Introducción
En julio de 2020, Claudia L., habitante del municipio de García, en Nuevo León (México), vivió la caída del inmenso nogal que habitaba junto a su casa, provocada por el paso del huracán Hanna (Sánchez, 2020). Para compartir su pena, Claudia subió un video a Facebook donde mostraba el enorme tronco derrumbado y con gran tristeza narraba lo sucedido; así se despedía de su querido nogal. En su breve texto, Claudia agradece al árbol por haberla acompañado y cuidado durante casi 20 años, le explica que lo echará de menos y una y otra vez le reitera su cariño. La noticia llamó la atención en las redes sociales y su video recibió más de 1 000 comentarios de personas que describían experiencias similares con otros árboles, que extrañaban árboles con los que habían convivido en alguna época de sus vidas, que cuidaban de árboles especiales plantados por algún familiar o que sabían del dolor que conlleva cuidar de las plantas y experimentar su pérdida. Otros comentarios tan sólo decían “lamento su pérdida”, “reciba mi pésame” o “comparto su dolor”, las mismas palabras que usamos para reconfortar a alguien que se despide de un ser querido.
La historia de Claudia revela los vínculos cercanos que las personas establecen con las plantas y nos muestra que, además de ser indispensables para nuestra existencia, pues dependemos de ellas para respirar, alimentarnos, sanar y muchas cosas más, las plantas también nos definen y afectan; nuestra relación con ellas habla de lo que somos y lo que procuramos. Es por esto que las plantas y sus implicaciones sociales y culturales han sido un tema recurrente en la antropología, como lo atestiguan las etnografías ya clásicas de Victor Turner (2013), Sidney Mintz (1996) y Philippe Descola (1988). No obstante, en años recientes, el acercamiento antropológico al estudio de las plantas se ha renovado y busca entenderlas ya no como el sustrato del que depende la existencia humana, sino como seres que transforman el curso de la vida (Sheridan, 2016; Chao, 2018a).
Los términos Antropoceno, Capitaloceno o Chthuluceno, entre otros, difieren en los procesos y actores que se identifican como responsables de la transformación ambiental, pero denotan una época en la que se ha tornado imposible distinguir el ámbito natural del mundo humano, exponiendo su interdenpendencia y sus múltiples conexiones (Moore, 2017; Haraway, 2016; Van Dooren, Kirksey y Münster, 2016; Braidotti, 2013; Latour, 2017). Este resquebrajamiento de la dualidad naturaleza-cultura característica de la modernidad plantea serios retos conceptuales para la antropología que, en las últimas décadas, centró sus análisis en la construcción social de la realidad, asumiendo que no hay nada más allá de la cultura y el lenguaje, es decir, de lo humano (Kohn, 2015; Blaser, 2009; Latour, 2017; Escobar, 2010). Para hacer frente a esta situación y buscando alternativas para construir futuros más promisorios, la antropología intenta hoy expandir sus fronteras y elaborar un tipo de etnografía que otorgue a los no humanos un papel activo en la constitución del mundo, en lugar de observarlos como entes pasivos, inertes e inferiores, lo que ha permitido al ser humano ignorarlos, dominarlos y someterlos a sus intereses, con serias consecuencias ecológicas y sociales (Pitt, 2014; Gibson, 2018; Chao, 2018a).
Dado que, como bien explica Latour (2017), hacernos cargo de la crisis ambiental no supone pensar un regreso del hombre a la naturaleza o su reconciliación con ella, sino más bien encontrar alternativas conceptuales útiles para entender y habitar un mundo donde las categorías naturaleza/cultura parecen ya inoperantes, en este texto me propongo describir lo que actualmente se conoce como etnografía multiespecie y, en particular, lo que podríamos llamar etnografía vegetal, dedicada a explorar la posibilidad de otorgar agencia a las plantas y reconocer su capacidad de impactar y ser impactadas por nuestra vida política y social, destacando la relevancia de los vínculos y conexiones que se establecen entre diversos seres en la producción del mundo (Sheridan, 2016; Chao, 2018a; Gibson y Venkateswar, 2015; Head et al., 2014).
