This is not just a tribute; it is a love letter, to
a man who 35 years ago at Oxford helped me find
my feet, who over the years set forth for me the
virtue of argument through his own good-humored
example, who showed me—showed us all— how
much more you can achieve by taking seriously the
nobility of law’s empire than by any corrosive or
skeptical detachment from its aspirations.
Jeremy Waldron (de su discurso en el servicio conmemorativo de Ronald Dworkin, celebrado el 5 de junio de 2013 en St. John’s, Smith Square, Londres)
I. La recepción de Waldron en Iberoamérica
La teoría del derecho de Jeremy Waldron ha sido recibida y divulgada en Iberoamérica básicamente como una teoría de la legislación democrática, con dos corolarios importantes: una crítica a la revisión fuerte de constitucionalidad de legislación por jueces, y una adhesión al positivismo jurídico excluyente (que excluye postulados de moral ordinaria del espectro de derecho válido y aplicable por jueces).
Esta interpretación de la obra de Waldron, ampliamente difundida en el medio académico hispanoparlante, ignora su genuina contribución a la teoría del razonamiento judicial (razonamiento jurídico articulado por jueces en la aplicación del derecho). Para la filosofía del derecho hispanoparlante, la obra de Waldron no ocupa un lugar prominente en el espectro de referencia de la teoría del razonamiento judicial, como sí lo ocupan, por ejemplo, los escritos del intercambio entre H.L.A. Hart y Ronald Dworkin, y la literatura posterior basada en ese desacuerdo.
Este desinterés por la contribución de Waldron a la teoría del razonamiento judicial tiene explicaciones de orden teórico, pero también cultural. Resumidamente, la explicación principal se encuentra en la manera en que se ha recibido y comprendido la teoría del derecho de Dworkin. Como se sabe, la crítica de Dworkin a Hart fracturó el positivismo jurídico, haciendo de la pregunta por la incorporación de principios morales al derecho –defendida por positivistas inclusivos y resistida por positivistas excluyentes– una cuestión central de la teoría del derecho. En esto el medio académico hispanoparlante ha seguido la pauta de la discusión angloparlante. Pero lo que fue recibido con especial interés en Iberoamérica fue la defensa a una forma de argumentación jurídica propiamente constitucional; es decir, diseñada para jueces que interpretan y aplican la constitución. Dworkin contribuyó a articular esa forma especial de razonamiento al proponer una “lectura moral” de la constitución como criterio en la introducción de Freedom’s Law (Dworkin, 1996) (en lo que sigue “FL”), una colección de artículos publicada en 1996. Waldron, por su parte, criticó la potestad de aquellos jueces que, interpretando la constitución, derogan legislación contraria a aquella. Este programa se articula en dos colecciones de artículos, ambas publicadas en 1999: Law and Disagreement (Waldron, 1999a) (en lo que sigue “LaD”) y The Dignity of Legislation (Waldron, 1999b) (en lo que sigue “DoL”), que recopilan contribuciones producidas durante la década de 1990. A partir de estas contribuciones (y en particular desde la traducción al castellano de LaD en 2005) el medio académico hispanoparlante (en especial el constitucionalismo) ha alzado a Waldron simbólicamente como el “anti-Dworkin”1: mientras Dworkin defiende la potestad de revisión judicial, Waldron la critica. Ahora bien, dado que esa crítica se sustenta en una tesis fuerte sobre la autoridad de la legislación democrática –y en una afirmación del carácter inescapable del desacuerdo moral– parece natural sostener que su corolario en la pregunta de la teoría del derecho sea una defensa al positivismo excluyente –a nivel de teoría del sistema jurídico– y al formalismo –a nivel de teoría del razonamiento jurídico–. Esta sería además una buena forma de graficar la distancia teórica entre Waldron y Dworkin.
Esa derivación es errada. Lo cierto es que la teoría del razonamiento judicial de Waldron, lejos de presentarse como antagónica del programa de Dworkin, es esencialmente “dworkiniana”; esto es, se construye sobre las bases de la teoría del razonamiento jurídico que Dworkin presentara por primera vez de forma sofisticada en Taking Rights Seriously (Dworkin, 1977) y en Law’s Empire (Dworkin, 1986) (en lo que sigue “LE”), y modificara en contribuciones posteriores, incluyendo su última monografía sobre la moral y el derecho: Justice for Hedgehogs (Dworkin, 2011).
Este trabajo considera un cuerpo de publicaciones que el medio académico hispanoparlante, en general, ignora. El objetivo no es únicamente reivindicar, exhibiendo esa literatura, la teoría del razonamiento jurídico de Waldron. El esfuerzo tiene dos objetivos ulteriores. El primero es historiográfico: presentar a Waldron en la historia de la teoría del derecho como el sucesor de Dworkin, al mismo tiempo situándolo fuera del desacuerdo entre positivistas inclusivos y excluyentes. Este movimiento se justifica porque Waldron siempre entendió que el desacuerdo al interior del positivismo era un desacuerdo estéril, y en esa línea reivindicó una aproximación interpretativa a la ley por los jueces, de un modo que no necesita negar ni afirmar el rol de la moral ordinaria en el derecho. Esta reformulación de la idea dworkiniana de “integridad” se encuentra apenas insinuada en el ensayo “Positivismo Normativo (o Ético)” de 2001 (Waldron, 2001a), pero no alcanza a ser explicitada allí. Es desarrollada satisfactoriamente en el cuerpo bibliográfico posterior a esa contribución. Pero ocurre que la comprensión del medio hispanoparlante alcanza, por lo general, hasta el ensayo de 2001, e ignora o minimiza todo lo demás.
El segundo objetivo de este artículo es reconstruir la obra de Waldron, resaltando la conexión entre el programa de LaD y DoL, de fines de los ’90, y su contribución más reciente sobre la dignidad humana como principio del derecho. Frente a una próxima mayor divulgación de su teoría de la dignidad humana en el medio hispanoparlante, este trabajo anticipa una recepción más bien escéptica de ese aparato conceptual en la región. Este escepticismo podría fundarse en una supuesta incoherencia entre el rechazo de Waldron al realismo moral en su teoría temprana, y un compromiso con un “principio moral” de respeto a la dignidad humana en su obra posterior.
Este trabajo reacciona ante ese escepticismo, mostrando que no hay incoherencia alguna entre el programa de LaD y DoL y la teoría de la dignidad humana, en tanto la conexión entre ambos está mediada por una (reconstrucción de la) teoría dworkiniana del razonamiento jurídico. En estos términos, la reconstrucción dworkiniana del derecho que ofrece Waldron hace de eslabón (enlace o conexión) entre su teoría de la legislación democrática y su teoría de la dignidad humana.
II. Ejemplos de la recepción difundida
En lo que sigue dispongo como ejemplo conspicuo de la recepción difundida de la obra de Waldron en Iberoamérica del estudio preliminar con el que Roberto Gargarella y José Luis Martí acompañan la edición en castellano de LaD (Gargarella y Martí, 2005). El estudio cumple la función de introducir al lector al argumento de LaD, pero excede ese marco; pretende ser un estudio acabado de la filosofía política y jurídica de Waldron, abarcando todo el período desde las contribuciones que se recopilan en LaD hasta la fecha de publicación del estudio.
Con esa pretensión, Gargarella y Martí comienzan marcando una división entre los dos períodos iniciales de producción del autor celebrado: el período que abarca las contribuciones de la década de 1980 sobre liberalismo y derechos fundamentales, recopiladas en Liberal Rights (Waldron, 1993a), y el período de contribuciones sobre la legislación y el derecho democrático, que concluye en 1999 con LaD y DoL (Gargarella y Martí, 2005, pp. 13-14). A continuación, afirman respecto de LaD, en contraste con DoL, que:
[es] el trabajo más completo y el que más impacto y admiración ha causado en los círculos académicos de filosofía política y jurídica […] [Los artículos que componen LaD] han influido profundamente en los teóricos del derecho y en los constitucionalistas. […] [N]o es exagerado afirmar que estos trabajos han convertido a Waldron en el defensor principal de una de las posiciones más importantes del debate sobre el control judicial de constitucionalidad y, más ampliamente, sobre el papel del constitucionalismo en nuestras sociedades democráticas, una posición que se identifica primordialmente con la defensa de los valores democráticos y procedimentales como mejor respuesta ante el hecho de los desacuerdos y el pluralismo sociales, y se sitúa en contra de cualquier tipo de dogmatismo constitucional (Gargarella y Martí, 2005, p. 15).
En general, el comentario a LaD de Gargarella y Martí –dividido en secciones sobre: el desacuerdo político, la crítica al control judicial de constitucionalidad y la defensa a un modelo de democracia deliberativa– es exhaustivo y consistente. La última sección del estudio comenta la ‘teoría del derecho’ a la que suscribe Waldron: el “positivismo normativo”. Esta teoría del derecho, que para los autores “encaja armónicamente” con los compromisos normativos que la teoría de la democracia de Waldron asume (Gargarella y Martí, 2005, p. 15), se encuentra sin embargo “pobremente explicada” en LaD (Gargarella y Martí, 2005, p. 41). Para comentarla deben salirse del marco de LaD, y buscar en el célebre ensayo de 2001 que lleva como título el nombre de la teoría. Para Gargarella y Martí, la posición de Waldron, en virtud de la cual “el derecho moderno, primordialmente escrito y legislado institucionalmente, tiene valor (dignidad)”, representa una posición minoritaria en la tradición positivista (Gargarella y Martí, 2005, p. 42). Pero más importante es su afirmación de que esta posición implica lógicamente una comprensión de la adjudicación esencialmente textualista:
Según Waldron, la única forma de mantenerse fieles al valor de la autoridad del legislador democrático (el Parlamento) y de preservar la dignidad de la legislación consiste en no sobrepasar los límites de las correctas funciones de los aplicadores del derecho, es decir, en no introducir nunca consideraciones morales o de otro tipo en la determinación del derecho, y ser fieles a lo único que el legislador ha producido, el texto de la ley (Gargarella y Martí, 2005, p. 42).
