No hace falta un espíritu excesivamente crítico para suscribir la impresión de que los derechos sociales constitucionales son a menudo una fachada brillante tras la cual se esconde un edificio en ruinas. Se trata, ciertamente, de un fenómeno que obedece a múltiples factores. Ya desde su irrupción como categoría histórica y teórica, la suerte de los derechos sociales ha estado anclada, de hecho, a mundos en tensión como son los del mercado, el trabajo o el propio estado. En las últimas décadas, a su vez, el debate acerca de su estatuto legal y constitucional ha tenido como punto central de referencia las múltiples crisis por las que atraviesa el Estado social tradicional, agravadas, en buena medida, por la caída del socialismo burocrático y el agotamiento de los proyectos socialdemócratas dominantes durante la guerra fría1. En ese marco, y sin ánimo de extenuar un tema cuya complejidad excede el tratamiento que puede darse en unas pocas páginas, este ensayo persigue tres objetivos. En primer lugar, indicar de forma sucinta cómo la crisis actual del estado social tiene su origen en ciertas 'patologías' ya presentes en el diseño del estado social tradicional. En segundo término, señalar de qué manera dichas patologías se han ahondado con las diversas ofensivas neoconservadoras desatadas contra sus elementos más igualitarios e incluyentes. Finalmente, sugerir algunas posibles líneas, teóricas pero también prácticas, para una remoción garantista y democrática de los límites del estado social tradicional que permita su conversión de simple estado social legislativo y administrativo en verdadero estado social constitucional.
Introducción: los derechos sociales en el constitucionalismo previo a la consolidación del estado social legislativo
Como es sabido, el constitucionalismo moderno, en particular el surgido de las revoluciones estadounidense y francesa en el siglo dieciocho, es un fenómeno anterior a la consolidación del capitalismo. Los derechos sociales, en cambio, son el fruto de las contradicciones generadas por la evolución de dicho sistema o, más bien, de los actores sociales que el capitalismo engendra y de los intereses en torno a los cuales éstos se articulan. De allí que la relación entre constitucionalismo y derechos sociales se presente como una relación compleja, en ocasiones de oposición, a veces de mutuo soporte y complemento.
La llamada "cuestión social", de hecho, no hará eclosión sino hacia la segunda mitad del siglo diecinueve. Sólo a partir de entonces, como producto de la agudización del conflicto entre las clases poseedoras y aquellos sectores sociales empobrecidos y excluidos por el capitalismo liberal, podrá pensarse en una progresiva constitucionalización de los derechos sociales, bien a través de su incorporación explícita en los textos constitucionales de la época, bien mediante su admisión indirecta como producto de la desconstitucionalización del carácter indisponible de la propiedad privada o de las libertades contractuales.
Mientras, las intervenciones estatales no pasan de ser mínimas y vergonzantes leyes laborales inspiradas antes en el pietismo o en la caridad que en la idea de igualdad social. En realidad, el estado liberal decimonónico se resuelve en un estado de pobres, de menesterosos, que interviene para resolver un problema de orden público suscitado en los amplísimos márgenes del mercado laboral y no para incitar la reproducción regular de mano de obra. Un estado que, reticente a una intervención compensatoria en sentido fuerte, delega el control social a una serie de instituciones de sostenimiento mínimo y disciplina suficiente que comprenden desde hospitales y conventos hasta casas de caridad y socorro, asilos o sopas de pobres (vid. Alonso, 1999).
De esa suerte, a lo largo de casi todo el siglo diecinueve el papel constitucional de los derechos sociales no pasa de ser el de cláusulas políticas de compromiso, a menudo promovidas por élites conservadoras o liberales reformistas como una forma de dotarse de legitimidad y de desarticular los movimientos sociales que persiguen un reconocimiento más amplio de sus intereses. En ciertos casos paradigmáticos, como el del estado social autoritario de Bismarck, en Prusia, los derechos sociales aparecen, precisamente, como concesiones otorgadas ex principis por razones de oportunismo político y con el objeto de neutralizar las crecientes demandas sociales, y no como conquistas obtenidas desde abajo mediante la participación de los propios colectivos interesados.
Los fundamentos contradictorios del Estado social legislativo
Ya en el siglo veinte, los derechos sociales experimentan un renovado impulso tanto a través de las experiencias reformistas que alumbran el estado social en el mundo anglosajón y en los países escandinavos como mediante el ensayo revolucionario que tiene lugar en el viejo imperio ruso. Otros procesos intermedios, que no consiguen llevar adelante con éxito ninguna de las dos vías, como el previsto por la Constitución de Weimar, en 1919, o por la Constitución de la República Española, en 1931, terminan por naufragar.
El advenimiento del Estado totalitario en esos países puede, de hecho, considerarse el reflejo del estrepitoso fracaso a la hora de proyectar el contenido garantista del estado liberal en un Estado social y democrático de derecho. Al final de la segunda gran guerra, todo parece presagiar una crisis terminal del dominio capitalista. Las luchas sociales se multiplican y el poder social y político de los trabajadores crece tanto en los países centrales de la economía mundial como en los de la periferia y semi-periferia. Sin embargo, la guerra radicaliza el curso de muchas existencias. El miedo a nuevas variantes, reaccionarias o revolucionarias, de violencia social, instaura las condiciones favorables para una experiencia de refundación social (Rosanvallon, 1995).
Sobre ese trasfondo, justamente, se consolida el estado social como una especie de acuerdo o compromiso implícito de clase, expresado en un pacto asimétrico entre capital y trabajo: el llamado pacto keyensiano. A tenor de dicho acuerdo, que permite al capitalismo disfrutar, en los siguientes treinta años, de una nueva "época dorada" de expansión sin precedentes, el trabajo acepta la lógica de la ganancia y del mercado como principales guías de la asignación de recursos en el ámbito micro, a cambio de participar en la negociación de la distribución del excedente social en el ámbito macro.
Cobra así forma una nueva variante de capitalismo, regulado, disciplinado, que sin embargo no deja de ser capitalismo. institucionaliza distintos sistemas de transferencias parciales pero no consigue remover las desigualdades sociales. Desradicaliza los conflictos pero no los elimina. Nuevos espacios de dominio y de libertad cobran vida. También el derecho se socializa, con consecuencias ambiguas. La consolidación del derecho del trabajo y de la seguridad social, la introducción de límites a la autonomía contractual civil, el desarrollo de criterios objetivos de responsabilidad, la irrupción del derecho de daños (derecho de accidentes o infortunios) y la difusión, por fin, de las Constituciones sociales supone, en efecto, la juridificación de intereses de colectivos vulnerables hasta entonces excluidos del contrato social. Pero al mismo tiempo, expresa la necesidad de estabilizar ciertos requisitos indispensables para la reproducción estable y pacificada de los intereses mercantiles (Ewald, 1986). De esa manera, el estado social actúa con una mano izquierda que se ocupa de la cuestión social y una mano derecha que se encarga de promover los intereses económicos privados. Desmercantiliza, por un lado, una serie de bienes y servicios que se convierten en el eje central de la ciudadanía social keynesiana. Pero actúa, por otro, como un instrumento de asentamiento del mercado y de generación de mercados secundarios, favoreciendo el proceso de acumulación privada (vid. Esping Andersen, 1993).
