1. Introducción1
Cuando dirigimos nuestra atención a la cuestión de la temporalidad -es decir, al tratamiento acerca del tiempo, la duración y la eternidad- en Descartes encontramos un primer problema: no hay una interpretación homogénea de esta cuestión. Los intérpretes se dividen grosso modo en dos grandes grupos: uno, correspondiente a la posición “tradicional”, sostiene que Descartes concebía el tiempo y la duración (de toda sustancia creada, sea material o no) como esencialmente discontinuos, es decir, como compuestos de instantes indivisibles cuya separación nunca se resuelve en una genuina continuidad; el otro grupo afirma, por el contrario, que es innegable el carácter continuo del tiempo y la duración: estos son divisibles en infinitas partes o “momentos”, los cuales a su vez no se reducen a una nada-de-duración sino a segmentos durativos.2 Es necesario reconocer entonces que una aproximación exhaustiva al tratamiento cartesiano de esta cuestión exigiría más de lo que nos hemos propuesto hacer en este artículo, cuyo interés principal es exponer la posición de Descartes respecto de la determinación del estatus ontológico de la eternidad, la duración y el tiempo.
A modo de introducción, un primer aspecto que podemos señalar es que la temporalidad -y los problemas asociados a ella, como el movimiento de la materia-espacio, la causalidad, la sucesión de ideas en el pensamiento, etc.- no son asuntos marginales para Descartes. Por el contrario, ocupan un papel central en su reflexión teórica. Son efectivamente relevantes para la geometrización de la física que se propone llevar a cabo, en la medida en que nociones como las de “tiempo”, “espacio-materia”, “medida” y “número” sirven para explicar filosóficamente los fenómenos naturales.3 A su vez, el tiempo parece ser relevante en la misma lógica argumentativa que pone en marcha la duda metódica cartesiana. A este respecto basta recordar las primeras líneas de las Meditaciones metafísicas: “He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas […]” (1977, p. 17 [AT VII 17 / IX-1 13]).4 Ahora bien, es indiscutible que existe cierta equivocidad en el empleo por parte de Descartes de los términos “tiempo” y “duración”. Un ejemplo característico de esto se encuentra en el artículo 21 de la primera parte de los Principios de filosofía. Allí, en el marco de la prueba a posteriori de la existencia de Dios a partir de la contingencia de su ser en cuanto “cosa pensante”, el filósofo francés equipara el tiempo a la duración de las cosas.5
Teniendo en cuenta entonces tanto el carácter central de la temporalidad en su obra como la terminología equívoca utilizada, este artículo se propone responder a las siguientes preguntas: ¿cómo define el tiempo y la duración Descartes y cuál es su estatus ontológico? ¿Cuál es la naturaleza de la divisibilidad temporal en el marco de su reducción de la física a la geometría? ¿Qué relación existe entre el tiempo y la geometrización de la física que promueve el filósofo francés? Por fin: ¿cómo se relaciona su doctrina de la temporalidad con la metafísica?
2. Ontología y estatus de los conceptos temporales en Descartes
Antes de la revolución científica, la temporalidad era comprendida a partir o en función de una noción del universo entendido como un cosmos finito y ordenado jerárquicamente, “lleno de colorido y cualitativamente determinado” (Koyré, 1990, p. 98). La filosofía cartesiana, sin embargo, en línea con las ideas de la incipiente matematización de la naturaleza, rompe profundamente con esta concepción. En efecto, una de las ideas directrices del itinerario de Descartes, ya presente en sus obras de juventud y compartida por otros grandes pensadores de principios del siglo XVII (Galileo, por ejemplo), consiste en la reducción de toda materia (tanto la celestial como la terrestre) a la extensión, lo cual posibilita aquella cuantificación (geométrica) y, en última instancia, la inteligibilidad de las leyes que gobiernan la naturaleza; en otras palabras, viabiliza el conocimiento de las relaciones proporcionales (de movimiento) entre las partes de la materia (cuerpos) que la componen. De esta manera, en el marco de la pretensión cartesiana de geometrización total de la física, el “tiempo” puede aparecer como una magnitud relacionada fundamentalmente con el movimiento de los cuerpos, esto es, con la distancia que recorren en un intervalo determinado. Conviene pues, en vistas a elucidar la naturaleza de este y su relación con la duración y la eternidad, dirigir nuestra atención hacia algunos problemas de la ontología de Descartes y hacia la concepción del movimiento que de allí se desprende.6
Como es sabido, la ontología cartesiana concibe lo real en términos sustancialistas y a partir de una división tripartita: por un lado, Dios o la substantia infinita (AT VIII 45); por el otro, las criaturas, que a su vez se distinguen -realmente- en res cogitans y res extensa, o substantia cogitans creata y substantia corporea (AT VIII 24 y 25).7 A cada una de estas sustancias no las conocemos clara y distintamente, según Descartes, sino por algún “atributo principal” suyo, es decir, por alguna propiedad que constituye su naturaleza o esencia.8 Mientras que al Ser supremo le corresponden la infinitud, la absoluta independencia y la perfección, la naturaleza de la cosa pensante es el “solo pensar” (cogitationem solam) y la de la cosa corpórea la extensión (sola extensione) (cfr. Principios de filosofía, I, art. 8 [AT VIII 7]; II, art. 4 [AT VIII 42]). Por otra parte, a diferencia de Dios -que no sufre variaciones y se caracteriza por la perfección de ser inmutable, esto es, eternamente idéntico a sí mismo-,9 las cosas creadas “soportan” modalizaciones. De esta manera, para Descartes, los modos de la cosa pensante son la pluralidad de operaciones conscientes que hay en ella, como el imaginar, sentir, querer, dudar, etc.;10 los de la cosa extensa, en cambio, el movimiento, la figura, la magnitud.11
Ahora bien, ¿cómo se relaciona la sustancia con su atributo principal? Como sabemos, lo que el filósofo francés denomina “atributo principal” (o “esencia” o “naturaleza” de la sustancia) consiste en una propiedad a partir de la cual podemos concebir clara y distintamente una sustancia. Asimismo, por esa definición comprendemos un rasgo característico de la sustancia en relación con su esencia: es sujeto de algún atributo que está en ella y de la cual no puede distinguirse, salvo por una operación intelectual (distinción de razón).12 En el marco de esta ontología, entonces, ¿qué son la duración y el tiempo? ¿Cuál es su estatus ontológico?
