Cuando Hannah Arendt asiste al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, queda sorprendida al observar que el acusado no era un sádico o una persona con íntimas motivaciones para obrar mal. Una de las más notorias características que poseía el carácter de Eichmann era que no se detenía a reflexionar sobre sus acciones; no analizó, por ejemplo, la inversión de valores morales que provocó la sociedad nazi. El acusado aceptó el nuevo conjunto de leyes jurídicas que permitían el crimen y legalizaban la maldad sin detenerse a cuestionar las implicaciones de las mismas. Por supuesto, hubo muchas personas como Eichmann que no se detuvieron a reflexionar en la inversión de códigos morales de la sociedad nazi; pero también hubo unas pocas, como el caso de los hermanos Scholl, que pensaron críticamente su realidad y no solamente desobedecieron las leyes perversas del régimen, sino que además se movilizaron políticamente en contra de él, siendo conscientes del peligro que corrían sus vidas. A los ojos de Arendt, su movilización puso de manifiesto la capacidad novel que poseemos los seres humanos de instaurar nuevos comienzos y cambiar el curso de los acontecimientos.
Este contraste entre la incapacidad para pensar de Eichmann y la capacidad de pensar críticamente de aquellos pocos ciudadanos que se movilizaron en contra del régimen nazi atrajo la atención de Arendt, y la condujo a plantearse las siguientes preguntas: ¿puede el pensamiento crítico activar la consciencia moral y la capacidad para juzgar?, ¿puede la capacidad para juzgar inhibir de obrar mal?, ¿cuál es, en fin, la relación entre el pensamiento crítico, la voluntad, el juicio y la acción política? Arendt aborda estos cuestionamientos en varios pasajes de los textos titulados "El pensar y las reflexiones morales", "Responsabilidad bajo una Dictadura", "Algunas Reflexiones sobre Filosofía Moral" y en el manuscrito "El Pensamiento" de su texto inacabado The Life of the Mind. El propósito de este artículo es analizar la relación entre el pensamiento, la voluntad y el juicio en las reflexiones arendtianas con la intención de mostrar cómo a partir de ellas surgen las condiciones mentales para la acción política. La hipótesis de este trabajo es que el ejercicio del pensamiento crítico, la voluntad como fuente de la espontaneidad y el juicio reflexionante son las condiciones mentales de la acción política y de la participación ciudadana.
1. ¿Qué es el pensar?
Hannah Arendt falleció de un ataque cardíaco el 4 de diciembre de 1975. Algunos días antes de morir, había finalizado el texto "La Voluntad" que corresponde al segundo volumen de The Life of the Mind. De forma similar a The Human Condition, que estaba compuesta de tres partes dedicadas a analizar fenomenológicamente las actividades de la vida activa (la labor, el trabajo y la acción), Arendt estructuró The Life of the Mind en tres partes, dedicadas a analizar cada una de las actividades espirituales más esenciales de los seres humanos: el pensamiento, la voluntad y el juicio. Uno de los aspectos más llamativos de este planteamiento es que Arendt no explica por qué son estas facultades las más fundamentales del espíritu y no otras como la imaginación, la memoria y la sensación, por ejemplo. Sin embargo, creemos que esta no es una elección arbitraria y que puede justificarse, desde una visión general de los propósitos de la obra de Arendt, si partimos de la hipótesis de que el pensamiento, la voluntad y el juicio guardan como ninguna otra de las actividades espirituales, una relación con la acción humana. Esto, por supuesto, propone a la acción como el nodo central que define la condición humana, ya porque supera, trasciende y da significado a las otras actividades del hombre (en The Human Condition), ya porque manifiesta y hace visibles en el mundo, los procesos invisibles del espíritu (en The Life of the Mind).
La pensadora judío-alemana consideraba que The Life of the Mind era como "el segundo volumen de la condición humana" por lo cual no es difícil de suponer que ambas obras se hallen interrelacionadas metodológica y epistemológicamente, constituyendo el haz y el envés de su pensamiento sobre la acción política. En The Human Condition encontramos una fenomenología de la acción que asume el desafío de elucidar el sentido de las acciones humanas y la constitución del mundo común, entendidos en sus relaciones conflictivas en el marco histórico de las sociedades contemporáneas. A su vez, en The Life of the Mind, Arendt estudia las facultades espirituales con el propósito de comprender las relaciones entre el mundo invisible de los procesos humanos, y el mundo visible de la acción, esto es, entre las facultades espirituales y la capacidad humana de construir la propia identidad, las relaciones con otros y el sentido del mundo humano. Acción y pensamiento, finalmente, son solo posibles en la pluralidad humana que ellos crean. Desde esta perspectiva, ambas reflexiones pueden leerse como pendulando sobre el sentido y la posibilidad de la acción humana y su papel en la construcción de un mundo compartido. En este sentido, es muy interesante la interpretación de Étienne Tassin en "La phénoménologie de l'action, une politique du monde". En este artículo, Tassin señala que en las reflexiones arendtianas podemos encontrar una "política del pensamiento" que Arendt describe por primera vez al comienzo de los años cincuenta, para dar cuenta de la destrucción de la dignidad humana y del mundo común en los regímenes totalitarios y a la cual retornará en su última obra consagrada a la vida del espíritu. Arendt revela así que la condición de un pensamiento filosófico de la política es una comprensión política del ejercicio del pensamiento. Tassin agrega que
Car cette manière de comprendre la pensée ouvre à une manière de comprendre l'action politique, une manière d'en saisir le caractère existential, et avec lui son horizon de sens : l'institution d'un espace public où, dans l'accueil pluriel d'une liberté d'agir, un monde commun peut se recueillir qui offre à l'humanité les conditions d'un agôn politique sensé (Tassin, 2001: 49).
