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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.18 no.36 Ciudad de México jul./dic. 2008

 

Laboratorio de cultura urbana

 

Sociabilidad, inseguridad y miedos: Una trilogía para pensar la ciudad contemporánea*

 

Sociability, Insecurity and Fears: A Trilogy to Conceive the Contemporary City

 

Rossana Reguillo

 

* Artículo recibido el 21/05/07
Aceptado el 06/07/07

 

Resumen

El ensayo aborda el análisis y la reflexión en torno a la influencia de los miedos contemporáneos en los usos y la percepción del espacio urbano. Mediante el examen de los procesos de antropoformización (dotar de cuerpos) y especialización (emplazar, dotar de lugar) de los miedos, se discuten algunos hallazgos de la investigación La Construcción Social del Miedo, en sus implicaciones políticas y sociales.

Palabras clave: miedos sociales, ciudad, gestión política, socialidad, sociabilidad.

 

Abstract

In this essay we examine and reflect about the influence of contemporary fears in the uses and perception of urban spaces. Observing the anthropomorphic bodies and specific places adjudicated to fears, we discuss the findings of the investigation called "Fear as a Social Construction" (La Construcción Social del Miedo) and its political and social implications.

Key words: Social fears, city, political negotiation, sociality, sociability.

 

Marco Polo describe un puente, piedra por piedra.
—¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente?
—pregunta Kublai kan.
—El puente no está sostenido por esta o aquella piedra –;responde Marco–;, sino por
la línea del arco que ellas forman.
Kublai permanece silencioso, reflexionando. Después añade:
—¿Por qué me hablas de las piedras? Es sólo el arco lo que me importa.
Polo responde: —sin piedras no hay arco.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles

 

Regresar a Las ciudades invisibles de Italo Calvino constituye, además de un gozo estético, la posibilidad –siempre renovada– de encontrar una imagen, una metáfora o una idea capaces de responder a la pregunta que se formula, que inquieta, que desvela. A manera de un libro oráculo, las invisibles ciudades de Calvino proporcionan a su lector las claves cómplices para construir, desde la invariabilidad de sus letras, nuevas "iluminaciones" sobre viejos significados. La posibilidad de hacer hablar al signo en múltiples claves nos coloca frente al desafío de pensar no sólo en el cuestionamiento formulado, sino también "desde dónde" se elabora y se concibe; esto es, el lugar y el tiempo desde los cuales el visitante del oráculo (en cuya subjetividad está presente lo social) experimenta la urgencia de la interpretación.´

El interrogante por el futuro de las ciudades no puede calibrarse adecuadamente sin el hilo espacio–temporal que teje lo que algunos autores han llamado un presente en ruinas y que, más allá del pesimismo cultural, pretende nombrar el profundo malestar que caracteriza a la época, pero en cuya formulación hay un enunciado implícito y fundamental: la disolución, el quiebre, el estallido o implosión de las arquitecturas y gramáticas de la Modernidad.

La(s) pregunta(s) por el futuro del emplazamiento urbano, esa maquinaria sorprendente que se reinventa a sí misma cada día, no puede(n) enunciarse al margen de los profundos y a veces silenciosos, o mejor dicho silenciados, cambios que ha traído consigo la aceleración de la globalización y el fortalecimiento de las lógicas y del modelo neoliberales. Qué ciudades invisibles se tejen en el incesante flujo de intercambios, exclusiones, crisis, migraciones e incertidumbres que configuran el pasado del futuro, es decir, este presente efímero que inventa (hace venir) los caminos desde "una memoria redundante para que la ciudad empiece a existir" (Calvino, p. 30) en el futuro.

En el diálogo de Kublai con Marco Polo, la figura del puente resulta sorprendente, pues no son sus partes lo que hacen posible su existencia, sino el modo complejo en que cada una se articula con la otra para crear el arco que configura y sostiene al puente. Kublai, el Gran Kan, desde el vértigo del soberano, quiere indagar sobre la forma; Marco Polo, un observador nómada que se desplaza para comprender el emplazamiento, sabe que esa arquitectura portentosa es sólo posible por la colaboración de las piedras y el papel que cada una, en su silencioso anonimato, desempeña para figurar el puente.

Así, la cuestión sobre la sociabilidad1 en las ciudades contemporáneas nos acerca a la metáfora del puente calviniano. La relación entre el puente (el todo estructural) y las partes (lo individual y subjetivo, el lugar que se ocupa) constituye la tensión analítica fundamental: la sociabilidad. Me interesa en tal sentido argumentar y discutir el papel que desempeñan la "inseguridad" y el miedo, en la configuración de la sociabilidad urbana en el contexto del neoliberalismo y en la atmósfera que se deriva de la globalización.

Este artículo se fundamenta en el proyecto de investigación La Construcción Social del Miedo en la Ciudad, que comencé en 1998, mediante el análisis comparativo entre cuatro ciudades latinoamericanas: Medellín, en Colombia; La Plata, en Argentina; San Juan, en Puerto Rico; y Guadalajara, en México. Me interrogaba en torno al papel que el miedo y la esperanza jugaban en la gestión política de las ciudades y su influencia tanto en las formas de organización social como en las subjetividades.

Con un modelo metodológico múltiple, que contempla el uso de diversos instrumentos y modos de aproximación, que van de la etnografía –en las ciudades señaladas– al análisis textual, el trabajo se estructura en siete niveles o planos de investigación: la dimensión sociohistórica y estructural, que provee información, datos e insumos para entender la conformación y los anclajes de las ciudades de análisis. La etnográfica, que parte del supuesto de que la ciudad, en cuanto sistema sociocultural, es siempre el resultado de tensiones, negociaciones y disputas entre actores con grados de poder desigual, lo que implicó trabajar con distintos grupos o colectivos urbanos,2 para percibir y documentar las experiencias diferenciadas de los miedos. El plano de lo que llamé arqueología de los temores, que consiste básicamente en explorar en torno a las figuras (narcotraficantes, homosexuales, policías, etcétera) percibidas como "operadores del mal" o fuentes de miedo y, al mismo tiempo, figuras de esperanza; también se estudiaron los procesos de espacialización de los miedos; en síntesis, este nivel asume que las emociones –el miedo y la esperanza– se antropoformizan y se especializan (cuerpos y lugares). Enseguida viene el nivel de lo que denomino atmósferas culturales, donde se indaga por medio de distintos materiales (medios de comunicación, cine, literatura) los objetos, valores, lógicas, conversaciones "públicas" que configuran el "ambiente" en el que los actores perciben la realidad.

