Introducción1
Con motivo de la celebración del Día de Muertos, el pasado dos de noviembre de 2017, el INEGI presentó un estudio en relación a las principales causas de mortandad en México. Según las estadísticas en el año 2015 se registraron más de 655 mil defunciones, de las cuales el 25.5% fueron producto de enfermedades del sistema circulatorio,2 el 17.5% de enfermedades endócrinas, nutricionales y metabólicas3 y solo un 13% a causa de tumores malignos.4 Por otro lado, si comparamos estos datos con las estadísticas que presentó la OMS en el 2012 nos damos cuenta que los porcentajes, tanto en México como en el resto del mundo, no son tan diversos entre sí, ya que las enfermedades del sistema circulatorio como las metabólicas se encuentran también dentro de los diez primeros lugares de la lista de la OMS.5
Al revisar estas cifras llama también la atención que en ambos casos el porcentaje más alto de fallecimientos lo tienen aquellas enfermedades que, en muchas ocasiones, pueden estar asociadas o ser consecuencia de algunos hábitos o estilos de vida que se consideran poco saludables, tal es el caso de la hipertensión arterial o la diabetes. Por ejemplo: una persona sedentaria que lleva una dieta alta en contenido de grasas saturadas y con un elevado consumo de sal y azúcar aumenta el riesgo de padecer alguna de estas enfermedades. En este sentido, se puede decir que tanto la libertad como la responsabilidad en el momento de tomar decisiones o seguir un cierto modo de vida son un factor determinante para la prevención y el tratamiento de ambos padecimientos.
Dentro de un contexto político, si tomamos en cuenta la escasez de recursos junto con el encarecimiento de los servicios de salud -gracias a los avances tecnológicos y científicos de la biomedicina- el aumento de la esperanza de vida y el anhelo de poder garantizar una cobertura universal de salud en la mayor parte de los países del mundo, nos percatamos del hecho de que cada año el gasto en los servicios de salud se va incrementando de forma exponencial. Sin lugar a dudas, estos factores han provocado que se busquen criterios equitativos de distribución y racionalización de los recursos. Es por esta razón que hoy en día el tema de la justicia distributiva en la salud y la asistencia sanitaria se ha convertido en el centro de muchos de los debates políticos, filosóficos y bioéticos.
En este sentido algunos filósofos como Ronald Dworkin, Richard Arneson, G. A. Cohen, John Roemer o Shlomi Segall6 se han cuestionado las ventajas de tomar en cuenta a la responsabilidad como criterio equitativo de distribución de recursos en el campo de la salud. Todos estos autores a pesar de defender diferentes posturas entre sí coinciden en las mismas raíces igualitarias, es por esto que al conjunto de teorías que todos ellos comparten y que toman en cuenta a la responsabilidad individual como criterio de distribución se le ha denominado: “igualitarismo de la suerte”.
Para lograr comprender el origen del “igualitarismo de la suerte” es importante mencionar que, al introducir el argumento de la rectificación del azar como parte del principio de la equitativa igualdad de oportunidades, John Rawls fue uno de los primeros filósofos en considerar a la suerte como un factor de desigualdad. Sin embargo, al no tomar en cuenta a la responsabilidad como parte de su argumento algunos filósofos, entre ellos Dworkin, lo criticaron y decidieron desarrollar otra línea de igualitarismo que además de considerar a la suerte incluyera también a la responsabilidad.
No obstante, otros filósofos -también de raigambre igualitarista- como Norman Daniels, decidieron ser fieles a la teoría de Rawls y extenderla hasta aquellos temas que la justicia como equidad no había considerado. Es así como el autor de Just Health Care desarrolló su modelo biomédico y su defensa al derecho a la asistencia sanitaria como parte fundamental de la equitativa igualdad de oportunidades. En este punto es importante destacar que aunque Daniels se considera un igualitarista su postura es completamente contraria al igualitarismo de la suerte. Es por esto que Daniels y Segall son dos de los protagonistas que encabezan uno de los principales debates teóricos que se mantiene vigente en el campo de la justicia distributiva y la salud.
En este trabajo haré una breve exposición de la postura de Daniels, como defensor de la equitativa igualdad de oportunidades y posteriormente analizaré la propuesta de Ronald Dworkin y Shlomi Segall respecto al igualitarismo de la suerte, así como de las ventajas y desventajas que se pueden seguir de tomar a la responsabilidad individual como criterio de distribución. El análisis se llevará a cabo en tres partes. En primer lugar, expondré los aspectos generales del igualitarismo de la suerte y definiré la postura de Daniels y Segall respecto a la asistencia sanitaria. En segundo lugar, retomaré la distinción que hace Dworkin entre suerte bruta y suerte opcional y expondré su propuesta sobre la igualdad de recursos y el modelo sanitario sustentado en el binomio libertad-responsabilidad que él defiende. En tercer lugar, analizaré la relación entre libertad y responsabilidad en el cuidado de la salud. De este modo, pretendo demostrar las ventajas y desventajas que se pueden seguir de tomar a la responsabilidad individual como criterio de distribución de recursos.
1. Igualitarismo de la suerte y salud
En términos generales podemos decir que el igualitarismo de la suerte afirma que las teorías de la justicia distributiva no le han dado el peso que merece a la responsabilidad y circunstancias de los agentes al considerar las desigualdades sociales. En este sentido, el igualitarismo de la suerte considera que son justas aquellas desigualdades que son imputables a los individuos e injustas las que son atribuibles al azar. Sobre este punto la reciente definición de Mathew Seligman es seguramente la más precisa y exhaustiva para explicar esta postura:
La posición igualitarista de la suerte canónica (…) puede ser formulada en los siguientes tres principios que juntos constituyen una condición suficiente y necesaria para la justicia de las distribuciones:
Las distribuciones son fruto de las decisiones de los individuos y del azar.
