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Convergencia

versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435

Convergencia vol.17 no.54 Toluca sep./dic. 2010

 

Artículos científicos

 

Islam y terror

 

Antonio José Romero Ramírez* y Mª del Mar Durán Rodríguez**

 

*Universidad de Granada, España/aromeror@ugr.es

**Universidad de Santiago de Compostela, España/mar.duran@usc.es

 

Recepción: 17 de noviembre de 2009.
Aprobación: 26 de abril de 2010.

 

Abstract:

Islamic fundamentalist terrorism is not a monolithic phenomenon, as its protagonists have been multiple and varied actors. In spite of its diversity, the roots of this phenomenon can be found in a series of psychosocial factors and in the dominant ideological and religious superstructure in these cultures. It is necessary to analyze this entire series of variables, then, in order to interpret the role and the effectiveness of islamic fundamentalist terrorism in the world today.

Key words: terrorism, islamism, fundamentalism, arab-muslim.

 

Resumen:

El terrorismo fundamentalista islámico no es un fenómeno monolítico, ya que ha estado protagonizado por múltiples y variados actores. A pesar de su diversidad, este fenómeno hunde sus raíces en una serie de factores de carácter psicosocial y en la superestructura ideológica y religiosa predominante en dichas culturas. El análisis de esta serie de variables es indispensable para poder interpretar el papel y la eficacia del terrorismo fundamentalista islámico en el mundo actual.

Palabras clave: terrorismo, islamismo, integrismo, árabe-musulmán.

 

Introducción

Desde las postrimerías del siglo pasado, el mundo no sólo viene experimentando drásticos cambios sociales, económicos, políticos y culturales, sino que también viene sufriendo unos niveles de terror hasta entonces inusitados. La caída oficial del comunismo y la emergencia de una realidad económica globalizada parecían brindar la oportunidad de establecer una nueva dinámica de las relaciones internacionales, que contribuyese a disipar, o al menos a aminorar, las diferencias abismales existentes en el reparto de las riquezas entre unas zonas y otras del planeta, así como a propagar la idea de la democracia y a universalizar el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, la bipolaridad de antaño ha dado paso a un mundo unipolar, en el que predomina, absolutamente, en el ámbito económico, político y militar la gran superpotencia vencedora de la etapa de Guerra Fría, los Estados Unidos. En este sentido, ese gran poderío norteamericano no va a ser contrarrestado por ningún otro poder global, ya que, entre otros organismos internacionales, la ONU viene mostrándose anacrónica, endeble e inoperante en este "nuevo" orden mundial. El desorden y el caos generados por la globalización (Taibo, 2003) y la decidida política imperialista puesta en práctica por los sucesivos gobiernos norteamericanos, que ha culminado, incluso, con la invasión de un Estado soberano, como era Irak (Martín, 2003; Ramonet, 2005), han ahondado las diferencias seculares existentes entre el primer y el tercer mundo, y han provocado, sobre todo, el uso habitual de uno de los métodos de protesta más dantescos y extremadamente violentos que existen, el terrorismo. Es así como la reciente ola de terror expandida, fundamentalmente, desde el mundo árabe-musulmán hacia Occidente hunde sus raíces en una serie de factores de carácter psicosocial, en la propia trayectoria histórica de estos países, en la estructura política, social y económica de estas sociedades (Romero, 2007) y, en definitiva, en la superestructura ideológica y religiosa predominante en dichas culturas. El análisis de toda esta serie de variables es indispensable para poder interpretar el papel y la eficacia del terrorismo fundamentalista islámico en el mundo actual. Pero por razones de espacio en este trabajo sólo vamos a considerar el concepto y las características generales de las organizaciones terroristas, los factores psicosociales, y las causas ideológicas y religiosas que se encuentran en la base de este fenómeno; finalizando nuestra exposición con una serie de conclusiones.

 

Concepto y características generales de las organizaciones terroristas

La palabra terrorismo tiene claras connotaciones peyorativas. De ahí que quienes lo practican, en general, no se autodenominen terroristas como tales, sino guerrilleros, luchadores, libertadores o insurgentes. Por razones políticas tampoco existe una definición universalmente aceptada del concepto de terrorismo, y ello va a dificultar en gran medida su análisis e interpretación. Es más, el adjetivo terrorista suele ser utilizado interesada y profusamente por los poderes de turno para descalificar a los movimientos de oposición o de simple disidencia. Éste sería el caso de los nacientes movimientos hostiles a la globalización neoliberal. En cambio, se es mucho más cicatero a la hora de denunciar los genuinos terrorismos de Estado e, incluso, últimamente, al socaire de la globalización y del renovado espíritu imperialista, prosperan listas negras de países ("rogue states", "eje del mal") condenados por instigar al terrorismo, aunque, verdaderamente, en la mayoría de estos casos su único pecado haya sido cometer la osadía de no rendir vasallaje al poder norteamericano. No obstante, podría afirmarse que entre los antecedentes del terrorismo se encuentran algunas de las actividades realizadas por los zelotes sicarios de la Judea romana, los asesinos ismaelitas de la Edad Media, o los thugs de la India colonial. Pero no es hasta la Revolución Francesa de 1789 cuando, durante el periodo jacobino, surge el concepto moderno de terrorismo. Desde entonces, el terror o el empleo de la violencia en un sentido intimidatorio ha sido utilizado por muchos gobiernos y por muchas otras organizaciones que compiten y disputan a los Estados el uso de la violencia.

