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Política y cultura

versión impresa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.21 México ene. 2004

 

Espacios y actores

 

Chile: indígenas y mestizos negados

 

Gilda Waldman Mitnick*

 

*Universidad Nacional Autónoma de México
waldman99@yahoo.com

 

Recepción de original: 21/08/03
Recepción de artículo corregido: 24/02/04

 

Resumen

A partir del símbolo del iceberg enviado por Chile a la Exposición Mundial de Sevilla en 1992, en el artículo se analiza cómo y por qué las identidades indígena y mestiza han sido negadas en ese país desde los inicios de la era colonial en aras de que prevalezca la “blanquitud” como eje rector de la identidad nacional. Se analizan, asimismo, algunas de las maneras en que estas identidades negadas reaparecen en el escenario público, lo mismo cuando la identidad nacional es cuestionada que cuando la reescritura de la historia “lee” de otra manera al país.

Palabras clave: iceberg, indígena, mestizo, “blanquitud” e identidad nacional.

 

Abstract

Starting with the symbol of the iceberg sent by Chile to the 1992 World Exposition in Seville, this article analyzes how and why indigenous and mestizo identities have been denied in that country since the onset of the colonial era, with preference given to “whiteness” as the guiding principle of national identity. It also studies some of the ways in which those denied identities have reemerged on the public stage, both when national identity is questioned and when the rewriting of history offers another reading of the country.

Keywords: iceberg, indigenous, mestizo, “whiteness,” national identity.

 

 

EL ICEBERG COMO SÍMBOLO DE IDENTIDAD

En 1999 el escritor chileno Ariel Dorfman publicaba su novela La nana y el iceberg,1 en la cual narraba cómo y por qué el gobierno de su país había decidido que fuera un iceberg el símbolo que representase a Chile en la Exposición Mundial de Sevilla en 1992. De manera paralela, Dorfman relataba la historia de la “nana” del protagonista, símbolo de la tradición indígena y su sabiduría. El escritor contraponía, así, de manera metafórica, una de las más importantes tensiones que han atravesado la historia chilena a lo largo de cinco siglos. Por una parte, la prevalencia de lo blanco (“blanquitud”) como hito fundacional de la historia nacional. Por la otra, la fuerza de la presencia indígena en el país. Aparentemente se trataría de dos realidades poco relacionadas entre sí, pero que en el recorrido literario-épico que realiza Dorfman por la historia chilena se aproximan a una de las interrogantes más candentes de su historia social y política: el tema de la identidad nacional.

No es casual que haya sido un iceberg —llevado desde los mares del océano Atlántico hasta las costas de España— la figura que representó a Chile en la Exposición de Sevilla en 1992. En el entorno del optimismo modernizante cimentado en los triunfos económicos de la década de los ochenta, el iceberg mostraba una imagen de Chile como un país en tránsito a la democracia, eficiente, calculador e imaginativo al estilo europeo y, por lo tanto, muy diferente al tropicalismo del resto de la región. El simbolismo del iceberg, en su frialdad, representaba para el gobierno de la reapertura democrática una condición natural y virginal, lo cual “dejaba en claro el corte histórico con el pasado que pretendió trazar el Chile de la Transición con el pasado utópico-revolucionario del latinoamericanismo de los sesenta y con el pasado traumático de la dictadura militar”.2 Pero la blanca imagen del iceberg en la Feria de Sevilla en 1992, referida implícitamente al (supuesto) presente y (anhelado) futuro del país, anulaba no sólo toda referencia a la presencia de casi un millón de indígenas en Chile —fundamentalmente de origen mapuche—,3 sino que reforzaba una negación más: la del mestizaje, lo que evidenciaba el carácter intolerante y prejuicioso de la sociedad chilena y fortalecia uno de los principios sustantivos de una concepción (ahistórica) de la identidad nacional: la homogeneidad racial y cultural de la población.

Ciertamente, los estudios en el campo de la antropología y la sociología han dejado en claro que las identidades colectivas no sólo constituyen construcciones históricamente configuradas, sino que son también el resultado de un entretejido de experiencias, símbolos, metáforas y mitos capaces de crear una “narrativa” que proporcione a cierto grupo una historia y un horizonte compartidos. En el caso chileno, la construcción de esta “narrativa” en torno a la identidad nacional se ha sustentado en una mitología de origen: el predominio de lo “blanco” sobre lo “no blanco”, mitología que, desde la exclusión de lo indígena y la negación del mestizaje, se tradujo en un racismo encubierto, latente, disfrazado y ubicuo, presente en todos los niveles de la sociedad y que acompaña permanentemente a la estratificación social.4


