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Revista mexicana de investigación educativa

versión impresa ISSN 1405-6666

RMIE vol.24 no.82 Ciudad de México jul./sep. 2019  Epub 20-Feb-2020

 

Reseñas

Una dirección escolar con capacidad de liderazgo pedagógico

Jesús Domingo Segovia* 

*Profesor catedrático en la Universidad de Granada, Facultad de Ciencias de la Educación, Granada, España. email: jdomingo@ugr.es

Bolívar, Antonio. 2019. Una dirección escolar con capacidad de liderazgo pedagógico. Madrid: La Muralla,


Desde hace tiempo sabemos que las reformas educativas promovidas desde fuera no han llegado a provocar la mejora deseada pues, al final, depende de cómo son implementadas por cada escuela y sus profesionales docentes. Además, una propuesta de cambio uniformada y homogénea, por sí misma, se muestra insuficiente en contextos culturales y diferenciales complejos, propios de nuestro tiempo. En este final de la modernidad se imponen otras formas de regulación, en una nueva gobernanza en educación, donde la autonomía en la gestión y el desarrollo del currículum por las propias escuelas adquiere un lugar central.

Por ello, se ha llegado a considerar que el núcleo del cambio educativo se sitúa, no a nivel micro de la sala de clase ni en el macro de las estructuras del sistema, sino en ese nivel meso o intermedio que son las condiciones organizativas del establecimiento escolar. Cada escuela se constituye, así, en el epicentro de cualquier esfuerzo de mejora, como contexto de formación e innovación. Pero la escuela está gravemente desarticulada, débilmente acoplada, como muestra la experiencia y ha evidenciado la sociología de la educación. De este modo, como ha defendido en un texto anterior el autor del libro que reseñamos (Bolívar, 2012), dado que la unidad llamada “escuela” tiene efectos específicos en el modo en que se lleva a cabo la educación y en la calidad del aprendizaje ofrecido, es preciso articularla en torno un proyecto conjunto liderado por el equipo directivo. De ahí la relevancia de un liderazgo pedagógico, ejercido por la dirección escolar, capaz de impulsar al conjunto en una unidad de acción. Por eso mismo, la prioridad que ha adquirido -a nivel internacional- en las políticas actuales de mejora.

El profesor Bolívar y su equipo, del que me complace formar parte, llevamos una quincena de años entregados a investigar cómo los equipos directivos, cuando tienen capacidad de liderazgo pedagógico, pueden contribuir a mejorar la educación de cada escuela. Sin embargo, el modelo de dirección escolar (junto con la supervisión) heredado y establecido en España, así como en muchos países iberoamericanos, ha estado más orientado a la gestión burocrática o a aplicar fielmente lo ordenado; por lo que crecientemente ha dejado de dar una respuesta propia a los problemas de cada escuela. Se plantea ahora pasar de una dirección limitada a la gestión a un liderazgo educativo o dirección pedagógica, como factor de primer orden para incidir en la mejora de la educación. Además, una cultura escolar individualista y de privacidad, sobre todo en los establecimientos de secundaria, impide tomar la enseñanza como un compromiso y responsabilidad colectiva. Un conjunto de barreras culturales y estructurales limitan gravemente tanto el trabajo colegido de los profesores como el propio ejercicio de liderazgo pedagógico; promover otro tipo de cultura -como vamos a resaltar y lo hace el autor a lo largo del texto- implica transformaciones en la organización. De modo realista, a lo largo del texto, se defiende que abogar por un liderazgo pedagógico, no es un asunto discursivo, exige reestructurar la organización para que lo haga posible.

Como han llamado la atención los informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, de 2008 (Improving School Leadership), y de la Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe de la Unesco, de 2014 (El liderazgo escolar en América Latina y el Caribe), un punto crítico sobre la organización de las escuelas es qué hace o puede hacer la dirección para mejorar la labor docente del profesorado en su aula y, consiguientemente, el aprendizaje del alumnado. Por estas razones, el liderazgo educativo o dirección pedagógica de las escuelas se ha constituido, a nivel internacional, como un factor de primer orden en la mejora de la educación, un lugar clave en las agendas de las políticas educativas tanto de Europa como de Latinoamérica. Como establecieron hace una decena de años, tres de los mayores investigadores sobre el tema en un trabajo memorable (Leithwood, Harris y Hopkins, 2008), como primer principio: “el liderazgo escolar es el segundo factor, tras la enseñanza en el aula, más influyente en el aprendizaje de los estudiantes”. En una revisión, diez años después (Leithwood, Harris y Hopkins, 2019), lo continúan manteniendo, aun precisando que esta influencia lo es a través de cómo organiza la escuela para crear una cultura que promueva la calidad de la enseñanza y el aprendizaje.

