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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.68 México ene./abr. 2024  Epub 28-Mar-2024

https://doi.org/10.21555/top.v680.2485 

Artículos

Heidegger y Descartes: el inicio y el retroceso

Heidegger and Descartes: The Beginning and the Retreat

1Universidad de Santiago de Compostela, España. be.arbaizar@usc.es


Resumen.

Este artículo interpreta tres sueños decisivos que sacudieron a Descartes tomando como punto de partida lo que Heidegger denominó otro inicio de la filosofía en el espanto (das Erschrecken). Por un lado, se mostrará cómo las pesadillas que experimentó Descartes abrían la posibilidad de un pensar inicial. Por otro lado, se detallará cómo Descartes retrocede ante esa posibilidad. Vinculando la dimensión oculta del ser a lo demoniaco, Descartes buscó refugio en un pensamiento calculador fundamentado en un Dios veraz que garantiza la disponibilidad del ser. El análisis de los sueños aquí propuesto busca llamar la atención sobre un trasfondo que ayude a comprender de qué busca refugio Descartes cuando construye el edificio de la ciencia y qué vías quedan abiertas en el subsuelo de su pensamiento.

Palabras clave: inicio; Descartes; Heidegger; metafísica; maquinación

Abstract.

This paper puts forward an interpretation of three decisive dreams that shook Descartes taking as a starting point what Heidegger called another beginning of philosophy in horror (das Erschrecken). On the one hand, it will be shown how Descartes’s nightmares opened the possibility of an initial way of thinking. On the other hand, it will be discussed how Descartes recoils from this possibility. By linking the hidden dimension of being to the demonic realm, Descartes seeked refuge in a calculating thought based on a truthful God who guarantees the availability of being. The analysis of dreams proposed here seeks to draw attention to a background that will help explain what Descartes is seeking refuge from when he builds his scientific structure and what avenues remain open in the subsoil of his thought.

Keywords: beginning; Descartes; Heidegger; metaphysics; machination

1. Introducción

La noche del 10 de noviembre de 1619, en un momento en el que dirimía el asunto “que consideraba más importante de su vida” (Baillet, 1691, p. 85),1 Descartes fue sobrecogido por una pesadilla que se prolongará en dos sueños sucesivos. Descartes nos dice que “el Genio que excitaba en él el entusiasmo, por el que sentía enardecido su cerebro desde hacía algunos días, le había predicho estos sueños antes de meterse en la cama y que el espíritu humano no participaba en ello” (citado en Baillet, 1691, p. 85). Aquella noche de pesadilla fue también para Descartes una noche de fundación, ya que sus sueños, procediendo de “lo alto”, le revelaron “los fundamentos de la ciencia admirable” (p. 81).

Comenta Paul Valéry (2005, pp. 30-31): “el conjunto de aquel día 10 de noviembre y de la noche que le siguiera constituye un drama intelectual extraordinario. Conozco varios ejemplos de tales iluminaciones de la mente, que siguen a largas luchas interiores, a tormentos análogos a los dolores del alumbramiento”. Coetáneos y editores no fueron tan comprensivos como Valéry. Huygens calificó a Descartes de “cerebro abrasado” y Malebranche consideraba el relato de Baillet “solo apropiado para ridiculizar al filósofo y su filosofía”(cfr. Maritain, 1950, p. 8). El mismo Baillet (1692, pp. 44-45) atribuye los sueños a un trastorno fruto de la fatiga y Charles Adam, resignadamente, a un brote o crisis mística (cfr. Maritain, 1950, pp. 8-9 y 27). Decía Schelling que “no solo el poeta, también el filósofo tiene sus arrebatos” (SW I/8, p. 203). Heidegger, por su parte, señalaba que mística y poesía pueden no tener parte “en el pensar, pero quizá la tengan antes del pensar” (GA 10, p. 69). No es extraño que los sueños de Descartes fuesen de incómoda digestión para tantos, ya que el testimonio transcrito por Baillet nos enfrenta a la paradoja de una modernidad que remite en origen a una experiencia que, según Descartes, procedía de lo numinoso.

Con el propósito de llevar a cabo una aproximación a la experiencia del inicio que se halla en la base de la filosofía de Descartes, se emplea, en el siguiente apartado y como punto de partida, el tema del otro comienzo en Heidegger. En el tercer apartado se aborda la pesadilla que asaltó a Descartes, la cual va a provocar, como se muestra en el apartado cuarto, una huida reactiva ante el reverso del ser, huida que trata de borrar toda huella de la muerte productora de angustia. En el apartado quinto veremos cómo se recrudecen en Descartes las metáforas metafísicas de dominio dejando tras de sí un mundo “des-almado” o “des-animado”, esto es, una naturaleza sin anima en donde todo es reducido al orden mecánico-geométrico de la res extensa. En el sexto, se mostrará cómo la huida ante el pensar meditativo se articula como un pensar calculador y, en el séptimo, cómo dicho pensar calculador remite toda presencia a re-presentación matemática. Finalmente, el apartado ocho se centra en destacar la dimensión seminal del pensamiento de Descartes, esto es, el modo en el que, más allá de aquello ante lo que huye en sus sueños, estos cobijan posibilidades llenas de fuerza inspiradora para el pensar y dejan abiertas vías que nos siguen interpelando.

2. Los dos inicios

Según Aristóteles, los hombres comienzan a filosofar movidos por el asombro; dicho asombro es lo que lleva al ser humano por el camino de un saber que, con su luz, va reduciendo la sombra del no saber, pues “el que se plantea un problema o se asombra, reconoce su ignorancia”, de suerte que filosofa “para huir de la ignorancia” (Metafísica, I, 982b20). Heidegger (GA 65, p. 46) contrapone en los Beiträge, a este primer comienzo en el asombro, otro comienzo en el espanto:

El espanto [das Erschrecken] es el retroceder desde el comportamiento corriente con lo familiar hacia la apertura de la afluencia de lo que se oculta, en cuya apertura lo hasta entonces corriente se muestra a la vez como extraño y cautivador […] [;] el espanto le hace retroceder ante el hecho de que el ente [das Seiende] es: que el ente es y que eso -el ser [Seyn]- ha abandonado todo ente y lo que aparecía como tal, se ha retirado (GA 65, p. 15).

Cuando Heidegger introduce la grafía Seyn, trata de alejar la tradicional confusión ontoteológica, arrastrada por la metafísica, en virtud de la cual se entiende el Sein, investido con los caracteres de la eternidad y la presencia, como el ser-fundamento de los entes. Vom Ereignis, como complemento del título Beiträge zur Philosophie, señala la dirección de un pensar más originario que quiere liberarse de las representaciones ónticas para expresar la provocación alternante que acaece en la transpropiación hombre-ser. Ereignis, en cuanto acontecimiento transpropiador, mienta “el ámbito oscilante mediante el cual hombre y ser se alcanzan el uno al otro en su esencia y adquieren lo que les es esencial al perder las determinaciones que les prestó la metafísica” (GA 11, p. 46). Por eso, mientras que el ente es, del ser o del tiempo no debemos decir que es, sino que se da (es gibt) (cfr. Heidegger, GA 14, p. 9), y del Ereignis no cabría decir ni que es ni que se da,2 pues se trata más bien de lo que faculta la con-versación en virtud de la cual la donación de ser tiene epocalmente lugar y hombre-ser se con-vierten en lo que son, dándose mutuamente el uno al otro (GA 4, pp. 38 y 42-43). Esa mutualidad hace que el Sein y el da no puedan pensarse separados. No hay un tránsito desde un Ser (Sein) a un lugar (da), porque el da no tiene lugar fuera del Sein ni el Sein fuera del da. Y es por ello que la obra de Heidegger está presidida por la prevención “de impedir la costumbre -casi imposible de erradicar- de representarnos al ‘ser’ como algo que está y subsiste por sí mismo y de cuando en cuando aparece frente al hombre” (GA 9, pp. 411-412). El que el llamado “segundo Heidegger”,3 en lugar de Dasein, recurra a escribir Ereignis, Lichtung o Seyn tachado responde al deseo alejar lo más posible toda tentación de interpretar su pensamiento en el marco de una metafísica de la subjetividad.

Esta prevención afecta igualmente a lo que Heidegger denomina destino del ser (Seinsgeschick). La dación del ser no es la dación de algo (si así fuese, estaría en el registro de lo óntico), sino la apertura de una posibilidad epocal. Esa posibilidad se abre como aquella interpelación o pregunta de cuya respuesta depende el habitar histórico del hombre sobre la tierra. Es por ello que Heidegger afirma: “esta es la pregunta, la pregunta mundial del pensar. Lo que llegue a ser de la tierra, y de la existencia del hombre en esta tierra, se decidirá en la respuesta a ella” (GA 10, p. 211).

En cuanto espacio posibilitante de decisión, el ámbito del Ereignis es un ámbito no de estabilidad, sino de oscilación, siendo el hombre aquel espacio (da) oscilante de alumbramiento en donde se litigia la diferencia entre el ser y lo ente (GA 95, pp. 69-72). El ser humano, en cuanto da o lugar en donde el ser se da (es gibt), “no se limita a estar en la zona crítica […]. Él mismo, pero no para sí mismo ni mucho menos solo por sí mismo, es esa zona” (GA IX, p. 412). Entrar en el Seyn es efectuar un salto al “abismo del quiebre” (Zerkluftung) (GA 65, p. 9), esto es, entrar en el entre que revela el guión del Da-sein y exponerse a das Unheimlichste und Gewaltigste, esto es, a lo más inhóspito y violento, a aquello que nos arranca radicalmente de lo familiar (heimlich) (GA 40, p. 164). “El camino que la diferencia de ser”, indica Heidegger, “ha señalado al pensar, discurre muy pegado al límite de la aniquilación […] Aquí se niega todo apoyo y toda protección: todo asidero a lo ente perturba, porque el asidero va contra la verdad” (GA 95, pp. 72-73). Se trata de una extraña y peligrosa comarca ambiguamente iluminada (cfr. GA 10, p. 28) en donde “se abren abismos, separaciones, extensiones, y se producen grietas” por las que adviene “lo in-audito, lo hasta entonces no-dicho y lo im-pensado” (GA 40, p. 66).