2.1. La duración de las cosas creadas
Descartes aborda esta cuestión explícitamente en los artículos 55, 56 y 57 de la primera parte de los Principios de filosofía. En efecto, después de afirmar que es posible tener ideas claras y distintas de las sustancias finitas y de Dios, explica en el artículo 55 que la “duración, el orden y el número también serán distintamente concebidos por nosotros, si, en lugar de asignarle un contenido propio de la sustancia, consideramos que la duración de cada cosa es un modo o manera bajo el cual concebimos la cosa mientras continúa siendo [quatenus ese perseverat]” (I, 55; 1997, p. 27 [AT VIII 26 / AT IX-2 49]. Traducción modificada; subrayado nuestro). ¿Qué significa esta definición? ¿Por qué Descartes dice que la duración es un “modo de concebir”? ¿Es acaso un modo de pensar cuya “realidad” no está sino en la mente? ¿Por qué el filósofo francés aclara que ese modo de concebir refiere a una cosa “mientras continúa siendo”? Comencemos por esta última pregunta, cuya respuesta encontramos a través de un rodeo por tres axiomas del resumen geométrico que Descartes incluyó en las “Respuestas a las segundas objeciones”: el segundo, el tercero y el décimo.
Luego de proponer que Dios es causa necesaria de su propia existencia, Descartes declara -en el axioma 2- que “[e]l tiempo presente no depende del inmediatamente anterior; por ello, no es menor la causa que se precisa para conservar una cosa, que para producirla por vez primera” (1977, p. 133 [AT VII 160 / IX 124]). Este axioma se relaciona específicamente con la teoría de la discontinuidad de la duración y con la naturaleza de la conservación de las cosas creadas tal como la comprende el filósofo francés, cuestiones sobre las que volveremos luego. Retengamos ahora la idea de que, a diferencia de Dios, “las cosas” necesitan una causa no solo para su existencia sino también para su conservación, y que dicha causa no puede residir en ellas mismas.13 En otros términos, podríamos decir que, si bien, como reconoce Descartes, no hay existencia cuya causa no pueda ser indagada,14 no por ello deja de señalarse que son dos las modalidades de la existencia concebibles: mientras que Dios tiene una existencia necesaria en virtud de la inmensidad de su naturaleza, las cosas tienen, también por su naturaleza misma, una existencia meramente posible. El axioma 10 precisa aún más la diferencia entre ambas modalidades existenciales:
La existencia está contenida en el concepto de cualquier cosa, pues nada podemos concebir si no es bajo la forma de algo que existe; pero hay esta diferencia: que, en el concepto de una cosa limitada, sólo está contenida la existencia posible o contingente, y en el de un ser supremamente perfecto, está comprendida la existencia perfecta y necesaria (1977, p. 134 [AT VII 162 / IX 125]).
Se nos impone entonces la siguiente pregunta: ¿es acaso esta existencia posible la que define la duración de las cosas en el artículo 55, por oposición a la existencia necesaria de la eternidad de Dios? En estricto sentido, no: según la metafísica cartesiana, lo posible no coincide con lo actual sino por la intervención trascendente y contingente del Dios creador. Si bien es cierto entonces que una existencia posible es una existencia finita (como la sustancia pensante que concibo clara y distintamente que soy mientras dudo o pienso), cuya finitud está en concebirla como comenzando a ser o existir en un momento determinado y en algunos casos dejando de ser o existir en otro, eso sin embargo no implica que exista y que dure actualmente, es decir fuera del pensamiento. “Existencia” no coincide inmediatamente con “duración”; o, en otros términos, la existencia posible (del axioma 10) es simplemente la “idea” de una existencia y no una existencia actual.
A diferencia del 10, el axioma 3 no remite a la diferencia entre la existencia necesaria (de una cosa perfecta, Dios) y la posible o contingente (de las cosas limitadas y creadas), sino a la distinción entre lo posible y lo actual: “Ninguna cosa, ni perfección alguna de ella existente en acto, puede tener por causa de su existencia la nada, o sea, algo no existente” (1977, p. 133 [AT VII 160 / IX 124]). Por eso, en palabras de Descartes a Caterus, “aun cuando concibamos siempre las demás cosas [aparte de Dios] como existentes, de ello no se sigue que existan, sino sólo que pueden existir, pues no entendemos necesario que la existencia actual esté unida a sus otras propiedades […]” (1977, p. 97 [AT VII 117 / IX 92]).
Podemos concluir, entonces, que de acuerdo con la perspectiva cartesiana las sustancias pueden concebirse clara y distintamente sin existencia actual; su realidad consiste solamente en la posibilidad de concebirlas independientemente de cualquier otra sustancia.15 En términos temporales, podríamos decir que aun considerando que, al concebir una cosa de existencia posible o contingente, está implicado pensarla como siendo momentánea o limitada, y no eterna (siempre necesaria), eso no supone concebirla -en las palabras del artículo 55- “mientras continúa siendo”, esto es, como actual fuera -y más allá- del pensamiento. Para ello, de acuerdo con Descartes, es necesaria la intervención contingente de la potencia divina.16
Como vemos, estamos ante una concepción de lo posible que no incluye necesariamente su propia actualización y que, al contrario, demanda y depende de una fuerza exterior e inconmensurable, la del Dios-creador. La duración entonces, de acuerdo con el artículo 55, es la modalidad de la existencia actual de las cosas creadas, y no la de sustancias meramente concebidas o concebibles. O inversamente: las cosas creadas (res extensa y res cogitans) duran justamente en tanto, y porque, son creadas. “Existencia actual” coincide pues con la puesta fuera del entendimiento divino de las cosas que concibe Dios como posibles y que solo su voluntad omnipotente y trascendente puede llevar a esa condición.
Resta contestar una pregunta importante: ¿por qué Descartes sostiene que la duración es un “modo de concebir” aquella existencia actual? Como ya dijimos, la respuesta está contenida en los artículos 56 y 57, que por otra parte nos permiten elucidar el estatus ontológico de la duración y del tiempo. En el primero, aunque no sin equívocos, el filósofo francés reitera a grandes rasgos su concepción de los atributos principales y dice que “están ínsitos en la sustancia” (Principios de filosofía, I, art. 56; 1997, p. 28 [AT VIII 26]. Subrayado nuestro). Son, como vimos, propiedades esenciales y por eso “en realidad” inseparables de la sustancia que califican. Esto supone que no es posible concebir una sustancia extensa sin extensión ni una sustancia pensante sin pensamiento, a no ser a través de una operación intelectual que Descartes llama, retomando un concepto de la tradición escolástica, distinctio rationis.17 A diferencia de los modos, que también son “en” la sustancia, los atributos principales son invariables: constituyen la esencia de la sustancia que diversifican.18 Ahora bien, la existencia actual o duración ¿es también “en” la sustancia? ¿Es invariable, como lo son los atributos y las propiedades esenciales?