Todos los Estados han sido terroristas, pero lo han sido más intensamente en su nacimiento y ante la inminencia de su desintegración (O'Sullivan, 1987). Existe, no obstante, una gran variedad y multiplicidad de razones por las cuales una infinidad de actores no estatales decidieron emprender la vía terrorista. Entre éstas podríamos destacar la existencia o la percepción de graves injusticias, la represión brutal sufrida, la ausencia de canales institucionales alternativos para satisfacer las demandas políticas, una cultura extendida de aceptación del empleo de la violencia, la presencia de ideologías radicales de carácter étnico excluyente, religioso o político, el talante extremista de determinados individuos, la facilidad para conseguir armas, un entorno social favorable y la percepción de la imposibilidad de movilizar a la población (Jordán, 2004). El terrorismo también suele aparecer cuando se confía en las posibilidades de un cambio radical —al percibir la situación como ilegítima e inestable—, tras el fracaso de otros métodos, al tratarse de un conflicto asimétrico entre el todopoderoso Estado y un reducido número de insurgentes, o dada la urgencia de la situación. En este último caso, el terrorismo sería un atajo hacia la revolución (Crenshaw, 1994).

Una acción terrorista suele provocar, por otro lado, el daño físico de las personas y de los objetos hacia los que se dirige la violencia. Aunque su alcance destructivo pueda resultar muy limitado, si se le compara, por ejemplo, con una acción bélica convencional, su impacto psíquico sobre la población es extraordinario. Los grupos u organizaciones que practican este tipo de violencia tratan así, conscientemente, de provocar en la población reacciones emocionales de ansiedad, incertidumbre, indefensión o amedrentamiento, con el ánimo de condicionar sus actitudes y dirigir sus conductas en una dirección determinada. Esa mayor o excesiva relevancia de los efectos psíquicos sobre los daños físicos propia del terrorismo se consigue (De la Corte et al., 2007; Reinares, 1993; Romero, 1997, 2006a, 2006b, 2008) actuando de forma sistemática, llevando a cabo acciones espectaculares, sorprendentes e imprevisibles —tanto para las autoridades gubernamentales como para la mayoría de la población—, y escogiendo como blancos o víctimas de sus atentados a personas con una relevancia simbólica o especialmente vulnerables. Es así como la organización terrorista transmite su mensaje a la sociedad, y fortalecerá o debilitará, según se trate, la lealtad y aquiescencia hacia las posturas que defiende. A diferencia de la delincuencia común, el terrorismo busca deliberadamente la publicidad de sus acciones, reforzando de este modo dichas funciones complementarias de comunicación y control social.

Con independencia del contexto donde operan, desde hace ya algunas décadas, sobre todo, las organizaciones terroristas ejercen la violencia de forma indiscriminada, ya que las víctimas de sus atentados suelen ser blancos de oportunidad, es decir, personas que, por su vulnerabilidad y relativa indefensión, son más fáciles de escoger como víctimas que los supuestos destinatarios últimos de la violencia. En este sentido, el hecho de que en países como España (De la Corte y Jordán, 2007; Jordán, 2005; Reinares y Elorza, 2004) el terrorismo no genere apenas víctimas entre las altas personalidades del Estado, y sí lo haga entre quienes ocupan escalafones inferiores en la jerarquía estatal o entre la propia población civil, se debe, en gran medida, a las estrechas medidas personales de vigilancia y seguridad de las que disfrutan los primeros; mientras que, por el contrario, los otros resultarían blancos fáciles, al encontrarse desprotegidos. En el moderno y democrático mundo occidental, además, el poder descansa en lo que Weber (1969) denominaba la "lógica de la dominación racional", es decir, la autoridad ya no es patrimonio exclusivo de las personas, sino que será funcional. Para desestabilizar el orden político ya no bastaría con eliminar físicamente a quienes detentan el poder, puesto que serían sustituidos por otros. El magnicidio o el tiranicidio no resultarían así rentables, sino una estrategia obstinada, difusa e indiscriminada, que provoque una sensación generalizada de caos o desconcierto.