De esta manera, en las reflexiones arendtianas encontramos una fenomenología de lo político que asume el desafío de comprender su presente y desmantelar la metafísica tradicional que ha privilegiado la contemplación sobre la acción política, iluminando el carácter existencial y esencial de esta última con relación a la condición humana. Este reto implica, por una parte, el desafío de repensar la acción política sin prejuicios, y por la otra, el ejercicio de resignificar el pensar como una actividad que, al posibilitar la capacidad de juzgar, funda un espacio de aparición donde los seres humanos pueden aparecer y dialogar entre sí. La pluralidad es, entonces, tanto condición de la acción como del pensamiento y es la que armoniza filosofía y política. De esta manera, el ejercicio de la facultad de pensar, en un sentido crítico, hace parte de la fenomenología de lo político.
Para poder comprender entonces cuál es el rol que desempeña el pensamiento en esa fenomenología arendtiana de lo político, tenemos que adentrarnos en las reflexiones que se encuentran en The Life of the Mind. Sin embargo, esta es una obra difícil de leer por varias razones. En primer lugar, Arendt no terminó su obra, los volúmenes denominados "El Pensamiento" y "La Voluntad" son manuscritos que fueron editados por su amiga Mary McCarthy y el volumen "El Juicio" es la transcripción comentada de un seminario sobre Kant. En segundo lugar, hay varios pasajes de los manuscritos que no tienen una relación sistemática entre sí y esto dificulta la comprensión del hilo argumental y las intenciones de las reflexiones arendtianas. En tercer lugar, la tercera parte del libro dedicada al "Juicio" y que, como ya dijimos, Arendt no alcanzó a escribir, era la razón de ser de su obra. Las partes dedicadas al pensamiento y la voluntad tenían como propósito preparar el terreno para su reflexión sobre el juicio, que, en palabras de Arendt, es la capacidad mental más política de todas y juega un papel central en su comprensión de la acción política. A pesar de estas dificultades, The Life of the Mind es un texto bastante rico de leer, porque en él encontramos una potente y profunda fenomenología de las actividades del pensamiento, la voluntad y el juicio.
Desde esta perspectiva, es importante plantearnos las siguientes preguntas: ¿qué es el pensar?, ¿qué nos hace pensar?, Arendt señala que cuando nos planteamos estas preguntas pareciese que la experiencia del pensar fuera algo indecible, ya que las palabras no alcanzan a captar completamente el sentido de esta experiencia. No obstante, Arendt considera que la actividad del pensar la puede realizar cualquier persona en la vida cotidiana y no es una actividad exclusiva de los filósofos, los científicos y los sabios. A través del pensar, los seres humanos pueden transcender las situaciones contingentes del mundo, dado que, aunque los pensamientos surgen de las experiencias humanas, pueden ir más allá de ellas en la búsqueda de su significado. Por supuesto, esta "búsqueda del significado" cuenta con la colaboración de otras dos facultades mentales importantes: la imaginación y la memoria. La imaginación es la que transforma las experiencias que vivimos en imágenes que nos permiten representarnos lo que está ausente. Mientras que la memoria es la que nos permite preservarlas para posteriormente ser narradas a través del lenguaje que es el puente entre el espíritu y el mundo.
Los objetos del pensar son representaciones que ponen de manifiesto aquello que no está presente a nuestros sentidos. De ahí que la actividad del pensar esté en cierta medida relacionada con la dimensión de la ausencia. El pensamiento se activa cuando decidimos suspender la acción e interrumpimos las actividades de la vida cotidiana con el propósito de examinar qué nos afecta. Sin embargo, Arendt considera que dicha retirada no puede conducirnos a un solipsismo extremo, puesto que los asuntos humanos siempre nos van a impulsar a tomar decisiones y actuar debido a su contingencia, fragilidad y urgencia.
Ante la pregunta ¿qué es el pensar?, Arendt nos ofrece algunas pistas para intentar responderla. Una de esas pistas es que ella señala que, para comprender esta experiencia del pensar en la vida práctica, necesitamos buscar un "modelo" o "ejemplo" que ilumine esta actividad, siguiendo una metodología fenomenológica. De esta manera, busca un modelo de pensador que no fuera un "filósofo profesional" alejado de los asuntos humanos, sino que, por el contrario, se preocupara tanto del pensamiento como de la acción en el campo ético-político.
Arendt encuentra que ese pensador es Sócrates, quien fue "un pensador, en definitiva, que siempre supo mantenerse como un hombre entre los hombres, que no eludió la plaza pública, que fue un ciudadano entre los ciudadanos, que no hizo ni pretendió nada, salvo lo que en su opinión cualquier ciudadano tiene derecho a ser y hacer" (Arendt, 1978: 167). Como muy bien lo señala Fina Birulés, la elección de Arendt no es fortuita, ella descubrió en la figura de Sócrates cómo el pensar está relacionado con la capacidad de juzgar en el espacio político y cómo éste, a su vez, necesita de la presencia y compañía de los otros para manifestarse a través del lenguaje y tener una visibilidad en el mundo. Al respecto, Birulés agrega lo siguiente: "El acento de Arendt en la figura de Sócrates como representante del pensamiento crítico (krinein) subraya que el pensamiento es pura actividad, ejecutada en público y, por ello, apunta hacia el juicio, hacia fortalecerse con los demás en vez de elevarse por encima del espacio común, del espacio del aparecer" (Birulés, 2007: 219). Sócrates fue un pensador que se preocupó por los asuntos humanos y condujo a sus interlocutores a examinar y cuestionar todos aquellos prejuicios y creencias que daban por supuesto.