Cualquier desigualdad es separable en partes imputables a las elecciones y partes imputables al azar.
Las desigualdades, o partes de ellas, son justas si y sólo si son imputables a las elecciones en lugar del azar (Seligman, 2007: 268).
Como ya mencionamos en la introducción de este trabajo en el campo de la salud una de las principales polémicas en torno al igualitarismo de la suerte es la que han protagonizado Norman Daniels y Shlomi Segall. De corte rawlsiano, la postura de Daniels defiende que el principio rector en la distribución de recursos en la asistencia sanitaria debe ser la equitativa igualdad de oportunidades. Según el autor de Just Health Care, la especial importancia de la salud radica, principalmente, en la relación que tiene con el principio rawlsiano de la equitativa igualdad de oportunidades ya que se le considera un bien social que permite el desarrollo de las personas. Ahora bien, para demostrar el vínculo que hay entre la asistencia sanitaria y la igualdad de oportunidades elabora el siguiente argumento:
1) Cualquier impedimento en el funcionamiento normal de un individuo reduce las oportunidades abiertas a ese individuo, oportunidades bajo las cuales construiría su plan de vida y su noción de bien.
-
2) Si las personas tienen un interés especial en conservar las oportunidades, entonces, tendrán también un interés especial en que se conserve el funcionamiento normal de la especie.7
Y, si es el caso de (2), entonces:
3) Para mantener el funcionamiento normal de la especie, los individuos buscarán los servicios y atención sanitaria adecuada. (Daniels, 1990: 273-296).
Este vínculo entre la asistencia sanitaria y la oportunidad le permite a Daniels justificar la importancia moral que tiene el cuidado de la salud sobre otros bienes y de esta manera garantizar también un mínimo sanitario que el Estado debe proteger. A partir de este argumento se ha llegado a considerar a la igualdad de oportunidades como un primer criterio de distribución.
Sin embargo, Daniels es consciente de la escasez de recursos y de la necesidad de establecer límites que sean legítimos y equitativos para su distribución. Por ello propone un cierto tipo de responsabilidad -a la que él llama pública- guiada por la razón para establecer los límites en los recursos sanitarios. Esta razón deberá estar avalada por personas de amplio criterio que puedan coincidir en torno a lo que es pertinente para decidir a quienes se les dan los cuidados de salud cuando hay recursos limitados (Daniels, 2012: 117).
En este sentido Paulette Dieterlen, analizando la postura de Daniels, explica que en lo referente al cuidado de la salud las personas con criterio amplio encontrarán razones que puedan ser aceptadas desde un punto de vista razonable, aminoren el desacuerdo y, al mismo tiempo, den bases para resolver las discusiones (Dieterlen, 2015: 102). De esta manera se puede decir que el tipo de responsabilidad a la que apela Daniels es un tipo de responsabilidad dirigida por la razonabilidad de las personas y no un tipo de responsabilidad individual como a la que se apela en el igualitarismo de la suerte.
Por otro lado, la postura de Segall -siguiendo el pensamiento de Dworkin- afirma que las teorías igualitaristas -como la de Daniels-aunque consideran las desigualdades que son producto del azar para construir el principio de la equitativa igualdad de oportunidades, no dan el peso que merece a la responsabilidad individual de los agentes en el cuidado y mantenimiento de la salud. Esta segunda posición sostiene que las teorías de la justicia distributiva no pueden ignorar lo que muchos filósofos han llamado “suerte bruta” y “suerte opcional”. 8
En los últimos años, la consideración de la suerte en los debates de justicia distributiva ha cobrado mayor importancia y se ha presentado como una teoría contraria a las de corte rawlsiano. Según explica Segall, una de las diferencias entre el igualitarismo de la suerte y la teoría de Rawls, es que a pesar del argumento sobre la rectificación del azar,9 Rawls no llega a considerar el vínculo entre responsabilidad y suerte. Otra de las diferencias entre el igualitarismo de la suerte y la justicia como equidad, es que el principio de diferencia de Rawls le otorga la misma prioridad a la persona talentosa que ha decidido no trabajar y que es igual de pobre que la persona trabajadora pero poco talentosa. Sin embargo, la principal diferencia entre el igualitarismo de la suerte y la justicia como equidad es el carácter contractualista de la teoría de Rawls. Según explica Segall, los principios de la justicia son el fruto de un proceso contractual, mientras que los principios del igualitarismo de la suerte son independientes de cualquier acuerdo contractual entre los miembros de una sociedad. En este sentido, se considera la justicia distributiva como la relación entre individuos que son miembros de una comunidad política entre los cuales se logra alcanzar un acuerdo social (Segall, 2010: 10-11).
Segall aclara que si bien las teorías de la suerte han llenado el espacio de discusión sobre justicia distributiva, no hay muchos textos que aborden el problema desde el punto de vista de la salud. Ante esta realidad Segall se pregunta acerca de la justa distribución, tanto de recursos para la salud como para su protección, y aventura una primera respuesta: “las desigualdades en la salud y su protección son injustas cuando reflejan diferencias en la suerte bruta” (Segall, 2010: 1).
Sin embargo, la inclusión de la salud como de su protección como un tema más dentro del igualitarismo de la suerte plantea dos asuntos éticos fundamentales. El primero, atañe a la forma en la que se debe tratar a los pacientes que no han cuidado su salud. En este sentido, la forma canónica del igualitarismo de la suerte sostiene que las desigualdades son injustas cuando son el resultado de circunstancias sociales y naturales que no han sido elegidas por las personas. Dicho en otros términos, la justicia sólo debe compensar las desventajas que no han sido responsabilidad de las personas. Según esta postura, sería legítimo negarle la asistencia sanitaria a una persona que es responsable de su mala salud; por ejemplo, se le podrían negar los servicios de emergencia a los conductores imprudentes, a un alcohólico el trasplante de hígado o bien negarle las dosis gratuitas de insulina a los diabéticos que no cambian su alimentación y siguen manteniendo un alto consumo de azúcar y una vida sedentaria. Estos casos extremos han llegado a cuestionar la validez teórica del igualitarismo de la suerte para la asistencia sanitaria y forman parte de la llamada “objeción del abandono del paciente imprudente” (Segall, 2010: 29).
