America
Darío Salinas Figueredo y Carolina Tetelboin Henrion
Universidad Iberoamericana/Universidad Autónoma Metropolitana
Resumen
Este artículo tiene por objetivo lograr un acercamiento a las políticas sociales, entendidas como parte constitutiva de los profundos cambios que vienen operando en los países latinoamericanos. Se busca mostrar los rasgos que desde la década de 1980 definen el sentido de las estrategias prevalecientes y cuya prosecución se ha venido ratificando, con particularidades y variantes, al tiempo que han determinado tendencialmente los registros socioeconómicos actuales. La perspectiva analítica evita el tratamiento de la política social como un asunto limitado al diseño técnico, para enfatizar, en cambio, la importancia de explorar los criterios políticos vinculados a las estrategias que la sustentan. En la medida en que todo esto ocurre dentro de un contexto general de transición política, el trabajo analiza algunos alcances relativos al campo donde se reconocen los problemas pendientes de la democratización.
Palabras clave: políticas sociales, desigualdad social, pobreza, América Latina.
Abstract
The aim of this paper is to enlighten the role of social policy within the deep changes experienced in Latin America over the last decades. An analysis of main characteristics and strategies in this matter is critical in the understanding of how current socioeconomic indicators have tendentiously evolved since the early 1980's. The theoretical perspective adopted in this work avoids analyzing social policy as an exclusive matter of technical design. It rather emphasizes the importance of political criteria in both its conceptualization and implementation. Finally, the relative success of some programs in areas of the region where democratization processes are still pending is discussed.
Key word: social policy, social inequality, poverty, Latin America.
Introducción
Cuando se aborda lo social, frecuentemente se discute sobre la necesidad de establecer coherencia entre políticas económicas y sociales. A partir de esta perspectiva que sólo ha alcanzado mayor consenso recientemente, se señala que los resultados sociales obtenidos por el desempeño económico por medio de determinadas políticas son cada vez más cruciales para otorgar un sustrato consistente con el régimen democrático. Subyace en esta idea la consideración de que las políticas establecen conexiones con las variables vinculadas a la desigualdad social. Pero escasa atención se le ha prestado, en cambio, a la relación que parece estar en la base de todo lo anterior, y que se refiere a los criterios y orientaciones estratégicas que alimentan las políticas predominantes en América Latina y su vinculación con la reproducción de la desigualdad.
En efecto, sólo en una perspectiva más amplia pueden hacerse visibles las razones que explican la profunda desigualdad o heterogeneidad social y el papel de la política social. Este abigarrado campo remite analíticamente a la compleja concatenación de la política social con la economía, la sociedad y el Estado.
Aquí se propone que el entendimiento de las políticas sociales requiere de una perspectiva que considere de manera sustantiva las condiciones generales del modelo de sociedad, de tal suerte que las mutaciones que lo afectan tarde o temprano reflejarán la índole de la política y sus resultados.
Los referentes analíticos de la política social
Tomando prudente distancia de cualquier pretensión teoricista sobre la política social, conviene señalar los elementos que a juicio nuestro constituyen los principales referentes involucrados en su tratamiento. Por un lado, la política social se relaciona, generalmente, con los objetivos del sistema económico prevaleciente; por otro, se vincula con la situación de la población, especialmente en aquellos aspectos sociales más sensibles, observables en los indicadores de bienestar y calidad de vida, tales como la salud, la educación, el empleo, la seguridad social, etcétera, y por último, las orientaciones específicas de la política social y la función ideológica y política, en relación con la credibilidad o legitimidad del régimen político (Bodamer, 2003; Maira, 1993; Valencia, 2003).
Desde el punto de vista de los acercamientos más frecuentes hay dos ángulos particulares que suelen privilegiarse en la perspectiva del análisis. El primero de ellos enfatiza la política social en sus concepciones y aplicaciones como una suerte de derivada o prolongación de la política económica; no obstante la importancia que se le atribuye aquí, la política social aparece como categoría de significación residual y tributaria del comportamiento general de la economía. La política social queda subordinada al desenvolvimiento del tipo de desarrollo económico prevaleciente, y a la suposición de que, asegurando las condiciones del crecimiento y equilibrio macroeconómico, tarde o temprano llegarán a lo social los esperados beneficios, aunque por el momento los recursos destinados a este fin sean limitados. En este itinerario se pueden identificar, en primer lugar, el criterio general fundado en el 'libre mercado' y la privatización y su proyección en el acotamiento de los derechos sociales por medio de la individualización, así como el énfasis conceptual en el campo de las oportunidades. Y en un peldaño siguiente, más cerca de los planes y programas, se pueden localizar las conceptualizaciones compensatorias, focalistas y de combate a la pobreza.
El segundo enfoque es complementario con el anterior y se caracteriza porque, aunque también reconoce la importancia privilegiada del crecimiento económico, proyecta un campo de independencia relativa para el tratamiento de las políticas, en cuyo caso extremo pareciera asumirse que su aplicación está destinada a aliviar los impactos sociales no deseados de la política económica. Aunque no se apega a lo que ha sido la política tradicional, con su carácter universal, tampoco hay una explícita renuncia a su importancia. Como si se tratara de manejar un antídoto, sobresale en esta perspectiva una agenda donde se intenta privilegiar como temáticas emergentes la equidad, la exclusión y la ciudadanía, pero sin ir más lejos, desde luego, en la interpretación de la relación convencional entre política social y economía y sus ligámenes estructurales, que permanecen incólumes. Se genera de esta manera una proyección de política social que remodela y ajusta las condiciones de la pobreza con exiguos recursos sociales. El combate a la pobreza no se confunde con la erradicación de la misma. Es decir, la pobreza no sólo no puede desaparecer, sino que sus condiciones se reproducen toda vez que las categorías analíticas de la riqueza y de la dominación permanecen incuestionadas.
