Tener una mascota, podría decirse, no fue un motivo de irritación en la vida de los grandes pensadores. Algunos autores contemporáneos, en el caso de la filosofía, han tenido un gato como mascota. Por citar algunos ejemplos, Foucault llamó a su gato Insanity; Derrida, Logos, y Camus, Stranger. Estos animales han inmortalizado su figura felina en un par de fotografías y gracias a ello podemos tener una imagen más o menos cercana de esa convivencia. Los gatos han llamado la atención de estos pensadores y aún tienen mucho que decir al gremio filosófico. Esta fue, al parecer, la intención que motivó a John Gray a escribir su reciente libro: Feline Philosophy, un estudio sobre la naturaleza de los gatos.
Gray, filósofo y teórico de la ciencia, profesor de Historia Europea en la London School of Economics, se consagró como un autor reconocido por obras como Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales (2008) y El silencio de los animales: sobre el progreso y otros mitos modernos (2014). El escrito que nos ocupa no se trata de un texto científico en sentido estricto, sino de un libro fruto de impresiones originadas por el contacto y la cercanía con sus cuatro gatos birmanos. El libro se enfrenta desde sus primeras páginas a una dificultad que podría plantearse de la siguiente manera: ¿es posible derivar una reflexión filosófica bien fundamentada a partir de la vida gatuna o se trata de una estrategia con la que solo se llama la atención del lector amante de los gatos? Esta cuestión circula en los distintos apartados. El conjunto de reflexiones de Gray comprende un total de seis capítulos cuya tesis principal es que existe una reflexión con potencial filosófico sobre aquello que podemos aprender de los gatos.
El primer capítulo, “Los gatos y la filosofía”, desarrolla la idea de que los gatos, en su silencio y aparente soledad, no comprenden la complejidad del mundo externo; el mundo para ellos no posee un enjambre de preguntas que deban responderse: la vida gatuna se resume en la tranquilidad de la cotidianeidad por sí misma. La realidad humana se caracteriza, en cambio, por estar llena de preocupaciones, de responsabilidades, y, sobre todo, atenta a los deberes morales. Las personas procuran tomarse en serio las preguntas filosóficas en algún momento de su existencia. En cambio, los gatos son “archirrealistas” (p. 6), es decir, no les atañen estas cuestiones. Si los gatos no se hacen preguntas filosóficas ni mucho menos tienen curiosidad por asuntos morales, ¿por qué gustan tanto a las personas? La razón radica en que ellos poseen un tipo de felicidad que para el hombre es difícil de alcanzar, o sea, un estado de absoluta tranquilidad. Gray señala el anhelo que tienen los seres humanos, como un deseo reprimido, de obtener aquella libertad. Así, las personas ocupan su mente buscando formas de emular la vida de los gatos. El texto señala que los felinos ya gozaban de lo que hoy los humanos aún se esfuerzan por encontrar: la satisfacción de sus más grandes deseos.
Gray confirma la tesis, sin reparos, de que los gatos no utilizan la filosofía ni podrían filosofar porque para ello hace falta una pregunta rectora que cuestione un hecho o ponga en duda lo que uno hace. Las actitudes de los gatos, sin embargo, tienen aún mucho que enseñar a la humanidad. Schopenhauer y Montaigne, quienes han reconocido abiertamente que se puede aprender algo de los gatos en materia filosófica, son los ejemplos más emblemáticos de dicha enseñanza. El autor, siguiendo a Montaigne, señala que el camino que debemos seguir para aprender algo de los animales no vendría de la persuasión argumentativa, sino del “relato” (p. 13), en otras palabras, de aquellas historias en las que los protagonistas son los félidos; el lector, de este modo, encontrará la enternecedora historia del gato Mèo. Los amantes de los felinos se sentirán identificados con esta sección en la que Gray explica por qué los seres humanos sienten un fuerte aprecio hacia estos animales.
En el segundo capítulo, “Por qué a los gatos no les cuesta ser felices”, Gray discute uno de los asuntos esenciales de la filosofía: la felicidad, que es considerada aquí como un “estado artificial” (p. 26). El deseo por la felicidad es difícil de satisfacer. Los hombres intentan satisfacerlo en la filosofía y en las terapias psicológicas. En esta línea, el autor explica las diferencias entre las perspectivas de las personas y las de los gatos bajo el tópico de la felicidad. Los hombres, si “buscan” la felicidad, es lógico que lo hagan porque no la tienen. Los felinos no llevan a cabo ninguna búsqueda, pues su estado natural les produce una especie de felicidad.