Martí en una contribución posterior irá más lejos para mostrar que el positivismo normativo waldroniano es básicamente positivismo excluyente. La teoría del derecho de Waldron comparte algo con la teoría de Dworkin: su distancia respecto del positivismo puramente metodológico (que ofrece sólo un análisis conceptual); pero se diferencian en su toma de postura respecto del rol de la moral en el derecho: la teoría de Dworkin lo afirma y la de Waldron lo niega. Martí lo explica:
Lo cierto es que las dos teorías reconstruyen el concepto normativo del derecho de formas muy diversas. La diferencia más clara entre el positivismo normativo [de Waldron] y la teoría dworkiniana radica en la tesis normativa del primero. El positivismo normativo sostiene de algún modo la tesis de que debe mantenerse la separación entre el derecho y la moral. Sea porque cuando el derecho remite a la moral aumenta considerablemente la discrecionalidad de los jueces a la hora de aplicar el derecho y ello resulta pernicioso para el ideal de Estado de derecho y para el valor de la autonomía, o bien porque el derecho solo tiene sentido como una pauta legítima de comportamiento y coordinación en circunstancias de desacuerdo moral (Martí, 2008, pp. 445-446) (énfasis añadido).
Estos dos párrafos resumen los postulados básicos de lo que aquí se ha identificado como la recepción difundida de la teoría del derecho de Waldron. El primer párrafo establece una conexión entre la dignidad de la legislación y el deber de los aplicadores del derecho (los jueces) de ser fieles únicamente al “texto de la ley”. En su sentido obvio, el párrafo le imputa a Waldron adhesión al, así llamado, “textualismo”, como teoría del razonamiento judicial. En el segundo párrafo se ve a Martí reforzando la idea anterior, postulando una oposición frontal entre Waldron y Dworkin. A nivel de teoría del razonamiento jurídico, el segundo párrafo sostiene que el textualismo de Waldron se funda en su adhesión al positivismo excluyente, el que se basa a su vez en un desprecio a la discreción judicial y a la incorporación de principios morales en la aplicación del derecho.
La imputación de textualismo no es, considerando la evidencia disponible, incorrecta. Waldron mismo se reconoce un textualista (Waldron, 2012b, p. 156). John F. Manning identifica a Waldron como el “principal filósofo textualista” (Manning, 2005, p. 433). Lo importante es clarificar lo que esto implica. Siguiendo a Andrei Marmor, es posible distinguir dos sentidos de textualismo: un sentido negativo y uno positivo. El textualismo “negativo”, según Marmor, “permite a los jueces interpretar la legislación de muchas maneras, en la medida en que su interpretación no pretenda buscar las intenciones o propósitos concretos de los legisladores” (Marmor, 2005, p. 2063). Por otro lado, el textualismo “positivo” contiene la idea anterior, pero agrega un constreñimiento adicional: la obligación de interpretar la ley “según el significado ordinario del lenguaje de la disposición relevante de la ley”. Para ello los jueces pueden disponer de cánones interpretativos, pero en lo esencial la expectativa es que “interpreten las leyes y las normas regulatorias del modo más literal posible” (Marmor, 2005, p. 2065).
¿Qué tipo de textualista es Waldron? Marmor, correctamente, lo presenta como un textualista en sentido negativo (Marmor, 2005, nota 1). De aquí proviene, por cierto, la conocida disputa que sostuvieron ambos en torno al rol de la intención del legislador en la labor interpretativa judicial: Waldron siempre lo criticó, y Marmor, un reconocido “intencionalista”, lo defendió.2 Lo que aquí interesa, empero, es el otro aspecto característico del textualismo negativo, a saber, su apertura a “muchas maneras” de interpretación. W. Bradley Wendel entendió correctamente la conexión entre una defensa de la autoridad democrática del legislador y la importancia atribuida al texto de la ley:
[E]l argumento de la autoridad solo muestra que “el producto de la legislación” merece respeto, no que el producto de la legislación es simplemente un texto, cuya interpretación se limita al lenguaje literal de lo promulgado. Incluso Jeremy Waldron, quien presenta el argumento de la autoridad con mucha fuerza, concede que “las leyes necesitan interpretación [y] que las palabras del texto autoritativo (y su ‘significado ordinario’) son a menudo insuficientes para determinar la aplicación de la ley.” [La cita es a LaD, p.79] Para Waldron, lo importante es que el proceso interpretativo comienza determinando una propuesta única y definitiva bajo discusión, y que el significado de la propuesta se puede reconstruir partiendo del texto autoritativo (Wendel, 2005, p. 1192) (énfasis añadido).
El medio académico hispanoparlante, al revés, ha entendido que Waldron suscribe a un textualismo en sentido positivo, es decir, que constriñe a los jueces a una aplicación puramente literal de las normas jurídicas. El contraste frontal que Martí describe entre la teoría dworkiniana del derecho –que él denomina en su artículo “teoría interpretativista” (Martí, 2008, p. 429), que para nosotros es cercana a lo que en la literatura angloamericana se conoce como purposivism (Marmor, 2014, pp. 113 y ss.)–3 y la teoría de Waldron no puede sino apuntar en esta dirección. Esta es una conclusión válida a partir de una lectura atenta de ciertos párrafos de LaD, pero descuida otros pasajes en los que Waldron apunta en la dirección contraria (considérese solo la referencia a LaD que hace Wendel en el párrafo recién transcrito). El problema con esta lectura sesgada (de LaD y de la literatura posterior) es que conduce naturalmente, como es esperable de una reconstrucción textualista y positivista-excluyente del derecho, al vicio que conocemos como “formalismo”.
Fernando Atria confirma lo anterior. Atria invoca la teoría del derecho de Waldron como punto de apoyo para la construcción de una teoría general del sistema jurídico, especialmente crítica del estado actual del desacuerdo interno del positivismo jurídico, y especialmente concentrada en los rasgos institucionalmente mediados de las funciones judicial y legislativa (y en menor medida de la función administrativa). En La Forma del Derecho (Atria, 2016) las contribuciones de Waldron aparecen de modo prominente en dos capítulos: uno de ellos trata sobre la “ley natural” (Atria, 2016, pp. 393-421), y el otro sobre “positivismo ético, teórico y metodológico” (Atria, 2016, pp. 77-94). El capítulo sobre los “positivismos”, situado en la primera parte, menciona el positivismo normativo (o ético) de Waldron (y de Tom Campbell) con el propósito de mostrar que, aunque se trata de un intento por superar el desacuerdo conceptual del positivismo jurídico de fines del siglo XX, es un intento en último término infructuoso. Atria presenta el positivismo normativo de Waldron como el antecedente de una comprensión esencialmente “formalista” del derecho y de la adjudicación. El formalismo que se le imputa aquí a Waldron se basa en el argumento, elaborado en el artículo de 2001 “Positivismo Normativo (o Ético)”, que rechaza la incorporación de postulados de moral ordinaria (“argumentos morales al por menor” en la terminología de ese ensayo) “al momento de identificar reglas particulares de derecho o de establecer el contenido preciso del deber jurídico del juez de decidir casos particulares de acuerdo a la ley” (Atria, 2016, p. 78). Curiosamente, en esta sección de la monografía esta conclusión solo sirve para situar el positivismo de Waldron en un extremo, frente al positivismo “analítico”, en el otro extremo (de manera similar a Martí, pero sin hacer ninguna mención a Dworkin). El punto es que el contraste entre esos dos extremos mostraría, según Atria, que la teoría del derecho todavía no ha dado ningún paso adelante, pues seguiría siendo incapaz de detectar el problema central que se esperaría que una teoría jurídica tematizara: la cuestión del “carácter indeterminado de las reglas jurídicas” (Atria, 2016, p. 79). De esto concluye Atria lo siguiente:
Pareciera que la defensa de una versión históricamente consciente de positivismo (es decir, una que entiende cuál es el sentido de la propia tradición) debe insistir en la separación entre derecho y moral al momento de la adjudicación; debe suscribir, dicho de otro modo, una comprensión “formalista” de la aplicación de la ley. Waldron y su exclusión de los argumentos morales al por menor tiene precisamente esa finalidad (Atria, 2016, p. 78).
Atria interpreta la exclusión de argumentos morales “al por menor” derechamente como “formalismo”, ya no simplemente como textualismo (Gargarella y Martí) o como positivismo excluyente (Martí). Esta imputación implica que Waldron es un teórico del derecho que muestra indiferencia frente a la posibilidad de que una aplicación formal de la ley al caso –en razón de que el significado literal de su texto permite subsumir el caso específico al caso genérico– traicione el propósito de la ley, y en último término el propósito del derecho.4
Aquí se sostiene que esta interpretación de la teoría del derecho de Waldron adolece de un sesgo de confirmación. En el caso de la descripción que ofrece Martí, como ya se hizo ver, la imputación de textualismo-formalismo descansa en una medida considerable en un contraste con la teoría interpretativa de Dworkin. El positivismo normativo, en su comprensión, es excluyente porque no está abierto a hacer las concesiones que se siguen de adoptar una “postura interpretativa”: no está dispuesto a reconocer a los jueces la discrecionalidad que “la moral”, incorporada de alguna forma al derecho, les entrega. Como se verá en lo que sigue, esta interpretación yerra en los postulados que le adscribe a la teoría del razonamiento jurídico de Dworkin.
Como se ha anticipado, una explicación preliminar de lo anterior puede encontrarse en la influencia que ha ejercido en esta compresión del derecho la doctrina constitucional hispanoparlante. En específico, me refiero a la manera en que la doctrina constitucional ha recibido la teoría del razonamiento judicial de Waldron, y la manera en que ha insistido y remarcado el desacuerdo que, en ese ámbito, han sostenido Waldron y Dworkin. En general, esta doctrina se ha preocupado de reconstruir reflexivamente la crítica de Waldron a la revisión judicial de constitucionalidad de legislación como una consecuencia de su defensa a principios democráticos. Para esos efectos, el canon bibliográfico lo componen, por lo general, LaD y el célebre artículo de 2006 “The Core of the Case against Judicial Review” (Waldron, 2006a) (en lo que sigue, “CCJR”). La conjunción de estas dos contribuciones es considerada, por la doctrina constitucional hispanoparlante, demostrativa del aparato crítico a la revisión judicial de Waldron, de modo que son usualmente invocadas en conjunto –como contribuciones que, para efectos de dejar establecido el argumento crítico, son ambas necesarias y suficientes–.