Weinberg y Eubank (1991) plantean, sin embargo, una, al menos, controvertida teoría, según la cual la lógica seguida por las organizaciones terroristas va a depender del contexto cultural donde se ha desarrollado dicho fenómeno. Así, en las culturas individualistas, es decir, en el mundo occidental, las organizaciones terroristas operan de manera selectiva, procurando asesinar a menos personas de las que podrían, dada su capacidad operativa. De este modo, se evitan las masacres indiscriminadas, ya que ello podría resultar contraproducente para sus objetivos, al provocar la repulsa moral y, en consecuencia, el rechazo del sector de la población que pretenden acaudillar. En las culturas colectivistas, sin embargo, el terrorismo, sobre todo el de carácter religioso (De la Corte y Jordán, 2007; Jordán, 2005; Reinares y Elorza, 2004), sigue una lógica distinta. La violencia se ha convertido en un acto sacramental o responde a una obligación divina. El terrorismo adquirirá una dimensión transcendental, y sus protagonistas no se sentirán limitados en sus actuaciones política, moral o tácticamente. Como se verá más adelante, la lectura parcial e interesada de la religión proporcionará apoyo al uso de una violencia masiva e indiscriminada contra algún enemigo considerado profano o satánico. El terrorista religioso sólo deberá tener así como referente a su propia comunidad de creyentes, con los que comparte una misma visión del mundo, el cual oscilaría entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas (Hoffman, 1989). No es de extrañar, por lo tanto, que la laxa conciencia moral de quienes no ponen freno alguno a la hora de matar por su causa suela obtener entre sus potenciales víctimas tan sólo repulsa moral y nunca simpatía filorrevolucionaria.

La violencia indiscriminada ejercida por las organizaciones terroristas pertenecientes a contextos culturales colectivistas se explica, además, por el tipo de valores sociales imperantes y por los procesos de categorización social que rigen las relaciones entre los individuos y los grupos en este tipo de sociedades. De este modo, las personas no son percibidas como individuos concretos, sino en función de su pertenencia a algún grupo estigmatizado de la población. El individuo asumirá así la responsabilidad de las acciones de todos los miembros de su grupo, y éste ha de corresponder con la misma responsabilidad respecto a las actuaciones de cada uno de sus integrantes. De ahí que cualquier acto injusto cometido por un individuo particular provoque una respuesta dirigida a cualquiera o a todos los miembros del grupo considerado causante del daño. En este sentido, al no tratar de dirimir la responsabilidad directa en los motivos de litigio entre la población civil y sus representantes, el islamismo radical prefirió hacer el blanco de sus atentados a la propia población civil los días 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, 11 de marzo de 2004 en Madrid y 7 de julio de 2005 en Londres, como también viene siendo habitual en territorio israelí o en el Irak ocupado por las tropas norteamericanas.

De cualquier manera, y con independencia del grado de discriminación aplicado por las organizaciones terroristas a la hora de seleccionar a sus víctimas, parece ser que con el paso del tiempo sus acciones son cada vez más sanguinarias. Ello sería así por varias razones (Reinares, 1993). Ante todo, para tratar de mantener o intensificar el impacto de los atentados sobre la opinión pública. En este sentido, los grupos terroristas han de realizar acciones cada vez más espectaculares para garantizarse la atención de los medios de comunicación, ya que, de otro modo, acabarían por convertirse en actos rutinarios, dejando de interesar al público y, en consecuencia, a los medios de comunicación. Muestra de ello fue el célebre y aparatoso atentado llevado a cabo por Al-Qaeda en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, diseñado para impactar a una opinión pública mundial. Las acciones terroristas son también más sangrientas a medida que aumenta la antigüedad de las organizaciones practicantes, dado que, con el transcurso del tiempo, los protagonistas se harían más insensibles al dolor y sufrimiento ajenos. La moderna tecnología jugará, por último, un gran papel en la capacidad mortífera de las acciones terroristas.

Como se viene indicando, la relativa eficacia del terrorismo va a derivar, en gran medida, de la publicidad que genera, el mensaje que con ella logra transmitir, y los estados mentales que provoca tanto en las élites como en el resto de la población; unas reacciones psíquicas más o menos generalizadas y capaces de alterar el funcionamiento normal de las instituciones. Por ello, el Estado, las organizaciones terroristas, los medios de comunicación y la opinión pública constituyen el complejo ámbito de lo que Bigo y Hermant (1984) han denominado la "relación terrorista".