Aunque la duración de “cada cosa” varía conforme cada cosa, puesto que no todas duran la misma cantidad de tiempo, según Descartes ni la existencia -posible o actual- ni tampoco la duración admiten grados: se dan o no se dan; las cosas finitas duran o no duran. Por eso, el filósofo francés sostiene en el artículo 56 que “en las cosas creadas [es decir, en aquellas sustancias finitas que ya tienen una existencia efectiva y concreta], lo que en ellas nunca se muestra diverso, como la existencia y la duración en la cosa existente y durante, no debe ser llamado cualidad o modo, sino atributo” (Principios de filosofía, I, art. 56; 1997, p. 28 [AT VIII 26 / AT IX-2 49]).
Sin embargo, es indudable que, si la duración es un “atributo”, no lo es rigurosamente en el mismo sentido en que lo son la extensión y el pensamiento, cuyo rasgo principal consiste en calificar la esencia de la sustancia y no simplemente su existencia: como ya dijimos, en la metafísica cartesiana, ser real (posible o necesario) no es lo mismo que ser existente. La duración califica entonces la existencia de las sustancias, y solo cuando han sido creadas por la voluntad divina trascendente (existencia “actual”). El ejemplo que Descartes da luego en el artículo 62 para ilustrar la “distinción de razón” no debe pues confundirnos, aunque ciertamente la terminología usada no sea demasiado precisa. Allí dice que “[c]omo toda sustancia deja de ser si deja de durar, sólo por la razón se distingue de su duración” (Principios de filosofía, I, art. 62; 1997, p. 31 [AT VIII 30 / AT IX-2 53]). Si es consistente con sus premisas ontológicas y con su teoría de las distinciones, no puede estar sosteniendo que la sustancia y su duración se distinguen solo racionalmente, ya que, como vimos, para Descartes es posible concebir una sustancia sin existencia actual. El acento nos parece entonces debe ponerse en la primera parte de la oración subordinada: “deja de ser si deja de durar”. Teniendo esto en cuenta, lo que debería decir el ejemplo del artículo 62 es que la distinción de razón se da entre la existencia actual de la sustancia y su duración, lo cual supone por cierto que solo confusamente es posible concebir una sustancia finita y creada sin duración.
Si bien, entonces, conforme el artículo 55, la duración es un “modo de concebir” la existencia actual de las cosas, eso no significa que dependa de la mente. Si de algo depende la duración de una cosa es únicamente del poder de Dios. De manera que la afirmación de una distinción de razón entre la existencia actual de la sustancia y su duración, es decir, de una distinción que está solo en el pensamiento, no implica necesariamente que alguno de los términos distinguidos sea abstracto. Como señala Gorham, cuando no se abstrae de las cosas singulares creadas, la duración es un “modo de concebir” su existencia externa, concreta y actual. Concebida de esa manera, entonces, la duración no es distinta de la sustancia que dura, es decir, es inseparable de ella fuera del pensamiento.19
2.2. El tiempo como modo de pensar
¿Y el tiempo? ¿Es acaso un “atributo” inseparable de la sustancia finita creada? ¿Es una idea que tenemos de la duración concreta de las cosas? En el artículo 57 asistimos a la elucidación de estas preguntas y a la comprensión de la naturaleza de la distinción ontológica entre la duración y el tiempo:
Ciertos atributos están en las cosas, otros en el pensamiento. […] Mas unos están en las cosas mismas, cuyos atributos o modos se dice que son, otros sólo en nuestro pensamiento. Así, cuando distinguimos el tiempo [tempus] de la duración tomada en general [duratione generaliter], y decimos que es el número del movimiento [numerum motus], es sólo un modo de pensar [modus cogitandi]. En efecto, de ninguna manera concebimos en el movimiento una duración distinta de la de las cosas no movidas […]. Mas para medir la duración de todas las cosas [rerum omnium durationem], la comparamos con la duración de aquellos movimientos máximos y más regulares, de los que nacen los años y los días; y a esta duración llamamos tiempo. El que, por consiguiente, no agrega nada a la duración tomada en general, salvo un modo de pensarla (Principios de filosofía, I, art. 57; 1997, p. 28 [AT VIII 26-27 / AT IX-2 49-50]. Subrayado nuestro).
En la cita aparecen tres términos importantes que elucidar: “tiempo”, “duración tomada en general” y “duración de todas las cosas”. Este último no nos presenta mayores problemas: la duración de las cosas es una manera de concebir la existencia actual de estas, tal como venimos de analizarla. Es una propiedad de su existencia. Mayores son las dificultades que encontramos en las otras nociones, de lo cual por cierto da testimonio la amplia bibliografía secundaria dedicada a la cuestión. ¿Es la “duración tomada en general” un abstracto o refiere a una existencia concreta y actual como la duración de las cosas singulares? ¿En qué sentido el tiempo es un “modo de pensar”?
Para empezar, tengamos presente que en el título del artículo, luego de enunciar la oposición entre los atributos que están en las cosas y los que están en el pensamiento, Descartes se pregunta “qué es duración y tiempo” (Et quid duratio & tempus). Eso parecería ser un indicio de que aquel contraste -atributos en el pensamiento / atributos en las cosas- se refiere a estas nociones temporales específicas: “duración” (singular y/o “general”) y “tiempo”. De manera que mientras la primera es un “atributo” o un modo de concebir la existencia de las sustancias creadas (por ejemplo, la duración de los cuerpos singulares o la del “cuerpo en general” o sustancia extensa toda),20 el segundo es una abstracción sin “existencia” fuera del pensamiento.21
Sin embargo, en sentido inverso, también podría pensarse, como hace Arthur,22 que la distinción que debe seguirse de la clasificación presente en el artículo 57 es aquella que plantea, por un lado, las duraciones concretas de las sustancias singulares, y, por el otro, la duración-en-general que es, como el tiempo, un concepto ideal. Es decir, lo único singular y concreto son las duraciones, que no se distinguen sino racionalmente de la existencia actual de las sustancias. La duración “en general”, en cambio, es el universal abstracto de las duraciones particulares; y el “tiempo”, por su parte, es el abstracto que sirve para “numerar” (o medir) la duración de todas las cosas. Tempus coincide pues con duratione generaliter en que ambas son “ideales”, abstractas, producidas por (y dependientes de) la mente. Pero se diferencian en cuanto solo la segunda sirve como instrumento de medición de las duraciones al hacer corresponder a cada posición del movimiento regular de los astros una unidad universal de medida.
