Introducción
La Revolución mexicana generó procesos complejos y dinámicos provocados por actores de índole diversa cuya participación incidió en los distintos campos del momento histórico en el que se desarrolló. Atendiendo al campo religioso, es relevante destacar la postura anticlerical manifiesta en varios revolucionarios, quienes condenaron a la Iglesia como institución porque la consideraron responsable de varios de los problemas por los que la sociedad mexicana atravesaba, como lo eran el retraso económico, la ignorancia, el analfabetismo, entre otros.1
Este anticlericalismo dio pie al exilio de varios miembros del clero católico, entre ellos, la mayoría de los integrantes del Episcopado Mexicano. En efecto, se desarrolló una importante migración de prelados dirigida principalmente hacia Estados Unidos,2 que tuvo su punto de partida en 1914 cuando Venustiano Carranza desconoció el régimen del general Huerta.
De hecho, Victoriano Huerta había asumido la presidencia en condiciones muy controversiales, entre otras razones, por el asesinato del presidente Francisco I. Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez, situación que propició manifestaciones contrarias a la Iglesia y en concreto a la jerarquía por parte de diversos sectores revolucionarios. Estos grupos consideraron que, en buena medida, esta institución, a través de sus principales representantes, apoyó la llegada al poder del mencionado general y contribuyó, en consecuencia, al derrocamiento del gobierno maderista.3
Así lo sostuvo Manuel González y Ramírez al afirmar que “el Partido Católico fue uno de los principales basamentos de la usurpación” habiendo mostrado los jerarcas eclesiásticos sus simpatías a favor del huertismo. Por eso, expresó, de nueva cuenta, los púlpitos fueron usados como tribunas políticas, desde donde se atacó a la revolución constitucionalista y a los revolucionarios y se defendió a Huerta. En su opinión, el obispo Andrés Segura, de Tepic, era el principal responsable de la labor antirrevolucionaria que llevaron a cabo los sacerdotes de la jurisdicción eclesiástica. En cuanto a la vinculación de los católicos militantes y del clero con Victoriano Huerta, agregó que ello “[...] constituyó el pórtico del conflicto que muchos quebrantos causaría más tarde a la República”.4
De esta forma se desató una postura anticlerical en el escenario revolucionario que relacionó al usurpador con el aval de algunos miembros del clero católico. Este anticlericalismo provocó una persecución religiosa que afectó a diversos sectores de la Iglesia. La jerarquía fue uno de ellos.5
En términos generales, la mayor parte de los obispos y arzobispos de México se vieron obligados a irse al exilio por las consecuencias que -en su opinión- su permanencia en el país generaría. Entre los casos que merecen ser mencionados está el del arzobispo de México, José Mora y del Río, quien en una visita que realizó a Roma el 11 de mayo de 1914, tomó la decisión de no regresar al país por considerarlo poco conveniente.6
En contraparte, hubo un sector del clero que se alineó con el Jefe máximo, Venustiano Carranza, el cual matizó los problemas de la persecución religiosa, dejando ver, en cierto modo, la división interna que existía en la jerarquía mexicana. Se trataba de un grupo de prelados que permanecieron en el país y que marcaron su distancia con los desterrados. La figura protagónica y representativa de este círculo fue el vicario general Antonio Paredes.7
En efecto, tres meses antes de la promulgación de la Constitución de 1917, se dio a conocer un Informe8 por parte de los miembros del clero, fechado el 28 de octubre de 1916, en el que se pretendía “desmentir” las versiones “exageradas sobre ultrajes” del gobierno de la revolución que tenía a su cargo Venustiano Carranza. Se reconocía que en 1914 hubo “no pocos atropellos” debido, en gran parte, a “tropas enemigas de la revolución”, principalmente villistas y zapatistas; sin embargo, se enfatizaba que desde que la revolución carrancista se había propuesto organizar un gobierno regular, “se [hacían] cada vez más efectivas las garantías y los derechos de todos los elementos que constituían la sociedad mexicana”. De acuerdo con esta visión, se respetaba al clero y a la Iglesia, estableciéndose un “gobierno respetuoso de todos los derechos consignados en la Constitución y en las leyes secundarias”.
Con este Informe nos encontramos ante dos posturas que, como se ha dicho, reflejaron una división en el seno de la jerarquía y debilitaba a la Iglesia ante el gobierno revolucionario creando un ambiente adverso que obstaculizaba la defensa de los intereses de los católicos. Los exiliados y los que permanecieron en el país no parecieron formar un frente común de cara al nuevo orden que la revolución construía, por el contrario, se desarrolló una disputa que hizo más vulnerable a esta institución religiosa.
En este contexto, el grupo de los exiliados favoreció una versión negativa de lo que la Revolución significó como una herramienta argumentativa de validar su salida del país. Esta visión es la que exponemos, pues representó la postura de los principales miembros de la jerarquía católica localizada principalmente, como hemos dicho, en Estados Unidos. Se trató de una defensa a su situación persecutoria que se vio reflejada en su respuesta a la promulgación de la Constitución de 1917. El nuevo marco jurídico no favoreció a la Iglesia y ello obligó al episcopado en el exilio a asumir una postura combativa pero al mismo tiempo cautelosa ante las adversidades que la Revolución le generó. Obispos y arzobispos respondieron a ello, no siempre en unidad, e intentaron conseguir, para su causa, el apoyo del clero católico estadounidense.
El presente texto es un intento por analizar este periodo coyuntural en el que el clero en el exilio experimentó severas complicaciones, entre éstas la promulgación de la Constitución de 1917, lo que lo obligó a adoptar una estrategia más activa frente al entorno desafiante que vivía.
La Constitución de 1917 y los artículos en materia religiosa
Cuando en 1916 se logró el triunfo de la facción constitucionalista, Venustiano Carranza convocó a integrar un Congreso Constituyente que reformara la Constitución de 1857 y la adecuara a las nuevas circunstancias que el movimiento revolucionario había generado. En su propuesta de reforma, el Primer Jefe no varió el contenido de las disposiciones jurídicas vigentes en ese momento, relativas a la relación del Estado con las corporaciones religiosas ni incluyó la ideología anticlerical manifiesta y comentada durante el periodo preconstitucional.