El plano de los relatos, que analiza las historias, los mitos, las leyendas y los imaginarios urbanos, con el objetivo de detectar áreas "sensibles" que operan como metaforizaciones de los miedos ciudadanos. El nivel de lo objetivo, que documenta mediante tres áreas clave los datos que dan densidad a la experiencia de indefensión ciudadana: seguridad, precarización desinstitucionalización, y finalmente, el plano de las narrativas, que constituye la intersección e interfase entre todos los niveles de la investigación.

Así, este ensayo se ubica en el territorio de las narrativas, y alude a datos, referencias e interpretaciones provenientes de las distintas fases de la investigación, con las cuales se fortalece la argumentación y el sentido del tema tratado.

 

La (percepción) de la inseguridad: localizaciones y criaturas

—De ahora en adelante seré yo quien
describa las ciudades y tú verificarás
si existen y son como las he pensado.
–Dijo Kublai
.

Italo Calvino, Las ciudades invisibles

La ciudad contemporánea se aleja cada vez más del sueño de Le Corbusier, cuya utopía arquitectónica negaba la confusión y el caos del desorden o de lo espontáneo. Desafiando la razón arquitectónica, la estética del caos y la lógica del desorden, se instauran como expresiones de lo urbano lenguajes mestizos que crean y recrean de manera cotidiana sus propios códigos narrativos en diversos territorios: por ejemplo, en la intromisión del símbolo religioso que rebautiza, irreverentemente, el espacio de lo público y lo laico; o en las señales irruptivas que visibilizan, pese al esfuerzo de los planificadores, una pobreza que retorna de modo permanente; o en la escenografía cambiante de las franquicias globales que quieren borrar, sin lograrlo, el paisaje local.

La ciudad se narra a sí misma de forma en que la superposición de planos dificulta establecer fronteras estables. Un efecto de la mezcla de las ecologías de la ciudad es la deslocalización en la percepción de la inseguridad. La posibilidad de localización cumple un papel central para establecer las diferencias y demarcaciones entre lo inseguro y lo seguro, entre lo bueno y lo malo.

A la percepción de una inseguridad ubicua y a la vez desterritorializada se responde con los esfuerzos por "emplazarla", por confinarla a unos márgenes aprehensibles. Dotar a las percepciones de la inseguridad de un territorio significa una victoria, en tanto confiere la ilusión de que controlar el lugar hace posible contener sus efectos desestabilizadores. Las relaciones entre territorio (emplazamiento) y seguridad–inseguridad develan los complejos mecanismos por medio de los cuales se elaboran los mapas subjetivos de la ciudad imaginada que repercuten fuertemente en la ciudad practicada.3 En esta articulación, el binomio territorio–seguridad produce para el actor urbano las zonas de riesgo cero, y el del territorio–inseguridad las zonas de alto riesgo. Sin embargo, es importante señalar que hay "umbrales", zonas neutras, pasajes que hacen más complejos los mapas, que advierten (al investigador) de los riesgos e insuficiencia de la interpretación binaria y de asumir como dato dado la estabilidad de los "mapas subjetivos", y además indican que los actores, mediante los mismos dispositivos de la percepción, elaboran estrategias (discursivas y fácticas) para resolver la continuidad en sus "mapas".

Uno de los rostros más visibles (de la percepción) de la inseguridad, que hoy ocupa los diarios y buena parte de la reflexión en ciencias sociales, es la violencia urbana. En el afán por semantizarla (nombrarla) y someterla, la tendencia principal es hacer su "epidemiología",4 de acuerdo con espacios, temporalidades y horarios, en los que esta violencia despliega su rostro de muerte. A ello se suman dos factores contemporáneos: por un lado, los dispositivos amplificadores de los medios de comunicación, con sus estrategias simplificadoras y retóricas estigmatizadoras (a priori); y, por el otro, el fracaso de las instituciones (socializadoras, reguladoras y punitivas)5 en lo que toca a la credibilidad y legitimidad. En una dimensión más antropológica persiste la inclinación (positiva) a relacionar la ruptura del orden (es decir, la violencia) con ciertos agentes aceleradores, como el alcohol, las drogas y el sexo.

No hay territorio sin actores. Por lo tanto, estas representaciones de la inseguridad asociada a las violencias nos lleva a una premisa y a dos consecuencias íntimamente vinculadas. La premisa es que toda interpretación del sitio se produce desde un lugar, lo que obliga a considerar las diferencias y similitudes perceptivas e interpretativas que –más allá de la afirmación de las muchas ciudades que hay en una ciudad–, involucra relaciones de poder, procesos de adscripción cultural e identitaria, memoria y competencias diferenciadas de lectura, de cuya articulación se desprenden los mapas. Así, preguntar quién percibe, interpreta y actúa no es secundario.

Respecto a las consecuencias, la intrincada y nunca transparente relación entre actores y territorio indica que toda inseguridad percibida tiende a ser asociada en primer término a ciertos actores que son pensados como responsables del deterioro (social) y del caos (urbano), a los que aquí llamaré alteridad amenazante, y, en segundo término, a la construcción de murallas reales y simbólicas, que permiten contener a esos actores.

Mediante el análisis de múltiples materiales he podido detectar tres campos de sentido (con tres formas demonizadas de la otredad) asociados a la violencia en la ciudad y a la percepción de una inseguridad creciente: a) un tiempo "nocturno" y de excepción, b) un territorio habitado por la pobreza6 y c) un entorno caracterizado por la desconfianza institucional. Se trata de tres campos de sentido que vinculados con "personajes", "lugares", "prácticas" e "instituciones", que configuran una gramática de la alteridad (amenazante) y develan los significados, históricamente producidos, con los que se gestiona la sociabilidad urbana que se percibe en riesgo de manera constante: las criaturas de la noche, los fantasmas del pasado y los demonios del poder.