Una de las características del pensar que los diálogos socráticos ponen de manifiesto es que esta actividad no deja creencias o conocimientos fijos tras de sí. Sócrates les preguntaba a sus conciudadanos ¿qué es la justicia?, ¿qué es la piedad?, ¿qué es la felicidad?, ¿qué es el amor?, etc., y a partir de sus respuestas formulaba nuevas preguntas. Este diálogo tenía como propósito derrumbar cualquier opinión infundada.1 Por esta razón, Arendt compara la actividad del pensar socrático con la labor de Penélope, quien destejía en la mañana, lo que había tejido la noche anterior, ya que el pensar implica un examen continuo de construcción y deconstrucción.
Por medio de los símiles de Sócrates con el tábano, la comadrona y el pez torpedo, Arendt describe varias características del pensamiento. En primer lugar, Sócrates es comparado con el tábano, porque sabe cómo aguijonear a los ciudadanos a través de la mayéutica con el propósito de examinar qué entendían en la vida cotidiana por temas tales como la justicia, el amor, la felicidad, el bien, etc. Por supuesto, estos cuestionamientos están íntimamente relacionados con la preocupación griega de vivir bien desde una perspectiva ético-política. Sócrates afirmaba que sin la actividad del pensar la vida no solamente valdría poco, sino que ni siquiera podría considerarse una auténtica vida. Su famoso lema era "Una vida sin examen no tiene objeto vivirla". A partir de lo anterior, Arendt destaca la importancia de la dimensión práctica del pensamiento, dado que esta actividad no solamente ilumina el sentido de las actividades que realizamos en comunidad, sino que también es fundamental en el diálogo y la participación política de los ciudadanos en la polis. La actividad del pensar es la condición fundamental para que los ciudadanos deliberen y actúen políticamente.
En segundo lugar, Sócrates es como la comadrona. En la Antigua Grecia, las comadronas no solamente ayudaban a otras mujeres a parir, sino que además tenían la capacidad de decidir si la criatura era apta para vivir o no; de forma similar, Sócrates conducía a que los otros se purgaran de sus prejuicios y opiniones que les impedían pensar y los ayudaba a librarse de aquellas opiniones falsas y espurias. Teniendo en cuenta este símil, Arendt observa que el pensamiento tiene la función analítica de examinar los fundamentos de nuestras creencias con el propósito de eliminar aquellas que no son objetivas e imparciales, para que el individuo forme un juicio propio frente a la situación problemática que está analizando.
En tercer lugar, Sócrates es como el pez torpedo, dado que permanece firme en sus perplejidades y paralizándose a sí mismo paraliza a los demás con sus cuestiones. La actividad del pensar puede conducirnos a un estado de dubitabilidad. Sin embargo, Arendt señala que cuando la actividad del pensar nos conduce a un estado de dubitabilidad extremo, puede ser bastante peligroso puesto que, por un lado, puede llevarnos a un estado de indecisión. Esta última puede estar acompañada de ciertas actitudes de indiferencia y abstencionismo que, en ciertas circunstancias políticas problemáticas, como las evidenciadas por los totalitarismos, podrían fomentar la aniquilación de la libertad de acción política. Por otro lado, otro de los peligros del pensar es caer en el nihilismo, dado que mediante el examen extremo de todos nuestras creencias y valores podemos llegar a asumir la actitud de negar completamente la validez de los mismos como sucedió con Alcibíades y Critias, discípulos de Sócrates, quienes al percatarse de que el pensar no deja resultados tangibles tras de sí, asumieron una vida licenciosa. Arendt piensa que el nihilismo es la otra cara del convencionalismo y su credo consiste en negar todos los valores positivos vigentes. Pero este nihilismo no surge del pensamiento socrático de "una vida sin examen no tiene objeto vivirla", sino del deseo de encontrar algún tipo de convicción que hiciera innecesario seguir pensando; poniendo de manifiesto que cierto tipo de irreflexión también promueve esta actitud.
Según Arendt, Sócrates descubre la importancia del pensamiento en la vida práctica y, aunque él no ofrece una respuesta clara y firme a la cuestión ¿qué es el pensar?, él es consciente de que el pensamiento tiene que ver con lo invisible y recurre a la metáfora del viento para referirse a esta actividad: "Los vientos en sí mismos no se ven, aunque manifiestos están para nosotros los efectos que producen y los sentimos cuando nos llegan" (Arendt, 1978: 174). Esta metáfora pone de manifiesto que el pensamiento, a pesar de que no se manifieste como la acción y el discurso en el mundo de las apariencias ya que es una actividad invisible para los otros, tiene un gran efecto en las acciones que realizamos y especialmente en la esfera público-política. El ejercicio del pensamiento deconstruye lo que el lenguaje culturalmente y socialmente ha establecido como frases, definiciones, convicciones, doctrinas, reglas de conducta, etc.
De esta manera, aunque la empresa del pensar entraña ciertos peligros cuando es llevada a extremos que imposibilitan la acción o fomentan la negación de los valores, Arendt es enfática al señalar que esta actividad es fundamental en la existencia humana:
El pensar acompaña a la vida y es, en sí mismo, la quinta esencia del estar vivo; y puesto que la vida es un proceso, su quintaesencia sólo puede residir en el proceso del pensamiento real y no en algún resultado tangible o en un pensamiento concreto. Una vida sin pensamiento es posible, pero no logra desarrollar su esencia; no sólo carece de sentido, sino que además no es plenamente viva. Los hombres que no piensan son como los sonámbulos (Arendt, 1978: 191).
Desde esta perspectiva, la esencia o lo que define nuestra propia condición humana es el pensamiento en la medida en que este acompaña la vida; en la medida en que también acompaña las actividades que realizamos en la vida práctica, entre ellas, la acción que es la que nos permite revelar quiénes somos a los otros.