Si éstos son los campos generales en que se mueven las visiones más socorridas, quedaría pendiente la tarea de profundizar la discusión sobre la necesidad de avanzar hacia la posibilidad de contar con una mirada más integral en el análisis de la política social, en cuya discusión ya se pueden reconocer importantes esfuerzos y avances, como los trabajos de Vuskovic (1993), Laurell (1995), Vilas (1995), Franco (1996), Valencia (1996), Fazio (2001), Kliksberg (2002). Estos esfuerzos, con sus matices y diferencias, muestran preocupaciones comunes. En primer lugar, cierta búsqueda por recuperar factores estructurales o permanentes, independientemente del campo específico de análisis de la política social. En segundo lugar, una postura general en el análisis que anticipa la necesidad de la visión crítica frente a los supuestos que se pueden advertir en los organismos multilaterales. En tercer lugar, todos perfilan una dimensión importante que tiene que ver con el papel subordinado que tienden a asumir los gobiernos en la definición de los aspectos económicos y sociales sustantivos de la agenda interna. Hay también líneas de razonamientos para valorar mejor los riesgos que las políticas recomendadas por organismos multilaterales acarrean en el desenvolvimiento de las sociedades latinoamericanas, cuestiones que actualmente comienzan a señalarse cada vez con mayor frecuencia en los documentos de tales organismos, sin ninguna capacidad de autocrítica, por cierto, pero muy claros en transferir la responsabilidad de los resultados a los gobiernos latinoamericanos, ya sea por aplicación insuficiente de las recomendaciones o fallas imputables a las reformas institucionales con graves consecuencias para la gobernabilidad (Rato, 2004; Singh et al., 2005).
Estos trabajos han dado lugar a una profundización del debate, que ha mostrado el avance de dos grandes tendencias analíticas. Por un lado, aquélla que ha ido desdibujando la política de contenido redistributivo cuyo anclaje, recuperado con sentido crítico, estuvo en el terreno del empleo y del mercado laboral durante el tiempo en que las políticas, por regla general, estaban asociadas al llamado Estado de bienestar. Hoy, en cambio, y aquí se dibuja la otra tendencia, las orientaciones prevalecientes tienden a centrar su preocupación en aquellos segmentos socioeconómicos excluidos de los mecanismos de integración del mercado y que presumiblemente no podrían bajo ningún concepto considerarse beneficiarios de éste.
Mientras tanto, en nuestra apreciación, la política social difícilmente podría abordarse fuera del ámbito la política económica. Y es en ese sentido que la política social puede considerarse constitutiva del poder político predominante, incluido su horizonte de democratización.
La estructuración mercadocéntrica de la sociedad moderna
La inestabilidad financiera internacional, el bajo crecimiento económico unido a los escasos progresos en equidad que han acompañado a las llamadas reformas económicas de "primera generación" (Teichman, 2001; Tetelboin, 2003), así como la cuota de insatisfacción que aflora en la opinión pública, han contribuido a que se abra un periodo de cuestionamientos de la política social, cuyo alcance incluso trastoca los modelos de sociedad. A tal grado ha llegado la cobertura de la discusión, que hasta en los organismos multilaterales se advierte un similar empeño, aunque éstos sigan insistiendo oficialmente en las fórmulas de ajuste financiero y control fiscal hacia la región.
Entretanto, sobresale en el terreno del diagnóstico la conjunción de sucesivas y recurrentes crisis (Cepal, 1998) cuyos impactos han generado una gran preocupación política por la volatilidad del actual sistema financiero internacional, lo cual ha motivado la búsqueda de cambios a la arquitectura de dicho sistema, particularmente en el Fondo Monetario Internacional (FMI). Un asunto de fondo al respecto tiene que ver con el tratamiento en la creación de condiciones de estabilidad para facilitar la toma de decisiones políticas oportunas, a fin de anticipar y manejar las crisis (Cepal, 1999).
Sin embargo, y aquí se sitúa uno de los cuestionamientos probablemente más importantes, ciertos gobiernos y en particular Estados Unidos,
ejercen una influencia desproporcionada en las decisiones que adopta el Fondo [Monetario Internacional]. Según esta perspectiva, con demasiada frecuencia el Fondo pone en práctica políticas que favorecen los intereses de Wall Street y del Departamento de Estado del gobierno de Estados Unidos, y no del mundo en su totalidad (De Gregorio et al., 2000: 7).
La cita anterior muestra la importancia de identificar la existencia de una estructura de poder que subyace en las decisiones financieras internacionales, tal como se expresa en el cuadro siguiente:
No es fácil acceder a la forma real en que ocurre el proceso de toma de decisiones del FMI ni menos el conocimiento específico de la forma bajo la cual se desenvuelve el tratamiento sobre los desacuerdos. Sin embargo, la composición del voto, al menos de modo formal, muestra de entrada la notable diferencia entre el peso de los países que integran el G-7 y el conjunto de países de América Latina. Y esa desproporción es mayor aún si se toma en cuenta que el peso de la votación de que dispone Estados Unidos para influir en las decisiones es mayor en más del doble que la suma total de los países de América Latina y el Caribe. El hecho de ser sede del principal mercado financiero mundial se conjuga con el requisito de mayoría que según los asuntos a tratar oscila entre 70 y 85 por ciento para todas las decisiones. Tenemos entonces que el poder de votación de Estados Unidos le otorga en los hechos una capacidad de veto en todas las decisiones que exigen cualquiera de las mayorías indicadas. No sabemos con certeza, pero es presumible suponer que América Latina, en la medida en que no se ha caracterizado por trabajar como un bloque a partir de sus problemas comunes, reproduce en el FMI este desempeño, con el consecuente debilitamiento en su capacidad de incidencia.
La incorporación de la región a la economía globalizada bajo la hegemonía del capital financiero refuerza la importancia de esa estructura de poder supranacional. Su valoración tiene que ver con la dependencia de los recursos necesarios, en cuya negociación los gobiernos latinoamericanos se ven más limitados. Dos implicaciones de esta situación, al menos, saltan de inmediato. Por un lado, el impacto que esto puede tener en la capacidad de ejercer soberanamente los destinos económicos y financieros de los gobiernos nacionales, toda vez que tal situación resulta restrictiva en cuanto a los grados de libertad para tomar decisiones. Por otro lado, la falta de incidencia en la estructura de decisiones del principal organismo financiero internacional, que al prevalecer ahonda los lazos de dependencia, coloca a los gobiernos en una creciente fragilidad frente a sus gobernados, generando las condiciones de un distanciamiento y hasta de una ruptura con aquellos que alimentaron mejores expectativas en el momento de las urnas.
No es descabellado suponer, entonces, que en tales condiciones, el pacto con los actores financieros internacionales puede tener mayor peso en la política interna de nuestros países que con las expresiones sociales y políticas de la ciudadanía, lo cual plantea un reto de importantes proporciones para la credibilidad, la estabilidad política y la democratización. Es probable que esta situación haya incidido en la revaloración que el Banco Mundial (BM) y el FMI están haciendo en la actualidad respecto de la democracia, a la cual ven en riesgo. En efecto, y sobre la base de haber constatado esta nueva situación en su conocido informe sobre la pobreza en el mundo, estos organismos han llegado a plantear la necesidad de ir más allá de los problemas relativos a la estabilización financiera y abordar los asuntos del crecimiento con equidad en el largo plazo (World Bank, 2001; Singh et al., 2005).