El segundo asunto ético concierne al hecho de que solemos encontrar en la sociedad disparidades tanto en la buena o mala salud de las personas como en las expectativas de vida que tienen. En este sentido Segall señala que no todas las desigualdades pueden explicarse por falta de atención a la salud y a su protección; algunas obedecen a factores genéticos y otras a las circunstancias sociales y económicas en las que vive la gente. Considerando esto, Segall se cuestiona: “¿cómo puede tomar en cuenta esas desigualdades una teoría de la justicia que intenta eliminar las diferencias entre la suerte bruta con respecto a la salud?” Precisamente, la respuesta de esta pregunta es el argumento central de su libro (Segall, 2010: 2).
En su obra Justice, Luck and Equality, Segall analiza en primer lugar la teoría de Norman Daniels. Según él, el principal argumento de la teoría de Daniels afirma que la salud tiene una importancia estratégica en nuestro desarrollo personal y para la equitativa igualdad de oportunidades ya que contribuye de una manera significativa a seguir y llevar a cabo nuestros planes de vida. Aunque en principio el argumento de Daniels parece sólido y bien cimentado en una teoría general de la justicia, como es la de Rawls, es posible encontrar ciertos puntos débiles que podrían generar alguna fractura en su planteamiento. En este sentido, Segall lanza dos objeciones en contra de Daniels.
La primera está referida al vínculo establecido entre salud e igualdad de oportunidades. Para formar su crítica, Segall parte de la premisa de que los pobres, en comparación con los ricos, tienen peores posibilidades de realizar sus planes de vida y, por lo tanto, deberían tener una prioridad en la atención sanitaria. Si el objetivo de la igualdad de oportunidades radica en la realización y elección de un plan de vida, entonces las personas con las peores condiciones y en desventaja -como la gente pobre- deberían tener prioridad sobre las personas con mejores posibilidades, generando así, una brecha de desigualdad que limitaría la cobertura universal de la asistencia sanitaria. Esto es lo que Segall llama, “la objeción de asistencia sanitaria selectiva” (Segall, 2010: 30-31).
La segunda objeción está dirigida al concepto de plan de vida. El término plan de vida es usado comúnmente en la filosofía política para describir tanto las profesiones, trabajos o proyectos que podemos desear alcanzar a lo largo de nuestra existencia. Esta crítica parte de la premisa de que muchos de los pacientes que son atendidos en el sistema de salud, son personas que se encuentran en el ocaso de su vida. Para aquellos pacientes seniles la finalidad de la asistencia sanitaria no puede basarse en la igualdad de oportunidades o, en otras palabras, en la condición de posibilidad para construir un plan de vida. El éxito en el tratamiento de personas que tienen más años no puede radicar en la igualdad de oportunidades para perseguir un proyecto de vida, sino más bien en la posibilidad de mitigar el dolor y el sufrimiento del paciente o prologar su vida todo lo humanamente posible. Según la perspectiva de Daniels, existen razones para racionar los recursos de asistencia sanitaria para las personas mayores de 75 años, esto bajo el supuesto de que las personas mayores de 75 años han concluido ya con su carrera profesional (Segall, 2010: 40).
Sin embargo, la crítica de Segall no se dirige hacia la racionalización de recursos para las personas seniles (al final esta racionalización corresponde más a un criterio utilitarista de coste/beneficio en la expectativa de vida). Sino más bien, su objeción se centra en el uso del término “plan de vida” -básico en el principio de igualdad de oportunidades- para justificar la asistencia sanitaria.
Una vez que hemos expuesto los principios generales del igualitarismo de la suerte y la manera en la que se ha intentado incorporar como un criterio de distribución de recursos en la asistencia sanitaria, así como las críticas de Segall tanto al igualitarismo de la suerte, bajo el argumento del abandono del paciente, como a la teoría de Daniels, es posible analizar la propuesta de Segall.
Pese a las objeciones antes mencionadas la posición de Segall respecto al igualitarismo de la suerte podría resumirse de la siguiente manera: “Es injusto que algunos individuos estén peor que otros porque sus acciones tuvieron consecuencias que no habría sido razonable esperar que evitaran” (Segall, 2010: 13). Según esta consideración, podríamos decir que la postura de Segall se sostiene sobre un cálculo razonable de las posibles consecuencias que se pueden seguir de una acción. De esta manera logra mantener el vínculo entre responsabilidad y suerte y al mismo tiempo evitar caer en la objeción del abandono del paciente.
Así, el igualitarismo de la suerte propone que los resultados de las desigualdades sean la única preocupación de la justicia distributiva, y compara la suerte bruta con otro patrón de distribución: el mérito. Esto se debe a que, al agregar la diferencia entre la suerte bruta y la opcional, la propuesta de Segall al igual que la de Dworkin, en contraste con otras teorías de la justicia distributiva, incorporan a la responsabilidad individual (Dieterlen, 2015: 17).