A partir de lo anterior, Arendt establece una distinción entre el pensamiento puro y el pensamiento reflexivo o crítico. El primero se aleja del mundo y de la vida cotidiana con el propósito de construir conceptos mentales que expliquen la realidad desde una perspectiva lógica, imparcial y objetiva. En cambio, el segundo tiene una labor "purgativa" porque a través del cuestionamiento se libera al espíritu de aquellas creencias y conocimientos que se dan por supuesto y tiene una dimensión práctica. El pensamiento reflexivo se activa a través del diálogo [dialegisthai] silencioso entre yo y yo mismo. Este diálogo silencioso del yo pensante consigo mismo tiene el efecto inmediato de liberarnos de las normas sociales de conducta y activa a su vez la consciencia como capacidad de distinguir el bien del mal. Cuando el pensar reflexivo no acompaña la acción, el agente se puede transformar fácilmente en un autómata; un individuo heterónomo que no es capaz de tomar sus propias decisiones y que sigue ciegamente lo que su contexto social le impone. Por esta razón, Arendt es bastante contundente al afirmar que la irreflexión es bastante peligrosa en la esfera política.
Un ejemplo de los peligros de la irreflexión en el campo político son los totalitarismos. Cuando este tipo de regímenes destruyen los espacios de participación y acaban con las libertades de acción y de pensamiento, crean contextos sociales perversos donde personas normales pueden transformarse en agentes criminales. Al respecto, Arendt agrega lo siguiente:
El no-pensar, que parece un estado tan recomendable para los asuntos políticos y morales, también entraña sus peligros. Cuando se sustrae a la gente de los riesgos del examen crítico, se les enseña que se adhieran de manera inmediata a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad y en un tiempo dados. Se habitúan entonces no tanto al contenido de las reglas -un examen detenido de las mismas los llevaría a la perplejidad- como a la posesión de las reglas bajo las cuales subsumir particulares (Arendt, 1978: 177).
Arendt observa conmocionada cómo la Alemania nazi puso de manifiesto que el conjunto de valores y reglas de conducta tradicionales se trasformaron en simples mores (costumbres y hábitos) que se podían reemplazar por otras costumbres y hábitos como "la forma en que cambiamos de vestir de una década a otra". La gran participación y colaboración del pueblo alemán en el Holocausto evidenció un colapso moral en la sociedad alemana y una inversión de los valores que se derivó de un proceso de ruptura de la tradición y una crisis de las facultades del pensamiento y del juicio, debido a que socialmente las personas se acostumbraron a seguir las normas socialmente aceptadas por todos y a juzgar los casos particulares subsumiéndolos a dichas normas generales, dejando estas capacidades dormidas en el espíritu.
En contextos políticos críticos el pensamiento y el juicio deben actualizarse y ponerse en marcha, porque de lo contrario uno puede convertirse en un autómata, como, por ejemplo, Eichmann que es el ciudadano ideal de los regímenes totalitarios. Por esta razón, Arendt considera, siguiendo a Sócrates, que el pensar despierta a los ciudadanos de la irreflexión y esto es un gran bien para la ciudad, especialmente, cuando el pensamiento examina los asuntos humanos.
Cuando Arendt se plantea la pregunta ¿qué nos hace pensar?, encuentra que quizás la única experiencia original del pensar se encuentra en el modelo de Sócrates. El pensamiento entendido como la búsqueda del sentido en nuestras experiencias prácticas se halla presente en el lenguaje socrático como el amor (eros), entendido como ese deseo de lo que no se tiene: "Los hombres aman la sabiduría y, por tanto, comienzan a filosofar, porque no son sabios; del mismo modo, aman la belleza y hacen cosas bellas... porque no son bellos" (Arendt, 1978: 178). Como la búsqueda del sentido que emprende el pensamiento es un tipo de amor o deseo, Arendt considera que los objetos de pensamiento solo pueden ser cosas dignas de amor como la belleza, la justicia, la piedad, etc. La fealdad y la maldad están excluidos del pensar porque:
No tienen raíces propias, ni esencia en la que el pensamiento pueda aferrarse. Si el pensar disuelve los conceptos normales, positivos, en su sentido original, entonces disuelve también estos conceptos negativos en su original carencia de significado, en la nada… Parece como si Sócrates no tuviera nada más que decir sobre el mal y la ausencia de pensamiento que los que no aman la belleza, la justicia, y la sabiduría, son incapaces de pensar, igual que, a la inversa, los que aman el examen crítico y, por tanto, «filosofan», serían incapaces de hacer el mal (Arendt, 1978: 179).
Lo anterior evidencia que las personas que piensan son aquellas que aman la justicia, la piedad y la sabiduría y, por tanto, son incapaces de obrar mal porque su pensar es una condición que evita que realicen actos atroces; mientras que aquellas personas que no son capaces de pensar, no aman la justicia, la piedad y la sabiduría, terminan convirtiéndose en seres malvados que cometen actos atroces por irreflexión.
En el Gorgias, Sócrates afirma lo siguiente: "Es mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí, e igualmente el coro que yo dirija, y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga" (Arendt, 1978: 181). En esta afirmación, Sócrates considera que cuando pensamos nuestro yo se divide en un dos-en-uno y, por tanto, no podemos correr el riesgo de no estar en armonía con nosotros mismos. La dualidad del yo consigo mismo hace del pensamiento reflexivo una actividad auténtica, en la que el yo es el que pregunta como el que responde. Esta dualidad se transforma en una unidad cuando el sujeto tiene que actuar en el mundo de las apariencias y tiene que interrumpir aquel diálogo silencioso.
