Introducción
El objetivo de este trabajo es ilustrar los efectos de la violencia criminal en la configuración de los circuitos de abasto alimentario. Los mercados de alimentos reúnen actores públicos y privados heterogéneos en redes de circulación y nodos de concentración. Mercados públicos, kioscos, puestos, comerciantes, transportistas, trabajadores, consumidores, entre otros, son todos componentes esenciales de estas infraestructuras, de las cuales depende el abastecimiento de alimentos de ciudades enteras y la seguridad alimentaria de sus pobladores.1 A pesar de la proliferación en años recientes de estudios antropológicos sobre los efectos de la violencia en la vida social y las dinámicas territoriales contemporáneas en América Latina, los sistemas de suministro urbano han quedado fuera de estas discusiones, que se centran principalmente en escalas territoriales-residenciales como el barrio o la ciudad, o en mercados caracterizados por el ilegalismo o la criminalidad.2 En este trabajo se aborda el mercado no como un lugar inerte -tipo contenedor en el cual la violencia ocurre-, sino que se propone que existe una relación mutuamente constitutiva entre los circuitos socioespaciales del comercio y los sentimientos de la inseguridad. Mediante un estudio etnográfico del comercio popular de alimentos3 en la Ciudad de México, demuestro que la violencia y sus sentidos (re)configuran las redes de suministro y las relaciones sociales que construyen estas redes.
Hace más de veinte años que México vive altos niveles de violencia. Las tasas de homicidio han crecido de forma consistente en la última década, hasta llegar, según datos del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), a 36 000 muertes sólo en el año 2018 (INEGI, 2019b). Desde 2006, se reportaron más de 60 000 desaparecidos (INEGI, 2019a) y miles de fosas clandestinas con cuerpos no identificados. Las estadísticas oficiales de la cifra negra4 estiman que hay millones de asaltos, extorsiones y secuestros por año, de los cuales más de 90 por ciento no se denuncia. Estos niveles extraordinarios de violencia se han atribuido a diferentes factores: la fragmentación política en el marco de la caída del Partido Revolucionario Institucional a finales del siglo XX, la militarización de la guerra contra el narco a partir de 2006, el empobrecimiento del campo por políticas agricultoras neoliberales, y conflictos en torno al extractivismo y el interés del capital internacional. Lo que resulta claro es que los conflictos territoriales por el control político y económico de distintas regiones del país no se pueden reducir exclusivamente a la cuestión del tráfico de drogas, pues involucra mercados de productos lícitos, como son el de aguacates, petróleo o ropa usada (Paley, 2014; Sandoval, 2012; Schedler, 2015).
A pesar de la realidad innegable de la violencia que hoy en día existe en México, en este trabajo me interesa investigar no sus causas o patrones, sino lo que Gabriel Kessler (2009: 35) ha llamado los sentimientos de la inseguridad, es decir, un “entramado de representaciones, discursos, emociones y acciones” en el contexto del mercado de alimentos. Las diversas formas de entender el crimen, la violencia o el riesgo pueden guardar una relación con tasas o eventos cuantificables, pero no hay una relación necesaria, ni universal. Es decir, los sentimientos son autónomos y siguen patrones y lógicas culturales y sociales (Comaroff y Comaroff, 2004; Douglas, 1991; Merry, 1984). Como hechos sociales, las percepciones y los sentidos de la violencia y el crimen tienen efectos en el mundo, en las formas en que nos comportamos y movemos. Los sentimientos de inseguridad, por consecuencia, tienen implicaciones para la movilidad, las relaciones sociales y la construcción de redes -todos componentes claves para entender la organización de los mercados-. Para demostrar esta dinámica, propongo usar el concepto del intermediarismo como un marco teórico y metodológico decisivo para entender las nuevas formas de circulación y (des)conexión que se movilizan en mercados en contextos de violencia.