Contrario a ello, la Asamblea Constituyente mostró una postura más radical a las reformas o propuestas planteadas por Carranza, lo que favoreció la elaboración de un nuevo marco jurídico en el que se plasmó un proyecto de nación laico quedando todo lo concerniente a los asuntos religiosos al ámbito de lo estrictamente privado. La idea fue, según José Miguel Romero de Solís, legislar para restringir las posibilidades de acción de la Iglesia católica, independientemente de que las demás iglesias estuvieran contempladas. De acuerdo con él, los debates y dictámenes de los respectivos artículos mostraron una intención clara de los constituyentes que era afectar a esta institución.9
Esta misma posición la sostiene Bernal Tavares al expresar que si algo tuvieron claro los redactores de la nueva Constitución fue no incluir en ningún aspecto a la Iglesia católica ni a ningún organismo que la representara, y que en el “reforzamiento de la autoridad del Estado nacional, no podía dársele participación a ningún representante del movimiento católico” y, yendo más a fondo, ninguna influencia a la cultura católica.10
Ello significó, siguiendo a Edgar Danés,11 un importante cambio en la relación del Estado con “las iglesias” ya que se transitó de un régimen de separación entre estas dos instancias, consagrado en la Constitución de 1857, a la supremacía del Estado.
Félix Palavicini, uno de los protagonistas de la creación de la nueva Constitución, aplaudió la importancia de crear un nuevo marco jurídico -y no reformarlo- que fuera más radical y antirreligioso que la de 1857, la cual en su opinión fue moderada. Reconoció que el movimiento de Reforma, que dio origen a esa legislación, sí “atacó uno de los grandes estorbos del progreso nacional y desde el punto de vista ideológico, libertó a la conciencia y apoyó la libertad de pensamiento”. Consideró, además, que desde el enfoque económico -la Reforma- levantó al país de la pesada carga de “las gabelas religiosas”.12
En términos generales, la postura de Palavicini respecto de los asuntos religiosos, estuvo presente en el ambiente del constituyente convocado por Carranza y fue la que prevaleció en la elaboración de la nueva Constitución.
El anticlericalismo de los constituyentes fue lo que le dio identidad y unidad a su radicalismo, en otros asuntos podían diferir, pero el común denominador de su “progresismo” o de lo que éste significaba para ellos, era su animadversión a la Iglesia y al catolicismo.13 Con sus necesarias diferencias, todos eran decididamente anticlericales; leyendo los debates del constituyente podemos entender lo que implicaba la confrontación entre el catolicismo y el Estado revolucionario, entre el liberalismo radical y la cultura católica; es decir, el choque entre dos concepciones diferentes, no sólo de política sino del mundo y de la vida.14
Ejemplo del anticlericalismo constituyente fue Francisco Múgica, conocido revolucionario, quien manifestó en el debate sobre el artículo tercero constitucional que no importaba que lo identificaran como enemigo del clero porque “lo consideraba el más funesto, el más perverso, enemigo de la patria”.15
De esta manera, la nueva Constitución abordó cambios en materia religiosa muy importantes que reflejaron el interés a restringir la participación de “las iglesias” en la sociedad. Su contenido se describe a continuación.
Se les negó personalidad jurídica, en concreto a la católica16 (artículo 130); se les prohibió establecer o dirigir centros de enseñanza (artículo 3) y tener órdenes monásticas (artículo 5); adquirir, poseer o administrar bienes raíces y los que tuvieran pasarían a dominio de la nación (artículo 27); editar publicaciones periódicas que comentaran asuntos políticos o informaran sobre actos de las autoridades y funcionamiento de las instituciones (artículo 130).
A los ministros del culto se les prohibió patrocinar, dirigir o administrar instituciones de auxilio a los necesitados, instituciones científicas, difusión de la enseñanza, ayuda recíproca o cualquier otro objeto lícito (artículo 27); hacer crítica de las leyes, las autoridades o el gobierno, asociarse con fines políticos (artículo 130); heredar por testamento (artículo 130); además se les consideró como personas que ejercían una profesión sujetas a las leyes laborales; se reservaba el ejercicio ministerial a los mexicanos por nacimiento y se les negó el derecho al voto activo y pasivo (artículo 130). Otras disposiciones establecían la prohibición de verificar actos del culto fuera de los templos (artículo 24); el carácter laico obligatorio de la educación tanto en escuelas públicas como privadas (artículo 3); el desconocimiento del juramento como forma vinculatoria de efectos legales (artículo 130); la invalidez oficial de los estudios cursados en establecimientos dedicados a la formación de ministros del culto (artículo 3); la prohibición de celebrar reuniones políticas en los templos (artículo 24); además, se facultaba a las legislaturas de los estados para determinar el número máximo de sacerdotes por entidad federativa (artículo 130).
Sin duda lo anterior demuestra que la Asamblea Constituyente quiso cambiar la norma constitucional debilitando o anulando la influencia de “las iglesias” ya que no deseaba, en particular, que la Iglesia católica siguiera involucrada en asuntos políticos, educativos y económicos que había tenido años atrás. Por ello la nueva Constitución, como se muestra en los artículos mencionados, tendría como prioridad neutralizar a la institución católica para dar paso a un Estado más fuerte y soberano.
En opinión de Edgar Danés,17 podemos decir que la legislación quedó limitada, en materia religiosa, en dos grandes bloques: el derecho a la libertad religiosa y las relaciones del Estado con las instituciones religiosas. Estos dos temas se convirtieron en la controversia principal del enfrentamiento entre ambos poderes.
En este enfoque, las restricciones de libertad religiosa18 comprendieron: educación laica, tanto en escuelas públicas como en privadas; prohibición a las corporaciones religiosas y a los ministros de culto de establecer o dirigir escuelas primarias, prohibición de realizar votos religiosos y de establecer órdenes monásticas, celebración del culto público, sólo dentro de los templos, los cuales “estarían siempre bajo la vigilancia de la autoridad”, y el ejercicio del ministerio de culto se reservó a los mexicanos por nacimiento.
Las restricciones en materia de relaciones Estado-Iglesia comprendieron: prohibición a los ministros de culto, asociaciones o corporaciones religiosas patrocinar, dirigir o administrar bienes raíces y los que tuvieran pasarían al dominio de la nación, prohibición a los ministros de culto o corporaciones religiosas de patrocinar, dirigir o administrar instituciones que tuvieran por objeto el auxilio de los necesitados, la investigación científica, la difusión de la enseñanza, la ayuda recíproca de los asociados o cualquier otro objeto lícito; desconocimiento del juramento como forma vinculatoria de efectos legales, desconocimiento de la personalidad jurídica de las agrupaciones religiosas denominadas iglesias, consideración de los ministros de los cultos como profesionales sujetos a la legislación correspondiente; limitación en el número máximo de ministros de culto en cada entidad federativa (algunas sólo permitieron uno por estado); prohibición de los ministros de culto para asociase con fines políticos; prohibición de revalidar o dar reconocimiento de validez oficial a los estudios realizados en establecimientos dedicados a la formación de ministros de culto; prohibición a las publicaciones periódicas para comentar asuntos políticos, informar sobre actos de las autoridades sobre el funcionamiento de las instituciones públicas; prohibición de que las asociaciones públicas a tener alguna determinación que las relacione con alguna confesión religiosa; y prohibición de celebrar reuniones políticas en los templos.
