In framing a government which is to be
administered by men over men, the
great difficulty lies in this: you must
first enable the government to control
the governed and in the next place
oblige it to control itself
Federalist Papers 51, James Madison
Introducción
En este trabajo me propongo reflexionar sobre un tema muy amplio, - como son los desafíos del constitucionalismo en América Latina, tomando como objeto de estudio un problema específico que afecta a varias de las nuevas democracias de la región: los poderes legislativos de excepción del ejecutivo. Intentar repensar los dilemas del constitucionalismo en América Latina a la luz de este tópico no es caprichoso. Durante la última década, una gran mayoría de los estudios sobre consolidación democrática en América Latina han visto en la capacidad del ejecutivo de legislar por decreto uno de los síntomas más evidentes de la debilidad del Estado de Derecho y de la falta de responsabilidad constitucional del ejecutivo en la región. El fenómeno, por otra parte, no es aislado. En América Latina cuentan hoy con esta facultad constitucional los presidentes de Argentina, Brasil, Perú, Colombia y, aunque con carácter más limitado, los de Chile y Ecuador.1
La pregunta central que pretendo responder es porqué una constitución democrática habría de consagrar la capacidad del ejecutivo de legislar sin acuerdo previo de la legislatura. En contraste con las interpretaciones que ven en estos poderes el legado de un pasado autoritario, o el fruto de la influencia que el líder del ejecutivo ejerció sobre el proceso de diseño constitucional, quisiera avanzar la hipótesis de que los decretos legislativos han sido a menudo creados por los constituyentes (sean estos legisladores, ejecutivos o cortes de justicia) como instrumentos de gobernabilidad necesarios para hacer frente a una situación de crisis en la que los mecanismos de pesos y contrapesos operan como obstáculo para la adopción de rápidos cambios legislativos. Es precisamente a la luz de esta hipótesis que quiero replantear la problemática del constitucionalismo en las nuevas democracias latinoamericanas.
Dividiré el artículo en tres partes. En la primera, me referiré a la crítica normativa que se ha realizado con respecto a la capacidad de legislar del ejecutivo a fin de contrastarla con la explicación de carácter positivo que intento desarrollar. En una segunda parte, voy a apoyar mi hipótesis en un análisis empírico de los procesos de cambio constitucional en Brasil en 1988 y Argentina en 1994 que llevaron a la incorporación de estos instrumentos. Por último, voy a concluir con una reflexión teórica e histórica acerca de los dilemas que el constitucionalismo latinoamericano ha enfrentado y enfrenta para encontrar un balance adecuado entre gobierno efectivo y gobierno limitado.
I. Planteo del problema
En un régimen democrático, el concepto de Estado de Derecho refiere esencialmente a un sistema de reglamentación de derechos fundado en leyes de carácter general creadas por representantes elegidos por el pueblo por medio de un proceso de deliberación pública en el que mayorías y minorías tienen oportunidad de hacer valer sus distintos puntos de vista frente a la ciudadanía. Cualquiera sea la modificación o el añadido que hagamos a esta definición, es evidente que la lógica de un Estado Democrático de Derecho se quiebra cuando la potestad de legislar se confiere a un órgano de carácter unipersonal y no deliberativo, como lo es normalmente la autoridad ejecutiva. En este sentido, un jefe de gobierno capaz de adoptar medidas legislativas de vigencia inmediata podría no sólo legislar sin el debido control de la legislatura sino también hacerlo sin someterse al escrutinio público que es fundamental para que los ciudadanos puedan hacerlo responsable de sus decisiones por medio del voto o de la opinión pública.2
Esta consideración normativa, por cierto impecable, fue la que motivó el pesimismo inicial de muchos estudiosos del proceso de consolidación democrática en América Latina durante la última década. observando que desde mediados de los años 80, países en proceso de democratización como Bolivia, Argentina, Perú y Brasil adoptaron planes de estabilización económica y reformas estructurales de mercado por decreto del ejecutivo, varios autores llegaron a la conclusión de que la transición a una economía de mercado generaba una dinámica política que obstaculizaba la transición plena hacia una democracia constitucional.3 Fue precisamente refiriéndose a este fenómeno que O'Donnell acuño el gráfico término de democracia "delegativa" para referirse al surgimiento de un nuevo tipo de democracia, de baja calidad, en la que las elecciones son limpias y competitivas pero en donde el líder del ejecutivo, una vez electo, gobierna a voluntad sin rendir cuentas a ningún otro poder.4
Esta visión se vio reforzada por los argumentos de los así llamados críticos del presidencialismo, el sistema de gobierno que más frecuentemente se asocia al uso de estos poderes. De acuerdo a autores como Juan Linz, Alfred Stepan, o Arend Lijphart, entre otros, el presidencialismo es un sistema de separación de poderes que concentra poder ejecutivo en un partido o individuo a la vez que carece de mecanismos para superar la parálisis de gobierno en aquellos casos en que el partido del presidente no controla una mayoría en la legislatura. Es por esta razón, así se argumentaba, que un presidente minoritario, pero de elección popular, tiene fuertes incentivos para superar la parálisis utilizando decretos legislativos sin autorización alguna de la legislatura.5
El problema de algunas de estas proposiciones fue su falta de apoyo en esquemas analíticos y estudios empíricos detallados acerca de las razones por las cuales se recurría a la legislación por decreto. En primer lugar, no se distinguía claramente los casos en que un presidente utilizaba estos poderes en forma extralegal de aquellos en que lo hacía fundado en una delegación expresa de la legislatura, en una cláusula constitucional o en una interpretación de la justicia que autorizaba su uso bajo ciertas condiciones. En segundo lugar, y para los casos en que existían cláusulas expresas o interpretaciones de la constitución que permitían al ejecutivo legislar por decreto, no se proveía explicación alguna de porqué se había operado tal transformación constitucional. Sea cual fuere el caso, se interpretaba que nos encontrábamos frente a una situación de quiebre constitucional en la que el presidente usurpaba facultades que le corresponden legítimamente a la legislatura.6
Con el fin de cuestionar estas interpretaciones y suplir el vacío explicativo existente propongo como hipótesis que los decretos legislativos se incorporan a una constitución fruto de una preocupación compartida por los constituyentes acerca de cómo mantener un régimen político estable en contextos institucionales con escasa capacidad para producir rápidas decisiones o cambios de política legislativa en situaciones de crisis.7 Los contextos institucionales a que me refiero son aquellos que incorporan los mecanismos clásicos del modelo de balances y contrapesos, tales como la separación de poderes entre ejecutivo y legislativo, el bicamericalismo, el federalismo, y la capacidad de las cortes de declarar inconstitucionales leyes y actos de gobierno.