Arendt considera que el criterio del diálogo reflexivo socrático no es la verdad, que exigiría respuestas ciertas a los cuestionamientos, sino el ser coherente con uno mismo. De modo que cuando actualizamos nuestra consciencia a través del pensar, los dos participantes del diálogo reflexivo deben estar en armonía entre sí, deben ser amigos; porque ese otro "amigo" siempre está presente en nuestra interioridad examinando nuestros pensamientos y acciones. De esta manera, el remordimiento surge de los reproches de la consciencia cuando esta se actualiza por medio del pensar.
El pensamiento reflexivo nos permite vivir en armonía con nosotros mismos, dado que pone de manifiesto "la anticipación de la presencia de un testigo" que nos hará reproches cuando estemos solos. Los hombres que evitan en su vida cotidiana ese diálogo reflexivo consigo mismos, pueden enfrentarse a situaciones en las que pueden cometer actos atroces e inimaginables sin estar plenamente conscientes de las implicaciones morales de ello. Las consecuencias políticas de la irreflexión y de la incapacidad de pensar pueden ser monstruosas y terribles como lo pone de manifiesto el caso de Eichmann. Si bien la actividad del pensar no crea valores, no establece respuestas definitivas a preguntas como ¿qué es el bien?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es la felicidad?, etc., y no asegura las reglas sociales de conducta, tiene un gran significado político y ético, porque lleva al sujeto político a examinar constantemente su entorno social y puede inspirarlo a juzgar y actuar de manera crítica e independiente.
2. La capacidad de juzgar políticamente
Para comprender cómo opera el juicio en el campo ético-político, Arendt observa detenidamente a aquellas personas que tuvieron el valor de juzgar críticamente y actuar en oposición al régimen nazi. Ella encuentra que aquellos que más se aferraron a las pautas morales, fueron quienes más fácilmente pasaron a apoyar al régimen y a ser partícipes de sus actividades. Según Arendt, la razón es que su manera de proceder consistía en seguir reglas morales determinadas previamente sin detenerse a pensar su contenido.
Sin embargo, quienes fueron capaces de juzgar por sí mismos, no siguieron este procedimiento. Su modo de operar fue distinto:
Los no participantes fueron aquellos cuya conciencia no funcionó de manera, por así decir, automática (…) Los no participantes se preguntaron hasta qué punto podrían seguir viviendo en paz consigo mismos. En consecuencia, escogieron también morir cuando fueron obligados a participar. Por decirlo crudamente, se negaron a asesinar, no tanto porque mantuvieran todavía una firma adhesión al mandamiento "No matarás", sino porque no estaban dispuestos a convivir con un asesino: ellos mismos (Arendt, 2007: 71).
Es bastante interesante la argumentación de Arendt en este pasaje. El rechazo a asesinar de estas personas, no obedeció a su apego a la ley moral "no debes matar", sino a que su pensamiento crítico activó su consciencia moral y su capacidad de juzgar sin recurrir a las reglas morales nazis imperantes. El pensamiento crítico resulta ser, según Arendt, "la única moral que funciona en situaciones límites" (Arendt, 2007: 120). Hasta aquí llama la atención la proximidad entre pensamiento y juicio. Quienes juzgaron lo hicieron porque pensaban. Y, sin embargo, juicio y pensamiento no son lo mismo. El pensamiento sería la condición previa del juicio. Y el juicio sería 'un subproducto del efecto liberador del pensar'. Podría decirse que el pensamiento implica un examen crítico, mientras que el juicio es una preferencia que implica a su vez una decisión.
Hasta ahora, el juicio basado en la actividad del pensamiento crítico sólo nos arroja resultados negativos, nos dice qué no hacer. Es un criterio cuya referencia es el yo y no los demás y que se encuentra en ciertas máximas morales como "ama a los demás como a ti mismo" y "no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti". Sin embargo, el criterio del yo parece no ser suficiente. ¿Por qué? En primer lugar, una de las razones es que no es posible construir un mundo común a partir de la subjetividad del yo; apelar a la subjetividad podría conducirnos a un relativismo, en donde cada cual buscaría la satisfacción de sus propios intereses. En segundo lugar, los juicios morales y políticos deben ser imparciales y objetivos. Estos requieren como condición previa la pluralidad de opiniones y perspectivas, donde todos los participantes del diálogo tengan las mismas condiciones de participación, para examinar críticamente y neutralmente los acontecimientos.
Para pensar entonces en qué consiste la capacidad de juzgar, Arendt retoma las reflexiones de Kant en la Crítica del Juicio. Ella considera que la situación de derrumbe de normas morales en el siglo XX es análoga a la situación que enfrentaba Kant en el ámbito estético. Según Arendt, existe una estrecha similitud entre los juicios "esto es bello" o "esto es feo", "esto está bien" y "esto está mal". Estos juicios implican discriminar, distinguir y decidir. La capacidad de juzgar implica las operaciones del gusto que "es por definición discriminante". Pero en la medida en que no hay nada a qué atenerse para distinguir lo feo de lo bello, lo que está bien de lo que está mal, el juicio ha de enfrentarse a los particulares en su desnudez. El problema es que no tenemos "una regla de hierro con la que determinar lo que está bien y lo que está mal con la misma certeza con la que determinamos (…) lo que es pequeño y lo que es grande mediante el número, y lo que es pesado y lo que es ligero mediante el peso, donde el criterio de la medida es siempre el mismo" (Arendt, 2007:104).
¿Cómo podemos entonces distinguir lo bello de lo feo y lo que está bien de lo que está mal? Arendt señala que la facultad de juzgar es la que nos permite establecer relaciones con los otros y con el mundo. Esta capacidad es la que nos permite comunicar nuestros pensamientos para que estos tengan una visibilidad. Aunque el pensar es una actividad solitaria, no es aislada, requiere de los otros. El pensamiento crítico no es posible sin el contraste de las opiniones propias con los demás. La interacción con los otros posibilita que podamos comparar y contrastar nuestras opiniones, para de esa manera ganar, como diría Kant, "una tercera cosa que aventaje lo que anteriormente pensaba": un juicio imparcial y objetivo.