Bajo estas dos grandes líneas restrictivas que la nueva Constitución estableció, fue que se generó un ambiente de abierta tensión entre el naciente Estado revolucionario y la Iglesia católica en lo particular. Tensión que ya se presentaba, como vimos, desde que Victoriano Huerta asumió el poder, pero que acabó por acentuarse y complicarse con la promulgación de la Carta Magna de 1917.19
Libertad religiosa y separación -no subordinación- Estado-Iglesia fueron las banderas por las cuales los representantes oficiales de la Iglesia católica lucharon no sólo en calidad de dignatarios de una institución, sino como voceros de lo que, en su opinión, la sociedad católica mexicana demandaba. En la lógica de la institución eclesiástica estos dos rubros fueron trastocados en favor de un proyecto de nación que excluía no sólo a la Iglesia sino a los propios católicos y su derecho a ejercer la práctica del culto en espacios de carácter público.
En efecto, se trataba de dos proyectos de nación, en apariencia incompatibles pues mientras uno buscaba la laicidad, el otro pretendía el “reinado de Cristo en la sociedad”.
De esta manera, la característica predominante en esta etapa fue el antagonismo, porque la Iglesia intentó revertir a toda costa las limitaciones y restricciones constitucionales que afectaron, en términos generales, cuatro rubros de su estructura como institución dominante: personalidad jurídica, capacidad patrimonial, ejercicio magisterial y derechos políticos.
En este contexto, algunos prelados redactaron una carta dirigida a Venustiano Carranza para expresarle su desacuerdo con los artículos relacionados en materia religiosa de la nueva Constitución. Su objetivo era la defensa de la libertad religiosa que, en su opinión, esta normatividad no estaba respetando:
Los sacerdotes católicos de la Arquidiócesis de México, confiados en la rectitud del C. Presidente, y creyendo interpretar los sentimientos unánimes de todos los sacerdotes y católicos de la Nación, acuden a Vd. respetuosamente para exponer un hecho que interesa profundamente a todos los habitantes de la República y que requiere una solución fundada y justa para que haga honor el buen nombre de la Patria y su gobierno y proclame el culto a la verdadera libertad.20
La trascendencia de esta carta no es del todo clara, pero fue un reflejo de la postura de los prelados ante el nuevo marco jurídico defendiendo los derechos de los católicos a la libertad de religiosa. De alguna manera dejaba ver que el agravio se cometía a todos los mexicanos, por lo que su argumento tenía un tema de justicia en el que no era un inconveniente exclusivo de la Iglesia sino de la nación en su conjunto. Se trataba de una visión totalizadora que muy poco beneficiaba a ambas partes y que por el contrario podría generar tensiones entre ambos poderes.
En este escenario, es importante tomar en cuenta que Carranza mostró, en contrasentido, una política más moderada hacia la Iglesia, en la que dejó ver una posición tolerante al tener la intención de no aplicar los preceptos constitucionales en materia religiosa.21 Tal vez presionado por el gobierno de Estados Unidos, quiso enarbolar que su administración respetaba la libertad religiosa y por ello fue más conciliador en este tema. De hecho tuvo interés en modificar el artículo 130 porque creía que la cuestión religiosa en la Constitución se había tratado “con fanatismo colosal e intempestivo” pues se “había querido buscar una víctima en el clero injustamente castigado”.22 No tuvo éxito.
Modificar o derogar los artículos constitucionales implicaba dejar fuera el proyecto de nación que la propia Revolución aspiraba a consolidar: un Estado laico en el que el poder de cualquier iglesia estuviese subordinado al propio Estado. En este sentido la intención de Carranza de modificar la Constitución estaba fuera de toda lógica. Por un lado, los católicos anhelaban un país donde prevalecieren los valores religiosos y la moral cristiana como fundamento de la sociedad, y por el otro, los constitucionalistas pretendían construir una nación ajena a cualquier doctrina religiosa limitando, en específico, la capacidad de acción de la institución católica y sus representantes.
La jerarquía católica mexicana frente a la promulgación de la Constitución de 1917
En este escenario, el interlocutor principal de la Iglesia fue la jerarquía en el exilio, que se convirtió en la principal vocera de la defensa de los derechos de la institución eclesial y de los propios fieles.
Se trataba de una agrupación heterogénea en su composición debido, entre otras razones, al destierro al que se vio obligada una vez que la revolución norteña mostró señales de triunfo frente al régimen dictatorial de Victoriano Huerta. Era un sector del clero secular disperso por la persecución religiosa, mermado por algunas defunciones e ideológicamente dividido por cuestiones de edad y formación.23
El exilio de los obispos y arzobispos del país, iniciado desde 1914, había ocasionado problemáticas diversas producto de una estancia que en principio parecía corta pero que, para 1917 ya había generado una percepción diferente en la que se cuestionaba la permanencia del clero mexicano en algunos espacios de la Unión Americana.24 Lo que en su momento se presentó como una necesidad de solidarizarse con la causa religiosa mexicana, en el transcurso del tiempo se fue debilitando pues no se veía cercano el retorno de los prelados a sus diócesis. En esta lógica, una parte del clero estadounidense consideró la actitud del episcopado mexicano como de “pasiva y poco responsable” en su intento de retornar a su jurisdicción correspondiente.25
Cuando en febrero de 1917 se promulgó la nueva Constitución el episcopado mexicano en el destierro se vio presionado a asumir una actitud más activa pero al mismo tiempo cautelosa pues estaba en juego su retorno al país. Por una parte un sector de ellos intentó invalidar la nueva Constitución, apelando a la de 1857, pero, por otra, se buscó la prudencia pues de ello dependía el regreso a sus diócesis. Ya para entonces habían presiones de las distintas instancias externas -Santa Sede y clero estadounidense- de que el exilio debía llegar a su fin.26
Sobresalió en este escenario un grupo de prelados que por su formación y edad se caracterizaron por ser más combativos, intransigentes y activos y, frente a la nueva Constitución, adoptaron una actitud defensiva. Varios de ellos se habían formado en el Colegio Pío Latinoamericano de Roma y pertenecían a una generación más joven que buscaba poner en práctica el catolicismo social. Uno de los interlocutores principales de este sector fue el arzobispo de México, José Mora y del Río, cuya postura se dejó ver desde los inicios de la Revolución como un defensor del mencionado catolicismo social, corriente muy en boga en el periodo de finales del siglo XIX y principios del XX que tuvo como eje rector atender la “cuestión social” que afectaba terriblemente a la sociedad de la época. Esta postura provocó una militancia más activa dentro de las filas de varios miembros del episcopado que compartieron la idea y la preocupación de ejercer una acción social más comprometida con la causa de los grupos más vulnerables como podían ser los obreros y campesinos.