Cuando el FMI y el BM, instituciones cruciales en la organización y el control de las finanzas y la economía, aparecen involucradas en la reestructuración del sistema económico, su preocupación en favor de la "equidad social" no genera mucha credibilidad, sobre todo porque persiste la insistencia en el discurso de la llamada "disciplina macroeconómica", es decir, en la lógica de un esquema orientado al mercado mundial, de políticas fiscales y monetarias restrictivas, y de reducción del papel del Estado por medio de las privatizaciones (Salinas, 2000).
En la dinámica de ese proceso se ha venido produciendo desde la década de 1980 el complejo y doloroso periodo que correspondió al tránsito del Estado de bienestar a esta nueva fase del capitalismo neoliberal que, no obstante su grado de redefinición y de expansión, no ha terminado de decantarse, como tampoco ha culminado el desmontaje de los esquemas económico, políticos e institucionales del modelo previo. En tal escenario se ha ido configurando una contradictoria situación basada tanto en los alcances de los efectos producidos como en los factores de gobernabilidad que compromete. Y el asunto de fondo es que los proyectos de privatización no generan el "consenso activo de los gobernados". El más claro correlato de esta situación puede encontrarse en las manifestaciones reactivas u organizadas políticamente que han contribuido de manera importante a la caída de no pocos gobiernos latinoamericanos en la historia reciente.
En el itinerario de esta línea de tránsito estructural es donde se sitúa el difícil abandono de las políticas llamadas proteccionistas, para asumir la idea convertida en una especie de dogma de la actual modernidad, según la cual las economías de la región tienen que volcarse hacia el exterior, privatizando y desregulando su funcionamiento económico, liberalizando los mercados, especialmente el de capitales, y flexibilizando el mercado laboral requerido por este modelo. Esta modernización capitalista, mucho más que en el periodo anterior de Estado de bienestar, demanda en su lógica la existencia de mercados interconectados, de libre concurrencia, pero con condiciones sociales precarias o precarizadas en los procesos reales debido a la fuerza que imponen los requerimientos de la competitividad generalizada y fomentada.
La llamada flexibilidad laboral, en este sentido, ha significado un proceso de deterioro creciente de las bases a partir de las cuales se ha establecido la relación entre el capital y el trabajo. Los efectos concomitantes a todo ello se encuentran en la involución de la capacidad de negociación de los trabajadores, en el debilitamiento o transformación de las normas que regían las condiciones de organización y el régimen contractual que regulaba la asignación de funciones y la remuneración al trabajo, incluyendo las formas de despido, el retiro y las pensiones.
Del lado del capital también han operado mutaciones importantes, sobre todo en la relación entre las distintas fracciones. De la brutal competencia entre ellos, deliberadamente fomentada, han salido favorecidos aquellos capitales más grandes, en desmedro principalmente de los medianos y pequeños, generando aceleradas y excluyentes dinámicas de concentración y centralización en el marco de una economía mundial globalizada.
Sin la recuperación de este tránsito resulta difícil reconstruir el rompecabezas de la economía y de la política social en América Latina. Ese proceso sistémico de tránsito hacia la conformación de una organización mercadocéntrica de la sociedad ha tenido un efecto formador de las políticas. Y esas condiciones, que no son un simple marco de referencia, tienen que ver en definitiva con la configuración de fuerzas y su dinámica real que gravita en las conceptualizaciones de la política, y que, a la postre, le imprimen su contenido. Hoy tenemos los resultados disponibles en el acervo del diagnóstico social después de decisiones que se han venido expresando en una tendencia cada vez más acentuada de apertura de nuestras economías, y éstos no son imputables a procesos normales ni a ningún fatalismo de la historia. Aunque exista la pretensión de homogeneizar las políticas, algo así como políticas semejantes para países diferentes, lo cierto es que frente a ellas no todas las respuestas nacionales son idénticas, lo cual ya nos habla de que las políticas adoptadas, que nunca están dadas de una vez para siempre, son producto de las circunstancias históricas, cuyas modificaciones tendenciales y contratendenciales serán el reflejo de la configuración interna de fuerzas empeñadas en reproducir el orden neoliberal actual frente a aquéllas que buscan transformarlo.
Crecimiento y desigualdad social
Es casi redundante afirmar que el crecimiento es un requisito indispensable para que las naciones se sitúen en una senda de viabilidad que tenga por objeto encarar los requerimientos de su desarrollo. Pero si no fuera tan imperativa esa forma de ver el "desarrollo como crecimiento" no pondríamos ese condicionante enunciado en el "casi". No deja de llamar la atención cómo después de haber recorrido ya un trecho importante en la perspectiva de la discusión conceptual y el análisis de las experiencias (Sunkel y Paz, 1985: 29-32), todavía la visión económica convencional sigue insistiendo en las bondades casi absolutas del crecimiento y su hipotético derrame de beneficios sociales (trickle down effect). El supuesto sobre el cual descansa esa visión es que una vez producido el crecimiento, el resultado social es un asunto de tiempo, porque tarde o temprano sus beneficios se irán derramando hacia el conjunto societal, y en esa medida se producirá el impacto hacia los segmentos menos favorecidos. Pero los indicadores de la realidad apuntan en otra dirección cuando se analiza el comportamiento de la economía y su capacidad de impactar en la pobreza, la distribución del ingreso y el empleo.
Una aproximación comparativa entre el comportamiento económico y la evolución de la pobreza entre 1970 y 1980 permite indicar que la mayoría de los países de la región mantuvo tasas elevadas de crecimiento económico. En efecto, el PIB por persona se incrementó durante esos años a casi 3.5 por ciento promedio anual (Cepal, 1985: 46). Sin embargo, el porcentaje de pobres se redujo sólo en aproximadamente tres por ciento en esos años y el número absoluto de ellos aumentó en alrededor de 18 millones de personas. Sin desconocer que los promedios regionales esconden diferencias importantes que se expresan en situaciones nacionales, lo que aquí interesa es la evolución general, que en su orientación tendencial se mantiene al menos hasta 1986 (Cepal, 1991), lo cual permite razonablemente conjeturar que el beneficio del crecimiento económico logrado no se alcanza a reflejar en la disminución de la pobreza.