Lo inicial es a-terrador por ser el lugar mismo de la contienda entre el mundo que se abre y la tierra que se cierra (cfr. GA 5, p. 38). Allí nos vemos desconcertados en un dominio en el que la verdad no puede separarse de la no verdad (cfr. GA 5, p. 43).4 Dicha no verdad no es aquí aquella ignorancia combatida por la filosofía nacida del primer asombro, que podía remediarse por medio del saber (GA 65, pp. 108-109) y que impulsó la concepción ilustrada del progreso como avance de la luz de la razón contra la sombra de la ignorancia. El otro comienzo de la filosofía del que nos habla Heidegger no nos invita a un asombro del que quepa hacer desaparecer la sombra (al modo de una eliminable no verdad). La sombra que acompaña al cerrarse de la tierra es tan estructural como lo es el reverso con respecto al anverso; se trata de un reverso a partir del cual toda verdad es epocalmente revertida (cfr. GA 5, p. 63).

Heidegger conmina a otro comienzo porque, por más que la esencia del saber descanse para el pensar griego en la concepción de la verdad como αλήθεια, la esencia de dicha verdad quedó impensada (cfr. GA 5, p. 40) al quedar lo germinal sepultado por lo terminal. Dicho sepultamiento tiene una singladura referencial en Platón (cfr. GA 9, pp. 234-235). La exaltación platónica de la luz opera como una invitación a dejar atrás la oscuridad de la caverna en favor de la luminosidad de la idea, al modo en que, siglos más tarde, Descartes dejará atrás las ideas confusas en favor de la percepción clara y distinta de la idea en cuanto absoluta ausencia de opacidad, en cuanto presencia transparente del objeto de intuición a la luz de la razón. En la medida en que permanezcamos atrapados en la metafísica, lo oculto y lo oscuro no serán el reverso necesario de la verdad sino un obstáculo eludible, un contendiente por eliminar o, como en el caso del platonismo, una contaminación matérica a depurar.

La metafísica, en vez de abrirse a la verdad del ser como ocultación, la oculta. No obstante, el rechazo del misterio (Geheimnis) no es un mero rechazo de la voluntad humana (cfr. GA 65, pp. 15-16), sino que anida en el ser mismo, de modo que la expresión olvido del ser (Seinsvergessenheit) debe leerse como genitivo subjetivo y objetivo. Por eso nos dice Heidegger que esa caída en el olvido “no es simple ‘decadencia’” (GA 65, p. 111). Y no lo es porque, así como la ocultación pertenece al ser, la caída pertenece al Da-sein. Muestra de hasta qué punto la caída nos intima la da el hecho de que la angustia, en su arrancarnos de la caída en lo ente, no nos transporta a otro lugar, sino que nos confronta con el sin-lugar de la nada. Y es la profunda conmnoción que produce esa inhospitabilidad (Unheimlichkeit) lo que explica el hecho de que “la angustia originaria suele mantererse reprimida en el Dasein” (GA 9, p. 117). Esta represión no es de carácter psicológico, sino que echa raíz en la misma ex-posición del ex-sistir. Ella nace de un “huir ante la inhospitalidad, que permanece por lo regular encubierta con la angustia latente” (GA 2, p. 192). La caída es nuestro punto de partida, la yección inseparable de la pro-yección (cfr. GA 2, p. 175).

Recordando la imagen cartesiana del árbol, Heidegger señala que es en la tierra en donde echa raíces la filosofía y que un pensamiento que quiera rescatar el ser del olvido, rememorando lo que nutre la presencia, no arranca dicha raíz sino que le ara su suelo (cfr. GA 9, pp. 365-367). El otro comienzo de la filosofía abre la posibilidad de superar la ocultación de lo oculto, propia de la metafísica, no abandonando a esta última, sino enraizándola en la tierra que la nutre, reestableciendo la conexión con lo oculto de lo que surgió. De ese modo se experimenta lo inicial, no como el alumbrarse de una luz situada ante lo oscuro, sino en lo oscuro, pues el alumbramiento no acontece desde la luz metafísica de la Idea de Bien, sino desde una Lichtung como claro alumbrado en la espesura (en consonancia con el dar a luz desde lo oscuro propio de la alétheia) (cfr. GA 15, pp. 261-262).

Lo espantoso del otro comienzo encuentra en el temple de ánimo fundamental (Grund-stimmung) de la contención (Verhaltenheit) (cfr. GA 65, p. 107) la calma y el recogimiento que permiten responder creadoramente al apremio del abismo (cfr. GA 65, pp. 35-36). Sosteniéndose en el entre de la contienda entre mundo y tierra, la contención acoge preservadoramente la verdad y respeta la no verdad dejando que el mundo eche raíz en las entrañas de la tierra. El desapego (Gelassenheit), que tiene lugar en el recogimiento de la contención (Verhaltenheit) (cfr. GA 13, p. 64), es la disposición apropiada para alojar la oscilación del Er-eignis en la morada del habla (cfr. GA 11, pp. 46-48).

El desapego mienta de forma más sosegada lo que el temple de la angustia mentaba en Ser y tiempo. Allí era la angustia el encontrarse fundamental que, “quebrantada hasta las entrañas la cotidiana familiaridad” (GA 2, p. 189), revelaba el estado de abierto del Dasein como el estar no en casa (Un-zuhause) de la inhospitalidad (Unheimlichkeit) y como aquello que, confrontando al Dasein con su ser cara a la muerte (Sein zum Tode), lo arranca definitivamente de toda familiaridad con lo uno, revelándolo como ser finito cara al fin (Sein zum Ende) (cfr. GA 2, p. 263). Atravesada por el no de la muerte, la vida del hombre se desarrolla entre el aún no y el ya no, y el Da-sein es nombre de un no todo, un no conjunto avocado a la nada de una muerte que no es totalización, sino cancelación (cfr. GA 2, §§ 45, 48 y 50; GA 9, p. 111).

La angustia es también inseparable del desapego, pues desapega al Dasein de su letargo en lo uno, permitiéndole abrirse a nuevas posibilidades. No obstante, el acento recae, en Gelassenheit, más sobre el dejar ser de la donación que sobre el dejar de ser de la muerte; todo ello en consonancia con una Kehre que entiende “que el hombre se encuentra ‘arrojado’ por el ser mismo a la verdad del ser, a fin de que, existiendo, la preserve” (GA 9, p. 342). Si la angustia era temple de acceso a la existencia propia (cfr. GA 9, pp. 111-115), en el desapego (Gelassenheit) se asiste apropiadamente a la desocultación del ser como Ereignis, y se asiste apropiadamente porque se asume la relación transpropiada por la que ser y hombre han sido dados en propiedad el uno al otro. De lo que se trata en el desapego (Gelassenheit) es de no interferir la donación y ponerse a su servicio (GA 16, p. 528). Frente a la desazón que impera en la angustia, el acento pasa a recaer en la gratitud, desplegándose así un pensar (Denken) como agradecer (Danken) (cfr. GA 13, p. 68) y re-memorar (An-denken) que se abre al ser como gracia (Heil) (cfr. GA 9, pp. 351-352; GA 14, p. 27) y a la presencia como un presente al modo de un regalo (cfr. GA 4, p. 42).

Por el contrario, rehusar la libre donación de ser remitiéndolo a calculabilidad, constituye la des-gracia (Unheil) por excelencia de nuestra época (cfr. GA 9, p. 352), en donde la metafísica se consuma bajo la figura la im-posición (Ge-Stell). En virtud de esa im-posición, todo es crecietemente impuesto, y puede ser depuesto y repuesto; todo es emplazado y, precisamente por ello, susceptible de ser des-plazado y re-emplazado hasta el punto en que el objeto se desvanece en la no objetualidad de las existencias y la naturaleza se convierte en un almacén de energía (cfr. GA 7, pp. 19-22). De este modo, la relación con la ocultación es máximamente ocultada.

Ge-stell es la consumación de una maquinación (Machenschaft) metafísica que quiere reducir la realidad a manejabilidad. Dicha maquinación, que rehúsa el misterio, “domina toda la historia del ser de la filosofía occidental vigente desde Platón hasta Nietzsche” (Heidegger, GA 65, p. 127). El pensar inicial, con la trans-posición de su salto (cfr. GA 10, pp. 150-151), “deja y arroja todo lo corriente detrás de sí” (GA 65, p. 227). Por el contrario, la maquinación busca cobijo en la familiaridad de lo calculable, de modo que para ella “todo es engastado en la planeada conducibilidad y exactitud del seguro curso y del ‘total’ dominio” (GA 65, p. 406).5Ge-stell es la radicalización de un aferrarse a lo ente, Gelassenheit es un soltarse (Sichloslassen).

Heidegger subraya que la comprensión de la naturaleza como fuente de energía para la técnica y la industria modernas aconteció en la Europa del siglo XVII para después volverse planetaria (cfr. GA 16, p. 523). Cabe señalar al respecto que, si bien la metafísica en general hunde sus raíces en una maquinación inseparable del olvido del ser, Descartes es, para Heidegger, una “decisiva consecuencia” por medio de la cual la maquinación “alcanza el dominio” (GA 65, p. 132). Desde la centralidad que Descartes otorga al hombre en cuanto sujeto, la “relación con el ente es el avasallante pro-ceder hacia la conquista y el dominio del mundo”, y “el hombre emprende una ilimitada explotación del ente por vía de la representación y el cálculo” (GA 6.2, pp. 151-152). Lo que me propongo mostrar a continuación es cómo podemos reconocer, en lo que para el fundador por excelencia del pensamiento moderno fue una noche de pesadilla y espanto, el rastro de lo que para Heidegger sería una huida del pensar calculador ante aquello que se abre en el otro inicio de la filosofía: la posibilidad de un pensar meditativo (GA 16, pp. 519-520).