Como es sabido, el diseño de balances y contrapesos tiene por principal objetivo limitar el poder que una mayoría electoral puede otorgar a un partido. Esto se logra dividiendo el poder de modo tal que existan diversos actores (presidentes, segundas cámaras, o cortes constitucionales) cuyo acuerdo sea necesario para producir cambios en la legislación existente. Los beneficios de este sistema son claros y han sido invocados con frecuencia por sus partidarios: induce mecanismos consensuales de decisión, resguarda los derechos de las minorías y asegura el control mutuo entre poderes.8 Por otra parte, al reducir los costos de perder una elección popular los principios de balances y contrapesos contribuyen a la cooperación entre gobierno y oposición, ingrediente necesario para alcanzar un régimen democrático estable.9
No obstante estas virtudes, un sistema de balances y contrapesos puede tornarse, bajo ciertas circunstancias, en un obstáculo para la gobernabilidad de un régimen político. Como lo observan varios autores, a medida que crece el número de instancias de veto en una constitución y las mismas son controladas por partidos con posiciones contrapuestas, aumenta la probabilidad de que ciertos cambios legislativos no se produzcan o sólo se logren a un alto costo en materia de tiempo y recursos.10 Esto quiere decir, en otras palabras, que a menos que una cohesiva mayoría partidaria domine los distintos puntos de veto o que estando bajo control de distintos partidos estos últimos coincidan acerca del sentido y extensión del cambio legislativo que se requiere, el sistema de balances y contrapesos tiende a asegurar una relativa continuidad de la política legislativa vigente. Esta inercia legislativa, quizás valiosa bajo condiciones normales de gobierno, podría poner en peligro la supervivencia misma del régimen político si éste se viera afectado por una repentina crisis que torne necesario introducir un rápido cambio en el status quo. Ante esta situación, el inmovilismo o el retraso legislativo podrían tener costos más altos que una decisión adoptada sin el consenso requerido por el sistema.11
Una forma de evitar ese peligro es precisamente dotar al ejecutivo de instrumentos para inducir la cooperación de los legisladores en el cambio de legislación. Algunos de esos instrumentos, conocidos como "poder de agenda", se limitan a constreñir a los legisladores a optar dentro de una serie de alternativas fijadas de antemano por el ejecutivo y/o hacerlo bajo estrictos límites de tiempo.12 Algunos ejemplos de este poder, como el someter una ley al voto negativo o positivo de la asamblea (sin que esta pueda proponer reformas) u otorgar prioridad a las leyes enviadas por el gobierno, se hallan a menudo en regímenes parlamentarios. otros instrumentos, más frecuentes en regímenes de tipo presidencial, son los llamados decretos legislativos, cuya característica principal es dotar al ejecutivo en casos de emergencia de la capacidad de implementar medidas con inmediata fuerza de ley. En otras palabras, mientras el simple poder de control de agenda reduce el margen de opción de los legisladores los decretos legislativos transfieren al ejecutivo la capacidad de introducir cambios legislativos en forma unilateral.
Esta característica de los decretos legislativos es obviamente la que le ha dado a los mismos tan mala reputación como instrumentos de concentración de poder. Es preciso observar, sin embargo, que los decretos legislativos no eliminan en forma absoluta los principios de separación de poderes. Si bien los mismos habilitan al ejecutivo para introducir cambios legislativos en forma unilateral, en ningún caso pueden permanecer como ley a futuro sin algún tipo de ratificación ex post de la asamblea legislativa. Las diferencias radican aquí en el tipo de ratificación que se requiere. Si la ratificación es tácita, basta la inacción de la legislatura para que el decreto quede convalidado. Si la ratificación es expresa, en cambio, es preciso el voto afirmativo de la legislatura para que el decreto permanezca a futuro como ley. La primer regla, por supuesto, le otorga al ejecutivo un margen mayor de discrecionalidad.