En definitiva, dado que la violencia siempre sería legítima para alguien (Murillo y Beltrán, 1990), una definición técnica del terrorismo evitaría incurrir en juicios de carácter ético, normativo o ideológico, que, además de entorpecer una adecuada identificación del fenómeno, obligarían a posicionarse en torno a él. La naturaleza de una acción terrorista quedaría así establecida de manera inequívoca al margen del apoyo popular suscitado. En este sentido, el terrorismo vendría practicado por un tipo especial de organización política, caracterizada por su naturaleza clandestina y un tamaño relativamente reducido, cuyo principal objetivo es afectar a la distribución del poder en una sociedad determinada, recurriendo, para ello, de forma prioritaria, al uso de la violencia (Reinares, 1993).

 

Factores psicosociales

Al contrario de lo que dictamina la teoría psicológica o antropológica del desenfreno instintivo (Gilbert, 1994), que tiende a concebir al terrorista como un fanático,1 un salvaje o un psicópata incapaz de controlar sus impulsos primarios de destrucción, hay quien cree que "los terroristas son gentes normales [expuestas] a una situación anormal" (Bordes, 2000: 42). Desde esta otra visión, acorde con los postulados de la teoría tradicional de la guerra justa (Gilbert, 1994), la mente del terrorista, lejos de responder a la lógica de un pensamiento irracional, exhibe una racionalidad peculiar en el desesperado uso de la violencia, ya que se regiría por un conjunto de reglas de conducta, tales como: la selectividad del blanco en las operaciones punitivas, los principios de proporcionalidad en la respuesta y la discriminación en los efectos del daño a causar. La organización terrorista tendría ante sí, además, una serie de alternativas, definidas por la situación, los objetivos y los recursos a su disposición. La violencia sería así producto de una elección estratégica, tras considerar el equilibrio de poder entre las autoridades y la insurgencia, dado el grado de apoyo popular que pueda movilizar la resistencia (Crenshaw, 1994; Jordán, 2004).

De cualquier manera, ciertas variables de personalidad y contextuales podrían propiciar el ingreso de un individuo en el entramado terrorista. Así, aunque no existe un perfil exclusivo del terrorista fundamentalista islámico, éste suele ser joven y varón, y sentirse desarraigado, ya pertenezca a los sectores sociales más humildes y desprotegidos de la población o a las clases medias urbanas. Si bien es cierto que el desarrollo y promoción de este tipo de terrorismo han sido debidos, en gran medida, a la intervención de agitadores provenientes de los sectores más acomodados de la sociedad árabe. Sin ir más lejos, Bin Laden procede de la clase alta saudí, y su lugarteniente y fundador, a su vez, de la Yihad Islámica de Egipto, Ayman Zawahiri, nació en el seno de una familia de médicos y diplomáticos de ese país.

La conversión al terrorismo vendría facilitada, además, por el contacto temprano con la ideología terrorista y la firme asunción de una serie de creencias sustentadoras de la misma, tales como: la convicción de la injusta situación de opresión vivida por su pueblo y del deber de luchar por la restauración de un orden justo. Ello, unido al estado de desesperación, a los deseos de venganza por causas generales o, más bien, personales (experiencias de cárcel, tortura y represión sufridas por familiares, amigos o en primera persona), al odio profundo al enemigo, o a la intensa frustración vivida, que hará improbable optar por otras vías para satisfacer sus aspiraciones distintas de la violencia, explicarían, en gran medida, la implicación de un gran número de individuos en la causa terrorista.

La filiación terrorista puede proporcionar, asimismo, respaldo social, sentido vital (al compensar el vacío de espíritu experimentado), y una identidad social o colectiva, basada, fundamentalmente, en el orgullo de formar parte de la yihad, o la guerra santa como única manera de realzar el poder y la gloria del Islam; "[...] la identidad se refuerza con la carga de un ideal exaltado" (Jordán, 2004: 91). Además, algunos movimientos islamistas, que sirven de entrada al terrorismo, suelen reclutar a sus seguidores a través de métodos sectarios: creando amistad, haciendo regalos, ganándose la confianza del individuo, concediéndole prestigio dentro de una subcultura y sentido de pertenencia a un grupo.