3. La pesadilla

El inicio de la pesadilla de Descartes viene marcado por el azote del viento y la opresión de aterradoras presencias fantasmales:

Después de haberse dormido, su imaginación se sintió impresionada por la representación de algunos fantasmas que se le presentaron y le espantaron de tal manera que creyendo marchar por las calles, se veía obligado a inclinarse del costado izquierdo para poder avanzar hacia donde quería ir, pues sentía una gran debilidad en el costado derecho, en el que no podía sostenerse. Avergonzado por marchar así, hizo un esfuerzo por enderezarse; pero sintió un viento impetuoso que arrebatándolo en una especie de torbellino le hizo dar tres o cuatro vueltas sobre el pie izquierdo. No fue esto lo que más lo espantó. La dificultad que tenía de arrastrarse le hacía creer que iba a caer a cada paso, hasta que, avistando un colegio abierto en su camino, entró en él para encontrar un refugio y un remedio para su mal (Baillet, 1691, p. 81).

Descartes vaga por las calles, en un espacio abierto, expuesto a las inclemencias del tiempo. Podemos ver en esa exposición un análogo del desamparo que acompaña el ex-sistir como arrojado estar afuera. Cuando, en una época próxima a la redacción de Ser y tiempo, Heidegger reflexionaba sobre la preocupación que guía la filosofía cartesiana, señalaba que “ser-en-un-mundo quiere decir estar-descubierto” y que el “carácter de descubierta de la existencia es ante lo que la preocupación está en huida” (GA 17, p. 285). Ante lo que la huida huye es ante “la amenaza que se encuentra en la misma existencia”; es esta última la que “se defiende de sí misma” (GA 17, p. 289). Lo que la certeza quiere, defensivamente, hacer desaparecer es el peso de la preocupación “en un tranquilizarse”, en un “no volverse extraño en el ente, estar en él como en su casa, en el modo de la existencia asegurada” (GA 17, p. 289).

En la angustia, nos dice Heidegger, no hay “un determinado ‘aquí’ y ‘allí’ desde donde se acerque lo amenazador” que “’angustia’ y corta la respiración, y sin embargo no está en ningún lugar” (GA 2, p. 248). El desvío de la caída se funda, nos dice Heidegger, en la angustia” (GA 2, p. 247) y esa retracción de la ex-sistencia a un “estado de cerrada” busca, como Descartes en su pesadilla, algún lugar acotado en donde ponerse a salvo del sin-lugar del “estado de abierta” (GA 2, p. 245). Ahora bien, en ese ponerse al resguardo, propio de la certeza, acaece una ex-pulsión (Ent-lassung) de la verdad inicial del ser, verdad que nunca puede reducirse a objeto de dominio humano (cfr. GA 6.2, p. 423).

El peso del sueño, nos decía Heidegger, “abruma y se vuelve carga” (GA 4, p. 114). En la palabra “pesadilla” resuena la opresión del peso, al igual que en las expresiones equivalentes de otros idiomas (cfr. Jones, 1931, p. 20). El yo, que acabará siendo en Descartes lugar de inquebrantable certeza, comienza en su pesadilla siendo lugar de debilidad y pesar. Espantado por el ímpetu inhóspito de los vientos que lo zarandean a la intemperie, Descartes busca la tranquiliad de un refugio en donde pueda sentirse seguro.6 El problema es que lo familiar y lo inhóspito (heimlich y unheimlich) con-viven en consonancia con la co-pertenencia hombre-ser que refleja el Da-sein. Y es por ello que, para Heidegger, solo exponiéndose a este fondo abismal es posible fundar, pues, tal y como el árbol enseña, “crecer es abrirse a la amplitud del cielo y al mismo tiempo arraigarse en la oscuridad de la tierra” (GA 13, p. 88). Por el contrario, nada prodiga más lo inhóspito que el avance de la maquinación metafísica, pues esta, con su aprisionar bajo fundamentos, impide que un hogar arraigue y fructifique. De ahí que haya “una correlación, un juego enigmático entre la exigencia de emplazamiento del fundamento y la retirada del suelo natal” (GA 10, p. 60).

Dado que, con el triunfo de pensamiento calculador, el “desterramiento (Heimatlosigkeit) deviene un destino universal” (GA 9, p. 339), la tarea actual del pensar sería tratar de facultar una brecha (cfr. GA 80.2, pp. 1339-1340) que permita transitar fuera de la clausura que impera “en una técnica que desarraiga y arranca al hombre cada vez más de la tierra” (Heidegger, 1988, p. 98). Sería necesario, en opinión de Heidegger, dar un paso atrás, “de tal modo que el pensar se involucre en el ámbito desde el cual tomó su inicio la civilización mundial, que hoy ha llegado a ser planetaria” (GA 80.2, p. 1340). Con su paso atrás, Heidegger quiere involucrarnos en aquello que quedó impensado en el inicio del pensar occidental (cfr. GA 80.2, p. 1341). Mas, lejos de dar ese paso atrás, Descartes supone una huida hacia adelante en virtud de la cual se reitera de forma recrudecida el olvido metafísico del ser y se impulsa lo que Heidegger denomina aquella “victoria del método” en virtud de la cual “solo lo que es científicamente comprobable, es decir calculable, vale como lo verdaderamente real” (cfr. GA 80.2, p. 1334). Por medio del método se tratará de construir un espacio matemáticamente acotado dentro del cual el ser humano se sienta a salvo.

4. En el “entre” de la decisión

Cuando Descartes es embargado por la pesadilla, su estado de ánimo recuerda lo que, según Heidegger, significa hacer una experiencia:

[…] significa que algo nos acaece, nos alcanza; que se apodera de nosotros, que nos tumba y nos transforma. Cuando hablamos de hacer una experiencia, esto no significa precisamente que nosotros la hagamos acaecer; hacer significa aquí sufrir, padecer, tomar lo que nos alcanza receptivamente, aceptar, en la medida en que nos sometemos a ello (GA 12, p. 149).

Descartes es tambaleado por el viento y padece en su pesadilla. Decía Heidegger que en el preludio (Vorklang) a la decisión fundadora tiene lugar “el estremecimiento de lo divinizador” (GA 65, p. 239). Del carácter estremecedor de lo vivido por Descartes, así como de la conjugación de fuerzas antagónicas que allí se concitaron, da testimonio el hecho de que nos indique que “se dejó llevar, incluso en un lugar santo, por un espíritu que Aquél no había enviado”, siendo “el Espíritu de Dios el que le había hecho dar los primeros pasos hacia esta iglesia” (Baillet, 1691, pp. 85-86).

Cuando el “dejarse herir” (GA 2, p. 141) del temer (Fürchten) invade la totalidad de nuestro ser-en-el-mundo, se proyecta entonces, dice Heidegger, la sombra de lo espantoso sobre lo familiar (cfr. GA 2, p. 142). Dicha sombra muestra un rostro ambiguo en virtud del cual “lo hasta entonces corriente se muestra a la vez como extraño y cautivador” (GA 65, p. 15). El carácter cautivador-seductor de la experiencia de Descartes queda señalado cuando revela que él trataba de protegerse de un genio maligno que quería seducirlo (cfr. Baillet, 1691, p. 82). Esa seducción no viene meramente de afuera y enlaza con una demanda interna, ya que Descartes confiesa que “el Genio maligno trataba de arrojarlo por la fuerza a un lugar, adonde era su deseo ir voluntariamente” (Baillet, 1691, p. 86), esto es, admite que el genio quería llevarlo al lugar de su deseo, si bien, debido al carácter maligno del genio, “Dios no permitió que avanzase más lejos” (Baillet, 1691, p. 85).

Descartes es presa del espanto en el inicio de sus sueños, mas, para Heidegger, el padecer del pensar inicial es un padecer que “mienta asumir a su cargo y llevar a decisión aquello que sobrepasa al hombre” (GA 45, p. 175). No es, sin embargo, el pensador el que toma la iniciativa; muy por el contrario, los “pensadores son los iniciados por el inicio” (GA 54, p. 11). En el modo en el que es transpuesto en su deambular por las calles, zarandeado tanto externamente por el viento como internamente por impulsos opuestos, podemos ver cómo Descartes es emplazado en un ámbito de iniciación. En dicho ámbito se experimenta la conmoción que transpone al “entre” en donde uno no sabe a qué atenerse, al entre “infundado, de lo ente y no ente, que aún no está decidido” (GA 45, p. 152). Ahora bien, en “ese en medio se decide quién es el hombre y dónde asienta su existencia” (GA 4, p. 43). Lo difícil de soportar en ese espacio de inicio, es el exceso de donación que allí sobreviene (cfr. GA 45, p. 152).

Si bien el temple que corresponde apropiadamente al pensar inicial no se deja vencer por el espanto, sino que mantiene una serena contención (Verhaltenheit), también es cierto que ese temple fundamental puede perderse, en cuyo caso la esencia original de la alétheia queda suplantada por “la avidez del trabar conocimiento y del poder calcular” (GA 45, p. 180). De ese modo se des-hace la posibilidad de hacer una experiencia albergadora del ser indisponible.