 

Las criaturas de la noche

Desde la lógica planteada, los culpables de la espiral de la inseguridad percibida, más allá de los anclajes objetivos que no pueden desestimarse, los enemigos y transgresores, adquieren un rostro reconocible, y los llamaré criaturas de la noche, seres nocturnos, liminales. Por un lado, metáfora de los márgenes y, por otro, aviso de la irreductibilidad del discurso moral aún vigente en muchas ciudades latinoamericanas: drogadictos, borrachos, prostitutas, jóvenes –que escapan a la definición normalizada–, homosexuales, travestidos, que son imaginados como portadores de los antivalores de la sociedad y propagadores del mal. Se trata, sin embargo, de figuras contradictorias ya que, según se desprende del análisis realizado, representan en el imaginario tanto una amenaza y un riesgo, como una tentación y la seducción. Su poder "desestabilizador" en cuanto detonadores de la inseguridad percibida se debe –a decir de los entrevistados– a la atracción que ejercen sobre "la gente buena" y vulnerable, que termina atrapada en las redes de estos monstruos que acechan "desde la oscuridad".7

A la manera de los seres de Cesare Lombroso, que en el siglo XIX regaló al mundo de la ciencia un Manual del hombre criminal (1876), los seres "nocturnos" de la ciudad contemporánea pertenecen a la categoría de "criminales en potencia", aquellos que se alejan de la norma y representan los atributos degenerados de la especie.

En el siglo XIX, estos seres fueron sometidos por una pretendida argumentación "científica",8 que hoy retorna y se expande, mediante los dispositivos técnico–simbólicos de la sociedad globalizada. Por ejemplo, en sus lenguajes geopolíticos, el bioterror vuelve sobre la genética del bien y del mal. Cabe resaltar aquí la constante antropológica que reproduce, en el sentido de fijar unos márgenes donde hacer caber la normalidad, la idea de que todo aquello que sale de la norma amenaza la estabilidad y el orden y, en consecuencia, es percibido como portador de inseguridad.

Los homosexuales, por ejemplo, cuya preferencia sexual es elevada con frecuencia a la condición de "causal de delito", son percibidos9 como "depravados", "egoístas", "inconformes" y "amorales". Y su "hacer urbano" se organiza desde tres lógicas de acción: corrompen, engañan y transgreden. Para transgredir la norma, estas criaturas de la noche recurren al engaño (lo que se articula a la idea de mentira, de "honestidad vulnerada") y a la corrupción de otros (lo que remite a la idea de contagio).

De cara a la sociabilidad, estos asuntos no son menores, pues permiten colocar como clave analítica dos temas: la percepción de la verdad y la incertidumbre en torno a la propia biografía. Ello podría significar que en la interacción que demanda la ciudad contemporánea la clave "moral" podría estar cumpliendo un papel cardinal y que la interculturalidad como premisa fundamental de la democracia representa un valor amenazado tanto por la doxa (históricamente construida) como por los usos mediáticos de la diferencia.

La violación de derechos humanos y la constante agresión dirigida a los homosexuales en distintas latitudes encuentra su explicación en un discurso instalado: "En realidad, se lo merecía"; un discurso constante que parece aludir a una revancha hacia todos aquellos que atentan contra la doxa establecida: "la violaron porque era una mujer de la vida fácil" o "sí, la policía lo mató, pero era un delincuente" son frases que, más allá de su pasmosa formulación, señalan la creciente incapacidad para poner freno a una espiral de violencias que encuentran su justificación en el temor a ese otro que pone en riesgo la regla.

Con variados énfasis en diversas ciudades latinoamericanas, este persistente discurso sobre la norma moral y el temor a su transgresión dificulta, aleja y complica la posibilidad de revisar los fundamentos de la sociabilidad, un pacto que parece seguir atrapado por un imaginario al que le resulta sumamente complicado otorgar un lugar no amenazante a la diferencia sustentada en valores distintos.

 

Los fantasmas del pasado o los enemigos de la Modernidad

Hay violencias en las ciudades cuyo signo no puede ser aprehendido mas que por medio de la deconstrucción de los procesos históricos. En los umbrales del siglo XXI en México, cuando los indígenas alzados del sur del país acribillaron con sus rifles de madera al guadalupano mito de la mezcla sin conflictos, desde el corazón de la Selva Lacandona, desde la ruralidad, llegó al centro de las ciudades mexicanas la evidencia de la terrible desigualdad prevaleciente en el país. Como si alguien hubiera encendido alguna luz, las siluetas de una exclusión apenas intuida tomaron cuerpo y adquirieron voz. Los indígenas chiapanecos, los zapatistas, colocaron en el debate nacional un conjunto de temas invisibilizados por la epopeya modernizadora de la nación. A diferencia de la historia de América Latina, en México la "narrativa nacional" se resolvió mediante la categoría del mestizaje, que sirvió para fundar un proyecto nacional sustentado en la unidad discursiva de la diversidad.

En los últimos años del siglo XX, se hizo patente que muchas violencias que latían en la sociedad mexicana, incluso en las venas de su mestiza e híbrida megalópolis, estaban ancladas al enmascaramiento de un proyecto civilizatorio que borró al componente indígena de la nación mexicana. A la máscara de la negación, los indígenas opusieron la de la visibilidad.

Lo que quiero argumentar aquí es que en el análisis realizado en las ciudades toma forma un campo de representaciones que vincula la percepción de la inseguridad con una "nueva visibilidad" de lo que denominaré los fantasmas del pasado: indígenas, migrantes, indigentes; pobreza nueva y vieja que opera como espejo de una realidad que la sociedad se niega a ver. Los "pobres" traen a la ciudad, espacio del progreso y del olvido del pasado, las imágenes borradas por una modernidad de aparador. La pobreza suele ser pensada por no pocos actores sociales como el residuo de un tiempo antiguo, al que se mira con temor y rechazo.