Los intermediarios -también llamados brókeres o coyotes- son un eslabón imprescindible pero conflictivo en toda cadena de circulación de bienes o servicios, pues, a la vez que traducen y facilitan intercambios, son actores liminales que se mueven entre grupos, por lo cual su lealtad e interés es una cuestión abierta, que les da un estatus moralmente sospechoso (Lindquist, 2015; Merry, 2006; Wolf, 1956). En los mercados de alimentos -donde la cuestión de quién ejerce el control sobre los precios, el acceso y el abasto es de suma importancia para la seguridad alimentaria- la intermediación es un problema muy marcado. En México, desde antaño, los comerciantes mayoristas urbanos y los brókeres rurales fueron considerados los principales intermediarios comerciales, dado el control hegemónico que ejercieron sobre la cadena durante buena parte del siglo XX (Castillo Berthier, 1994b; Echánove Huacuja, 2002), hasta que los supermercados empezaron a jugar un papel significativo, con el auge de las políticas neoliberales en los últimos treinta años (Fitting, 2010; Torres Torres, 2011). Hoy, en México, además de las transformaciones en el sistema alimentario por estos nuevos actores, la presencia tanto en zonas agrícolas como urbanas de grupos criminales, los crecientes niveles de violencia asociados a conflictos territoriales y los sentimientos de inseguridad generalizados han dado a la intermediación comercial nuevas formas.5
El trabajo de campo en el cual se basa este artículo se llevó a cabo entre 2014 y 2015 en la Central de Abasto de Iztapalapa, en la Ciudad de México, el mercado de alimentos más grande de América Latina y un punto de intermediación clave en el comercio de alimentos. La hipótesis que aquí exploro es que en contextos de violencia, como el que se vive en México en la actualidad, la intermediación económica se expande y transforma, es decir, la cantidad de actores involucrados en las cadenas de distribución aumenta y se dan nuevos tipos y categorías de intermediarios que responden a las necesidades y percepciones de los participantes de la cadena. Las implicaciones de estas nuevas modalidades de intermediación no son simplemente materiales, sino que llevan a incertidumbres y sospechas sobre la transparencia del nuevo intermediario. Estas dinámicas emergentes y las dudas que producen nos pueden ayudar a entender cómo los mercados se transforman en contextos de violencia. También permiten iluminar nuevas dimensiones de las teorías de la intermediación. Para desarrollar este argumento, organizó el artículo del siguiente modo: primero, resumo las discusiones teóricas sobre la intermediación en la antropología y su relevancia para entender contextos de violencia. Segundo, introduzco de manera breve el sistema alimentario urbano de la Ciudad de México, el lugar de los comerciantes mayoristas en esa cadena de suministro, y cómo la violencia criminal aparece en su entorno. Por último, presento ejemplos etnográficos para ilustrar la dinámica de lo que llamo “la intermediación como protección” en este contexto, y las incertidumbres que conlleva.
Intermediación y violencia
Los estudios etnográficos e históricos han demostrado que lejos del ideal liberal de una relación entre los ciudadanos y el Estado (o el mercado) mediada exclusivamente por mecanismos formales y burocráticos, el orden político y económico se sostiene en un entramado de relaciones informales, personales y desiguales de intermediación (Escalante Gonzalbo, 1992; Latour, 2007; Vidal, 2000; Wolf, 1956). En México y Latinoamérica, los estudios sobre intermediación han destacado el papel de las relaciones de parentesco y de paisanaje en la construcción de redes políticas y económicas locales, y en la figura del “cacique” o del “líder” sindical o local como figuras clave en el orden político-económico clientelar posrevolucionario (Escalante Gonzalbo, 1992; Wolf, 1956; Sánchez Saldaña, 2016). El intermediarismo ha sido particularmente central para el estudio sobre organización política, migración (nacional e internacional) y la producción de economías informales.
Si los estudios clásicos sobre intermediación, patronazgo y clientelismo argumentaban que estas formas sostienen el orden político y económico, una nueva ola de estudios propone que hay que entender la (inter)mediación6 no sólo en cuanto individuos o grupos que conectan esferas distintas y discretas, sino como un proceso en el cual una variedad de actores producen nuevas relaciones, identidades y límites sociales (Larkin, 2008; Latour, 2007). Observar la intermediación como una relación dinámica nos permite entender la forma y lógica de sistemas más que los esquemas normativos e inertes. En esta línea, aquí planteo que enfocarnos en la intermediación contribuye a entender las nuevas configuraciones de territorios y prácticas económicas en escenarios de conflicto y (nuevas formas de) violencia.
Es curioso que haya pocos estudios sobre la figura del intermediario en relación con un fenómeno que es inherente a la fase del capitalismo tardío en muchos lugares del mundo, incluido México: la proliferación del crimen y de la violencia vinculada a conflictos sobre territorios y recursos, así como de discursos estandarizados sobre la inseguridad y el crimen (Comaroff y Comaroff, 2016; Davis, 2006; Escalante Gonzalbo, 2012). Si bien hay varios estudios que muestran el uso de la violencia como una herramienta de los intermediarios, sobre todo en los “espacios grises” de la política (Auyero, 2001; Jackman, 2019; Tilly, 2003) o por parte de “emprendedores violentos” (Blok, 1974; Volkov, 2002), estas investigaciones por lo general no analizan los mercados de productos lícitos, y no distinguen entre la violencia y sus sentidos. Es decir, no contemplan de forma empírica el papel de los sentidos, sentimientos e imaginarios de la inseguridad como algo distinto a su “realidad” en la construcción de las relaciones sociales y territoriales. Sin embargo, como han demostrado diversos trabajos sobre el Estado, el imaginario del poder es de suma trascendencia en la construcción de relaciones de patronazgo y brokerismo, que se difunden a través del rumor y el chisme (Lomnitz, 1995; Nuijten, 2004). Monique Nuijten, por ejemplo, mostró que en México, en el contexto de disputas territoriales, los ejidatarios7 recurrían a intermediarios para ayudarles con casos legales, a pesar de que no lograban resultados, en parte por la fantasía imperante sobre las conexiones que esos brókeres tenían con el poder estatal. En otras palabras, la relación de intercambio que construye esta red depende no simplemente de los contactos o el poder real que tienen los intermediarios, sino de cómo los clientes los perciben. Siguiendo esta línea, este trabajo pretende vincular los estudios sobre los sentimientos de la inseguridad con la literatura sobre el intermediarismo para entender cómo se construyen y regulan las redes económicas en el mercado de alimentos de la Ciudad de México.