Los sueños de Descartes tuvieron lugar en la noche del 10 al 11 de noviembre, y Baillet hace notar que se trataba de “la víspera de San Martín, en cuya tarde se tenía la costumbre de celebrar un festín” (1691, p. 85). En dicha noche se aunan los potenciales desocultadores de la fiesta, la muerte y el sueño al tratarse de fechas cuyas celebraciones de difuntos se extendían hasta el día 11 (cfr. Hama, 1998, pp. 90-91). Lo cual nos permite ver a los fantasmas que asoman en el inicio de la pesadilla como heraldos de la muerte (cfr. Hama, 1998, p. 63), esa posibilidad de lo imposible que conculca toda calculabilidad (cfr. GA 2, p. 262). La vecindad del sueño y la muerte fue acentuada en la mitología griega hasta el punto de hacer gemelos al Sueño (Hypnos) y la Muerte (Thánatos), ambos hijos de la Noche.

Recordemos que, para Heidegger, por un lado, “la fiesta es el origen esencial de la historia de una humanidad” (GA 4, p. 106) en cuanto festivo prístino que conmemora el darse original que abre epocalmente un curso de tiempo; por otro lado, la muerte cierra dicho curso, y se halla vinculada al estado de ánimo desocultador de la angustia. No obstante, Descartes maquinó un mundo mecanizado totalmente cerrado a la nada que abre la muerte y al desamparo de la angustia. Frente al carácter indeterminado de la hyle griega, Descartes concebirá la plena determinación geométrica de una materia “que no contiene nada que no sea tan perfectamente conocido que sea imposible fingir ignorarlo” (AT XI, p. 35).7 La misma muerte, productora de angustia, es eliminada al ser reducida a mera deficiencia mecánica, de modo que “el cuerpo de un hombre vivo difiere del de un hombre muerto lo mismo que un reloj u otro autómata […] difiere del mismo reloj o de otra máquina cuando se ha roto o deja de actuar el principio de su movimiento” (Descartes, AT XI, pp. 330-331).

De hecho, en ninguno de los ámbitos cartesianos de sustancialidad puede entrar la muerte. No puede entrar en lo divino, al estar Dios más allá de todo nacer y morir; tampoco puede entrar en el alma humana, dado que la res cogitans es eterna; tampoco puede afectar al mundo físico, pues solo puede morir lo vivo y nada en el mundo material (pura res extensa) tiene alma o vida. Lo material no vive y lo espiritual no muere. Todo queda a salvo de la muerte. La ciencia cartesiana, negadora del vacío, trató, en un mundo saturado de res extensa, de sellar toda fisura por la que se pudiese filtrar lo que asoma en la angustia y la pesadilla.

5. Izquierdo y derecho

Dentro de la conjugación de fuerzas antagónicas que se concitan en la pesadilla, lo izquierdo es una fuerza que se impone a la debilidad de lo derecho, sobre lo que Descartes quería pero no podía sostenerse. Frente a lo derecho-luminoso-divino-diestro, aparece en la pesadilla lo izquierdo-oscuro-demoniaco-siniestro, asociado a un impulso más fuerte que el querer de la conciencia racional.

La asociación de lo derecho a significados positivos y de lo izquierdo a significados negativos tiene una larga tradición y pronto la vemos aparecer en la historia de la filosofía. Conocida es, por todo lo demás, la lectura psicoanalítica que detrás de la oposición izquierdo/derecho vislumbra la oposición inconsciente/conciencia. En las díadas pitagóricas, lo derecho se vinculaba a lo positivo y lo izquierdo a lo negativo (cfr. Kirk, Raven y Schofield, 1987, fr. 438), y en Parménides derecho e izquierdo aparecen también cargados de significatividad. En su célebre poema, Parménides es conducido al lugar en el que se abren las puertas de los caminos de la Noche y el Día. Y no es arrastrado por la fuerza del viento, sino llevado por la de las yeguas. A través de las puertas, “derechamente las doncellas condujeron por el ancho camino” hasta el lugar en donde, Parménides dice, “la diosa me recibió afectuosamente, cogió mi mano derecha con la suya y me habló” (B1, vv. 21-23). Las palabras de la diosa indican a Parménides que “no es el mal hado el que te impulsó a seguir este camino que está fuera del trillado sendero de los hombres, sino el Derecho y la Justicia” (B1, vv. 26-28). Entrelazando su mano derecha con la mano derecha de la diosa y permaneciendo fiel al impulso que lo lleva por el camino del derecho, la rectitud y la justicia, accede Parménides a la revelación del ser.

Es significativo destacar, en este punto, la presencia de unas tensiones en la metafísica platónica que serán recrudecidas en Descartes. En el proemio de Parménides prima desde el inicio la concordancia cuando este es conducido por las yeguas que “me llevaron tan lejos como alcanza mi anhelo” (B1, v. 1). No encontramos allí huella alguna de un conflicto de facultades ni angustia en el dejarse llevar por una fuerza superior. Un escenario bien distinto es el que nos encontramos en el Fedro y no digamos en la pesadilla de Descartes. En el Fedro, Platón compara el alma a una yunta alada con un auriga (representante del alma racional) y dos caballos (uno bueno y otro malo). A diferencia de Parménides, que es llevado por las yeguas, lo fundamental en Platón es no dejarse llevar por los caballos, no perder el control de las riendas. Las yeguas conducen a Parménides; en Platón, los caballos deben ser conducidos.

Además, mientras que las yeguas que llevan a Parménides hasta la diosa actúan de forma conjunta, los caballos con los que en Platón el alma humana trata de seguir al séquito de Zeus actúan de forma disyunta. El caballo noble es dócil a la voluntad del auriga cuando este último quiere orientarlo hacia lo superior, pero el caballo innoble es indócil y arrastra hacia lo inferior. Las yeguas conducen a Parménides al lugar de su deseo, pero en Platón el alma del hombre es deseo escindido: el auriga desea lo superior; el caballo innoble, lo inferior. Por eso el auriga, arrojado a esa contrariedad, no puede soltar las riendas y ha de tratar de mantener, en todo momento, a los caballos bajo control. Parménides es conducido sin esfuerzo al lugar de la revelación del ser; por el contrario, dicho camino es esforzado y tortuoso en Platón, al estar el alma en conflicto consigo misma.

No es así para los dioses, cuyos carros están empujados por caballos de buena constitución, pero sí es así para el alma humana, “porque el caballo entreverado de maldad gravita y empuja hacia la tierra” generando confusión y “supremas fatigas” (Fedro, 247b y 248b). Esa insuficiencia de fuerza y capacidad de conducción consciente queda subrayada en la pesadilla de Descartes, pues cuando este, sin ser capaz de andar derecho, trata de enderezarse, un golpe de viento impetuoso lo arroja “a una especie de torbellino” y le hace “dar tres o cuatro vueltas sobre el pie izquierdo” (Baillet, 1691, p. 81). Primero, Descartes se ve obligado a avanzar apoyándose en el lado izquierdo y luego a girar reiteradamente sobre el pie izquierdo. No es solo eso lo que espanta a Descartes, sino también la angustiosa sensación de “que iba a caer a cada paso”.

El mismo Descartes, (del cual se ha perdido un tratado, De Deo Socratis, dedicado a la figura del genio) ofreció a la princesa Isabel de Bohemia una interpretación de “lo que se ha dado en llamar el genio de Sócrates”, señalando que “no era, sin duda, otra cosa, sino que este había tomado la costumbre de seguir sus inclinaciones interiores y se convencía de que el desenlace de lo que emprendería iba a ser dichoso si él tenía algún secreto motivo de gozo” (AT IV, p. 530).

En esa alegría que acompaña al seguimiento de la inclinación interior vio Descartes la acción de alguna fuerza oculta que permite poner de nuestra parte la fortuna. De ahí que le diga a Isabel de Bohemia que es con el viento favorable de un impulso interior como mejor avanzamos y que, al contrario, somos presa de la tristeza cuando no gozamos de tal favor. Por ello aconseja Descartes “seguir el consejo de nuestro genio cuando son estos [los acontecimientos importantes] tan vidriosos que la prudencia no puede señalar el camino” (AT IV, p. 530). La pesadilla, por el contrario, viene marcada por un viento desfavorable que Descartes asocia a un genio maligno.

Descartes, a diferencia de Parménides, no se deja llevar al lugar de su deseo; es más, le avergonzaba (cfr. Baillet, 1691, p. 81) dejarse llevar por el impulso de un “Genio maligno que trataba de arrojarlo por la fuerza a un lugar, adonde era su deseo ir voluntariamente” (Baillet, 1691, p. 85). Fiel a la tradición metafísica en la que Descartes se inserta, al alma racional le corresponde gobernar y dirigir. Descartes radicalizará, de hecho, la metáfora platónica de dominio comparando el alma, no con un auriga a modo de “entendimiento, piloto del alma” (Fedro, 247c), sino comparándola con un piloto de navío, de modo que el conducir cartesiano ya no es, como en la metáfora platónica, de algo animado, sino de algo inanimado producto de la técnica: una nave (cfr. AT IX, pp. 100-101). Concomitantemente, el dominio derivado de su mathesis no será un dominio sobre una naturaleza con almas, sino sobre una res extensa con mecanismos, esto es, sobre una physis devenida máquina.