Para una mejor valoración de los datos más recientes, conviene recuperar cierta perspectiva para mostrar que al inicio de la década de 1970 el crecimiento oscilaba en torno al seis por ciento anual en América Latina. La crisis desatada en el primer quinquenio en los países centrales no tardó en trasladar su impacto recesivo hacia América Latina a finales de la misma década, cuando la región registró una desaceleración del crecimiento. Durante la década de 1980, cabe recordar, la tasa de crecimiento fue de cero. En la década de 1990 se inicia una gradual recuperación, que dura hasta 1997, cuando la tasa promedio registrada fue de 5.3 por ciento, para luego caer abruptamente a 2.5 por ciento en 1998. La tendencia decreciente siguió su curso, de tal suerte que a finales de la década otra vez el crecimiento tuvo expresión negativa en la región.
El irregular comportamiento del producto siguió su curso, lo cual puede ser interpretado en términos de un grave deterioro económico en la región, como rasgo que caracterizó el inicio del nuevo milenio. En efecto, el crecimiento de la producción en 2001 fue apenas de 0.4 por ciento, con disminuciones absolutas en algunos países como Argentina, Perú y México. En el 2002 hubo otro nuevo descenso, situándose en -0.5 por ciento. En el 2003 la tasa de crecimiento ha sido tan solo de 1.9 por ciento. Y en el 2004, según cifras preliminares, ha sido de 5.5 por ciento según la Cepal, 4.6 por ciento según el FMI o 4.7 por ciento según el Banco Mundial.
El registro global de la década de 1990 y el primer quinquenio de la presente sugieren que el crecimiento, siendo importante como indicador del desarrollo, evidenció la insuficiencia para otorgar consistencia al desarrollo y para ponderar satisfactoriamente su posible incidencia en las variables sociales. Es decir, el crecimiento es importante y necesario, pero no resulta suficiente por sí solo para encarar de modo satisfactorio los problemas sociales no resueltos. Guimaraes y Bárcena (2002: 29) nos recuerdan al respecto que el reto más importante debe ponerse en el análisis de la "calidad del crecimiento", que involucra el incremento en los niveles de bienestar y reducción de las desigualdades y pobreza, mucho más que en el puro incremento del producto.
Para el año 2004, en las estimaciones proyectadas según la Cepal había 222 millones de pobres y unos 96 millones de pobres indigentes. Para 1990, la misma fuente estimó la pobreza en 200 millones 200 mil personas. Esto indica que el incremento fue de 21.8 millones de pobres en ese lapso. En cifras relativas, la población bajo la línea de pobreza se redujo de 48.3 por ciento en 1990 a 42.9 por ciento en 2004. Hay ciertamente una variación positiva en la tasa de pobreza que registra un descenso de 5.4 puntos porcentuales, aunque en esta valoración no hay que perder de vista el profundo retroceso que ha significado la década de 1980-1990 en cuyo lapso temporal la tasa de pobreza aumentó en 7.8 puntos porcentuales.
En este cuadro de relativa recuperación es más pequeña la variación de su incidencia en el segmento social que corresponde a la categoría de indigentes. En efecto, de 22.5 por ciento en 1990 se reduce 18.6 por ciento en 2004, lo que representa apenas una variación de 3.9 puntos porcentuales.
En todos los casos ese proceso de descenso que se registra durante la década de 1990 llega hasta un punto a partir del cual ya no es posible avanzar, de allí que incluso la velocidad de la reducción de la pobreza y la indigencia se vuelva más lenta para luego registrarse un nuevo aumento o un franco estancamiento. Los tramos en que se puede observar una desaceleración porcentual de pobres no modifica el crecimiento general de la pobreza, incluso en los periodos en que se advierten algunos signos de reactivación de la economía, como los registrados entre 1991 y 1997 (Cepal, 2002; Cepal, 2003). En efecto, las tasas de crecimiento de la pobreza han sido prácticamente constantes a pesar del ritmo ascendente registrado en la tasa del producto.
El porcentaje de personas pobres actualmente, es decir, hasta el registro de 2004, es mayor en 2.9 puntos porcentuales que en 1980, en tanto que el porcentaje de indigentes no presenta ninguna variación, por lo que puede suponerse fehacientemente que la región se encuentra ante un estancamiento social de un poco más de dos décadas.
En el contexto de estos registros y tendencias sobresale una línea transversal con perfiles socioeconómicos muy marcados por la desigualdad. Si a partir del coeficiente de Gini observamos el comportamiento en la distribución del ingreso, tenemos que su registro en el periodo 2002 oscila entre 0.63 y 0.45 (Cepal, 2004: 12). Si bien el registro corresponde a un año, la tendencia es consistente desde la década de 1990, toda vez que durante este periodo los datos confirman que América Latina es la región en la que se observan los más altos y crecientes niveles de concentración del ingreso.
El comportamiento de las tasas de crecimiento produce resultados sociales diferentes desde el punto de vista del mejoramiento de la calidad de vida de la población. El ejemplo de Chile puede ser paradigmático en el contexto latinoamericano. Con tasas de crecimiento relativamente estables y por arriba de la media regional logra en general una disminución de la pobreza, especialmente la extrema pobreza. Sin embargo, el patrón distributivo, que constituye un indicador muy sensible de la desigualdad social, no se ha modificado. Aquí se asoma un tema social de gran importancia, que desborda las particularidades del caso chileno y que tiene que ver con el tipo de crecimiento y éste con el tipo de modelo económico y social prevaleciente.
El crecimiento actual, fundado en un elevado nivel de apertura, aparece permeado por la desigualdad distributiva que profundiza las asimetrías previamente existentes. Ciertamente, hay sectores notablemente modernizados que pueden aparecer como ejemplos de globalización, lo que refleja un logro de significación exitosa en cuanto a la inserción en el mercado internacional o regional. Sin embargo, estos sectores no son los que proporcionan un estímulo duradero con relación al desarrollo del mercado interior y especialmente con respecto al mercado laboral. Son los que proporcionalmente menos contribuyen a la generación de empleos que constituye un índice de la calidad del crecimiento.
La reestructuración productiva de la actual modernidad tiende a desmontar la vigencia de las plantas industriales. Lograda su destrucción, crea en consecuencia un aumento del número de desempleados superior al que los sectores industriales de tecnología avanzada son capaces de absorber. A este respecto y según los datos disponibles, se tiene que en materia de acceso al empleo, de cada 10 nuevos puestos de trabajo creados en la década de 1990, siete pertenecen al sector informal, y sólo cuatro de cada 10 plazas generadas acceden a algún tipo de seguridad social. En este contexto de precarización laboral, la pregunta que queda abierta tiene que ver, entonces, con los sectores a los que realmente beneficia el tipo de crecimiento que corresponde a este modelo. (Cepal, 2001; OIT, 2003)
Si el crecimiento es excluyente, mal se puede suponer que su desenvolvimiento tendrá resultado benéfico para la sociedad en su conjunto. Está visto en América Latina que con políticas sociales subsidiarias o compensatorias, es decir, débiles, o cuando el gasto social ha estado en función de las necesidades de la política fiscal "disciplinada", es decir, austera y de restricción en cuanto a la responsabilidad estatal y la vigencia de los derechos sociales, aun manteniendo tasas consistentes de crecimiento, no permean la situación socioeconómica de los sectores débiles de la población y menos aún ejercen una influencia positiva para modificar el patrón distributivo.