La influencia de esta bibliografía en la doctrina constitucional iberoamericana es demasiado extendida como para permitir en este espacio una taxonomía.5 Aquí interesa destacar tres cuestiones sobre esa influencia: la primera, que en el debate sobre la legitimidad de la revisión judicial, la contribución de Waldron opera como el arquetipo de la oposición democrática a la revisión judicial, y la posición de Dworkin como el arquetipo de su defensa. La segunda cuestión, relacionada, es que en la medida en que el desacuerdo sobre la revisión judicial se apoya en concepciones idealizadas de la democracia y de la constitución, la discusión tiende progresivamente a la abstracción. En tercer lugar (y de nuevo como consecuencia de una confrontación entre estas formas ideales), la doctrina constitucional, al debatir sobre la legitimidad de la revisión judicial, tiende también a ignorar la caracterización de la función judicial como un aspecto relevante en esa discusión; esa cuestión se ve enteramente eclipsada por la confrontación de versiones ideales de ‘democracia’ y ‘constitución’.6
Un artículo de Sergio Verdugo, destinado a describir y responder la objeción democrática a la revisión judicial (Verdugo, 2013), ejemplifica los tres fenómenos mencionados. La contribución dispone del argumento de Waldron como modelo para una crítica a la revisión judicial, “ya que este [argumento]”, dice Verdugo, “es probablemente el más crítico de la justicia constitucional, profundo y sofisticado, y ha producido un alto impacto en la literatura actual.” (Verdugo, 2013, p. 189). El material bibliográfico que invoca Verdugo, como es usual en contribuciones sobre la crítica de Waldron a la revisión judicial, se reduce a LaD y a CCJR.7
Verdugo sostiene que hay al menos tres formas de responder el desafío de Waldron a la legitimidad de la revisión judicial. Él las llama la respuesta empírica, la contra respuesta democrática y la respuesta legalista. Esta última es la que nos interesa, porque es una muestra de que, para el medio académico hispanoparlante, una manera de responder la crítica de Waldron es oponiéndole construcciones alternativas de la función judicial, que él mismo en su teoría estaría supuestamente pasando por alto. Oponerle a Waldron un modelo alternativo de función judicial puede tener, cree Verdugo, el efecto de debilitar su crítica a la revisión judicial. El modelo debe ser alternativo al que es supuestamente objeto de ataque en las contribuciones de Waldron: el modelo de Dworkin. Dice Verdugo al introducir el apartado sobre la respuesta legalista:
Ya adelanté que el modelo de control constitucional que Waldron critica es el de Dworkin, específicamente aquel por el cual la constitución debe ser interpretada (o “leída” en sus palabras) de acuerdo a “principios morales sobre decencia política y justicia” [la referencia es a FL]. En este apartado demostraré que el argumento de Waldron pierde cabida debido a las limitaciones que ofrece la teoría de Dworkin, la que encuentra debilidades que aconsejan explorar la validez de aceptar teorías alternativas (Verdugo, 2013, p. 196).
A este párrafo se le puede dirigir una objeción inmediata, que apunta al objeto de ataque de la crítica de Waldron: es simplemente falso que su crítica a la revisión judicial esté específicamente dirigida al argumento elaborado por Dworkin en FL. Solo considérese que el marco bibliográfico que el artículo de Verdugo contempla se compone de LaD y CCJR. Pues bien, el progreso de LaD hacia CCJR muestra la tendencia de Waldron hacia la abstracción del argumento; es decir, hacia la elaboración de una crítica dirigida contra cualquier tipo de justificación a la revisión judicial, en sistemas democráticos razonables, con jueces razonables, y un desacuerdo persistente entre miembros de una comunidad en torno al contenido de aquellos derechos fundamentales con cuya defensa están comprometidos (estos son, como todo lector de CCJR lo sabe, los cuatro supuestos del argumento “definitivo” contra la revisión judicial). Mirado en toda su extensión, el argumento de Waldron contra la revisión judicial no se dirige especialmente a FL. De hecho, solo considerando LaD, no puede decirse que FL tenga demasiado protagonismo: solo uno de los trece ensayos que componen el volumen (el último: “La concepción constitucional de la democracia”) se dedica especialmente a esa obra de Dworkin. El otro célebre ensayo contra la revisión judicial –originalmente titulado “A Right-Based Critique of Constitutional Rights” (Waldron, 1993b) y reeditado como el capítulo diez de LaD–, publicado originalmente en 1993, es en rigor una respuesta al argumento a favor de una carta de derechos para el Reino Unido, elaborado por Dworkin en A Bill of Rights for Britain de 1990 (Dworkin, 1990), es decir, previo a FL.
Notar esto importa en el presente trabajo porque, al postular que la crítica de Waldron se dirige fundamentalmente a FL,8 lo que Verdugo hace es reforzar la idea de que la crítica apunta a una cierta teoría de “interpretación constitucional”. Este no es el caso; la crítica de Waldron no se dirige a la “lectura moral” de la constitución, sino simplemente a la potestad de derogación de legislación por jueces no elegidos democráticamente. Al presentar el argumento de esta manera, Verdugo despeja el terreno para una serie de recomendaciones orientadas a corregir ese diseño de interpretación constitucional, de modo de debilitar la crítica de Waldron. Así es como, en primer lugar, introduce el precedente vinculante como un posible candidato para constreñir la excesiva discreción que la lectura moral permite, el cual sin embargo fracasa como solución (Verdugo, 2013, pp. 199-200). Luego propone dos teorías de interpretación constitucional distintas de la lectura moral: la teoría de la “constitución viviente” y el “originalismo/textualismo”.
Verdugo piensa que lo que molesta a Waldron es la excesiva discrecionalidad judicial. Por esa razón muestra poco entusiasmo por la “constitución viviente” como solución, que es básicamente una teoría funcionalista o consecuencialista de la interpretación constitucional (que se preocupa de los resultados).
El originalismo/textualismo, como estrategia de interpretación constitucional, también tiene sus riesgos, pero contribuye, dice Verdugo, a reducir la excesiva discrecionalidad de los jueces (a cambio, claro está, de excesivo formalismo) (Verdugo, 2013, pp. 199-200). Por último, salirse derechamente del modelo anglosajón, y emular el modo de operar de los jueces de la tradición europeo-continental, ofrece otra alternativa para debilitar la crítica de Waldron. Esto porque los jueces de la tradición europea, en palabras de Verdugo, “son exclusivamente responsables por la aplicación (mas no por la creación) del Derecho.” (Verdugo, 2013, p. 207). El problema es, de nuevo, la excesiva discrecionalidad de los jueces, y su poder de creación de derecho. Si ese poder puede ser morigerado, cree Verdugo, Waldron debiera estar más abierto a considerar la revisión judicial.
En la imagen que nos ofrece Verdugo, Waldron es crítico de la revisión judicial porque está convencido de que los jueces interpretan la constitución solo limitados por la lectura moral, pero no limitados ni por el texto de la constitución ni por el precedente. Esto es un error, y basta mirar uno de los párrafos introductorios de CCJR para comprender el objetivo de su argumento definitivo (abstracto) contra la revisión judicial:
Voy a sostener que la revisión judicial es vulnerable a un ataque en dos frentes. No provee, como se sostiene usualmente, una vía para que la sociedad se concentre de modo claro en las cuestiones que están genuinamente en juego cuando hay desacuerdo entre los ciudadanos respecto de los derechos; al contrario, desvía la atención hacia cuestiones laterales sobre precedente, textos, e interpretación. Y además es políticamente ilegítima, en términos de valores democráticos: al privilegiar una mayoría de votos entre un número reducido de jueces no elegidos y no responsables, priva a los ciudadanos ordinarios de sus derechos políticos y deja de lado valiosos principios de representación e igualdad política en la resolución final de cuestiones sobre derechos (Waldron, 2016, p.199).9
Al revés de lo que piensa Verdugo, Waldron tiene perfectamente claro que los jueces aplican el derecho constreñidos por el precedente, el texto de la constitución y los cánones de interpretación. Pero ese es precisamente el problema. La crítica de Waldron a la revisión judicial, en todas sus versiones, siempre tiene como base el desacuerdo en torno a los derechos: este es el punto de partida y el objetivo final. Si suponemos que los miembros de una comunidad política –en la que los poderes legislativo y judicial funcionan razonablemente bien– tienen desacuerdos en torno al contenido de sus derechos, entonces entregar la resolución de esos desacuerdos a jueces –constreñidos por el precedente, el texto y los cánones de interpretación– no es razonable.
En parte, el error de Verdugo consiste en una apreciación limitada del argumento elaborado en CCJR. Sin perjuicio de que forma parte del marco de análisis de su contribución, Verdugo se limita a destacar que este artículo reduce el ámbito de aplicación del argumento de Waldron (Verdugo, 2013, p. 192). Esto porque el argumento ahora solo se aplica a países en que se puedan verificar los cuatro supuestos: compromiso de los habitantes con los derechos; desacuerdo en torno a esos derechos; un sistema legislativo que funcione razonablemente bien; y un sistema judicial que funcione razonablemente bien (Waldron, 2016, p. 203). El punto es que estos cuatro supuestos son solo el marco de análisis, no el centro del argumento. El “argumento definitivo” (mi traducción libre para core of the case) contra la revisión judicial se basa en la distinción de dos tipos de razones para justificar un determinado diseño institucional cuyo objeto sea la decisión de cuestiones sobre derechos: las ‘razones basadas en el resultado’ (outcome-related reasons), que favorecen uno u otro diseño (básicamente: jueces o legisladores) en razón de la mayor probabilidad de resolver correctamente la cuestión sobre los derechos; y, por otro lado, las ‘razones basadas en el proceso’ (process-related reasons), que favorecen el diseño que otorgue espacios de participación a ciertos individuos en el proceso (de manera independiente al resultado obtenido) (Waldron, 2016, pp. 214-215). Quienes suscriben a la tradicional crítica democrática a la revisión judicial apelan usualmente a ‘razones basadas en el proceso’ porque entienden que los intereses de todos los ciudadanos están debidamente representados en el parlamento, y que el proceso democrático es el más apropiado para plantear desacuerdos sobre derechos, independientemente del resultado. En CCJR, Waldron también sostiene que las ‘razones basadas en el resultado’ que tradicionalmente se han ofrecido para entregarle la resolución de las cuestiones sobre derechos a los jueces, fracasan en su objetivo. Los defensores de la revisión judicial generalmente invocan como razones: (a) que el contexto de decisión judicial es propicio para orientar el desacuerdo a un caso particular; (b) que ese contexto permite formular una solución a partir del texto constitucional; y (c) que los jueces se ven constreñidos a respaldar sus decisiones con razones. Waldron tiene respuestas para cada una: (a’) no es cierto que los jueces que ejercen revisión judicial estén atentos a casos particulares; sus decisiones se orientan más bien a colisiones abstractas entre la constitución y otra norma (Waldron, 2016, pp. 220-221); (b’) que la resolución de la cuestión gire en torno al texto constitucional (a la carta de derechos para ser preciso) derrota el propósito buscado, ya sea porque inclina a los jueces a interpretar de modo textualista o formalista las palabras de la constitución, o bien porque el texto distorsiona la discusión, resaltando ciertos derechos y oscureciendo otros (Waldron, 2016, p. 222); (c’) finalmente, dada la presión institucional que tienen los jueces para proveer una justificación externa a sus decisiones, el espectro de razones que pueden ofrecer será contingente o relativo al texto constitucional, y estará además cargado de formas argumentativas propiamente jurídicas (Waldron, 2016, p. 224).