Sea como sea que comprendamos el significado exacto de la expresión “duración tomada en general”, y volviendo a la distinción que nos interesa plantear aquí, el pasaje citado contiene dos enseñanzas importantes sobre el tiempo, una concerniente a su estatus ontológico, la otra referida a su origen. Por un lado, Descartes dice que, cuando es distinguido de la duración de la cosa misma, el tiempo es solamente un modo de pensar (modus cogitandi); por el otro, que en ese sentido es la “unidad” que surge del acto intelectual de abstracción de la duración de una cosa extensa creada -la de los movimientos más regulares o uniformes-. Es decir, todas las sustancias creadas -sean movibles o no- duran, y no lo hacen necesariamente durante la misma cantidad de tiempo. Para poder determinar (medir) esa cantidad diferencial, entonces abstraemos una duración determinada -la de los movimientos celestes- cuyas características de regularidad y constancia ofrecen una medida común capaz de aplicarse a “todas las cosas” (rerum omnium durationem). Resulta claro, entonces, que el tiempo -tal como aparece en el artículo 57- no es como la duración, un modo de la cosa o un modo concebir la existencia actual de las cosas creadas o sustancias finitas, sino que es una dimensión abstracta.23 Y en cuanto es una abstracción o una convención arbitraria del pensamiento que sirve para “medir”, es posible pensarlo, en sí mismo, como una cantidad matemática indefinidamente divisible. Es decir, si en el análisis cartesiano el tiempo se desprende de su reducción absoluta a los movimientos celestes, es porque, convertido en una magnitud dependiente del pensamiento abstractivo que permite su formación, deviene un tiempo estrictamente matemático, es decir, una cantidad siempre divisible. Pero para ello no debe identificarse con la duración concreta de los astros, que son “partes” del universo extenso-material. Volviendo entonces a la cuestión de su “origen”: a pesar de que Descartes coincide con Aristóteles en que si no hubiera movimiento no habría tiempo (abstracto), también se distancia de él, puesto que en ese caso aún habría una duración concreta y actual.
Ahora bien, ¿en qué se sustenta la duración si no es en el movimiento? ¿Cuáles son sus características? Todavía más: ¿cuál es el fundamento del movimiento, una vez que la materia toda ha sido reducida a su pura extensión geométrica, dando así lugar a una concepción estática de la física? Antes de responder a estas preguntas, que demandarán un acercamiento a la doctrina de la creación continua, se nos presenta una última cuestión, vinculada a ellas: la de la temporalidad, o mejor dicho, la de la existencia de Dios.
2.3. El problema de la definición de la existencia divina
Hemos analizado el estatus ontológico que el sistema cartesiano asigna a los conceptos temporales de “duración” y de “tiempo”, y hemos visto asimismo cómo se relacionan estas nociones con las sustancias creadas. Debemos responder ahora cuál es la relación de la sustancia infinita con la temporalidad. ¿Dios es eterno para Descartes? Y si lo es, ¿en qué sentido? ¿Es acaso la eternidad un tipo de duración (tota simul), o bien, una modalidad de existencia irreductible a aquella?
Según la tradición escolástica, existen tres tipos de duración, adecuados a las diferentes modalidades posibles de perseverar en la existencia: una sucesiva, que corresponde al tiempo de la vida humana; otra permanente y tota simul, referida a la existencia eterna de Dios; y entre ambas, la eviternidad (aevum) de los ángeles y del alma humana, cuya característica principal es que es una duración permanente pero sucesiva (cfr. Jaquet, 1997, p. 137). En este sentido transmitido, entonces, la eternidad de Dios no es otra cosa que su duración permanente y absolutamente simultánea; el ser increado es el único que se caracteriza por esa modalidad de existencia específica. ¿Descartes sigue acaso esa tradición?
Comencemos señalando que, para el filósofo francés, en el concepto que tenemos de Dios percibimos claramente que está contenida su existencia absolutamente necesaria “y eterna”.24 Dios no existe de manera posible ni tampoco de manera contingente como las cosas creadas, puesto que a su esencia pertenece necesariamente la existencia. En este sentido, el término “eterna” hace referencia a la existencia “necesaria”, es decir, en otras palabras, a la existencia que se sigue de la esencia divina. Por otro lado, la eternidad remite al atributo por el cual concebimos que Dios existe necesariamente, esto es, por el cual comprendemos que tiene el poder de conservarse a sí mismo. La existencia, entonces, es un atributo de Dios, y su modalidad temporal es la eternidad. Descartes mismo sugiere este estatus para este concepto temporal en el artículo 22 luego de recapitular la prueba a posteriori de la existencia divina.25
Ahora bien, más allá del estatus ontológico que tiene la eternidad de Dios, ¿cómo caracteriza el filósofo francés la existencia absolutamente necesaria que le concierne? Para responder a esta pregunta es necesario detenernos brevemente en los dos momentos de su producción intelectual en que abordó específicamente esta cuestión: la conversación con Burman y la correspondencia con Arnauld, ambas de 1648.26
La primera es la transcripción de la conversación mantenida en el encuentro entre Descartes y François Burman, que supuestamente tuvo lugar el 16 de abril de 1648 y que fue transmitido por el joven interlocutor a Clauberg en Ámsterdam cuatro días después para su redacción; esta copia fue luego, el 13 y 14 de julio, reproducida en Dordrecht por un desconocido, lo que dio así nacimiento al texto que conocemos hoy en día.27 En la conversación con Burman, Descartes parece defender una concepción contraria a la ortodoxia, esto es, contraria a la noción de la eternidad (existencia) divina como absolutamente simultánea y de una vez (simul et semel). En efecto, luego de que Burman adjudicara al filósofo francés la opinión de que, si es posible perseverar en un pensamiento durante algún tiempo (in eadem cogitatione continuare et perseverare per aliquod tempus),28 entonces el pensamiento debe ser extenso y divisible (sed sic cogitatio Nostra erit extensa et divisibilis), Descartes aparentemente afirmó que eso podría ser cierto únicamente en relación con la duración pero no con la naturaleza del pensamiento, “del mismo modo que podemos dividir la duración de Dios en infinitas partes, aunque sin embargo Dios mismo no es divisible”.29 Cuando Burman entonces objetó que la eternidad es simultánea y única -fiel a su formación teológica-, el filósofo francés, según el relato, respondió tajantemente negando que tal cosa pudiese concebirse: simul et semel, para Descartes, solo podrían referirse a la naturaleza de Dios considerada en sí misma, pero de ninguna manera a ella en la medida en que existe (junto con el mundo creado).30 Es decir, puesto que es posible distinguir partes en su existencia luego de la creación, y puesto que su duración es siempre idéntica, también sería posible, habría argumentado el autor, afirmar aquella distinción antes de la creación. De esta manera, el filósofo francés habría rechazado la visión tradicional de la eternidad tota simul de Dios, sustituyéndola por una concepción sucesiva de su existencia, aunque absolutamente inmutable en relación con su naturaleza.