Etnografía multiespecie o llegar a ser con otros
Los humanos o una parte de ellos, es decir, aquellos que encarnamos los valores del capitalismo moderno, somos a tal grado responsables del calentamiento global y el deterioro ecológico que, en la práctica, nos hemos convertido en un factor capaz de transformar las condiciones físicas, químicas y ecológicas del planeta entero (Chakrabarty, 2009). Pero, al mismo tiempo, la Tierra y los fenómenos naturales que pensábamos habíamos logrado controlar y trascender, hoy se incorporan, como agentes políticos, al devenir de la historia humana que se entreteje, de modo inevitable, con el cambio climático, la contaminación y la extinción (Danowski y Viveiros de Castro, 2019). De esta manera, la noción de lo humano se ha tornado incierta, pues lo humano y su quehacer, la cultura, han dejado de referirse sólo al anthropos y hoy, tanto el ser humano como el mundo que habita y las criaturas y objetos que lo acompañan, no pueden definirse por sí mismos, pues son producto de la interacción, de un proceso continuo de llegar a ser, resultado de relaciones contingentes entre múltiples seres y entidades diferentes (Ogden, Hall y Tanita, 2013; Kirksey y Helmreich, 2010).
La irrupción de estas ideas en la antropología está precedida por una serie de debates que preparan a la disciplina para extender la etnografía “más allá de las personas” (Kohn, 2007: 6). La antropología ha documentado la relación de los grupos humanos con animales, plantas y otros elementos del entorno desde el siglo XIX (Kirksey y Helmreich, 2010), pero hasta la segunda mitad del siglo XX la existencia clara de la naturaleza como una entidad independiente del ser humano y opuesta a la cultura definió prácticamente todo acercamiento antropológico al entorno (Durand, 2002). De acuerdo con Kohn (2015) y Vander Velden y Cebolla Badie (2011) es a partir de los trabajos de Lévi-Strauss que la firme distinción entre naturaleza y cultura comienza a debilitarse, pues Lévi-Strauss entiende esta oposición como un instrumento metodológico,1 y señala, hacia 1966, que la línea de demarcación entre los dominios naturaleza y cultura es “si no menos real, en todo caso más imprecisa y tortuosa de lo que se imaginaba” (1985: 18).
Durante la segunda mitad del siglo XX, la ecología de la mente de Gregory Bateson y la antropología ecológica de Roy Rappaport ofrecían ya una visión de la cultura y la naturaleza como ámbitos integrados en un sistema de complejas relaciones (Tyrtania, 1993; Durand, 2002). No obstante, los aportes más determinantes para reconsiderar la oposición naturaleza y cultura vendrían algunas décadas más tarde con los estudios de Philippe Descola (1988) y Bruno Latour (2012). El primero desde su detallado trabajo etnográfico entre los achuar del Amazonas en Ecuador y el segundo a partir de los estudios sobre ciencia y tecnología (2012) sugieren que la noción de naturaleza es un producto de la cultura occidental, e inician así “un proceso de deconstrucción metódica del paradigma dualista” (Vander Velden y Cebolla Badie, 2011: 16). Más adelante, nuevas propuestas, como el perspectivismo amerindio de Eduardo Viveiros de Castro (2015) y el trabajo de Donna Haraway en torno a las especies compañeras (2008), reconsideran lo humano al entenderlo como producto de una serie de relaciones y vínculos recíprocos que las personas mantienen con los seres vivos y objetos que coexisten en un mismo entorno, empujando a la antropología a buscar formas menos jerárquicas o más simétricas de concebir el mundo, en lo que se conoce como giro ontológico.
El giro ontológico se produce en muchas disciplinas sociales además de la antropología, y puede entenderse como una reacción o respuesta conceptual a la tendencia de narrar un mundo único y en el que sólo participan los humanos (Kohn, 2015; Gibson y Venkateswar, 2015; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016). En la antropología, este giro se ha traducido en el interés por explorar realidades etnográficas que vayan más allá de lo humano a partir de nuevos acercamientos teóricos que nos invitan a entender a criaturas tales como animales, plantas, hongos, algas y microorganismos como participantes activos en la construcción del mundo (Kirksey y Helmreich, 2010; Kohn, 2015; Latour, 2017; Haraway, 2016). En este sentido, Povinelli (2017) aclara que la reacción de la antropología a los cuestionamientos profundos que el Antropoceno nos provoca ha sido el resurgimiento del animismo, es decir, de un modo de existencia que no diferencia entre distintas formas de vida, reconfigurando el régimen de poder del capitalismo tardío.
El término etnografía multiespecie fue planteado por Kirksey y Helmreich (2010) para describir un área de estudio interesada en explorar las múltiples interacciones que sostenemos con las especies no humanas, trascendiendo la dualidad naturaleza/cultura y ofreciendo una visión relacional del mundo y los seres que lo habitan (Gibson y Venkateswar, 2015). Es una propuesta que se suma a otras dentro de lo que, en general, podría llamarse antropología más que humana, como la antropología de la vida de Eduardo Kohn (2007), la antropología más allá de lo humano de Tim Ingold (2013) y la cosmopolítica de Marisol de la Cadena (2015). Aunque estos enfoques guardan diferencias entre sí, coinciden en afirmar que la vida no humana no se agota o restringe a la significación cultural o a su utilidad práctica, sino que participa integralmente en la constitución de distintos mundos con consecuencias epistemológicas, éticas y políticas diferentes para los distintos seres implicados (Locke, 2018; Van Dooren, Kirksey y Münster, 2016).