Desde el punto de vista constitucional, es principalmente a través de la tesis del carácter "programático" de los derechos sociales constitucionales como las democracias occidentales emergentes en la posguerra responden, con mayor o menor éxito, a las tendencias estructurales hacia la consolidación del estado social. La constitucionalización de los derechos sociales es concebida, sin embargo, en un sentido débil, en la medida en que éstos se consideran mandatos políticos o, si acaso, normas sólo de efecto indirecto, mediato. Cumplen una función básicamente de cobertura, de habilitación, que permite al legislador incursiones en esferas que el constitucionalismo liberal le vedaba radicalmente. Pero no adquieren, en ningún caso, el status de verdaderos derechos subjetivos: casi nunca resultan justiciables y su concreción aparece supeditada a la interposición legislativa y administrativa.
Así, la construcción del estado social continúa y profundiza la tradición del positivismo legalista afincada en la idea de un legislador virtuoso, con facultades prácticamente incontroladas, encargado de gobernar, en su calidad de "señor" del derecho, las condiciones de oportunidad para el desarrollo del contenido normativo de los derechos sociales constitucionales. El estado social tradicional, en definitiva, se presenta como un estado social legislativo y, sobre todo, administrativo, que sin embargo no consigue articular una red garantista similar a la diseñada en su momento para la protección de los derechos liberales clásicos. En consecuencia, su puesta en marcha se produce en un contexto de inclusión social pero también de progresiva autoprogramación del aparato estatal, proceso que, en última instancia, se realiza en abierta tensión con principios elementales del estado de derecho clásico, como los de legalidad, control y publicidad (vid. Ferrajoli, 1982; Habermas, 1998).
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Así, el estado social tradicional desarrolla una lógica legal al mismo tiempo inclusiva y excluyente. A diferencia de los principios de generalidad y abstracción que informan la actuación legislativa del estado de derecho clásico, las intervenciones del estado social se muestran propicias a la multiplicación de espacios de legalidad atenuada y decisionismo administrativo. Tienen lugar, ciertamente, intervenciones a favor de sectores vulnerables hasta entonces privados de los beneficios reales de la ciudadanía. Pero son sobre todo aquellos grupos organizados, capaces de presionar corporativamente en las instituciones estatales, los principales beneficiarios de las políticas sociales. Con el capitalismo fordista como trasfondo, la protección legal de los derechos sociales se subordina en gran medida a la garantía de los derechos laborales y se concede, de manera selectiva, al precio de una doble desprotección:
Por un lado, la de aquellos sectores que no consiguen acceder a la ciudadanía a través del trabajo formal: mujeres, extranjeros, minorías −y a veces mayorías− étnicas. Y por otro, la de ciertos recursos naturales: tierra, agua, alimentos, esenciales para la satisfacción de las necesidades radicales de las personas, que sin embargo se consideran objeto de explotación pública o privada casi ilimitada. De ese modo, se resiente el principio de generalidad en la satisfacción de los derechos sociales y su prestación queda a menudo expuesta a la comisión de delitos y daños ecológicos, a vulneraciones al derecho de consumo de bienes y recursos básicos o a graves discriminaciones sexuales o raciales (Santos, 1999).
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En segundo lugar, la politización del estado que permite la articulación de sus tareas reformistas desde el punto de vista legal tiene lugar al precio de una progresiva despolitización de la esfera no estatal y privada, lo cual termina por debilitar tanto los mecanismos de control institucional del poder como los de control social, no sólo en lo que se refiere a la participación directa de los ciudadanos en la protección de los derechos sociales, sino también en su capacidad de presión sobre los aparatos institucionales de control.
En efecto, el tipo de ciudadanía que caracteriza al estado social tradicional se presenta pronto como una fuente de códigos de convivencia política que permite reforzar los elementos más progresistas de la democracia liberal, convirtiéndola en democracia social (Alonso, 1999). Sin embargo, el esquema de arreglos corporativos sobre los que se asienta conduce a las principales organizaciones vinculadas a la reivindicación de los derechos sociales (partidos de masa y sindicatos) a intensos procesos de oligarquización que acaban por separarlas de su base social y convertirlas en una prolongación burocratizada de las instituciones estatales. A resultas de ello, los propios espacios de decisión y control, legislativos, administrativos y jurisdiccionales, se autoprograman de manera creciente, ahondan sus patologías burocráticas y se exponen, en último término, al asalto mercantilista de un sinnúmero de poderes privados.
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Por eso, y a pesar de su eventual impacto en términos igualitarios e incluyentes, la prestación de derechos no deja de desarrollarse en un entorno preñado de componentes paternalistas y clientelares. En buena medida, el intervencionismo que expresan los derechos sociales se convierte objetivamente en un medio de costear la reproducción y cualificación de la fuerza de trabajo (a través de las prestaciones de sanidad, seguridad social, vivienda, educación pública etcétera) y en un mecanismo de disciplina e integración social, en cuanto sólo se obtienen si se ha participado en el proceso productivo como trabajador, aceptando, por consiguiente, las condiciones del mercado de trabajo.
Mientras más corporativo o residual el Estado social de que se trate, mayor es la tendencia de las instituciones estatales a concebir los derechos sociales como concesiones institucionales planificadas desde "arriba", según criterios tecnocráticos, y dirigidas a reducir la compleja problemática del trabajador a la del simple consumidor y la del ciudadano por la del cliente del estado social (Cabo Martín, 1997). Ese proceso, como es evidente, sumerge a los derechos sociales en un ámbito de opacidad en el que prosperan los privilegios y la corrupción y en el que los costes y la ineficacia de las políticas sociales, caracterizadas por la discrecionalidad administrativa, las distorsionadas formas de mediación partitocrática y el enquistamiento de poderes invisibles, estatales y paraestatales, inmunes a mecanismos adecuados de control político, jurisdiccional o social, se elevan en forma creciente.
3. El embate neoconservador: crónica de una regresión política y jurídica
Tras un largo ciclo expansivo que disimula parcialmente las tendencias patológicas del estado social tradicional, sus bases materiales e ideológicas sufren un fuerte cuestionamiento. Las múltiples crisis económicas que sacuden al capitalismo industrial, sus transformaciones tecnológicas y productivas, el fracaso del comunismo burocrático y la defección de algunas de la más conspicuas socialdemocracias occidentales, preparan el terreno para el asalto neoconservador al estado social.