Del otro lado, tenemos que las economías latinoamericanas no generan empleo de calidad ni en la cantidad necesaria para absorber a quienes ingresan a la fuerza de trabajo, especialmente la franja potencialmente laboral que pertenece a jóvenes y mujeres, sino más bien expulsa fuerza de trabajo. Es más, si cuando la economía se reactiva son los grupos de mayores ingresos los que se benefician del crecimiento, entonces puede concluirse que el actual modelo de crecimiento "naturalmente" se desarrolló con la profundización de las desigualdades y que la real capacidad de incidir en la resolución de los problemas sociales acumulados es mínima o nula.
El reacomodo de las ideas para las reformas de segunda generación
El inicial optimismo que en general prevaleció al comienzo de los años noventa se ha sustituido por el renacimiento del pesimismo. En primer lugar, porque el crecimiento económico ha sido bajo e inferior al alcanzado en otras épocas. Si la década de 1980 fue caracterizada como un "decenio perdido para el desarrollo", la década de 1990 fue un periodo de frustración y permite concluir que América Latina ha exhibido durante los últimos dos decenios una tendencia por lo menos preocupante.
En efecto, la historia social más reciente, que corresponde al decenio de 1990, constituyó un periodo difícil con resultados bastante distintos de las expectativas optimistas que al inicio prevalecieron. Ese optimismo inicial tuvo su fundamento en algunas señales de recuperación de la economía después de los resultados socialmente negativos que acarreó la experiencia de la llamada "década perdida para el desarrollo" de los años ochenta. En esa visión tuvieron que ver lo que en el plano internacional pudo haber significado el reordenamiento del mundo con el fin de la Guerra Fría, y en el plano de lo nacional, la perspectiva de avanzar en la profundización de los procesos de transición hacia la democracia, superando según los casos los obstáculos autoritarios incrustados en los sistemas políticos o las herencias económicas y políticas de las pasadas dictaduras militares.
En este contexto, el conocimiento de los desafíos en las políticas que enfrentan los países de América Latina parece más importante que nunca. Los muy dudosos resultados sociales de la "reforma de mercado" de la primera etapa, caracterizada por la privatización de empresas públicas, la desregulación de la economía, el abandono de la prestación de servicios que el Estado proveía y la liberalización del comercio han contextualizado el surgimiento de una creciente discusión sobre la necesidad de lo que se conoce como las reformas de segunda generación. Políticas sociales para tratar la pobreza y los diferentes fenómenos asociados a la desigualdad están entre las más importantes de estas reformas, con lo cual, implícitamente, queda sembrada la sospecha de que las reformas de primera generación asociadas a los ajustes estructurales fue apenas el inicio de un proceso económicamente inconcluso y socialmente doloroso por efectos prácticos en la forma de vida de los segmentos excluidos. En efecto, la argumentación que otorgaba al Estado un papel principal en la formulación y ejecución de las políticas con un sentido redistributivo y universal apareció radicalmente cuestionada. Bajo la crítica al clientelismo, la corrupción y el burocratismo se fue hilvanando una argumentación que al abogar en favor de la eficiencia y la igualación de oportunidades comenzó a otorgar un papel cada vez más determinante al mercado en la asignación de recursos y los potenciales beneficios sociales. La crítica neoliberal antiestatista no implicó desde luego ninguna renuncia a seguir haciendo política de cara al o desde el Estado. Esto quiere decir que los intereses sistémicamente renucleados no abandonan el Estado, sino que al reacomodarse en él imprimen nuevas formas, especialmente en lo que a la intervención en la economía se refiere.
En la trayectoria de este planteamiento se ha buscado tomar distancia de la visión ortodoxa, aunque sin abandonar sus principios rectores. La posición antiestatista más tarde se relativiza, así como aquélla que veía en el mercado la instancia de articulación más importante para la economía y la sociedad. El trasfondo de este debate, que inicialmente puso en tensión la antinomia mercado-Estado durante la reforma que se expresó en el "ajuste estructural", se mantiene ahora para expresarse alrededor de otro eje: la revaloración del Estado en el sentido de imprimir reformas que se traduzcan teóricamente en una mayor eficiencia y descentralización. El movimiento de desplazamiento de ideas invocadas ha ido desde el principio de la solidaridad y el universalismo al rol subsidiario del Estado, junto con el concepto de responsabilidad individual, y de esta fase a la nueva para las "reformas de segunda generación", la cual moviliza el principio de la equidad del gasto o igualdad de acceso y la ciudadanía.
La moderación con respecto a las posiciones iniciales no implica el abandono de los objetivos principales, sino la apertura hacia otras modalidades que profundicen el movimiento hacia el dispositivo del mercado. En el marco de este nuevo acotamiento a la prioridad en el combate a la pobreza mediante programas focalizados o compensatorios que buscan beneficiar a los más pobres se agregan las reformas que buscan revertir la exclusión y, como prioridad que engloba a todo lo demás, el mejoramiento en el desempeño de la gestión.
La reforma institucional: ¿factor clave para reducir la desigualdad?
El marasmo en que quedó sumida la región durante la década de 1980 no ha sido superado. El modelo económico-político en su proceso de afianzamiento más bien ha ido expandiendo simultáneamente la otra cara de su modernidad. El gasto social que, aunque se ha incrementado después de las "reformas de primera generación", no ha tenido un impacto distributivo consistente.
En un documento divulgado por el Banco Mundial (2003), que contiene los resultados del principal estudio de investigación anual sobre la región, se concluye que todos los países de América Latina y el Caribe son más desiguales que el promedio mundial. El trabajo da cuenta de que durante las tres décadas recientes la desigualdad en nuestra región fue superior en 10 puntos con respecto a Asia, 17 puntos con respecto a los países de la OCDE y 20.4 puntos con respecto a Europa Oriental. Un ejemplo que puede ser emblemático: Uruguay, que es el país con menor desigualdad en América Latina, tiene, sin embargo, un índice de Gini superior al país de mayor desigualdad de Europa Oriental y los países industrializados. Esto sirve para avanzar no sólo en la caracterización de las desigualdades internas, sino también hacia un mejor conocimiento de la expresión actual de las asimetrías entre los países pobres, y éstos y los industrializados.