Es verdad que Descartes indica que “yo no solo estoy en mi cuerpo como un piloto de navío, sino que estoy tan íntimamente unido y como mezclado con él, que es como si formásemos una sola cosa” (AT IX, pp. 100-101); de ahí que un golpe en mi cuerpo me duele, mientras que no siente dolor el piloto si algo golpea su barco. Más allá de estos matices, lo más relevante es el vínculo establececido entre la mente y la acción de capitanear lo corporal. Aunque Descartes diga que “no solo” está la mente en el cuerpo como su piloto, si podríamos decir que está ante todo en posición de dominar y dirigir. El timonel o piloto de un navío es en griego el kybernétes (κυβερνήτης), siendo kybernêtiké (κυβερνητική) el arte de gobernar pilotando. Cuando, en 1948, Norbert Wiener publicó Cibernética o el control y comunicación en animales y máquinas, hizo derivar “cibernética” de la palabra griega kybernétes. “No es por azar”, nos dice Heidegger, “que hoy las ciencias naturales y nuestra vida estén dominadas de forma creciente por la cibernética, sino que esto es algo que viene predeterminado en la historia y la génesis de la ciencia y la técnica modernas” (GA 15, p. 26).8

6. La entrega del extranjero

Zarandeado por el viento y presa del terror, Descartes:

Trató de alcanzar la iglesia del colegio, adonde su primer pensamiento había sido ir a orar, mas percatándose de que había pasado a un conocido sin saludarlo, quiso volver sobre sus pasos para cumplimentarlo, mas fue rechazado con violencia por el viento que soplaba contra la iglesia. Al mismo tiempo vio en medio del patio del colegio a otra persona que lo llamó por su nombre en términos corteses y cordiales, y le dijo que, si quería ir a buscar al señor N., tenía algo que darle. Descartes imaginó que era un melón que habían traído de algún país extranjero. Pero lo que más lo sorprendió fue advertir que los que se reunían en torno a esta persona para conversar se mantenían derechos y firmes sobre sus pies, aunque él estaba encorvado y vacilante sobre el mismo terreno, y el viento, que había pensado varias veces que lo derribaría, había amainado mucho. Se despertó a raíz de esta imaginación y sintió inmediatamente un verdadero dolor que le hizo temer que fuera la intervención de algún genio maligno que habría querido seducirlo (Baillet, 1691, pp. 81-82).

La iglesia es en el sueño el templo que centra con su sacralidad el espacio circundante del colegio; en la proximidad se templa el viento demoniaco que arrastraba a Descartes. Entre templum y tempus hay un parentesco etimológico (cfr. Eliade, 1985, p. 68). El primero es la expresión espacial, como imago mundi, del segundo. En correspondencia con esa imago, la iglesia opera en el cristianismo como Casa del Creador en donde acontece el nacimiento del hombre nuevo que inicia, a la luz de la redención, un tiempo nuevo (cfr. Eliade, 1972, p. 25; 1985, pp. 24 y 66-67). Para Heidegger (GA 5, p. 31), el templo, reposando sobre la tierra, es el recinto sagrado en el que el dios se hace presente articulando el campo de relaciones esenciales que fragua un destino.

De camino al espacio acotado del colegio, Descartes se cruza con un conocido a quien no saluda, motivo por el cual quiere dar marcha atrás para cumplimentarlo, mas no puede hacerlo por la violencia del viento que sopla contra la iglesia. Cuando, empujado por el viento, se acerca al colegio, ve allí a otra persona desconocida que cortésmente lo llama por su nombre. El viento aleja a Descartes de un conocido y lo empuja hacia un desconocido que lo saluda amablemente. En el espacio, centrado por el templo, en el que el desconocido se encuentra, no solo recibe Descartes cordialidad, sino estabilidad, ya que las personas dentro del colegio “se mantenían derechos y firmes sobre sus pies” y el viento allí “había amainado mucho”. En ese nuevo espacio, además, hay una entrega de un tal “señor N”9 y Descartes “imaginó que era un melón que le habían traído de algún país extranjero”.

Hama (1998, p. 67), volviendo sobre una sugerencia de Rodis-Lewis, señala que la forma esférica del melón evoca la bola del mundo que la iconografía cristiana habitualmente representaba en las manos de Jesús. Vista de este modo, la imagen del melón sería una representación de la buena nueva que entrañaría la nueva forma de ver el mundo que habría de impulsar Descartes. Conocida es, por lo demás, la antigua tradición que asigna al alma forma esférica, e incluso el materialista Demócrito decía que el alma humana estaba compuesta de átomos esféricos. La redondez del melón se presenta así, por diversas vías, como una imagen evocadora de totalidad, bien del alma como totalidad psíquica, bien del mundo como totalidad física.

La esfera, indica Lacan, es “un ser por todas partes semejante a sí mismo, sin límites, Σφαῖρος κυκλοτερὴς, tiene la forma de un bola y reina en su soledad real, lleno de su propia satisfacción, de su propia suficiencia” (1991, p. 110). Lacan nos recuerda que la esfera de la que Platón habla en el Timeo tiene todo cuanto necesita en su interior, es “redonda, está llena, está contenta, se ama a sí misma y, sobre todo, no tiene necesidad de ojos ni de orejas […] [;] no tiene pies ni brazos, y solo se le permite el movimiento sobre sí misma” (1991, p. 114). No es de extrañar, en este sentido, que en la autointerpretación que ofrece de su sueño, Descartes nos diga que el melón significaba “los encantos de la soledad” (Baillet, 1691, p. 85), encantos también asociados al melón por Montaigne (2007, p. 328).

Marie-Loise von Franz (1991, pp. 138-39), autora de una lectura jungiana de los sueños de Descartes, señala que san Agustín se refirió al melón como uno de los “tesoros dorados de Dios” y que, para los iniciados del maniqueísmo, el melón era una de las frutas rituales cuyas semillas eran visualizadas como gérmenes de luz. Franz apunta la posibilidad de que Descartes conociese el significado maniqueo del melón dado que estaba familiarizado con De Genesi contra Manichaeos y, por tanto, bien podría haber leído las restantes obras que san Agustín dedicó al maniqueísmo, pues lo habitual era que se editasen juntas.

Podemos hacer confluir tanto las interpretaciones que ven en el melón un símbolo de esférica totalidad (física o psíquica) como las que lo vinculan al significado maniqueo de fruta cuyas semillas son gérmenes de luz divina; podemos si tenemos en cuenta que, al igual que el melón maniqueo contiene semillas de luz divina, el alma cartesiana contiene semillas de verdad depositadas por Dios. Es más, el método en Descartes consiste en localizar analíticamente y desplegar sintéticamente esas “semillas de verdad” o “naturalezas puras y simples” que yacen en el fondo del alma de modo innato (cfr. Descartes, AT X, pp. 373-383 y 418).

Las semillas que contiene el melón procedente del extranjero podrían interpretarse como una referencia al hecho de que a Descartes le es ofrecida la posibilidad seminal de un pensamiento inicial, pensamiento que presupone un apartarse de lo familiar (heimlich) y exponerse a lo extranjero desde donde se produce la donación. El rehusar lo ofrendado desde lo extranjero reflejaría la reserva reactiva de una maquinación cartesiana que reducirá el ser a la disponibilidad de lo ya conocido de antemano. El modo en el que Descartes integra en su filosofía las “semillas de verdad”, que podríamos poner en consonancia con las “semillas del melón”, cae así por completo del lado del pensamiento calculador.

En el inventario que, tras la muerte de Descartes, se hizo de los escritos que había llevado a Suecia, aparece vinculada al título de la obra Preámbulos la sentencia bíblica: “El temor de Dios es el comienzo de la sabiduría” (AT X, p. 8). El inicio de los sueños de Descartes está marcado por el temor ante lo espantoso. Mas el espanto del otro inicio abre para Heidegger la posibilidad de una donación de ser, eso sí, siempre y cuando uno esté dispuesto a abrirse a un espacio abismático que cuestiona todo asidero. De ahí que pueda surgir también aquella reserva reactiva en virtud de la cual “a través de la maquinación, la cuestionabilidad es desalojada, extirpada y estigmatizada como auténtica acción diabólica” (GA 65, p. 109). En consonancia con dicha reacción aversiva, tanto el genio que aparece en los sueños de Descartes como el que aparecerá en la meditación primera no es acogido como donador, sino calificado como maligno; es contra dicho genio que el proceder metódico habrá de defendernos y de quien la demostración de un Dios bondadoso, garante de la maquinación matemática, nos habrá de exorcizar.

Descartes se propuso, con su método analítico-sintético, regular lo que en las Reglas se denominaba semillas de verdad y que en el relato de los sueños se denomina semillas de sabiduría (Baillet, 1691, p. 84). Mas, en la medida en que dichas semillas son localizadas y puestas a la vista de la conciencia atenta para que su energía lógica sea desplegada deductivamente siguiendo las reglas mecánicas de la ratio matemática, en esa misma medida lo ingénito pierde toda genialidad, esto es, toda espontaneidad espiritual y toda libertad creadora. Dentro del racionalismo, la expresión por excelencia de esa ”victoria del método” que despliega la mens como mensura sería la cogitatio caeca de Leibniz, el llamado pensamiento ciego que ofrecía la posibilidad de calcular sin pensar, combinando automáticamente los símbolos sin intuición alguna de su contenido.

7. Sindéresis, decisión y maquinación

Concluida la primera pesadilla, que tuvo lugar mientras dormía sobre el lado izquierdo, Descartes se volvió sobre el lado derecho:

[…] sobrevino enseguida un nuevo sueño, en el que creyó oír un ruido agudo y restallante que tomó por un trueno. El pavor que sintió lo despertó en el acto y, al abrir los ojos, vio muchas chispeantes centellas esparcidas por la habitación. La cosa le había sucedido ya con frecuencia en otras ocasiones y no le resultaba muy inhabitual despertarse en el medio de la noche con los ojos lo bastante centelleantes como para hacerle entrever los objetos más próximos. Pero en esta última ocasión quiso recurrir a razones tomadas de la filosofía; y extrajo de ahí conclusiones favorables para su espíritu, tras haber observado, abriendo y cerrando los ojos alternativamente, la calidad de las formas que se le representaban. Así se disipó su pavor y se volvió a dormir con gran calma (Baillet, 1691, p. 82).

Cuando Descartes despierta de su segundo sueño, empavorecido por un estruendo, colige que el “rayo, cuya eclosión oyó, era la señal del Espíritu de verdad que descendía sobre él para poseerlo” (Baillet, 1691, p. 85) y también concluye, al autointerpretar su experiencia, que “era el Espíritu de verdad el que había querido abrirle los tesoros de todas las ciencias mediante este sueño” (p. 84). Indica Descartes también que el “espanto que lo sacudió en el segundo sueño representaba, a su parecer, la sindéresis, es decir, los remordimientos de su conciencia tocantes a los pecados que podía haber cometido en el curso de su vida hasta entonces” (Baillet, 1691, p. 85). La sindéresis, que en la mística neoplatónica renacentista y medieval designa la parte más elevada y sutil del alma,10 alude en el texto de Baillet a la toma de conciencia que adquiere Descartes.