Quienes conciben la presencia de decretos legislativos en una constitución como el legado de reformas producidas bajo regímenes autoritarios o como reflejo directo de la influencia que tuvo el líder presente o futuro del ejecutivo sobre el proceso constituyente suelen pasar por alto el hecho de que la creación inicial de esos instrumentos no tiene por fin suprimir sino simplemente moderar, ante situaciones de extrema gravedad y urgencia, los principios de separación de poderes. Esto puede explicar porqué la introducción de distintas variantes de decretos legislativos puede en muchos casos ser apoyada no sólo por quienes controlan o esperan controlar el ejecutivo sino también por legisladores, jueces y representantes de partidos de la oposición motivados por razones generales de eficiencia. Pasaré a desarrollar este punto con mayor detalle en la próxima sección.
II. Emergencia Económica y Cambio Constitucional en Brasil y Argentina
He tomado como estudios de caso los procesos de cambio constitucional ocurridos en Brasil y Argentina hacia fines de los años 80 y comienzos de los 90. La razones que me han llevado a esta selección de casos son metodológicas y sustantivas al mismo tiempo. Desde el punto de vista metodológico, Brasil y Argentina presentan un grado óptimo de similitud y diferencias como para poder distinguir claramente los factores que explican la introducción de decretos legislativos en una constitución democrática de los factores que permiten dar cuenta de las posibles variaciones existentes en su diseño. Desde un punto de vista sustantivo, el interés en estos casos deriva de que ambos figuran entre los ejemplos más notorios (quizás junto con Perú) de lo que los estudiosos del proceso de democratización en América Latina han llamado "gobierno por decreto."
En términos de las variables explicativas propuestas, podemos observar que tanto Brasil como Argentina iniciaron el proceso de transición a la democracia con constituciones presidencialistas caracterizadas por la separación de poderes entre ejecutivo y legislativo, una legislatura dividida en dos cámaras con iguales poderes sobre la aprobación de leyes, una organización federal de estado y un sistema de justicia que, siguiendo al modelo americano, dotaba a los jueces en general y a una corte suprema en última instancia con la capacidad de controlar la constitucionalidad de los leyes y actos de gobierno. Por otra parte, ambos países enfrentaron desde mediados de los 80, junto con Bolivia y Perú, una de las peores crisis económicas en América Latina, una combinación fatal de hiperinflación, déficit fiscal y crecimiento económico negativo que de acuerdo a los principales agentes económicos locales e internacionales sólo podía superarse mediante un cambio drástico de la tradicional política de regulación estatal de la economía a la ortodoxia de mercado.
En ninguno de los dos casos, sin embargo, tenía el partido de gobierno control sobre una mayoría unificada y cohesiva de legisladores que apoyaran en ambas cámaras una ruptura radical con la política económica imperante. La situación era claramente problemática en Brasil, donde el presidente estaba forzado a gobernar con una coalición legislativa multipartipartidaria en la que el partido mayoritario (o al menos un número importante de sus miembros) favorecía mantener una fuerte presencia del estado en la administración económica.13 Pero también lo era en Argentina, donde a pesar de que el partido del presidente controlaba el senado y contaba con el apoyo de partidos menores para alcanzar una mayoría en la cámara de diputados, enfrentaba la resistencia de un número importante de sus legisladores cuyos intereses estaban vinculados al mantenimiento de una política económica intervencionista.14
A pesar de la presencia de estos factores comunes, veremos que los actores que participaron en el proceso de transformación constitucional fueron distintos en ambos países. Mientras que en Brasil una mayoría de legisladores relativamente independientes del ejecutivo dominaron el proceso constituyente de 1988, en Argentina el proceso de cambio constitucional iniciado a comienzos de los 90 tuvo como actores predominantes a los jueces de la Corte Suprema de Justicia y al presidente en ejercicio. Es precisamente esta diversidad la que nos permitirá comprender la diferencia entre origen y tipo de decretos legislativos en cada país.
II-A. La reforma constitucional en Brasil
La primer constitución democrática que incorpora la figura de los decretos legislativos en Brasil es la constitución de 1988, creada para sustituir la constitución autoritaria de 1967.15 De acuerdo al artículo 62 de la nueva constitución, el presidente puede adoptar medidas provisorias de carácter urgente sin acuerdo previo de la legislatura. Las mismas deben ser sometidas inmediatamente al congreso para su revisión y de no ser convertidas en ley dentro de los 30 días, pierden eficacia desde el día de su promulgación.