A partir de la década del setenta, la imposibilidad de compatibilizar la expansión de las grandes corporaciones con el aumento de los derechos de los trabajadores acaba por generar presiones inflacionistas imprevistas y una desenfrenada carrera por la reducción de costos sociales. Dicho proceso, agravado por la extensión de los mercados financieros en detrimento de los productivos, contribuye a socavar y fragmentar la base de apoyo sobre la que se asentaba el contrato constitucional del Estado social tradicional. El capital se torna cada vez más fluido y abandona sus anclajes territoriales. El trabajo, en cambio, se vuelve fragmentario, disperso y discontinuo. Ocurre entonces que en virtud del estrecho vínculo entre prestaciones laborales y prestaciones sociales la "flexibilización" de las primeras conduce a la negación de las segundas. La "deslocalización" y la "destemporalización" de las relaciones laborales, por su parte, ponen al descubierto los límites del proyecto de inclusión del estado social tradicional. Así, el aumento de la precariedad y de la desocupación estructural desnudan la brecha existente entre los derechos relativamente protegidos de una minoría de trabajadores estables y los inexistentes o residuales derechos sociales reconocidos a una gran mayoría de excluidos o de precarios partícipes del mercado laboral formal.
Es el caso de los derechos de las mujeres, concedidos en el estado social tradicional de acuerdo a un modelo paternalista y sobregeneralizador del derecho laboral y del derecho de familia que, más allá de los parciales avances, afianza su dependencia del varón en la medida en que, en última instancia, sólo protege de manera limitada a la mujer en la esfera pública del trabajo remunerado, al tiempo que deja prácticamente intacta la esfera privada, en la que ésta provee de cuidado y trabajo no retribuido y resulta, con frecuencia, objeto de diversas formas de explotación y dominación (Pateman, 1988). O las demandas de los inmigrantes pobres quienes, expulsados de las zonas periféricas como producto del quiebre de los tímidos o frustrados intentos de consolidar allí sistemas políticos y jurídicos medianamente garantistas, apenas si acceden a un estatuto de lumpen-ciudadanía, con derechos sociales mínimos (o inexistentes) que les permiten una incorporación debilitada al mercado laboral con el objetivo de cubrir ciertos puestos de trabajo "indeseables" y de contribuir a la recuperación de la base demográfica de la seguridad social. Pero sin obtener por ello, en la mayoría de los casos, el reconocimiento de genuinos derechos de participación y de ciudadanía política. O los derechos, en fin, de todos aquellos sectores que directamente no consiguen ingresar en el mercado formal (niños, personas con discapacidades físicas o mentales, grupos marginales, desempleados urbanos y rurales de larga duración) y que pasan a engrosar una suerte de infraclase con escasas posibilidades de inserción.
Todo ello, como es obvio, debilita la acción reivindicativa de los colectivos más vulnerables, la cual se ve privada de su raíz objetiva y de las posibilidades de solidaridad horizontal que el propio proceso productivo había favorecido en la gran fábrica fordista (Bronzini, 2000). Así, a diferencia de los intereses vinculados a la expansión mercantil, de articulación relativamente fácil, los intereses de los más colectivos más débiles no pueden tomarse ya, en el marco de la crisis del estado social tradicional, como un dato previo. Exigen, por el contrario, una dificultosa y constante recomposición, lo cual altera y desequilibra el pretendido alcance "imparcial" del programa normativo del constitucionalismo social tradicional.
En ese contexto, las distintas ofensivas neoconservadoras (neoliberales y, con diversa intensidad, socialiberales), en su afán de eliminar aquellos controles políticos al mercado que, desde sus premisas, constituyen un cepo que atenaza la eficiencia, el crecimiento económico y el ejercicio de la autonomía patrimonial, acaban por desatar un escandaloso aumento de las desigualdades sociales que reduce de manera drástica la autonomía individual y colectiva de vastos sectores de la sociedad. Pero, sobre todo, que agudiza los rasgos más patológicos del estado social tradicional, incurriendo en nuevas y graves violaciones de los principios que informan el estado de derecho e instalando, con dispar intensidad de acuerdo al contexto, elementos de una inconfundible regresión autoritaria (Cabo Martín, 1997).
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Así, lejos de devolver al principio de legalidad un papel central, de acuerdo a las exigencias del estado de derecho, las políticas indiscriminadas de privatización y reducción de servicios públicos, la minimización de un garantismo laboral arduamente construido a lo largo del siglo y la consiguiente desarticulación del alcance universal de las prestaciones sociales ahondan las intervenciones selectivas y clientelares. Las políticas sociales de ciudadanía articuladas durante el estado social tradicional son progresivamente reemplazadas por políticas asistenciales precarias y focalizadas, ligadas a grupos excluidos del mercado laboral formal que, al mismo tiempo, resultan estigmatizados como grupos "no normales", culpables de su propia exclusión.
Se abre paso, así, la conversión, originariamente impulsada en el mundo teórico y político del estado social residual anglosajón, pero cada vez más extendida al ámbito de los estados sociales del resto de los países centrales y de la periferia, del Welfare al Workfare, del estado social de derechos al estado social contributivo, de deberes. Para esta concepción, los derechos sociales tradicionales constituyen perniciosos ejemplos de derechos sin deberes y, por lo tanto, fuente de irresponsabilidad y dependencia de las personas. De lo que se trataría, en consecuencia, es de introducir un nuevo pragmatismo caracterizado por el control milimétrico de los menguantes subsidios sociales y por la obligatoriedad en la búsqueda y aceptación de empleo, independientemente de su calidad y estabilidad. Pero en la realidad, la retórica de los deberes va dirigida a los estratos más débiles y casi nunca a los fuertes. Los primeros tienen que resignar derechos presentados como insaciables; los segundos, en cambio, deben ser "incentivados" y, por consiguiente, librados de las incómodas trabas que suponen los controles jurídicos. La excesiva redistribución es presentada, en suma, como un impedimento para la producción y el crecimiento: "hay que enriquecer al buen samaritano antes de pedirle solidaridad".
De esa suerte, se incentiva una política social de mínimos, para unos ciudadanos mínimos que no pueden gestionar ni acceder a la previsión privada de sus riesgos y acuden, dependiente y subordinadamente, a un sector público más asistencial que distributivo. Y allí donde esa última y frágil red de contención se quiebra o directamente no existe, el paso obligado es el del estado social al estado carcelario, mecanismo paradigmático de control y represión social en virtud del cual el estado social neoconservador embiste simultáneamente contra los derechos de libertad, políticos y sociales y se hermana, regresivamente, con el victoriano estado pietista, de pobres, carente de un proyecto colectivo de construcción social (vid. Wacquant, 2000).