La psicología del terrorista estaría condicionada por la del grupo al cual pertenece. La decisión de entrar a formar parte de un grupo ilegal y clandestino, lo que se denomina der sprung (el salto), es un paso clave. Desde su ingreso, el grupo será la única fuente de información y seguridad (Post, 1994). En su seno, los terroristas construirán un universo a partir de una retórica sin matices, en términos de "nosotros contra ellos", es decir, entre los revolucionarios justamente coléricos y los colonizadores, dictadores, apóstatas e infieles o cómplices de la represión. Un lenguaje apocalíptico y el empleo de calificativos radicales sin paliativos van a caracterizar también el discurso terrorista y su contrario; para los Estados o quienes sufren la violencia, el terrorismo es el Demonio, el mal absoluto, pérfido, inmisericorde y despiadado; en tanto que para los terroristas el Estado, o la realidad opresora, serían el monstruo legalizado (Bordes, 2000). El grupo suele procurar que sus integrantes rompan los lazos con la familia y las amistades anteriores, castiga con el silencio a quienes se muestren débiles e, incluso, podría llegar a ejecutar a quien intente abandonarlo. La cerrazón característica de la vida interna del grupo favorecerá el control social de sus miembros, les liberará de sentimientos de culpa y les inducirá a despreciar profundamente al enemigo. La continuidad de los atentados resultará, además, vital para mantener o fortalecer la cohesión o unidad interna. De este modo, "[...] el terrorismo se acaba convirtiendo en un fenómeno que se alimenta a sí mismo" (Jordán, 2004: 97).

Una variante especialmente dramática y espeluznante de este tipo de terrorismo es el de carácter suicida. Si bien es cierto que los atentados suicidas2 no son exclusivos del fundamentalismo islámico, se encuentran muy relacionados con él. Las operaciones suicidas difieren de otro tipo de acciones terroristas en que la propia muerte del ejecutor garantiza el cumplimiento de los objetivos previamente establecidos. Son la "bomba ideal", dotada de una inusitada capacidad para acertar en el blanco, y sin el inconveniente de tener que preparar la retirada o la huida del lugar de los hechos una vez consumado el atentado, lo cual facilita en gran medida la puesta en práctica de acciones extremadamente crueles, letales e indiscriminadas. Su carácter sorprendente e imprevisible, y la espectacularidad de las acciones provocadas, suelen suscitar entre sus potenciales víctimas un estado de terror generalizado. Ante la perspectiva de la tortura o del encarcelamiento indefinido, el terrorista no confesional puede optar por el suicidio como un ejercicio de libertad o como un método de propaganda ejemplar, aunque también podría hacerlo por el sentido del deber, la solidaridad con el grupo y la abnegación por una idea suprema (Jordán, 2004). Sin embargo, para los islamistas, sus acciones adquieren un sentido transcendente, tras albergar la esperanza de ser recompensados después de la muerte. Aunque el credo islámico condena el suicidio, ensalza, no obstante, la figura del shahid, el mártir guerrero orgulloso de dar su vida por Alá (istishhad) y la yihad, lo que le proporcionaría, por otro lado, un acceso privilegiado al paraíso.

Quienes acceden a su autoinmolación en este tipo de acciones no suelen ser trastornados o enfermos mentales, sino personas "normales". Un individuo enfermo difícilmente podría mantener una vida tan complicada y llena de tensiones, y podría acabar convirtiéndose en un peligro para el propio grupo.

Concretamente, los suicidas de Hamas (Resistencia Islámica) suelen destacar por su fervor religioso y su odio apasionado a Israel. Semanas antes de llevar a cabo el atentado, serán sometidos a un intenso plan de adoctrinamiento, oración y ayuno, se les observará con el fin de atisbar indicios de abandono, y, cuando esté próxima la sagrada explosión, se les grabará un video testamento, que ellos mismos verán varias veces. Esta grabación constituirá ya un punto sin retorno.

Este tipo de acciones suicidas cuenta también con una gran aprobación social por parte de la población palestina, ya que 40% de ésta y 70% de los seguidores de Hamas justifica los atentados. No obstante, "[...] los atentados suicidas constituyen antes una sopesada estrategia terrorista de bajo costo que un imperativo de la guerra santa" (Reinares, 2003: 110); es decir, se trata de un instrumento muy efectivo para infligir daño con un mínimo de pérdidas, más aún cuando se trata de un conflicto armado asimétrico. Cada atentado cuesta unos 150 dólares, y las familias de los mártires suelen recibir entre 12,000 y 15,000 dólares en concepto de ayudas. En definitiva, dado su grado de eficacia, la multiplicidad de posibilidades operativas que ofrece, y su mayor impacto psicológico y mediático, es de prever la vigencia del terrorismo suicida durante largo tiempo.

 

Causas ideológicas y religiosas

Desde hace ya algunas décadas, el mundo árabe-musulmán viene experimentando un verdadero despertar de lo religioso. Ello no sólo responde al deseo y la necesidad irrefrenable de mantener unas referencias identitarias propias en un mundo cada vez más globalizado y tiranizado por la lógica uniformizadora del capitalismo, sino también a la grave crisis global que, como venimos indicando, afecta prácticamente a la totalidad de los países árabe-musulmanes, expresada, fundamentalmente, por el fracaso del nacionalismo árabe, el descrédito o la falta de alternativas de utopías laicas transformadoras de la realidad, el desorden y el caos social creciente y generalizado provocados en este espacio geopolítico por el neoliberalismo, y, en definitiva, por la desconfianza, y el rechazo integral consiguiente, hacia el sistema político, social y económico vigente en estas sociedades.