Si en los inicios de la epopeya modernizadora la pobreza, la etnia y el margen económico–cultural eran considerados etapas transitorias, que gracias a los esfuerzos de la nación y de los gobiernos terminarían por ser superadas, los años del neoliberalismo transformaron la pobreza, cuya condición estructural devino en categoría cultural, irreductible.10 Los pobres, los atrasados, los indígenas, los excluidos del nuevo modelo, no gozan hoy del beneficio ficcional de la "pureza" o la "inocencia" que sería revertida por la ciudad. Los atrasados comenzaron a convertirse, en términos perceptivos, en enemigos del progreso, en peligro latente, en amenaza cotidiana.

La ciudad "progresista" exilió a todos aquellos que representaban una amenaza a su voluntad desarrollista. Y hay aquí un tema crucial y delicado: lo cultural ha servido al modelo imperante para obturar las dimensiones económicas y desdibujar el paisaje sociopolítico de la globalización neoliberal; procesos que han facilitado que "los pobres" sean confinados a la gramática del atraso (y por consiguiente a la violencia): juzgados enemigos de la modernidad y portadores potenciales del peligro del retorno, sobre los sectores más vulnerables se ha hecho descansar el edificio de la seguridad.

En los campos de representación vinculados al pobre en la ciudad, en el examen de los materiales que provienen de la dimensión etnográfica, la figura del pobre se califica a partir de cuatro ejes principales: inutilidad, ignorancia, flojera y peligrosidad. Existe una fuerte tendencia a pensar al pobre como un lastre y un estorbo para la sociedad. En el análisis aparecen tres modalidades de acción en la ciudad: pedir, chantajear y delinquir. Pensado como un operador "natural" de las violencias urbanas, el pobre (étnico y generacional) se convierte en el principal chivo expiatorio de la crisis de sociabilidad contemporánea.

Al ser imaginados los pobres como "feos y sucios", las respuestas sociales enfatizan una solución violenta: hay que encerrarlos o exterminarlos.11 No resulta entonces extraño que los gobiernos locales desplieguen lo que con gran pompa denominan "estrategias de combate a la inseguridad", cuyos ejes vertebradores están en la invisibilización, el aniquilamiento y el combate frontal de los pobres en la ciudad.

A lo largo de mi investigación, al hacer el seguimiento de la nota roja en diferentes medios de comunicación, encontré distintos dispositivos tanto estructurales como simbólicos a través de los cuales los medios construyen la nota policiaca. He dado cuenta de ello en otro trabajo (Reguillo, 2001), pero aquí quiero rescatar dos elementos que me parecen centrales y que contribuyen a fijar en el imaginario un retrato hablado del enemigo interno: la constante referencia a rasgos étnicos de los "presuntos delincuentes" y la asociación causal entre pobreza, juventud y violencia. El "delito de portación de cara" se ha convertido en justificación de la violencia legítima que se ejerce sobre los más pobres y de los tamaños apocalípticos de una exclusión en aumento.

La creciente privatización del espacio público junto con los brutales dispositivos de exclusión no sólo han adelgazado el tejido social y trastocado las coordenadas del "lugar practicado", sino que de manera cada vez más ostensible convierten a la ciudad en una maquinaria punitiva, carcelaria. "Ganarle terreno a la inseguridad" parece traducirse en la expulsión de la calle de todos aquellos actores y prácticas que devuelven la imagen de un "pasado" y de un "atraso" que aleja la posibilidad de un futuro promisorio.

 

Los demonios del poder

Si algo caracteriza al complejo, cambiante y crítico momento histórico que estamos viviendo es quizá la crisis de las instituciones. La sociedad riesgo, como la ha llamado Ulrich Beck (1998), la sociedad de la información, como la denomina Manuel Castells (1999), o la modernidad reflexiva, como la postula Anthony Giddens (1997), es definida principalmente por el profundo abismo que se abre entre las instituciones y la subjetividad de los actores sociales.

Pese a la diversidad de planteamientos para comprender los procesos sociales contemporáneos, la tónica común es ubicar como uno de los problemas centrales de la época la incapacidad institucional para acompañar las transformaciones sociales.

Hay un hondo desencanto en los ciudadanos frente a la política formal y una severa crisis en la intermediación social por las vías tradicionales –los partidos, los sindicatos, las organizaciones–, que pierden "clientela" a pasos agigantados. En términos generales, no solamente se cuestiona su capacidad de representar intereses, tampoco se consideran espacios confiables y legítimos para impulsar el reconocimiento de las identidades, los intereses y los grupos que configuran el complejo mapa de nuestras sociedades.

En el discurso de los actores sociales respecto de una creciente desconfianza en los operadores y "garantes" institucionalizados de la seguridad en las ciudades, la percepción de la inseguridad ocupa un lugar preponderante. Policías y políticos asumen en la narrativa social la forma de demonios que, al amparo de una supuesta legalidad, son percibidos como importantes agentes del deterioro y cómplices de una delincuencia que avanza, incontenible, no sólo sobre la institucionalidad, sino sobre ciudadanas y ciudadanos, que experimentan la vida cotidiana como un caos en el que las fuentes de la inseguridad son indiferenciables. Se trata de personajes que han sido tocados por el perverso poder de una delincuencia cada vez más poderosa, de un narcotráfico ubicuo e intocable. Los agentes institucionales de la seguridad en la ciudad pierden credibilidad y se convierten en los enemigos visibles que, al amparo de la legalidad, ejercen impunemente la violencia cotidiana.

Desgarrado el lazo que supondría "atados" a los agentes institucionales con los ciudadanos, se genera un vacío y una inversión de sentido. La franja que debería ser ocupada por las instituciones de un Estado al que se mira con confianza, es decir, el espacio de contención de difusas y múltiples violencias, es ostentada por actores a los que ya no resulta posible ubicar inequívocamente.