Las teorías ya consagradas sobre intermediarios y patronazgo en México y América Latina entienden la intermediación como un mecanismo de aproximación y acceso a entidades, organismos y saberes de poder basado en relaciones de intercambio desiguales (Geertz, 1978; Nuijten, 2004; Wolf, 1956). Intermediarios en este sentido son humanos (o tecnologías) que ayudan a disminuir la incertidumbre y la falta de información -características centrales de cualquier mercado (Geertz, 1978)- a través de redes informales y formales, que brindan acceso e información privilegiada. En la cadena de frutas y verduras, los intermediarios tradicionales son los brókeres y los comerciantes mayoristas, pero también tienen un rol importante los camioneros y los líderes de los grupos de trabajadores (Alvarez, 1994; Castillo Berthier, 1994a; González Villarruel, 2009; Sánchez Saldaña, 2016).
En este texto, pretendo mostrar que, en contextos de violencia o conflicto, el intermediarismo se expande sobre un eje que se aleja de las teorías de intermediación más comunes: se trata de la intermediación como mecanismo de distanciamiento, protección y cuidado. Este tipo de intermediario, igual que el otro, se basa en imaginarios o “fantasías” de poder, pero en este caso el imaginario de la violencia o la amenaza juega el papel central. El miedo a la extorsión, el secuestro o la amenaza que expresan diversos actores de la cadena, desde los comerciantes urbanos hasta los transportistas y los trabajadores, lleva al uso de diferentes tipos de intermediarios, cuyo propósito es permitirles participar de la cadena económica, pero alejándose de los riesgos. Esto puede implicar usar nuevos contactos, nuevas tecnologías de comunicación o vigilancia o nuevas rutas y centros de reunión y circulación.
Uno de los puntos clave acá es que la intermediación se desarrolla no necesariamente en cuanto estructuras fijas del poder, sino basada en imaginarios o concepciones locales del mismo. Es decir, si las viejas teorías de la antropología política mostraban el lugar de los intermediarios como brókeres entre mundos discretos pero también tangibles, estudios más recientes han sugerido que la percepción del poder y de conexiones que prometen los intermediarios es de suma trascendencia y no por fuerza corresponde a condiciones “reales.” Esto es sobre todo cierto en el caso donde se buscan intermediarios como protección de la violencia criminal, dado que en muchos casos la amenaza y los límites de lo criminal circulan de manera principal en el ámbito del rumor y el chisme, aparecen de forma espectral (Derrida, 2006; Díaz Cruz, 2019; Goldstein, 2012). Con todo, el nuevo intermediario en este contexto produce sus propios dilemas, especulaciones y formas de opacidad. En lo que sigue, describo el contexto del sistema alimentario de la Ciudad de México, el lugar de los comerciantes mayoristas en estas redes, y el papel de nuevas formas de violencia en este contexto.
Los comerciantes mayoristas como intermediarios
En la cadena alimentaria mexicana de productos perecederos, los comerciantes son los intermediarios más visibles y emblemáticos que conectan las zonas rurales productoras de alimentos con los consumidores urbanos. La Central de Abasto, donde se comercializa 30 por ciento de la producción nacional, es el mercado mayorista más importante de México, y con-centra a miles de comerciantes de diferentes tipos y tamaños. Todos ellos se dedican a la distribución de frutas y verduras nacionales e internacionales8 a otros actores de la cadena alimentaria, que incluye supermercados como Walmart o Soriana, mercados públicos, vendedores ambulantes, restaurantes y consumidores finales. Algunos son económicamente muy poderosos y ejercen gran control sobre la cadena de alimentos nacional. Allí, pocas familias controlan un alto porcentaje del mercado para cada producto.9 Estos comerciantes son dueños de bodegas (locales de venta y almacenamiento de productos), que tienen un valor de cientos de miles de dólares (USD), y tienen patrones de consumo y movilidad de las clases altas mexicanas. La mayoría de los comerciantes, no obstante, tienen fortunas mucho más modestas y a veces precarias, alquilan sus bodegas, y tienen gran parte de su capital invertido en los cargamentos de productos perecederos que venden día a día.