En este despertar religioso se confrontan dos orientaciones (Naïr, 1996: 98-101): la de un Islam "moderno" y oficial, cuyos líderes religiosos van a depender del Estado, y la del islamismo político y radical. El Islam oficial, por su parte, comparte con los poderes autoritarios el mismo descrédito, ya que éstos se habrían servido de aquél para legitimar unos sistemas sociales profundamente desigualitarios y el ejercicio sistemático de la corrupción. El islamismo, por su parte, reacciona ante los retos y desajustes provocados por la modernización mediante un conservadurismo extremo, encarnando en realidad un miedo paroxístico al futuro. De ahí su resentimiento ante el presente, su nostalgia de un pasado idealizado, su sueño de retorno a una época míticamente pura —la de los cuatro primeros califas del Islam—, y su acuciante necesidad de dogma y fusión comunitaria.

Estas dos versiones del Islam difieren, sobre todo, en lo que concierne a la relación entre la religión y el Estado. El Islam oficial no admite la separación entre ambas realidades, pero acepta una adaptación del derecho religioso al mundo moderno; en tanto que el integrismo3 pretende someter este mundo a una concepción totalitaria del derecho religioso, llamado sharía o ley divina. Ello le aferrará, firmemente, a la tradición, le opondrá a toda idea de evolución o cambio, y le hará extremadamente hostil e, incluso, violento con todo pluralismo. Para el islamismo, "[...] el Islam es adoración y gobierno, religión y Estado" (Al-Banna, citado por Jordán, 2004: 201). El integrismo acabará convirtiéndose así en fundamentalismo, y tratará de "[...] expandir el islamismo mediante la espada" (Reinares, 2003: 92). Los ideólogos y militantes del terrorismo islamista recurren al concepto de yihad para justificar religiosamente su violencia, es decir, entienden la yihad como la defensa legítima de las personas y de la religión, y, en su caso, como un método de lucha para extender el Islam. El Corán contiene pasajes en los que, sin utilizar el término yihad, se habla explícitamente de combatir a los infieles y a los apóstatas. No obstante, la palabra yihad procede de la raíz árabe que significa esforzarse, y se refiere, sobre todo, al esfuerzo cotidiano que ha de hacer todo musulmán para cumplir correctamente con los principios de su fe. Otra acepción del término implica, asimismo, el compromiso de los musulmanes en contra de las fuerzas externas que amenacen a la comunidad y al mundo musulmán. Se trataría, por lo tanto, de un concepto con un sentido, primordialmente, defensivo y no ofensivo, de ahí que "[...] la vulgarizada traducción de 'guerra santa' sea incorrecta y responda a una traslación errónea del concepto de 'cruzada'. La yihad puede expresarse a través de múltiples modos de acción, muchos de ellos no violentos, como la oposición política, la resistencia civil o el boicot económico" (Martín, 2003: 49).

Las bases doctrinales del terrorismo islamista actual derivan, sobre todo, de dos corrientes islámicas: el wahabismo y el salafismo (De la Corte y Jordán, 2007). A finales del siglo XVIII, siendo ya evidente la decadencia del imperio otomano, Ibn Abd al-Wahhab preconizaba que la debilidad de los musulmanes y su crisis de confianza se debían a la contaminación de la fe. Después, la secta de los wahabíes contribuyó, decisivamente, a la ascensión al poder de la casa de Saud en Arabia Saudí. Por ello, siguiendo los dictados de esta corriente islámica, los escolares de este país son, formalmente, adoctrinados en el odio hacia los infieles y en la lealtad y unidad de todos los musulmanes. El wahabismo induce, incluso, a la eliminación física tanto de los adversarios impíos, que se opongan a la comunidad de los creyentes (umma), como de los musulmanes apóstatas. Autoridades y magnates saudíes han contribuido con sus enormes fortunas a financiar por doquier a asociaciones islámicas radicales y a difundir el wahabismo a escala global. Ello lo hacen, impúdicamente, con el propósito de que los islamistas no se vuelvan en contra de un régimen tildado, por lo demás, de tiránico y corrupto, y sin el menor escrúpulo a la hora de trasladar fuera de las fronteras de su país el escenario de la violencia acarreada por dicha corriente islamista. Fue así como centenares de madrasas o escuelas coránicas, financiadas por Arabia Saudí y otros Estados del Golfo Pérsico, propagaron la cultura de la yihad en Pakistán entre varias generaciones de jóvenes, que acabarían en su mayoría por formar parte del movimiento talibán o en los campos de entrenamiento de Al-Qaeda en Afganistán.