Este grupo fue muy influyente y decisivo en las acciones que se adoptaron una vez que lograron regresar del exilio y establecerse en sus sedes episcopales. Entre los principales integrantes se encontraban los arzobispos de México, José Mora y del Río; el de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez; el de Michoacán, Leopoldo Ruiz y Flores; el de Linares, Francisco Plancarte, y el de Yucatán, Martín Tritschler. Entre los obispos se podrían mencionar a los de Cuernavaca, Manuel Fulcheri; Zacatecas, Miguel de la Mora; Aguascalientes, Ignacio Valdespino; León, Emeterio Valverde y Téllez; Zamora, José Othón Núñez; Chiapas, Gerardo Anaya; Sonora, Juan Navarrete, entre los más importantes. Todos ellos mostraron un significativo interés por practicar el catolicismo social como un instrumento de acción que le diera a la Iglesia más presencia y fortaleza en la sociedad. Aunque fueron identificados como católicos sociales, no puede hablarse de un grupo homogéneo y unido.27
No obstante su importancia y su compromiso con la acción social, no se observa una activa labor diplomática de los prelados en el exilio, sino más bien una tensa calma que justamente se va a quebrantar con la promulgación de la Constitución de 1917. La ausencia de oficio diplomático tanto fuera como dentro del país se dejó ver en la nueva norma jurídica que la Revolución hizo viable y en la que, como se ha visto, la Iglesia católica salió muy afectada.
Por otro lado, cabe recordar la existencia de una postura contraria a la de los exiliados representada en el ya mencionado vicario general, Antonio Paredes, que mostraba simpatía por el gobierno de la Revolución, lo cual se dejó ver en la carta que el arzobispo de Michoacán, Ruiz y Flores, le escribió desde Chicago al arzobispo de México, Mora y del Río, con fecha 13 de febrero de 1917, en la que el arzobispo manifestaba su preocupación de que el vicario general se les “anticipara” a una declaración pública con respecto a la recién promulgada Constitución. Era necesario que Mora y del Río, decía el arzobispo, se pronunciara pronto e impidiera que Paredes hiciera “algo inconveniente que pudiera causar prejuicios muy difíciles de reparar”.28 Lo que Ruiz y Flores quería, era evitar que se viera a la Iglesia dividida y doblegada a las nuevas circunstancias totalmente adversas a la Iglesia. Paredes, aunque no representaba el consenso del episcopado, sí tenía cierta fuerza por su cercanía a los carrancistas.
Nuevamente se observa esta división en la jerarquía que en poco ayudaba a un frente colectivo respecto del camino a seguir de cara a la nueva normatividad que afectaba a la Iglesia. En este sentido, las cosas se complicaban para los prelados quienes desde el exilio no mostraron un liderazgo único en su postura hacia la nueva Constitución.
Esta desunión se dejó ver, una vez más, en una carta que el ya mencionado arzobispo de Michoacán les mandó a los arzobispos José Mora y del Río y Martín Tritschler, haciéndoles saber su preocupación por la situación de la Iglesia que, en su opinión, lo importante era la unidad y no tanto la Constitución. El arzobispo hizo mención de establecer un modus vivendi independiente de la ley, es decir, negociar el camino a seguir que no perjudicara tanto al clero. Ello era reflejo de la problemática del episcopado en el sentido de que se encontraba físicamente disperso e ideológicamente desunido.29
En Estados Unidos el clero mexicano no había logrado ejercer la presión necesaria para cambiar las cosas en México y, por otra parte, el gobierno revolucionario radicalizó su postura con respecto a la Iglesia católica. En esta dinámica el exilio se volvió un problema para los intereses del clero. Se fracturó, por así decirlo, el statu quo de los desterrados, quienes se vieron obligados a reaccionar ante la promulgación de la mencionada Constitución.
Pese a lo anterior, la respuesta de los prelados no fue lo suficientemente agresiva como pudiera esperarse debido, muy probablemente, a la vulnerable situación que enfrentaba la jerarquía. Si querían regresar al territorio mexicano tenían que ser cuidadosos en la forma de defender sus derechos.
La acción inmediata del alto clero mexicano ante la recién promulgada Carta Magna fue elaborar un documento que se tituló “Protesta que hacen los prelados mexicanos que suscriben con ocasión de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos publicada en Querétaro el día cinco de febrero de mil novecientos diecisiete”.30 En este documento, que en lo sucesivo mencionaré como “Protesta”, se observa una postura mesurada con tintes de molestia pero nada que pudiera parecer combativa o retadora al gobierno revolucionario. El texto parece tener la intención de ser inofensivo y sólo mostrar o explicar los “males” que había sufrido la Iglesia a partir del levantamiento armado y cómo esta institución se había doblegado a las acciones de los revolucionarios padeciendo una “amarga situación”.
Sin duda lo que la Iglesia católica esperaba después de lo “sufrido” con la Revolución era vivir en armonía, así se enunciaba en la “Protesta” al mencionar que tanto “sacerdotes como el pueblo” creerían que la situación se calmaría y que se escucharían “los mandatos de la razón y la justicia” para vivir en concordia y por fin reconocer la “libertad religiosa”. No obstante, ello no fue posible.
Los prelados mencionaban que su actitud había sido “tranquila y pacifista” y lamentaban que ello no había sido suficiente para “desarmar las pasiones”; todo lo contrario, la Constitución promulgada en Querétaro le había otorgado a la persecución religiosa31 un aval definitivo.