Para la etnografía multiespecie, la vida en general y la de cada especie en particular no ocurren nunca en aislamiento, pues los organismos están inmersos en complejas redes de intercambio y en historias compartidas, en las que no sólo se encuentran unos y otros, sino que se forjan a sí mismos en esa colaboración (Van Dooren, Kirksey y Münster, 2016). Así, la tarea de repensar y redefinir lo humano radica, fundamentalmente, en conceptualizarlo y comprender su diferencia como una condición que emerge de categorías ya conocidas como cultura, género, raza, etnia o clase, pero, además, a partir de las relaciones múltiples, dinámicas y asimétricas que establecemos con seres no humanos que nos afectan y son afectados en un proceso continuo de llegar a ser (becoming) (Kirksey y Helmreich, 2010; Ogden, Hall y Tanita, 2013; Van Dooren, Kirksey y Münster, 2016).
Es posible decir, entonces, que el objeto de estudio de la etnografía multiespecie es la agencia no humana y las intersecciones de lo humano con múltiples criaturas con quienes, de manera colectiva, llegamos a ser lo que somos (Kirksey y Helmreich, 2010; Chao, 2018a). Esta reciente área de estudio ha producido nuevos acercamientos y preguntas interesantes en torno a nuestra presencia en el mundo al intentar indagar, por ejemplo: ¿cómo sería el mundo si hiciéramos en nuestro mundo espacio para otras especies?, ¿cómo describir etnográficamente un mundo construido en interacción con otros seres?, ¿cómo responsabilizarnos frente a otros seres y cómo responder a los espacios ruinosos que hemos producido?, ¿qué significa ser humano y habitar un cuerpo humano cuando sostenemos que somos producto de relaciones multiespecie?, ¿de qué modo diferentes organismos se entretejen en los sistemas económicos, políticos y culturales?, ¿quién gana y quién pierde en estos enredos (entanglements) multiespecie? (Van Dooren, Kirksey y Münster, 2016; Kohn, 2007; Kirksey, Schuetze y Helmreich, 2014; Tsing, 2015; Ogden, Hall y Tanita, 2013; Griffiths, 2015). La etnografía multiespecie propone, así, una an tropología menos antropocéntrica que extienda la noción de agencia hacia otras criaturas y, entre ellas, a las plantas (Locke, 2018; Hartigan, 2019).
Plantas, plantiness y agencia vegetal
Los estudios sobre las relaciones más que humanas se han centrado en los animales, mientras que las plantas han quedado relegadas en esta búsqueda. Este fenómeno, conocido como plant blindness, proviene de la percepción occidental de las plantas como organismos sésiles, incapaces de sentir dolor y carentes de la vitalidad propia de las personas y los animales (Chao, 2018a). No obstante, a medida que filósofos y fisiólogos vegetales construyen nuevas interpretaciones sobre las capacidades y potencialidades de las plantas, éstas han ganado una atención renovada como entidades con agencia (Marder, 2012 y 2013; Head et al., 2014; Mancuso y Viola, 2019).
Al igual que todas las demás criaturas, las plantas poseen ciertas propiedades distintivas. Head, Atchison y Gates (2012), Head, Atchison y Phillips (2012) y Head et al. (2014) proponen el término plantiness para referirse a esta serie de rasgos peculiares que hace plantas a las plantas. De forma característica, las plantas realizan fotosíntesis, son multicelulares, tienen células con paredes de celulosa, producen almidón para almacenar energía y alteran generaciones haploides y diploides en sus ciclos de vida (Head, Atchison y Gates, 2012; Head, Atchison y Phillips, 2012 y Head et al., 2014). Las plantas poseen también sensibilidad y capacidad de comunicación, tienen cuerpos dinámicos que no siempre corresponden a un solo individuo y, al contrario de lo que pensamos y más allá de nuestra percepción, son capaces de moverse por sí mismas, con o sin dirección, y con patrones singulares tales como la circumnutación que se produce durante el crecimiento de los tallos (Edwards y Moles, 2009; Head, Atchison y Gates, 2012; Head, Atchison y Phillips, 2012; Head et al., 2014; Mancuso y Viola, 2019). Además, son capaces de recordar, aprender y, de manera sorprendente, de reconocer a aquellos individuos con quienes están emparentadas y actuar para favorecer su sobrevivencia (Gagliano, 2015; Biedrzycki y Harsh, 2010).