UNA HISTORIA PECULIAR: MAPUCHES, SOCIEDAD Y ESTADO NACIONAL

Si bien Chile comparte con el resto de los países latinoamericanos una identidad común derivada del hecho de haber sido reconocidos como “Otros” por los europeos, su particular desarrollo histórico le ha impreso una “impronta” propia cuyas consecuencias se extienden, sutil y subrepticiamente, hasta el día de hoy. Chile no sólo no fue cuna de una civilización indígena comparable a la de México, Perú, Ecuador o Guatemala, sino que la obstinada reticencia de los indígenas mapuches de la Araucanía5 a someterse a una dominación ajena —primero española y más tarde republicana— se tradujo en el alejamiento, tanto simbólico como real, de todo lo “indígena” por parte de la sociedad chilena en formación. A lo largo de más de tres siglos, la hostilidad y el conflicto con el “Otro” mapuche —manifestados en los permanentes combates sostenidos incluso instaurada ya la República independiente—6 configuraron la construcción identitaria de la sociedad chilena basada en la contraposición entre “lo blanco” y “lo no blanco”, sin reconocer al pueblo aborigen que vivía en su interior.

Durante la Colonia, el mito del “indio” indómito creado por Alonso de Ercilla en su poema épico La Araucana —libro fundacional de Chile en tanto epopeya que cantaba a un pueblo guerrero e indomable— sirvió para justificar la guerra y exigir recursos para mantener al ejército. Más tarde, las luchas independentistas contra España a principios del siglo XIX apelaron a la fiereza, orgullo y dignidad de los habitantes originales del país, presentando al indígena, en su lucha contra el invasor español, como un claro defensor de la libertad y los valores de la nueva chilenidad. Una vez alcanzada la Independencia, la República independiente, con su legislación imbuida de espíritu liberal, otorgó la ciudadanía al mapuche con todos los derechos y garantías que ello significaba, reconociendo al mismo tiempo la raigambre indígena de la sociedad chilena. Sin embargo, el derecho de ciudadanía no pudo ser ejercido al sur del río Bío Bío, donde los mapuches se mantuvieron independientes del Estado chileno y luchando contra él hasta casi finalizar el siglo XIX.7 Esta situación de permanente combate que mantenía el ejército en el sur del país reforzó la construcción identitaria de la sociedad chilena, basada en la contraposición entre lo “blanco” y lo “no blanco”. La violenta resistencia indígena se tradujo, paulatinamente, en su exclusión de un proyecto nacional sustentado en ideas, aspiraciones y valores liberales, los cuales moldearon y permearon todos los niveles de la sociedad chilena, y dio a ésta sustento en estructuras tradicionales y excluyentes. Las formas republicanas de gobierno y el laicismo racionalista, inspirados en el modelo enciclopedista europeo, se extendieron política e intelectualmente de manera hegemónica en toda la sociedad chilena, al tiempo que la sociedad consolidaba su autorreconocimiento como monolítica, criolla, cristiana, occidental y racialmente homogénea.8 La continuada y violenta resistencia indígena en el sur del país, ligada al afincamiento de la conciencia liberal en una élite de historiadores e intelectuales liberales marcados por el positivismo y el evolucionismo europeo de mediados del siglo XIX, reforzó la oposición entre lo “blanco” y lo “no blanco” mediante la oposición entre “civilización o barbarie”. El discurso criollo, sustento de la identidad nacional, se construyó ya no a partir de una visión positiva del guerrero araucano, sino a partir de una visión del indígena como alguien flojo, borracho, sensual, apegado a la naturaleza y carente de un sistema religioso estructurado. El proceso de construcción de la identidad nacional se realizó, así, desde un ideario político, científico y académico en el cual se asociaba a Europa con connotaciones raciales de superioridad. Si bien el indígena era ensalzado como héroe mítico, la (permanente) resistencia indígena en el sur del país reforzaba la oposición entre “lo blanco” y “no blanco”, es decir, entre el hombre de rostro oscuro y piernas cortas, en contraposición con el blanco y civilizado. El término “indio” quedaba reservado, ciertamente, a los hombres y mujeres de la Araucanía, pero denotaba, al mismo tiempo, rasgos caracterológicos como violencia, pobreza, rebeldía, carencia de historia, etcétera.