En las múltiples entrevistas que sustentan esta investigación, las personas suelen representar con enorme similitud a los agentes institucionales: se trata, coincide la gente, de una figura que se alimenta del conflicto. Lo relevante de las narrativas en torno al policía y al político es que participan de la misma mitología que la del delincuente (o narco): como el misterio de la Santísima Trinidad, tres personas en una. Lo institucional ha devenido fuente de inseguridad, encarnación de una violencia temible por su capacidad de operación "legal" y su rostro híbrido.

En una muestra de 100 notas periodísticas de prensa nacional, tomadas al azar en 1999,12 48 % involucró a algún policía en hechos delictivos: secuestros, torturas, violaciones, narcotráfico, violencia doméstica y actos de corrupción. De este panorama desolador interesa destacar el papel de ese otro en su relación con la percepción de la inseguridad y sus efectos en la sociabilidad urbana.13

Cuando la gente ya no puede distinguir entre las fuerzas del orden y los delincuentes se rompe el ecosistema de la ciudad, se disloca la brújula que orienta la sociabilidad. Más allá de los lazos comunicativos, de estar juntos en la ciudad, el resultado de este quiebre de la confianza es vertebrar los brotes de justicia por la propia mano, la guerra de todos contra todos.

Si la imagen del poder formal se ha deteriorado de tal manera, es posible suponer, por el conjunto de indicadores a la mano, que para enfrentar la incertidumbre, la vulnerabilidad y el desencanto la gente está buscando (y encontrando) nuevas fuentes de certidumbre que van de lo mágico–religioso al "armamentismo personal", como respuestas "individuales" o mediante un problemático retorno a lo "comunitario". Frente al deterioro de las instituciones, y de modo particularmente relevante ante la pérdida de credibilidad de buena parte de los actores institucionales, el conflicto urbano se diversifica y los actores sociales –desde sus pertenencias culturales y sus anclajes objetivos y en especial con grados de poder desnivelados–, van al encuentro del otro provistos de sus propios temores.

Es importante añadir que en las respuestas "desniveladas" a la (percepción de la) inseguridad se encuentra también una "distinción" en el sentido de Bourdieu, asunto no menor para el futuro imaginado de las ciudades. Desde la expansión de lujosas urbanizaciones cerradas con vigilancia privada hasta el boom de los dispositivos de seguridad personal, como telefonía celular, cámaras de vigilancia, gases, radares, alarmas y guardias personales, las "tecnologías para la seguridad" operan no sólo como dispositivos de "resguardo", sino de forma muy señalada como marcas de distinción ("dime cuántos guaruras tienes y te diré qué tan importante eres"). Los desniveles en el modo de acceder a una cierta seguridad fragmentarán aún más las ciudades en su trazo arquitectónico y en el establecimiento de fronteras (reales y simbólicas), y es plausible suponer, desde los análisis empíricos, que se dispararán las ofertas (y se acelerarán los deseos) del mejor amuleto y el mejor conjuro contra el "mal", aunque ello implique inventar nuevos males.

En el reparto inequitativo del riesgo y la creciente expansión de la inseguridad (tanto objetiva, como la subjetivamente percibida) no sólo hay demonios, fantasmas y criaturas amenazantes, también hay fuerzas (estatales y privadas) que se alimentan del conflicto.

 

Los dominios del miedo: lo político

La inseguridad percibida es un importante analizador de la sociabilidad urbana contemporánea, porque como una mediación en (y para) el contacto entre grupos diversos en la ciudad hace visibles los mecanismos a los que se apela para vencer su ubicuidad y angustioso anonimato. La espacialización, dotar de un lugar a la inseguridad, confiere la esperanza de que emplazar (y en ese movimiento operar un desplazamiento) a "lo otro–anómalo" en un territorio tanto específico como imaginado es una manera de atajar el miedo que produce una amenaza sin lugar. Mientras que la antropoformización mediante la que se provee de un cuerpo y una forma a esa fuente de peligro representa un modo de negar (al demonizarla) la otredad y de afirmar la propia identidad. Sin duda, se trata de mecanismos de carácter histórico que no constituyen una novedad. No obstante, en la medida en que en la ciudad contemporánea se acrecientan las "islas de otredad" y yo mismo soy un otro para los demás, y en tanto el espacio de lo otro–anómalo resulta difícil de aislar,14 estos mecanismos cobran hoy un renovado interés para el análisis, pues develan la centralidad política de las "pasiones" en la configuración de la sociabilidad urbana.

En la primera parte de este trayecto traté de colocar la pregunta antropológica, y en la segunda parte planteo el problema político.

Hay un nivel donde la indagación sobre el binomio (o polaridad) seguridad–inseguridad no permite avanzar en torno a las preguntas derivadas de lo que aquí defino como una sociabilidad urbana fundada en la mitología de la diferencia amenazante y sus repercusiones para la democracia como un pacto incluyente.

Es en la interfase entre el dato objetivo de la inseguridad y el programa de respuesta (objetivamente ajustado y culturalmente compartido) donde el miedo despliega su potencia analítica. Sostengo que los miedos, cuya acepción laxa es la de efectos de perturbación angustiosa ante la proximidad de un daño real o imaginario, como los definen con mínimas variaciones diversos diccionarios, constituyen una experiencia individualmente experimentada, socialmente construida y culturalmente compartida.15 Esta formulación es la que ha permitido acercarse de manera "lateral" a sus dominios.16

Para un análisis sociopolítico y cultural del miedo en la ciudad contemporánea planteo que en el cuerpo de su definición están contenidos tres factores cuya lógica de operación es cardinal para comprender los dominios del miedo en el contexto de la globalización:

a) La proximidad (del elemento detonante del miedo), como referente espacio–temporal

b) (La idea d)el "daño" inminente que se traduce en (miedo a la) pérdida, (miedo al) perjuicio material o (miedo al) dolor físico o moral

c) La imbricación entre lo que tiene existencia efectiva y lo que es representado

Estos elementos posibilitan trascender los análisis causales y efectistas de los miedos, que suelen ser simplificadores. En primer término, colocar como premisa de análisis que la idea de proximidad es lo que detona los miedos hace visible el modo en que éstos se "aceleran" en la apremiante interacción que la ciudad demanda y, por otro lado, indica la importancia que adquiere no el análisis de los medios de comunicación en sí, sino lo que llamo nuevos regímenes de visibilidad, que emergen con la globalización tecnológica y cuya principal característica es acercar lo lejano mediante el efecto de verosimilitud. En segundo lugar, la Inminencia del daño que acompaña los miedos es en la actualidad una experiencia expandida propia de la sociedad del riesgo; así, la pregunta por el miedo es aquélla por el modelo socioeconómico, político y cultural que nos hemos dado; es la pregunta por los efectos en el cuerpo individual y social de la exclusión creciente, del desdibujamiento de las instituciones, de la migración forzosa como marca de época, de la explosión de las violencias, entre otras incertidumbres y riesgos que nos habitan; y el juego permanente entre lo fáctico y el mundo de lo aparente, de lo representable, hace posible develar el papel que juegan los universos simbólicos y la imaginación social en la corporeización de los miedos contemporáneos.