Se les arrebataba de pronto, argumentaba la “Protesta”, los pocos derechos que la Constitución de 1857 reconocía a la Iglesia como sociedad y a los católicos como individuos. Ante ese “despojo”, se preguntaban, ¿cómo callar y a su vez, cómo protestar?; cualquier pretexto podía servir para que se les “tachara”, una vez más, de conspirar contra la paz…
Señalaban que se limitaban a protestar “enérgica y decorosamente” a pesar de cuestionar la validez de la Constitución recién promulgada pues, en su opinión, la asamblea que “dictó ese código” no representó a los diversos grupos que existían en el país. Su objetivo era defender “la libertad religiosa del pueblo cristiano”, para lo cual anunciaban dos declaraciones formales. La primera tuvo que ver con la aceptación a la autoridad constituida, haciendo hincapié en que ello no significaba “la aprobación o aceptación intelectual y voluntaria de las leyes antirreligiosas” como tampoco que los católicos dejasen de trabajar legal y pacíficamente por “borrar de las leyes patrias cuanto lastimase su conciencia y su derecho”. La segunda se refería a señalar que su único móvil era “la defensa de los derechos de la Iglesia y de la libertad religiosa”. En favor de su postura, se preguntaban: ¿qué quedaba de la libertad de adorar a Dios?, ¿no era eso destruir en su esencia la sociedad religiosa, de suyo independiente del Estado?, ¿no era esclavizar al poder del Estado no sólo a la Iglesia, no sólo al clero sino a todos los católicos, a todos los hombres que tuviesen religión?, ¿y hacer eso, no era tiranía?
Manifestaron su oposición al matrimonio como un contrato civil, a los límites en el número de sacerdotes que cada legislatura local debía establecer y al ejercicio del sacerdocio sólo para los mexicanos de nacimiento. Con estas medidas, la “Protesta” señalaba que se pretendía hacer imposible en México la vida del sacerdote, quien además perdía sus derechos políticos. Concluían que estas limitaciones eran “ataques a la misma religión y a la libertad de profesarla”.
La “Protesta” finalizó subrayando el respeto a la libertad y por eso mismo los prelados destacaban su apuesta por “una sana democracia” como el único camino que podía dar a la “patria un gobierno estable y firme que respetando los derechos de todos, los equilibre y modere dando a cada quien lo que le pertenecía”. Hacían un llamado para que los mexicanos se tolerasen en sus diferentes opiniones y se respetasen recíprocamente sus derechos. Sería entonces, concluyeron, cuando los gobiernos verían en la Iglesia “una ayuda para el engrandecimiento de la patria”.
El texto fue elaborado el 24 de febrero de 1917 y firmado por los arzobispos de México, Yucatán, Michoacán, Linares y Durango; los obispos de Aguascalientes, Sinaloa, Saltillo Tulancingo, Zacatecas, Campeche y Chiapas y los vicarios de Querétaro y Sonora.
En un balance general podemos decir que se dio cierta ambigüedad en el contenido de la “Protesta”, pues por una parte se planteó una postura de reconocimiento al gobierno revolucionario constitucionalmente establecido, pero por otra, se dejó ver que la Iglesia no aceptaba los lineamientos promulgados y que ello la “obligaba” a defender sus derechos y los de sus fieles mediante la salvaguarda de la libertad religiosa.
Esta defensa a la libertad religiosa, de la cual los prelados consideraron un “despojo”, se vinculaba con una defensa a todos los católicos en el ejercicio de sus derechos individuales retenidos por un estado que pretendía ser un “tirano”. La lucha por esta libertad tenía mucho sentido, pues la Iglesia partía del hecho de que todos los mexicanos eran católicos y con ello la libertad tomaba un significado diferente: se vinculaba con la defensa no de las distintas religiones, sino de la religión católica. Una vez más, ello era un reflejo de dos posiciones encontradas: una laica contra una confesional.
Asimismo, las dos “declaraciones formales” de la “Protesta” son muy significativas porque la primera daba luz verde a que los laicos (católicos) lucharan por la salvaguardia de su religión, y la segunda, a que se adoptase como bandera la mencionada libertad religiosa. Dos formas de abordar la defensa de la identidad católica frente al Estado laico.
En la lógica católica, no era la lucha de la Iglesia contra un “Estado represor”, era la lucha de “las iglesias” contra la imposición de un Estado laico que no quería aceptar la diversidad, la pluralidad. Esta postura era, hasta cierto punto, engañosa pues, como ya dijimos, cuando se hablaba de libertad religiosa, para la jerarquía significaba la libertad de practicar la religión católica en todos los ámbitos de la vida.
La “Protesta” sólo dejó constancia de la inconformidad de la jerarquía ante un marco jurídico hostil a la Iglesia pero, hasta donde se sabe, no generó ningún tipo de impacto en el corto plazo que pudiese poner en conflicto al gobierno revolucionario. Más bien lo que se produjo como consecuencia inmediata a la promulgación del marco constitucional fue “acelerar” el retorno de los prelados a sus diócesis, pues el exilio no había favorecido la situación de la Iglesia en el país, muy al contrario, se complicaba con los nuevos artículos constitucionales.
Por su parte los prelados de la arquidiócesis de México intentaron persuadir a Carranza de lo ilegal y contradictorio de los artículos constitucionales en materia religiosa. Tomando como ejemplo el artículo 130, le expusieron al presidente su inconstitucionalidad con el argumento de que estaba en abierta contradicción con otros de la misma Carta Magna, en especial con el artículo 4, en el que se establecía que a ninguna persona se le podría impedir que se dedicase a la profesión, industria, comercio o trabajo que le acomodase. En este sentido, el propio 130 establecía justamente que los ministros de culto eran considerados como “personas que ejercían una profesión”.
Respecto de los sacerdotes extranjeros que vivían en el país, los prelados sostuvieron que también el 130 se oponía con lo que establecía el artículo 14 en el que se mencionaba que ninguna ley tendría efecto retroactivo en perjuicio de persona alguna. Los sacerdotes que llegaron al país, decían los prelados, estuvieron amparados por el artículo 4 de la Constitución -en ese momento vigente- respecto al ejercicio de su profesión, por lo que, en su opinión, la prohibición de ejercer el culto por el hecho de ser extranjeros iba contra del espíritu y letra de la propia Constitución.32
Como se ha visto, Carranza no logró modificar este artículo pero en la práctica mostró tolerancia dejando de lado la aplicación de la norma jurídica en materia religiosa. Pese a ello, el ambiente en general fue de tensión e inquietud por parte de los ministros católicos, sobre todo de quienes se encontraban en Estados Unidos.