En el imaginario político-social de mediados del siglo XIX, profundamente marcado por el liberalismo, la Araucanía era un espacio supuestamente desocupado, en el que habitaba una población exigua, pálida remembranza de los antiguos guerreros del tiempo glorioso de la Conquista que resistieron sin tregua a los españoles, y a los que era pertinente “civilizar” y educar para integrarlos rápida y pacíficamente al pueblo chileno.9 Este discurso sirvió como base ideológica justificatoria para que el ejército chileno, hacia fines del siglo XIX, “pacificara la Araucanía”, es decir, se hiciera cargo de la frontera al sur del río Bío-Bío a fin de alentar el desarrollo nacional a través de una inmigración interesada en poblar el territorio y cultivar las tierras. A diferencia del “civilizado Santiago”, el sur no sólo representaba el peligro y la aventura, sino también una tierra de promisión, un espacio vacío que había que llenar y explotar. Pero detrás de este discurso ideológico había otro proceso: el de construcción del Estado nacional, el cual supone la existencia de territorio, pobladores, normas jurídicas, y un aparato burocrático y militar. Para el Estado chileno en formación, era importante demostrar capacidad de control sobre la tierra y los pobladores de la Araucanía, así como establecer normas jurídicas válidas para todos los habitantes del país mediante un ordenamiento jurídico y una burocracia estatal. El proceso de construcción del Estado implicó, por tanto, sentar soberanía sobre el territorio araucano a fin de incorporar a sus habitantes al proyecto nacional —eliminando las diferencias para ponerlas bajo el control de una cultura nacional chilena al estilo del modelo europeo— extendiendo hacia ellos los instrumentos jurídico-legales y asumiendo que la educación sería el principal mecanismo de su transformación en ciudadanos. 10 En este dispositivo de exclusión coincidieron tanto las élites liberales y conservadoras de la sociedad chilena al converger en su mirada al mapuche como un bárbaro salvaje y peligroso que debía diluirse en el sistema económico, educativo, político y militar de la República.11 El racismo se instaló, así, en el inconsciente colectivo del país, estrechamente vinculado al proceso de formación del Estado nacional chileno, que culminó en parte con la usurpación del territorio mapuche entre 1880 y 1883 por medio de la irrupción militar emprendida por el emergente Estado chileno, que despojó a los mapuches de su soberanía y de sus tierras, las cuales legalmente quedaron aseguradas por la legislación civil chilena y pasaron a manos de colonos chilenos y extranjeros.

Una vez consolidado el Estado liberal —es decir, establecido un sistema normativo sustentado en la homogeneidad lingüística y cultural a fin de poner en práctica la igualdad y lograr objetivos comunes sin consideraciones de raza o etnicidad— y junto con él la identidad nacional, se fortaleció el estereotipo del indígena como un ser inferior sin relación con “lo chileno”, al tiempo que la sociedad chilena se asumía como un país “sin indios”. En 1915, una presentación oficial del Estado chileno señalaba:

Los indígenas de Chile eran pues escasos, salvo en lo que después se llamó Araucanía. [...] Las condiciones del clima, muy favorables al desarrollo y prosperidad de la raza blanca, hizo innecesaria la importación de negros durante el periodo colonial [...] A estas circunstancias debe Chile su admirable homogeneidad bajo el aspecto de la raza. La blanca o caucásica predomina casi en absoluto, y sólo el antropólogo de profesión puede discernir los vestigios de la sangre aborigen, en las más bajas capas del pueblo.12

La identidad nacional se consolidó, entonces, ocultando sus raíces indígenas. Aunque culturalmente el “bravío mapuche” que resistió la invasión española e incluso asesinó al primer conquistador fuese reivindicado en ocasiones, socialmente se le estigmatizó, discriminó y excluyó.

Pablo Neruda señalaba, por ejemplo: “La Araucanía está bien, huele bien. Los araucanos están mal, huelen mal”.13

La identidad nacional chilena se formó, pues, a partir del olvido de algunos de los hechos más dramáticos de la historia del país, ”unido todo esto a la, para nosotros, ventajosa comparación con aquella anarquía y primitivismo habituales del resto del continente, de tal manera que hasta la fracción más crítica y politizada de nuestro país se sintió halagada. No era para menos, ya que la ponzoña dulcificada iba dirigida a los centros más sensibles de nuestra vanidad nacional: éramos los más civilizados, los más demócratas, los más cultos y europeos de América Latina”.14

Durante la década de los veinte y los treinta, en el entorno de una creciente participación social y política y de una incipiente industrialización como clave para el desarrollo, el sistema político chileno buscó la integración de los mapuches a la sociedad nacional, apoyándolos materialmente para enfrentar los problemas de sus comunidades. En 1938, con la llegada del Frente Popular al poder —en el marco de los cambios progresistas que tenían lugar en el país y en un momento en que en toda América Latina se impulsaban las políticas indigenistas orientadas a promover la educación, el desarrollo de las comunidades indígenas y su integración a la vida nacional—, se construyeron caminos, se edificaron escuelas rurales, etc. Ello contó con la aceptación de ciertos sectores mapuches, que buscaron una “integración respetuosa” a la política institucional y parlamentaria. De hecho, durante las décadas de 1920 y 1930 la actividad política indígena en Chile fue intensa: numerosos mapuches se presentaron como candidatos en diversas contiendas electorales, confiando en las posibilidades de integración que ofrecía la sociedad chilena.15 Sin embargo, los estereotipos construidos a mediados del siglo XIX siguieron dominando el panorama social, político y cultural, y alimentaron a generaciones enteras de chilenos. En esta línea es interesante señalar que la narrativa chilena tradicional tampoco escapó a esta visión, y entregó una imagen prejuiciada del pueblo mapuche, en la que el mito del pueblo invencible se unía a la noción de una cultura bárbara.16