Esta importancia de los otros que Kant pone de relieve, resulta crucial para Arendt. La condición de sociabilidad es fundamental para lograr un consenso judicativo sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto en el campo ético-político. Pero para lograr ese consenso, es necesario que los juicios sean comunicables. Y sólo pueden serlo en la medida en que dejen de ser privados y subjetivos. Pues un juicio puede estar limitado por las condiciones subjetivas o intereses personales de la persona que juzga. Y estos siempre son restrictivos. En efecto, "a veces cerramos los ojos ante la realidad factual de una situación, proyectamos nuestras condiciones idiosincráticas sobre los demás o no nos damos cuenta de nuestras propias motivaciones" (Wellmer, 2000: 278).
Para que un juicio sea comunicable se deben superar estas condiciones que impiden que sea en primer lugar, inteligible para otros, y además aprobado por ellos. Kant dirá que la única manera de hacerlo es hacer uso del pensamiento extensivo que consiste en contrastar "(nuestro) juicio con otros juicios no tanto reales como más bien meramente posibles, y poniendo (nos) en el lugar de cualquier otro" (Kant, 2007: 234). Sólo mediante este procedimiento mental, posible gracias a la imaginación (que trae a la mente lo que no está presente), nuestro juicio puede ser comunicable e imparcial. Al respecto, Arendt agrega lo siguiente:
Aunque yo tengo en cuenta a otros cuando juzgo, eso no significa que amolde mi juicio al suyo. Yo sigo hablando con mi propia voz y no cuento votos para llegar a lo que creo que es correcto. Pero mi juicio tampoco es ya subjetivo, en el sentido de que yo llego a mis conclusiones tomándome en cuenta sólo a mí mismo (Arendt, 2007: 146).
Mediante el juicio, específicamente mediante la mentalidad ampliada, salimos de la privacidad del yo. Sólo si consideramos los puntos de vista de otros en nuestro juicio, podemos pretender que el mismo tenga alguna suerte de validez para otros. Y mientras más perspectivas consideremos, más amplios serán nuestros pensamientos, y podremos entonces apelar a una validez general. Cuando aspiramos a esta validez, estamos en realidad apelando al sensus communis. Se trata de un sentido en realidad comunitario, que nos vincula a la comunidad, nos posibilita integrarnos a ella.
La superación de la parcialidad es la condición sine qua non de todo juicio. En las Lectures on Kant's Political Philosophy, Arendt lo pone de manifiesto teniendo en cuenta dos aspectos: en primer lugar, el pensamiento extensivo o la mentalidad ampliada que nos libera de las condiciones privadas del juicio y, en segundo lugar, la distancia que se establece respecto al objeto por medio de la imaginación. Siguiendo a Kant, la imaginación debe preparar al objeto de juicio para poder juzgarlo. La facultad de la imaginación que "hace presente aquello que está ausente" debe transformar el objeto en una representación. La función de esta capacidad es crear esa distancia adecuada que nos habilita para poder propiamente juzgar. Arendt agrega lo siguiente: "Lo bello place en la representación, puesto que la imaginación lo ha preparado de forma que yo ahora puedo reflexionar sobre ello" (Arendt, 1982: 24). Sin la distancia que nos posibilita la imaginación no podríamos obtener la imparcialidad:
Entonces se habla de juicio y no sólo de gusto, se ha establecido ahora, gracias a la representación, la distancia adecuada, el alejamiento, la falta de implicación o el desinterés requerido para aprobar o desaprobar, para evaluar algo en su justo valor. Al distanciar el objeto, se establecen las condiciones para la imparcialidad (Arendt, 1982: 67).
Sin embargo, ¿cómo un juicio propio puede alcanzar alguna validez sin recurrir a una regla general previamente establecida? Según Arendt, no existen reglas o esquemas previos que nos permitan determinar de antemano qué es lo bello, lo feo, lo bueno, lo malo, lo justo o lo injusto, etc. No obstante, podemos encontrar casos o instancias particulares que manifiesten la belleza, la justicia, la bondad. Estos casos son ejemplos que revelan una generalidad (Cfr.Arendt, 1982: 84).
El ejemplo tiene la capacidad de guiarnos en ausencia de reglas generales, y en ese sentido constituye "las andaderas del juicio" en términos de Kant. No sabríamos de qué hablamos cuando hablamos de belleza o justicia, sin un ejemplo que nos 'guíe', que nos ilumine el concepto de belleza o justicia. Es decir, el ejemplo hace inteligible el concepto. En la medida en que el ejemplo tiene esta capacidad de iluminar un concepto, adquiere una validez ejemplar. ¿En qué consiste? En que vemos "en lo particular aquello que es válido para más de un caso" (Arendt, 1982: 5). De esta manera, se trata de un juicio reflexionante, que en oposición al juicio determinante no procede subsumiendo lo particular bajo una regla general (esta persona es valiente porque el valor se define de esta manera), sino que, a partir de un particular, deriva una generalidad (el valor es como Aquiles). Es así como se crean también los conceptos de las ciencias históricas y políticas, "tienen su origen en un acontecimiento histórico particular" (Arendt, 1982: 84).
Ahora bien, ¿cómo podemos juzgar con estos ejemplos? Los ejemplos nos ayudarían a distinguir lo que está bien de lo que está mal:
Los ejemplos, que son ciertamente la 'carretilla' de toda actividad judicativa, son también especialmente, los postes indicadores de todo pensamiento moral (…) Juzgamos y distinguimos lo correcto de lo incorrecto teniendo presente en nuestra mente algún incidente y alguna persona, ausentes en el tiempo o el espacio, que se han convertido en ejemplos (Arendt, 2007: 149).