Una vez más el arzobispo Ruiz y Flores mostró su preocupación al escribir, desde Chicago, a los arzobispos de México y Yucatán su parecer de que la protesta tendría que ser “cautelosa” para no provocar problemas ante el retorno de los prelados al país. Él mismo se preguntaba ¿cuál debería ser el camino a seguir, actuar con suavidad, o con más energía?33
Algunos prelados decidieron que había llegado el momento de regresar de manera silenciosa; unos pocos ya se habían adelantado y permanecieron en la clandestinidad. En noviembre de 1917, nueve meses después de promulgada la Constitución, los obispos de Aguascalientes, Campeche y Zacatecas, así como el vicario de Querétaro, buscaron ingresar al país de incógnitos. Cruzaron la frontera sin ser reconocidos y se dirigieron a la Ciudad de México, donde permanecieron ocultos un tiempo hasta que pudieron volver a sus diócesis. La excepción fue el obispo Miguel de la Mora de Zacatecas, quien fue sorprendido en Piedras Negras y deportado a San Antonio.34
Al año siguiente, José Mora y del Río, todavía en el exilio, festejó su vigésimo quinto aniversario de su consagración sacerdotal. En la catedral de San Fernando se llevó a cabo una misa donde el obispo de la diócesis de San Antonio ofició los servicios apoyado por un grupo de prelados desterrados. El obispo John William Shaw elogió los esfuerzos y logros del arzobispo de México en empeñarse por mejorar las condiciones de vida y de trabajo del pueblo mexicano. Por su parte, el papa Benedicto XV, al igual que otros miembros de la jerarquía católica, enviaron saludos personales y felicitaciones a Mora y del Río. The Southern Messenger, periódico católico de circulación en la frontera sur de Estados Unidos (Texas), describió la manera “insultante” en la que el arzobispo de México había sido expulsado de su país, y reforzó la idea de que el gobierno revolucionario había ejercido una fuerte persecución religiosa contra los principales jerarcas de la Iglesia católica.35
Lo cierto fue que, pese a la Constitución, todavía en 1918, seguían varios prelados en el exilio sin que se lograse avanzar mucho en el tema del retorno. La versión de los desterrados contrastaba con la del clero estadounidense y de la Santa Sede. En opinión de los primeros, todavía no estaban dadas las condiciones para el regreso y como prueba de ello era que la incursión a México tenía que realizarse en el más completo sigilo; mientras que los segundos, ya francamente molestos, sostenían que parte del problema de la persecución religiosa se debía a los propios jerarcas católicos.36 Esta situación presionó a la jerarquía a ser más activa en su postura de regreso al país pues, evidentemente, ya no era tan bien vista por el clero estadounidense que consideraba que el exilio había sido demasiado largo. El costo de esa ausencia tuvo implicaciones importantes: debilitamiento de una acción pastoral, vulnerabilidad ante la propia feligresía, vacío de poder eclesial, y la promulgación de una Constitución que establecía serios límites a “las iglesias”.
En abril de ese mismo año, finalmente José Mora y del Río logró regresar a México. Cruzó por Laredo, permaneció oculto con algunos parientes en Guadalajara, y en octubre viajó a Tula, Hidalgo, parroquia que pertenecía a su diócesis.37 El 5 de febrero del año siguiente, en 1919, celebró una misa pontifical38 en la catedral con motivo de la fiesta de San Felipe de Jesús. Coincidencia o no, su aparición pública la llevó a cabo justo el mismo día que se había promulgado la Constitución dos años atrás.39
Sobresale, asimismo, otro escrito con fecha 12 de noviembre de 1918, firmado por los arzobispos que conformaban el episcopado mexicano. Se trataba de los señores arzobispos de Yucatán, Michoacán, Linares, Durango y Guadalajara, quienes lanzaron lo que titularon “Acta de Chicago”, documento que además contó con la adhesión de los arzobispos de México y Oaxaca.40
Por medio de esta “Acta” los prelados quisieron dejar en claro que la intención del episcopado mexicano no era restablecer “la antigua unión del Estado con la Iglesia” sino reclamar la plena libertad religiosa.41 Libertad de la que gozaban países como Estados Unidos, Canadá, Australia, Cuba, Brasil, Holanda y otras naciones democráticas. En su opinión, la libertad religiosa implicaba: libertad de enseñanza sin que se “atacasen las creencias”; libertad de asociación para cualquier fin religioso; capacidad legal de las asociaciones religiosas; el no limitar los derechos civiles de nadie por motivos religiosos; que los sacerdotes pudiesen gozar de todos los derechos civiles; y que las legislaturas locales no tuviesen facultad de dictar leyes relativas a asuntos religiosos.
En otros dos apartados solicitaban, también, la devolución de los templos, casas episcopales y demás inmuebles que desde 1913 le habían sido despojados al clero concluyendo que para lograr lo anterior “era indispensable pedir la legítima derogación de las leyes que los lesionaban”.
La importancia de este documento estribaba en que fue firmado o avalado por los principales líderes del episcopado mexicano, quienes establecieron como punto de partida para lograr la “paz religiosa” en México, la libertad, aclarando que ésta era un requisito de cualquier país democrático. El mensaje que se mandaba con ello era descalificar al gobierno revolucionario como un gobierno poco democrático, pues la libertad religiosa no se estaba respetando. En resumen, este concepto implicaba, en su lógica, suprimir los artículos constitucionales que les afectaban, situación que no alteraría la relación Estado-Iglesia ya que era la “defensa de derechos básicos de cualquier individuo en un país civilizado”.
Ambos documentos representaron la postura del alto clero mexicano con interés de dejar constancia de su desacuerdo al nuevo orden constitucional. Fueron documentos que tuvieron, aparentemente, un bajo impacto porque las circunstancias del momento no favorecieron una acción más contundente. Desde el exilio no se podía lograr mucho, y más bien fue el retorno a México lo que se convirtió en una prioridad. Sin embargo, a nivel discursivo la estrategia para enfrentarse a los nuevos lineamientos jurídicos fue la defensa de la libertad religiosa.