Durante el gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) se reconoció a los indígenas como individuos que, habitando en cualquier parte del territorio, formaban parte de un grupo cuyas características lingüísticas, modalidades de trabajo, costumbres, normas de convivencia, religión, etc., diferían de las predominantes en los ciudadanos del país, aunque la izquierda política nunca desligó la cuestión indígena del problema campesino. El golpe militar, que tuvo como objetivo frenar los procesos sociales y políticos en los que también habían participado mapuches como parte de los movimientos obrero y campesino, desencadenó una fuerte represión (se proscribieron las organizaciones mapuches, se detuvo y desapareció a muchos de sus miembros) no sólo en tanto indígenas sino esencialmente en tanto “guardias rojos, komsomoles, estudiantes de pelo largo, barbas ralas a lo Che Guevara…,”17 al tiempo que promulgaba una legislación que permitía la propiedad individual de las tierras mapuches con el objetivo de convertir a los indios en “campesinos viables” que compitieran libremente en el mercado, incorporados de manera plena a la nación.18 Con la instauración de la democracia a partir de 1990, si bien se produjeron cambios en la constitucionalidad a partir de la promulgación de una nueva Ley Indígena que buscaba proteger las tierras mapuches, generándose al mismo tiempo nuevas acciones políticas tendientes a incorporar a los sectores indígenas a la institucionalidad política, no se garantizaron sus derechos para tener acceso a los recursos naturales, al tiempo que en las decisiones respecto a la construcción de empresas hidroeléctricas en sus tierras no tuvieron ninguna participación. Asimismo, el monto de las expropiaciones que les fueron ofrecidas a fin de construir carreteras en sus tierras fueron inferiores a las pagadas a la población no indígena; a lo anterior cabe agregar que la población mapuche se vio forzada a insertarse en los sistemas de industria agroforestal (que sustituyó a los cultivos tradicionales) en condiciones desventajosas, sin sistemas de previsión o derechos laborales.


LA NEGACIÓN DEL MESTIZO

Pero si en este desencuentro entre el Estado, la sociedad nacional y el mundo indígena la alegoría mapuche expresaba lo “Otro” de un proceso de decantación del “blanqueamiento”, también el cruce españoles y mapuches —producido fundamentalmente en la zona central del país— se tradujo en un “blanqueamiento” segregacionista que repudió el mestizaje, relegándolo a los márgenes y convirtiéndolo en un asunto histórico no resuelto. A diferencia de los mapuches de la Araucanía, que desde los inicios de la Conquista ofrecieron una resistencia implacable a la Corona (hecho único en la historia del continente), los indígenas de la zona central del país fueron fácilmente vencidos, y sus descendientes, empleados durante la Colonia como encomenderos rurales en las haciendas agrícolas, subsumidos bajo el término de “peones”, “inquilinos”, “artesanos” o “trabadores agrícolas”, y fácilmente integrados a la sociedad colonial a través de la aculturación y el mestizaje. Esta población —biológicamente y culturalmente mestiza— renegó de sus raíces indígenas para asimilarse a la cultura hispana, constituyendo la base demográfica mayoritaria de la emergente nación chilena. Es así como sus orígenes étnicos se perdieron bajo clasificaciones que designaban su actividad económica, al tiempo que paulatinamente pasaban de la categoría de “enemigos” a la de “vecinos”, aun al costo de abandonar sus orígenes y desconocer la identidad de los progenitores.19 A este primer hecho habría que agregar que la unión entre españoles e indígenas se tradujo en la formación de un mestizaje, emboscado en el entorno de una sociedad a la que llegaron muy pronto las mujeres españolas con la consiguiente formación de familias católicas y descendencia legítima. La familia formada por hijos “huérfanos de padre y de legitimidad”,20 junto a una madre indígena sola que permaneció junto a ellos “abandonada y buscando estrategias para el sustento”21 y un padre español ausente, “plural... genérico”,22 coexistió con la familia católica occidental hasta bien entrada la República, en un contexto social que muy pronto asumió el “blanqueamiento” como rasgo esencial de unidad nacional. La expansión del universo mestizo cristalizó en la formación del campesinado rural, el artesanado de pueblos y villas, los trabajadores de los enclaves mineros, así como en la creación de un amplio sector de pobres urbanos en las nacientes ciudades. Ya desde el siglo XVII los mestizos pasaron a formar parte del mundo popular, urbano y campesino, segregados por un orden social atravesado por el contrapunto bastardía/legitimidad —bastardía como estigma de origen que debía ser olvidado, y que reforzó el ocultamiento del origen indígena y la tendencia al “blanqueo”—23 sin encontrar tampoco lugar en una sociedad como la mapuche en la que la descendencia se basaba en el linaje y la perpetuación.24 A fines del siglo XIX, serán los soldados provenientes de este sector social los que expresarán su “identidad chilena” luchando contra peruanos y bolivianos en la Guerra del Pacífico, en 1879, y unos años más tarde combatiendo a los mapuches en el sur en el proceso de “pacificación de la Araucanía”.