Como se aprecia, estas críticas a la revisión judicial no toman como hipótesis a un juez que implementa la “lectura moral” para resolver. De hecho, aquí se consideran varias de las soluciones que Verdugo le propone a Waldron como alternativas a la “lectura moral”. Esas posibilidades ya estaban consideradas en CCJR. Y esto muestra que el problema de la revisión judicial no se centra en la interpretación judicial, en cualquier caracterización que se ofrezca de ella. El problema es institucional: la pretensión de resolver desacuerdos sobre derechos en contextos judiciales.10
Ahora bien, el artículo de Verdugo no nos dice qué comprensión tiene Waldron de la función judicial fuera del ámbito de la revisión judicial. Esto es, no nos dice qué modelo de función judicial defendería Waldron para jueces que aplican la ley. Pero la teoría del derecho hispanoparlante tiene esa respuesta. Gargarella, Martí y Atria coinciden en que, para Waldron, los jueces que aplican la ley deben ser formalistas, porque Waldron es un positivista excluyente. Verdugo debiera estar de acuerdo. Después de todo, su crítica se basa en la idea de que Waldron desprecia, antes que todo, la “lectura moral” que propone Dworkin, y las opciones que debilitan su crítica (o sea, que podrían convencer a Waldron de aceptar la revisión judicial) son todas soluciones orientadas a “limitar” esa “excesiva discreción” que tanto detesta Waldron, y que tiene su origen en la lectura moral. Esto muestra que, partiendo de la misma premisa –la defensa de una teoría de la democracia–, tanto constitucionalistas como teóricos del derecho llegan a la misma conclusión.11
III. Waldron como discípulo de Dworkin
Que la teoría del derecho hispanoparlante ignore la teoría del razonamiento judicial de Waldron, o la interprete como nada más que formalismo, se explica en parte por las pretensiones revisionistas que inspiran el programa de LaD y DoL, que muestran inicialmente hostilidad hacia la función judicial. Con esto no solo quiero decir que, dado que la preocupación central de LaD es mostrar la importancia del desacuerdo moral y defender la legislación democrática como su mejor modo de expresión, entonces la respuesta a la pregunta “¿qué elementos componen el derecho?” (solo reglas, o reglas y principios) pasa a un plano secundario (es “pobremente explicada” en LaD, como señalan Gargarella y Martí). Quiero decir también que, en parte, el objetivo de estas compilaciones de fines de los años noventa es precisamente criticar el estado de la teoría del derecho por su obsesiva fijación con la función judicial y el razonamiento de los jueces. Al igual que Edward Rubin, quien ya en 1989 reclamaba que la reflexión académica sobre el derecho carecía de una teoría moderna de la legislación, en gran parte porque los juristas estaban dedicados a “analizar el trabajo de los jueces, dirigirse a los jueces, usar las mismas terminologías que los jueces, y con frecuencia incluso a pensar como jueces” (Rubin, 1989, p. 369), Waldron dirá en DoL de los positivistas modernos, que:
están mucho menos interesados en [la legislación como la fuente del derecho] que lo que están de los procesos por medio de los cuales el derecho se desarrolla en los tribunales […] [Los positivistas] retienen la idea hartiana de una regla de reconocimiento, pero la orientan al reconocimiento, por un juez, de la validez del producto de otro juez, en vez de orientarla al reconocimiento por parte del juez de la promulgación de una norma por el legislador (Waldron, 1999b, p. 15).
Esto es lo que era necesario reprocharle al positivismo jurídico para rearticularlo desde adentro. Para dar cuenta de esa rearticulación, sin embargo, no debemos acudir al ensayo “Positivismo Normativo (o Ético)” de 2001, sino a otra contribución del mismo año: “Does Law Promise Justice?” (Waldron, 2001b). El título marca la pregunta que la contribución pretende responder: ¿supone el derecho una promesa de justicia? La respuesta es negativa, pues para Waldron ‘la justicia’ es aquello respecto de lo cual hay desacuerdo entre los miembros de una comunidad. El derecho, entonces, no promete justicia directamente, al menos en sentido sustantivo, sino que promete ‘consistencia’ en la resolución de problemas de coordinación, a través de justicia ‘formal’. Esta consistencia honra la pretensión de justicia ‘sustantiva’ en el largo plazo (Waldron, 2001b, p. 787).
Para fundamentar esta concepción del derecho, Waldron invoca el principio de ‘integridad’ de Dworkin, que cumple la misma función: establecer una demanda de consistencia que pesa sobre funcionarios públicos que producen o aplican derecho (Waldron, 2001b, p. 788). Esta referencia a la integridad en todo caso no es nueva; es el tema del capítulo nueve de LaD (“Las circunstancias de la integridad”) (Waldron, 1999a, pp. 188-208), publicado originalmente en 1997 (Waldron, 1997). Este capítulo, sin embargo, tiene como objeto mostrar que, si bien Dworkin identificó correctamente el ideal de integridad como un criterio evaluativo de la agencia de funcionarios del Estado, no alcanzó a ver que su desempeño se aprecia de mejor forma en un contexto de desacuerdo sobre la justicia y no –como Dworkin parece creer– motivado por un compromiso común con la justicia.12
En “Does Law Promise Justice?”, Waldron nuevamente invoca la integridad dworkiniana, pero esta vez no tiene ninguna crítica que hacer a su espectro de aplicación. Al contrario, esta vez reconoce que un compromiso común por la justicia, por parte de los destinatarios del derecho, puede fundar o motivar el ideal de consistencia o integridad. En la cita a LE que sirve de apoyo a esta afirmación, se ve a Dworkin sosteniendo que la “[i]ntegridad es distinta de la justicia o la equidad, pero está conectada a ellas […]: la integridad no tiene sentido sino entre personas que buscan justicia y equidad también” (Dworkin, 1986, p. 263).13 Es importante recordar que LE contiene dos capítulos enteramente dedicados al ideal de integridad: uno de ellos (Dworkin, 1986, pp. 176-224) lo presenta como un ideal de toda comunidad política, que debiera reflejarse en el proceso institucional de producción de reglas comunes: la legislación. El otro capítulo (Dworkin, 1986, pp. 225-275) se refiere al ideal de integridad en la adjudicación, que constituye la “principal preocupación” de LE (Dworkin, 1986, p. 176). Pues bien, la frase citada por Waldron proviene de este segundo capítulo, sobre la integridad en la adjudicación, y se enmarca en una sección destinada a despejar la objeción de que Hércules (el juez que falla siguiendo el ideal de integridad) es “un fraude” porque, si es el caso que falla siguiendo un ideal moral o político, entonces falla motivado por consideraciones puramente subjetivas. Waldron cita la frase para mostrar su adhesión al ideal de un compromiso global de todos los miembros de la comunidad política con los principios de justicia y equidad, y con la integridad como el medio para alcanzar ese fin. Es decir, en esta contribución ya hay señales de que Waldron considera que la teoría del razonamiento jurídico de Dworkin es una teoría a la que vale la pena suscribir; lo que contrasta con la presentación que hizo de ella en el capítulo nueve de LaD, donde lo principal era su frustración con la colisión entre integridad y justicia.
Si esta contribución de 2001 muestra un primer atisbo de la adhesión de Waldron al ideal de integridad dworkiniano, la contribución posterior en esta línea –“Legislating with Integrity” (Waldron, 2003)– da cuenta de modo definitivo del compromiso de Waldron con el ideal. En ella, Waldron pretende complementar el programa de LaD y DoL con el ideal de integridad, bajo la suposición de que una correcta teoría de la legislación democrática necesita una concepción de los principios que subyacen a la práctica en cuestión, y una elaboración del modo en que esos principios dan pie a un criterio de corrección de la práctica. En esa línea, Waldron le reconoce a Dworkin haber postulado un mandato de integridad dirigido a los legisladores, pero le reprocha una falta de dinamismo: el mandato se satisface si las leyes –el producto– muestran coherencia entre sí; pero no funda prescripciones para la actividad legislativa en sí misma (Waldron, 2003, p. 373).
Para Waldron, la actividad legislativa está gobernada por principios, en el sentido estrictamente dworkiniano del término. Estos principios no solo complementan las reglas explícitas (del proceso legislativo), sino que, “[s]u rol es también explicar por qué tenemos las reglas del proceso legislativo que tenemos, y proveer una base para determinar la manera apropiada de cumplir con esas reglas, y así poder reconocer cuándo hay integridad y cuándo hay falta de integridad a este respecto” (Waldron, 2003, p. 376).
Aquí no interesa el contenido de estos “principios de la legislación”,14 sino el impacto que esta recepción del postulado dworkiniano tiene en la caracterización de la adjudicación, pues, para Waldron no solo la actividad legislativa está gobernada por principios, sino también la actividad judicial. En un primer nivel, la actividad judicial está mediada por reglas procedimentales, a las cuales subyacen valores morales o principios (Waldron, 2003, p. 376).15 En un segundo nivel, la función de aplicar la ley al caso particular exige mostrar “fidelidad con la integridad del proceso legislativo”. Este mandato de fidelidad tiene el siguiente corolario: impone un deber de interpretar las disposiciones normativas evitando conclusiones arbitrarias. Para ello el juez puede-debe disponer del sentido político que subyace a la disposición legislativa concreta. Esto en parte implica corregir déficits de coherencia del proceso legislativo mismo, pero no implica necesariamente acudir a los registros de las discusiones legislativas buscando una intención que pueda atribuirse al cuerpo legislativo (Waldron, 2003, pp. 385-388). Lo crucial es que Waldron no reconoce ningún impedimento en tratar los principios –que subyacen tanto a las reglas que configuran el proceso judicial como a la función misma de adjudicar– como razones morales:
Por supuesto, los principios dworkinianos no son [autoritativos]. No tienen formulaciones canónicas y no pueden ser identificados usando criterios basados en fuentes, de la forma en que las reglas y los precedentes son identificados. Operan más bien como razones morales o como residuos de razonamiento moral incrustados en el derecho (Waldron, 2003, p. 384).