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Un proceso de este tipo, evidentemente, no contribuye al control y al disciplinamiento del poder. Por el contrario, sólo es posible al precio de una creciente oligarquización del estado y de la sociedad y de una degradación ostensible de las condiciones de existencia y subsistencia de la democracia política y social. Un nuevo constitucionalismo fiscal, que alía al conservadurismo anti-liberal de Schmitt con el liberalismo conservador de Hayek, viene a dar cobertura a ese proceso. Se proclama la necesidad de debilitar las facultades de regulación social de los parlamentos, sometiéndolas al escrutinio de guardianes supuestamente neutros y más eficaces, como los bancos centrales o las Agencias de Calificación de Deuda, todos ellos, a su vez, reacios a todo control político o electoral y con un poder que ni Mosca o Pareto hubieran imaginado (Scheuerman, 1997).
En consecuencia, lo que se promueve en la mayoría de los casos es una concepción delegativa y plebiscitaria de la democracia (O'Donnell, 1994) reducida a una periódica competición electoral encargada de legitimar la aplicación decisionista de programas que se dirigen a eliminar los controles jurídicos a los poderes privados y a limitar en cambio las posibles garantías de los derechos sociales impulsadas tanto en sede política como en los espacios autónomos surgidos en el seno de la sociedad. En su nueva adecuación funcional a este escenario, los propios órganos jurisdiccionales resignan, de forma más o menos abierta, su obligación de aplicar el contenido normativo del constitucionalismo del estado social y pasan a convertirse en instrumento de garantía de los derechos patrimoniales y de las exigencias de una nueva lex mercatoria pactada por poderes privados, cuya funcionalidad depende de transacciones seguras y previsibles protegidas contra los riesgos de incumplimientos unilaterales. Esta es, también, una de las dimensiones salientes que adopta la llamada judicialización de la política en el marco del desmantelamiento del Estado social (Santos, 1999).
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En ese contexto, no sorprende que los embates neoconservadores, contra su pretendida profesión de fe liberal, restrinjan enormemente los ámbitos de publicidad e incrementen una panoplia de macro y micro poderes invisibles, a la sombra, eximidos de todo tipo de responsabilidad. Así, aunque los ordenamientos actuales se insertan en escenarios y relaciones cada vez más complejos e interdependendientes, la llamada sociedad de la información apenas se concentra en los elementos más simples, aislados y fragmentados de la realidad, escamoteando a los ciudadanos la posibilidad real de informarse y visualizar las tensiones estructurales de las que derivan la concentración e impunidad de poderes de distinta laya y la correlativa erosión de sus propios derechos (vid. Himmelstrand, 1997).
Este fenómeno puede advertirse especialmente en el ámbito internacional, donde los poderes aludidos operan de manera prácticamente secreta y son capaces de moverse con mayor agilidad que los sistemas de control, anclados en los límites del estado nación. Baste con pensar en propuestas como las del Acuerdo Multilateral de inversiones (AMI), que desde 1995 comenzó a negociarse, casi en la clandestinidad, en el marco de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), con el objetivo, no de regular al capitalismo financiero que ha venido a socavar al capitalismo industrial sobre el que se sostenía el estado social tradicional, sino a los gobiernos nacionales. El AMI, que tuvo su prolongación clónica en reuniones posteriores como las de Seattle, aspiraba a adquirir el status jurídico de un tratado internacional, inmune a los controles económicos, ambientales, sanitarios o laborales de cualquier reglamento o ley nacional. No extraña, por tanto, que, consciente de la carga legitimatoria del derecho, el entonces secretario general de la Organización Mundial del Comercio (OMC), Renato Ruggiero intentara presentar al AMI como nueva "Constitución de una economía global única", es decir, como una especie de Grundnorm del ordenamiento internacional.
Ocurre así que la reformulación restrictiva y autoritaria del estado social propuesta por el neoliberalismo se convierte en una suerte de pendiente resbaladiza hacia el estado de naturaleza, caracterizado por el inminente desgobierno de las expectativas ciudadanas, las intervenciones arbitrarias y un permanente caos en los actos más elementales de supervivencia o convivencia. La gobernabilidad neoconservadora, esgrimida de forma recurrente contra la supuesta ingobernabilidad de las democracias, supone la estabilidad del absolutismo de las mayorías políticas y del mercado, pero no la de las personas. La incertidumbre, ligada a la inestabilidad, pasa a constituir, por el contrario, el obstáculo principal para la reactivación de la esfera pública. La velocidad que el capitalismo tardío imprime a las transacciones mercantiles, sobre todo en el plano internacional, se convierte en factor clave para una vertiginosa acumulación de macropoderes, sólo posible al precio de una constante inseguridad en torno al estatuto de los derechos fundamentales. A ese terreno movedizo, siempre amenazado, son progresivamente desplazados los derechos sociales, pero también, una vez más, los clásicos derechos civiles y políticos, el derecho a un ambiente sano e incluso, en las relaciones internacionales, el derecho de los pueblos al desarrollo y a la paz.
3. Las tareas del estado social constitucional: mejores garantías, más democracia
Esta situación de volatilización y eficacia decreciente de los derechos sociales como producto de su colonización burocrática y mercantil puede explicarse, ciertamente, recurriendo a la historia y a la sociología del derecho. Pero no se deriva ni se encuentra inscrita en la estructura de la mayoría de los ordenamientos constitucionales modernos y de los tratados internacionales sobre derechos humanos. Éstos, por el contrario, establecen las bases normativas para una recomposición y transformación del estado social tradicional, propiciando su conversión de simple estado legislativo y administrativo en verdadero estado constitucional y democrático de derecho, es decir, en un sistema de garantías frente a los poderes públicos y privados a la altura, al menos, del diseñado para los derechos civiles en el estado de derecho clásico.
En las condiciones actuales, la efectividad de un proyecto de este tipo exige una renovada aproximación al constitucionalismo como instrumento de auto-contención política, económica y ecológica, de desaceleración de la acumulación de poderes y de reconstrucción de la solidaridad entre los miembros más vulnerables de la sociedad. Y comportaría, por tanto, una profundización, al mismo tiempo garantista y democrática, de los clásicos principios de legalidad, publicidad y control del poder: de los poderes públicos y privados, estatales o supraestatales, con el objeto de facilitar una estrategia constitucional compleja y beligerante dirigida a proteger, mediante mecanismos jurídicos y extrajurídicos, los derechos sociales de todas las personas, esto es, los derechos a recursos básicos que permitan a todos llevar una vida digna, maximizando su autonomía y minimizando el daño y la dominación.