Estos ejemplos no tienen que ser reales, pueden provenir también de la literatura, la poesía y el arte.
Sin embargo, en las reflexiones arendtianas aparece el siguiente problema: si la condición fundamental del juicio correcto es la imparcialidad, y el agente que actúa es por definición parcial (dado que está implicado en los acontecimientos), mientras que el espectador es imparcial, ¿cómo puede juzgar el actor? Ser actor es estar en una situación de implicación, pero esta no es una condición definitiva. Se es actor, o mejor se está en condición de ser actor, cuando se está implicado en los acontecimientos, y espectador cuando no. De esta manera, se es actor en unas circunstancias y espectador en otras. Lo primero que ha de decirse es que la condición de implicación no exime de la responsabilidad de juzgar. La imposibilidad de ver el todo no nos incapacita para juzgar los acontecimientos. De hecho, aunque el actor y el espectador pueda que no compartan algunas perspectivas, lo que tienen en común es la facultad de juzgar (Cfr.Arendt, 2007: 119).
Arendt plantea que, aún en la condición de actor el juicio consiste en intentar por medio de la imaginación y la reflexión ubicarse en una situación -en este caso mental- de espectador, lo que quiere decir intentar ser tan imparcial como le sea posible. Desde esta perspectiva, es importante tener en cuenta que la noción de espectador que Arendt retoma de Kant opera en diversas ocasiones (aunque no en todas) como una metáfora. El actor debe situarse en posición de espectador, por supuesto figurativamente, lo que quiere decir, debe esforzarse por adoptar la perspectiva más general que le sea posible. Esto es perfectamente compatible con lo planteado en las Lectures on Kant's Political Philosophy, pues dice Arendt, "Cuando se juzga y cuando se actúa en el ámbito político, uno debe orientarse según la idea -no según la realidad efectiva- de que se es un ciudadano del mundo y así, un Weltbetrachter, un espectador del mundo" (Arendt, 2007: 139). La perspectiva del espectador en tanto metáfora de la imparcialidad es inherente al juicio. Juzgar se relaciona con lo que comúnmente se expresa como "adquirir perspectiva", para poder evaluar las cosas en su justo valor.
En algunos pasajes de The Human Condition, Arendt señala que el espectador es quien goza de la posición para hacer el mejor juicio, especialmente, cuando intenta desde una perspectiva histórica darle un sentido a acontecimientos como el Holocausto. Sin embargo, esto no implica necesariamente que el juicio del actor no sea fundamental. Afirmar esto equivaldría a decir que la renuncia a la capacidad de juzgar de Eichmann y todas aquellas personas que participaron en los crímenes del totalitarismo no es importante. Por el contrario, el juicio como prerrogativa del actor jamás dejó de interesar a Arendt. No es posible decir con Beiner que "en sus planteamientos 'tardíos' no se detecta un interés por el juzgar como característica de la vida política" (Beiner, 1982: 162-163). La prueba de ello es que su última obra The Life of the Mind Arendt comienza reafirmando y volviendo sobre esta preocupación.
Desde esta perspectiva, es fundamental hacer una distinción entre el juicio del espectador y el juicio del actor. Mientras el juicio del espectador le da sentido a un acontecimiento que ha ocurrido desde una perspectiva histórica y puede comprender las implicaciones del mismo con relación a otros acontecimientos; el juicio del actor es esencial desde una perspectiva ético-política porque en él reside la responsabilidad de elegir en medio de los diversos cursos de acontecimientos. Y esta responsabilidad es ineludible. De modo que el juicio se ejerce de manera singular, aunque siempre deba tener presente la pluralidad humana como principio.
Juzgar constituye un acto de espontaneidad que manifiesta la condición humana de la natalidad. Al respecto, Arendt señala: "Un ser cuya esencia es iniciar puede tener en sí mismo suficiente originalidad para comprender sin categorías preconcebidas y juzgar sin aquel conjunto de reglas consuetudinarias que constituyen la moralidad" (Arendt, 1999: 44). Y si "el acto más pequeño en las circunstancias más limitadas lleva la simiente de la misma ilimitación, ya que un acto, y a veces una palabra, basta para cambiar cualquier constelación" (Arendt, 1958: 190). De esta manera, el ejercicio del juicio contiene los cimientos de la acción. El juicio singular de un individuo en un momento dado, puede desencadenar el inicio de algo nuevo e irrepetible. Aunque no es acción por sí mismo, puede desencadenar una; cuando es compartido con otros y éstos se unen a través de movilizaciones políticas que intentan cambiar el curso de los acontecimientos. Es esto lo que plantea Arendt a propósito de la desobediencia civil en los totalitarismos:
Basta que imaginemos por un momento lo que sucedería con cualquiera de esas formas de gobierno si un número suficiente de personas actuara 'irresponsablemente' y negara su apoyo, aun sin resistencia activa ni rebelión, para ver qué arma tan eficaz podría ser esa actitud. Se trata, en definitiva, de una de las muchas variantes de acción y resistencia no violenta -como el poder que encierra la desobediencia civil- que se están descubriendo en nuestro siglo (Arendt, 2007: 73).
El asunto no es tanto si el juicio da las pautas para la acción. La cuestión es que el acto de juzgar contiene un germen para la acción, porque puede introducir algo inesperadamente nuevo y espontáneo, que a la vez tiene la capacidad de reunir a las personas y dar origen a la acción política como forma de participación ciudadana.