En términos esquemáticos, los productos llegan a la Central de Abasto en camiones que vienen directamente de los productores, de puertos internacionales de embarque, o de empacadoras y almacenes en zonas rurales. Los mayoristas se especializan en uno o dos productos, y compran, sin intermediación, de los productores o de los brókeres y coyotes10 rurales. Desde la Central de Abasto, los comerciantes venden a otros comerciantes más pequeños (de medio mayoreo o minoristas) dentro del mercado mismo, o a otros actores en la cadena de distribución, que incluye a los supermercados, los mercados públicos y tianguis, los restaurantes, puestos callejeros informales, e instituciones como hospitales, el ejército y escuelas. Antes, los acuerdos entre mayoristas y proveedores se realizaban a palabra, en persona y con pagos en efectivo. Hoy, las llamadas telefónicas, WhatsApp, transferencias bancarias y correos electrónicos tienen una fuerte presencia.11
En la cadena comercial de alimentos, al igual que en otras redes de circulación de bienes (y personas), la intermediación surge como un mecanismo para conectar esferas, espacios o actores, quienes se encuentran alejados por cuestiones geográficas, culturales, sociales o logísticas. La distancia tanto espacial como social entre zonas productoras (por lo general rurales) y consumidoras (sobre todo urbanas) es emblemático del tipo de entorno donde se requiere intermediación. En México, hasta comienzos del siglo XX, gran parte del campo estaba aislado y poco conectado con las ciudades. En el contexto posrevolucionario, por ejemplo, mientras la población de la Ciudad de México crecía, un número pequeño de comerciantes mayoristas urbanos, provenientes de diferentes regiones del país, utilizaban su conocimiento íntimo de las zonas productoras y sus redes de parentesco y compadrazgo para coordinar las redes de abastecimiento a la ciudad (Castillo Berthier, 1986; Fox, 1992). Hoy, a pesar de la infraestructura para el transporte (camiones, caminos pavimentados) y de comunicación (teléfonos, internet) que existen a lo largo del territorio mexicano, la opacidad sigue siendo una característica de la cadena de alimentos, que está compuesta por un sinnúmero de actores privados, en relaciones informales y desiguales, en territorios en conflicto. Los intermediarios aparecen, entonces, como una respuesta, pero también como causa de la opacidad del mercado de alimentos.
En ese sentido, para el tema que aquí nos ocupa, es pertinente la observación que Clifford Geertz (1978) hizo sobre el bazar marroquí, pero que aplica casi siempre a los mercados donde la calidad y el valor de los bienes no está estandarizada y donde hay volatilidad en los precios, como es el caso de los productos perecederos. Según Geertz, en estos mercados, donde la opacidad y las relaciones desiguales generan sospecha y desconfianza, a la vez que generan relaciones sociales tipo clientelares fuertes, la búsqueda de información es el principal reto para todos los actores. El poder que lograron los comerciantes, y que consolidaron a lo largo del siglo XX, se puede entender en la cantidad y calidad de conexiones que tienen con diferentes actores y su capacidad de “ver” (obtener información) a pesar de la opacidad de la cadena. Un buen comerciante puede hablar en varios registros, con distintos públicos, ajustando su vocabulario, timbre de voz y lenguaje gestual según las necesidades. En un mercado fragmentado en extremo, como el de alimentos, donde existe un sinnúmero de actores, los intermediarios son los que movilizan sus redes de contactos y su conocimiento para crear vínculos y obtener valor para ellos mismos.
Podemos decir, entonces, que los arreglos secretos y la especulación no son un estado excepcional, sino la regla de las prácticas cotidianas del mercado de alimentos, desde cómo se fijan precios y cómo se paga la mercancía, hasta cómo se contratan empleados. Una práctica común entre los mayoristas, por ejemplo, es pagar a un trabajador de confianza para que vaya temprano en la mañana a “espiar” a la competencia -a observar, contar y anotar la cantidad de camiones provenientes de diferentes estados con cierto tipo de mercancía- y con base en eso fijar sus precios y evaluar la situación del mercado. Los comerciantes también dependen de sus trabajadores para enterarse de chismes en la Central de Abasto, y les piden de manera explícita que averigüen información, pero sin compartir nada sobre la vida personal o asuntos comerciales de sus empleadores. Esta lógica de intentar obtener información sin soltarla se extiende fuera del mercado mismo hasta todos los territorios y circuitos comerciales que abastecen la Central, que consisten en redes complejas de circulación de información, bienes y personas.
Si bien la contracara de este tipo de práctica es la prevalencia de cierta paranoia sobre ser observados o traicionados por los empleados, y una preocupación sobre quién es “de confianza” o no, en contextos de violencia, los intermediarios tradicionales empiezan a percibir sus conexiones y redes como particularmente sospechosas y potencialmente peligrosas. La opacidad del sistema, del cual ellos son beneficiarios principales, se convierte en un riesgo y se empiezan a preocupar no sólo por su competencia, sino por lo que otros actores espectrales -“los criminales”-, pueden ver y saber sobre el mercado. En lo que sigue, describo cómo los comerciantes imaginan y experimentan los peligros que enfrentan.