Desde esas premisas, una estrategia compleja de protección de los derechos sociales debería, posiblemente, comenzar por asumir la multiplicidad de ámbitos de socialización y conflicto en los que deben garantizarse, individual o colectivamente, las necesidades radicales de los y las más débiles. El mundo del trabajo y la producción, en sus diversas y cambiantes modalidades. Pero también aquellas esferas en las que actúan no ya como trabajadores sino también como ciudadanos, consumidores, o simplemente como seres humanos: las distintas formas de familia, los centros de detención, el entorno ecológico, las relaciones contractuales vinculadas al consumo de bienes y servicios elementales (electricidad, agua potable, alimentos), las relaciones jurídicas entre naciones o simplemente aquellas trabadas a propósito de procesos migratorios, sobre todo tratándose de colectivos que persiguen su supervivencia en un país o región distintos al de su origen. En segundo término, debería asumir la diversa función de los actores llamados a operar como custodios constitucionales de los derechos sociales. Los actores institucionales, como el legislador, la administración o los jueces. Pero muy especialmente, los propios ciudadanos y colectivos vulnerables, organizados y movilizados. Se trataría, en suma, de promover un modelo que favorezca la circulación y mutuo reforzamiento de un sistema múltiple de protección de los derechos sociales. Una red normativa en la que tanto las garantías institucionales como las sociales o ciudadanas puedan ser definidas, más allá de los distintos controles intermedios, a través de la opinión y la activa participación de los interesados directos (Cohen y Rogers, 1995)
3.1. El papel de las garantías político constitucionales
Hoy, tanto el derecho internacional de los derechos humanos como la mayoría de las Constituciones modernas2 recogen una serie de garantías políticas de los derechos sociales, requisito indispensable para la reconstrucción de un espacio público democrático. Estas garantías, concebidas como garantías primarias, establecen en un complejo haz de obligaciones positivas y negativas, dirigidas tanto al legislador como a la administración, que le imponen:3
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En primer lugar, una obligación negativa de no regresividad. Es decir, que en la medida en que el estado social es una realidad limitada pero en parte ya efectiva, el legislador y la administración deben respetar y no interferir en la libertad de acción y uso de aquellos recursos básicos que los individuos o las colectividades hayan alcanzado por sí mismos, a través de terceros o del propio estado, si ello los coloca debajo de un nivel de vida digna y no ayuda a quienes están en peor situación (Fabre, 2000). Esta obligación podía considerarse secundaria en la fase de creación y maduración del estado social tradicional. Pero adquiere especial relevancia en un contexto en el que el desmantelamiento de los derechos sociales tiene lugar a través del propio estado, que no deja de intervenir en las relaciones económicas, sino que simplemente altera la dirección de dicha intervención en un sentido con frecuencia violatorio de derechos sociales ya reconocidos.
En ese sentido, la prohibición de regresividad constituye un corolario obligado de la noción del estado social como distribuidor no sólo ya de beneficios sino también de sacrificios, es decir, como garante no sólo de derechos sociales positivos sino también de derechos sociales negativos. Conforme a esta prohibición, expresión del contenido normativo mínimo e indisponible de los derechos sociales constitucionales, pero también de principios clásicos del constitucionalismo liberal como la no discriminación, la igualdad formal o el debido proceso, sólo serían admisibles aquellas restricciones capaces de superar un estricto escrutinio de razonabilidad, es decir, las que, sin colocar a las personas debajo de un nivel de vida digna, resulten indispensables para la expansión general del sistema de derechos y respeten, en todos los casos, los principios de compensación adecuada y prioridad de los sujetos más débiles (favor debilis). 4
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En segundo término, como complemento de la prohibición de regresividad, le viene atribuido al legislador un deber positivo de progresividad. Esto es, no sólo un deber de mantener el bienestar obtenido, sino además la obligación de promocionar su satisfacción positiva y gradual. Naturalmente, se trata de un deber que exige, también en virtud del principio de prioridad de los más débiles, la introducción de tratamientos jurídicos desiguales, aunque positivos, dirigidos a compensar a personas o colectivos oprimidos o marginados. Esto supone, evidentemente, la necesidad de políticas de igualación sustancial, de acciones positivas e incluso de discriminaciones inversas. Pero no excluye, sino todo lo contrario, la articulación de políticas sociales universales que permitan una reconstrucción en sentido sustantivo del principio de generalidad de la ley. Así, por ejemplo, las distintas variantes, ampliamente debatidas en sede teórica, de rentas básicas incondicionales: para todas las personas, durante toda la vida; para todas las personas, durante una cierta cantidad de tiempo; para las personas de la tercera edad, para todos los niños, etcétera.5 Tales prestaciones, aparentemente más costosas, resultarían a la larga más legítimas y eficaces. Por un lado, porque permitirían ampliar la autonomía individual y colectiva de las personas, favoreciendo las condiciones para su autogo-bierno y conjurando los elementos de estigmatización y clientelismo que suponen las políticas sociales condicionadas a pruebas de recursos (means tested). Por otro, porque, al simplificar la gestión de las prestaciones sociales, contribuirían a moderar la corrupción y a minimizar, en suma, los costes de la mediación técnico-burocrática característica de buena parte de los regímenes asistenciales tradicionales (Ferrajoli, 1999).
Naturalmente, la puesta en práctica del derecho a una renta básica incondicionada no excluye otras propuestas de garantía de los derechos sociales, sobre todo, aquella del reparto del empleo a través de la reducción de la jornada laboral. Apoyadas en una inevitable y simultánea distribución de la riqueza, ambas medi-das podrían constituir, en el contexto de crisis de los sistemas tradicionales de compensación del desempleo, además de una vía de generalización del derecho al trabajo estable y de calidad, la base de un indisponible y universal derecho social a la existencia autónoma. Un derecho en el mejor de los casos complementario, pero no dependiente, de la eventual vinculación al mercado laboral formal o de otras prestaciones sociales de las que se pueda disfrutar6.
En tercer lugar, frente a la creciente privatización de recursos y servicios que conforman el objeto de los derechos sociales, le incumbe más que nunca a los poderes públicos, si no ya la gestión directa de dichos recursos, la irrenunciable obligación de proteger los intereses de las personas en los mismos frente a afectaciones provenientes de agentes privados. Esta obligación exige ampliar el ámbito de aplicación de la llamada Drittwirkung constitucional, es decir, la posibilidad de vincular a los poderes sociales y económicos al cumplimiento, en materia de derechos sociales, a las obligaciones de respeto, promoción y no discriminación. Sobre todo, en situaciones existentes de especial subordinación e indefensión de los destinatarios frente a prestadores privados (empleadores, proveedores de servicios públicos de salud, educación, agua potable, alimentos, electricidad, arrendadores de tierra o vivienda), así como en aquellas otras que, bajo el amparo de la Constitución, pudieran crearse por vía legal.
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Finalmente, y moderando la férrea presunción de legalidad que ha dado cobertura a las actuaciones y omisiones "opacas" del estado social tradicional, adquiere una nueva dimensión el deber legislativo de información, publicidad y justificación tanto de los actos como de las omisiones de gobierno que atañan a los derechos. En lo que respecta a los derechos sociales, corresponde al legislador y a la administración la obligación de probar e informar regularmente si se están adoptando, y de qué manera, las medidas que hagan posible el cumplimiento de las obligaciones antes mencionadas, incluida la utilización del máximo de recursos humanos, tecnológicos, informativos, naturales y financieros disponibles en el cumplimiento de los derechos y las directivas sociales.