Déficits y posibilidades de la situación

El libro que reseñamos, lo compone un conjunto de textos, debidamente reelaborados, que el autor ha ido trabajando (y, en parte, publicando) en los últimos años, en interacción constante entre los enfoques de la literatura más potente y la realidad de la dirección en los establecimientos escolares, como las asociaciones de directores. Esto -estimo- evidencia parte de su relevancia: no se trata solo de un estudio teórico, sino de una interacción constante entre la mejor literatura sobre el tema y la realidad de los establecimientos escolares. El libro se divide en dos partes. El conjunto de capítulos y ensayos que componen la primera, “La dirección escolar en España. Déficits y posibilidades”, tienen un carácter predominantemente descriptivo de cómo está la situación, aun cuando con motivo de los déficits detectados se apunten, sugieran o formulen propuestas de mejora. La segunda parte, “Dirección escolar y ejercicio de liderazgo pedagógico”, contrariamente, tiene un carácter más propositivo, de formular propuestas de hacia dónde debiera girar la situación del liderazgo y la dirección de los centros. En conjunto, el objetivo de este libro es recentrar el papel del director escolar, mostrándose el profesor Bolívar convencido de que, en un punto de no retorno, se avecinan tiempos de cambio para la dirección escolar y que esos cambios serán sustancialmente beneficiosos.

Si bien esta primera parte tiene como contexto actual la situación en España, cabe advertir que, por razones específicas distintas en cada país iberoamericano, pero confluyentes en una situación actual similar, compartimos que la dirección debe girar desde un formato administrativo-gerencial a uno pedagógico. El capítulo inicial “La dirección escolar en España: de la gestión al liderazgo”, formula una revisión de la dirección de escuelas en España y sus vías futuras de desarrollo, con las tensiones y dilemas que la atraviesan (dirección centrada en la gestión versus liderazgo pedagógico; autonomía para tomar decisiones propias vs. regulación normativa). En este contexto, con avances y retrocesos, el ejercicio de un liderazgo pedagógico puede convertirse en un dispositivo para dinamizar las instituciones públicas de educación. Situada entre el representante-delegado de la administración (antes central, ahora autonómica), responsable ejecutor de la normativa; y el docente delegado del conjunto del profesorado.

El procedimiento electivo, si bien posibilita la participación e implicación en el proyecto de dirección, ha impedido una adecuada profesionalización. Además, cuando se convierte en “corporativo”, se ha ido mostrando insuficiente para incidir en la mejora de resultados de la escuela. Si bien se ha intentado incrementar, en los últimos años, una formación para un ejercicio profesional (cursos y acreditación previa), ser un docente elegido por los colegas, hace que la formación inicial y en servicio adecuadas se hayan subordinado a la elección. El procedimiento electivo, si bien posibilita la participación e implicación en el proyecto de dirección, ha impedido una adecuada profesionalidad. Además, cuando se convierte en “corporativo”, se muestra insuficiente para incidir en la mejora de resultados de la escuela. Si bien se ha intentado incrementar, en los últimos años, una formación para un ejercicio profesional (cursos y acreditación previa), ser un docente elegido por los colegas (o, más ampliamente, por el llamado “Consejo Escolar”), hace que una formación inicial y en servicio adecuadas se vean subordinadas a la posterior elección.