En el despertar del segundo sueño se aúnan iluminación y espanto, estruendo de trueno y clarificación de rayo. Mas en esa clarificación se abre para Descartes un tiempo nuevo, pues la toma de conciencia que faculta la luz de la sindéresis marca un corte con el pasado y una apertura de futuro, y así, del tercer sueño, que tiene lugar tras esta, se nos dice:

[…] que no había sido sino muy apacible y muy agradable, señalaba el futuro; y no era así sino por lo que debía sucederle en el resto de su vida. En cambio, tomó los dos precedentes por advertencias amenazadoras tocantes a su vida pasada, la cual podía haber sido no tan inocente ante Dios como ante los hombres. Y creyó que esa era la razón del terror y del espanto que habían acompañado a estos dos sueños (Baillet, 1691, pp. 84-85).

La sindéresis marca para Descartes un corte entre pesadilla/pasado y paz/futuro que es, al mismo tiempo, un corte entre culpa y conversión. El método (μέθ-οδος) universal se enlaza así a una metanoia personal enmarcada en un giro mental (μετα-νοῖεν) vinculado, como en la teología cristiana, a un arrepentirse y a una reorientación del camino. Igualmente, en la obra posterior, el cogito marcará un antes y un después entre duda y certeza, entre un proceso de oscuridad creciente -que alcanza su cénit en la duda hiperbólica- y un proceso de superación de la duda. Tras la sindéresis, que marca la salida del pasado culpable y la angustia, el relato de Baillet prosigue del siguiente modo:

Un momento después tuvo un tercer sueño, en el que no hubo nada terrible como en los dos primeros. En este último encontró un libro sobre su mesa, sin saber quién lo había puesto. Lo abrió y viendo que era un Diccionario, se quedó encantado con la esperanza de que le podría ser muy útil. En el mismo instante se encontró otro libro a la mano, que no le resultaba menos novedoso, sin saber de dónde le había venido. Halló que era una colección de poesías de diferentes autores, titulada Corpus poetarum, etc. Tuvo la curiosidad de querer leer algo y, al abrir el libro, dio con el verso ”¿Qué camino seguiré en la vida?”, etc. Al mismo tiempo reparó en un hombre que no conocía, pero que le presentó un poema que comenzaba con “Sí y no” [“Est et non”], etc., y que lo ensalzaba como un poema excelente. Descartes le dijo que sabía de qué se trataba, que formaba parte de los Idilios de Ausonio y que se encontraba en la voluminosa colección de poetas que se encontraba en la mesa. Quiso mostrárselo personalmente a este hombre y se puso a hojear el libro, cuyo orden y distribución se jactaba de conocer perfectamente. Mientras buscaba el pasaje, el hombre le preguntó dónde había cogido este libro y Descartes le respondió que no le podía decir cómo lo había conseguido, pero que, un momento antes, aún había estado manejando otro que acababa de desaparecer, sin saber quién se lo había dado ni quién lo había vuelto a coger. No había concluido cuando volvió a ver aparecer el libro al otro extremo de la mesa. Pero encontró que este Diccionario ya no estaba completo como lo había visto la primera vez. Sin embargo, pasó a las poesías de Ausonio en la colección de poetas que hojeaba y, no pudiendo encontrar el poema que comienza con “Sí y no”, dijo a este hombre que conocía otro del mismo poeta aún más bello que aquel, y que comenzaba con “¿Qué camino seguiré en la vida?”. El hombre le rogó que se lo mostrara y Descartes se sintió obligado a buscarlo, cuando vino a dar con varios pequeños retratos grabados en metal dulce; lo que le hizo decir que este libro era muy bello, pero que no era la misma edición que conocía (Baillet, 1691, pp. 82-83).

El Diccionario es el lugar de la significación. De origen desconocido, es lo primero que Descartes halla sobre la mesa. Inmediatamente, también de origen desconocido, entra en escena el discurso poético, el Corpus poetarum. Abierto este último libro al azar, su vista cae sobre el verso “¿Qué camino seguiré en la vida?”. Acto seguido, junto a esta disyunción vital, un desconocido le ofrece una conjunción: “est et non” (ensalzada como una composición o “poema excelente”). De modo que, así como en el tercer sueño hay dos libros, hay también dos poemas especialmente significativos en el segundo libro.

Mientras busca “Sí y no” (“Est et non”) en el Corpus poetarum, infructuosamente a pesar de su perfecto conocimiento de la disposición de la obra, desaparece el Diccionario para reaparecer, “ya no completo como lo había visto la primera vez”, en el otro extremo de la mesa. Una vez producido dicho cambio, Descartes, incapaz de encontrar el poema de la conjunción (“Est et non”), emprende la búsqueda del poema de la disyunción (“Quod vitae sectabor iter?”), que califica de “más bello”. Mientras lo busca, se percata de que, así como antes el Diccionario sufrió una reducción, el Corpus poetarum experimenta ahora una modificación: la edición que maneja no es la misma que conocía. La nueva impresión se trata, no obstante, de un libro “muy bello” en el que llaman la atención de Descartes “pequeños retratos grabados en metal dulce”. En el preciso momento en el que Descartes cobró conciencia del cambio de edición:

[…] los libros y el hombre desaparecieron y se borraron de su imaginación, sin despertarlo, no obstante. Lo que cabe destacar en particular es que, mientras dudaba si lo que acababa de ver era sueño o visión, no solo decidió, durmiendo, que era un sueño, sino que incluso hizo su interpretación antes de que el sueño lo abandonara. Juzgó que el Diccionario no quería decir sino el conjunto de todas las ciencias reunidas; y que la colección de poesías, titulada Corpus poetarum, señalaba en particular y más específicamente la filosofía y la sabiduría coordinadas juntas. Pues no creía que debiera sorprendernos tanto ver que los poetas, aun los que no componen sino bagatelas, estuvieran llenos de sentencias más graves, más sensatas y mejor expresadas que las que se encuentran en los escritos de los filósofos. Atribuía esta maravilla a la divinidad del entusiasmo y la fuerza de la imaginación, que hace brotar las semillas de la sabiduría (que se encuentran en el espíritu de todos los hombres como chispas de fuego en los guijarros) aun con mucha mayor facilidad y mucho mayor brillo de lo que puede hacer la razón en los filósofos. Descartes continuó interpretando su sueño [songe] en el sueño [sommeil]; estimaba que el poema sobre la incertidumbre del género de vida que se debe elegir y que comienza por “¿Qué camino seguiré en la vida?”, señalaba el buen consejo de una persona sabia o incluso la teología moral (Baillet, 1691, pp. 83-84).

Aquí, lo humano y lo divino, el sueño y la exégesis, la revelación y la reflexión se interpenetran. Dentro del sueño, Descartes interpreta que el Diccionario significa “el conjunto de todas las ciencias reunidas” y el Corpus poetarum “la filosofía y la sabiduría coordinadas juntas”, coordinación que remite a ese plus divinamente inspirado del que son los poetas tributarios, en cuanto que en ellos se ensamblaría razón filosófica e imaginación poética. Es entonces cuando se cumple el tránsito desde el sueño a la vigilia:

Con eso, inseguro de si soñaba o si meditaba, se despertó sin sobresalto, y continuó con los ojos abiertos la interpretación de su sueño sobre la misma idea. Por los poetas reunidos en la colección, entendía la revelación y el entusiasmo, de los que no desesperaba verse favorecido. Por el poema “Sí y no”, que es el “Sí y no” de Pitágoras, comprendía la verdad y falsedad en los conocimientos humanos y las ciencias profanas. Viendo que esta actividad le resultaba tan propicia, fue lo bastante audaz como para persuadirse de que era el Espíritu de verdad el que había querido abrirle los tesoros de todas las ciencias mediante este sueño. Y como solo le quedaba por explicar los pequeños retratos de metal dulce que había encontrado en el segundo libro, no buscó más explicación tras la visita de un pintor italiano al día siguiente (Baillet, 1691, p. 84).

En el caso de los sueños de Descartes, vemos que estos adquieren corroboración visionaria cuando se explica lo que había sucedido en el sueño (“los pequeños retratos de metal dulce”) como anuncio de lo que habría de suceder en el futuro: “la visita de un pintor italiano al día siguiente”. Tal y como indica Gouhier, “Descartes tenía a partir de ese momento una prueba del origen sobrenatural de su sueño, puesto que en veinticuatro horas había podido verificar su valor profético” (1979, p. 54).

Antes de que Descartes se apercibiese de la transformación en los retratos del Corpus poetarum, el Diccionario ya había experimentado una modificación. No obstante, es tras la transformación del Corpus poetarum que comienza a interpretar sus sueños. Al respecto de dicha interpretación, cabe observar que, en el momento previo a la exégesis de vigilia, cuando Descartes aún interpretaba su sueño dentro del sueño, se nos decía que el Corpus poetarum señalaba la unión de filosofía y sabiduría, entendiendo por esta última algo a lo que tiene privilegiado acceso la imaginación poética, sobrepasando a la razón filosófica. Sin embargo, en la interpretación que Descartes prosigue despierto, “la revelación y el entusiasmo” vinculadas al Corpus poetarum se manifiestan como “el Espíritu de verdad” que abre “los tesoros de todas las ciencias mediante este sueño”, representando el “Sí y no” de Pitágoras, “la verdad y la falsedad en los conocimientos humanos y las ciencias profanas”.