En mi opinión, esta adhesión a la construcción dworkiniana de los principios desautoriza la reconstrucción que Martí ofrece de una oposición radical entre el positivismo de Waldron y el anti-positivismo de Dworkin. Martí estaba en lo correcto al sostener que Waldron y Dworkin compartían un repudio a la reconstrucción analítica o puramente conceptual del sistema jurídico, pero se equivocó al pensar que la alternativa de Waldron sería una teoría formalista de la adjudicación.
En “The Concept and the Rule of Law” (Waldron, 2008a), Waldron comienza a tratar el “Estado de Derecho” como una concepción del sistema jurídico; una mucho más sofisticada que aquella que es heredera de The Concept of Law de Hart. Contra Raz –para Waldron, uno de los más importantes herederos de esa concepción– el derecho es presentado en esta contribución como un sistema institucionalizado, con un añadido: como un sistema “en algún sentido relacionado con la lógica, la coherencia y quizás incluso con aquello que Ronald Dworkin llamó ‘integridad’” (Waldron, 2008a, p. 33). Lejos de asociarse con un positivismo excluyente, Waldron se muestra cercano a una comprensión “argumentativa” del derecho –donde ve a Neil MacCormick como representante–; una comprensión que presta atención a la cultura argumentativa que sirve de matriz a las instituciones jurídicas (Waldron, 2008a, pp. 56-57).16
La oposición imaginaria entre las teorías del derecho de Waldron y Dworkin también produce el efecto de minimizar el rol del precedente judicial en la comprensión del derecho de Waldron. Esto es, bajo una interpretación superficial del positivismo democráticamente validado de Waldron, el precedente no juega ningún rol. Esto es un error. Motivado por esta búsqueda de una concepción argumentativa del derecho, Waldron defiende la vinculación del juez al precedente establecido en decisiones anteriores como consecuencia de la fidelidad al Estado de Derecho, además de postular la responsabilidad del juez que aplica el derecho en el presente para con el juez del futuro que quedará vinculado a la ratio de su decisión. Pero esta conexión entre Estado de Derecho y precedente vinculante solo es posible en la medida que los jueces muestren compromiso con el ideal de integridad al interpretar el derecho (Waldron, 2012c, pp. 16-17).
Un último ejemplo: el rol del derecho comparado como premisa normativa de decisiones judiciales. De nuevo, si Waldron quisiera que los jueces, para “preservar la dignidad de la legislación”, fueran “fieles a lo único que el legislador ha producido, el texto de la ley”, debiera repudiar, o al menos mostrarse particularmente escéptico al uso de derecho comparado en decisiones judiciales, porque esas normas están claramente fuera del “texto de la ley”, pues no forman parte de las disposiciones autoritativas que se contienen en las leyes promulgadas por el legislador doméstico. De nuevo, esta conclusión es apresurada. Waldron no desprecia el uso de derecho comparado. De hecho, muestra simpatía por la idea de un derecho internacional como ius gentium, compuesto por un cuerpo de normas, disposiciones constitucionales y precedentes judiciales, provenientes de sistemas jurídicos de distintas naciones. Para Waldron, este ius gentium cuenta como derecho, no solo como derecho ‘comparado’ (Waldron, 2012b, p. 3). En Partly Laws Common to All Mankind, de 2012 (un libro que está dedicado a Ronald Dworkin), Waldron reconoce que esta adhesión al derecho internacional y comparado puede parecerle extraña a sus lectores, acostumbrados a asociarlo con una defensa fuerte a la autoridad democrática del legislador doméstico. Los textualistas (con los cuales Waldron se siente identificado) también tienen razones para objetar este movimiento. Waldron tiene respuestas para ambas objeciones, y en algunos casos los lectores pueden pensar que estas dejan en evidencia que Waldron ha abandonado la concepción fuerte de la autoridad democrática que defendía a fines de los noventa. Este es el caso, por ejemplo, de su respuesta a la objeción textualista: si el texto es el mismo (en dos leyes o dos constituciones de sistemas jurídicos distintos) ¿por qué no habría un textualista de apelar a las normas de un ordenamiento distinto? Mientras el textualismo no devenga en originalismo o intencionalismo (Waldron, 2012b, p. 167), Waldron no ve ningún problema (y ciertamente ninguna objeción posible desde el principio democrático o de soberanía) en apelar al derecho comparado en contextos de razonamiento judicial.
Pero el verdadero trabajo en esa respuesta no lo está haciendo la consideración, casi trivial, de que la sinonimia de las normas habilita al juez doméstico para invocar derecho comparado. El trabajo lo está haciendo la concepción argumentativa del derecho, que cruza fronteras y desconoce las particularidades e idiosincrasias de cada sistema jurídico. Waldron afirma que su idea de ius gentium descansa en la conjugación de un derecho universal y la “lógica dworkiniana de principios”:
Mi objetivo es combinar estos dos aspectos, tomándome en serio la posibilidad de que los […] principios jurídicos puedan deducirse no solo de un único cuerpo de derecho positivo, en el sentido explicado por Dworkin, sino también de múltiples sistemas jurídicos tomados en conjunto. En efecto, puede ser que la presencia de ciertos principios no sea tan evidente en un sistema, pero que aparezca claramente al mirar una variedad de sistemas jurídicos. Y si este es el caso, entonces su presencia en tanto principios jurídicos será una característica del derecho del mundo –del derecho común a toda la humanidad– más que solo un rasgo del sistema jurídico individual en que se los encuentra, uno por uno (Waldron, 2012b, p. 67).
Esta comprensión argumentativa del derecho (que incluye como corolario la autoridad del precedente judicial y del derecho comparado) persiste incluso hasta su revisión del último libro de Dworkin sobre el derecho y la moral: Justice for Hedgehogs. Contra las opiniones divididas de los comentaristas de esta obra,17 y como buen discípulo de Dworkin, Waldron recibió favorablemente la tesis de que el derecho es una rama de la moral (Waldron, 2013, pp. 13-45). No tuvo problemas para secundar esta tesis, porque la entendía como una extensión natural de la propuesta de LE, de que la interpretación del derecho por los jueces es una actividad intrínsecamente moral. El punto es que esta tesis, en la comprensión de Waldron, nunca tuvo por pretensión tomar partido en la pregunta por la apertura o clausura del derecho a argumentos de moral ordinaria. El deber de integridad puede implicar invocar los principios que Dworkin presentó en (Dworkin, 1977) (los cuales en todo caso deben ser tratados como estándares normativos propiamente jurídicos), pero –y estas son palabras de Waldron– por lo general implica decidir un caso discerniendo la mejor base para adecuar el derecho al caso18 y reconstruyendo el derecho en su mejor versión posible (Waldron, 2013, p. 4).19 Como se adelantó –y de nuevo parafraseando a Waldron– el material respecto del cual se adopta el punto de vista de la integridad excede la legislación, e incluye el precedente de decisiones judiciales anteriores, que abultan la matriz cultural (o, como lo llama Waldron, el “yacimiento arqueológico”) en que el juez está inserto (Waldron, 2013, p. 25). Esto puede ser entendido como un argumento sobre “la moral”, si se entiende que lo único moral que tiene es que enfatiza la importancia “moral” de adoptar una postura interpretativa que todos podamos compartir (Waldron, 2013, p. 24).20 Waldron ya lo había explicado en “Judges as Moral Reasoners”, de 2009:
Dworkin cree que el razonamiento moral está presente en todos los estadios del razonamiento jurídico. Algunos comentaristas han tratado de presentar su teoría de la interpretación como un razonamiento de dos etapas: cuando estamos decidiendo entre dos posibles interpretaciones de un texto o una doctrina, hacemos (a) juicios sobre adecuación [fit] (que son conocidos juicios de tipo jurídico-técnico), y (b) juicios sobre el carácter moral; y (según Dworkin, o al menos así lo sugieren sus comentaristas), realizamos juicios del segundo tipo solo para romper los vínculos que puedan existir con los del primer tipo. Dworkin puede haber incentivado esta mala lectura en la forma en que expuso su teoría en Law’s Empire. Pero yo creo que él ha dejado claro que esta distinción entre tipos de juicio es puramente expositiva y no tiene por objeto dar cuenta de los estilos de razonamiento independientes en los que se involucran los jueces (Waldron, 2009a, p. 12).
La mayoría del medio hispanoparlante entiende la propuesta de LE a la manera de “los comentaristas” a los que hace referencia Waldron; es decir, entienden que Dworkin propone dos actividades distintas en el razonamiento judicial: la adecuación del caso a la norma, y la argumentación propiamente moral. Waldron quiere despejar esta interpretación incorrecta de la propuesta de LE.21 Su objetivo último, como ya se ha hecho notar, es complementar su propia teoría democrática de la legislación con una correcta comprensión del rol de los jueces como aplicadores de leyes.22 Esto es lo que Gargarella y Martí no logran conciliar. Para ellos, una teoría democrática de la legislación necesariamente conduce a un positivismo excluyente (o a textualismo/formalismo), comprensión que le imputan a Waldron.23 Ahora podemos notar que el origen de dicha interpretación, errada, se encuentra en su comprensión del proyecto de Dworkin en LE.24
Ahora bien, la pregunta importante es por qué Waldron necesita complementar la integridad dworkiniana con una teoría democrática de la legislación. La respuesta es evidente: en la teoría madura del derecho de Dworkin la legislación no juega un rol relevante. Atria lo explica:
Para el derecho como integridad, el hecho de que un sistema jurídico suponga legislación es marginal. Es extraño que [para] la idea del derecho como integridad […] la idea de legislación (es decir, la forma institucional de identificar la voluntad del pueblo) no ocupe un lugar central […] Dworkin así, inesperadamente, concurre con los autores positivistas que ataca en entender que la legislación es teóricamente irrelevante: el hecho de que un sistema jurídico reconozca la legislación como un modo de creación del derecho puede, desde el punto de vista de la teoría del derecho, ser ignorado (Atria, 2016, p. 317).