Pero la “profesionalización” no puede vincularse, como suele ser común en España y otros países del sur de Europa, con “funcionarización”, lo que -paradójicamente- burocratizaría la cuestión, al revés de lo que se pretende. El autor realiza un fino análisis, debidamente contextualizado, para ofrecer salidas realistas a la dirección en España para “conjugar el liderazgo pedagógico de la dirección escolar y su profesionalización”, como se titula el capítulo tercero. Si históricamente el profesionalismo de una profesión se refiere al nivel de autonomía que goza su ejercicio profesional, así como la regulación interna ejercida por los propios miembros para proveer los servicios, en el caso español en los establecimientos públicos es muy baja. Cuanto más se regula externamente el ejercicio de un cargo, menor es la autonomía requerida para un ejercicio profesional e igualmente menor su capacidad para responder de modo propio a los problemas. Por eso, como señala el autor (pp. 16-17), “agotado un modelo burocrático-administrativista de gestión escolar, son los propios establecimientos escolares y sus líderes y equipos directivos los que, prioritariamente, deben responsabilizarse de la mejora de su escuela y, consiguientemente, generar los correspondientes procesos”. Si ya no podemos esperar que, desde la voracidad de la administración, se quiera de verdad potenciar dicho profesionalismo, hora es de que los propios directivos estableciendo un conjunto de competencias reclamen una identidad profesional, estableciendo un Marco Español para la Buena Dirección (MEBD), de lo que tratan los dos capítulos posteriores, que cierran esta primera parte.

Todo ello confluye, desde una mirada y enfoque actual, en plantear la necesidad de una identidad profesional para la dirección asumida, por los que la ejercen y reconocida por el profesorado y por la comunidad escolar, que está en la base del ejercicio de liderazgo. Como desarrolla en el capítulo cuarto, fruto de un proyecto de investigación que estamos llevando a cabo, un elemento crucial en la configuración de la identidad profesional es el reconocimiento social por los otros. Por ello, el proceso identitario se elabora en un juego entre las diversas miradas sociales y personales de los compañeros de profesión en primer lugar, pero también de familias, administración y otros actores sociales. Por lo demás, se da cuenta sobre cómo el ámbito de las identidades del liderazgo escolar se ha constituido también, a nivel internacional (Proyecto ISSPP: International Successful School Principalship Project), en un nuevo y emergente campo de investigación, en la medida en que supone centrar la atención en la relación interactiva de liderazgo con los demás miembros de la escuela. Además, se entiende que las prácticas de liderazgo exitosas dependen, en gran medida, de fuertes identidades directivas. El interés de esta pers­pectiva es constatar, en el caso español, si fuertes identidades profesionales condicionan una buena gestión y liderazgo pedagógico del respectivo establecimiento escolar. Por el contrario, escuelas con bajo nivel suelen correlacionar con una escasa identificación con la función directiva y no reconocidos socialmente por otros.

Por razones distintas, pero paralelas (inestabilidad y debilidad), tanto en España como en países iberoamericanos, como señalábamos antes, importa la identidad profesional de la dirección escolar. De ahí la demanda de reforzar esta identidad (formación y desarrollo de capacidades de liderazgo y su reconocimiento por los demás). Tal vez por eso, en paralelo a otros países (Chile, Perú, Colombia, etcétera), se ha impulsado la elaboración de un Marco Español para la Buena Dirección del que se da cuenta en el quinto capítulo.

La particularidad del caso español es que han sido los propios directivos a través de sus asociaciones profesionales las que, con el apoyo -entre otros- del autor del libro, lo han elaborado y asumido. Para eso se han delimitado y consensuado los estándares o competencias para la Dirección escolar que visibilizan aquello que los directivos escolares deben conocer y entender (conocimiento y comprensión), pensar (creencias, valores y actitudes) y, sobre todo, saber hacer profesionalmente (habilidades y estrategias). Estas competencias se agrupan en cinco ámbitos de actuación de la dirección de un centro escolar: metas e intervenciones estratégicas; dirección, organización y funcionamiento del establecimiento escolar; liderazgo pedagógico; participación y colaboración: gestión del clima institucional; y normas éticas y profesionales. Cada una de estas dimensiones la conforman un conjunto de competencias (entendidas como “ámbitos de la práctica”) y, a su vez, se especifican en los correspondientes descriptores de desempeños o prácticas profesionales que caracterizan a lo que una buena dirección con liderazgo debe hacer.