2. Ronald Dworkin: la igualdad de recursos. Una distinción entre suerte bruta y suerte opcional
Como teoría de la justicia distributiva, la propuesta de Dworkin es una teoría profundamente igualitarista, pero es necesario entender en qué sentido lo es. Por un lado, no busca hacer iguales a las personas en el bienestar, sino más bien en los recursos que disponen para perseguir sus intereses y satisfacer sus necesidades. Cabe señalar que el objetivo de esta igualdad no está en el estado final, sino en la posición inicial de las personas, es decir, en los recursos con los que cuenta cada individuo para realizar el proyecto de vida que ha elegido. Por otro lado, Dworkin busca también ser sensible tanto de la exigencia de compensar a las personas por los accidentes naturales y sociales de los que no son responsables y al mismo tiempo considerar la responsabilidad que cada uno tiene sobre sus decisiones, ambiciones y estilos de vida que han deseado llevar. En este sentido, Dworkin explica que,
la igualdad liberal depende de una distinción nítida y llamativa entre personalidad y circunstancia. Las personas tienen que ser iguales, hasta donde sea posible, respecto de los recursos que controlan, los cuales incluyen tanto los recursos personales como los impersonales.10 Pero no tienen que ser iguales respecto de su bienestar. Tienen que ser ellas mismas responsables de sus gustos y sus proyectos y ambiciones y de los demás rasgos de personalidad en virtud de los cuales una persona puede juzgar su vida mejor o peor que otra que dispone de idénticos recursos. Así, nadie puede considerarse legitimado para tener más recursos sólo porque sus gustos sean más caros o sus ambiciones más peligrosas, o porque las exigencias que se plantee para uno mismo sean más arduas de cumplir. La distinción que la igualdad liberal realiza entre personalidad y circunstancia es, por lo tanto, de capital importancia para la teoría globalmente considerada (Dworkin, 1993a: 92).
De esta manera y bajo el rubro “igualdad de recursos” Dworkin afirma que existen diferencias generadoras de desigualdad entre las personas y que éstas provienen del ejercicio de las preferencias, pero también de las circunstancias de las que se encuentran: el medio ambiente, el contexto social y, principalmente, la herencia genética. Dworkin entiende por recursos no sólo los bienes materiales que se pueden intercambiar en el mercado, sino también los talentos y las desventajas genéticas o debidas a algún accidente. Él distingue también entre “suerte bruta” -cuando las consecuencias de una acción no dependen de la persona- y “suerte opcional” -cuando las consecuencias son resultado de las decisiones que las personas hacen conscientemente (Dworkin, 1993a: 95).
Ahora bien, el mecanismo mediante el cual se pone a prueba, a nivel teórico, la igualdad de recursos se basa en tres estrategias metodológicas diseñadas en situaciones hipotéticas: 1) la subasta, 2) el test de la envidia y 3) el mercado hipotético de seguros.
1) La subasta
Con el mecanismo de la subasta hipotética11 Dworkin pretende igualar las circunstancias de los individuos salvaguardando su identidad: aunque todos dispondrán inicialmente del mismo capital, cada uno de ellos pujará en función de sus preferencias, deseos, intereses y el proyecto de vida que quisiera realizar. La igualdad que persigue Dworkin no es una igualdad en el bienestar que cada persona (en esa isla imaginaria en la que, según Dworkin, se realiza la subasta) pudiera obtener, sino una igualdad en los recursos.
En este sentido se podría afirmar, por lo tanto, que la subasta tiene como objetivo satisfacer dos condiciones fundamentales para la igualdad liberal; por un lado, pretende garantizar que los bienes que cada persona posee no han sido afectados por la influencia de circunstancias inmerecidas; y, por otro lado, que la riqueza que han conseguido es la expresión de sus preferencias y ambiciones individuales y no la imposición de un agente externo.12 De estas dos condiciones se concluye, entonces, que la igualdad de recursos tiene como meta garantizar la libertad de las personas al distribuir los recursos necesarios para poder elegir, pero a la vez, pretende hacer responsable a las personas de sus gustos y ambiciones (Dworkin, 1993a: 87-88).
2) El test de la envidia
Dworkin echa mano del test de la envidia utilizado por los economistas para explicar la igualdad ideal. “La igualdad es perfecta cuando ningún miembro de la comunidad envidia el conjunto total de recursos que está bajo el control de cualquier otro miembro” (Dworkin, 1993a: 87).
La envida, como la considera Dworkin, no es un concepto psicológico, sino económico. Alguien envidia el conjunto de recursos de otra persona en el caso de preferir que ese conjunto de recursos fuera el suyo propio, de modo que cambiaría gustoso el suyo por el de aquél. Este test de la envidia puede ser pasado con éxito, evidentemente, de modo que nos permita decir que hay igualdad de recursos, aun si la felicidad o el bienestar conseguidos por la gente mediante la igualación de los recursos por ellos controlados resultaran desiguales. Si sus metas, ambiciones o proyectos son más fáciles de satisfacer que los míos, o si su personalidad es distinta en algún aspecto pertinente. En este sentido, es posible afirmar, entonces, que la igualdad liberal es igualdad de recursos, no de bienestar.
Tomando como criterio de igualdad al test de la envidia, una distribución será justa cunado nadie envidia el conjunto de recursos que ha obtenido algún otro. Sin embargo, el éxito de haber superado el test no es garante de que esa igualdad pueda mantenerse eternamente y sin ningún tipo de alteraciones. Una vez superado el test de la envidia en la situación de distribución inicial y una vez que los participantes de la subasta comiencen a producir y a comerciar entre sí, se generarán diferencias en el control de recursos que determinarán resultados distributivos que no superarían el test de la envidia. Asimismo, la vida de las personas está llena de contingencias e infortunios tanto merecidos como inmerecidos, como puede ser un accidente, que ocasionarán una desigualdad y la envidia entre las personas. Por esta razón, es necesario instaurar un mecanismo que pueda restablecer la igualdad inicial de la subasta y de esta manera contrarrestar, también, las consecuencias que tienen las diferencias en los recursos impersonales afectados. Para Dworkin, este mecanismo queda representado a través del mercado hipotético de seguros.