En el intercambio epistolar con Arnauld, sin embargo, Descartes defiende la posición contraria, esto es, la simultaneidad de la duración de Dios. El camino que lleva a esa afirmación podría resumirse así: el doctor en teología, luego de exponer ciertas consideraciones relativas a la memoria, comienza objetando un punto central de la tercera meditación, a saber, el hecho de que la duración de la mente sea divisible y sucesiva en partes independientes. Esta objeción, como Arnauld mismo no deja de señalar, se apoya en la opinión autorizada de “los filósofos y los teólogos”, según la cual “la duración de una cosa permanente y máximamente espiritual como la mente [humana]” no es sucesiva “sino permanente y absolutamente simultánea (lo cual es muy cierto en relación con la duración de Dios)” [AT V 188-189]), por lo cual aquélla carecería de partes independientes entre sí. De manera que, si se supone que no hay mundo material (como argumenta Descartes en la tercera meditación) y por lo tanto tampoco movimiento natural -agrega Arnauld-, la única duración que habría sería la de las cosas espirituales y permanentes; y esto alcanza -concluye el teólogo- para negar que la duración se compone de partes que se pueden medir.
La respuesta de Descartes no se hace esperar: al día siguiente responde al teólogo afirmando que aquella objeción depende de la opinión escolástica, de la cual él discrepa, según la cual “la duración del movimiento [entiéndase, de los cuerpos que se mueven] es de naturaleza distinta de la duración de las cosas no movidas” [AT V 193; traducción propia]. El filósofo francés, entonces, apela al artículo 57 de la primera parte de sus Principios de filosofía para negar esa opinión,31 y agrega por lo tanto que aunque no existiera ningún cuerpo en el mundo no podría decirse que la duración de la mente humana es absolutamente simultánea, como la duración de Dios, pues aquella reconoce manifiestamente sucesión en sus pensamientos, lo cual es inadmisible en relación con los pensamientos divinos (cfr. AT V 193).32 De esta manera, a diferencia de lo que supuestamente habría confesado a Burman y en conformidad con muchos pasajes similares de su obra publicada, Descartes declara a Arnauld explícitamente que la duración de la mente humana no es tota simul y que esa propiedad corresponde únicamente a la duración divina.
Ahora bien, ¿cómo conciliar esas dos afirmaciones divergentes? ¿A cuál texto hay que otorgarle el privilegio para elucidar la posición cartesiana en relación con la temporalidad de Dios? No obstante la relevancia de esta cuestión para el propio sistema cartesiano, esta excede ampliamente nuestro propósito.33 Es decir, no buscamos resolver los tecnicismos de la discusión acerca de la especificidad de la relación de Dios con la temporalidad (simultaneidad o sucesión). Para nuestro propósito basta tener presente que Descartes, en cuya filosofía aparecen efectivamente las nociones de “duración” y “eternidad” referidas a Dios, no las distingue sin embargo con la rigurosidad con que lo hará, por ejemplo, Spinoza. En otros términos, más allá de si la existencia divina es sucesiva o absolutamente simultánea en el orden de su existencia, el filósofo francés no encuentra problemas en referir esta tanto a la “eternidad” como a una “duración indefinida”. Teniendo en cuenta esto, podemos afirmar que la eternidad no juega un papel importante en el sistema cartesiano, o al menos no como lo hará unos años después en la filosofía ética de Spinoza. Según Prélorentzos (1997, pp. 157-170), de hecho, mientras Spinoza aparece como “el” filósofo de la eternidad, Descartes es un filósofo de la duración, puesto que es esta la que, como se lee en el artículo 48 de la primera parte de los Principios, se extiende a todo tipo de cosas sin excepción, incluido Dios o la cosa increada.
3. Creación continua y discontinuidad temporal en Descartes
Hasta aquí hemos examinado el estatus ontológico de las nociones temporales que reconoce el sistema cartesiano. Para comprender cómo opera el fundamento de la duración (Dios-creador trascendente) y sus características específicas (divisible o indivisible, continua o discontinua), es necesario -como ya dijimos- exponer los lineamientos principales de la teoría que ha pasado a la historia como la “doctrina de la creación continua”, ya que es justamente esta la que explica de dónde surge la duración concreta (esto es, la existencia actual de la res cogitans y de la res extensa) y también el movimiento absoluto. Comencemos primero fijando algunas conclusiones que se desprenden de la ontología y la física cartesianas relativas a la divisibilidad de la extensión, puesto que es un elemento indisociable del problema de lo (dis)continuo tanto para el espacio-extensión como para la duración-existencia.
3.1. La divisibilidad de la extensión cartesiana
Con el objetivo de impugnar la dinámica aristotélica que postulaba la existencia de una fuerza intrínseca a la naturaleza como principio del movimiento y del cambio, y en virtud de su pretensión de reducir la física a la pura geometría -a través de la identificación de la materia con la extensión, y de la explicación de las variaciones de aquella a partir de sus modificaciones en términos de posición y figura-,34 Descartes concibe en los Principios de filosofía el movimiento “en su acepción propia”, esto es, “según la verdad del hecho”, como “el traslado de una parte de la materia, o de un cuerpo, de la vecindad de aquellos cuerpos que lo tocan inmediatamente y se miran como en reposo a la vecindad de otros” (II, art. 25; 1997, p. 53 [AT VIII 53 / IX-2 76]).35 En otras palabras, para Descartes no hay otro movimiento que el local. Y puesto que, para él, el vacío es impensable y la nada no tiene extensión:36
[…] se sigue que ningún cuerpo puede moverse sino en círculo [nisi per circulum], es decir, de tal modo que desaloje algún otro cuerpo del lugar en que entra; y éste a otro, y a otro, hasta el último que entra en el lugar dejado por el primero, en el mismo instante [eodem temporis momento] que fue dejado (Principios de filosofía, II, art. 33; 1997, p. 57 [AT VIII 58 / IX-2 81]. Subrayado nuestro).37
Desde la perspectiva cartesiana, por cierto, la estrechez de lugar que ocupa un cuerpo no modifica en absoluto esta teoría del movimiento, ya que todas las desigualdades referidas al lugar que ocupa un cuerpo son necesariamente remediadas con la celeridad desigual de los movimientos.38 Esto le permite a Descartes introducir el problema central del infinito y de lo continuo en relación con la sustancia extensa. Efectivamente, en el artículo 34 de la segunda parte, el filósofo francés afirma la divisibilidad al infinito -o, mejor, indefinida-39 de la materia.40 Esto, sin embargo, no debe interpretarse como la postulación afirmativa del infinito actual de lo continuo, ya que, como ha sido señalado por Lécrivain (1978, p. 133), “las consideraciones de orden infinitesimal […] eran en seguida contrabalanceadas por la admisión, en el artículo 35, del carácter incomprensible de esta divisibilidad al infinito”.41 Y no solo por ella. Junto al obstáculo de afirmar positivamente, racionalmente, la divisibilidad “al infinito” de la materia-naturaleza, Descartes sostiene su coincidencia con una partición real de esta: puesto que el vacío es imposible y por lo tanto siempre un cuerpo debe llenar el lugar dejado por otro, es forzoso que alguna parte de la materia modifique su forma o figura para acomodarse “a las innumerables medidas” del espacio. “[P]ara que ocurra esto”, concluye Descartes, “es forzoso que todas sus partículas imaginables, que son innúmeras en realidad, se aparten algo entre sí, y tal apartamiento, por mínimo que sea, es una verdadera división” (Principios de filosofía, II, art. 34; 1997, p. 58 [AT VIII 59-60 / AT IX-2 74]).