En la historia de la filosofía ha existido una gama variada de argumentos filosóficos que hablaron de la felicidad. Distintas biografías señalan que los hombres se retiran de su entorno, de su mundo, en busca de lugares o espacios externos para encontrar una espiritualidad. Esto no sucede en la vida de los gatos, ya que en cada época o lugar geográfico donde ellos se encontraron han mantenido cierta fama de poseer felicidad. El texto desarrolla una síntesis partiendo desde la Antigüedad: describe las virtudes y las limitaciones del epicureísmo, “la pobreza espiritual de la vida que propugna” (p. 28), deteniéndose después en las figuras de Marco Aurelio y Séneca. Su crítica, a fin de cuentas, está dirigida a la ataraxia, una “falsa ilusión” (p. 30). Pascal y Montaigne habrían mencionado la importancia de la diversión, y el autor explica que tanto la diversión de los humanos y la de los gatos es opuesta. Sin embargo, bajo el telón de la diversión se encuentra algo escondido: el hombre tiene la necesidad profunda de distraerse, pues con dicha diversión solo pretende no pensar en el miedo que la muerte le produce. Los gatos, a diferencia de los hombres, no planifican la vida, sino que la viven espontáneamente.
Según una opinión generalizada, los gatos no obedecen reglas de conducta ni se subsumen a leyes; en una palabra, son “amorales” (p. 42). Para el autor, empero, que los animales no sigan patrones éticos, al igual que muchos humanos, puede no ser tan cierto. Esto ya fue escrito por Aristóteles, quien, como en el caso de los delfines, explica la forma en que “amamantan a sus crías, se comunican entre sí y cooperan para atrapar los peces” (p. 44). Ideas parecidas se encuentran en el pensamiento oriental, como en Lao Tse y Chuang Tse. Gray realiza otra breve síntesis sobre varios estudios de ética en la filosofía: se detiene en la ética de Spinoza, luego menciona a Nietzsche (sobre todo el apartado de la voluntad de poder) y a Hobbes. Tras ese breve recuento se menciona una virtud de los humanos: la empatía, algo que los gatos no pueden desarrollar a raíz de su naturaleza, especialmente desaprobadora. Con bastante frecuencia se muestran hostiles o incluso crueles; sin embargo, dicha “crueldad” es realmente negativa cuando va acompañada de un deleite por el dolor ajeno; en el caso de los gatos, no tienen o sienten ese deseo de maldad: “Cuando los gatos juguetean con un ratón tras cazarlo, no se están divirtiendo con el sufrimiento de ese animal” (p. 54). En muchos actos malvados de los hombres está de por medio una imagen, otro “yo”, al que vemos desaparecer cuando se comete el delito, un espejo que el hombre se idea y persigue. El autor menciona la “prueba del espejo”, de la que los gatos nuevamente han salido victoriosos por no mostrar pruebas de autoconciencia. Por ello, la ética felina es un “egoísmo sin ego” (p. 58): los felinos tienen un respeto por sí mismos tan poderoso que no se reduce a que sigan su propio reflejo a fin de ennoblecerlo. En este apartado, titulado “Ética felina”, el autor problematiza interesantes cuestiones éticas y desenmascara varios presupuestos e ideas de las personas que se dicen morales. Por su parte, Aristóteles enfatizó que la vida buena se hace efectiva para unos pocos y solo según la forma en que cada uno se esfuerza por realizarlo.
El siguiente capítulo discute la diferencia entre el amor humano y el amor felino. Hay una diferencia entre el amor de los seres humanos y el amor entre una persona y un animal. Gray, siguiendo su idea de que los relatos son la vía para aprender de los gatos, analiza varias narraciones. Los amantes de los gatos se sentirán emocionados al leer los textos de Sidonie-Gabrielle Colette, las notas de Patricia Highsmith, Junichiro Tanizaki y Mary Gaitskill, en los que encontrarán enternecedoras historias de lo que los humanos pueden llegar a hacer cuando sienten amor hacia los gatos. Este capítulo pretende enfatizar que, si se trata de analizar la intención “pura” del amor, los gatos llevan la ventaja porque no poseen ese afecto confuso y caótico que nace en las relaciones sentimentales humanas. El autor señala las diferencias que existen entre el significado del amor en los gatos y en los hombres. Dos características merecen señalarse: por un lado, la relación entre ambos muestra que incluso los gatos pueden llegar a querer a los humanos, pero sin que por ello exista una obligación de devolver lo que reciben; por otro, los felinos no aman, si lo hacen, para distraerse de la soledad, el aburrimiento o la desesperanza, sino que aman cuando sienten un impulso que los guía y, sobre todo, cuando disfrutan de la compañía.