A finales del siglo XIX y principios del XX surge, por otro lado, el salafismo, con la pretensión de hacer compatible la modernidad con el respeto a los valores tradicionales y puros del Islam; siendo imprescindible para ello volver a los orígenes de la religión, que la liberasen de las desviaciones sufridas a lo largo de la Historia. Los salafíes denunciaron, asimismo, la decadencia moral y el abandono de la práctica religiosa en las sociedades musulmanas de su época, reclamaron la reinstauración del califato y el desarrollo de una doctrina social islámica. Sin embargo, la injerencia colonial europea en la creación de las estructuras políticas y jurídicas de las sociedades musulmanas, y la división en Estados nacionales de la comunidad de creyentes, acabaron convirtiéndose en un obstáculo insoslayable para el proyecto político y doctrinal salafí.

A la influencia de la corriente salafí en el desarrollo teórico del pensamiento político islámico le sucederán las aportaciones realizadas por los intelectuales islamistas. Entre éstos destacan Al-Banna y Mawdudi. Ambos coinciden en la necesidad de establecer el Estado islámico como garante de la religión y la justicia social, dada la ostensible perversión de estos ideales promovida por el nacionalismo árabe, la secularización, y las formas de gobierno autoritarias y patrimoniales impuestas por las élites políticas de la independencia. Fruto de la influencia ejercida por estos intelectuales en el mundo árabe es la creación en 1928 de la primera organización islámica contemporánea, los Hermanos Musulmanes (Burgat, 1996). Aunque surgió en Egipto, en la actualidad está presente en cerca de 70 países. En consonancia con la tradición islámica señalada antes, su objetivo primordial es islamizar la sociedad y el Estado, pero ello trataría de hacerlo, generalmente, de forma pacífica y progresiva; es decir, pretende promover el cambio desde abajo, convirtiendo primero a la sociedad y después al Estado, al poner en marcha actividades religiosas, culturales y asistenciales dirigidas a la clase media y, sobre todo, a los más desfavorecidos, o al buscar la presencia activa en sindicatos, colegios profesionales, otras asociaciones, partidos políticos y demás. Los Hermanos Musulmanes comparten así con los grupos terroristas islamistas los objetivos finales, pero, a diferencia de éstos, su lucha suele ser pacífica en la mayoría de los lugares donde están presentes. Si bien es cierto que su gran actividad social e intelectual y, en definitiva, su proselitismo facilitan, a su vez, las tareas de reclutamiento y propaganda de los yihadistas. Al-Qaeda considera, incluso, la violencia como la respuesta más eficaz al fracaso político y social de las estrategias pacíficas de los Hermanos Musulmanes.

Sayid Qutb, Shukri Mustafa, Abd al-Salam Faraj, Abdullah Azzam, Abu Qatada y Osama Bin Laden son, por último, algunos de los principales ideólogos del yihadismo terrorista (Ayubi, 1996; Carre, 1984; Jordán, 2004: 53-68; Meddeb, 2003; Sivan, 1997). La lectura que hacen de la doctrina islámica es muy simple, pero cuentan con la virtud de haber sabido crear toda una amalgama entre política y religión, traduciendo a un lenguaje revolucionario y antisistema los sentimientos de frustración y rebeldía vividos por amplios sectores del mundo árabe-musulmán ante las injusticias seculares sufridas. El máximo exponente de esta protesta es Al-Qaeda, a la cual "[...] se tiende a 'sobreislamizar' [...] y a minusvalorar su dimensión global, antiimperialista y tercermundista. La lógica del movimiento será, sin duda, la de encarnar no tanto la defensa del islam como la vanguardia de los movimientos de contestación del orden establecido y de la superpotencia norteamericana" (Roy, citado por Ramonet, 2005: 104).

 

Conclusiones

El final de la etapa de Guerra Fría y el "nuevo" orden mundial originado tras la misma deberían haber contribuido a unos niveles de paz y bienestar universales. Sin embargo, la política neoimperialista norteamericana, los déficits del modelo de relaciones internacionales vigente y las nefastas consecuencias que, sobre todo para el Tercer Mundo, está conllevando la era de la globalización han propiciado unos niveles de terror inusitados. La ira, la frustración y el resentimiento vividos por amplios sectores de las sociedades árabe-musulmanas han transcendido sus fronteras nacionales respectivas y han hecho de la propia comunidad internacional el escenario del horror. Tal y como en su momento indicara Kropotkin, el terrorismo sigue siendo el arma de los débiles, y al situar a la comunidad internacional en su punto de mira, sin establecer distinciones entre los gobernantes y la población civil, hoy estaría respondiendo más al nuevo paradigma de guerra que al concepto clásico del mismo. En virtud del sentido transcendente de la violencia, los valores sociales predominantes y los patrones de categorización social característicos de las sociedades árabe-musulmanas es de prever, además, que el terrorismo fundamentalista islámico siga sometiendo a sus víctimas a un intenso y penoso calvario, cebándose, prioritariamente, sobre la población civil. Sin que puedan atisbarse cambios sustanciales en esta dinámica a corto plazo, ya que sólo una política basada en la plena conciencia de las causas y consecuencias de este fenómeno podría contar con ciertas garantías de éxito a la hora de combatirlo a medio o más bien a largo plazo. Y es por ello que, entre otros factores, Occidente debería ir modificando, profundamente, su manera de relacionarse con el mundo árabe-musulmán.