La división que se presentaba como un simple producto del pensamiento42 se revela entonces como una división efectiva, es decir, como una división “en acto” que produce una partición entre modos (cuerpos finitos) realmente distintos.43 En este sentido, a partir de la multiplicidad de las partes de la materia, que no es posible atribuir a un número determinado (finito), Descartes postula un “infinito” al que llama “indefinido” para proteger el abismo ontológico entre Dios y las criaturas. De esta manera, obtenemos una conclusión importante: la sustancia extensa (o materia toda o “cuerpo”) es divisible por su propia naturaleza o esencia en un número infinito de partículas. Por lo cual su concepción de lo extenso le permite a Descartes pensar la continuidad de una sustancia extensa que es total y única pero cuyas partes, sin embargo, pueden ser independientes entre sí e indefinidamente divisibles y distinguibles (numérica o realmente, lo cual en Descartes viene a ser lo mismo).
Asimismo, este argumento de la independencia de las partes, que requieren una causa para existir, se aplica al mundo material con otra característica significativa que contrasta, como veremos, con las partes de la duración pensada: aquellas partes materiales pueden existir actualmente (durar) simultáneamente. Esta existencia actual de las partes, no obstante, no contrarresta, según Descartes, la distinción de razón que es posible concebir entre la sustancia extensa y su atributo principal (extensión); en otras palabras, la divisibilidad de la duración (o existencia actual) de la sustancia extensa (en sus partes) no agrega una divisibilidad adicional a la concebible en términos de su esencia (cfr. Schmaltz, 2009, p. 133). Más allá de eso, Dios conserva toda la materia (con sus partes simultáneas) y la misma cantidad de movimiento que puso en ella, a cada instante. Desde ese punto de vista, la existencia toda de la sustancia extensa es discontinua. Cada posición (relativa) de los cuerpos particulares -realmente distintos entre sí, y a partir de los cuales ciertamente es posible abstraer uno de estos (movimientos máximos) para construir abstracta y arbitrariamente una unidad de medida común a la duración de los movimientos de los otros cuerpos- es en realidad una configuración determinada de una porción de la materia-extensión, que se sostiene como un todo homogéneo únicamente por obra del acto divino de conservación o recreación.
Aunque, en términos de su esencia, la sustancia extensa toda no puede ser sino indefinidamente divisible y por lo tanto matemáticamente continua, en relación con su existencia actual (con su temporalidad, podríamos decir), sin agregar una división adicional, aparece físicamente discontinua, conservada desde el exterior por una potencia inconmensurable (Dios). Desde este punto de vista, que es el de la creación o de la causa, la trayectoria de un cuerpo en movimiento se divide en los diferentes instantes indivisibles que ocupa en cada configuración estática y geométrica que crea y sostiene Dios. La síntesis de la física con la metafísica (por obra de la causa externa-Dios) contribuye de esta manera a la eliminación del tiempo (en cuanto cantidad puramente matemática e indefinidamente divisible) de la explicación de los principios de la física. La mecánica cartesiana descansa en el instante: concibe la materia divisible indefinidamente (matemáticamente), pero compuesta de partes “indivisibles” físicamente, que existen todas en un mismo instante, y luego en otro distinto, y luego en otro, y así sucesivamente.44
3.2. La discontinuidad de la duración de la res cogitans
Ahora bien, en la medida en que -como vimos- “duración” se “aplica” tanto a la res extensa como a la res cogitans, se impone la pregunta de cómo comprende Descartes la divisibilidad de esta última. ¿La duración del pensamiento supone acaso la discontinuidad de sus partes?
Descartes abordó esta cuestión (creación continua / discontinuidad temporal del pensamiento) específicamente en las “Respuestas a las segundas objeciones”. Sin embargo, su primera formulación -analítica- aparece en las Meditaciones metafísicas, específicamente en la tercera (texto de donde surgen las objeciones que darán lugar a la presentación geométrica sintética de esta doctrina). En aquella obra (publicada originalmente en latín en 1641), Descartes trabaja explícitamente el vínculo entre la intuición de la contingencia de las partes del tiempo (o duración) y la necesidad de una creación continua:
Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento, mediante la suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerable partes, sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así, de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y -por decirlo así- me cree de nuevo, es decir, me conserve. En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente. Así, pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista también dentro de un instante […] (1977, p. 41 [AT VII 48-49 / IX-1 39]; subrayado nuestro).45
Ya nos hemos referido antes a la reelaboración de esta doctrina en las “Respuestas a las segundas objeciones”, donde Descartes repite la argumentación de la tercera meditación. Su formulación aparece específicamente en los axiomas 2, 3 y 10. En el primero de ellos, recordemos, Descartes sostiene que el tiempo presente no depende del inmediatamente anterior, y que por eso para conservar una cosa se precisa una causa que no es menor a la que fue necesaria para producirla. En el axioma 10 sostiene que:
La existencia está contenida en el concepto de cualquier cosa, pues nada podemos concebir si no es bajo la forma de algo que existe; pero hay esta diferencia: que, en el concepto de una cosa limitada, sólo está contenida la existencia posible o contingente, y en el de un ser supremamente perfecto, está comprendida la existencia perfecta y necesaria (1977, p. 134 [AT VII 166 / IX 125]).
En fin, mediando entre estos axiomas, Descartes afirma, en el tercero, que la existencia actual de toda cosa no puede tener como causa la nada; de lo que se puede deducir que las sustancias finitas creadas -esto es, con existencia actual- requieren una causa que, sabemos, no puede residir en ellas.