Elementos y compuestos como nitrógeno, carbono, agua, fósforo, material genético, fitohormonas y aminoácidos conforman una multitud de señales químicas que son compartidas por una gran cantidad de plantas y árboles. Estas sustancias, al ser liberadas por las plantas, viajan por el aire para encontrar a otras y advertirlas, por ejemplo, sobre la presencia de plagas o depredadores, e inducir diferentes respuestas conductuales que incrementen sus defensas o resistencia (Simard, 2019; Gagliano, 2015). La comunicación química se concentra en las raíces y micorrizas2 que forman extensas redes subterráneas que interconectan a los individuos de una localidad. Las sustancias y los compuestos viajan por medio de estas redes y se transforman en mensajes que las plantas intercambian. A través de las redes de micorrizas, las plantas pueden reconocer su grado de parentesco con sus vecinas y distribuir diferencialmente sus recursos y alertas para colaborar a su subsistencia (Simard, 2019).
Los hallazgos anteriores muestran que el plantiness es mucho más complejo y elaborado de lo que sospechábamos, y que las plantas experimentan el mundo desde perspectivas únicas a las que nuestros sentidos y comprensiones no siempre pueden acceder (Marder, 2012 y 2013; Mancuso y Viola, 2019). Así, las plantas son capaces de percibir, interpretar, responder y transformar su entorno y, en este proceso, adquieren agencia y coproducen activamente el mundo en relación con los humanos, con otros no humanos y con elementos como el agua, la luz o el suelo (Head et al., 2014; Doody et al., 2014; Fleming, 2017).
La posibilidad de asignar a las plantas capacidades como inteligencia, atención o movimiento no deriva tan sólo del plantiness, sino también de cómo definimos esos rasgos (Marder, 2012 y 2013; Mancuso y Viola, 2019). La noción de inteligencia, por ejemplo, está estrechamente vinculada a la presencia de un sistema nervioso central, de una mente y conciencia, peculiaridades excepcionalmente desarrolladas en el ser humano. No obstante, si entendemos la inteligencia como la capacidad de procesar información, tomar decisiones y resolver problemas, las plantas podrían portar esta cualidad (Mancuso y Viola, 2019; Ananthaswamy, 2014; Head et al., 2014). Las redes que conectan micorrizas y raíces son muy diferentes de las redes neuronales que componen el sistema nervioso de los animales, pero cumplen una función semejante y permiten a las plantas obtener información sobre su entorno, compartirla, interpretarla y encauzar sus acciones hacia fines determinados, conductas asociadas a la inteligencia (Simard, 2019).
Las plantas dejan de ser seres pasivos e indiferentes a medida que nuestras nociones de inteligencia, atención y movimiento se alejan de su referente humano y nos permiten observar la manera particular en la que estos seres perciben, experimentan y actúan en el mundo (Marder, 2012). Del mismo modo, si superamos la noción de agencia centrada en la conciencia, la intencionalidad y la racionalidad es posible reconocer lo que algunos autores denominan formas vegetales o botánicas de agencia (planty agency) (Jones y Cloke, 2008; Hitchings, 2013; Head, Atchison y Gates, 2012; Head, Atchison y Phillips, 2012). En este caso, y de acuerdo con Brice (2014), la agencia vegetal provie-ne no de la autonomía sino de las conexiones que la materialidad de las plantas produce en otros seres y elementos como el agua, la luz o el suelo y que los incita a actuar de forma diferente (Head, Atchison y Gates, 2012; Head, Atchison y Phillips, 2012; Doody et al., 2014; Fleming, 2017). Esta reelaboración de la agencia, desde una perspectiva relacional materialista, ofrece a la antropología nuevas oportunidades para explorar cómo las plantas y sus cambios se insertan en la trama de la vida social, y cómo son capaces de afectar, desplazar y transformar la conducta, los cuerpos y la vida humana (Brice, 2014).