El trabajo, cuyo contenido se construye a partir de encuestas domiciliarias y de fuentes documentales del Banco Mundial, tiene entre sus principales conclusiones estadísticas el registro de que 10 por ciento del decil más rico de la población latinoamericana concentra entre 40 y 47 por ciento del ingreso total. En el otro extremo, 10 por ciento de la población más pobre accede apenas en promedio a 1.6 por ciento del ingreso.
El diagnóstico no difiere mayormente de los datos disponibles en los organismos gubernamentales de nuestros países. La importancia estriba en que este organismo multilateral, que no ha sido ajeno a los criterios que se han traducido en el diseño político prevaleciente, sea ahora precisamente el que ponga este tipo de énfasis. En este sentido, y esto difícilmente podría ser materia de coincidencia en el análisis de la desigualdad en América Latina, la propuesta de instrumentar nuevas reformas institucionales no parece ser el anticipo de un itinerario muy diferente. El Banco Mundial afirma que se requieren instituciones "totalmente abiertas, transparentes, democráticas, participativas y fuertes".
Más allá de intentar un debate sobre lo que el organismo entiende por el insuficiente "protagonismo de los pobres" o el papel que puede jugar la educación frente la desigualdad social, el asunto de fondo tiene que ver con un supuesto según el cual desde hace mucho tiempo las instituciones no han sido capaces de asegurar las condiciones requeridas para el desarrollo de la sociedad. En sociedades como las nuestras y bajo el peso de prácticas y proyectos excluyentes, esto puede resultar inicialmente atractivo. Sin embargo, más allá de la retórica, su movilización como propuesta puede traducirse en poderosas antiparras que a la postre terminen caricaturizando los problemas de fondo y escamoteando la posibilidad de aportar una esquema comprensivo acerca del sistema social que se ha venido conformando. Las instituciones, no está demás recordar, vehiculizan los proyectos económicos y políticos, pero no los definen. En ese sentido siempre será posible (o deseable) forjar mejores referentes institucionales para la política estatal. Pero lo que se requiere, y esto constituye una prueba de fuego para las voluntades políticas, es sustituir la discusión de los medios o instrumentos institucionales por una abierta discusión de los fines de la política, es decir, del contenido mismo de los proyectos económicos y políticos en curso. De seguir prevaleciendo los criterios anteriores, el riesgo de nueva cuenta es que en nombre de las "reformas" se siga por el camino de la priorización de la gestión, es decir, una preocupación centrada en la función instrumental de la política y el abandono a su propia inercia del contenido de la política misma. Esto equivale a continuar con la idea de no intervenir en los asuntos de fondo para que el mercado corrija los errores.
Después de más de dos décadas con políticas y programas diversos, pero siempre coherentes con una matriz mercadocéntrica de organización, los signos de deterioro económico no parecen un asunto transitorio, sino que tienden a constituirse en una especie de "norma" del tipo de desarrollo prevaleciente. En el cuadro siguiente puede observarse el errático comportamiento del producto, las caídas en el ingreso por habitante y su bajo nivel, el aumento del desempleo, el deterioro en los términos del intercambio, la disminución del ingreso de capital o inversión extranjera y la onerosa transferencia de recursos cuya tendencia en cifras preliminares para el 2004, según la Cepal, es de 77 mil 826 millones de dólares. Y el comportamiento, así como las proyecciones correspondientes al primer quinquenio de la presente década, no son esperanzadores.
No se avanza mucho en el análisis si se desconocen estas condiciones en que se debate la situación social de América Latina. Y no se observan señales consistentes que pudieran evidenciar un cambio decisivo de las tendencias actuales. El comportamiento de los registros socioeconómicos da cuenta de la grave situación en que se encuentra América Latina, en cuya dinámica de deterioro han gravitado tanto la situación financiera y económica internacional, como la índole de las políticas internas que, apegadas a la ortodoxia monetaria y macroeconómica, han visto la reducción de sus márgenes de autonomía, lo cual no se puede desvincular de los procesos de apertura. A todo lo anterior se puede añadir las muy escasas posibilidades de que sea posible modificar el actual cuadro de deterioro económico y social, si se continúa apoyándose en mercados internacionales que no modifican la tradicional forma de participación de la economía latinoamericana en capitales externos que no llegan o, en su defecto, si es que llegan, lo hacen bajo la forma de inversión extranjera de corto plazo, cuyo contenido generalmente suele expresar a segmentos del capital no productivo. Mientras tanto, los países latinoamericanos reciben el impacto adverso del escenario internacional y la población está siendo obligada a pagar el costo de las estrategias volcadas hacia dichos escenarios sensiblemente dependientes de sus vaivenes.
Política social como problema de la democracia
Los resultados de las políticas que se expresan en programas sociales son vistos cada vez más como un enlace hacia el cuestionamiento de los procesos de democratización por parte de la población. Y aun cuando la ciudadanía y los ciudadanos en términos de preferencias políticas no expresan duda alguna sobre la valoración de un régimen democrático, en las percepciones quedan, sin embargo, un saldo de decepción o desencanto con la democracia realmente existente (Lechner, 2001).
La incapacidad de las políticas para encarar satisfactoriamente las desigualdades va limitando las posibilidades de la democratización y, como parte de un círculo, la escasa deliberación social sobre los fines de la política constituye uno de los grandes obstáculos para incidir en los contenidos de la democracia vigente, cuya inercialidad no permite reagendar los problemas sociales de los que teóricamente se intenta dar cuenta.
Si se observan las experiencias recientes de reformas sociales en varios países, lo que ha acontecido es que sus resultados no sólo no han permitido avanzar en la ampliación de los derechos, sino que, al contrario, se ha profundizado la desuniversalización de los mismos, retrotrayendo con ello las condiciones básicas para una mayor igualdad. Y esto puede ser indicativo del papel que han jugado los procesos democratizadores en el sentido de que su dinámica no ha logrado trastocar los centros de decisión. La nueva configuración del poder político, que no es el de las antiguas dictaduras o de los antiguos gobiernos autoritarios, sino de un poder sistémico remozado, se limita a ejercer su dominación con democracias electorales a partir de un proceso de transición. El fondo sigue siendo el mismo. En este contexto se insiste mucho en la gestión, en el tema de la administración del Estado y, por ese conducto, en la reforma institucional; pero no se modifica el principio del libre mercado y el objetivo de la privatización.