El mestizaje ha sido, sin duda, una realidad a lo largo de la historia chilena, encubierto aun entre la población efectivamente mestiza. Desde el paradigma de lo “blanco” y lo “no blanco”, “hablar de mestizaje [en Chile] es pronunciarse sobre una mezcla que aparece atenuada o borrada por el ejercicio permanente de ‘blanqueo’ que han adoptado los grupos dirigentes, los intelectuales y los políticos desde muy antiguo”.25 De ahí que “el simulacro [sea] una de las actitudes evidentes de la constitución mestiza, la puesta en escena de su singularidad”. 26 En esta línea, en el imaginario social chileno, y en alusión a una realidad que debía ser blanqueada, lo “mestizo” se ligó con lo “indígena”. El mestizo se volvió, así, un espejo depositario no sólo de los peores rasgos indígenas, sino también de aquellos propios de los bajos fondos sociales: astucia, picardía, bravura, disimulo, afición por el juego, destreza manual, indisciplina, carencia de un hogar estable y legítimo, etc. En otras palabras, a diferencia de muchos otros países latinoamericanos cuyo nudo fundacional fue el mestizaje, la identidad chilena no fue el producto de un encuentro entre culturas que se combinaron para formar una nueva. A diferencia de otros países de la región, el mestizaje no se tradujo en un proceso activo de síntesis cultural, sino que ésta quedó marcada por la negación.


CUANDO LOS ROSTROS NEGADOS REAPARECEN

Sin embargo, los rostros negados de indígenas y mestizos tienden a reaparecer, no sólo en un entorno en el que la irrupción de nuevos movimientos sociales (feministas, ecologistas, homosexuales, etc.) pone en el tapete de las discusiones “la política de las identidades”, sino en un contexto en el que la reproblematización de la escritura de la historia (derivada de la crítica a los paradigmas y modelos intelectuales sustentados en las “grandes narrativas”) se traduce en el imperativo de reflexionar, de nueva cuenta, sobre las formas de reconstruir el pasado y, por ende, de entender el problema de la identidad nacional.

Ciertamente, el tema de la identidad nacional ha recorrido la vida social, cultural y política de América Latina, al menos desde los comienzos de su vida independiente. En términos generales, en todo el continente, procesos tales como la desazón frente al fracaso de las esperanzas desarrollistas de los años cincuenta y sesenta, las crisis políticas de los setenta, el fracaso de los proyectos sociales y los sistemas de gobierno populares, el fracaso de las guerrillas urbanas y el resurgimiento de las dictaduras, la “década perdida de los ochenta”, etc., a lo cual cabe agregar los efectos de la globalización, la debilidad institucional democrática y la escasa vigencia de los derechos económicos y sociales de gran parte de la población..., han obligado a volver el rostro al pasado. En Chile, específicamente, el tema de la identidad —surgido como tema de discusión desde la década de 1920— adquirió en los años ochenta una relevancia particular, al calor de los grandes cambios sociohistóricos que recorrían el país y de los retos que implicaba pensar en un nuevo proyecto de nación. En este sentido, el proceso de transición que comenzó en 1990 planteaba varios problemas centrales. Por una parte, qué contenido darle a la democracia en un contexto en el que las herencias institucionales y morales de la dictadura militar seguían vigentes. Por la otra, cómo reproblematizar la historia, ante la presencia de dos fenómenos que apelaban a la necesidad de lanzar una nueva mirada al pasado. El primero de estos fenómenos se refería a la visibilidad que ha alcanzado en el espacio público la presencia mapuche. Hoy, los indígenas representan alrededor de 10% de la población adulta de Chile, es decir, casi un millón de personas, los cuales viven principalmente en ciudades como Santiago, Concepción y Valparaíso, pero se encuentran prácticamente en todas las ciudades del país.27 Su visibilidad es manifiesta en todos los ámbitos de la actividad económica: empleados de servicios públicos y privados, de comercio, obreros, empleados domésticos, obreros de la construcción.28 De igual modo, su presencia cultural es también visible en el espacio público:

Sonaba el cultrún en el Paseo Ahumada. En el centro de Santiago de Chile; del actual, moderno, globalizado, apresurado Reino de Chile. Último año del siglo veinte [...] El ritmo se repite lento, firme, seguro, por horas. [...] Pareciera que esa sensación extraña, recuerdo de cosas que ya hemos olvidado, recorría esa mañana a los hombres y mujeres que hacían ronda, siglos después, a esa joven familia mapuche en el Paseo Ahumada de Santiago del Nuevo Extremo, de este moderno Reyno de Chile.29