Para los efectos del análisis que propongo, dos son las características que merecen destacarse del proceso constituyente que llevó a la incorporación de estos poderes. En primer lugar, la constitución fue diseñada por legisladores que pertenecían al congreso ordinario en funciones. Si bien la mayoría de legisladores (305 sobre 559) pertenecía al Partido del Movimiento Democrático Brasilero (PMDB), que era formalmente parte de la coalición de gobierno, estos eran escasamente disciplinados y se hallaban políticamente distanciados del presidente en funciones, José Sarney.16 En segundo lugar, y como lo demuestran varios estudios sobre el proceso, la intención de la mayoría de los constituyentes era limitar el poder del presidente, erradicando los poderes más odiosos y anti-democráticos que le había otorgado la constitución de 1967. El más importante entre ellos era precisamente el llamado "decreto-ley", el poder del ejecutivo de emitir medidas que adquirían el carácter de leyes permanentes si el congreso no las rechazaba en el improrrogable plazo de 45 días.17
Esto presenta, a primera vista, una paradoja. Si lo que buscaban era reducir los poderes del ejecutivo, cómo explicar entonces que los legisladores decidieran conferir al presidente nuevamente la facultad de legislar por decreto? Parte de la respuesta se halla en las diferencias sustantivas que a ojos de los legisladores existían entre los decretos-ley del gobierno autoritario y las medidas provisorias del futuro gobierno democrático.18
Durante el régimen de la constitución de 1967, un decreto legislativo se convertía automáticamente en ley permanente si el congreso no aprobaba una ley derogatoria del mismo. Las medidas provisorias, en cambio, se convierten en ley permanente si y sólo si ambas cámaras del congreso les dan expresa aprobación. Estas diferencias son ciertamente importantes: en tanto que en el caso del decreto-ley le bastaba al gobierno bloquear su derogación en el congreso para que las normas creadas permanecieran a futuro, en el caso de las medidas provisorias se requiere obtener el apoyo de una mayoría en ambas cámaras del congreso para lograr el mismo efecto. Es obvio que el posible control de los legisladores es mayor en el segundo que en el primer caso.19
Este análisis, sin embargo, no responde a la obvia pregunta de porqué no se suprimió de plano esta facultad. Nelsom Jobim, uno de los miembros más prominentes de la Comisión de Sistematización que elaboró el primer proyecto de constitución, provee las claves fundamentales para responder a este interrogante. Tres fueron las razones fundamentales que, a su juicio, llevaron a los legisladores a adoptar el instituto de las medidas provisorias: 1) el usual retraso del congreso en aprobar leyes, 2) el alto grado de fragmentación partidaria en Brasil que crea gobiernos con insuficiente apoyo legislativo, y, 3) en vistas de estos dos factores antecedentes, la necesidad de dotar al ejecutivo de instrumentos para resolver situaciones de crisis, que se consideraban endémicas en Brasil.20
Como bien indica Jon Elster, es una generalización con suficiente apoyo empírico el que los constituyentes se hallan a menudo influenciados por el fracaso de constituciones precedentes dado que ello les sirve de guía para construir el peor escenario.21 Un mecanismo de este tipo parece haber operado durante el proceso constituyente de 1988. Al tiempo de elaborar la constitución, era una opinión compartida tanto entre los actores políticos en general como entre los constituyentes en particular que la caída de la democracia en Brasil en 1964 se debió principalmente a los obstáculos que una legislatura fragmentada en varios partidos había creado para la existencia de un gobierno eficiente y decisivo.22 La necesidad de un gobierno de este tipo era claramente visible si tomamos en cuenta las circunstancias económicas y sociales que rodearon la sanción de la constitución de 1988.
En Febrero de 1986, Sarney utilizó los poderes de decreto que le otorgaba la constitución de 1967 para implementar el llamado Plan Cruzado, un programa de estabilización económica dirigido a reducir una tasa de inflación que para 1985 había alcanzado el 226.09 por ciento anual.23 Las medidas esenciales del plan incluían la creación de una nueva moneda y el congelamiento general de precios y salarios. Desde el punto de vista de los constituyentes, nada indicaba que un futuro presidente no estaría forzado a tomar medidas semejantes. De hecho, luego del breve éxito del primer plan de Sarney, los niveles de inflación saltaron del 229.7 por ciento en 1987 al 682 por ciento anual en 1988. Si tenemos en cuenta estas condiciones podemos ver que, en verdad, el real problema para los constituyentes no era si incorporar o no el recurso de decretos legislativos sino como hacerlo sin que los mismos se prestaran al abuso y usurpación de potestades legislativas por parte del ejecutivo.
En efecto, una vez decidida la incorporación de decretos legislativos por las razones mencionadas, los legisladores se abocaron a la tarea introducir límites al uso de los mismos. Fue precisamente fundados en esa idea que los constituyentes adoptaron la regla de la aprobación expresa en vez del mecanismo de convalidación tácita de decretos que establecía la constitución de 1967. Fue también inspirados en el mismo objetivo que los miembros de la Comisión de Sistematización incluyeron en el primer proyecto de constitución la provisión de que las medidas provisorias sólo podían ser utilizadas por el presidente previo pedido de un primer ministro que actuaría, según aquel proyecto, como jefe de gobierno sujeto a responsabilidad política frente a la legislatura.24
Hacía el final del proceso constituyente, esta última limitación fue dejada de lado dado que una mayoría de legisladores (344 sobre 556) votaron a favor del mantenimiento del sistema presidencialista tradicional, sin la inclusión de un primer ministro. Dado este resultado, algunos autores como Keith Rosenn observan que el mantenimiento de las medidas provisorias se debió a un imperdonable descuido de los constituyentes.25 Esta afirmación, sin embargo, carece de suficiente sustento.
Si bien es cierto que muchos de los legisladores que participaron en la Comisión de Sistematización aprobaron la inclusión de medidas provisorias sólo bajo la condición de que se crearía un primer ministro responsable ante la asamblea legislativa, no se sigue de ello que la mayoría de los miembros del plenario participaran del mismo parecer. De hecho, como lo sugiere Nelson Jobim en una reciente declaración sobre el tema, hay evidencia para creer que la mayoría de los constituyentes favorecían el mantenimiento de las medidas provisorias para situaciones de urgencia con independencia de que se incorporase o no la figura de un primer ministro responsable ante la asamblea.26 En otras palabras, existieron diferencias importantes en cuanto a los límites que debía tener el poder del presidente, pero estas no necesariamente afectaron el consenso básico de los legisladores acerca de la importancia de dotar al ejecutivo de instrumentos de gobernabilidad en situaciones de crisis.27
II-B. La reforma constitucional en Argentina
El proceso constituyente en Brasil presenta un paralelo interesante, tanto por sus similitudes como por sus diferencias, con lo ocurrido en Argentina hacia el comienzo de los años 90. Al igual que en Brasil, el origen de los decretos legislativos en Argentina se encuentra en la necesidad de evitar una situación de parálisis o demora legislativa durante una emergencia económica. Sin embargo, las reglas que regulan el uso de decretos son diferentes en ambos países. Mientras que la constitución Brasilera adoptó, como vimos, la regla de la aprobación expresa, en Argentina, rige desde 1990 una decisión de la Corte Suprema de Justicia que establece la regla de la aprobación tácita, la cual coloca al ejecutivo en este país en una posición estratégicamente más ventajosa para legislar por medio de este instrumento. Esta importante diferencia, como veremos a continuación, se relaciona con el desigual control que en ambos países tuvo inicialmente el gobierno y la oposición durante el proceso de cambio constitucional.