Pero Waldron no fue ingenuo, en el sentido de que para él era evidente que esta omisión del rol de la legislación en LE era un déficit importante. Notablemente, encuentra el origen de este déficit en una suerte de desencanto de Dworkin con el positivismo, el cual sería inversamente proporcional a su entusiasmo por la democracia. En “Can There be a Democratic Jurisprudence?” (Waldron, 2009c), Waldron explica esta desconexión de Dworkin con el derecho democráticamente producido, y declara sentirse llamado a cerrar esa brecha:
Ronald Dworkin ha sostenido que el positivismo jurídico estuvo alguna vez asociado a valores democráticos […]. Dworkin piensa que esa conexión se ha perdido – en parte porque él asocia la democracia con una teoría de los derechos aplicados por jueces (y los positivistas, en su visión, nunca han defendido fuertemente esta idea) y en parte porque él piensa que los filósofos analíticos del derecho le han dado la espalda a cualquier tipo de vínculo político en su posición de guardianes del último respiro del positivismo.
Yo tengo más fe en la teoría positivista del derecho que Dworkin, y en lo que sigue dispondré de este aparato teórico como punto de partida en mi exploración de los prospectos de una teoría del derecho democrático [democratic jurisprudence]. No estoy sugiriendo con esto que una teoría del derecho democrático solo puede adoptar la forma del positivismo. Ni tampoco que la democracia es el destino del positivismo. Lo más que sostendré es que la teoría del derecho democrático ofrece una interpretación interesante de algunos elementos del positivismo jurídico contemporáneo que parecen extraños si se los analiza por sí mismos (Waldron, 2009c, pp. 682-683) (énfasis en el original).25
Estos párrafos deben ser leídos con detención, y en correlación con las otras contribuciones de Waldron sobre teoría del derecho. Mi impresión es que la referencia a Dworkin, al inicio del primer párrafo, no es casual. Muestra que Waldron entiende su proyecto como la reivindicación de una conexión que Dworkin afirmó alguna vez, pero que se perdió. En otras palabras, Waldron entiende que su propio proyecto debe completar una tarea que Dworkin dejó pendiente.
Ahora bien, la responsabilidad de la desconexión –entre el positivismo y el fundamento político del derecho– es de ambos: de Dworkin y del positivismo analítico. Dworkin se alejó del proyecto porque comenzó a entender la democracia como el foro en el que se desarrollan colisiones de derechos fundamentales, en vez de entenderla como la forma institucional que hace posible la expresión de la voluntad del pueblo. Por su parte, los positivistas analíticos se desentendieron de los fundamentos políticos del derecho en su afán reduccionista. ¿Qué se debe hacer? Waldron afirma al inicio del segundo párrafo que él “tiene más fe” que Dworkin en el positivismo. Esta aclaración es crucial, pero debe ser leída a la luz del primer párrafo. Esto es, no debe pensarse simplemente que la tarea de Waldron es reemplazar la concepción de la democracia de Dworkin, y ofrecer una alternativa al positivismo que no sea solo analítica. La ‘concepción de la democracia’ no da cuenta exhaustivamente de la sensibilidad política que Dworkin espera del derecho. Por cierto, fue eso lo que terminó por distanciar a Dworkin del positivismo, pero el fundamento político del derecho para Dworkin se encuentra en la integración de valores políticos en el razonamiento propiamente jurídico; es decir: en la integridad. La conexión que Waldron debe recomponer, entonces, es entre una práctica de creación y aplicación de derecho políticamente sensible –es decir, sensible al ideal de integridad– y las formas democráticas de creación de derecho (la legislación).
La frase final del párrafo también es importante. Dice Waldron: “[l]o más que sostendré es que la teoría del derecho democrático ofrece una interpretación interesante de algunos elementos del positivismo jurídico contemporáneo que parecen extraños si se los analiza por sí mismos.” En una línea similar, esta frase no debe ser leída como un disclaimer de humildad; es decir, como un reconocimiento del limitado alcance de la teoría. El énfasis debe ponerse en los “elementos del positivismo jurídico contemporáneo”, que solo adquieren sentido una vez que son mirados en conjunto, y en conexión con los fundamentos democráticos del derecho (ya que “parecen extraños si se los analiza por sí mismos”). Estos elementos son cinco: (a) la preocupación por la determinación de las fuentes institucionales de las normas jurídicas; (b) el énfasis en los procedimientos reglados de reconocimiento (validación) de normas como normas jurídicas; (c) la separabilidad del derecho y la moral; (d) el carácter público del derecho; y (e) la “generalidad” del derecho (Waldron, 2009c, pp. 683-684). Por ahora solo nos interesa (c), pues es en torno a este elemento que el medio hispanoparlante construye la oposición imaginaria entre Waldron y Dworkin. Sobre este elemento, Waldron adelanta que poco tiene que decir en esta contribución, y que “será menos importante para el argumento general” (Waldron, 2009c, p.683). Esto se explica porque lo único que Waldron tiene que decir (en 2009) sobre la separabilidad es que para la teoría del derecho democrático es valioso que los desacuerdos se canalicen en procesos democráticos, lo que implica rechazar criterios materiales para juzgar la justicia de las normas adoptadas democráticamente (Waldron, 2009c, p.698). Esto es para Waldron “algo así como una versión democrática de la tesis de la separabilidad” (Waldron, 2009c, p.700).
¿Es esto positivismo “excluyente”? Mi impresión es que no tenemos ni siquiera bases para afirmar que esto equivalga al otrora positivismo “normativo”.26 Es claro que a fines de los 2000 Waldron ya había decidido tomar distancia de la tesis defendida en “Positivismo Normativo (o Ético)”, en parte probablemente porque no quería seguir siendo asociado al positivismo excluyente. De todas formas, la etiqueta “teoría del derecho democrático” es mucho más representativa del proyecto general de Waldron que la etiqueta “positivismo normativo”, y eso explica que en su teoría madura haya decidido reemplazar esta por aquella. Lo que claramente subyace a este cambio de etiquetas es un desencanto con el estado de la discusión al interior del positivismo jurídico.27 Mi impresión es que en esta contribución Waldron abandona la etiqueta porque concluye que ya no hay ninguna manera de rescatar el sentido original del positivismo (de rescatarlo de “los positivistas”). Quizás una teoría del derecho sensible a las exigencias de un sistema democrático pueda iluminar o hacer sentido de los propósitos originales del positivismo jurídico (ese es el espíritu que anima esta contribución), pero es claro que “el positivismo jurídico”, como disciplina, ya es incapaz de hacerlo por sí mismo.
En conclusión, a pesar de sus diferencias, y la muestra que se ha ofrecido en esta sección debiera bastar para comprobarlo, Waldron conservó de Dworkin el “modelo” que él ofreció para reconstruir el derecho y la función judicial, y lo complementó con un fundamento político original.28 Rescatar la mejor versión de una propuesta teórica y complementarla con una contribución propia es, después de todo, el mejor reconocimiento que un maestro intelectual puede esperar de su discípulo.
IV. La integridad waldroniana: el eslabón ignorado
A lo largo de sus contribuciones sobre teoría del derecho –cuyo objeto no fuera criticar la revisión judicial, o defender la democracia como el foro apropiado para expresar desacuerdos– Waldron suscribe a una comprensión dworkiniana del razonamiento judicial. Pero esta comprensión tiene dos sentidos: en uno de ellos, el razonamiento judicial implica la posibilidad de invocar principios jurídicos, además de reglas formalmente establecidas; en el otro, la práctica misma de interpretar el derecho supone satisfacer un mandato de coherencia e integridad. Waldron suscribe a ambos sentidos indistintamente; esto es, nunca afirma explícitamente que uno de ellos sea la superación del otro. Esto es relevante para lo que sigue.
En paralelo a sus contribuciones sobre teoría del derecho y razonamiento jurídico, Waldron estuvo dedicado a reconstruir los conceptos de ‘tortura’ y ‘terrorismo’: un problema apremiante para el medio académico estadounidense después de los atentados terroristas de 2001, pero especialmente urgente tras la divulgación de los, así llamados, ‘memorandos sobre tortura’. Con ese rótulo se hace referencia a varios documentos de asesoría jurídica, los primeros redactados en 2002 por el entonces Fiscal General Adjunto de Estados Unidos, y divulgados en 2004, y otros redactados en 2005 por la Oficina de Asesoría Legal del Departamento de Justicia de Estados Unidos, cuyo objeto era proveer directrices técnicas a funcionarios de inteligencia y de policía, para aplicar medidas de tormento y tortura a prisioneros sospechosos de participar de la planificación o ejecución de atentados terroristas. La cuidadosa articulación jurídica de argumentos sobre la admisibilidad de ciertas formas de tortura en ciertos contextos motivó una profunda discusión en el medio académico jurídico estadounidense. Esta discusión versaba, en general, sobre los límites éticos a la asesoría jurídica de abogados del gobierno, pero incluía también reflexiones más profundas sobre los límites del razonamiento jurídico mismo.29 Waldron participó de esa discusión y recopiló sus contribuciones en el volumen Torture, Terror and Trade-Offs. Philosophy for the White House, publicado en 2010 (Waldron, 2010b). Sin duda, el artículo gravitante de esta recopilación es el que se pregunta por la manera en que el positivismo jurídico tematiza la prohibición de tortura. En esa contribución (publicada originalmente en 2005) (Waldron, 2005), Waldron hace eco de las críticas dirigidas al positivismo jurídico por su falta de visión sistemática del derecho, en particular en lo que respecta a los estándares normativos que no están explícitamente formulados en las reglas: los principios (Waldron, 2010b, p. 225). Mostrando una vez más su linaje dworkiniano, Waldron resalta la importancia de interpretar el derecho buscando los principios subyacentes, pero esta vez dice ir más lejos que Dworkin:
A veces tenemos que inferir el principio o política subyacente, por ejemplo, de la forma sugerida por Dworkin en su teoría de la interpretación [la cita es a LE: capítulos 2 y 7]. En otras ocasiones, sin embargo –y aquí es donde voy más lejos que Dworkin– existe una disposición en un conjunto [de normas], la cual, en virtud de su fuerza, claridad, e impronta, expresa el espíritu que anima toda esa área del derecho. Se convierte así en una suerte de emblema, símbolo o ícono del todo: en mis palabras, se convierte en un arquetipo del espíritu del área del derecho en cuestión (Waldron, 2010b, p. 227) (énfasis en el original).