Lo relevante de esta segunda interpretación, que Descartes ofrece fuera del sueño, es que en ella se desliza una mengua con respecto a la interpretación primera articulada desde el interior del sueño, pues ahora se subraya que el contenido de la revelación procedente de lo divino es lo humano-profano (“los conocimientos humanos y las ciencias profanas”). De lo que Descartes se siente beneficiario es de una revelación desde lo sagrado pero no de lo sagrado, sino de lo profano. Concomitantemente, Descartes fundamentará los principios metafísicos de su física desde Dios, pero no hablará más de Dios, sino que su discurso se orientará hacia la constitución de una ciencia que nos faculte para el dominio sobre la tierra. El “Est et non” se establece en esta exégesis de vigilia en relación con Pitágoras y con el conocimiento humano del mundo o, dicho de otro modo, se avista en la línea de esa mathesis universalis que Descartes se encargará en su obra posterior de fundar metafísicamente desde Dios. De este modo, la razón matemática vendrá a suplantar a la imaginación poética.

Si situamos la primera interpretación del Corpus poetarum (dentro del sueño) del lado del pensar poético-meditativo y la interpretación subsiguiente del “Est et non” (en estado del vigilia) del lado del pensar matemático-calculador, podemos ver cómo se consuma en Descartes un paso de lo primero a lo segundo, pues su filosofía reducirá la naturaleza a res extensa (aplanando en la homogeneidad geométrica toda interferencia matérica) y tenderá a desterrar la imaginación al ámbito de las ideas confusas.

Descartes indica que la noche de sus sueños fue una noche en la que encontró “los fundamentos de la ciencia admirable”. Pero la mathesis universalis que habría de fundar era un nuevo modo de concebir el ser-en-el-mundo del hombre que traía consigo un nuevo Diccionario y un Corpus con una nueva fábula de mundo. En el seno de esta última el ser se vuelve término de un producir y el modelo de la máquina se adueña de la materia para que todo “pueda ser creado tal y como lo haya fingido” (Descartes, AT XI, p. 36).

Recordemos que Descartes, “cuando volvió a ver aparecer el libro al otro extremo de la mesa”, descubrió que el Diccionario “ya no estaba completo como lo había visto la primera vez” y, percibe, por los grabados en metal dulce, que el Corpus que hojea “no era la misma edición que conocía”. Descartes vincula esta última transformación a la mera contingencia profética de una visita de un pintor italiano el día siguiente. No obstante, cabe vislumbrar aquí un valor profético que va mucho más allá de la anecdótica corroboración de un hecho, un valor que guarda relación con la profecía, no como previsión de hechos particulares, sino con la profecía como un proferir mundo, como articulación de una lingüisticidad que hace los hechos en cuanto precursa metódicamente su accesibilidad estableciendo los patrones de lo decible y lo indecible.

La técnica del grabado en metal dulce es un método que consiste en grabar planchas de metal blando, preferentemente en bronce, que luego pueden aplicarse entintadas sobre la superficie que se desee. Esto es, se trata una técnica que reproduce el esquema metafísico modelo-copia y que vislumbra la realidad no como algo original sino re-producido. La interpretación que Descartes hace de sus sueños comienza, de hecho, cuando el cambio en los libros originales ya ha tenido lugar. Lo cual quiere decir que la interpretación ofrecida comporta, desde un primer momento, una lejanía del origen, lejanía que se acentúa con el tránsito de la exégesis desde el interior del sueño al exterior de la vigilia.

Galileo estaba convencido de que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos “sin los cuales es imposible entender ni una palabra” (1968, p. 232). Esa nueva lengua auspiciada por la nueva ciencia es lo que representa el segundo Diccionario del sueño, aquel que, cuando reaparece, “ya no estaba completo como lo había visto la primera vez”. El diccionario ya no estaba completo porque la nueva física impone una mirada segunda que reduce toda presencia a representación matemática (cfr. GA 5, pp. 71-73 y 85-87; GA 41, § 18, pp. 65-108). En la misma línea, el cambio en el Corpus poetarum remite a la reedición de mundo que Descartes pondría en marcha. De asentar la nueva lingüisticidad en la máxima certeza se encargarán los principios metafísicos de la física, principios que Descartes asegura desde su fuente divina y que se hallan enraizados de modo innato en la mente humana. Así, tal y como indica Marion (1981, p. 31), del mismo modo en que Aristóteles había invocado la unidad del ser por referencia a la ousía para construir la ciencia del ser en cuanto ser, Descartes invocará la unidad por referencia al ego constituyente a la hora de estatuir la identidad metodológica de las ciencias. En virtud de dicho giro lingüístico, el lenguaje ya no opera como casa del ser, sino como máquina de cálculo que instaura una realidad técnicamente re-producible al modo de los grabados de metal dulce. Eso es lo profético del giro cartesiano: la proferencia de un mundo que mora de espaldas a lo oculto de la tierra y la edición de un nuevo Corpus en donde los cuerpos quedan reducidos a la manejabilidad geométrica de la res extensa.

8. Las semillas

Si abriésemos el melón del cogito, descubriríamos muchas más semillas que aquellas que decantaron la mens como mensura a mayor gloria del dominus dominador. Lo que en las páginas ateriores se ha tratado de ilustrar es cómo en Descartes tiene lugar un cerrarse a dimensiones que en la experiencia del inicio se abrían. Ese cerrarse huye de la ex-posición al ex-sistir e in-siste en una tradición metafísica a la que, inadvertidamente, reitera de forma recrudecida (cfr. GA 2, p. 96; GA, 24, p. 175). En lo que Descartes explicita, comenta Heidegger, se arastran toda una serie de implícitos en donde los “conceptos ontológicos fundamentales están extraidos directamente de Suárez, Duns Scoto y Tomás de Aquino” (GA 24, p. 174).

Es por ello que el propósito de destrucción heideggeriana de la historia de la ontología no es destructivo, sino desobstructivo, pues su finalidad no es otra que evitar “que la existencia se cierre-el-paso-a-sí-misma” (GA 17, p. 118). La apariencia negativa de la destrucción es inseparable de la finalidad positiva de recuperar caminos. “La destrucción”, nos dice Heidegger, “es la crítica que hace visible de modo auténtico y originario lo positivo en el pasado. Mediante eso se hace visible, ante todo, el pasado como nuestro auténtico haber-sido y nuestro poder-ser-de-nuevo” (GA 17, p. 119).

Heidegger vincula expresamente estos comentarios sobre la destrucción al modo en el que debe ser entendido su “retornar a Descartes”. Concomitantemente, lo que aquí se quiere destacar es cómo en los sueños de Descartes se abren posibilidades que, aunque fueron dejadas atrás, consevan la capacidad de impulsar, adecuadamente reavivadas, un salto hacia adelante.

El retorno husserlniano a Descartes es un buen ejemplo de posibilidad reavivada. Por un lado, Husserl señala que, con sus Meditaciones, Descartes da “nuevos impulsos a la fenomenología”, hasta el punto de que a esta “casi se le podría llamar neocartesianismo”; por otro lado, Husserl reconoce, acto seguido, que la fenomenología “se ve obligada a rechazar casi todo el contenido doctrinal de la filosofía cartesiana” (Hua 1, p. 43). Hay pues, entre Descartes y la fenomenología una consonancia en el inicio y una disonancia en el modo en el que tal inicio se desplegó. Esta última disonancia viene marcada, para Husserl, fundamentalmente por dos factores: la “escolástica oculta” (Hua 1, p. 63) y el “prejuicio fatal” (Hua 1, pp. 48-49) del ideal matemático de ciencia de la naturaleza. “Si Descartes hubiese permanecido en la segunda meditación”, comentó Husserl, “habría llegado a la fenomenología” (citado en Heidegger, GA 17, p. 268). Lo que ocurre es que la decisión de Descartes de fundar metafísicamente la física matemática le llevó a recurrir a un Dios veraz como garante del objeto de la ciencia (el mundo físico) y de la fiabilidad del lenguaje que esta emplea (la matemática). Frente a ese propósito cartesiano de ir tomando los niveles de la duda como escalones para ir ascendiendo por vía demostrativa, Husserl da un paso atrás y se retrotrae al estrato anterior de la segunda meditación, esto es, se retrotrae a la pura inmanencia del pensar.11

Si abandonamos la tentación de ir tomando los niveles de duda como escalones de un triunfal proceso demostrativo y nos demoramos en lo que en dichos niveles se abre, podremos experimentar hasta que punto el vocabulario metafísico que hereda Descartes obstaculiza el despliegue de lo que en él se inicia. Ejemplo de ello es la inadecuación entre el concepto de “sustancia” y aquello con lo que nos confrontan el cogito y Dios.

Husserl criticó el error de sustancializar el ego, “giro mediante el cual Descartes llegó a ser el padre del absurdo realismo trascendental” (Hua 1, p. 63). Esa crítica no es de extrañar, pues, por más que el cogito figure como punto arquimédico del filosofar y fundamentum absolutum inconcussum veritatis, lo cierto es que, en el momento en el que hace acto de presencia, el cogito acoge en su seno tanto la posibilidad del sueño como la de la vigilia, y tanto la posibilidad de la cordura como la de la locura. Delirar o soñar son posibilidades del pensar. Delire o no, sueñe o no, ego cogito. La neutralidad del cogito y su indestructibilidad corren parejas.