Sobre los métodos: una etnografía más allá del lenguaje
Restrepo (2018: 25) define la etnografía como “la descripción sobre lo que la gente hace desde la perspectiva de la misma gente”, no obstante, si consideramos que lo que la gente hace, esto es, sus prácticas, se resuelven siempre dentro de un conjunto de relaciones que las personas entablan con otras personas, objetos y criaturas, podemos pensar que lo que interesa a la etnografía vegetal es la descripción de los vínculos y compromisos que se producen entre las plantas y las personas (Pitt, 2014). La noción de colaboración es importante aquí, pues marca la diferencia con líneas previas de trabajo antropológico alrededor de las plantas, interesadas en comprender como éstas son interpretadas por las personas, o el tipo de conocimiento que grupos sociales específicos tienen sobre ellas, tales como la etnobotánica. En el caso de la etnografía vegetal, el interés no se encuentra en saber cómo las personas interpretan a las plantas o lo que saben de ellas, sino en cómo plantas y personas colaboran en la constitución del mundo, advirtiendo los sentidos y significados que emergen de las relaciones plantas-personas (Chao, 2018a; Hartigan, 2019; Atchison y Head, 2017).
Pensar a las plantas como seres con agencia y, por lo tanto, como posibles sujetos etnográficos (Hartigan, 2019), implica considerar una forma diferente de hacer etnografía, “una etnografía con y a través de los no humanos” en los términos de Gibson (2018). Esto supone, por un lado, distanciarnos de los métodos dependientes del lenguaje y las palabras y, por otro, desarrollar una etnografía descentrada de lo humano y atenta a la manera en que colaboramos con otros (Pitt, 2014; Gibson, 2018; Van Dooren y Bird Rose, 2016). Aunque en la etnografía multiespecie el desarrollo de la teoría está mucho más consolidado que sus métodos (Dowling, Lloyd y Suchet-Pearson, 2017; Swanson, 2017), una forma útil para acercarnos empíricamente a la agencia vegetal es iniciar por preguntarnos ¿qué hacen las plantas?, ¿qué hacen las personas? y ¿qué resulta o deriva de esta interacción? (Elton, 2020; Myers, 2019). Las estrategias para resolver estas cuestiones incluyen aprender directamente de las plantas, e indagar con aquellas personas que poseen una atención educada para percibir las capacidades vegetales (Hartigan, 2019; Pitt, 2014 y 2017; Dowling, Lloyd y Suchet-Pearson, 2017; Swanson, 2017).
Involucrarnos con las plantas y aprender, implica conocer sus rasgos anatómicos, su fisiología y sus relaciones ecológicas. Existen cientos de miles de especies de plantas y otras tantas de seres como hongos y algas que con frecuencia confundimos con plantas, aunque en realidad no lo son.3 Cada especie posee un plantiness singular que se articula de formas distintas y en momentos específicos con otros humanos y no humanos (Head et al., 2014). Cada plantiness sugiere posibilidades distintas de agencia y modos de cohabitación diferentes en escenarios multiespecie (Doody et al., 2014).
La consulta de publicaciones científicas y las entrevistas con taxónomos, botánicos, agricultores, campesinos, horticultores y otros especialistas son sin duda herramientas útiles para describir el plantiness, pero igual de importante es relacionarse con las plantas, observar el espacio donde habitan, con quien lo comparten, sus cambios a lo largo del día y en diferentes estaciones. Se trata, así, como bien explica Hartigan (2019), de una etnografía donde no sólo la escucha es relevante, sino que es necesario entrenar otros sentidos para poder advertir a las plantas en sus propios términos y comprender sus capacidades y potencialidades (Hartigan, 2019; Pitt, 2014 y 2017; Swanson, 2017). Otra posibilidad es hacer uso de diferentes tecnologías (imágenes de satélite, fotografías áreas y microscópicas, análisis genéticos, químicos, etcétera) para ayudarnos a detectar capacidades vegetales fuera de nuestra percepción como el movimiento, el crecimiento o la presencia de sustancias químicas en tejidos vegetales. Esto requiere de un acercamiento a herramientas de las ciencias naturales con las que los antropólogos no siempre estamos familiarizados, y de los que de hecho la antropología se distanció para legitimar su propia forma de conocer la Naturaleza. Sin embargo, este trabajo académico que teje colaboraciones multidisciplinarias es indispensable para entender mundos más que humanos (Swanson, 2017; Van Dooren, Kirksey y Münster, 2016).