La incorporación de los decretos legislativos como instrumento regular de gobierno en Argentina surge a poco de iniciada la transición a la democracia en este país en 1983.28 En este sentido, uno de los primeros decretos de este tipo, desde entonces conocidos como «decretos de necesidad y urgencia» (DNUs), fue usado por el presidente Alfonsín, de la Unión Cívica Radical (UCR), para lanzar el llamado Plan Austral. Dicho plan, a semejanza del referido Plan Cruzado de Sarney, tenía por objetivo reducir los niveles de inflación, que en el caso de Argentina habían alcanzado en 1984 una tasa anual del 626.7 por ciento.29 Contrariamente a lo ocurrido en Brasil, sin embargo, el uso inicial de decretos legislativos en Argentina carecía de respaldo legal puesto que no se fundaban ni en una delegación del congreso ni en una expresa cláusula constitucional.
No fue sino hasta 1990, durante el gobierno de Menem, del Partido Justicialista (PJ), que el uso de decretos recibió ese respaldo legal por medio de una decisión de la Corte Suprema de Justicia. En diferentes momentos de la historia constitucional de este país, la Corte Suprema adoptó interpretaciones de la constitución que favorecían la expansión de poderes del ejecutivo durante situaciones de emergencia, particularmente de orden político. No había un claro precedente, sin embargo, justificando la validez de decretos legislativos en el contexto de una emergencia económica.30 Esto era un problema de fundamental importancia al momento en que Menem asume la presidencia.
Con una hiperinflación de ya cuatro dígitos en 1989, una severa crisis fiscal y crecimiento económico negativo, todo indicaba que Menem haría un uso más intenso de los DNUs de lo que lo hizo su predecesor en el cargo, y no sólo para implementar drásticos paquetes de estabilización sino también reformas estructurales tales como privatizaciones, eliminación de subsidios y reforma fiscal. Sin un sólido fundamento constitucional, sin embargo, varios de esos decretos podían ser fácilmente impugnados en sede judicial por particulares afectados en sus relaciones contractuales o derechos de propiedad adquiridos. Desde este punto de vista, fue un importante movimiento estratégico de Menem, el lograr, con apoyo de su partido en el congreso, copar la Corte Suprema mediante una ley de Abril de 1990 que aumentaba el número de sus miembros de cinco a nueve.31
En Diciembre de ese año, en ocasión de decidir acerca de la constitucionalidad del decreto 36/90, que creaba un préstamo público forzoso, la nueva corte declaró la validez general de los DNU, sujeta a dos condiciones. Estas condiciones fueron 1) la existencia de un «grave riesgo social» que hiciera necesaria la rápida adopción de medidas legislativas, y 2) que el congreso "no adopte decisiones diferentes en los puntos de política económica involucrados."32 No cabe duda que esta decisión fue claramente ventajosa para el presidente en ejercicio.
El requisito de "grave riesgo social" no fue una limitación importante dado que, en realidad, es el presidente quien en los hechos determina si este peligro existe y cuáles son las medidas que se deben adoptar para superarlo. Por otra parte, la corte consideró que la mera inacción del congreso, es decir, su silencio, es suficiente para que el decreto permanezca a futuro como ley. A diferencia de su par en Brasil, que necesita del apoyo expreso de una mayoría legislativa en ambas cámaras, esta decisión colocó al presidente Argentino en la cómoda situación de hacer prevalecer su decisión con sólo contar con el número de diputados y/o senadores suficientes para impedir la sanción de una ley derogatoria del decreto. A esto es preciso agregar que dado que el presidente en Argentina posee un derecho de veto que sólo puede superarse con la insistencia de las dos terceras partes de ambas cámaras, le bastaba contar con una tercera parte de los senadores a su favor para impedir esa insistencia en caso de que el congreso rechazara el decreto.33
Es preciso observar, sin embargo, que a pesar de la correlación existente entre el copamiento de la Corte y una decisión tan favorable al gobierno, es apresurado concluir, como se lo hace generalmente, que aquella decisión fue una consecuencia directa y exclusiva del nombramiento de nuevos jueces. Como bien lo señala Molinelli, la decisión de la corte fue prácticamente unánime (disidencias sólo en los fundamentos) y contó con el apoyo de dos jueces nombrados durante la presidencia de Alfonsín.34 Más aún, uno de ellos, Carlos Fayt, bien conocido por su distancia ideológica con el presidente y su partido, redactó el borrador de la decisión.35 Desde este punto de vista, la decisión de la corte bien podría reflejar el hecho de que al tiempo en que Menem asumió la presidencia la comunidad legal había alcanzado un consenso generalizado acerca de la necesidad de recurrir a decretos legislativos en circunstancias de gravedad y urgencia.36 Las disidencias, en verdad, eran sólo marcadas en cuanto a las reglas que debían regular el uso de DNUs.37