En un esquema institucional interesado en la recuperación del principio de transparencia en el manejo de los recursos públicos, esta obligación de información ocupa un lugar capital. Por un lado, constituye una garantía de certeza y seguridad jurídica, en tanto permite a los destinatarios de los derechos conocer de antemano cualquier posible alteración o restricción arbitraria en el goce de los mismos, lo cual abre a su vez la posibilidad de alegar ante las instancias respectivas en ejercicio de su derecho al debido proceso. Y, desde una perspectiva más general, representa un deber especialmente sensible a los controles ciudadanos, en la medida en que su incumplimiento o su cumplimiento defectuoso pueden operar como elementos de deslegitimación ante la opinión pública, mitigando de esa manera la amplia impunidad con la que los órganos estatales suelen actuar en estos ámbitos.
3.2. Las garantías jurídico constitucionales como instrumentos de control y democratización
Ciertamente, la experiencia reciente del estado social ha enseñado que la operatividad de las garantías políticas de los derechos constitucionales no puede dejarse librada a la benevolencia, la autorregulación o la mera auto-limitación de un legislador "virtuoso" o de un poder político "bueno". Mucho menos cuando las instituciones legislativas realmente existentes son paulatinamente vaciadas de sus facultades efectivas de intervención o colonizadas por diferentes poderes corporativos. Eso no quiere decir que las mayorías legislativa no puedan ser un freno contra minorías autoritarias, sobre todo de tipo económico. Pero es preciso tener cuidado de que las burocracias así legitimadas no acaben con la creatividad de otras minorías y con la propia democracia como construcción permanente desde "abajo", como implicación constructiva de la ciudadanía. Precisamente, con el objeto de remover la frecuente impunidad en la vulneración de las obligaciones estatales primarias por parte de las mayorías políticas coyunturales, las Constituciones modernas suelen contemplar una serie garantías constitucionales secundarias, jurisdiccionales e incluso semi-jurisdiccionales (Defensores del Pueblo, Comisiones de Derechos Humanos), dirigidas a resolver las antinomias y a colmar las lagunas jurídicas producidas como consecuencia de la violación de las garantías legislativas primarias.
Estas intervenciones, en la medida en que pretenden introducir un relativo control entre poderes a través de diferentes medidas de presión sobre el legislador y la administración, podrían concebirse como un elemento no de reducción o limitación de los ámbitos de discusión democrática sino, por el contrario, de desbloqueo de las constricciones que a menudo les vienen impuestos por presiones corporativas de distinta índole, evitando de ese modo el naufragio tecnocrático o simplemente plebiscitario de los deberes políticos en materia de derechos sociales.7 Esa es, o si se prefiere, debería ser, desde una fundamentación antes republicanista que liberal, la función principal de los límites constitucionales a la discrecionalidad legislativa, límites que habilitan la posibilidad de actuaciones jurisdiccionales dirigidas a pedir cuentas al legislador por las vulneraciones comisivas u omisivas de derechos, a exigirle plazos razonables para su reparación y, sin imponerle un único medio de hacerlo, a demandarle que ponga en marcha alguno de los que se encuentran a su alcance (Abramovich y Courtis, 1997).
Así, las Constituciones modernas, tanto en los sistemas de filiación kelseniana como en aquellos tributarios de la judicial review, autorizan a la jurisdicción constitucional, en caso de lesiones legislativas absolutas al deber de no regresividad, a la expulsión, anulación o inaplicabilidad a posteriori de normas o actos jurídicos que vulneren el contenido mínimo de los derechos sociales constitucionales. Asimismo, en aquellos supuestos de lesiones legislativas relativas, producidas por la concesión de privilegios discriminatorios o compensaciones insatisfactorias a determinados grupos en perjuicio otros, los tribunales han utilizado mecanismos correctores como las sentencias aditivas de prestación, que permiten extender los beneficios de la norma sobre derechos sociales a colectivos irrazonablemente exlcuidos.
También, desde una perspectiva si se quiere más deliberativa, dirigida a evitar una expropiación jurisdiccional lisa y llana de los conflictos constitucionales de las sedes legislativas, se han utilizado controles de tipo preventivo, como en el sistema francés o el irlandés, o recomendaciones y reenvíos jurisdiccionales al legislador instándolo a que, en un determinado plazo, rediscuta y reforme, él mismo, la legislación en aquellos casos en los que se hayan concedido privilegios o compensaciones insuficientes en materia de derechos sociales. Las sentencias de inconstitucionalidad sin nulidad, utilizadas en el ordenamiento alemán, las sentencias "aditivas de principio", usadas en el italiano, y otros tipos de sentencias "bilaterales", podrían resultar, bajo ciertos recaudos, una vía alternativa para promover controles intermedio: garantistas, pero idóneos, al mismo tiempo, para impulsar y expandir, y no para sofocar, el debate democrático acerca de lo declarado "indecidible", que no "indiscutible", por la Constitución.8
Incluso en casos de vulneración de derechos sociales por omisión absoluta del deber de no progresividad, frente a los que suele esgrimirse la imposibilidad de la justiciabilidad, cabe siempre pensar en la posibilidad de requerimientos jurisdiccionales al legislador para que informe, para que haga público, en suma, si está utilizando, y de que manera, todas las medidas posibles y hasta el máximo de sus recursos para la satisfacción de los derechos sociales. Además, naturalmente, de establecer las compensaciones e indemnizaciones en los casos concretos por violaciones provenientes tanto de los poderes públicos como de los privados. Hipótesis que, de hecho, no han faltado ni en el ámbito de la responsabilidad del estado o de los prestadores de servicios públicos previstas por el derecho administrativo, ni en el de la responsabilidad de los particulares prevista por el derecho Civil.
Desde posiciones restrictivas suele sostenerse que las normas que estipulan las obligaciones estatales en materia de derechos sociales son por lo general demasiado vagas y que, por lo tanto, no son susceptibles de un adecuado control jurisdiccional. Así presentado, sin embargo, el argumento no resulta de recibo. En realidad, se trata de una dificultad de la que no están exentos el resto de los derechos constitucionales y que obliga a concebir la certeza jurídica, antes que como punto de partida, como producto y punto llegada (piénsese en el alcance semántico, nada inequívoco, de normas como las que protegen el derecho a la vida, a la libertad de expresión u otros derechos civiles clásicos). Constituye, en suma, una vaguedad sólo relativa, que no equivale a ininteligibilidad y que es deber de los operadores jurídicos colmar, bien mediante una hermenéutica controlada y debidamente motivada, bien mediante el perfeccionamiento del propio lenguaje constitucional. A esos efectos, podría recurrirse a la formación técnica de los órganos jurisdiccionales encargados de lidiar con la información necesaria para precisar el contenido contingente de las obligaciones de un estado determinado en materia de derechos sociales o incluso a la creación de organismos especializados en dicha tarea. Un cometido similar al que por otro lado ya realizan, en el ámbito internacional, los Comités de expertos en derechos sociales de Naciones Unidas, la Organización internacional del Trabajo o, más recientemente, la Unión Europea.