El liderazgo pedagógico como factor crítico de mejora

La segunda parte: “Dirección escolar y ejercicio de liderazgo pedagógico”, se compone de seis capítulos, quiere mostrar cómo el liderazgo educativo o pedagógico se está convirtiendo en un factor crítico de primer orden en las escuelas que progresan. Contamos con muchos estudios sobre el liderazgo o la dirección escolar, pero muy pocos que planteen la conexión crítica de ejercicio de liderazgo y mejora de la educación de su alumnado, como argumenta la literatura internacional más relevante sobre el tema (Robinson; Lloyd y Rowe, 2014). Sin embargo, como defiende Antonio Bolívar, la conexión debiera haber sido obvia: una escuela está para ofrecer la mejor educación y aprendizajes a su alumnado, y el ejercicio de la dirección escolar y los posibles liderazgos compartidos deben ser evaluados en la medida en que contribuyen a dicho fin. Liderazgo se entiende por referencia a dos ejes: tener un sentido de visión que marca la dirección a la organización y, el segundo, ejercer una influencia para mover a los participantes hacia ese fin, mediante un trabajo relacional. Marcar una meta común e influir en otros para compartirla definen primariamente el liderazgo (Louis et al., 2010).

Todo esto se inscribe en una política de mejora, donde se apuesta por movilizar localmente la capacidad interna de cambio (de las escuelas como organizaciones, de los individuos y grupos) para regenerar internamente la mejora de la educación. Nos importa qué prácticas de liderazgo crean un contexto para un mejor trabajo del profesorado y, conjuntamente, de todo el centro escolar, impactando positivamente en la mejora de los aprendizajes del alumnado. Si la política educativa no puede mandar lo que verdaderamente importa, en su lugar, hay que establecer la mejora localmente, constituyéndose la escuela, cada escuela, en el lugar clave para el éxito educativo. Pero la escuela como organización no es nada, si no está articulada como una comunidad profesional de aprendizaje, con un liderazgo múltiple del profesorado e impulsado por un liderazgo educativo o pedagógico de la dirección escolar. La mejora de los aprendizajes de los alumnos y alumnas, misión última que justifica la experiencia escolar, se hace depender de la labor conjunta de toda la escuela. En los capítulos que componen esta parte se hace una revisión de las principales líneas de investigación e innovación desde esta perspectiva, así como de los factores y procesos que lo favorecen.

En primer lugar, el capítulo 6 se dedica a establecer los principios y prácticas sobre lo que conocemos para que una dirección escolar tenga capacidad de liderazgo pedagógico. En primer lugar, “la comprensión actual del liderazgo poco tiene que ver con la habitual que lo suele identificar con un individuo que ocupa una posición formal de autoridad dentro de una organización” (p. 170). Liderazgo no se identifica con líder, sino con un conjunto de funciones organizativas en lugar de alguien que ocupa determinadas posiciones formales o administrativas. “El liderazgo educativo se puede entender como aquel que dota de un sentido a la organización escolar e influye en el comportamiento de sus miembros, teniendo como norte la mejora de la calidad, que se expresa tangiblemente en los aprendizajes de los estudiantes”, señala el autor (p. 171).

Entre esos grandes principios que han conformado la comprensión actual del liderazgo educativo está un liderazgo para el aprendizaje o centrado en el aprendizaje (learning-centered leadership). De modo paralelo se ha procedido a investigar los efectos del liderazgo (Louis et al., 2010). Un conocimiento acumulado en las últimas décadas por la investigación educativa ha permitido consensuar un conjunto de dimensiones (y prácticas) con efectos en la mejora de prácticas de los profesores y, por ende, en los logros académicos de los estudiantes (Robinson; Lloyd y Rowe, 2014). La investigación ha de estar, por eso, basada en datos y tener unos efectos transformacionales en la cultura de la escuela. Se ha hablado mucho de que para desarrollar todo su potencial ha de estar ampliamente “distribuido”. Así lo establecía la afirmación 5 del referido manifiesto (Leithwood, Harris y Hopkins, 2008). Revisando ahora dicho principio, aun reafirmándose, se extiende al desempeño del equipo, el liderazgo de redes y el bienestar de los líderes en distintos niveles (Leithwood, Harris y Hopkins, 2019). En lugar de alguien que distribuye desde una posición de centro o poder, ha surgido con fuerza el concepto de middle leaders (liderazgos medios), para referirse a un rango de otras posiciones de liderazgo que operan entre la posición de líder formal de la escuela y el conjunto del profesorado. Además, los patrones de distribución más productivos difieren de escuela a escuela, según las necesidades de la organización y sus niveles de experiencia.