Y si el cogito surge en el seno de esa neutralidad inquietante que casa tan poco con la unidad de la sustancia y la firmeza del fundamento, mucho más inquietante aún es el ser de Dios. Por un lado, en la línea de Kepler y Galileo, Descartes establece un vínculo entre el orden de la mente humana y el orden matemático con el que Dios estructura el mundo. Ahora bien, por más que Dios opere en Descartes como aquel puente que, por vía demostrativa, une mi certeza subjetiva con la estructura objetiva del mundo, entre la mente humana y el ser divino se abre un abismo. El Dios cartesiano transgrede toda lógica: puede hacer que “exista una montaña sin valle o que uno y dos no sean tres” (AT V, p. 224), esto es, puede hacer aquello con lo que nos amenazaba el Dios engañador: subvertir la certeza matemática y dinamitar así toda posibilidad de fundamentación.12

Si, a pesar de todo, Descartes sortea el abismo de la contingencia divina para fundamentar la ciencia es porque, siendo la decisión divina (de dar un orden al mundo) una decisión de lo Uno, una vez tomada, se mantiene fiel a sí misma y sostiene un mismo orden de verdades eternas. Descartes transsustancia así al Dios de la alteridad absoluta, con la intermediación del Uno de la teología platónica,13 en alteridad inalterable. La legaliformidad establecida de hecho por el Hacedor es una decisión contingente de raíz, pero que opera como si fuese necesaria. Es en virtud de ese “como si” que la ciencia puede reposar tranquila en su fundamento. No obstante, ese “como si” no puede hacer desaparecer la paradoja de que lo que nos protege del Dios engañador es un Dios veraz más allá de toda verdad. Nos encontramos, pues, con que las dos columnas sobre las que reposa la mathesis son un cogito más allá de la locura y un Dios más allá de la cordura. Lo cual sugiere que, en la misma base del edificio de la ciencia, se agazapa aquel poder tambaleante que impedía a Descartes sostenerse de pie en el inicio de sus sueños.

Repensar la enigmática relación establecida por Descartes entre el ser humano y el Ser divino (y repensarla, no desde la reducción cartesiana de la diferencia a identidad, sino desde su carácter problemático) nos emplaza ante lo que para Heidegger sería nuestra tarea fundamental: pensar “la diferencia en cuanto diferencia” (GA 11, p. 57).

9. Conclusión

Descartes ocupa un lugar referencial en el proceso de construcción del mundo técnico que hoy habitamos, y cometido fundamental de nuestra época es lograr una relación satisfactoria con la técnica. Heidegger (1988, p. 105; GA 16, p. 526) califica como “necio” y “miope” arremeter contra el mundo técnico, pues es el lugar en el que estamos históricamente yectos y desde el que, por lo tanto, hemos de pro-yectarnos. En el inicio cartesiano hay destellos inexplorados que, dando un paso atrás, iluminarían un espacio en donde podamos “decir sí al inevitable uso de los objetos técnicos y podamos a la vez decirles no en la medida en que rechazamos que nos requieran de modo tan exclusivo que nos dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia” (GA 16, p. 527). En esa articulación en donde el no le da la espalda al no, podría resplandecer nuestro sino a la luz de una apertura que dice “simultáneamente sí y no a los objetos técnicos” (GA 16, p. 527).

Aquí se han explorado los sueños de Descartes en un intento de, como propuso Heidegger, “ir con el pensamiento detrás de aquello que domina el mundo moderno” (GA 80.2, p. 1338). El propósito de ese paso atrás es coger impulso para saltar hacia adelante, facultando otro comienzo capaz de enraizar la técnica en la ocultación del ser y, de ese modo, detener la ocultación de lo oculto y la omnipresencia de la planificación. Liberar nuestro sino requiere un pensamiento en el que convivan el y el no, el mundo técnico y la tierra. Bien podría considerarse que a un pensamiento así apuntaba el Corpus poetarum en los sueños de Descartes como ensamblaje entre la razón filosófica y la imaginación poética. Ese ensamblaje es lo que Descartes dejó atrás en la interpretación final que hace en estado de vigilia cuando procede a entronizar el lenguaje matemático como soporte último de unificación, y eso es lo que, según Heidegger, tenemos nosotros por delante: la necesidad de desarrollar un lenguaje que habilite un pensar no ceñido al mero calcular, un pensar que permita morar poéticamente sobre la tierra.

La esperanza sería para Heidegger vislumbrar en Ge-stell un “primer e insistente destello del Ereignis” (GA 11, p. 47), de modo que el sombrío ocaso (Untergang) del mundo tecnocrático cobije el paso (Übergang) a otro inicio,14 un inicio que faculte para abrirse al mundo técnico, no como fatalidad, sino como destino que a-guarda un desocultamiento. Encarar eso que nos aguarda es para Hidegger inseparable de hacerse cargo de las posibiliadades guardadas por la tradición. Lo que aquí se ha tratado de mostrar es cómo lo que se abre en los sueños de Descartes no es solo algo que yace en el pasado como un mero ya-no, sino algo que cobija también un aún-no (cfr. GA 7, p. 185), que cobija un poder-ser-de-nuevo.

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1 Adrien Baillet fue el primer biógrafo importante de Descartes. Teniendo acceso a materiales legados por el filósofo francés que se han perdido, transcribió en estilo indirecto lo relatado por Descartes en las Olímpicas sobre sus sueños. Un cuarto de siglo después de la muerte de Descartes, Leibniz tuvo acceso a los manuscritos inéditos (que desaparecerían unos veinte años más tarde) y realizó transcripciones de estos, recogidas en las Cogitationes privatae (en Descartes, AT X), que revelan concordancia con lo relatado por Baillet. La traducción de los textos de Baillet es propia; no obstante, se han tenido en cuenta las traducciones de García-Hernández (1997, pp. 251-54) y de Olaso y Zwanck (Descartes, 1980, pp. 23-31).

2 Tal y como nos dice Heidegger en Zeit und Sein: ”Das Ereignis ist weder, noch gibt es das Ereignis” (GA 14, p. 29).

3 En este punto concuerdo, básicamente, con lo indicado al respecto por Arturo Leyte (2005, pp. 42-48).

4 De ahí que Heidegger (GA 54, p.23) nos diga que “la palabra corriente y sin negación ‘verdad’ extravíe todo camino”, pues oculta el carácter negativo de a-létheia (des-ocultamiento).

5 Cfr. También Heidegger (GA 65, §§ 51 y 59).

6 Esto lleva a pensar en Heidegger (GA 6.2, p. 152).

7 Las obras completas de Descartes son referenciadas como AT en correspondencia con la edición de Charles Adam y Paul Tannery. Por lo demás, paradójicamente, tal y como observa Marion (1986, p. 307), al tiempo que la geometría se adueña de la materia, la ilimitación propia del infinito pasará a convertirse en signo del rebosamiento ontológico de Dios.

8 No obstante, por más que se llame aquí la atención sobre la analogía cartesiana en el contexto de la mencionada génesis, ello no quiere decir que, tal y como se explica en el apartado 8, al lado de las vías centrales no se abran en el pensamiento cartesiano vías marginales llenas de fecundidad. Con respecto a las relaciones entre el alma y el cuerpo, cabe recordar la insistencia de Marion en que también podemos encontrar en el pensamiento de Descartes una reivindicación del cuerpo no solo como mecanismo, sino también como carne, reivindicación que abriría las puertas al reconocimiento de una dimensión pasiva de la subjetividad que me remitiría como sujeto “a la certeza de mi carne, y de mi carne pensante” (Marion, 2013, p. 93).

9 La ene en francés puede funcionar por si sola como marca de la negación. Esta última se forma poniendo la partícula ne antes del verbo y otra partícula (por lo general pas) después de este. No obstante, cuando el verbo comienza con una vocal, ne se apostrofa (n’), y de ahí que, por ejemplo, “Él no escucha” se diga en francés “Il n’écoute pas”, o “No hay nada” se diga “Il n’y a rien”. Por lo demás, cabe señalar que en Fama, el primero de los manifiestos rosacruces, aparece un hermano rosacruz identificado con las iniciales N. N. (cfr. Gorceix, 1970, p. 12).

10 Cfr. Agamben (2007, pp. 36-37). Por lo que se refiere a la sindéresis dentro de la tradición de pensamiento cristiano, cfr. Molina (1999, pp. 9-16).

11 Prueba adicional de la fecundidad del retorno a Descartes la da Richir (2016, pp. 26-35), quien retrocede aún más lejos, hasta la primera meditación, para, inspirándose en la duda hiperbólica, radicalizar e impulsar la fenomenología por medio de una epojé hiperbólica.

12 De la forma más extrema, el Dios de Descartes se aparta, pues, de las fijaciones conceptuales propias de lo que Marion (1982, p. 25) denominaba la concepción idolátrica de la metafísica. El ídolo “solo deja advenir lo divino a la medida del hombre” e intenta “ocupar con una figura fija el lugar que ha quedado señalado por la mirada paralizada” (p. 24). En el caso de la filosofía, cuando la mención a Dios queda “suspendida por el concepto fijado [,] el pensamiento se paraliza y aparece así el concepto idolátrico de ‘Dios’” (p. 26) La idea infiniti cartesiana encarnaría, no un ídolo conceptual, sino lo que para Marion sería un ícono conceptual, esto es, no algo nacido de una pretensión de fijar conceptualmente a Dios a medida humana, sino de provocar una apertura a la desmesura, pues, el “ícono obliga al concepto a recibir el recorrido de la profundidad infinita” (p. 36). Más allá de toda delimitación de lo pensable, a Dios “no podemos pensarlo más que bajo la figura de lo impensable” (p. 72). De ahí que Marion, en un gesto que recuerda la tachadura heideggeriana del Ser, escriba “Dios” tachado (p. 72). Al abismamiento en el infinito de la relación hombre-Dios en Descartes, se retrotrae expresamente el propio Levinas (1990, p. 41) en su propósito de abrir el camino de un pensar que salvaguarde la “diferencia entre objetividad y tracendencia”.

13 Gilson (1987, pp. 157-210) ha glosado cómo Descartes recibe dicha teología a través de personalidades vinculadas al Oratorio, como el cardenal De Bérulle y Guillaume Gibieuf.

14 Cfr. Heidegger, M., (GA 94, Überlegungen V, §§ 62 y 63; GA 95, Überlegungen VII, § 6).

Recibido: 29 de Enero de 2022; Aprobado: 28 de Abril de 2022

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