Es muy frecuente sacar conclusiones estadísticas de ciertos corrimientos en los registros, por ejemplo, el aumento del gasto. Pero se sabe que en el periodo actual el gasto no tiene un consistente efecto redistributivo, y la explicación de esto tiene que ver directamente con los montos de los recursos, aun cuando la insistencia en la estrategias de gestión sugiera lo contrario. En realidad, los recursos que se han utilizado en la reactivación de las reformas públicas están muy por debajo de su capacidad de producir efectos. Esta insuficiencia es tratada de compensar con los ejercicios de gestión, que, sin estar demás, son absolutamente insuficientes. A esto se corresponde el hecho de que, estadísticamente, al final de la década de 1990 hay menos pobres. ¿Significa esto que los ricos son menos ricos? Los antecedentes sugieren lo contrario y mucho más que en el pasado. La lista Forbes (2004) enuncia el engrosamiento de los ricos latinoamericanos en sus filas, gran parte de ellos a costa de ventas de bienes públicos en las desnacionalizaciones y movimiento de capital social, como el de la seguridad social a sistemas privados y diversas empresas públicas en condiciones preferenciales en el pasado reciente. Para el caso de Chile, por ejemplo, es clara la relación entre la concentración del ingreso y el pasado clientelar de la dictadura militar para la generación de la nueva clase y sus vínculos con el poder. Si esto es así, entonces resulta entendible la causa de que América Latina no sólo sea en sí misma más desigual que antes, sino que ostenta el privilegio de ser la región de mayor desigualdad en el mundo.
En casi todos los países de la región se han desarrollado experiencias electorales para la designación de presidentes que, habiendo impulsado junto con sus respectivas coaliciones determinadas ofertas programáticas en las que ineludiblemente se incluyen criterios de política contra la pobreza, al asumir el gobierno no han tardado en impulsar políticas cuyo contenido sintoniza más claramente con los criterios del consenso de Washington que con las expectativas sociales sembradas. El equilibrio macroeconómico logrado, el control de la inflación y algunos otros logros al inicio de la década de 1990 en el registro de las exportaciones no tuvieron su continuidad en el sostenimiento del ritmo de crecimiento. Tampoco en lo concerniente al tratamiento satisfactorio de lo social, donde se yuxtaponen las nuevas a las antiguas y diversas necesidades y expectativas insatisfechas e insuficientemente resueltas. Ante tales resultados, las posibilidades de construir consensos más allá de escrutinios y de los momentos electorales muy pronto alcanzan a traslucir el trasfondo social deficitario de la política predominante, agudizándose las condiciones de la conflictividad social y política.
La ciudadanía en su sentido lato, que no involucra necesariamente la problemática de cómo se constituye el ciudadano es la categoría que remite a la población en términos de sus derechos y obligaciones formalmente definidos. Sin embargo, en el ejercicio de tales derechos, los contenidos de la política en América Latina no se definen en los espacios institucionales establecidos para la consulta plebiscitaria o electoral (Osorio, 2004: 205). En efecto, el sufragio es la posibilidad y a la vez el límite de la participación de las democracias actuales, toda vez que en su ejercicio la ciudadanía otorga un mandato cuya posibilidad de ser refrendado, revisado o revocado no está inscrito, por regla general, en las normativas constitucionales. De sus características institucionales y operativas puede fácilmente desprenderse el hecho de que los ciudadanos no inciden en la definición de los objetivos y contenidos de la política, y de los requerimientos para alcanzarlos. Este es un problema que compete directamente al diseño democrático de la política.
Se yuxtapone a este razonamiento una línea argumental que reubica la problemática de la exclusión, cuyo sujeto, el excluido, no existe fuera de lo social. La libertad del ciudadano que se invoca en tales condiciones ocurre sobre la base de un proceso de vaciamiento de los derechos sociales, a cambio de lo cual se revitaliza una idea conservadora referida a la teórica "igualdad de oportunidades" (Tetelboin, 1998) en un contexto de individualización y descolectivización, dinamizado por el principio de la competencia (Castel, 2004).
Pero lo que aquí interesa no es sólo la expresión formal del derecho ciudadano, sino lo que remite a la condición de exclusión en el plano social y político. Lo que importa pensar es si en una contienda todos disponen de las mismas condiciones para movilizar las ofertas o propuestas políticas. Si pensamos en el fenómeno del voto como recurso de poder político en el ejercicio de la ciudadanía, no resulta descabellada la sospecha de que en este mismo plano ya se asoma la problemática de la exclusión con respecto al derecho que formalmente se invoca como principio de un régimen democrático. Y las condiciones antes aludidas se fundan en la desigualdad social y económica que constituye el fenómeno de la exclusión social y política, cuyas implicancias diluyen la ecuación político-formal de que un ciudadano es igual a un voto. Hay razones para dudar de que, por ejemplo, el poder de un Luksic, situado en el lugar 140 de un total de 587 según la lista de Forbes (2004), derive del voto que deposita en cada convocatoria electoral en Chile. Una cosa es la igualdad legal y otra muy diferente es la igualdad real. Entonces, no todos los votos significan lo mismo.
Por lo mismo, un modelo económico que genera segregación social inducirá a la exclusión en cualquiera de sus formas, lo cual tarde o temprano afectará el nivel de percepción, aceptación o confianza de los ciudadanos en las instituciones del régimen democrático. Este asunto se expresa en las encuestas de Latinobarómetro (2004), las cuales han gravitado en los recientes análisis sobre percepción social de la democracia en América Latina. Creemos advertir que los resultados tienen un transfondo que se refiere a la tensión entre igualdad y democracia, entre pobreza y participación. El hecho de que la población que "advierte la solución a los problemas sociales" se haya manifestado proclive a un régimen "no democrático", no debe provocar mayor escándalo ni político ni analítico. La transición, más allá de sus benéficos resultados políticos frente al pasado autoritario o dictatorial, se ha desarrollado paralelamente al mundo de la pobreza, la inseguridad y la incertidumbre social que percibe la población. Esto tiende a profundizarse cuando en ciertas sociedades no se perciben alternativas reales al orden neoliberal que el sistema, con transición a la democracia, ha impuesto en este ya largo periodo, que no parece transitorio, sino una forma de organización social.