Sin embargo, para la mayoría de los chilenos, las imágenes peyorativas del mundo indígena, reproducidas una y otra vez a lo largo del siglo XX, siguen vigentes. Junto a la incorporación de los mapuches a los sistemas económicos, sociales y simbólicos imperantes que actuaron como fuerzas de aculturación a través de la educación monocultural y monolingüe, los límites impuestos a las comunidades mapuches por la falta de recursos y el empobrecimiento generaron una paulatina migración a las ciudades donde, desprovistos de los patrones de referencia tradicional, sufrieron procesos de pérdida cultural, marginación social y discriminación por parte de la población local que continuaba atribuyéndoles ciertos criterios estereotipados de identidad que han limitado su inserción en la comunidad nacional. A pesar de que en la actualidad sólo una minoría de la población mapuche reside en comunidades rurales —como campesinos pobres en una economía de subsistencia—.30 en la ciudad son seres invisibles que sufren el estigma creado ancestralmente por la sociedad dominante: “borrachos, flojos, perezosos, culturalmente atrasados y conflictivos”. Su perfil laboral corresponde a un individuo de escasa calificación, bajos salarios, extensas jornadas de trabajo, discriminado por su apariencia física y sujeto al maltrato de sus empleadores, en tanto que para las mujeres, la ocupación más frecuente es el servicio doméstico, que les asegura albergue y alimentación.31 En su mayoría viven recluidos en barriadas de viviendas precarias, marginales, donde sufren los efectos de la pobreza y la discriminación de sus propios vecinos.

La peor discriminación en contra de los mapuches la practican los chilenos pobres. La sufrimos en carne viva cuando estamos obligados a cumplir algún trámite en oficinas públicas o municipales. ¡Para qué decir cómo nos tratan los carabineros, los detectives, los gendarmes y los funcionarios de los juzgados. ¡Los profesores de las escuelas parten suponiendo que los niños mapuches son incapaces de aprender bien y se burlan abiertamente de nuestras creencias y costumbres! [...] Y el mapuche que pide un préstamo en un banco debe acreditar un patrimonio propio mayor al doble que el exigido a un deudor huinca.32

Presionados por una realidad hostil, en la que “la sociedad chilena [sectores populares incluidos] es profundamente discriminatoria e intolerante [como] las encuestas de opinión pública lo revelan y nuestra experiencia cotidiana lo confirma [pues] vivimos de lugares comunes, ensalzando a los indígenas del pasado y denostando a los del presente”.33 El gran obstáculo para su integración proviene tanto del trato discriminatorio que reciben de la sociedad como de las dificultades para sobreponerse a su situación de marginalidad. Para desenvolverse adecuadamente en el medio urbano, deben camuflar su identidad mapuche. En esta línea, la gran mayoría termina por renegar de su identidad, rechazar su lengua y cambiar sus apellidos, con los consecuentes problemas que esto provoca. Así, por ejemplo, “entre 1970 y 1990, 31 587 personas solicitaron cambios de nombre en Chile. De ese número más de mil solicitudes correspondieron a sujetos mapuches, que deseaban eliminar su nombre propio y su apellido, aduciendo menoscabo moral, ridiculez o risibilidad”.34

Por otra parte, la “cuestión mapuche” ha concitado una nueva importancia en los medios de comunicación, la vida política y la sociedad civil a raíz de las movilizaciones indígenas iniciadas en 1992 en demanda de la restitución de las tierras usurpadas y el respeto a las formas de vida tradicionales, y que con el tiempo se han centrado en la oposición a la construcción de represas hidroeléctricas en la zona del alto Bío-Bío.35 Los grupos mapuches que han participado en estas movilizaciones, decepcionados por las políticas oficiales del gobierno de la concertación y en un entorno en el que los sectores indígenas que han aceptado las estrategias gubernamentales han perdido legitimidad y poder, han desafiado en repetidas ocasiones la institucionalidad. La versión más radicalizada de esta postura la representa el Consejo de Todas las Tierras, cuya estrategia inicial de “recuperar” tierra para luego negociar con el Estado chileno un sistema de poder compartido al sur del Bío-Bío ha tendido a configurarse como un movimiento radical en el que se gestan demandas y procesos que escapan al ámbito de lo étnico y se desplazan al escenario de lo “nacional mapuche”, es decir, hacia un etnonacionalismo.36 Ciertamente, esta situación ha aumentado la discriminación de los chilenos no mapuches y generado al mismo tiempo una virulenta respuesta de los sectores conservadores que, sustentados en los códigos peyorativos de discriminación al mapuche, los califican ahora de “delincuentes”, “terroristas”, “sujetos de manipulación externa” (izquierda marxista, movimiento zapatista, grupos ecologistas, etc.), enfatizando el imperativo de incorporar a los mapuches a la institucionalidad vigente.37