Si indagamos acerca del origen de ese consenso, encontraremos sin duda una respuesta en la excepcional crisis económica y social por la que atravesaba el país, una crisis tan profunda que, al decir de Gerchunoff y Torre, ponía en cuestionamiento la misma capacidad del estado de proveer un mínimo de orden.38 En este contexto, incluso la oposición llegó a apoyar la necesidad de un cierto nivel de discrecionalidad en el ejecutivo. En 1989, por ejemplo, la UCR participó en la aprobación de una ley que delegaba al presidente amplios poderes para reestructurar la economía.39 Desde luego que favorecer una delegación legal bajo condiciones especificadas por el congreso no equivale a estar de acuerdo con el uso indiscriminado de decretos legislativos que pueden utilizarse sin el acuerdo inicial de la legislatura. Es significativo, sin embargo, que no fue sino hasta 1991, cuando la crisis inflacionaria se encontraba bajo relativo control, que se observan iniciativas presentadas por la UCR y otros partidos de la oposición para repudiar el uso de DNUs o cambiar la regulación respecto de su forma de aprobación parlamentaria.40
Es preciso también recordar que el reconocimiento constitucional de los DNUs fue inicialmente propuesto por la UCR, mientras Alfonsín ejercía la presidencia. En este sentido, los proyectos de reforma constitucional presentados en 1986 y 1987 por una comisión de expertos nombrada por Alfonsín, otorgaban al presidente la autoridad para dictar decretos en situaciones de necesidad y urgencia.41 No surgía con claridad de los proyectos cuál sería la regla de aprobación por parte del congreso, pero al igual que los legisladores Brasileros que redactaron el primer borrador de la constitución de 1988, la comisión de reforma Argentina preveía la figura de un primer ministro responsable ante el congreso que en el caso intervendría con su firma en la sanción de los decretos. Esto demuestra, nuevamente, que el conflicto real no era la aceptación de los DNUs sino la forma exacta que tendría su limitación y control.
La incorporación formal de los DNUs a la constitución no tuvo lugar sino hasta la reforma constitucional de 1994. Los orígenes de esta reforma se remontan al año 1992, cuando tomando ventaja de la popularidad que le brindó el combatir con éxito la inflación en el país, Menem propuso una reforma constitucional destinada a eliminar la cláusula que prohibía al presidente reelegirse para un segundo período.42 Para alcanzar esta reforma, el presidente necesitaba del apoyo de una mayoría de las dos terceras partes en ambas cámaras, cifra que en la Cámara de Diputados le resultaba imposible alcanzar sin el apoyo de la UCR.43 La capacidad de veto de la oposición, sin embargo, fue limitada. Ante la previsible derrota electoral que esta sufriría en una consulta popular sobre la reforma impulsada por Menem en 1993, el líder de la UCR, Raúl Alfonsín, decidió aceptar la reelección a cambio de ciertas concesiones por parte del gobierno. Una de ellas fue precisamente poner límites al dictado de DNUs.
El principal objetivo de los negociadores de la UCR fue constreñir el uso de decretos limitando su contenido, creando alguna forma de responsabilidad parlamentaria respecto de su uso e introduciendo la regla de la aprobación expresa por parte del congreso.44 Su éxito fue sólo parcial. En el texto finalmente aprobado, el artículo 99.3 de la nueva constitución impuso, efectivamente, algunas restricciones en cuanto al contenido futuro de los decretos, estableciendo que no pueden regular materia criminal, fiscal, electoral o el estatuto de los partidos políticos. Quedo sin establecerse, sin embargo, un mecanismo efectivo de rendición de cuentas al congreso así como una regla de aprobación de decretos que le diese mayor poder de control a los legisladores.
El mecanismo de rendición de cuentas quedó frustrado al rechazarse la propuesta de la UCR en el sentido de incorporar la figura de un primer ministro sujeto a remoción parlamentaria, que en el caso se haría corresponsable por la autorización de un decreto. En su reemplazo se creo un jefe de gabinete, mero coordinador de ministros, cuya responsabilidad efectiva ante la asamblea es hipotética debido a que la votación de una moción de censura requiere del voto de una mayoría absoluta en ambas cámaras. En cuanto a la regla de aprobación, la constitución estableció que dentro de los diez días el jefe de gabinete debe enviar el decreto a una Comisión Bicameral Permanente con el fin de que esta remita su opinión al pleno en el plazo de otros diez días. Quedó sin definir, por lo tanto, el importante punto de si la no definición del congreso implicaba aceptación, como ocurría hasta entonces de acuerdo a la jurisprudencia de la Corte, o si el silencio debía entenderse como rechazo, tal como lo pedían los negociadores de la UCR. Desde entonces, y ante la falta de acuerdo para aprobar una ley regulando el artículo de la constitución, la decisión de la Corte Suprema de 1990 prevalece hasta hoy como regla.45
La comparación nos permite en este punto concluir acerca de los diferentes factores que han afectado por un lado el origen y por otro la variación de diseño de los decretos legislativos en ambos países. Ante una análoga condición de crisis económica y frente a una constitución con similares componentes de balances y contrapesos, los constituyentes de Brasil y Argentina culminaron constitucionalizando la capacidad del ejecutivo de dictar decretos de contenido legislativo. En ambos casos, más que una creación puramente auto-interesada, se visualiza la presencia de una preocupación general de los constituyentes por la gobernabilidad y la estabilidad del régimen político en circunstancias de crisis. Este consenso, sin embargo, no se extendió a las reglas que regulan el uso de los decretos.