Me parece relevante el apartado titulado “De los modelos a las prácticas”. En lugar de entender que hay un conjunto de modelos, como los que han desfilado en las últimas décadas (como carismático, visionario, ético, sirviente, etc.), actualmente pensamos que es más relevante y productivo centrarse en las prácticas de liderazgo. El liderazgo se ejerce en situación, por lo que en la investigación se ha producido un significativo giro de los estilos o modelos de liderazgo a prácticas de liderazgo exitosas. De ahí que el término liderazgo exitoso (successful leadership) ha alcanzado un uso generalizado. Los líderes exitosos se definen por las prácticas que realizan (no por modelos “inmateriales”) que tienen unos impactos en la mejora de la escuela. La investigación en las últimas décadas (Louis et al., 2010; Robinson, 2014) ha aportado evidencias sobre los tipos de prácticas de liderazgo que, a la postre, mejoran los procesos escolares y los resultados educativos de los alumnos. Con sensibles diferencias, asombra la amplia coincidencia en las dimensiones y repertorio de prácticas. Así, Leithwood, Harris y Hopkins (2008) establecían como afirmación 2, un conjunto de cuatro dimensiones clave de prácticas del liderazgo que tienen un impacto en el aprendizaje de los alumnos: establecer una dirección (visión, expectativas, metas del grupo); construir relaciones y desarrollar al personal; rediseñar la organización para apoyar las prácticas deseadas; gestionar los programas de enseñanza y aprendizaje. Cada una de estas dimensiones se especifica en prácticas exitosas, competencias o desempeños. Lo interesante es que, si bien estas prácticas son universales, su éxito depende de que respondan al contexto en que se desempeñan. De ahí el interés de estudios de caso, que muestren el modo variable (y exitoso) de realización.

Como es ampliamente aceptado y obvio, “los líderes escolares mejoran la enseñanza y el aprendizaje indirectamente y más poderosamente a través de su influencia en la motivación, habilidades y condiciones de trabajo del personal”, tal como recogía la afirmación 4 del manifiesto de Leithwood, Harris y Hopkins (2008). No es la dirección o equipo directivo quien está en las aulas, si la escuela mejora, lo será porque cuenta con buenos profesionales que se ven apoyados por su equipo directivo, por las familias y la comunidad. Si las escuelas están para proporcionar la mejor educación a su alumnado, para lograrlo, paralelamente, deben proporcionar oportunidades para que los docentes puedan innovar, intercambiar experiencias y aprender juntos. A su servicio se pone el ejercicio de un liderazgo pedagógico por el equipo directivo, al tiempo que los profesores no podrán hacerlo mejor si no cuentan con oportunidades para que puedan innovar, intercambiar experiencias y aprender juntos a hacerlo mejor. A esta cuestión se dedica el capítulo 7 “Liderazgo educativo y desarrollo profesional docente”. El rol del director, desde esta perspectiva actual, es liderar al profesorado de su escuela en un proceso conjunto de aprendizaje para mejorar su enseñanza.

Igualmente, en este caso (mejorar las capacidades profesionales de sus docentes), la labor es indirecta pero efectiva: contribuir a crear un contexto (tiempos, espacios, oportunidades, proyectos y experiencias compartidas) que facilite el aprendizaje profesional del profesorado de su escuela. Desde la mirada del papel del liderazgo nos importan los procesos y condiciones para configurar las escuelas como espacios de aprendizaje y desarrollo profesional de los docentes, con el propósito de mejorar el aprendizaje de los estudiantes. Dado que, como sabemos, el aprendizaje profesional se produce en el contexto de trabajo, mediante el intercambio del saber hacer con los colegas, se vincula el desarrollo profesional (incremento de “capital profesional”) con el organizativo (“capital social”), por emplear los términos popularizados por Hargreaves y Fullan (2014). La cuestión clave, por un lado, es qué prácticas de liderazgo favorecen oportunidades de aprendizaje y desarrollo profesional que posibilitan un cambio en las prácticas docentes. Se revisan al respecto, desde los enfoques y literatura más actual, cuestiones tales como: del liderazgo instructivo al liderazgo para el aprendizaje, del liderazgo individual al liderazgo compartido, liderazgo del profesorado, desarrollar el capital profesional.