Los laicos y el orden social cristiano
Los mismos prelados que firmaron el “Acta de Chicago”, días antes de darla a conocer, el 1 de noviembre de 1918, elaboraron un documento en el que dieron instrucciones a sus respectivos vicarios sobre la acción a seguir con respecto a la nueva realidad que la Iglesia vivía. En una “Carta colectiva a los Vicarios”,42 los arzobispos hicieron importantes declaraciones en las que justificaban la actuación de los fieles en la defensa de la libertad religiosa. Basándose en el argumento de que el Estado no podía legislar sobre religión, consideraban que era lícito que los católicos “trabajasen por reconquistar la libertad arrebatada”. Dejaban en claro que en calidad de obispos “debían encaminarse a la defensa de esa libertad apoyándose en los derechos del hombre a quienes les correspondía seguir los lineamientos que la autoridad eclesiástica les establecía”.
Plantearon dos acciones. La primera se refería a su deber de persuadir a los católicos a que ejercitasen su libertad con prudencia pero con resolución. La segunda, para recordarles la obligación que tenían con la Iglesia y el derecho que les asistía respecto del Estado de reconquistar, por todos los medios lícitos, la libertad religiosa. En este último punto enfatizaron que era legítimo a los católicos “ejecutar aquellos actos prescritos, que no fuesen contrarios a la conciencia; pero cuando fuese contra ella, se [debía] no hacerlos aunque por esta negativa sobreviniesen mayores daños”. En resumen, incitaban y avalaban la oposición a todo acto que atacara la multicitada libertad religiosa, haciendo hincapié en que, en calidad de ciudadanos, los católicos tenían la obligación de reivindicar dicha libertad.
La importancia de esta carta se dejó ver en el papel protagónico que los prelados les otorgaron a los laicos, quienes serían los que estarían en condiciones de defender su derecho libertario y tomar acciones encaminadas a no permitir el cumplimiento del marco constitucional. Este, tal vez, fue el efecto inmediato que la Carta Magna produjo haciendo posible la presencia de grupos u organizaciones católicas que representaron los intereses de la Iglesia en un escenario de gran vulnerabilidad para la jerarquía.
Resurgieron con fuerza organizaciones como las Damas Católicas, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, los Caballeros de Colón y la Unión Nacional de Padres de Familia, entre las más importantes que adoptaron un perfil combativo frente a la nueva Constitución. Si bien casi todas estas organizaciones tuvieron su origen antes de la promulgación de la Carta Magna,43 lo cierto fue que su acción y liderazgo se empezó a percibir con más vigor después de 1917 y en concreto a partir de 1919 cuando se logró que el episcopado mexicano regresara al país. Estas fueron organizaciones que trabajaron muy vinculadas con la jerarquía y que sirvieron de apoyo para reconstruir el orden social cristiano, principal objetivo de los líderes eclesiásticos.
Cabría aclarar que la actividad de los laicos siempre había sido necesaria, pero en ese momento su labor era aún más importante ante la imposibilidad jurídica de actuar del clero católico. Éste veía con gran preocupación los riesgos de la nueva Constitución como lo podían ser la escuela laica, la prensa liberal y socialista, los espectáculos inmorales y las agrupaciones obreras laicas o socialistas que intentaban “arrancar el sentido religioso a la sociedad”.44 En opinión de algunos jerarcas, se tenía que trabajar por restaurar a Cristo Jesús en la familia, en la escuela y en la sociedad, y una forma de hacerlo era a partir de la cooperación de las asociaciones seglares guiadas por la autoridad e inspiradas en el catolicismo social. En otras palabras, este tipo de organizaciones tuvieron como fin coadyuvar en la solución del problema social, creando conciencia de que la alternativa era seguir los principios católicos de amor, caridad y justicia para mejorar la condición de vida de los católicos en general.
La Santa Sede y el clero estadounidense
En todo este proceso, es importante añadir la reacción de la Santa Sede respecto de la promulgación de la Constitución mexicana y a las acciones de la jerarquía en el extranjero. El 15 de junio de 1917, el papa Benedicto XV publicó una carta dirigida a los obispos y arzobispos del país avalando la “Protesta” que los prelados dirigieron al gobierno de México en los siguientes términos:
[...] al protestar, obligados por la firme conciencia de vuestro deber, contra las injurias inferidas a la Iglesia y el detrimento causado a los intereses católicos, habéis cumplido una obra evidentemente propia de vuestro oficio pastoral y muy digna de nuestro elogio; y que os sirva de consuelo saber que en vuestros temores y aflicciones os acompañaremos siempre con especiales muestras de nuestro paternal amor y nada omitiremos de todo aquello se ceda en nuestro sostén y ayuda.45
En este documento se observa el apoyo y la aprobación, al parecer incondicional, del papado a la causa mexicana reconociendo la situación problemática en la que se encontraban. Sin embargo, ello no significó en los hechos el respaldo absoluto al exilio de los prelados mexicanos; muy al contrario, ya para fines de 1917 la Santa Sede mostraba su preocupación y desconcierto por ver una actitud poco favorable al retorno por parte de algunos miembros de la jerarquía en el extranjero. Situación que incidió en la búsqueda de mecanismos, por parte del Vaticano, que aceleraran ese regreso. No obstante, la preocupación se fue diluyendo hacia 1919, año en el que se logró el retorno de casi todos los prelados.
Bajo términos parecidos, el arzobispo de Baltimore, James Gibbons, dirigió una carta a la jerarquía mexicana manifestando su inconformidad con la recién promulgada Constitución de 1917 ya que atentaba contra la libertad religiosa y despojaba los derechos de la ciudadanía:
El principio fundamental sobre el que descansan nuestras instituciones, es la libertad para adorar a Dios según el dictado de la propia conciencia y sin estorbar a los derechos de los demás. La religión católica es la de la gran mayoría del pueblo mexicano. Si no fuera porque los mexicanos están aplastados por el tacón de una minoría armada y desenfrenada, no habría sido posible darle la apariencia de ley a un documento tan repugnante a los sentimientos más sagrados del pueblo mexicano y a los que todo mundo civilizado tiene de la libertad y la justicia.46
Claramente el derecho principal que el arzobispo de Baltimore defendía era el de la libertad; en la mentalidad del clero católico estadounidense no cabían las limitaciones que el Constituyente de Querétaro impuso a las iglesias. Independientemente de la relación conflictiva Estado-Iglesia que se daba en México, a los ojos de los jerarcas estadounidenses, el tema no era ese, sino el de la libertad de conciencia y por ello calificaron a la Carta Magna de “documento tan repugnante”. Su solidaridad con el clero mexicano se dio en términos de apoyar una causa justa de libertad, sin tener en cuenta el problema de la relación entre estas dos instancias.