Pienso entonces que sólo es posible trazar el mapa de los miedos indagando en su anclaje político, esto es, en el emplazamiento de su proyecto histórico y, al mismo tiempo, situacional. Se trata, en este sentido, de la articulación densa y multidimensional de la historización y la emergencia como "lugares" desde donde se hacen visibles los cambios y las continuidades sociales.

Los miedos son también y principalmente un territorio de disputas políticas por su monopolio y su mercadeo. El miedo al desorden, a la desestructuración de lo conocido, el miedo al otro distinto, a la contaminación cultural y a la pérdida de la tradición, encuentra en ciertas categorías sociales los mejores "chivos expiatorios" que sirven lo mismo para el control de las sociedades como para el impulso de campañas políticas, en tanto sus anclajes profundos derivan de una necesidad de reconocimiento social y explícito de las fuentes de peligro que experimentan los actores sociales, como el intento de encontrar causalidad allí donde amenaza el desorden, para reducir la disonancia generada por algo que resulta a veces incomprensible. La percepción generalizada de crisis, la representación expandida de que "la sociedad se desintegra" y de que la ciudad llega a su límite debe encontrar algún modo de explicación.

Las narrativas del miedo se re–colocan frente al logos pretendido de la Modernidad como discurso comprensivo, al oponerle a éste otra racionalidad. La diferencia entre los miedos de la Edad Media y los de la sociedad actual estribaría en la fuerza con la que estos últimos circulan en la forma de relatos planetarios, amplificados por los medios de comunicación.

 

Miedos y sociabilidad

Los miedos que experimenta la sociedad contemporánea no son material para la ciencia ficción, ni residuos secundarios para la investigación en ciencias sociales, puesto que configuran su propio programa de acción: a cada miedo (a ciertos espacios, ciertos actores, ciertas visiones y representaciones del mundo) corresponden determinadas respuestas.

En el plano de lo sociocultural, estas respuestas pueden encontrarse en lo que he llamado manuales de sobrevivencia urbana, códigos no escritos que prescriben y proscriben las prácticas en la ciudad; en la creciente visibilidad de los medios de comunicación como espacios de domesticación del caos en sus propuestas reductoras, estereotipadas y estigmatizadoras; en el éxito arrollador de la literatura de autoayuda; en los relatos que circulan y conforman las mitologías urbanas en torno al sida, al robo de órganos, a los secuestros, a la vulnerabilidad de las mujeres, etcétera; y, de manera cada vez más frecuente, en las advocaciones marianas (la aparición de la Virgen del Metro, en la Ciudad de México; la Virgen del Puente, en Guadalajara; la Virgen del Pozo, en San Juan de Puerto Rico) y otros milagros de fin de siglo, que expresan, más allá de la creencia, la necesidad de contar con ayudantes supra–terrenales para enfrentar el caos. El miedo no es solamente una forma de hablar del mundo, es además una manera de actuar.

Si se acepta que la ciudad, más allá de sus determinaciones estructurales (que no son un dato menor), constituye una compleja red heterogénea que moviliza usos e imaginarios diferenciados, la pregunta sería de dónde provienen y cómo operan esas prácticas e imaginarios diversos. Mediante el análisis de las narrativas es posible plantear que los actores sociales "van" a la ciudad "desde" un mapa que precede al territorio, que proyecta el espacio y que está orientado por las pertenencias sociales y culturales de los actores. Más que una disputa por la ciudad real, ello produce una por el mapa y su monopolio: el sur, el norte; la ciudad pobre, la ciudad rica; el centro comercial, el mercado; el centro, la periferia; la ciudad diurna, la ciudad nocturna, operan en este sentido, no sólo como la ejemplificación del pensamiento binario, sino como dispositivos de control sobre un territorio que, por sus características, no se deja congelar en las retículas que definen sus partes.

En relación con los miedos, el mapa cumple una función esencial en tanto prescribe y proscribe prácticas e itinerarios, y también permite "controlar" el efecto de "proximidad" ante el daño inminente por medio de la hibridación de realidades fácticas con mitologías provenientes de fuentes diversas.

Para acercarme a estas cuestiones, desde la idea de "mapas" diferenciales y a partir del pensamiento de Michel Foucault, he venido desarrollando un esquema analítico que permite trabajar la relación entre miedo y espacio y sus efectos en las formas de sociabilidad urbana. El mapa opera con una triple lógica:

a) El espacio tópico: alude al territorio propio y reconocido, es el lugar "seguro" pero al mismo tiempo amenazado

b) El espacio heterotópico: referente al territorio de los otros; representa esa geografía atemorizante en la que se asume que "suceden cosas"

c) El espacio útopico: habla de un territorio que apela a un orden que se admite no sólo como deseable, sino que funciona como dispositivo orientador en la comprensión del espacio tópico en sus relaciones con el espacio heterotópico.

A su vez, este esquema se articula a los hallazgos empíricos de la investigación, en donde han aparecido otras dimensiones clave para la relación "experiencia del miedo y ciudad", y que se cargan de sentido: la vida, el patrimonio, la certeza sobre el futuro, los estilos de vida y los valores.