Espectros criminales en las redes de distribución
Hoy en día, la inseguridad es una de las principales preocupaciones de quienes trabajan en el sistema alimentario, desde los comerciantes, hasta los trabajadores y transportistas. Además de los robos y asaltos armados, que ocurren de forma frecuente en el mercado -pero que poca gente denuncia frente a las autoridades (Hayden, 2020)-, la gente tiene miedo a las extorsiones y los secuestros que, aunque suceden menos habitualmente, tienen una presencia importante. Todos los comerciantes que conocí durante el trabajo de campo habían sido víctimas de robos, y todos conocían a alguien que había sido secuestrado, extorsionado o asesinado. Cada vez que algún comerciante es víctima de un delito se desprenden múltiples especulaciones y preguntas: ¿Quién fue el perpetrador? ¿Cómo supieron dónde/cuándo/cómo cometer el delito? ¿Quién más era cómplice en el crimen? Estas preguntas se proyectaban también hacia el futuro. ¿Quién será la próxima víctima? ¿Dónde y cuándo?
Estos interrogantes evidencian el vínculo cercano entre los sentimientos de inseguridad, la incertidumbre y una disposición paranoica, de la cual la amenaza criminal emerge como algo espectral, omnipresente pero borroso, lo cual no significa por supuesto, que esa amenaza no se materialice (Goldstein, 2012; Taussig, 2003; Díaz Cruz, 2019; Hayden, 2019). Como describe Arturo Díaz para otra zona comercial famosa en la Ciudad de México, el barrio de Tepito, en un entorno de violencia espectacular y visible, se generan espectros del poder y especulaciones sobre las fuentes de la violencia que desdibujan roles de diferentes actores sociales: “Lo que aparece son figuras más o menos concretas, más o menos espectrales, las cuales no es posible conocer con facilidad quiénes son, ni cuáles son sus intenciones: si buscan proteger o extorsionar” (Díaz Cruz, 2019: 111). Esta incertidumbre, sin embargo, es el comienzo no el final de la historia, porque la gente en un ambiente marcado por inseguridad empieza a generar respuestas y teorías sobre las fuentes de la amenaza criminal, que no son del todo arbitrarias, sino que siguen un “repertorio de mala fortuna” en las palabras de Mary Douglas (1992: 5). Es decir, tienen estructuras narrativas estandarizadas, patrones identificables y siguen caminos y divisiones sociales ya existentes.
Si bien siempre hay concepciones locales de riesgo, que demarcan ciertas poblaciones peligrosas, por ser familiares o “extranjeras” (Douglas, 1992), y ciertos lugares como “territorios estigmatizados” (Wacquant, Slater y Borges Pereira, 2014), los sentimientos de inseguridad en el entorno actual llevan a la expansión e intensificación de estas concepciones de peligro, y a cómo se responde a ellas. En la Central de Abasto, los imaginarios sobre la amenaza criminal de los comerciantes siguen las geografías simbólicas de peligro, donde ciertos territorios urbanos, como los barrios populares, o regiones rurales asociadas al narcotráfico, aparecen como las principales fuentes de violencia. En otras palabras, se asocia la violencia con los lugares de los cuales viene la mayoría de los trabajadores, transportistas y mercancía en el mercado, con las redes normales que los comerciantes tejen en su trabajo cotidiano. En consecuencia, se borran las fronteras entre lo familiar y lo lícito, y lo amenazante y lo criminal. El funcionamiento del mercado mismo, opaco y lleno de competencia y arreglos secretos, sólo potencia esta dinámica de incertidumbre y sospecha. De repente, la conexión extensa que los comerciantes pueden tener con el campo, con una diversidad de actores, aparece como una amenaza frente a la cual buscan protegerse. En la siguiente sección, a través de unos casos etnográficos, explico algunas estrategias de protección que adoptan, y cómo la idea de intermediación nos ayuda a entenderlas.
Intermediarios como protección
Don Raúl tiene casi 70 años y es dueño12 de una bodega en la sección más concurrida de la Central de Abasto, donde vende aguacates al mayoreo. Hijo de una comerciante de papa, migrante a la Ciudad de México, Raúl siguió el camino de su madre, pero, cuando ella se jubiló en los años noventa, él decidió cambiar el negocio de papa por el de aguacate. Le gusta contar la historia de su primera incursión en el campo de Michoacán, el principal estado productor y exportador de aguacate en México. Con un camión prestado y un listado de contactos en el campo fue de productor en productor para presentarse, contar su historia y pedir que alguien le diera su producto para vender en la Ciudad de México. Como la mayoría de los comerciantes, Raúl no tenía el dinero para pagar todo el producto contra entrega, por lo cual necesitaba que alguien confiara en él, que le dieran el camión de aguacates fiado, con un precio acordado que él pagaría después de realizar las ventas. Lo logró en esa ocasión y le fue bien. Hoy, tiene una bodega de 90 m2 en la Central de Abasto con seis empleados. A pesar de que ya está en edad de jubilarse, don Raúl sigue yendo al gran mercado a trabajar todos los días. Como muchos comerciantes de su generación, no se puede imaginar la vida sin trabajar. ¿Qué haría en mi casa? Dice, riéndose, cuando le pregunto si se piensa jubilar.