Potenciar el capital profesional para el liderazgo pedagógico tiene como vía privilegiada de acción tender a hacer de su escuela, en su modo diario de funcionar, una comunidad profesional de aprendizaje. El capital social reside en las relaciones entre los docentes, basadas en la confianza, la colaboración, la responsabilidad colectiva, el apoyo entre colegas y la ayuda mutua, las redes establecidas (Hargreaves y Fullan, 2014). Estructurar la escuela de modo que facilite la capacidad de promover y mantener el aprendizaje de todos los profesionales. La gestión basada en la escuela o desarrollo del currículum por los centros escolares, en principio, posibilitan la mejora de las capacidades del personal para resolver los problemas, y crear soluciones que sean sensibles a las particulares necesidades de la escuela y el entorno. Como tales comunidades tienen estos caracteres: normas y valores compartidos, diálogo reflexivo, desprivatización de la práctica docente, poner el foco de la preocupación colectiva en el aprendizaje colectivo y el trabajo en colaboración. Configurar las escuelas como Comunidades Profesionales de Aprendizaje (Professional Learning Communities) se ha convertido en un poderoso dispositivo para el desarrollo profesional y una de las estrategias más prometedoras, junto a otras confluyentes (instructional rounds, learning walks, data teams, peer review, lesson study, etc.) para una mejora escolar sostenida.

En este contexto, se prosigue situando el desarrollo y construcción de capacidades de las escuelas (capacity building) como una tendencia internacional en las políticas educativas, dentro de los nuevos modos de gobernanza y de responsabilización, tendentes a configurar una cultura de aprendizaje en las organizaciones educativas. “Construir capacidades” es la capacidad para comprometer en (y sostener) el aprendizaje continuo de los docentes y la propia escuela con el propósito de mejorar el aprendizaje de los estudiantes. En suma, hacer de la escuela una organización para el aprendizaje. Desarrollar el potenciar el desarrollo organizacional de la escuela, lo que implica empoderar al personal, promoviendo la emergencia de liderazgos intermedios. Se trata de desarrollar el “capital profesional de los docentes, como individuos, como equipo y como profesión” (Hargreaves y Fullan, 2014:71). Además de la propia escuela, se requieren acciones paralelas de carácter local, expandir las redes de influencias y oportunidades mediante las interacciones sociales en el interior de cada escuela y entre estas y la comunidad.

Abandonando un punto de vista funcional que liga el liderazgo a la dirección escolar, la complejidad de los procesos educativos hace insostenible un liderazgo individual. En fin, el liderazgo se inscribe en una comunidad que aprende, como se titula el capítulo siguiente. El posible liderazgo de la dirección se juega en inducir un sentido “transformativo” a la acción: construir la capacidad para trabajar en torno a proyectos comunes, haciendo del centro un proyecto colectivo de acción. El liderazgo se liga a un proceso social de construir consensos en torno al proyecto educativo institucional que vertebre la acción de la escuela, por otro, poner los medios para que se lleven a cabo eficientemente. Esto supone una cultura escolar donde los docentes pueden trabajar como iguales, aprender unos de otros e intercambiar las prácticas educativas que sean eficaces. Todo ello puede florecen en un ambiente de confianza relacional que permite el respeto interpersonal, la consideración personal por otros o la apertura a los otros. En un clima de cuidado (care) y preocupación por los otros, como el liderazgo en esta vía emocional llega a ser caring leadership, como se ha destacado en los últimos años.

Un extenso capítulo se dedica a un “liderazgo para la inclusión educativa”. La educación inclusiva queremos inscribirla, en primer lugar, dentro de la agenda de demanda de una mayor equidad en educación. El papel de un liderazgo para la inclusión se dirige a construir unas escuelas más justas, en una mayor equidad en su escuela, si quiere tener efectos diferenciales en contextos de riesgo. Para eso, el liderazgo para la inclusión debe movilizar el capital social al servicio de la mejora, en una perspectiva comunitaria. Esto conlleva y exige un conjunto de estrategias paralelas de carácter local, no limitadas al medio escolar, como redes entre escuelas e incrementar la acción conjunta con la comunidad, que movilicen el capital social al servicio de la mejora. Como señala el autor (p. 272): “Por eso, un liderazgo para la inclusión se dirige, prioritariamente, a cómo articular su escuela, vinculada al contexto social, para lograr una mayor equidad del alumnado en las principales dimensiones (integración, reconocimiento y aprendizajes, entre otros). Lograr unas escuelas inclusivas no es solo una tarea escolar, dado que la reducción de las desigualdades no se limita al ámbito escolar, sino social (familia, barrio, municipio). No cabe inclusión educativa al margen de una inclusión social.