3) Mercado hipotético de seguros
El mercado hipotético de seguros opera como un agregado a la distribución realizada en la subasta, que permite que los participantes puedan adquirir, además de recursos, pólizas de seguro que ofrecen protección contra una amplia gama de riesgos, como accidentes, enfermedades crónicas o ingresos bajos. Esta cobertura se logra pagando la correspondiente prima, cuyo monto se fijará en la subasta con base en el riesgo promedio de cada área de cobertura. En la medida en que los participantes adquieran estas pólizas en la subasta, sacrificando otros recursos, la situación posterior a la subasta producirá menos envidia.
En el mundo real, el mercado hipotético de seguros operará como guía para el diseño de políticas impositivas y distributivas, con las cuales se compense el déficit de oportunidades de los afectados. Bajo esta lógica compensatoria es posible afirmar que el nivel mínimo de cobertura es el que puede garantizar las condiciones para poder tener una vida digna. A este nivel de cobertura algunos autores, como Pereira, lo llaman “mínimo de dignidad” (Pereira, 2004: 6).
Según lo que se ha expuesto se puede decir, entonces, que el mercado hipotético de seguros introducido por Dworkin se sustenta en la distinción entre la suerte de opción y la suerte bruta. La primera dependerá de las elecciones que tomen las personas, haciendo un cálculo del posible riesgo que implica dicha decisión. La segunda, la suerte bruta, deriva de situaciones que la persona no ha elegido, por ejemplo, nacer ciego o sufrir un accidente sin culpa. En la medida en que la diferencia entre ambos tipos de suerte es de grado y no de clase, el mecanismo del seguro les permite construir un puente entre ambos géneros de azar. Así, la decisión de comprar o rechazar un seguro contra una catástrofe se transforma en una apuesta calculada que convierte a la suerte bruta en opcional y al mismo tiempo es un reflejo de la personalidad del sujeto que permite expresar sus preferencias, ambiciones y deseos así como su aversión al riesgo o su carácter temerario. A través de la compra del seguro se hace responsable al sujeto también de estos aspectos de su personalidad (Dworkin, 1981: 40-94).
Siguiendo la misma estrategia argumentativa que utilizó para la igualdad de recursos, Dworkin construye un modelo de justicia distributiva para la asistencia sanitaria que le permite extender su teoría hacia nuevos horizontes. El modelo sanitario que propone se sostiene sobre dos preguntas centrales: “¿Cuánto, de la suma total de recursos, debe la sociedad gastar en salud? y, una vez establecido esto ¿cómo deberían distribuirse dichos recursos?” (Dworkin, 1993b: 883). A partir de estas dos interrogantes, Dworkin comienza a diseñar un sofisticado argumento para dar respuesta a sus preguntas y justificar su propuesta distributiva.
En este sentido, Dworkin sugiere que se imagine una sociedad con las siguientes características: 1) los miembros de esta sociedad -al igual que los participantes de la subasta- reciben una justa y equitativa asignación inicial de recursos; 2) todos los miembros tienen un amplio conocimiento sobre el coste y valor de los procedimientos médicos, las consecuencias de distintas afecciones; y, por último, 3) pese al conocimiento médico que poseen, ignoran las probabilidades que tienen de desarrollar alguna enfermedad (Dworkin, 1993b: 890).
También es importante señalar, que en el modelo de justicia distributiva sanitaria de Dworkin se presupone que hay determinados tratamientos y procedimientos de diagnóstico que es legítimo que el Estado no deba brindar a los ciudadanos y que, por lo tanto, sólo podrán ser obtenidos por éstos en función de su capacidad de pago. A través de este supuesto Dworkin define su posición sobre el llamado “principio de rescate” (Dworkin, 1993b: 886).
Según el “principio de rescate”, no se puede permitir que una persona muera por falta de dinero. En otras épocas en las que la biomedicina no era capaz de ofrecer una cura o prolongar la vida por varios años, tal vez se podía abrazar este principio. Hoy, sin embargo, ya no es posible porque el alto coste de los tratamientos y el gasto exponencial en los sistemas de salud obligan a una racionalización de los recursos. De esta manera, frente a los defensores del principio de rescate se alzan nuevas voces que ponen el énfasis en la responsabilidad de cada cual por su salud.
De esta manera, Dworkin llega a reconocer que el Estado sólo es responsable de garantizar un mínimo sanitario el cual es posible determinarlo a través del “seguro prudente y responsable”. De manera análoga al argumento de la igualdad de recursos, este seguro prudente y responsable también se adquiere en un hipotético mercado de seguros. Considerando las condiciones de la sociedad que Dworkin ha imaginado, los individuos podrían comprar asistencia sanitaria en un mercado libre, de la misma manera en la que adquieren otros bienes, según sus preferencias y de acuerdo a sus recursos, habiendo sido previamente igualadas sus circunstancias (Dworkin, 1993b: 883).
A partir de estas premisas, Dworkin supone que es posible sacar las siguientes dos conclusiones:
1) cualquiera que fuera la cantidad destinada a la asistencia sanitaria en esa sociedad (y esa cantidad no sería sino la suma de lo gastado por cada uno de sus miembros) esa sería la cantidad justa.
2) cualquiera que sea la forma en que se distribuyan los recursos para la asistencia sanitaria en esa sociedad, esa será la distribución justa (Dworkin, 1993b: 888-889).
Dicho en otras palabras, una distribución justa de los recursos en la asistencia sanitaria es aquella que una persona bien informada crea para sí misma mediante su elección individual suponiendo que el sistema económico y la distribución de la riqueza en esa comunidad son justos.