Cuando no se visualiza una alternativa al establishment, sólo va quedando la opción por la inmediatez, sobre todo cuando se trata de necesidades tan urgentes como conseguir trabajo o alimentos. Sería engañoso concluir que se está fomentando el regreso del populismo o que, peor aún, la suposición de que un avieso afán dictatorial se esconde en lo más profundo de la ideología de los pobres o excluidos de la actual modernidad. Sobre todo cuando la respuesta, según Latinobarómetro, va acompañada de la sospecha de que los países están gobernados para favorecer intereses poderosos. A la pregunta de si "el país está gobernado por unos cuantos intereses poderosos en su propio beneficio", en 17 países la respuesta que expresa ese sentimiento se sitúa en un rango que va de 59 a 85 por ciento. (Latinobarómetro, 2004: 17). Más plausible, entonces, parece suponerse que la población está a la espera de una política mejor que la actual, con la cual sólo tienen por ahora un sentimiento de desencanto. Y aquí se hace necesaria una perspectiva que sea capaz de entender el significado de las aspiraciones de la población excluida, cuyo sentido más profundo no tiene por qué anticipar mecánicamente la manifestación de sus opciones ideológicas o políticas.
Consideraciones finales
En este trabajo hemos tratado de no incurrir en la sobrevaloración técnica de la política social en su tratamiento analítico. El cuestionamiento a la técnica no implica necesariamente un asedio a la técnica misma, sino a la visión tecnocrática de la política social, cuyo alcance puede llegar hasta el ocultamiento de los fines mismos de la política y su reemplazo por la deliberación de los mecanismos, que al fin y al cabo son simplemente medios.
Por otro lado, no se ignora que toda política en último término involucra una decisión. Pero una mirada que pretende ser más integral no puede reducir la política y la política social en especial al puro ámbito de la gestión. Esa visión reduccionista provoca que la desigualdad social sea entendida como una cuestión más de la larga lista de problemas sociales no resueltos que afectan a amplios sectores de la población, y no como una cuestión central de la política. Por otro lado, la misma idea de que la política social esté asociada a la disponibilidad del gasto ya anticipa una forma limitada de concebirla. Refuerza esta presunción la paradoja que surge cuando se alude a la falta de recursos para incrementar el gasto social y, sin embargo, se sigue amortizando la deuda, o pagando sus intereses en prácticamente todas las economías de la región, misma que al considerarse un déficit, hace que los pagos pasen técnicamente a ser parte del gasto público.
Así, a las reformas de primera generación, más tipificadas como planes de ajuste estructural, le siguen, a partir diversas reconsideraciones de diagnósticos generalmente deficitarios, las reformas de segunda generación, asociadas a lo que se ha dado en llamar 'consideraciones posconsenso de Washington'. Éstas van dirigidas a resolver los problemas de mercado, o sea, la falta de mercado y de crecimiento de las reformas anteriores, con arreglo a esa lógica que era exclusivamente privada y que ahora está rearticulando lo público con lo privado. Se trata, en esta fase, de obtener lo mismo pero combinando o añadiendo otros medios, por ejemplo, enfatizando la calidad de la gestión y las reformas institucionales, lo cual implica abrir más el abanico de alternativas, entre las cuales destaca la 'percapitación' del gasto social en los individuos a ser beneficiados, a fin de que ellos decidan entre proveedores públicos o privados. Significa comprar servicios privados, dejando que el Estado o la seguridad social sean prestadores directos de servicios; en última instancia, seguir fortaleciendo el mercado, destinar mayores recursos del Estado a fin de traspasarlos a los particulares para que desarrollen tareas que hacía el Estado. Mientras tanto, los Estados latinoamericanos no recaudan, porque el régimen impositivo y la orientación principal de las políticas fiscales son en última instancia disciplinadamente protectoras de los grandes capitales.
Finalmente, las nuevas percepciones analíticas sobre política social tienen el imperativo de reponderar la región latinoamericana en un contexto donde pesan las concepciones vinculadas al libre comercio. Esto implica la ubicación de la dinámica regional en el eje donde se identifica la hegemonía estadunidense y su peso en los criterios que influyen en las políticas a escala global.
El complejo proceso de desmontaje del Estado benefactor y el consecuente tránsito hacia una organización mercadocéntrica de la sociedad han convertido los derechos sociales conquistados durante más de un siglo en servicios que deben ser comprados. Esto explica el proceso de privatización de la salud, la educación y la seguridad social que, en la medida de su concreción bajo nuevas estructuras institucionales, han convertido la realización de los derechos ciudadanos en la compra de mercancías sujetas a la relación entre proveedores y clientes. Por otro lado, los pobres son atendidos con políticas que transitan hacia la caridad asistencial, pues son limitadas, focalizadas y de bajo costo.
Si se trata de responder a las crecientes necesidades sociales, es conveniente pensar en el riesgo de continuar con el sostenimiento de políticas que apuntalan aquella tendencia según la cual se concibe el impulso para el desarrollo como sinónimo de comercio o libre comercio, en cuya dinámica los intereses colectivos de bienestar quedan subordinados a los estrechos intereses del mercado.
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Información sobre los autores
Darío Salinas Figueredo. Sociólogo por la Universidad Católica de Chile. Obtuvo la maestría en Sociología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Iberoamericana. Es profesor investigador del Posgrado en Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana y miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt. Sus áreas temáticas son los estudios latinoamericanos, análisis político y contexto internacional contemporáneo, así como Estado y políticas sociales. Ha publicado numerosos artículos en medios especializados. Entre sus últimas publicaciones: el artículo "La democracia en Chile" (2003); el libro Gobernabilidad y globalization. Procesos políticos recientes en América Latina (2003), del cual es coordinador y coautor, y el ensayo publicado en 2004 "Seguridad y terrorismo. Reflexiones desde América". Correo electrónico: dario.salinas@uia.mx
Carolina Tetelboin Henrion. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Iberoamericana, maestra en Medicina Social por la UAM-X. Especialista en estudios de política social y de salud, ha publicado artículos y ensayos con referencia a la realidad latinoamericana. Entre sus últimas publicaciones puede mencionarse el libro La transformación neoliberal del sistema de salud. Chile: 1973-1999. Reformas de primera generación, UAM-Xochimilco, México, 2003; "Una lectura sobre el Programa Nacional de Salud 2001-2006 de México", en Revista Argumentos, UAM-X, núm. 45, agosto, 2003; "Alternancia y política de salud en México", en Revista Estudios Sociológicos, El Colegio de México, núm. 66, en prensa. Actualmente es coordinadora de la Maestría en Medicina Social y anteriormente se desempeñó como Jefa del Área de Investigación sobre 'Estado y Servicios de Salud' en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Es profesora investigadora en la Maestría en Medicina Social y el Doctorado en Ciencias en Salud Colectiva de la misma Universidad. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Conacyt. Correo electrónico: ctetelbo@correo.xoc.uam.mx