En el capítulo cinco, titulado “El tiempo, la muerte y el alma felina”, encontramos la experiencia que sintió el filósofo Nikolái Berdiáev tras perder a su gato. Se trata de una experiencia entre la pérdida de un ser y el deseo de querer tenerlo para siempre. El autor explica que la vida de Berdiáev, marcada por una penuria casi interminable, influyó en que este valorara la vida y comprendiera el sentido de la muerte. Fruto de ello, los temas de reflexión de Berdiáev se centraron en el “tiempo, la muerte y la eternidad” (p. 80). Esta historia enfatiza el hecho de que, en las etapas complicadas, incluso críticas, del protagonista hubo la cercanía de un gato; gracias a que dicha compañía no se despegó de él en su enfermedad, Berdiáev pudo entender mejor el valor de vivir. Con este análisis Gray confirma el postulado de que a los gatos no les hace falta un elemento que dé continuidad a su vida tras la muerte. Sin embargo, los felinos “saben cuándo su vida está llegando a su fin” (p. 67). Al respecto, el fragmento de un texto de Lessing podrá conmover hasta al indiferente más agazapado del amor hacia los gatos. Por otro lado, la cuestión del miedo a la muerte podría entenderse como el deseo de prolongar la civilización. El autor se pregunta si los gatos pueden tener también ese deseo de evitar vivir o no haber querido hacerlo, y describe la deificación hecha de ellos por los mismos hombres. Esto se entiende de forma sencilla: los hombres, alejados de su naturaleza, se sorprenden cuando encuentran a quienes no lo están. En el mundo egipcio nació la veneración hacia los gatos: de compañeros de casa pasaron a ser un puente entre los dioses y los humanos, y también protectores divinos.
El último capítulo, dedicado a “Los gatos y el sentido de la vida”, es una respuesta a la falaz argumentación de que los felinos tienen un deseo de hallar un sentido a la vida; para ellos, vivir es ya el reflejo de su “sentido”. Aquí se conecta un interesante tema sobre la naturaleza gatuna y la humana. Gray analiza los pormenores de si existe o no una naturaleza humana o si tal argumentación frenaría la misma libertad. El autor es de la opinión de que sí existe una naturaleza humana y se apoya en la idea de una “vida buena” (p. 93). Los gatos, entre otras cosas, pueden enseñar a la humanidad a quitar el peso que los hombres, de forma obstinada, se han encargado de colmar a la misma vida. La posibilidad de aprender de ellos iría orientada a no perder el horizonte, lo valioso de la humanidad; una actitud así enfatiza el presente, el cual se encuentra reiteradas veces distorsionado por preocupaciones o interpretaciones que solo agudizan la existencia. Este apartado termina con diez pistas sobre cómo vivir, es decir, recomendaciones que los gatos, si hablaran, darían a los hombres; pero, en el fondo, son reglas que el autor, bajo una supuesta mirada gatuna, pretende aconsejar.
El trabajo de Gray es un valioso texto entremezclado de un cariñoso espíritu de ironía y simpatía. Invita al lector a reflexionar gracias a la vida gatuna, pero no se reduce a ello, pues el texto procura enfatizar elementos de relevancia filosófica: la vida, la muerte, el sentido de la vida, la soledad. La ambición de Gray también se orienta a reflexiones sobre la animalidad a escala mayor: lo que los gatos pueden enseñarnos no es la última palabra, sino un estímulo para respetar los derechos de los propios animales. Sin embargo, y hay que decirlo con mucho respeto, varias reflexiones sobre los animales tienen un aspecto marginal en el libro y dan la impresión de que, más que un texto sobre filosofía o psicología felina, se trata de un escrito filosófico que tímidamente los toma en cuenta. Uno echa de menos un análisis agudo y más contemplativo sobre los gatos. Tomar en cuenta otros elementos habría dado más luces para comprenderlos: el bello gesto que tienen al dejar animales que han cazado cerca de la cama de los seres humanos, el hecho de ronronear para explicar qué significa, las posiciones de sus patitas al dormir, o incluso expresiones que son usuales en ellos. Una mirada pausada hubiera ofrecido medulares aportaciones. Por otro lado, el texto tampoco ofrece pautas a cuestiones prácticas, como el trato que los gatos se merecen en el marco de políticas de cuidado. Si bien no sienten interés por los dilemas éticos, ellos y otros animales merecen que el mundo los cuide y proteja. Pero estas apreciaciones obedecen a una perspectiva meta-interpretativa de los límites del trabajo y no quitan valor y calidad al propio texto. Quien tenga, en definitiva, un cariño y sienta pasión por los felinos debe adentrarse a la lectura de este libro.