De esta manera Dworkin, afirma que nadie sensatamente pagaría una costosa póliza de seguro, que le permitiera prolongar su vida mediante alimentación artificial si cae en un estado vegetativo permanente, pues esa cantidad de dinero podría destinarla a satisfacer otros intereses y bienes cuya ausencia haría que su vida, mientras está sano y en condiciones plenas, fuera más pobre y amarga. Aunque es real el deseo de las personas de prolongar la vida lo más que se pueda, lo que se busca es hacerlo en las mejores condiciones y evitando una vida de sufrimiento (Dworkin, 1993b: 891-893). En pocas palabras se puede decir que el argumento que defiende Dworkin supone que nadie pagaría costosas pólizas de seguro en detrimento de su bienestar presente y, por lo tanto, comprarían un seguro con un costo más razonable.
Sin embargo, lo que sí es prudente y razonable es destinar recursos para prevenir enfermedades típicas mediante vacunación, medicina preventiva, el tratamiento de traumatismos o la curación de enfermedades de la infancia. En este sentido, De Lora logra sintetizar en una frase el pensamiento dworkiniano sobre la justicia distributiva sanitaria: “no reclames del Estado lo que tú mismo no habrías previsto” (De Lora, 2007: 5).
Fiel al esquema de la igualdad de recursos, lo que pretende Dworkin con el principio de seguro prudente es que la persona logre desarrollar su plan de vida de acuerdo a sus preferencias y haciéndose responsable de su propia salud. Es decir, lo que cada individuo valora y considera al adquirir una póliza de seguro responde, en definitiva, a un ejercicio de la autonomía y libertad de cada persona.
De esta manera se puede afirmar que el modelo dworkiniano de asistencia sanitaria logra unir el binomio libertad-responsabilidad y mitigar las desigualdades provenientes de la suerte bruta y suerte de opción a través del mercado de seguros.
En este sentido, podría afirmarse que el mínimo sanitario que debe garantizar el Estado -según Dworkin- será el resultado de todas las decisiones prudentes y racionales de individuos bien informados que se han asegurado y que han sido igualados en sus circunstancias iniciales. Todo lo que caiga fuera de estas preferencias será considerado como tratamientos excéntricos que un Estado podrá justamente no cubrir.
Una vez expuestos los argumentos y principios que forman parte del criterio de igualdad de recursos de Dworkin y el modelo sanitario que propone parece oportuno presentar algunas de las objeciones que se pueden seguir de su teoría.
La mayoría de las críticas esgrimidas frente a la concepción de Dworkin se articulan en torno al déficit de bienestarismo de su modelo sanitario. Según explican De Lora y Zúñiga para algunos de los críticos de Dworkin, como Erik Rakowski, existe una cierta falta de misericordia en su planteamiento, pues, éste permite abandonar a su suerte a todos los individuos faltos de diligencia o temerarios (Rakowski, 1991: 74-75; 79 citado en De Lora y Zúñiga, 2009: 106).
Al hacer responsables a los individuos de sus preferencias y acciones, Dworkin hace que la intervención del Estado sea menor que la que se tiene en los Estados de Bienestar. De hecho, podría decirse que según el planteamiento de la teoría de Dworkin la intervención del Estado se limitaría a la regulación del mercado de seguros para que todos puedan tener un mínimo sanitario garantizado.13
Otra de las críticas que se puede hacer al planteamiento de Dworkin es sobre el criterio para determinar qué cantidad de recursos debe gastar una sociedad en asistencia sanitaria. Para Dworkin, esa cantidad es el resultado de la sumatoria de lo que hubieran gastado individuos en una póliza de seguro en las condiciones hipotéticas que él presupone. El problema que representa una sociedad hipotética, es que pudiera darse el caso de que los recursos que se destinan para la asistencia sanitaria no son suficientes ni para cubrir el mínimo de las necesidades básicas en salud. Esto puede ocurrir, bien porque los individuos arriesgan mucho o porque la sociedad es muy pobre.
Por otro lado, ambas razones corresponden a una decisión que se considera subjetiva, basada en una preferencia. Bajo los presupuestos dworkinianos nada asegura que los individuos adquieran coberturas razonables y tampoco es una respuesta satisfactoria apelar a que será justo lo que obtenga cada cual si fue el fruto de una elección que atiende a un esquema o plan global de vida libremente asumido.
Sin embargo, es un hecho innegable que el aumento de la esperanza de vida junto con los avances en biomedicina y las investigaciones médicas, así como los diferentes estilos de vida -tales como el sedentarismo, el tabaquismo y los malos hábitos alimenticios- han provocado, en los últimos años, que el gasto en los sistemas de salud se incrementara de forma exponencial. El encarecimiento de los servicios de salud nos obliga a pensar en la racionalización de los recursos y a cuestionarnos ¿hasta qué punto puede el Estado hacerse responsable de la asistencia sanitaria? o ¿qué tanta responsabilidad tiene el individuo del cuidado de su salud? Ante estas interrogantes, las conclusiones de Dworkin nos abren una puerta para poder responderlas.
Lo que deja ver la propuesta de Dworkin para la distribución de recursos de salud es la posibilidad de un modelo sanitario mixto. Es decir, un modelo en donde el Estado es responsable de garantizar un mínimo sanitario para todas las personas -esto con el fin de nivelarlas y mitigar ciertas desigualdades de origen- pero también queda abierta la posibilidad para un mercado sanitario que deja a las personas en libertad de satisfacer sus preferencias y deseos.
Por otro lado, la conclusión de Dworkin también logra dar una solución al dilema contemporáneo que ha dividido la concepción de la asistencia sanitaria. Hoy en día el binomio libertad-responsabilidad planteado por Dworkin se ha convertido en el centro del debate en torno a la asistencia sanitaria.