En las narrativas analizadas las formulaciones aparecen entremezcladas, y en algunas ocasiones es posible constatar que cuando los actores urbanos refieren sus mapas heterotópicos de la ciudad apelan fuertemente a "su utopía urbana". De tal suerte, desde esta perspectiva, las relaciones con el espacio resultan un juego múltiple y dinámico de posiciones y de vinculaciones que reconfigura de manera cotidiana la ciudad y las disputas por su apropiación, clasificación, estrategias de nominación y, por supuesto, sus usos.

Debido a razones de espacio no puedo desarrollar en extenso todas las articulaciones finas de este análisis, pero de cara al tema tratado me parece importante mostrar las implicaciones de los mapas de la "ciudad utópica" para la sociabilidad urbana.

De la articulación de las áreas de experiencia de vulnerabilidad (dimensiones del miedo) con la construcción de una utopía urbana ("no hay tal lugar, pero puedo haberlo", contestaba Aristóteles a los detractores de La República) se derivan tres grandes narrativas cuya relevancia es que se vinculan con programas de acción: la refundación, la organización y el control.

La refundación es la narrativa que elevada a rango de paradigma se fundamenta en la idea de una ciudad contaminada que ha alcanzado su límite. Los portadores de esta "utopía" buscan escapar de la ciudad y de su contaminación –en sentido amplio–, pero sin abandonar sus beneficios: urbanizaciones periféricas, nuevas fuentes de energía y pequeños espacios autosustentables. Refundar la ciudad por medio de un retorno "urbanizado" a la naturaleza y, de manera especial, de la recuperación de los saberes de la tradición (valoración de lo indígena) y de las distintas terapias de autoayuda.

La organización es la utopía de aquellos que ven a la ciudad como un espacio de intervención; estos portadores de talante político, consideran que "aún estamos a tiempo" y apelan, para enfrentar sus propios miedos, a tres grandes estrategias de acción: información, educación y democratización.

Lo que interesa discutir aquí es la utopía del control, que gana terreno en las ciudades de Latinoamérica y cuyos portadores creen seriamente en una gestión urbana autoritaria. La mano dura, la creencia religiosa y la "recuperación" de los valores perdidos organiza la gramática de esta utopía urbana que está más interesada en cambiar el mundo que en representarlo.

El movimiento que va del espacio utópico al espacio tópico cobra nuevos sentidos. Al examinar los componentes rituales de la "utopía del control" remito aquí solamente a los de carácter "propiciatorio" que en las prácticas cotidianas se vinculan con todas aquellas acciones ritualizadas que tienen como objeto mantener en los márgenes de una heterotopía "controlable" a la totalidad de los elementos (espacios, actores y prácticas) que amenazan con erosionar el precario control en el mundo de la vida de los sujetos que son parte de esta matriz discursiva.

Se trata de evitar la contaminación del espacio tópico en la búsqueda itinerante de un espacio utópico, y en la medida en que esto resulta cada vez más complicado por la mezclada ecología de las ciudades, el control sobre lo externo se transforma en amurallamiento y en el fortalecimiento de la política de limpieza social que altera radicalmente tanto el paisaje arquitectónico de las ciudades, como sus formas profundas de sociabilidad.

"Los portadores" que suelen ocupar lugares estratégicos en los circuitos del poder avanzan sobre una segmentación y organización del espacio de la ciudad a través de sus geografías imaginadas (alimentadas por algunas industrias culturales que actúan como agoreros de la catástrofe) y que terminan por imponer "el mapa que antecede el territorio" sobre aquellos puntos (siempre móviles) en los que anida el mal: ¿Te atreviste a traer a mi hija aquí?, le pregunta el fofo, débil y achatado zar antidrogas en la película Tráfico al colegial blanco y drogadicto, amigo de su hija, que la ha iniciado en el uso de drogas duras, mientras la busca desesperadamente por "ese peligroso y horrible" barrio negro, cuya escenografía deteriorada aparece no obstante (todavía) en color, mientras que Tijuana y la Ciudad de México, el lugar otro, la heterotopía radical, de donde proviene el verdadero mal, es de un sucio color sepia.

Más allá de los datos puntuales, lo que intento señalar es que los miedos, como potente analizador sociocultural, no pueden entenderse de forma unívoca y monocausal. Si por una parte hay que coincidir con los análisis que demuestran el creciente protagonismo de los medios de comunicación en la expansión del imaginario de las violencias, del riesgo, del "fin de la historia"; por la otra, hay que colocarse en los territorios diferenciales de la vida de las ciudades, ahí donde el miedo, silencioso pero actuante, ocupa un lugar privilegiado en los modos de socialidad y sociabilidad anclados en matrices culturales diferenciales que inscriben sus propios campos de representación en los que las estructuras de simbolización de la diferencia y el uso autoritario de los miedos tienden a reducir a la diferencia a una categoría "salvaje", portadora de atributos degradados y potencialmente desestabilizadores, arcaicos y violentos.

Los miedos esconden un profundo malestar. Tenemos miedo a la globalización, al narcotráfico, a la inviabilidad de nuestras precarias economías, a la constante desilusión frente a los nuevos políticos, a la guerrilla, a los paramilitares, al sida, al crimen organizado, a la policía, a la erosión paulatina de lo público, a ser borrados de las listas (en la escuela, en el trabajo), al mal de ojo, a no aplicar de manera correcta las indicaciones del Feng Shui, al robo de órganos, al chupacabras, a los extraterrestres, a la oscuridad del fin del mundo. Tenemos miedo y alguien debe pagar los platos rotos.

Quizá, en las pasiones que develan los miedos, la pregunta fundamental para el futuro de las ciudades es cómo develar su uso político, su instrumentalización autoritaria.17 No obstante el pesimismo alimentado por los datos empíricos, tanto globales como locales, sigo convencida de que hacer la arqueología de estos miedos nuestros, escuchar los silencios, los susurros y el malestar expandido, puede contribuir al enorme desafío que representa para la ciudad contemporánea y para la sociedad hacer de la interculturalidad, la democracia y la inclusión más que etiquetas retóricas.