Desde entonces y hasta 2012, iba a Michoacán todos los años, recorriendo el camino que empezó a cultivar en ese primer viaje en los noventa. Recorría los campos de sus productores, pagaba cuentas, veía a sus amigos y socios y comía rico. Raúl explica que estas visitas son fundamentales para un comerciante auténtico, con lo cual quiere decir: alguien que conoce íntimamente el campo, la tierra, los códigos locales y su gente. Sin embargo, en 2012, todo cambió para él, cuando la violencia estalló en la zona aguacatera de Michoacán, una región conflictiva donde el crimen organizado tiene una presencia fuerte hace muchos años, pero donde, en tiempos recientes, los conflictos armados empezaron a girar en torno al aguacate mismo y no solamente a la cuestión de las drogas. Desde el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), los aguacates se han convertido en una industria multimillonaria de exportación.
En 2015, sólo el estado de Michoacán exportaba más de 500 000 toneladas de aguacate a Estados Unidos por año -lo que representa 81 por ciento del consumo nacional de ese país- en comparación con 1997-1998, cuando Estados Unidos importaba nada más 6 000 toneladas.13 Este crecimiento exponencial de la industria aguacatera generó el interés de diferentes actores armados. Incluso antes de 2012, a Raúl le llegaban rumores preocupantes sobre socios en el campo que estaban siendo extorsionados, secuestrados o amenazados. Pero, en 2012, llegó el conflicto a la zona aguacatera entre grupos armados del crimen organizado, grupos de autodefensas y del estado. Algunos socios de Raúl huyeron del campo, mientras otros no le contestaban las llamadas. Al final, en mayo de ese año, Raúl decidió no hacer su visita anual. Le daba miedo, me explicó, y su esposa se lo había prohibido.
El miedo de Raúl tiene que ver con que, en el campo, sus recorridos lo ponen en contacto directo con diversas personas de las cuales alguien podría traicionarlo y decirle a actores criminales quién es y por qué viene.
Otro comerciante de la Central de Abasto, Ronaldo, la tercera generación de una familia que vende cítricos, explica por qué él dejó de ir a ciertas regiones hace varios años, exponiendo que tuvo unas situaciones incómodas:
Allí llegas, allí hay un lugar en lo que viene siendo Tamaulipas... donde se reúnen todas las cuadrillas de los cortadores... es la gente que de alguna manera ofrece sus servicios para ir a cortar en alguna huerta. Tú llegas a la huerta, te apalabras con los vendedores, con los productores, vas allí y puedes conseguir la cuadrilla que te va a cortar tu fruta, y allí también consigues el transporte. Los camiones que van a llevar la fruta desde la huerta hasta tu bodega, o a donde vayan. Y, este, allí te buscan, te ven, “a ver amigo, ven”, este, nada más están viendo quién entra, quién sale, quién es comprador, quién es vendedor, quién hace qué, ¿no? “Sabe qué amigo, mire, esteee, ya ve que hay mucha inseguridad entonces para que a usted no le pase nada en su estancia aquí en, para que tenga usted una feliz estancia aquí en Ciudad Victoria, necesitamos que nos apoye con una módica cantidad que van a ser mil pesos por cada camión que usted cargue aquí”. Y eso es cuando te va bien. Cuando no, te piden 40, 50, 60 000, no sé. Dependiendo del movimiento que te vean que tengas, que cargues. Pero de cajón son mil pesos por cada camión que cargues. Tú vas, al huertero también le toman una feria. Al transportista, al del camión le toman otra feria para que cargue su camión. Y a nosotros los comerciantes nos toman otra… No, pues tienes que pagar. Hubo gente que se negó a pagar y les llegaron a desaparecer, o les llegaron a quitar sus camionetas. Los llegaron a golpear.
Historias parecidas a las de Raúl y Ronaldo son comunes entre los mayoristas de la Central. A veces estas historias son producto de experiencias propias, como le ocurrió a Ronaldo o a Mario, un comerciante de melones que decidió dejar de ir a Tamaulipas a visitar a los productores cuando empezó a notar retenes en las carreteras donde lo paraban hombres armados. De manera frecuente, los relatos de amenazas criminales se narran en tercera persona, como rumores que circulan de boca en boca o en grupos de WhatsApp o Facebook (Yeh, 2012; Luna, 2018). Aún como rumores, las historias de violencia dejan sus huellas en los afectos de miedo e inseguridad que describen los comerciantes, y en las decisiones que toman.