La evaluación del liderazgo pedagógico cierra, como capítulo último, el libro. La introducción de un paradigma orientado al aprendizaje, como se ha defendido a lo largo del libro, debiera significar un importante giro en la evaluación de la dirección escolar, para lo que se realiza una extensa revisión de la literatura, enfoques e instrumentos actuales disponibles. Además, la evaluación del liderazgo pedagógico se debe inscribir en el marco complejo de la evaluación de la escuela y de los efectos del liderazgo. Defendiendo su necesidad, se aboga por una evaluación multidimensional, cuyos resultados puedan contribuir a la mejora escolar. En este tema se da la paradoja de resaltar la alta incidencia del liderazgo de la dirección escolar en los resultados de aprendizaje y, en contraste, sorprende el infradesarrollo que tiene la evaluación del liderazgo pedagógico de los directivos. Si de verdad son tan relevantes, luego en el plano de la evaluación los tratamos como si fuera algo secundario. Por eso, un movimiento contemporáneo se está focalizando en la evaluación de la eficacia de la dirección.

Como se argumenta en el texto, la evaluación del liderazgo escolar no puede tener los mismos formatos que la evaluación de docentes. En su lugar, precisamos procedimientos e instrumentos que se centren exclusivamente en los aspectos del liderazgo que son críticos en la mejora de la educación y en el buen funcionamiento de las escuelas. Se revisan los instrumentos de evaluación existentes, particularmente, la Escala de estimación del liderazgo educacional del director de Hallinger, muy utilizada en las tres últimas décadas. Otros instrumentos, que estamos empleando en nuestro equipo de investigación, ha sido el cuestionario “Vanderbilt Assessment of Leadership in Education (VAL-ED), que nuestro equipo ha adaptado y validado. Igualmente, dado que el liderazgo se ejerce en contexto, dentro del Proyecto Internacional de Dirección Escolar Exitosa (ISSPP), los estudios de caso en escuelas que han conseguido un considerable progreso o éxito educativo pueden contribuir a documentar dichas actuaciones de éxito.

Mientras tanto, la dirección de los establecimientos escolares en España, como en otros países sudamericanos, continúa con escasas posibilidades de ejercicio de liderazgo pedagógico, limitándose en la mayoría de los casos a la gestión, dentro de las estructuras organizativas vigentes. La evaluación del liderazgo pedagógico de la dirección escolar debiera, “por un lado, evidenciar en qué grado está garantizando que todo alumno está recibiendo la educación que desarrolla el máximo de sus posibilidades. Por otro, contribuir a la mejora del ejercicio de la dirección y potenciar construir capacidades de la escuela”, como señala el autor (p. 322).

Una valoración final

En fin, estimo, una extensa revisión del lugar que la escuela, como unidad básica de cambio, ha de ocupar en las políticas actuales de mejora y, dentro de ella, como articulación conjunta de acción el liderazgo pedagógico (supervisar y orientar la enseñanza, coordinación del currículum, seguimiento del alumnado). A esto se añade la voluntad explícita de una reflexión contextualizada sobre el terreno, teniendo presente la historia heredada y cultura presente de nuestras escuelas, para divisar horizontes de salida realistas. Los equipos directivos tienen que liderar la dinámica educativa de la escuela, por lo que inevitablemente tendrán que entrar en la mejora de la enseñanza y del aprendizaje que ofrece la escuela. Sin duda es un punto conflictivo, pero en las experiencias y literatura internacional cada vez más claro: si los profesores son clave de la mejora, los directores han de crear el clima adecuado para que los docentes sean mejores. No obstante, preciso es reconocerlo, tenemos un conjunto de retos pendientes para poder acercarnos a la referida forma de trabajo.