Tal vez se trata de encontrar el camino, como ha sido planteado por Néstor García Canclini (2004), de mantener atadas las preguntas por la diferencia, la desigualdad y la desconexión. Ahí, en esa densa interfase entre saberes disciplinarios, voluntad política e imaginación cultural, quizá radiquen las pistas fundamentales para evidenciar la condición desigual y desnivelada de la interconexión entre los diferentes mapas imaginados de la ciudad contemporánea.

Los miedos, como pasiones políticamente encauzadas, ponen en crisis los bordes y las fronteras en la organización "tradicional" de las coordenadas políticas y geográficas del mundo; en su descentramiento va en juego la posibilidad de entender a la globalización no sólo como una interconexión de flujos de capital, movimientos sociales e imaginarios planetarios, sino más bien, de manera relevante, como un espacio de disputas que se libran, paradójicamente, en el contexto del "vacío oracular" generado por la implosión moderna y el descrédito institucional. Quien controle los miedos (y, por ende, "la esperanza" y las salidas) controlará el proyecto sociopolítico de las ciudades.

 

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Notas

* Lo que aquí se discute es producto de una investigación de largo aliento que ha venido explorando en distintos territorios culturales y geográficos la presencia del miedo y su alcance diferenciado en narrativas y prácticas sociales que están transformando el rostro de las ciudades y de la sociedad contemporánea.

1 A la que quisiera distinguir de "socialidad" en la formulación elaborada por Maffesoli (1990) y ampliamente desarrollada y analizada por Jesús Martín Barbero (1998), quien define esta noción como "el modo de estar juntos, de una sociedad". En mi trabajo he tratado de distinguir entre socialidad (la sociedad haciéndose, comunicándose) y sociabilidad (la sociedad estructurándose, organizándose). De cara a los desafíos que enfrentamos, considero que la "sociedad estructurándose", sin menoscabo de sus formas comunicativas, rituales o performativas, es un tema nodal para comprender la ciudad contemporánea, por las razones que argumentaré a lo largo de este texto.

2 Mediante entrevistas en profundidad, grupos de discusión y talleres para interpretar mapas urbanos.

3 Utilizo las nociones de "ciudad imaginada" y "ciudad practicada", siguiendo las aportaciones de Benedict Anderson (1983) y de Michel de Certeau (1996).

4 Noción cuyo valor heurístico aquí es acercarnos a dos características básicas en el modo de gestionar las violencias: a) asociarlas a un agente o causa eficiente; b) a su posible propagación, por contagio.

5 Para los fines de la investigación que me ocupa (la construcción social del miedo), he propuesto una distinción entre los tres planos "institucionales" clave para la sociabilidad: las instituciones socializadoras (la familia, la escuela, los grupos de pares, etcétera), las reguladoras (las que se ocupan de las normas y leyes, como los congresos y la sociedad misma) y las punitivas (las cárceles, los reformatorios, los centros tutelares, los manicomios, etcétera).

6 En los informes y reportes, las zonas de alto riesgo siempre están en las periferias o en el Centro Histórico de la ciudad. En el análisis que he realizado de materiales provenientes de entrevistas, prensa escrita y noticieros televisivos en distintas ciudades de América Latina, resulta relevante que cuando hechos delictivos tienen su anclaje territorial en zonas de alto estrato suele desaparecer el énfasis en el territorio y se desplaza hacia otros elementos.

7 La noche como categoría simbólica juega un papel central en los imaginarios de la inseguridad.

8 Lombroso propuso un conjunto de indicadores para revelar la presencia de genios y criminales entre la buena sociedad decimonónica.

9 Este análisis está sustentado en una encuesta que forma parte del proyecto de investigación Mitologías Urbanas. La Construcción Social del Miedo. Se aplicó en San Juan de Puerto Rico; en La Plata, Argentina; y en Guadalajara, México; a 500 personas bajo tres variables de control: nivel socioeconómico, edad y género. La encuesta indaga la posición sobre la percepción de 16 figuras (obtenidas durante la fase de entrevistas) e introduce una dimensión valorativa que permite contrastar los resultados cuantitativos. Para una primera versión de los materiales de la encuesta que proviene de Guadalajara, véase Reguillo (2000).

10 Planteo como hipótesis interpretativa que hay un retorno. El neoliberalismo como proyecto "civilizatorio" abreva en las mitologías de los siglos XVIII y XIX.

11 Los más "tolerantes" han señalado que la mejor opción es "capacitar" a los pobres.

12 Se analizaron entre 12 y 15 notas mensuales variando los días de la semana y eliminando los periodos vacacionales (en los que suelen incrementarse las notas de violencia). Los diarios fueron Reforma y La Jornada, como diarios nacionales, y Público Milenio, de Guadalajara. En 2003 volví a realizar el estudio y hubo un aumento de tres puntos porcentuales: 51 por ciento de la muestra involucraba policías como protagonistas de la violencia.

13 Casi 60% de los encuestados en La Plata, Argentina, consideran que la policía es mala; en Guadalajara, el porcentaje es de 45% para los policías en general y 60.2% para la policía judicial. En la ciudad de La Plata, 91.25% de los encuestados opinó que los políticos eran malos, mientras que en Guadalajara 54.8% opinó en el mismo sentido.

14 Por mucho que se viva encerrado en un bunker, la ciudad demanda desplazamientos, contactos e interacciones de diversa índole que resulta difícil eludir.

15 Me tomó más de tres años de investigación empírica arribar a esta premisa. Sin embargo, dos autores resultaron invaluables apoyos para la imaginación tanto metodológica como teórica: en las implicaciones políticas, Norbert Lechner; para la dimensión historizada de los miedos, Jean Delumeau.

16 Sigo aquí a Italo Calvino que en sus Seis propuestas para el fin de milenio (1998) dice que Perseo sólo logra enfrentar a la Górgona no mirándola de frente sino a través de los reflejos que ésta produce.

17 Pienso que un importante analizador de estas interpelaciones emocionales, disfrazadas de cientificismo, son, por ejemplo, los intrépidos "argumentos" que esgrime el doctor Samuel Huntington en su obra más reciente sobre la identidad estadounidense y la plaga mexicana (véase Huntington, 2004).

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