Al mismo tiempo, si la negación de la realidad mestiza —relegada históricamente a los márgenes de la política, la sociedad y la cultura— fue parte sustancial de la configuración de la identidad nacional, esta adulteración de la historia ha encontrado límites en momentos en que abre el debate en torno a las formas de interpretar el pasado, planteándose como imperativo incorporar al “Otro” para redibujar el país real que la metáfora del iceberg había ocultado. Así, por ejemplo, en un entorno caracterizado por la fractura de la memoria emblemática de la nación y la perturbación de la “unanimidad” en torno a “una” historia nacional, el trabajo historiográfico reciente en Chile a partir de nuevos enfoques teóricos y metodológicos se ha dedicado a la tarea de recuperar los espacios olvidados y los nombres de vencidos y marginados,38 lo cual ha sido complementado con algunos interesantes estudios antropológicos avocados a rastrear los claroscuros del pasado, rescatando los temas del mestizaje y el racismo no como un problema de otros países sino también de Chile.39 Al mismo tiempo, algunas interesantes voces literarias, ajenas a una “literatura rubia, burguesa y europeizada que excluye los discursos no blancos, mestizos... abierta a la heterogeneidad racial y social”,40 levantan una voz crítica, cuestionando profundamente la relación de los chilenos con su pasado y reconstruyendo las huellas perdidas de las figuras que perturbaban la “línea única” de la historia oficial. En esta línea, cabe destacar una novela muy reciente, Tres nombres para Catalina, en la que el escritor Gustavo Frías41 privilegia la dimensión mestiza para comprender a una de las mujeres más legendarias, misteriosas y temibles de la historia chilena, no sólo por su hermosura y riqueza sino por su leyenda de “bruja asesina en pactos con el diablo”: doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, la Quintrala (1604?-1665). Descendiente de abuelos indígena y español, encarnación de la oligarquía criolla y del linaje mapuche, rica en tierras, esclavos y dinero, transgresora en una sociedad que prohibía la expresión de la sexualidad, y acusada de innumerables crímenes y torturas, la Quintrala se convirtió en el símbolo negativo del discurso fundacional con el que se construía y consolidaba, desde mediados del siglo XIX, un proyecto de país y una identidad nacional “civilizados” y ajenos a la presencia indígena. A diferencia de la perspectiva liberal, que asumía que era la ascendencia mapuche de la Quintrala y su mezcla de sangres lo que la inducía a cometer los crímenes de los que se la acusaba, Gustavo Frías presenta una mirada alternativa, sugiriendo que el mestizaje de Catalina de los Ríos y Lisperguer constituye una parte oculta, pero siempre presente, de la identidad nacional. Al subvertir los códigos en los que se ha ubicado tradicionalmente a la Quintrala, Frías no sólo reivindica la figura de una mujer que por rebelde, independiente y mestiza fue condenada por el poder patriarcal homogeneizador y excluyente de la época colonial. Al negar el valor peyorativo del mestizaje, el autor reconstruye a un ser cuya inteligencia, pensamiento y acciones provienen, precisamente, de su compleja raigambre mestiza. En este discurso alternativo, Catalina de los Ríos y Lisperguer —la mujer fatal, apasionada y terrible que asesinaba a sus amantes y torturaba a sus criados— aparece como la fundadora de una nueva estirpe de mujeres, que reivindica su herencia materna mapuche, reconoce su sangre indígena y se enorgullece de su herencia múltiple, lo cual no sólo la distingue del resto de una sociedad que niega sus raíces indígenas, sino que la transforma en una mujer más libre, menos temerosa y más dispuesta a romper las reglas impuestas con sangre por los europeos. En contraposición con la visión que la asociaba con los males que traía el pueblo mapuche a la cultura —primero colonial y luego nacional—, para Frías en la Quintrala se encierra el mestizaje de españoles y mapuches, representando un símbolo de identidad para las dos culturas. Pero al mismo tiempo, a través de la voz de Catrala, como se la designó en su infancia, esta novela muestra un fresco de la sociedad chilena colonial, repleta de vicios, complejos, hipocresías y arribismo; se sugiere que ya en esa época, y desde la negación del mestizaje, se configuraba el germen de lo que más tarde sería —y seguirá siendo— la peor cara de la así llamada “identidad nacional”.

El iceberg liso, sin poros ni textura, que Chile llevó a la Exposición de Sevilla no debía verse ensombrecido ni por sombras, discontinuidades o residuos de tiempos históricos anteriores. Pero el país real se abre, afortunadamente, al examen crítico de lo ausente y lo sustraído, de los relatos entrecortados y los vocabularios incompletos, poniendo al descubierto una paradoja más en una historia llena de paradojas, muchas de las cuales aparecen como fantasmas en un país cuyo principal conflicto es querer ser lo que no es.