En el resumen geométrico, entonces, Descartes presenta primero la discontinuidad temporal y la necesidad, para la conservación de una cosa, de una causa no menor que aquella por la que fue creada por primera vez, e inmediatamente después la distinción entre la modalidad de la existencia posible y limitada de las cosas creadas -que exigen una conservación a cada momento o instante de su ser- y la existencia perfecta y necesaria de Dios.
Más allá de esta cuestión “formal” o “lógica”, lo que nos interesa subrayar es la naturaleza de la discontinuidad de la duración pensada. Descartes dice que “el tiempo de su vida” se compone de “innumerables partes”, mutuamente independientes: “de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora”. De acuerdo con la cita, la intuición de la discontinuidad de la duración concreta y de la absoluta independencia y contingencia de sus momentos exige el poder y la acción de un Dios trascendente e incomprensible para que introduzca la continuidad de la existencia, para que introduzca la duración, el flujo de la existencia.46 Dicho de otro modo, la existencia posible que caracteriza a las cosas creadas o sustancias finitas requiere de una fuerza externa -Dios, cuya existencia es “perfecta y necesaria”- para que les confiera existencia actual y para que las conserve continuamente.
Al igual que sucede con la sustancia extensa, entonces, el pensamiento (atributo esencial) solo se distingue racionalmente de la sustancia pensante. Sin embargo, a diferencia de la res extensa, la res cogitans es por su propia naturaleza indivisible y simple: no se divide en partes realmente distintas. Como sostiene Schmaltz (2009, p. 129), son -como mucho- “partes modales” que, en palabras del propio Descartes, “no dependen recíprocamente de sí y nunca existen al mismo tiempo” (Principios de filosofía, I, art. 21; 1997, p. 14 [AT VIII 13]).
Ahora bien, ¿pueden a su vez estas partes, como en el caso de la materia, dividirse indefinidamente? ¿Qué significado puede tener la afirmación de la divisibilidad de la duración concreta de una sustancia pensante? Descartes, en la tercera meditación, dice explícitamente que la división se produce en “innumerables partes” (1977, p. 41 AT VII 48 / IX 39]), lo cual no significa que estas sean infinitas o indefinidas en el mismo sentido que la división de la extensión. En primer lugar, como acabamos de ver, las partes no son realmente distintas sino solo distinguibles en términos modales: cada momento pensado es un modo del pensamiento. Por otro lado, la “indefinición” de la división solo supone que, mientras dudo y existo en un momento determinado A, no puedo concebir a priori un límite en la divisibilidad; o, mejor dicho, implica que no puedo determinar a priori los momentos futuros (B, C, n…). Sin embargo, hay que reconocer -como hace Arthur (1998)- que esta concepción de la independencia y discontinuidad temporal (o de la duración concreta pensada) no puede ser sino una concepción “débil”, cuya característica principal es la contigüidad de los momentos irreductibles que encierra cada acto divino de renovación de la existencia.
En estos términos, entonces, “duración” concuerda no simplemente con la “existencia actual”, sino con la reposición de esta a través de actos independientes y libres de creación -que conciernen tanto a la sustancia extensa como a la sustancia pensante- y cuyo único fundamento, podría decirse, es la perfección de la inmutabilidad divina. Desde este punto de vista, la duración del pensamiento es la misma que la duración de las cosas (extensas); es decir, consiste en dejar de ser (a cada instante) y en necesitar una causa externa para continuar existiendo (cfr. Wahl, 1920, p. 24). De esta manera, en la reflexión cartesiana conviven, aparentemente sin problemas, una concepción continua de la materia-extensión en términos de su esencia y una concepción discontinua de la duración concreta (existencia actual) de las sustancias creadas.47
4. Conclusión: geometría, física, metafísica y temporalidad en Descartes
Como vimos, Descartes distingue con rigor la duración del tiempo. La primera corresponde a un modo de cosa, mientas que la segunda a una manera de pensar. La divisibilidad de la duración no es el resultado de una operación intelectual. Al revés: es la mente la que traduce lo que es divisible y discontinuo en un flujo continuo. Ahora bien, más allá de estas distinciones ontológicas, con respecto al tempus (y a su operatividad en la física) es necesario subrayar una ambigüedad importante presente en el sistema cartesiano, ya que la geometrización absoluta del tiempo en cuanto magnitud divisible indefinidamente no parece ser decisiva en las explicaciones de los principios de aquella ciencia. En otros términos, la continuidad del tiempo-modo-de-pensar no es un rasgo preponderante en el esclarecimiento de la divisibilidad de la materia y en la teoría del movimiento que de allí se sigue. Y decimos que es “ambigua” su posición porque Descartes conocía la divisibilidad matemática indefinida, capaz de aplicarse al tiempo. En efecto, en una carta de 1646 a Clerselier dice:
El Aquiles de Zenón no será difícil de resolver si se toma cuidado en que, si a la décima parte de cualquier cantidad se agrega la décima de esta décima, que es una centésima, y todavía la décima de esta última, que no es sino una milésima de la primera; y así al infinito, todas esas décimas unidades, aunque se supongan realmente infinitas, no componen sin embargo sino una cantidad finita, a saber una novena de la primera cantidad (AT IV 445-447; traducción propia).48
Lo que tenemos aquí es un pasaje al límite, es decir, un pasaje al “infinito” en la división o suma de una cantidad finita de tiempo. Sin embargo, esta argumentación matemática no aparece en su geometría y en su física públicas.49 De hecho, la física geométrica cartesiana se construye deliberadamente a partir de la óptica, esto es, de la teoría de la propagación instantánea de la luz, que expulsa de aquella ciencia la continuidad del tiempo y del movimiento. Como sostiene, en efecto, Wahl:
[…] en su definición del movimiento, Descartes no supone más que las ideas de instante y de contigüidad inmediata. Solo toma del tiempo el momento más corto posible y del espacio la más inmediata vecindad.
[…] La divisibilidad del tiempo en instantes [indivisibles, agreguemos] es la condición de existencia y la condición de explicación del movimiento (1920, pp. 25-26).
En ese sentido, podemos decir que Descartes apoyó sus leyes físicas no tanto en las consideraciones exclusivamente matemáticas que sin duda manipulaba con facilidad, sino en su metafísica creacionista o discontinuista. Con el fin de subordinar la teoría del movimiento (y así también el tiempo) a la consideración de la acción de una causa trascendente, en efecto, y probablemente sin proponérselo, Descartes dejó entrar en su propio sistema contradicciones o ambigüedades que no apartaban definitivamente las paradojas eléatas de lo infinito en lo continuo.
