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Política y cultura

versión impresa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.47 México mar./jun. 2017

 

Diversa / Reseña de libros

Antonio Gramsci: del liberalismo al comunismo crítico

Jaime Ortega Reyna* 

* Becario posdoctoral por la CH-CIALC-UNAM. Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, México.

Losurdo, Domenico. Antonio Gramsci del liberalismo al comunismo crítico. Madrid: Ediciones del Oriente y el mediterráneo, 2015. Vivanco, Juan.


Quizá no haya teórico marxista más afamado tras la “crisis del marxismo” (década de 1970) y la crisis del socialismo histórico (década de 1980) que el italiano Antonio Gramsci. Se trata del último de los teóricos marxistas de las primeras décadas del siglo XX que sigue suscitando simpatías en el mundo académico y político por igual. Pasado por distintos raseros, como la lingüística, la geografía crítica, la teoría política, el posmarxismo; Gramsci ha permanecido como un referente ineludible para pensar retrospectivamente el siglo XX, pero también para encarar dilemas propios del XXI. Atravesado por las grandes disputas de la Europa de la década de 1930, con una obra tan maravillosa como fragmentaria, el teórico del sur de Italia sigue aportado elementos para el debate contemporáneo.

En esta ocasión una obra en español nos confronta: la del polémico Domenico Losurdo; publicada originalmente en italiano, Antonio Gramsci: del liberalismo al comunismo crítico, misma que tuvo que esperar casi 20 años para ser traducida a nuestro idioma. Losurdo es ya un autor consagrado dentro de una tradición postmaoísta, que ha logrado granjearse un espacio académico, intelectual y político saturado por la polémica. Sus trabajos históricos han pasado a revisión la contrahistoria del liberalismo, han criticado la visión contemporánea que se tiene de Stalin y de Gandhi en los medios académicos y periodísticos; en el terreno teórico ha hecho lecturas sumamente productivas de Kant, Hegel y Marx. El polémico y riguroso autor ha trazado líneas de interpretación sugerentes. No deja de hacerlo para el caso de Gramsci.

Losurdo nos entrega una revisión del contexto intelectual de producción del joven Gramsci: aquel que es deudor de un cierto liberalismo previo a la primera gran guerra europea, marcado y definido a partir de las figuras de Benedetto Croce y Giovani Gentile. Deudores del hegelianismo, ambas figuras ven transcurrir el acontecer internacional signado por la guerra entre Estados europeos de manera paralela y divergente. Anclados a una cierta interpretación del liberalismo, del devenir de la historia y del lugar del marxismo, Gramsci marca una línea de demarcación con ellos en el proceso político mismo: guerra y revolución envuelven la obra de los tres teóricos. Las avenidas trazadas por cada uno de ellos se llegan a distintos puntos, todos de manera contradictoria. Losurdo precisamente nos ofrece una interpretación política y teórica de la forma en que Gramsci encara la tradición liberal tan omnipresente, pero la supera gracias a la toma de posición al momento de emerger la opción fascista y la revolución rusa.

La división se profundiza entre la tradición liberal y la incipiente tradición comunista, Gramsci va desprendiéndose de la confusión entre liberalismo y socialismo que se da en el entorno italiano. Frente a Bernstein asume una posición hegeliana. Frente a las interpretaciones hegelianamente teleológicas de la historia de Croce y Gentili al interpretar la revolución de Octubre (la “necesidad y legalidad de la historia” y el “fin de la historia”) reivindica “la revolución contra El Capital”. El lugar de Hegel en el combate primero (frente a Bernestein) lo ocupará después Lenin, teórico al que se acercará y leerá productivamente, es decir, buscando no “trasladarlo”, sino asumiendo sus principales lecciones. Los intelectuales liberales poco a poco se acercan al fascismo, al tiempo que desprecian las revoluciones obreras de Rusia y Hungría. Gramsci, por el contrario, se aleja del fascismo y del liberalismo, aunque conserva algo que los liberales italianos comienzan a despreciar: una valoración positiva de 1789 como momento fundamental de la constitución de la modernidad. Defendiendo los “valores” y las herencias de 1789 en realidad Gramsci se está posicionando en 1917: la revolución rusa ha ocurrido y los liberales italianos hacen caso omiso del asedio militar y económico al que este país está siendo sometido. Las conclusiones teóricas de estos acontecimientos son fundamentales para Gramsci: defender la tradición de la modernidad, pero cuestionar su supuesto universalismo; construir por tanto un nuevo universalismo que supere las ambigüedades del liberalismo, apelando a una nueva cultura, a nuevos sujetos.

El andar de Gramsci no es sólo con respecto a las herencias intelectuales italianas. Lo ubica en un momento de producción teórica con respecto a la propia herencia marxista, reluciendo sus puntos productivos, sus quiebres y sus críticas a los clásicos. Para Losurdo, con Gramsci se rompe la herencia de la II Internacional que aspiraba a la sincronización entre revolución política y “madurez” económica. Esta herencia que en realidad venía de las tensiones que se produjeron en la propia obra de Marx al analizar casos como el de la dominación de Irlanda por Inglaterra, son vislumbrados por Gramsci: así como Marx entendió que la liberación de Irlanda no dependía de los proletarios ingleses, sino que por el contrario, estos tenían que aprender de las luchas de liberación nacional de los irlandeses, se abría paso a un desquiciamiento del horizonte eurocentrado y economicista que prevaleció durante décadas en el movimiento socialista.