La etnografía vegetal no pretende, como lo hacen la botánica o la ecología, describir a las plantas y su plantiness como especies a partir de una perspectiva evolutiva, sino más bien como individuos o colectivos situados en sitios y momentos específicos (Hartigan, 2019; Pitt, 2014; Elton, 2020). Así, una vez descrito el plantiness, requerimos reconocer el contexto social, cultural, político y económico que las plantas colabo-ran a conformar. Dado que aquí lo que queremos es seguir a las plantas y saber cómo se insertan en redes de interacción con las personas, las técnicas tradiciona-les de la etnografía basadas en la observación directa y la participación son particularmente útiles (Swanson, 2017). Las entrevistas, los grupos focales, el diario de campo y el trabajo de archivo proveen información sobre la experiencia de las personas con las plantas y sobre cómo las plantas orientan las prácticas humanas y participan de la vida social. En paralelo, algunos autores ponen en práctica métodos y herramientas más innovadores como el análisis de movimientos y expresiones, a través de imágenes y video, para captar la experiencia corporal de las personas que trabajan con plantas, por ejemplo, en plantaciones o jardines. Otros sugieren registrar la experiencia emocional y los sentimientos de amor o violencia que la convivencia voluntaria u obligada con determinadas plantas desa-ta en las personas (Richardson-Ngwenya, 2012; Chao, 2018a; Archambault, 2016). En conjunto, estos trabajos indican que, en nuestros encuentros etnográficos con las plantas, es esencial evitar privilegiar un tipo específico de datos y confiar en nuestra experiencia sensorial para sincronizarnos con los ritmos, temporalidades y materialidades vegetales (Head, Atchison y Phillips, 2012; Pink, 2009).
Los métodos de la etnografía vegetal están aún siendo desarrollados y existe discusión sobre los propios límites de las herramientas empleadas. Así, hay controversias sobre si es posible recuperar la perspectiva de las plantas y acceder a su forma de experimentar el mundo o si esto es, en definitiva, inaccesible para nosotros. Otra cuestión abierta al debate es cómo superar la contradicción que implica estudiar a los no humanos a partir de métodos centrados en lo humano, y lograr producir descripciones que no los antropomorficen o nos hagan hablar por ellos (Swanson, 2017; Pitt, 2017; Elton, 2020; Dowling, Lloyd y Suchet-Pearson, 2017; Gibson, 2018; Head, Atchison y Phillips, 2012). No obstante, sabemos que, más allá de las técnicas, lo importante, tal y como lo mencionan Van Dooren y Bird Rose (2016), es contar historias de una manera abierta, historias que nos permitan observar la diversidad y complejidad del mundo que construimos siempre en relación con una multiplicidad de seres.
Algunos temas y estudios relevantes
Anna Tsing es, sin duda, una de las autoras más importantes en la etnografía multiespecie. En su libro The Mushroom at the End of the World (2015) explica que el mundo no es una creación puramente humana y que todos los organismos crean sus nichos, construyen su entorno y, de esta forma, cambian el mundo de todos. En esta y otras publicaciones, Tsing (2012 y 2010) analiza este proceso de cocreación a través de la exploración detallada de los mundos que el apreciado hongo Matsutake (Tricholoma matsutake) produce en sus diferentes encuentros con humanos y otros no humanos, en las ruinas del capitalismo que caracterizan el Antropoceno.
Por su parte, Natasha Myers (2017) propone la creación de una “planthropology”, esto es, una antropología dedicada a documentar “las ecologías afectivas” o los vínculos, interacciones y sensibilidades que surgen entre las plantas y las personas. Conocer estos víncu-los permite desarrollar modos de involucrarnos con las plantas más allá de las exigencias de la explotación capitalista que distingue, hoy en día, nuestra relación con ellas (Myers, 2019). En parte de su trabajo, Myers analiza lo que son y significan los jardines, y cómo sus diferentes expresiones constituyen el resultado de la sedimentación de normas culturales, intereses políti-cos y principios éticos específicos, que reflejan cómo nos posicionamos frente al entorno (Myers, 2019 y 2017). Desde su perspectiva, hay jardines que reproducen la lógica capitalista y el legado colonial del Antropoceno y otros que permiten colaborar con las plantas para construir futuros más vivibles (Myers, 2019).
En relación con los jardines destaca también el trabajo de John Hartigan (2015) sobre los jardines botánicos en España. Este autor nos muestra cómo estos jardines son espacios públicos que se constituyen a través de relaciones multiespecie, destacando el papel de los no humanos en las ciudades y áreas urbanas donde diferentes y variadas especies son cultivadas y cuidadas, para transformar la interacción de las personas con las plantas. Los jardines, parques y huertos son también el ámbito de estudio de otros autores como Poe et al. (2014), Doody et al. (2014), Elton (2020) y Sandilands (2013), quienes exploran las experiencias de las personas al recolectar hongos y plantas, al seleccionar las plantas que permiten crecer en sus jardines o su papel en la construcción de la soberanía alimentaria en ciudades como Toronto, Seattle y Auckland (Nueva Zelanda).