3.3. Las garantías sociales. La ciudadanía como custodio último de los derechos sociales
Ahora bien, si el papel de estas garantías políticas y jurisdiccionales resulta esencial a la hora de reconstruir una estrategia de protección amplia de los derechos sociales, conviene no perder de vista que un programa constitucional de garantías institucionales de los derechos, por más exhaustivo que fuera su diseño, resultaría incompleto, irrealista y en última instancia, fútil, sin la existencia y permanente promoción de múltiples y robustos espacios ciudadanos en condiciones de garantizar socialmente la eficacia de las respectivas garantías institucionales y de conjurar su ya probada tendencia a la autoprogramación. No se trata, como pretende cierto comunitarismo de cuño schmittiano, de supeditar la eficacia de la Constitución a la existencia de una comunidad pre-política, homogénea, sin la cual todo programa normativo resultaría vacuo. Más bien, se trata de tener en cuenta que un proyecto garantista constreñido a operar en el contexto de sociedades complejas no puede sino descansar en la articulación, no ya unitaria, pero sí plural, de actores sociales capaces de recoger, perfeccionar y profundizar una cultura constitucionalista en materia de derechos sociales. Dicho en otros términos: no en la praxis virtuosa de la sociedad o de una clase única concebidas como sujetos de gran formato, sino en una pluralidad de actores con derechos y deberes de presionar y participar directamente en la formulación y activación de las garantías institucionales de los derechos sociales, así como en procurarse mecanismos de autotutela de los mismos. Y ello, tanto por razones de legitimación como de eficacia.
De legitimación, ya que sólo un amplio proceso deliberativo y dialógico impulsado desde abajo, por los propios colectivos involucrados, puede propiciar un esquema de derechos sociales no sólo para los más débiles sino con los más débiles. Es decir, no meras concesiones tecnocráticas, paternalistas, que conciban a los destinatarios de los derechos antes como objetos que como sujetos de las políticas sociales, sino apropiaciones plurales y auto-conscientes de la defensa e interpretación de los derechos constitucionales por parte de las "generaciones presentes" y, sobre todo, de los potenciales afectados. Conquistas autónomas, en suma, que permitan crear, en un proceso de continuada actividad instituyente y llegado el caso, constituyente, verdaderos espacios de contrapoder social con los que contrarrestar la tendencia a la autoprogramación de los poderes mercantiles y de las burocracias administrativas integradas por expertos (Capella, 1993).
De eficacia, ya que, a menudo, el voto puede ser un mecanismo delegativo eficaz para hacer las leyes, pero no siempre para gestionar su aplicación. En ese sentido, las organizaciones cívicas y sociales pueden suministrar información "de campo" sobre las necesidades prioritarias de las personas de la que el Estado no dispone, además de un mejor control en la articulación, aplicación y seguimiento de las políticas sociales respectivas. Lo cual, en definitiva, también contribuye a reducir los costos de los "esfuerzos del bienestar" (piénsese en áreas como salud, seguridad en el trabajo o control en la construcción de viviendas, donde un control ciudadano de la ejecución de la normatividad respectiva bien puede resultar más eficaz y menos expuesto a la corrupción que el de un cuerpo compuesto exclusivamente por inspectores y funcionarios administrativos).
Es cierto que, con frecuencia, las señales e impulsos emitidos desde espacios autónomos de la sociedad civil resultan, sobre todo en aquellas sociedades en las que el propio subsistema jurídico no reúne condiciones mínimas de autonomía funcional, demasiado débiles como para provocar a corto plazo procesos de aprendizaje en el subsistema político o para reorientar los procesos de toma de decisiones (Habermas, 1998). Sin embargo, eso no autoriza a despachar sin más su potencial democratizador. Así, son de interés, en lo que respecta a la participación en la elaboración de garantías políticas, las iniciativas legislativas ciudadanas vinculadas a la maximización de derechos sociales (como la Carta Vasca de Derechos Sociales), las cuales, a diferencia de los referendum, permiten un mayor grado de reflexión y deliberación colectiva a la hora de llevar a las instituciones las demandas prioritarias. O los foros cívicos sobre presupuestos participativos (como los de Porto Alegre, en Brasil, con más de diez años de duración) en los que son los propios ciudadanos quienes deciden una parte de las prioridades sociales en materia presupuestaria. Este tipo de propuestas, atractivas precisamente en la medida en que no se reducen a camuflados ejercicios de manipulación plebiscitaria, parten de la necesidad de socializar la política para obtener un mejor reparto de la riqueza y pueden considerarse, en ese sentido, como una alternativa garantista, posible y deseable, tanto al paternalismo distributivo sin autogestión como a la participación estéril incapaz de incidir en las formas de producción y apropiación de la riqueza (Genro y Souza, 2000).
En lo que concierne a la participación y presión para la elaboración de las garantías jurisdiccionales, por su parte, son igualmente relevantes ciertos mecanismos procesales de petición colectiva de tutela de los derechos sociales, como las class action o las acciones de interés público, impulsadas en contextos constitucionales tan diversos como los de Estados Unidos, Sudáfrica, Colombia, India o Argentina. Éstas, sorteando los límites individualistas de los mecanismos tradicionales de protección jurisdiccional, posibilitan demandas de efectos colectivos, impulsadas tanto por los propios afectados (grupos sin agua, sin techo, sin tierra) como por asociaciones cívicas (de consumidores, de ambientalistas, de derechos humanos) interesadas en su representación. En ese sentido, alientan la proliferación de comunidades de interpretación jurídica y constituyen un medio idóneo para incidir en jurisdicciones inermes y eventualmente conservadoras, al tiempo que contribuyen a reducir los gastos de justicia derivados de la multiplicación de recursos particulares.
Se trata, en suma, de favorecer la posibilidad de que las personas accedan a los ámbitos en los que se desarrollan las garantías políticas y jurisdiccionales como a lugares, espacios o escenarios predispuestos por las instituciones pero en los cuales sujetos diversos a ellas desarrollan su propia actividad. Ciertamente, estas posibilidades de participación pueden complementarse con otras formas de autotutela directa de los bienes y recursos que constituyen el objeto de los derechos sociales. En un sentido democrático, la Constitución debe verse también como un proceso abierto, inacabado, cuya interpretación y desarrollo incumbe no sólo a los operadores jurídicos formalmente autorizados sino también a los propios ciudadanos (vid. Estévez Araujo, 1996).
Desde esa óptica, el ejercicio de derechos sociales procedimentales como el derecho de asociación o de huelga, la autogestión de recursos o la propia desobediencia civil pueden, llegado el caso, representar una fuente de cuestionamiento del derecho vigente pero no válido en su cotejo con las disposiciones constitucionales y convertirse, por consiguiente, en valiosos mecanismos de defensa y actualización de la Constitución.