1 Ariel Dorfman, La nana y el iceberg, México, Planeta, 1999.         [ Links ]

2 Nelly Richard, Residuos y metáforas: ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1999, p. 175.         [ Links ]

3 Si bien en Chile existieron otras etnias indígenas, en el norte y en la región central, paulatinamente fueron desapareciendo, ya sea por hambre o malos tratos, como también por desintegración social y cultural. Las que vivían en la región magallánica se fueron extinguiendo al contacto con la tarea modernizadora realizada por las compañías ganaderas y los buscadores de oro. Véase por ejemplo Gabriel Salazar y Julio Pinto, Historia contemporánea de Chile: actores, identidad y movimiento, Santiago, LOM Ediciones, 1999, cap. IV.         [ Links ]

4 Sin embargo, se trata de un racismo no percibido como un problema social, por lo cual no ha sido objeto de las ciencias sociales en el país.

5 Territorio al sur del río Bío-Bío que desde 1640 fue reconocido por la Corona española como zona autónoma mapuche.

6 José Bengoa, Historia de un conflicto: el Estado y los mapuches en el siglo XX, Santiago, Planeta, 1999.         [ Links ]

7 José Bengoa, op. cit.

8 Jorge Pinto González, De la inclusión a la exclusión: la formación del Estado, la nación y el pueblo mapuche, Santiago, Instituto de Estudios Avanzados, Universidad de Santiago de Chile, 2000.        [ Links ]

9 José Bengoa, op. cit.

10 Jorge Pinto González, op. cit.

11 Incluso los sectores más progresistas del liberalismo compartieron estas ideas. A lo anterior cabe agregar la preeminencia de una visión conservadora para la cual la nacionalidad se forjó sólo con el aporte de los españoles que trajeron la civilización, el idioma, el catolicismo y el orden.

12 Citado por Elicura Chihuailaf, Recado confidencial a los chilenos, Santiago, LOM Ediciones, 1999, p. 87.         [ Links ]

13 Citado por Elicura Chihuailaf, op. cit., p. 89.

14 Jaime Valdivieso, Chile: un mito y su ruptura (1987),         [ Links ] citado por Elicura Chihuailaf, op. cit., p. 91.

15 José Bengoa: Historia de un conflicto..., op. cit.

16 Ariel Antillana y César Loncón, Entre el mito y la realidad, Santiago, Consejo Nacional del Libro y la Lectura, 1999.        [ Links ]

17 José Bengoa: Historia de un conflicto..., op. cit., p. 154.

18 Véase al respecto Alejandro Saavedra, Los mapuches en la sociedad chilena actual, Santiago, LOM ediciones, 2002.        [ Links ]

19 “La experiencia del abandono ha sido el tópico insistente de la constitución genérica mestiza”, en Sonia Montecinos, Madres y guachos: alegorías del mestizaje chileno, Santiago, Sudamericana, 1996, p. 60.         [ Links ]

20 Sonia Montecinos, op. cit., p. 44.

21 Sonia Montecinos, op. cit., p. 43.

22 Idem.

23 Sonia Montecinos, op. cit.

24 José Bengoa, op. cit.

25 Sonia Montecinos, op. cit., p. 20.

26 Idem., p. 48.

27 Alejandro Saavedra, op. cit.

28 Idem.

29 José Bengoa, Historia de un conflicto…., pp. 17-18.

30 Alejandro Saavedra, op. cit.

31 Ibid.

32 Citado por Ena von Baer, “La cuestión mapuche: raíces, situación actual y desafíos futuros”, en Eugenio Guzmán (ed.), La cuestión mapuche: apuntes para el debate, Santiago, Fundación Libertad y Desarrollo, 2003, p. 17.         [ Links ]

33 Gabriel Salazar y Julio Pinto, op. cit., p. 172.

34 Ibid.

35 José Bengoa. Historia de un conflicto..., op. cit.

36 Véase, por ejemplo: Rolf Foerster G. y Jorge Iván Vergara: “Etnia y nación en la lucha por el reconocimiento: los mapuches en la sociedad chilena”, en Hans Gundermann, Rolf Foerster, Jorge Iván Vergara, Mapuches y aymarás: el debate en torno al reconocimiento y los derechos ciudadanos, Santiago, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile, 2003.         [ Links ]

37 Ibid.

38 En esta línea, los trabajos de Gabriel Salazar y Julio Pinto son significativos. Véase, por ejemplo, Historia contemporánea de Chile II: actores, identidad y movimiento, Santiago, LOM Ediciones, 1999.         [ Links ]

39 Hacemos referencia a los trabajos de Sonia Montecinos y Rolf Foerster, entre otros.

40 Mario Rodríguez, “El orden del discurso novelesco”, en Eduardo Godoy G. (comp.), Hora actual de la novela hispánica, Valparaíso, Universidad Católica, 1994.         [ Links ] Citado por Patricia Cerda-Hegerl, “El tema de la identidad en la historia y literatura chilenas”, en Karl Kohut (ed.), La literatura chilena hoy: la difícil transición, Frankfurt/Main, Madrid, 2002, p. 57.        [ Links ]

41 Gustavo Frías, Tres nombres para Catalina: la Catrala, Santiago, Alfaguara, 2001. (É         [ Links ]ste es el primer volumen de una trilogía próxima a aparecer.)

 

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