Debemos reparar en el propósito último de esta expansión de la construcción dworkiniana: la idea de que la prohibición de tortura (en rigor, la prohibición de brutalidad) es un arquetipo del derecho estadounidense (Waldron, 2010b, pp. 235 y ss.), esto es, un símbolo que no necesita una formulación explícita para operar como premisa normativa. El sentido en el que este movimiento supone una expansión de la construcción dworkiniana es bastante obvio. Por un lado, en lo conceptual, la terminología de Waldron excede el marco conceptual dworkiniano; el elemento subyacente a la regla es más que un principio: es un emblema, un símbolo, un ícono, un arquetipo. Por otro lado, Waldron no está simplemente ofreciendo un criterio de corrección moral del razonamiento judicial (como puede pensarse que es al menos uno de los objetivos centrales de la teoría de los principios de Dworkin), sino un criterio de corrección de la agencia de cualquier funcionario del Estado, incluyendo los abogados que prestan asesoría jurídica a agencias de inteligencia, incluyendo a las policías, a los soldados, y en último término a todos los ciudadanos. Waldron quiere evitar la conclusión de que la política anti-tortura es una directriz dirigida únicamente al Estado, bajo el entendido de que es el Estado (como entidad) el que puede adoptar, o no, políticas de tortura. Para Waldron, “el principio” de prohibición de tortura se encuentra incrustado en el “Estado de Derecho”, que opera como mediador entre el Estado (entidad) y los funcionarios públicos (Waldron, 2010b, pp. 250-251). El Estado implementa una política “a través del derecho” (a través de leyes, decretos, instrucciones, etc.) de modo que siempre es relevante preguntarse qué implica la sujeción de un funcionario, o de un ciudadano, al derecho. En la comprensión de Waldron, implica estar sujeto tanto a reglas como a “arquetipos”.
Sabemos que el positivismo jurídico, en su obsesión por reconstruir el razonamiento de jueces, ignoró no solo el rol del Estado-Administrador como productor y aplicador de derecho (corregido a partir de 1989 por Edward Rubin), y el rol del Estado-Legislador como creador de derecho constreñido por un mandato de integridad (corregido a partir de 1999 por Waldron), sino también ignoró otras cuestiones importantes: el rol de los abogados en la interpretación del derecho; el rol de funcionarios policiales como aplicadores de derecho; y el rol de ciudadanos como destinatarios del derecho. Waldron extiende la matriz dworkiniana del razonamiento judicial a estos contextos variados de aplicación de derecho, en parte para corregir esas deficiencias. El objetivo último, más allá de los márgenes de la prohibición de tortura, es la reconstrucción del sistema jurídico como un sistema formal de coordinación del comportamiento que proyecta una comprensión del individuo (de la especie humana), que en tanto destinatario de normas jurídicas merece ser tratado con un tipo especial de respeto. A falta de otro concepto más expresivo, en la contribución sobre tortura que se está comentando Waldron reformula el ‘principio’ dworkiniano y lo presenta como un ‘arquetipo’ (en este caso, como un arquetipo de no brutalidad): un símbolo que subyace a ciertas áreas del derecho y que le sirve de matriz.30 Pero una vez que se disponga de un concepto que sea expresivo de la idea de respeto que aquí importa, la noción de ‘arquetipo’ ya no será necesaria. En otro párrafo relevante de esta contribución sobre tortura Waldron deja ver el concepto que servirá de reemplazo; la idea de “dignidad humana”:
La idea es que incluso cuando el derecho opera usando la fuerza, no debe establecerse esa conexión, que existió en otros tiempos o en otros lugares, entre el derecho y la brutalidad. [...] En cambio, habrá una persistente conexión entre el espíritu del derecho y el respeto a la dignidad humana – un respeto a la dignidad humana incluso in extremis, en situaciones en las que el derecho ejerce fuerza y los sujetos están en una posición de absoluta vulnerabilidad. Pienso que la prohibición de tortura opera como un arquetipo de esta política general (Waldron, 2010b, pp. 232-233).
Aquí la idea de dignidad humana es mencionada al pasar, pero en contribuciones posteriores ella reemplazará por completo a la noción de ‘arquetipo’. Con este movimiento, el argumento se volverá más general y más abstracto: el punto no será simplemente que el derecho debe evitar la tortura, sino que el derecho además debe reconocer, y permitir, el ejercicio de capacidades comunicativas y manifestaciones de autonomía de parte del ciudadano. Ahora bien, una vez postulada la dignidad humana como “principio” del derecho será necesario dotarla de contenido.
La teoría de la dignidad humana de Waldron consta de dos pasos: el primer paso reconstruye una versión secular del fundamento de la dignidad, sobre la base de una matriz constructivista. En esta comprensión, la dignidad es una atribución igualitaria de un rango social elevado a todos los miembros de la especie humana; donde por ‘rango social elevado’ se entiende la jerarquía o estatus que alguna vez gozaron los miembros de ciertos estamentos (la nobleza) en una sociedad de castas.31 De esta forma, Waldron apela a una construcción social (los estamentos de una sociedad de castas) para ilustrar la importancia de distribuir igualitariamente el estatus conferido a una posición social, y con eso descarga de presión metafísica a la atribución de valor intrínseco a la humanidad.32 Pero es el segundo paso el que aquí más importa, porque allí se apela a la manifestación institucional de la construcción social que se presenta en el primer paso: la posición de sujeto de derechos y de destinatario de normas jurídicas. Esta posición, en la comprensión de Waldron, fundamenta una demanda de reconocimiento de la ‘dignidad humana’ de los destinatarios del derecho, que se traduce en una serie de exigencias que se imponen al ejercicio institucional de coacción reforzada jurídicamente.
Esta secuencia de dos pasos es explícita en la obra de Waldron, y se remonta a la primera formulación acabada de la teoría, en las Conferencias Tanner de 2009: Dignity, Rank and Rights (Waldron, 2012d) (en lo que sigue “DRR”). DRR se divide en dos conferencias: la primera ofrece el fundamento sustantivo a la reconstrucción del concepto de dignidad, y la segunda da cuenta de manifestaciones de reconocimiento de esa dignidad en el derecho. La primera conferencia asume desde el inicio el desafío de emplazar la cuestión de la dignidad humana en el ámbito de la teoría del derecho, y no en el ámbito de la filosofía moral. Dando cuenta, una vez más, de su linaje dworkiniano, Waldron afirma que, incluso si la ‘dignidad’ fuera entendida como la base de los derechos fundamentales, no habría necesidad de tratar el concepto como un concepto moral. Esto porque la dignidad, en tanto fundamento, puede estar operando como un “principio” (en el sentido) dworkiniano, y eso implica que se trata de una razón jurídica, no moral:
Incluso allí donde se presenta la dignidad como la base de todos los derechos fundamentales –como en el preámbulo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que establece que los derechos que enuncia “derivan de la dignidad inherente de la persona humana”–, no es necesario presentarla como un valor moral. Después de todo, no solo las reglas de la superficie de un sistema jurídico son reglas propiamente jurídicas (como si todos los elementos más profundos tuviesen que ser identificados como “morales”). Sigo en esto a Ronald Dworkin, y sostengo que las bases o fundamentos de un sistema jurídico son también elementos jurídicos, ya sea se trate de políticas o principios [la referencia es a Taking Rights Seriously]. El derecho crea, contiene, cubre y constituye ideas como estas, no las toma simplemente prestadas de la moral (Waldron, 2012d, p. 15).33
Ahora bien, esta presentación es preliminar. Como se decía, la segunda conferencia se extiende en las formas concretas de protección jurídica de esa dignidad. Pero el punto de presentar la dignidad como un principio jurídico, y no como un valor moral, es mostrar que el mandato de respeto a la dignidad puede fundar, internamente, una exigencia de una configuración determinada del orden jurídico.
Como es bien sabido, el sometimiento del derecho a una exigencia de configuración formal, como un postulado interno a la teoría del derecho, se debe (en la tradición anglosajona al menos) a Lon Fuller. Fuller postuló que las exigencias propias de un principio de legalidad eran en rigor requisitos de legitimidad, pero no solo de legitimidad formal (un sistema jurídico que dejaba de satisfacer los mandatos de la legalidad, decía Fuller, dejaba de ser un sistema jurídico). Fuller descompuso el contenido del principio de legalidad en ocho principios –(a) generalidad de las normas; (b) publicidad; (c) prospectividad; (d) claridad; (e) coherencia; (f) posibilidad de ser cumplidas por sus destinatarios; (g) estabilidad y (h) congruencia (Fuller, 1969, p. 214)– y los presentó como exigencias de la “moral interna” del derecho.34
Sabemos que la teoría del derecho reaccionó de modo dubitativo al recibir la expresión “moral interna” del derecho, en especial dada su condición de criterio de legitimidad/validez del derecho. El positivismo jurídico, en particular, recibió con desconfianza la expresión. Esta controversia se dejó ver claramente en el célebre intercambio entre Hart y Fuller al respecto.35 Como Waldron nota, el desacuerdo entre ambos se explica, principalmente, por la incapacidad de Hart de aprehender la idea de una exigencia “moral” dirigida a un sistema institucional como el derecho, que no tome la forma de un postulado de moral ordinaria (Waldron, 2008e).