En ambos países los grupos de oposición buscaron introducir mayores límites, como ser la regla de aprobación expresa, en el uso de decretos. Su éxito, sin embargo dependió del grado de control que tuvieron sobre el proceso de cambio constitucional. En Brasil el proceso fue dominado desde el comienzo por una mayoría de legisladores sobre los que el presidente en ejercicio tenía poca influencia y le eran en verdad opuestos a pesar de pertenecer formalmente a la misma coalición gobernante. Esto explica que se halla impuesto la regla de aprobación expresa a pesar de la derrota de algunos de esos legisladores en otros aspectos, como fue la intención de limitar el poder presidencial por medio de la figura de un primer ministro sujeto a responsabilidad parlamentaria. En Argentina, en cambio, la oposición tuvo escasa influencia inicial sobre el proceso de cambio constitucional. La primer regulación constitucional del uso de decretos legislativos surgió de una interpretación judicial producida en el contexto de una aguda crisis económica que llamaba a una cierta concentración de poder en el ejecutivo. De aquí surgió la regla de aprobación tácita que, como vimos, el partido opositor careció del suficiente poder de negociación para cambiar durante la reforma de 1994.
III. Repensando el dilema de Madison en América Latina
Como lo señaló James Madison en el Federalista 51 la gran dificultad que presenta el diseño de una constitución reside en lo siguiente: "primero se debe capacitar al gobierno para controlar a los gobernados, y en segundo lugar obligarlo a controlarse a sí mismo." El dilema surge de la potencial contradicción entre ambas tareas de diseño. Una forma de ver esta contradicción es la siguiente: un gobierno provisto de los medios para gobernar en forma efectiva, bien podría utilizar esos mismos medios para colocarse por encima de la constitución y oprimir a los ciudadanos. La solución a este problema es conocida, y fue sugerida por el mismo Madison, a saber, dividir el poder entre instituciones con jurisdicción compartida sobre el proceso de decisión política y de creación de normas.
Existe, sin embargo, otra forma de presentar el mismo dilema: un gobierno constreñido a actuar dentro de estrictos límites y con el acuerdo de varios actores bien podría ser incapaz de adoptar decisiones cruciales para proteger a los ciudadanos o asegurar la supervivencia del régimen político en situaciones críticas. La solución de este dilema requiere crear ciertas esferas de poder discrecional en manos del gobierno cuidando que el mismo no se convierta en arbitrario. Desafortunadamente, este equilibrio ha sido extremadamente difícil de lograr, particularmente en sociedades donde la ausencia de un mínimo de orden político y económico ponen periódicamente en cuestionamiento la existencia misma del estado o la gobernabilidad del régimen político.
El análisis precedente acerca del origen de los decretos legislativos en Brasil y Argentina sugiere que el mismo no debe buscarse simplemente en una cultura política poco permeada por los valores del constitucionalismo o en los legados institucionales de un pasado autoritario. Tampoco puede decirse que la génesis de estos instrumentos se encuentre exclusivamente en la influencia que tuvo el líder presente o futuro del ejecutivo sobre el proceso constituyente. Tanto en Brasil como en Argentina, la incorporación de decretos legislativos en la constitución se debió a una preocupación compartida por diferentes actores políticos por crear mecanismos eficientes de decisión en contextos institucionales con escasa capacidad para producir cambios rápidos en la legislación durante situaciones críticas.
El problema, desde luego, es que los efectos de otorgar al ejecutivo la capacidad de legislar por decreto no son neutros con respecto a la calidad de un régimen democrático. Una vez incorporados a una constitución, los decretos legislativos pueden ser usados más allá de las condiciones para los cuales fueron creados. Más concretamente, de ser instrumentos para implementarse en casos de real necesidad y urgencia, los mismos pueden devenir, como de hecho ha ocurrido en Brasil y Argentina en instrumentos de gobierno regular. El riesgo de constitucionalizar estos poderes es, entonces, que cualquier política que el gobierno encuentra en su interés implementar en forma rápida y sin el acuerdo necesario puede ser pasada por decreto del ejecutivo. De esta manera, los decretos legislativos debilitan los mecanismos de rendición de cuentas, afectan la legitimidad del proceso legislativo en una sociedad democrática, y erosionan la confianza de los ciudadanos y los agentes económicos en la estabilidad y credibilidad de las decisiones de gobierno.
Una breve reflexión histórica nos mostraría que este problema no es nuevo en América Latina. Durante la segunda mitad del siglo XIX, al momento de constituirse en forma definitiva la mayor parte de los estados latinoamericanos, los constituyentes incluyeron en forma casi invariable poderes de emergencia en manos del ejecutivo. La preocupación en este caso no era dotar al gobierno de la capacidad de implementar normas legales de carácter general en circunstancias de crisis económica o social sino permitir que el gobierno nacional pudiese hacer frente a las periódicas rebeliones internas que encabezaban caudillos regionales o a la posible invasión del territorio por potencias extranjeras. Mecanismos como el del llamado Estado de Sitio autorizaban en esas circunstancias al ejecutivo a suspender derechos y garantías en todo o parte del territorio con el fin de adoptar las medidas necesarias para restaurar el orden político quebrantado.