Por otro lado, en línea con esto, destaquemos que el filósofo francés no solo afirma que únicamente cuando es distinguido de la duración concreta el tiempo deviene un modo de pensar (y, así, una magnitud continua); también es explícito al llamarlo “numerum motus” en el artículo 57 (AT VIII pp. 27 / AT IX-2 49): el “número” es un producto del entendimiento en Descartes. Por lo cual, si el tiempo es “número” del movimiento de los astros (ambos, el movimiento y los astros, creados a cada instante por Dios, y por eso discontinuos), al equipararlo con la duración de ese movimiento, deja de percibirse que es solo un modo de pensar: confundimos un ser real con un ente de razón que sirve para entenderlo. Descartes habría entonces distinguido ontológicamente el tiempo y la duración, aunque en su física-metafísica los habría confundido; o, mejor dicho, habría eliminado el tiempo puramente matemático (modo de pensar) de aquella ciencia (cuyo concepto clave es el de “instante”), perdiendo así el tiempo su potencialidad geométrica, que sería alcanzada luego gracias al descubrimiento del concepto de “calculo” matemático. Por eso, un defensor de la teoría continuista en Descartes, como Arthur,50 reconoce que el filósofo francés no se conforma nunca con la concepción del tiempo en cuanto variable independiente o cantidad geométrica, lo cual explica la eliminación del tiempo de su física. ¿Qué significa esta eliminación?
En el pensamiento cartesiano hay dos formas de considerar el tiempo y el movimiento: por un lado, desde el punto de vista concreto y real de la causa (Dios-creador); por el otro, desde el punto de vista abstracto e imperfecto del efecto (criaturas finitas). Es decir, más allá de la diferencia ontológica entre “duración” y “tiempo” -solo posible desde un punto de vista abstracto-, la verdadera diferencia se juega, para Descartes, en palabras de Gueroult (1953, p. 279), entre lo concreto y lo abstracto, tanto para el movimiento como para la duración actual.51 De manera que, si nos atenemos a la primera perspectiva, que es la de la creación de la existencia, la duración aparece como una repetición de instantes creados indivisibles y discontinuos; desde la segunda, la duración se presenta como indefinidamente divisible y continua.
Asimismo, y enfrentando todo sesgo de dinamismo aristotélico en su física geometrizada, Descartes rechaza la concepción del movimiento en cuanto flujo continuo, es decir de un movimiento que lleva en sí la fuerza de su propia actualización. Para él, por el contrario, ni el movimiento ni la naturaleza tienen una realidad dinámica intrínseca (ambos son creados por Dios ex nihilo), y por eso se reducen a un estado de cosas determinado, a la repetición continua de relaciones geométricas estáticas entre las indefinidas partes de la materia, cuyo principio no es inmanente, sino que se halla fuera, en la actividad trascendente creadora de Dios. En otras palabras, para Descartes, la materia es una masa en reposo, privada de un principio intrínseco que produzca su movimiento. Este es creado por Dios, “causa primera del movimiento” (Principios de filosofía, II, art. 36; 1997, p. 59 [AT VIII 61]) que, en virtud de la perfección de su inmutabilidad, conserva siempre la misma cantidad de movimiento y reposo que puso la primera vez. Teniendo en cuenta esto, de acuerdo con el punto de vista concreto y real, la trayectoria de todo cuerpo móvil -que Descartes busca explicar y fundamentar en el marco de su física-metafísica- es reconstruida a partir de los diferentes momentos estáticos que, encerrados en la indivisibilidad del instante, no son en sí mismos movimientos, sino determinaciones geométricas expresivas de las posiciones sucesivas de un cuerpo “en movimiento” o de las relaciones respectivas de los diferentes cuerpos entre sí. En otras palabras, el tiempo “extenso” e indefinidamente divisible en partes siempre divisibles no juega un papel decisivo en las leyes físicas.
De esta manera, Dios conserva su creación a través de creaciones independientes, instantáneas y discontinuas; dada la inmutabilidad divina, esto significa que la conservación coincide con la re-creación del mundo. Sin embargo, respecto de nuestra manera de pensar, la creación y la conservación difieren.52 Pero eso únicamente es el resultado, de acuerdo con el razonamiento cartesiano, de la debilidad de la mente humana finita, que traduce las repeticiones instantáneas que son las creaciones divinas -libres en sí mismas y simplemente contiguas- en un flujo continuo de movimiento que se presenta, entonces, como desplegándose en el tiempo indefinidamente. “Concretamente”, diríamos con Gueroult (1953, p. 281), la duración está compuesta de partes, ya sea simultáneas (en el caso de la existencia de la sustancia extensa), ya sea sucesivas de instantes indivisibles (en el caso de la existencia de la sustancia pensante). Desde la perspectiva de Descartes, la mente humana traduce lo discontinuo concreto (temporalidad “real”) en una sucesión necesariamente continua pero abstracta (“duración” como cantidad divisible indefinidamente y “tiempo” como “instrumento” intelectual para medir esa cantidad): ese es el modo en que viven el tiempo los individuos finitos.
En síntesis, y para concluir: con respecto a la cuestión de la discontinuidad temporal cabe destacar que, si dirigimos nuestra atención al punto de vista de la física y del tiempo, descubrimos que conviven en Descartes dos posiciones contrapuestas, ambiguas por la voluntad del filósofo francés de fundamentar aquella ciencia en la metafísica creacionista, por colocar la causa de la materia y de su cantidad de movimiento fuera de sí mismas. Por un lado, Descartes, el genio matemático -representado notoriamente en la carta a Clerselier en la que refuta una paradoja de Zenón apelando a un análisis cercano al cálculo matemático- no puede sino afirmar la divisibilidad indefinida del tiempo y, por lo tanto, también su continuidad como cantidad matemática, homogénea y no discreta. Pero, por otro lado, como vimos, hay argumentos en su filosofía oficial y pública que en gran medida suponen la discontinuidad. En efecto, Descartes concibe la extensión como una sustancia creada e idéntica al espacio geométrico, que tiene su causa fuera, en la acción de Dios. Según el filósofo francés, el instante es concebido como una nada de duración, y la transmisión de la luz (sobre la que fundamenta su ciencia física y la mecánica de los cuerpos) es instantánea. De manera que en el instante no hay movimiento; por lo cual, para distinguir la duración del movimiento, es decir, para explicar la continuidad del movimiento en su explicación racional de la física mecánica, Descartes necesita afirmar la existencia de una causa externa a la materia, que conserva siempre, a cada instante irreductible, la misma cantidad de movimiento que puso cuando la creó. Será Spinoza quien, probablemente consciente de esa doble perspectiva, se apropie unos años después de esta doctrina para reformularla en el contexto de su ontología de la inmanencia.