A pesar de que los trabajos en espacios íntimos como jardines y huertos son más frecuentes en la literatura, encontramos también análisis que reflexionan sobre el vínculo plantas-personas en ámbitos más amplios y conflictivos, como las plantaciones comerciales, donde destacan los trabajos de Sophie Chao (2018a y 2018b) en torno al cultivo de la palma africana de aceite (Elaeis guineensis). Desde una perspectiva multiespecie, Chao describe cómo los indígenas marind en Papúa Occidental se vinculan con la palma en las extensas plantaciones que se han establecido en su territorio. Para los marind, esta planta es un ser con agencia, pero, al contrario de lo que esperamos, es una planta violenta y destructiva ante quien los humanos son víctimas. La devastación ecológica que el establecimiento de plantaciones de palma implica y sus consecuencias para los marind hace de este encuentro uno en donde la planta es un ser que no puede ser amado o apreciado (unloving), siendo la violencia y la destrucción prácticas no exclusivamente humanas (Chao, 2018a y 2018b).
En un entorno similar, pero desde una perspectiva vitalista, Richardson-Ngwenya (2012) analiza el papel de la caña de azúcar en la economía agroindustrial de Barbados. La materialidad de la caña juega un papel activo y determinante en la definición del futuro de la industria azucarera en esta nación del Caribe, en sus esfuerzos por ajustarse a los nuevos requerimientos del mercado de azúcar en Estado Unidos. De modo que, aun cuando las decisiones en torno a la producción de caña son tomadas por humanos, la planta con su capacidad de propagación asexual e hibridización participa en la conformación política y económica de esta industria en Barbados (Richardson-Ngwenya, 2012). Otro trabajo muy relevante en el ámbito de las plantaciones es el de Brice (2014) sobre la producción de uva para vino en Australia. El autor narra cómo el proceso de maduración de la uva determina todo el ritmo de trabajo y las actividades de la finca, de tal forma que la vid está lejos de ser una planta sometida o subyugada y más bien afecta y es afectada por el proceso de producción de vino (Brice, 2014).
Otro importante conjunto de estudios tiene como foco de análisis los conflictos que las capacidades vegetales y el florecimiento/crecimiento de las plantas produce bajo ciertas condiciones antropogénicas, dando lugar a lo que se conoce como malezas o especies invasoras (Head et al., 2014; Kull y Rangan, 2008). Estos trabajos observan la relación combativa entre las plantas que crecen fuera de lugar o cuyo crecimiento y reproducción es algo indeseado, y las personas que intentan contenerlas (Doody et al., 2014; Head et al., 2014). A diferencia de otros estudios sobre malezas que se centran en los rasgos de las plantas, aquí lo relevante es destacar las relaciones y el papel de las personas y grupos sociales en la creación de entornos susceptibles de invasión o entornos precarios, considerando que las plantas que denominamos malezas actúan en función de los seres humanos y éstos, a su vez, reaccionan a los retos que ellas les plantean (Robbins, 2004; Tsing, 2015; Sandilands, 2013; Doody et al., 2014; Head et al., 2014).
Finalmente, otra serie de trabajos se interesa por analizar el papel de las plantas en nuestra dinámica sociopolítica, considerando su capacidad de actuar, afectar y ser afectadas, constituyéndose en sujetos políticos dentro de escenarios socioambientales amplios (Durand y Sundberg, 2019). Bajo la influencia de la ecología política poshumanista, Juanita Sundberg (2011) estudia el papel de los matorrales y otros no humanos en la implementación de las políticas de seguridad en la frontera de México y Estados Unidos, y Jake Fleming (2017) discute cómo la política ambiental en Kirguistán es moldeada por las personas y las plantas a través de las técnicas de injerto para la propagación de los nogales. Ambos autores se preguntan cómo las plantas se constituyen en actores políticos, y cómo los encuentros entre humanos y no humanos influencian disputas ambientales y los recursos políticos de los involucrados.
En América Latina comenzamos a ver la emergencia de estudios vinculados a la etnografía multiespecie pero, al igual que los trabajos producidos en otras regiones del mundo, los académicos latinoamericanos tienden a concentrar su interés en los animales (Sepúlveda Luque y Sundberg, 2015; Acero Aguilar, 2019; Segata, 2019). Aunque las plantas no son objetos de estudio frecuentes hay ya algunos trabajos al respecto, como el análisis de Di Deus (2019) en torno a la extracción del látex y la relación dinámica que se produce entre los árboles de caucho y los productores, que da lugar al ritmo adecuado de corte y “sangrado” de los árboles. El trabajo de Skewes (2019) revisa de manera amplia la relación y las narraciones de los mapuches en Chile con diversos no humanos, entre ellos los árboles, discutiendo el valor de estas ontologías para la conservación y la regeneración de los bosques. Encontramos también el análisis de Flores, Echazú Böschemeier y Greco (2019) sobre las “plantas compañeras”, el cual describe la interacción entre curanderas y plantas como la coca y la ayahuasca en Perú y Argentina, y la investigación de Barrientos Salinas (2020) que se ocupa de los entramados multiespecie que resultan del tejido del algodón en Bolivia.