Ese podría ser hoy, de hecho, el papel de foros alternativos en materia de derechos sociales que actúan a nivel local e internacional, así como de numerosas experiencias autogestionarias en materia de servicios públicos o de producción, como las redes de comercio ecológico, justo y solidario, que tienen poca significación en cuanto a las cantidades económicas en que se mueven, ya que ponen en relación a algunas pequeñas producciones con núcleos de pocos consumidores, pero en cambio tienen una significación alta, no sólo para esos productores y consumidores muy concretos, sino como propaganda de formas alternativas de mercado que son posibles (Villasante, 1999). O el renacimiento, en general, del cooperativismo y del asociacionismo tanto en los países avanzados como en los periféricos, fenómeno que debe reputarse como una prueba, no sólo del fracaso de las regulaciones institucionales propias del estado social tradicional, sino también, y sobre todo, del propio estado neoconservador, que se ha mostrado incapaz, desde su lógica del egoísmo y la ganancia privada, de satisfacer las necesidades colectivas de vastos sectores de la sociedad. Un análisis que, por otra parte, también podría extenderse a las innovaciones posfordistas en el mundo de la producción, susceptibles de operar, no ya como un factor de exclusión y desarticulación laboral sino, por el contrario, como un elemento propicio para una mayor y renovada "democracia salarial" en las empresas (cfr. Gorz, 1997; Coriat, 1993).
4. El desafío de la globalización
Por último, es evidente que a la vista de la creciente globalización de la economía, una estrategia compleja de protección de los derechos sociales debería, hoy más que nunca, asumir la imposibilidad moral y fáctica de un estado social constitucional en un sólo país o región privilegiada del planeta. En ese sentido, la superación de los estrechos límites nacionales del estado social tradicional demanda la recreación del aludido triple nivel de garantías constitucionales: políticas, jurisdiccionales y ciudadanas, ante todo en el plano local, pero también en el regional, estatal e internacional. Ello exigiría promover, simultáneamente, la todavía tímida nacionalización de las garantías hoy existentes en el plano internacional y la internacionalización de los mecanismos estatales de garantías. Por ejemplo, la ya mencionada aplicación por los tribunales estatales de los parámetros interpretativos utilizados por organismos internacionales como los Comités de derechos sociales de la O.I.T. o Naciones Unidas, así como la progresiva permeabilidad, en términos generales, de un constitucionalismo nacional de ciudadanos a los imperativos de un constitucionalismo internacional de personas. Y, en un sentido inverso, el establecimiento, a escala supranacional, de aquellas garantías políticas, hoy nacionales, de control de los poderes privados, que permitirían un flujo positivo de recursos financieros hacia las regiones y países más vulnerables del planeta y condiciones racionales de consumo e intercambio entre las regiones satisfechas y aquellas sumergidas. Sobre todo, un acuerdo global para el desarme de los capitales financieros, a través de impuestos a los intercambios especulativos (la llamada Tasa Tobin) las inversiones directas en el extranjero o aquellas con impacto ecológico. Además, claro está, de medidas indispensables como la negociación en términos radicales de la anulación de la deuda externa a los países pobres (como contrapartida, por otro lado, de la deuda social y ecológica contraída durante siglos por los países centrales en dichas regiones) o la sujeción, cuanto menos, de la actuación de organismos como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la O.M.C., a los supuestos garantistas previstos en las Cartas internacionales de derechos humanos, los Convenios de base de la O.I.T. o los Acuerdos Multilaterales en materia medioambiental.
5. A modo de conclusión. Constitucionalismo, democracia y derechos sociales: en busca de los sujetos perdidos
Una vez más, la efectividad de este esquema de garantías depende no sólo de un adecuado diseño normativo e institucional como de la existencia y promoción, no ya, como se ha dicho, de un agente social unitario, sino de múltiples actores capaces de hacer valer los derechos sociales en, fuera, contra, e incluso más allá de los órganos estatales en su conjunto. El lenguaje jurídico de los derechos, en realidad, sólo puede arraigar a condición de una simultánea recreación del lenguaje y la actuación de lo político y de lo social. Por eso, la construcción de contrapoderes democráticos no puede verse como un simple complemento de la estrategia de los derechos, sino como la única alternativa realista para garantizar su efectividad (Barcellona, 1995).
En la crisis del estado social tradicional, y sin perjuicio de las particularidades contextuales, ninguno de los eventuales impulsores de los derechos sociales (partidos, jueces, sindicatos, nuevos y viejos movimientos sociales) se encuentra, de hecho, en condiciones de reclamar un papel garantista privilegiado, libre de antemano de las patologías burocráticas y mercantilistas que infectan o acechan a otros poderes. Por eso, una estrategia compleja de protección requiere que los límites y garantías institucionales impuestos a la propia esfera estatal se extiendan igualmente a la esfera no estatal. Es decir, que todos los actores, institucionales y extra-institucionales, vinculados a la reivindicación de los derechos sociales, se sometan a las exigencias de democracia interna, controles y publicidad, disipando los riesgos de alumbrar nuevas formas de corporativismo o despotismo descentralizado.
Todo ello, en último término, supone la reinvención de partidos, sindicatos y movimientos cívicos y sociales en un sentido que les permita coincidir en uniones, redes y confederaciones, locales e internacionales, con vocación constitucionalista. Es decir, con una vocación universalista que coincida con una práctica particularista y que facilite la articulación de un proyecto más político, menos sectorial y más solidario. Un proyecto austero, sobrio e integral de alternativa civilizatoria, capaz de impulsar una efectiva difusión del poder y de relacionar, pluralmente, derechos sociales y trabajo, derechos sociales y medio ambiente, derechos sociales y feminismo, derechos sociales y minorías culturales, derechos sociales y federalismo, derechos sociales en suma, y necesidades básicas de todas las personas (Santos, 1999).
Naturalmente, esta alianza entre constitucionalismo y una renovada democracia del "trabajo" en sentido amplio, capaz de afrontar el deterioro de la tradicional "sociedad de empleo", requiere importantes esfuerzos políticos y económicos, la reversión del despilfarro y de las desigualdades de acceso al consumo hoy dominantes y una amplia desconcentración y distribución de recursos básicos. En un clima de hegemonía de valores neoconservadores e insolidarios, de un estrecho realismo de corto plazo y de un cansancio general de la política, una demanda de este tipo puede parecer más cercana al optimismo de la voluntad que al de la inteligencia. Se trata, en todo caso, de los costos del constitucionalismo democrático, claramente menos oneroso y más idóneo para garantizar la paz social y la igual consideración de la dignidad de las personas que cualquier otro sistema de autoridad política conocido (Preuss, 1998). Ponderar la complejidad de la tarea es, en última instancia, una manera de propiciar la impostergable renovación de las fuerzas democráticas.