Por otro lado, Fuller mismo ofrece, en apenas un pasaje de The Morality of Law, una indicación del origen de su preocupación por los postulados de la moral interna del derecho. Esta indicación debe ser tomada como una explicación del sentido en el que la moral interna es condición de legitimidad del derecho. Waldron cita el pasaje en la segunda conferencia de DRR:
Embarcarse en la empresa de someter la conducta humana a reglas supone […] un compromiso con la idea de que el hombre es […] un agente responsable, capaz de entender y seguir reglas […] Cualquier desviación de los principios de la moral interna del derecho es una afrenta a la dignidad del hombre como agente responsable […] (Fuller, 1969, p. 162).36
La segunda conferencia de DRR se despliega, esencialmente, como una revisión de distintas manifestaciones de este postulado. La segunda conferencia identifica como formas de protección institucional de la dignidad humana las siguientes:37 el debido proceso en su dimensión exclusivamente procesal, incluyendo el derecho fundamental del destinatario del proceso a ser oído por el tribunal; el derecho a la igualdad como no discriminación arbitraria; el derecho a representación legal; y el derecho a no ser sometido a tratos crueles y degradantes cuando se es objeto de coacción. Estas son, para Waldron, formas “menos obvias” en que el derecho puede vulnerar o reafirmar la dignidad de sus destinatarios. La comparación es con aquellas formas “obvias” en las que el derecho configura una prohibición explícita a la ‘degradación’ (afectación a la capacidad de auto-respeto). Esta forma (la que se desarrolla en la segunda conferencia de DRR) es “menos obvia” pero al mismo tiempo es “más profunda, más extendida y está más íntimamente ligada a la naturaleza misma del derecho” (Waldron, 2012d, p. 49).
Esto significa que el derecho satisface la exigencia de legalidad cuando permite al destinatario ejercer autónomamente sus derechos. Esta forma de mostrar respeto por su autonomía/dignidad está “más íntimamente ligada a la naturaleza misma del derecho” porque, bajo esta comprensión, las normas primarias del derecho tienen como principal ejecutor al destinatario. Crucial para la reconstrucción que Waldron ofrece de esta comprensión fulleriana del derecho es el supuesto de que el destinatario de las normas primarias, como miembro de la comunidad y hablante competente que es, puede razonablemente aprehender el sentido locucionario e ilocucionario de aquellas normas. Este supuesto altera levemente el peso específico del “principio de claridad”, que forma parte del tradicional listado de ocho principios de la moral interna del derecho de Fuller. En la comprensión de Waldron, las competencias lingüísticas del destinatario aseguran fidelidad al derecho incluso, y especialmente, allí donde las normas primarias no se formulan como reglas, sino como estándares cuya aplicación exige ponderación (Waldron, 2011).38 Al hacer este movimiento, Waldron llega a conceder que ciertos estándares vagos (“predicados evaluativos”), como ‘razonable’, ‘apropiado’, ‘agresivo’, o ‘cruel’ o ‘degradante’, deben interpretarse, por jueces y destinatarios, disponiendo del criterio que Dworkin llamó “lectura moral” (Waldron, 2011, p. 75),39 pues esos conceptos abren un espacio para que hablantes competentes muestren que comparten una cultura común en torno a una práctica.40
La confianza que muestra Waldron por la convergencia interpretativa de jueces y destinatarios en torno a conceptos vagos se explica por la convicción que adquiere, en sus escritos tardíos, de que el propósito de la “moral interna” del derecho es ofrecer espacios al destinatario para aplicar el derecho autónoma y responsablemente. Dice Waldron en la segunda conferencia de DRR:
La auto-aplicación es una propiedad importante de la manera en que operan los sistemas jurídicos. […] Estos descansan en las capacidades de las personas de entendimiento práctico, auto-control, auto-supervisión y la modulación de su propio comportamiento sobre la base de normas que ellos pueden aprehender y comprender. Todo esto hace que el gobierno a través del derecho sea algo muy distinto de (digamos) el pastoreo de vacas con una picana de ganado o el dirigir un rebaño de ovejas con un perro. […] Un énfasis generalizado en esta auto-aplicación es, en mi concepción, propio del derecho, y lo distingue marcadamente de sistemas de gobierno que operan primordialmente a través de la manipulación, el terror y el comportamiento galvanizado (Waldron, 2012d, p. 52).
Esta propiedad distintiva del derecho es identificada, en los escritos tardíos, con el reconocimiento y reforzamiento de la “dignidad humana”. Esto contrasta con la comprensión temprana que Waldron tenía del proyecto de Fuller. A principios de los años noventa, Waldron se preguntaba si el objetivo del derecho, en el proyecto de Fuller, era (i) coordinar de modo eficiente la acción, (ii) permitir el ejercicio de libertad, o (iii) asegurar fidelidad al derecho (Waldron, 1994b). En esta contribución temprana, Waldron reconstruye los principios de la moral interna del derecho de Fuller en su mejor versión, sosteniendo que el objetivo último de estos principios es asegurar, en un marco de reciprocidad entre gobernantes y gobernados, la fidelidad de los segundos al derecho. Lo notable es que aquí el párrafo sobre (el reconocimiento de) la dignidad humana (como fundamento de la moral interna) de The Morality of Law (el mismo que aparecerá luego citado en la segunda conferencia de DRR) es descartado de plano como una respuesta satisfactoria a la pregunta: “¿para qué tenemos un sistema jurídico?” Esto porque Waldron interpretó entonces el párrafo como haciendo referencia a la libertad negativa del destinatario del derecho. En esa línea, afirmó que lo que había en el párrafo era una hipérbole, pues era absurdo pensar que un alejamiento de las exigencias de la moral interna del derecho transformaba automáticamente a sus destinatarios en “algo menos que un agente libre” (Waldron, 1994b, p. 267). Al interpretar la idea de responsabilidad como libertad negativa, Waldron pasó por alto la importancia de la ‘dignidad’ en el párrafo.41
Ahora bien, que en DRR ese párrafo sobre la dignidad de The Morality of Law se haya vuelto central, cuando fue descartado a principios de los años noventa, se explica por la influencia decisiva de la concepción dworkiniana del derecho en el esfuerzo de Waldron por responder las preguntas definitivas de la teoría del derecho. Recuérdese que en la primera conferencia de DRR la dignidad humana es presentada como un “principio” del derecho, en el sentido estrictamente dworkiniano del término. Como se dijo más arriba, Waldron nunca afirmó la primacía de una concepción dworkiniana por sobre otra: principios o integridad, ambos apuntan, en la comprensión de Waldron, a la misma idea; a un trasfondo cultural compartido entre aplicadores del derecho, sean jueces o destinatarios. La dignidad humana no es, entonces, un valor moral; es el fundamento del derecho. En estos términos, la teoría del derecho tardía de Waldron se muestra como la mejor versión de la idea de moral interna del derecho de Fuller, hecha posible por una reconstrucción, a su vez, de la mejor versión de la idea de integridad de Dworkin.
V. Conclusión
La conclusión del apartado anterior se sigue de una lectura atenta de las contribuciones de Waldron sobre teoría del derecho. Pero será probablemente una conclusión resistida por el medio académico hispanoparlante, porque el espectro de publicaciones aquí considerado es subestimado por este medio, por no ajustarse al canon de material doctrinario que el medio considera propiamente waldroniano. Concluyo con una última referencia a uno de los más importantes representantes de ese medio.
Roberto Gargarella introduce su reseña a Political Political Theory celebrando y destacando la publicación del volumen, con el objetivo explícito de “contrastar este libro con otros aparecidos en los últimos años, también del mismo autor que, sin carecer de valor, mostraban un nivel de interés o profundidad teórica menores” (Gargarella, 2016, p. 115). Gargarella se refiere, con “otros libros”, a obras como DRR y la colección Torture, Terror and Trade-Offs (Gargarella, 2016, nota 1). La razón por la que estas obras presentan, en opinión de Gargarella, un “nivel de profundidad teórica menor” –en comparación con LaD, DoL y los ensayos que componen Political Political Theory–, no se explica, en realidad, por la genuina profundidad teórica, mayor o menor, de las obras en cuestión. No hay nada más o menos profundo en LaD, por ejemplo, si se lo compara con la colección sobre tortura y terrorismo. La razón por la que Gargarella ve menos profundidad en estas otras obras, y en definitiva “menos interés”, es porque no se ajustan al canon filosófico que el medio hispanoparlante tradicionalmente asocia con Waldron: críticas a la revisión judicial y defensas a cierta concepción de la democracia.42 Political Political Theory contiene algunos ensayos de escasa profundidad (en particular los dos últimos), y no contiene ningún ensayo sustantivo sobre razonamiento jurídico, pero trae de vuelta las discusiones sobre revisión judicial y democracia, que el medio hispanoparlante considera en general “profundas” e “interesantes”. Gargarella y el medio probablemente ven en obras como DRR una laguna teórica; un excurso sobre filosofía moral que aleja al autor de las cuestionas en cuya discusión se muestra más coherente. En otras palabras, lo que el medio hispanoparlante no logra ver, en esas contribuciones, es el hilo conductor del proyecto general de Waldron. La tesis de este artículo es que esa miopía se debe a la nula atención que ha recibido el rol de la teoría dworkiniana del razonamiento jurídico en la obra de Waldron.
Una teoría del derecho “profunda” no puede sino tematizar, como lo hace DRR, la importancia del respeto al destinatario como principio del sistema jurídico. En esto Waldron anticipó y vislumbró el camino que la teoría del derecho debía recorrer después de articular coherentemente una comprensión no formalista de la función judicial. En los años noventa, Waldron le reprochó al positivismo ignorar la legislación como modo democrático de producción del derecho, y se preocupó de articular una concepción de la legislación como una actividad orientada por un mandato de integridad. Ese trabajo dejaba el camino despejado para volver a la función judicial, pero ahora reformulada como una función comprometida con un ideal de lealtad para con esa legislación democráticamente producida. Esa fidelidad a la legislación el juez la expresa persiguiendo en el ejercicio de su función la misma integridad que constriñe a los legisladores. Finalmente, en ese proceso de expansión la integridad debe alcanzar también a otros funcionarios del Estado encargados de aplicar el derecho, y en último término debe alcanzar a los propios destinatarios del derecho, pues ellos son los primeros aplicadores de las normas jurídicas. El derecho puede esperar de ellos, también, fidelidad. Esa expectativa de fidelidad que el derecho espera del ciudadano se funda en la dignidad humana, la cual debe serle reconocida y asegurada por el derecho mismo, por medio de la habilitación de espacios que le permitan al ciudadano el ejercicio autónomo de sus capacidades comunicativas, especialmente en aquellos contextos en los que el derecho autoriza el uso de alguna forma de coacción. En estos términos, la integridad dworkiniana, como vehículo del ideal de fidelidad al derecho, hace de eslabón entre una teoría de la legislación democrática y una teoría de la dignidad humana como principio del derecho.