Este respaldo también se observó a escala internacional. Diversos miembros de la Iglesia católica mostraron su rechazo a la nueva Constitución mexicana. Fueron los casos de obispos de Francia, España, Cuba, Brasil, entre otros. La problemática del clero mexicano traspasó fronteras.47
El retorno: el reinicio de una lucha...
El año de 1919 fue clave para la reorganización de la cúpula de la Iglesia católica. En gran medida Carranza contribuyó mucho a ello, pues dio señales de estar poco dispuesto a forzar el cumplimiento de la ley, lo que generó un ambiente más conciliador respecto de la presencia del clero en el país.48 Ello, evidentemente, favoreció la posibilidad del retorno aunque existió la preocupación de algunos prelados a las posibles represalias por haber firmado la “Protesta”. De alguna manera se percibía que las condiciones todavía no eran las óptimas y la desconfianza en el régimen revolucionario persistía.
Un hecho alentador fue la llegada de monseñor Burke a México. Se trataba de un clérigo canadiense, quien había sido capellán en el ejército inglés durante la guerra y ocupaba el cargo de presidente de The Catholic Church Extension Society en Canadá.49 La prensa registró su arribo a la Ciudad de México en enero de 1919 y aunque sus intenciones no han quedado claras, lo cierto fue que su estancia contribuyó al retorno de los prelados al país. Algunos jerarcas se preguntaron sobre las atribuciones o facultades del clérigo pues desconocían el propósito de su estancia en el país; fue el caso del arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores, quien le escribió a José Mora y del Río sobre el asunto.50 A pesar del desconcierto que pudo haber causado en algunos sectores del clero mexicano, las gestiones de monseñor Burke tuvieron resultados.51
Burke se entrevistó con el presidente Carranza y según El Universal, se limitó a hacerle ver la necesidad de normalizar las relaciones con la Iglesia y permitir la vuelta de los prelados para atender a sus diócesis. El periódico aseguraba que este interlocutor, a quien le otorgó el papel de delegado apostólico, había facilitado un acuerdo del gobierno con la Iglesia.52 La información gozó de gran credibilidad pues la celebrada entrevista coincidió con la aparición pública del arzobispo de México y con el regreso a su sede de los obispos de Zacatecas y León.53 Burke abandonó la capital el 12 de febrero de 1919.
A partir de este suceso, los prelados que aún permanecían en el exilio obtuvieron permiso de regresar. Fueron los casos de los arzobispos Martín Tritschler (Yucatán); Francisco Plantarte (Linares); Leopoldo Ruiz y Flores (Michoacán); Francisco Orozco y Jiménez (Guadalajara); y de los obispos, Francisco Benegas Galván (Querétaro) y Francisco Uranga (Sinaloa).
Para principios de 1920, la mayor parte del episcopado mexicano ya se encontraba en sus sedes eclesiásticas para trabajar en un proyecto común: restaurar el orden social cristiano. Ciertamente el exilio y la Constitución de 1917 habían mermado la situación de la jerarquía, la consigna era que se tenían que redoblar los esfuerzos y actuar con mesura pero con decisión, pues los “males” estaban a la vista. El reto principal era consolidar la acción social católica para hacer frente al Estado laico propuesto en el Constituyente de Querétaro.
Los años siguientes (1920-1924) fueron de trabajo duro por parte de la jerarquía; los avances fueron importantes en términos de presencia de la Iglesia en la sociedad. Esta etapa terminó con la llegada de Plutarco Elías Calles al poder, quién puso fin al periodo de la complacencia con la Iglesia. La Constitución de 1917 se hizo cumplir.
A manera de conclusiones
La Revolución mexicana reavivó los sentimientos anticlericales ya mostrados en el siglo XIX, lo que propició un proceso de persecución religiosa cuya cara más notoria fue el exilio al que se vieron obligados a realizar la mayor parte de los miembros de la jerarquía católica. Este exilio se concibió, en una primera instancia, como un proceso temporal breve, lo que no sucedió provocando desconcierto y tintes de molestia por parte del clero católico estadounidense. El arzobispo de San Antonio, John Shaw, fue el que más “padeció” la presencia del clero mexicano en su diócesis, aunque su ayuda, hasta donde se sabe, fue solidaria con la causa mexicana.
En términos generales, tres años después de la llegada de la jerarquía a la Unión Americana, tuvo lugar la promulgación de la Constitución de 1917, sin duda un duro golpe a la Iglesia católica mexicana por el contenido de varios artículos de corte anticlerical que coartaban su libertad de acción e incluso la desconocían.
En el corto plazo la jerarquía no pudo hacer mucho en relación con la nueva Carta Magna pues no estaba en condiciones de enfrentarse al régimen de la Revolución. No se quedó callada pero su voz no permeó en favor suyo.
Dos documentos sobresalieron en este sentido: la “Protesta” y el “Acta de Chicago”, por medio de los cuales defendió su derecho a la libertad religiosa. Libertad que, en su opinión, tenía que ver con los derechos a la educación católica, a establecer escuelas confesionales, a expresarse en espacios públicos y a la existencia de órdenes monásticas, entre los principales.
El exilio no facilitó las cosas, por el contrario, complicó una respuesta eficaz y agresiva porque el tema del retorno estaba de por medio. La Constitución propició un “despertar” a buscar mecanismos de regreso al país, más que a reaccionar enérgicamente contra el mandato constitucional. En efecto, el ambiente que se respiraba era de cierta vulnerabilidad, lo que dio pie a priorizar los objetivos.
Por otra parte, se observa un clero dividido que tampoco posibilitó una respuesta en común a las adversidades que el proceso revolucionario imponía. La desunión fue un factor que contribuyó a no tomar medidas consensuadas, lo que finalmente se convirtió en un obstáculo en la defensa de su causa.
La Santa Sede y el clero católico de Estados Unidos terminaron presionando el fin del exilio. Desde afuera no se había logrado mucho, todo lo contrario, ahora la jerarquía se enfrentaba a un marco constitucional adverso que dificultaba su retorno. No obstante, el gobierno de Carranza no fue lo suficientemente hostil hacia la Iglesia y terminó por aceptar el retorno de los prelados a sus diócesis.
El resultado de todo este proceso no se puede esquematizar en una historia de víctimas y victimarios. La Iglesia es una institución compleja y dinámica que no quitó el dedo del renglón en exigir la derogación de los artículos constitucionales en materia religiosa y para ello su bandera principal de lucha fue la defensa de la libertad religiosa. Una libertad que, en su opinión, la nueva Constitución no respetaba.