También frente a Lenin, de quien recogerá las lecciones del teórico y político de la revolución en un país “no desarrollado”, Gramsci emprende un distanciamiento. Si bien adhiere a las tesis del Imperialismo, fase superior del capitalismo, en lo que respecta a la competencia violenta entre naciones por conquistar mercados, a la concentración y el monopolio, no comparte la visión nihilista que existe frente a la cultura burguesa. Losurdo constata que en Lenin, como en otros sociólogos y filósofos de la época, la cultura burguesa se encuentra teorizada en plena decadencia, como un cadáver incapaz de dar respuesta. Gramsci no comparte ese horizonte nihilista (que luego se trasladará y radicalizará como verdadero pesimismo político inmovilizador en la Escuela de Frankfurt) sino que articula la categoría de “americanismo”, para dar cuenta de las capacidades reconstitutivas de la sociedad burguesa, con respecto al trabajo, al consumo y a la ideología. Si alguien esbozo una teoría de la “modernidad americana” éste sin duda fue Gramsci.

La parte final del ensayo, ya propiamente ubicada en el “comunismo crítico”, apela a desprenderse de la categoría de “marxismo occidental” acuñada por Merleau Ponty y teorizada canónicamente por Perry Anderson. Losurdo señala que es común encontrar a Gramsci junto a teóricos como Lukács, Bloch o Theodor Adorno (o genéricamente a la Escuela de Frankfurt). Su posición es que Gramsci no sólo no comparte un espacio teórico con ellos, sino que además su obra sería la constatación de otro marxismo no atrapado en la teleología ni en una cierta filosofía de la historia. La de Gramsci sería una obra que apelaría al análisis de la situación política y a la constitución de fuerzas sociales que hagan efectiva la alternativa al capital, es decir, como una apertura de posiblidades a partir de un horizonte situado. ¿Dónde es que ve esto? En primer lugar a diferencia de Bloch y de Lukács (agregaríamos nosotros ahora a W. Benjamin, que tan insistentemente autores como Traverso o Lowy se aferran a verlo emparentado con Trotsky, un revolucionario con mente del siglo XIX, plneamente instalado en el mito del progreso), Gramsci efectivamente se deshace de cualquier lectura mesiánica, tanto de la historia como la de la violencia. El teórico italiano no apelaría a visiones mesiánicas, sino plenamente históricas, constituidas por conflictos entre clases y sus organizaciones. En segundo lugar Gramsci haría crítica del último de los utopismos heredaros del liberalismo y ampliados por el anarquismo: la teoría de la extinción del Estado.

Losurdo contempla que en pasajes del propio Marx y más repetidamente en Engels, este resabio anarquista se muestra con claridad. Aún el Lenin previo a la revolución se entretiene imaginando la extinción del Estado, que en el periodo de la Nueva Política Económica rectifique su posición y atienda los problemas concretos y específicos que atañen a la joven revolución que tiene que organizar un nuevo Estado para defenderse de los ataques de las potencias “democráticas”. Para Losurdo el utopismo anarquista que declaraba que de una forma burguesa se había realizado la extinción del Estado en Inglaterra o Estados Unidos (compartida por momento por Engels y por Bakunin), no era más que una confusión producto de compartir un cierto espacio con el liberalismo y una proyección teleología de la historia. Al final resultaría el incoherente hecho de que el Imperio con más colonias a principios del siglo XX en realidad estaba al borde extinguir a su Estado. Frente a ello Losurdo recurre a Gramsci quien construiría una visión democrática del Estado, sin ningún tipo de aspiración mesiánica o salvífica. La necesidad de reconfigurar el Estado e incluso de “regularlo” no es equivalente a la extinción que imaginaban los liberales o los anarquistas. La obra de Gramsci es una bocanada de realismo político para las clases subalternas, lo que no significa que haya un abandono de un ánimo transformador, sino todo lo contrario, el llamado de Gramsci es a que los subalternos asuman su papel en la “gran política”, en la que regula los intereses de todos, es decir, que asuman la necesidad de ser el embrión de un nuevo Estado.

Finalmente Losurdo evalúa el elemento más importante que distancia a Gramsci de la teoría crítica (tanto en su génesis lukacsiana como en variada multiplicidad francfortiana): la posibilidad de pensar el problema de la nación y de lo nacional-popular como elemento constitutivo de cualquier teoría de la revolución. Lo nacional-popular es un espacio ausente en todas las versiones de la “crítica de la economía política” y en la “teoría crítica”, aunque también en versiones “ortodoxas” como la de Trotsky. El horizonte de constitución popular y subalterna de la nación escapa a las teorizaciones filosóficas de estos marxismos. En Gramsci lo nacional es mediación fundamental para la revolución, en tanto que lo popular es requisito inequívoco de la participación política. No es casual que en América Latina y el Caribe, muchos años después, el marxismo más productivo, el que sirvió como brújula política para militantes e intelectales interesados en una intervención en la coyuntura, no haya sido ni el de Grossman, ni el de Marcuse, mucho menos el de Adorno o Horkheimer; sino el de Gramsci. Y junto a él, otros pensadores como Poulantzas, que en una tradición althusseriana colocaron de nuevo el problema de lo nacional. El Gramsci más productivo en el momento de la intervención política es justamente el que destaca la necesidad de constitución de lo nacional-popular.

El texto de Losurdo resulta por demás sugerente. Un acierto valioso de una editorial que se encuentra en crecimiento. Una obra que debe leerse con sumo cuidado, pues los temas a los que convoca no son adornos teóricos, sino verdadera interpelación dentro de nuestro horizonte de búsqueda y configuración de alternativas sociopolíticas.

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