En este contexto, el liderazgo pedagógico o instruccional de los países anglosajones puede ser de suma utilidad para potenciar dicha mejora, como muestran la literatura y experiencias que se revisan en el libro que reseñamos. Comparto igualmente, como resalta el autor a lo largo del texto, que no basta recoger buenas propuestas de otros contextos, pasar de organización burocrática a otra para promover el aprendizaje, es necesario rediseñar contextos y modos de funcionar de manera que posibiliten la interacción, el compromiso y el aprendizaje mutuo entre todos. En fin, cambiar la cultura profesional exige alterar los papeles y relaciones entre los patrones existentes, rediseñando los espacios de trabajo, la formación de profesores, las estructuras organizativas y formas de pensar y desarrollar la enseñanza. Y esto, es un proceso más largo, lento y costoso. No ser conscientes de estos límites, y cambios paralelos, hace que el discurso pedagógico quede retórico, lo que no es el caso. Ser conscientes de las limitaciones estructurales para cambiar la cultura escolar no significa renunciar a dimensiones transformacionales: con nuevas orientaciones legislativas, discurso público y buenas prácticas es posible estar en camino de alterarla. Construir una visión colectiva y situar los objetivos prácticos, creación de culturas de colaboración, altas expectativas de niveles de consecución y proveer apoyo psicológico y material al personal, son otras tantas dimensiones de estas funciones transformacionales. Una respuesta adecuada y actual para promover el éxito educativo requiere una organización acorde. Para que las nuevas propuestas de liderazgo pedagógico no sean embebidas en las estructuras existentes, es preciso -paralelamente- intervenir en la organización escolar. Como señala el autor:

Acoplar las demandas y necesidades de todos los estudiantes exige cambios en los modos como tenemos organizada los centros escolares. La organización escolar heredada -ya convertida en forma naturalizada- no sirve para dar una respuesta adecuada. Otra concepción o “gramática” de los espacios escolares, de sus tiempos y ritmos es indispensable para atender a alumnos individual y culturalmente diversos, promoviendo el éxito educativo (p. 196).

Dado que esto no puede, de nuevo, ser generalizado burocráticamente y de modo homogéneo para todos, se precisa autonomía para tomar decisiones diferenciales propias en cada escuela y ésta debe ser articulada por un proyecto colectivo de acción liderado por el equipo directivo. La autonomía, paralelamente, exige dar cuenta responsablemente de los resultados conseguidos (Secretaría de Educación Pública, 2018), como se plantea en este texto de la Reforma Educativa mexicana, en el que ha colaborado el profesor Bolívar. Difícil y complicado, pero el único modo de salida creemos, como se defiende y argumenta a lo largo del libro. Cuando ya se espera poco de las reformas externas, ni tampoco podemos confiar en exceso del compromiso individual de todos los docentes, solo cabe situar la mejora en cada escuela, cohesionada por un liderazgo. Una nueva cultura de centro precisa su articulación por el liderazgo de los equipos directivos. Esta es la cuestión que, en sus múltiples dimensiones y variables, plantea el libro.

Referencias

Bolívar, Antonio (2012). Políticas actuales de mejora y liderazgo educativo, Archidona (Málaga): Ediciones Aljibe. [ Links ]

Hargreaves, Andy y Fullan, Michael (2014). Capital profesional. Transformar la enseñanza en cada escuela, Madrid: Edic. Morata. [ Links ]

Louis, Karen S.; Leithwood, Keneth; Wahlstrom, Kyla y Anderson, Stephen (2010). Learning From Leadership: Investigating the Links to Improved Student Learning, Ontario: Institute for Studies in Education; and the Wallace Foundation. Disponible en: https://www.wallacefoundation.orgLinks ]

Leithwood, Keneth; Harris, Alma y Hopkins, David (2008). “Seven strong claims about successful school leadership”, School Leadership and Management, vol. 28, núm. 1, pp. 27-42. [ Links ]

Leithwood, Keneth; Harris, Aalma y Hopkins, David (2019). “Seven strong claims about successful school leadership revisited”, School Leadership and Management , publicado en línea 9 de abril de 2019. DOI: 10.1080/13632434.2019.1596077 [ Links ]

Robinson, V.; Lloyd, C. y Rowe, K. (2014). “El impacto del liderazgo en los resultados de los estudiantes: Un análisis de los efectos diferenciales de los tipos de liderazgo”, reice. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, vol. 12, núm. 4e, pp. 13-40. [ Links ]

Secretaría de la Educación Pública (2018). Autonomía curricular. Retos, posibilidades y experiencias, Ciudad de México: Dirección General de Desarrollo Curricular-Secretaría de Educación Pública. [ Links ]

Recibido: 12 de Agosto de 2019; Aprobado: 19 de Agosto de 2019

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