3. Libertad y responsabilidad en la asistencia sanitaria
De todo lo que se ha expuesto anteriormente resulta destacable el papel que juega la responsabilidad como un criterio de distribución de recursos en la asistencia sanitaria. De hecho, muchos gobiernos considerando esto han optado por invertir más en medicina preventiva para sus sistemas de salud. Un ejemplo de esto es el programa PREVENIMSS14 que se diseñó en México en el año 2001, enfocado a la medicina preventiva de grupos sociales específicos. Lo que se busca con este tipo de programas es generar una cierta conciencia social sobre la responsabilidad que cada individuo tiene de cuidar su propia salud, esto con el fin, de mejorar los hábitos de las personas y así evitar ciertas enfermedades que están asociadas con estilos de vida poco saludables.
No obstante, se podría decir que la cuestión más polémica que encierra el planteamiento de la responsabilidad en una teoría distributiva atañe más al ámbito microdistribuivo. Es decir, al momento de asignar un recurso escaso, ya producido y disponible (como por ejemplo, un medicamento, un tratamiento o un órgano) ¿puede ser la responsabilidad/irresponsabilidad individual un criterio relevante para la asignación de recursos? Precisamente esta pregunta es hoy en día, el punto donde convergen muchas de las discusiones sobre la distribución de recursos en materia sanitaria.
Ante esta cuestión algunos autores, como Pablo De Lora, señalan que es preciso hacer una distinción ex ante o pro futuro de los actos que se consideran irresponsables. En este tipo de casos podemos estar ante supuestos fáciles de determinar desde un punto de vista moral. Se trata de casos, por ejemplo, en los que se ha contraído una enfermedad ligada a un estilo de vida, sin que en su momento se conociera con un grado de probabilidad suficiente la vinculación entre dicha patología y los hábitos seguidos y, por lo tanto, no había posibilidad de advertir al individuo de las perniciosas consecuencias de su actitud y del tratamiento a seguir. Piénsese, por ejemplo, en el caso más extremo en las conductas de riesgo de homosexuales o de los heroinómanos antes de que se conociera el mecanismo de contagio del SIDA o el propio virus. Si estamos ante un supuesto de falta de información previa del individuo sobre las consecuencias de sus hábitos o, más todavía, en un caso de desconocimiento sobre la relación de causalidad entre ese estilo de vida y la enfermedad; de esta manera, parece que las decisiones tomadas en el pasado no deberían ser consideradas como un criterio de asignación de recursos (De Lora, 2007: 8).
Siguiendo la propuesta de Dworkin, De Lora llega a la conclusión de que la responsabilidad individual puede llegar a ser el desiderátum de una concepción de la justicia distributiva que presupone el valor del autogobierno de los individuos. Precisamente, porque se rinde un tributo a la libertad se debe hacer responsables a los sujetos de sus elecciones. En este sentido, y aunque con cierta modulación, un sistema sanitario público en un momento dado podría legítimamente desplazar de la asignación de recursos a quienes tras haber sido advertidos, y no siendo considerados como incompetentes,15 han persistido en su decisión de desarrollar planes de vida que ponen en peligro la propia salud o integridad física (De Lora, 2007: 12).
Sin embargo, no hay que perder de vista que en muchas ocasiones las decisiones que toma una persona sobre un determinado estilo de vida pueden estar influidas por diferentes condiciones sociales y económicas que minan su libertad. La falta de oportunidades sociales, educativas, culturales o de acceso real a la información y a la capacidad de procesarla correctamente impide a muchas personas saber cómo deben llevar una vida más sana (Puyol, 2010: 481).
Otra postura es la del economista John Roemer. Según el argumento de Roemer, se debería dividir a la población en tipos o grupos de personas según sus características biológicas y sociales más relevantes y así poder determinar qué comportamientos son más o menos típicos en cada grupo. Si un comportamiento es típico en un grupo de personas, entonces, la responsabilidad de la persona será menor; por el contrario, si un comportamiento es menos típico en el grupo, la responsabilidad de la persona será mayor. De esta manera se podría reducir la responsabilidad de una persona de su mala salud si consideramos que en su grupo étnico es habitual la comida con alto valor calórico o en grasas saturadas; de la misma forma se podrían determinar aspectos biopsicológicos que impulsan a las personas a tener comportamientos de alto riesgo (Roemer, 1998: 225). De esta manera, y no de otra, indica Roemer, se rinde un auténtico tributo a la igualdad de oportunidades.
El enfoque de Roemer, aunque es una propuesta interesante, presenta ciertos inconvenientes. En primer lugar, apelar a “comportamientos tipo” como medida para determinar la responsabilidad resulta ambiguo y riesgoso. Esta medida, comenta Daniels, hace que la responsabilidad dependa de lo que hacen otros y no de lo que hace una persona en concreto, además podría terminar en conclusiones absurdas. Por ejemplo, si el esquiar se considera una actividad común que practican las personas con dinero y poco común para las personas de escasos recursos económicos, entonces si un pobre se fractura la pierna al esquiar tiene más responsabilidad que la persona con dinero, porque está realizando una actividad que no es típica de su grupo y, por ende, no se le debería proporcionar asistencia sanitaria (Daniels, 2003: 254).
Otro argumento, explica De Lora, típicamente esbozado para oponerse a dar entrada a las actitudes y acciones irresponsables de los individuos, a la hora de la microasignación de la asistencia sanitaria, tiene que ver también con el trazo de la frontera entre hábito y enfermedad. La idea es presentada, a través de ejemplos muy persuasivos por parte de Wikler. Supongamos, por ejemplo, el caso de “una mujer que decide retrasar su maternidad hasta acabar su formación universitaria corre mayor riesgo de padecer cáncer cérvico-uterino que las demás mujeres que eligieron ser madres más jóvenes. Pero también es verdad, que cualquier mujer en estado de gestación debe asumir los peligros que implica este proceso natural. Asimismo, una persona que escoge una ocupación con altas dosis de estrés, o vive en una ciudad con altos niveles de contaminación también pone en peligro su salud” (Wikler, 1987: 342-343). Aunque dicha responsabilidad existe, no exime a la sociedad de la responsabilidad de mitigar y, si es posible, eliminar las desigualdades injustas de salud.