Como puede verse, los temas son diversos y, en conjunto, estos trabajos van poco a poco definiendo y delimitando la etnografía vegetal como un ámbito de estudio que intenta comprender a través de experiencias empíricas muy variadas cómo las plantas se insertan y moldean escenarios sociopolíticos e identidades sociales, y cómo, a partir del plantiness, adquieren agencia y coproducen activamente el mundo (Head et al., 2014; Doody et al., 2014; Fleming, 2017).
Conclusión
El interés reciente por las plantas en disciplinas como la filosofía, la geografía y la antropología ha sido llamado plant turn (Myers, 2015), y forma parte del proyecto mayor del giro ontológico en las humanidades. En el plant turn, las plantas tienen una suerte de intencionalidad no consciente y no pueden ser consideradas seres pasivos, de manera que comprender cómo emerge el sentido en las relaciones plantas-personas es el propósito central de estudios influenciados por estas ideas y de lo que hemos aquí llamado etnografía vegetal (Myers, 2015; Sheridan, 2016).
Aunque Myers propone la creación de una “plantropología” como un nuevo ámbito dentro de la antropología, por ahora tal vez sea suficiente hablar de una etnografía vegetal, pues nuestros conceptos y métodos apenas nos permiten documentar y describir cómo plantas y personas nos vinculamos, creamos y actuamos conjuntamente en el mundo. Tenemos aún mucho que reflexionar y experimentar para lograr incursionar en las condiciones y posibilidades que los vínculos plantas-personas nos presentan en los espacios que habitamos a fin de construir conocimiento no sólo sobre estos vínculos en sí mismos, sino con ellos, tal y como Ingold (2013) caracteriza una antropología más allá de lo humano, centrada en los procesos colectivos e híbridos de llegar a ser (becomings).
Pensar a las plantas y otros seres humanos desde estas nuevas perspectivas nos ofrece la posibilidad de acceder a otras formas de comprender el mundo, diferentes de aquellas basadas en la agencia y el excepcionalismo humano que la modernidad ha establecido. Nuestra relación con las plantas importa porque refleja y propaga una serie de relaciones e intereses particulares que dan lugar a proyectos sociales específicos (Myers, 2017). Así, por ejemplo, Anna Tsing y Donna Haraway (Hopes y Perry, 2019) explican que los eventos y las relaciones entre plantas y personas que, desde épocas coloniales, se desarrollan en las plantaciones comerciales, caracterizadas por la alienación y simplificación de los entornos ecológicos y de las dinámicas sociales, han sido fundamentales en la conformación de la sociedad moderna. Las plantaciones y los vínculos plantas-personas que de ellas se desprenden son tan importantes para explicar nuestra sociedad contemporánea, que las autoras sugieren la noción de Plantacionoceno como una alternativa a la narrativa universalista y antropocéntrica del Antropoceno. El modelo de producción de las plantaciones europeas en América y en otras regiones del mundo no puede desligarse, de acuerdo con Tsing, de la noción de raza, del sometimiento de la naturaleza, del desarrollo de los imperios y de la expansión del capital, produciendo los espacios ruinosos y violentos que habitamos (Hopes y Perry, 2019).
Sobreponernos a los fracasos sociales y ecológicos de nuestra sociedad contemporánea tiene que ver, entre otras cosas, con construir nuevas formas de vincularnos con lo no humano. En este sentido, es necesario superar la visión de la flora como pasiva y no sintiente, que ha permitido a los humanos dominar e ignorar a las plantas. Reconocer sus capacidades y similitudes con los humanos es una forma de cuestionar nuestro supuesto excepcionalismo y abrir espacio para imaginar nuevos futuros sostenidos en la colaboración y la interdependencia de seres diversos (Pitt, 2014; Tsing, 2012; Myers, 2019). La etnografía vegetal es una oportunidad tanto para narrar la vida humana en los paisajes multiespecie o más que humanos en los que se inserta como para imaginar la naturaleza humana desde otras perspectivas. En estos paisajes, las plantas y sus elaborados y aún invisibilizados plantiness nos muestran, como bien afirma Anna Tsing (2012: 144), “que la naturaleza humana es una relación interespecie”.