 

Bibliografía

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Notas

1 La palabra fanático procede del término latinofanus: templo, y se acuñó en el siglo XVII en Inglaterra para denominar a los individuos que mostraban un excesivo entusiasmo en la defensa de sus creencias religiosas (Bordes, 2000).

2 En el pasado, muchos de los atentados llevados a cabo por anarquistas a finales del siglo XIX y principios del XX eran en realidad acciones suicidas. En la actualidad, la organización terrorista que más ha llevado a la práctica este tipo de operaciones no es confesional, sino de carácter etno-nacionalista, los Tigres de Liberación Tamiles, radicados en Sri Lanka. Otras organizaciones terroristas no confesionales que suelen usar este método son las palestinas Al Fatah (nacionalista y de la izquierda radical) y Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa, y el PKK (Partido de los Trabajadores Kurdo), de tendencia marxista-leninista. Pero el grueso de las organizaciones que lo practican sí son de inspiración islamista, tales como: las palestinas Hamas y Yihad Islámica; Al-Qaeda; las egipcias Al-Yihad y Al-Yama'a Al-Islamiyya; el GIA (Grupos Islámicos Armados) en Argelia; diversos grupos en Chechenia y Hizbollah en el Líbano.

3 Integrismo y fundamentalismo islámico son dos términos recreados por Occidente desde el fundamentalismo cristiano, una corriente rigorista protestante del siglo XIX. Ambos términos suelen aludir a distintos movimientos e, incluso, a corrientes antagónicas del Islam, aunque dotadas de una cierta unidad en el imaginario occidental. No obstante, el integrismo va a ser el reflejo de la tendencia al mantenimiento estricto de la tradición, oponiéndose así a toda idea de cambio o apertura. Y en el seno del fundamentalismo (usuliyya) es posible diferenciar entre el tradicionalismo propiamente dicho, el islamismo y el neofundamentalismo siendo estas dos últimas corrientes las más relacionadas con el yihadismo y la práctica del terrorismo (Roy, 1996).

 

Información sobre los autores

Antonio José Romero Ramírez. Doctor en Psicología y profesor titular de Psicología Social en la Universidad de Granada (España). Actualmente imparte la asignatura Psicología Social del Conflicto y de las Relaciones Inter-grupales en la licenciatura en Psicología. A lo largo de sus más de 20 años de trayectoria docente e investigadora viene ocupándose de dos grandes temas de estudio: el conflicto y la cooperación. En lo que concierne a la cooperación, es autor de una monografía y de numerosos artículos, publicados tanto en España como en el extranjero, sobre la democracia laboral y el cooperativismo de trabajo asociado. En 1998, el Consejo Andaluz de Cooperación le concedió, en su X edición, el Premio Arco Iris a la mejor investigación sobre el cooperativismo por su tesis doctoral. Sobre el conflicto, es autor de una monografía y de numerosos artículos, tanto en revistas españolas e internacionales de gran prestigio como en la prensa escrita, acerca del terrorismo (etarra e islamista) y diversas guerras. Publicaciones recientes: Psicología social del conflicto, Granada (2008a); "Guerra y Paz", en Revista Mexicana de Sociología, año 70, núm. 3, México (2008b); "The Different Faces of Islamic Terrorism", en International Review of Sociology, vol. 17, núm. 3, Italia (2007).

Mª del Mar Durán Rodríguez. Doctora en Psicología y profesora contratada doctora en la Universidad de Santiago de Compostela (España). Sus dos líneas de trabajo e investigación son el conflicto (terrorismo y violencia política) y la cooperación. Publicaciones recientes: en coautoría con Sabucedo, Barreto, Borja y De la Corte: "Legitimación de la violencia y contexto: Análisis textual del discurso de las FARC-EP", en Estudios de Psicología, núm. 27 (2006); en coautoría con J. M. Sabucedo, "Violencia política y discursos legitimadores", en Los escenarios de la violencia, Barcelona (2007); en coautoría con Alzate y Sabucedo, "Población civil y transformación constructiva de un conflicto armado interno: aplicación al caso colombiano", en Universitas Psychologica (2009).

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