Lo que Raúl y otros comerciantes intentan hacer como mecanismo de protección frente al sentimiento de inseguridad que les producen estas experiencias e historias es buscar encerrarse o alejarse de espacios o actores que se perciben como potencialmente peligrosos. Empero, el encierro se dificulta en el mercado de alimentos, cuya lógica es facilitar la movilidad e intercambio de información, materiales y actores. En la Central de Abasto, donde llegan 500 000 personas por día de todo México, muchos de ellos de territorios lejanos, el trabajo del comercio requiere contacto físico y social entre grupos heterogéneos. Las medidas de encierro no pueden tomar sólo la forma de construir muros o implementar políticas que aumentan la segregación socioespacial. La pregunta que los comerciantes enfrentan es, ¿cómo permitir que siga la circulación sin que se expongan al riesgo de la amenaza criminal?
Frente a este dilema, algunos comerciantes deciden seguir visitando el campo, pero lo hacen con muchas más precauciones. Por ejemplo, esperan hasta el último momento para contar a sus empleados en la Central y a sus socios en el campo que van a viajar, y no comparten los datos sobre dónde se quedarán o por cuánto tiempo. No obstante, por el miedo a ser victimizados, Raúl, Mario, Ronaldo y muchos otros han dejado por completo de ir al campo o han reducido mucho su circulación. A pesar de que tecnologías como el WhatsApp, el teléfono y el correo electrónico permiten comunicación con territorios alejados, todos los comerciantes con quienes hablé están de acuerdo en que nada sustituye en su totalidad el trato cara a cara, por lo que consideran que alguien de confianza tiene que ir a conocer las condiciones locales. Una de las maneras de resolver el dilema de cómo seguir comercializando sin exponerse al peligro aparece, entonces, en la forma de nuevos intermediarios, que ayudan a alejar a sujetos de lugares o actores que se perciben como amenazantes en los imaginarios del riesgo locales. Estos nuevos intermediarios pueden tomar diferentes formas -los transportistas, los empleados de confianza o incluso familiares pueden empezar a cumplir esta función-, pero aquí me enfocaré en una categoría de intermediario que se ha vuelto la más importante en el contexto de inseguridad: los remitentes.
Los remitentes, a veces llamados brókeres, suelen vivir o viajar continuamente a zonas productoras, se especializan en conocer las condiciones locales tanto en términos agronómicos y económicos como políticos. Estos actores se encargan de ir a los campos, evaluar la calidad de la fruta, comparar los precios además de coordinar la cosecha y entrega de la mercancía en la Ciudad de México. Si bien esta categoría de intermediario ha existido desde hace mucho tiempo -Mario explica que su familia usaba remitentes en los años ochenta-, antes se consideraban como un complemento a las visitas de los propios comerciantes. Ahora, en cambio, cobran más relevancia, ya que pueden llegar a remplazar los traslados de los comerciantes mismos. Algunos remitentes o brókeres son gente que lleva muchos años trabajando en territorios particulares, donde cuentan con conexiones estrechas y un conocimiento profundo de las condiciones locales. Mario explica, por ejemplo, que uno de los remitentes que usan en Tamaulipas viene de una familia de productores en la región, por lo cual conoce bien a la gente y las costumbres locales. Este remitente estudió agronomía, lo cual le permite también poseer un lenguaje y conocimiento técnico que le ayuda a comunicarse con grandes compradores, ya sean comerciantes mayoristas o representantes de cadenas de supermercados. Lo esencial, de acuerdo con Mario, es que, a diferencia de los comerciantes urbanos, el remitente local conoce a la gente de su pueblo, sabe con quién no se puede meter, sabe cuáles rutas evitar, y a quién le tiene que pagar para poder cargar la fruta.
Por su parte, los remitentes a veces cuentan que no están tan bien conectados como los comerciantes creen, sino que simplemente toman muchas precauciones y asumen los riesgos de su trabajo. Así me contó Javier, un joven remitente de la Ciudad de México, quien empezó a trabajar conectando diferentes zonas donde se produce la sandía con comerciantes mayoristas de la Central de Abasto. A diferencia de otros que viven en zonas rurales, Javier vive en la Ciudad de México, pero viaja con frecuencia a una de las cuatro regiones productoras donde se especializa y donde conoce mucha gente. Javier admite que su trabajo lo lleva a zonas de conflicto, donde opera el crimen organizado y donde hay mucha gente armada, pero explica que él evita confrontaciones, porque intenta llevarse bien con todos y ejercer mecanismos de protección propia. Alquila coches diferentes para cada viaje con placas del estado donde va a ir, de modo que no se le reconozca como comerciante que viene desde la capital. Trata de comportarse y vestirse de forma “seria” pero no ostentosa, para no llamar la atención. No comparte su nombre real con nuevos socios, y cambia su número de teléfono. Pero parte del dinero que gana -y me dice que no le va nada mal- es porque toma riesgos que otros no están dispuestos a asumir.