Varios historiadores y politólogos han querido ver en la creación de estos instrumentos el carácter veladamente autoritario que tuvo la ideología liberal en América Latina o bien la influencia de caudillos o líderes militares en los procesos de diseño institucional.46 La realidad, sin embargo, es otra. La gran mayoría de los constitucionalistas liberales de la época compartían con los padres fundadores de la república Americana la convicción de que el único gobierno legítimo era un gobierno sujeto a la ley y que la mejor manera de garantizarlo era a través de la separación de poderes entre ejecutivo y legislativo, la creación de congresos bicamerales e incluso la institución de una instancia judicial que tuviese el poder de anular leyes y actos de gobierno contrarios a la constitución. La incorporación de poderes de emergencia no tenía en este contexto otro sentido que equilibrar la necesidad de limitar el poder con la de crear un gobierno efectivo en circunstancias donde todavía era inexistente o muy precaria la autoridad del estado.
En el largo plazo, sin embargo, ese diseño constitucional produjo resultados indeseables desde el punto de vista de la creación y consolidación de un régimen democrático. Si bien es cierto que la mayoría de las constituciones del siglo XIX ponían limites a los poderes de emergencia del ejecutivo, esos límites eran fácilmente superables. Normalmente, la declaración de una emergencia requería de una autorización previa o al menos una convalidación posterior de la legislatura. Sin embargo, el breve lapso por el que se reunían las legislaturas en la época hacía que en ambos casos la facultad de declarar la emergencia y decidir las medidas a adoptar quedasen la mayor parte del tiempo en manos del ejecutivo.47 Esto hizo posible que mecanismos como el Estado de Sitio, destinados a ser utilizados en casos de guerra civil o ataque de potencias extranjeras, se convirtiesen en los hechos en un arma poderosa utilizada por los gobiernos para restringir la competencia política o marginar y perseguir a grupos de oposición.
El dilema del constitucionalismo en América Latina puede verse desde esta perspectiva con mayor claridad. Tanto al momento de constituirse la república en el siglo XIX como al momento de intentar consolidar un régimen democrático en las últimas dos décadas del pasado siglo, la tarea de diseño constitucional en América Latina tuvo que enfrentar la difícil tarea de encauzar por vías legales el uso del poder político al mismo tiempo que se buscaba afirmar la autoridad del estado para crear y mantener un mínimo de orden político y económico. No se ha podido alcanzar hasta hoy ambos objetivos en forma simultánea. Los poderes de excepción han sido en muchos casos efectivos para hacer frente a situaciones de crisis. Sin embargo, una vez insertos en la constitución, pueden ser y han sido utilizados como instrumento normal de gobierno con el consiguiente menoscabo para las instituciones democráticas.
La conclusión parece frustrante, y en cierta medida lo es. Sin embargo, entender el problema en su real dimensión nos brinda herramientas analíticas para discutir el futuro del constitucionalismo y la democracia en América Latina desde una nueva perspectiva. La propuesta no es abandonar la crítica normativa de instituciones como los decretos legislativos del ejecutivo. Esta es indudablemente acertada en sus aspectos centrales. De los que sí se trata es de reubicar el análisis normativo dentro de una consideración positiva acerca de las causas que han llevado a la creación y el mantenimiento de esos instrumentos. Sólo así es posible especular sobre base firme acerca de las posibilidades de una transformación en las prácticas y reglas constitucionales que hemos analizado. Quisiera concluir reflexionando brevemente acerca de las condiciones para esa transformación.
No cabe duda que una condición básica para la normalización institucional en varios países de América Latina es lograr un mínimo de orden económico y una percepción generalizada entre la ciudadanía de relativo progreso social. De otra manera, no desaparecerían los incentivos que llevan al permanente uso de poderes legislativos de excepción, allí donde la constitución lo autoriza. Por un lado, si el status quo es insatisfactorio para la mayoría de los ciudadanos, es natural que ante el temor de ser castigados electoralmente, los gobiernos se vean impulsados a tomar decisiones para cambiarlo. Por otro lado, dado que en un sistema de separación de poderes es excepcional la circunstancia en que el partido de gobierno cuente con el apoyo de una mayoría disciplinada y cohesiva de legisladores, es muy probable que se recurra al instrumento del decreto tanto para superar posibles trabas en el proceso legislativo como para crear una imagen de eficiencia y decisión ante la ciudadanía.
Sin embargo, no sería suficiente una mejora en las condiciones económicas y sociales para que se modere el uso futuro de decretos legislativos o se generen procesos de cambio constitucional tendientes a su eliminación. Esto requeriría que se verifiquen dos condiciones adicionales: el surgimiento de una ciudadanía dispuesta a castigar con el voto o la opinión pública los abusos de poder y la posibilidad de alternancia efectiva de partidos en el gobierno.
Allí donde la ciudadanía es indiferente ante la violación de procedimientos constitucionales o donde no existen partidos de oposición fuertes y estables que puedan generar una futura alternancia en el poder resulta lógico que el ejecutivo carezca de razones para auto-limitarse en el uso de instrumentos de poder a su alcance. Tampoco podría suponerse que en esas condiciones el partido gobernante estaría dispuesto a promover o aceptar cambios constitucionales tendientes a disminuir sus ventajas presentes. Esto no es normativamente deseable, pero corresponde a la racionalidad instrumental de los actores. Si obtener y mantener el poder es la principal motivación de los políticos, es comprensible que la posibilidad de perderlo sea el más importante de sus incentivos para promover formas limitadas de gobierno.