De los ejemplos citados por Wikler el caso de la mujer universitaria que decide retrasar su maternidad resulta particularmente interesante porque nos coloca bajo la desagradable sospecha de que detrás de la atribución de responsabilidad a los individuos existe la posibilidad de minar su libertad. Estigmatizar un comportamiento sobre otro implica la imposición de estilos de vida que se consideran mejores o más virtuosos. Esta imposición de estilos de vida pone en riesgo la autonomía de la persona.
Si bien es cierto, que no podemos determinar con precisión estilos de vida arriesgados ni hacer un catálogo exhaustivo de los mismos, así como tampoco podemos establecer, con claridad, la relación causal entre hábito y enfermedad -debido a la multiplicidad de factores que pueden influir en esta relación- esto no significa que no se pueda advertir sobre el riesgo que implican ciertas conductas y las consecuencias que se pueden derivar si se decide seguir ese estilo de vida. De ahí, la importancia de invertir en medicina preventiva y dejar abierta la posibilidad de un mercado sanitario que permita satisfacer diferentes necesidades, según distintos estilos de vida, pero garantizando un mínimo sanitario por parte del Estado.
Conclusiones
Una de las principales ideas que se puede sacar de este trabajo es, precisamente, la importancia que tiene el binomio libertad-responsabilidad que introdujo Dworkin en la discusión. Al incluir a la responsabilidad como un criterio de distribución las teorías igualitaristas de la justicia se dividieron en dos grupos opuestos entre sí. Por un lado, quedaron las teorías de raigambre rawlsiano con Daniels a la cabeza y, por otro lado, las de raigambre dworkiniano con Segall como su principal representante.
A pesar de que en la actualidad hay una división dentro del igualitarismo, no hay que perder de vista que ambos grupos toman como punto de referencia la justicia como equidad de Rawls. Según Dworkin, la justicia como equidad descansa sobre el supuesto de un derecho natural de todos los hombres y todas las mujeres a la igualdad de consideración y respeto por el simple hecho de ser personas. Sin embargo, Dworkin afirma también que existen diferencias generadoras de desigualdad entre las personas -que no son consideradas por Rawls- que provienen tanto de sus talentos y preferencias como de sus circunstancias entre las que se encuentran: el medio ambiente, el contexto social y, principalmente, la herencia genética. Esta desigualdad es lo que lleva a Dworkin a promover una igualdad en los recursos.
Dworkin entiende por recursos no sólo los bienes materiales que se pueden intercambiar en el mercado, sino también los talentos y las desventajas genéticas o debidas a algún accidente. Tomando en cuenta el argumento de la rectificación del azar de Rawls, Dworkin establece la distinción entre suerte bruta y suerte opcional. Él distingue entre “suerte bruta” -cuando las consecuencias de una acción no dependen de la persona- y “suerte opcional” -cuando las consecuencias son resultado de las decisiones que las personas hacen conscientemente.
Fiel al esquema de la igualdad de recursos, lo que pretende Dworkin con el principio de seguro prudente es que la persona logre desarrollar su plan de vida de acuerdo a sus preferencias y haciéndose responsable de su propia salud. Es decir, lo que cada individuo valora y considera al adquirir una póliza de seguro responde, en definitiva, a un ejercicio de la autonomía y libertad de cada persona.
A partir de la distinción entre suerte bruta y suerte opcional surge el llamado igualitarismo de la fortuna. Según esta teoría la justicia distributiva constituye una exigencia para corregir las desventajas producto de acciones que no son responsabilidad de las personas. En otras palabras, para el igualitarismo de la fortuna sería legítimo negarle la asistencia sanitaria a una persona que es responsable de su mala salud. Se le podría negar, por ejemplo, la asistencia a una persona que ha sufrido un accidente de coche por conducir en estado de ebriedad. Este tipo de planteamientos ha llegado a cuestionar la validez teórica del igualitarismo de la fortuna para la asistencia sanitaria y forman parte de la llamada “objeción del abandono del paciente imprudente”.
Sin embargo, aunque puede resultar polémica la distinción que hace Dworkin de los dos tipos de suerte y el binomio libertad-responsabilidad como criterio de distribución es posible afirmar también que en ciertos casos la consideración de la responsabilidad individual podría servir para resolver ciertos dilemas en la distribución de recursos, sobre todo, a nivel microasignativo como puede ser en el caso del trasplante de un órgano.
Por otro lado, en lo que se refiere al aspecto macroasignativo podemos encontrar dos posturas: la de Daniels y la Dworkin. La primera posición pone el énfasis en el criterio de las personas que pueden tomar las decisiones pertinentes para la asignación de recursos. En este sentido se puede decir que la responsabilidad razonable que propone Daniels va más allá de la responsabilidad de mercado -semejante a lo que propone Dworkin- la cual sólo exige tener información sobre las opciones que ofrecen los vendedores de seguros médicos. La responsabilidad razonable exige, además, conocer las razones del asegurador o la institución del gobierno para adoptar políticas y decisiones, y que éstas se basen en una clase de razones fundamentadas y que además se den a conocer de forma pública.
La segunda posición, aunque pone el énfasis en la responsabilidad individual y en el valor de la autonomía de las personas para la toma de decisiones a través de la propuesta del seguro prudente, se podrían considerar estos aspectos en el diseño y aplicación de políticas públicas que estuvieran enfocadas en la concientización de los ciudades para mejorar sus hábitos y cuidar mejor su salud.