Los comerciantes sienten que usar intermediarios como Javier les protege en dos sentidos. Primero, les ahorra los viajes al campo, donde, según las cartografías locales de peligro, el narco o el crimen organizado son todopoderosos. Segundo, minimiza el contacto que los comerciantes tienen directamente con otros actores en la cadena alimentaria -ya no tienen que tratar cara a cara con tantos productores, por ejemplo, algo que Raúl dice que prefiere ahora que están entrando más actores al campo, atraídos por la promesa de hacerse ricos con el boom aguacatero-. Con tantos actores nuevos y desconocidos, la inseguridad aumenta, dice Raúl, “uno nunca sabe con quién se está metiendo”. Cuando Raúl manda a su empleado de confianza a Michoacán en vez de ir, o cuando depende de los chismes que le trae el transportista, estos actores cumplen una función parecida a la de Javier -permiten al comerciante minimizar el contacto con los que se perciben como actores o territorios peligrosos.
Los casos de Raúl, Ronaldo, Mario y Javier dan cuenta de los efectos que tienen los sentimientos de la inseguridad en las cadenas de intermediación en el mercado de alimentos, de la sensación de amenaza que se produce en contextos de violencia criminal. Nuevos contextos de violencia abren la posibilidad de que nuevos actores se posicionen en el mercado como intermediarios, que permiten crear distancia y protección en vez de cercanía.
Merece la pena destacar que estos actores no son necesariamente “emprendedores violentos”, ni gente que tiene conocimiento o proximidad a las fuentes de amenaza en los imaginarios locales. Sin embargo, la sensación de protección que puede producir el uso de estos actores para los comerciantes coexiste con una sensación ambivalente y una sensación de sospecha.
En el caso de Raúl, le molesta la sensación de no saber por completo cómo están las cosas en Michoacán desde que empezó a depender totalmente de los brókeres y transportistas. ¿Le estarán diciendo la verdad cuando le dicen que los productores que suelen usar están subiendo sus precios porque están siendo extorsionados? ¿O será tan sólo una mentira acordada con los productores para que Raúl acepte pagar más de lo normal por un cargamento? ¿Será de confianza el nuevo transportista que le están mandando? ¿O será alguien infiltrado, quien podría vender información sobre Raúl a terceros? Ronaldo tiene preguntas parecidas sobre los coyotes que le venden producto en el campo y en la propia Central.
Un comerciante de melones, Miguel, me contó que una vez mandó un pedido de tres camiones a Walmart desde la Central de Abasto y el supermercado le rechazó dos camiones por la calidad de la fruta, algo más o menos común, sobre todo con los supermercados, pero devastador, porque deja al comerciante con fruta que tiene que despachar muy rápido, antes de que se pudra. Media hora después, mientras los camiones volvían a la Central de Abasto, Miguel recibió una llamada en su celular, informándole que Walmart había cambiado de opinión y que necesitaban un camión más. Entusiasmado, y menos cuidadoso de lo que suele ser, le dijo al transportista que volviera. Media hora después, hombres armados pararon el vehículo y robaron toda la mercancía. ¿Quién le había llamado? ¿Cómo obtuvieron su número celular? ¿Fue el remitente quien lo traicionó? ¿El transportista? Dudas cómo ésta surgen sobre todos los intermediarios que aparecen como forma de distanciamiento y protección en el mercado de alimentos.
Conclusiones
La intermediación crea caminos y redes; es un proceso productivo que implica tanto riesgos como beneficios. Las teorías antropológicas llevan décadas afirmando que todos los mercados están llenos de estas conexiones y relaciones de intercambio privadas, que permiten que la información y los materiales circulen. En cualquier mercado, los intermediarios alargan las cadenas de distribución, capturan valor y suben los precios, por lo cual son figuras al mismo tiempo esenciales y sospechosas -la encarnación del mercado y la violación de sus reglas-. Por eso existen movimientos, particularmente dirigidos a los sistemas de suministro de bienes necesarios, para fomentar las “cadenas cortas” y la transparencia en el comercio.
En contextos de violencia e inseguridad, no obstante, estos intentos de acortar, regular y transparentar las cadenas de distribución se vuelven más difíciles. Las percepciones, acciones y discursos de actores locales -los sentimientos de la inseguridad- son significativos y dejan sus huellas. Estos sentimientos siguen concepciones locales de riesgo, que aterrizan sobre relaciones y redes socioespaciales existentes, donde la amenaza espectral del crimen aparece entre actores y lugares conocidos. La estrategia de intentar protegerse de estas amenazas lleva a los actores en el mercado, como los comerciantes de la Central de Abasto, a crear distancia, alejándose del peligro a través del uso de intermediarios. Pero esta nueva relación, además de traer cierta sensación de encierro o protección, también conlleva sospecha e incertidumbre. La intermediación como protección es, pese a todo, un elemento clave en la organización de mercados en muchas partes del mundo -tanto de productos lícitos y esenciales como de los ilegales.