3. La voluntad como fuente de espontaneidad y la acción política
Como vimos anteriormente, el juicio puede impulsar la acción. Sin embargo, el concepto de acción política es bastante complejo y lleno de matices en las obras de Arendt. Especialmente en The Human Condition, Arendt asume el desafío de cuestionar cómo la tradición de la filosofía política ha tergiversado su comprensión, confundiéndola con otras actividades de la vida activa como la labor y el trabajo. Pero, además de este duro cuestionamiento, podemos observar el intento de recuperar su significado original a partir de su fenomenología de lo político. Así, Arendt recupera de Aristóteles la idea de la acción como praxis, en cuanto pura actividad o energeia. La praxis pone de manifiesto el carácter esencial de los seres humanos como seres políticos. En este sentido, existir humanamente nunca es producir o fabricar algo; sino actuar, dialogar y pensar en un espacio público compartido. Es quizás por esta razón que Arendt también toma la polis griega como punto de referencia, en la medida en que los principios de isonomía que la fundan, constituyen los gérmenes para pensar la institucionalidad de un espacio compartido, donde la acción común y el reconocimiento de los ciudadanos en igualdad de condiciones sea posible.
Teniendo en cuenta lo anterior, Arendt retoma la etimología griega del verbo "actuar" y encuentra que en dicha lengua se usaban dos palabras diferentes, pero relacionadas para dar cuenta de la acción: archein y prattein. Propone entonces que a la acción en cuanto archein hay que entenderla como "inicio", o mejor, como comienzo: "en la propia naturaleza del comienzo radica que se inicie algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes" (Arendt, 1958: 177-178). Actuar es tomar la iniciativa, dar origen a algo absolutamente nuevo y único. La acción es imprevisible. Interrumpe el flujo de las actividades en el mundo, y cambia su curso sin causa alguna identificable y en dirección desconocida. Es absoluta novedad que no puede reducirse a lo que ya existía, que no puede explicarse por ello. Arendt llega a decir que "se da en forma de milagro". La acción realiza la condición de la natalidad, es decir, da origen en el mundo a algo único, nuevo, inesperado, y nos recuerda que el hombre "aunque ha de morir, no ha nacido para eso sino para comenzar" (Arendt, 1958: 246). Si la condición de la mortalidad es la categoría metafísica por excelencia, la natalidad es la categoría central de la política, en el sentido de que a partir de ella se configuran de forma performativa nuevas realidades políticas.
Pero Arendt también propone que la acción, en cuanto prattein, supone que el agente "se mueve entre y en relación con otros seres actuantes, nunca es simplemente un agente, sino que siempre y al mismo tiempo es un paciente" (Arendt, 1958: 184). Esta es una idea sorprendente que redefine la relación del agente con la acción. No se trata simplemente de que toda acción y todo discurso se dan en un contexto de acciones y juicios; sino que supone sobre todo que a la acción pertenecen las reacciones, las acciones y las palabras que con ella se vinculan. Por ambas razones, el agente es actor; por ambas razones el actor padece su acción. Es actor porque experimenta, asume este padecimiento como parte de su propio significado. Padece su acción porque actúa en un contexto previo inevitable y porque responde por las consecuencias de sus actos; consecuencias que no puede prever y que escapan a su control.
La acción y los juicios se ponen de manifiesto entre los hombres. Este en medio de, aunque incluye un mundo de cosas, también incluye una dimensión intangible: "A esta realidad la llamamos «trama» de las relaciones humanas, indicando con la metáfora su cualidad de algún modo intangible" (Arendt, 1958: 183). La metáfora de la "trama" señala lo invisible, la red de relaciones o, en otras palabras, el contexto intersubjetivo de relaciones humanas que constituyen "el horizonte" de los asuntos humanos. De esta manera, cada uno de nosotros comienza a vivir dentro de una trama de narraciones e historias que son tejidas antes de nuestro nacimiento, y que están presentes durante toda nuestra existencia. Esta característica de la acción la vincula estructuralmente a la pluralidad. En efecto, la acción en solitario es imposible. Pero al ponerla así, en manos de esta red de acciones y juicios que exceden el control del agente, la acción se torna no solo imprevisible, como habíamos visto arriba, sino ilimitada. La acción establece siempre relaciones que generan nuevas relaciones y así, potencialmente, hasta el infinito.
Ahora bien, aunque la acción es frágil, fútil e impredecible, pone de manifiesto la libertad que nos define como seres humanos y, por ende, como seres políticos. Incluso, en The Life of the Mind, Arendt establece un planteamiento aún más contundente: "Estamos condenados a ser libres por el hecho de haber nacido, sin importar si nos gusta la libertad o si abominamos de su arbitrariedad" (Arendt, 1978: 217). Por supuesto, ella propone una idea distinta de libertad. La libertad como pura espontaneidad de la acción que realiza la condición de la natalidad, no la entiende Arendt como "un insoluble problema de subjetividad". En otras palabras, la noción arendtiana de libertad no tiene nada que ver con las nociones de libre albedrío o autonomía. En su obra The Life of the Mind, la pensadora se percata que cuando concebimos la libertad como una facultad autodeterminante se deja de lado el carácter novedoso de la acción y se termina determinando una actividad que por esencia es libre. Ella observa que la gran mayoría de filósofos en la tradición filosófica occidental han identificado la voluntad con el libre albedrío, es decir, con la capacidad de elegir entre varias alternativas. Sin embargo, han oscurecido la comprensión del ejercicio de la misma al considerar que esta facultad debe hallarse determinada.
Arendt tampoco comprende la voluntad como una facultad imperativa que direcciona la acción para organizar los asuntos políticos. Desde esta perspectiva, rechaza la solución kantiana de trasladar la voluntad al mundo nouménico, comprendiéndola como una "razón práctica" que se autodetermina. Al criticar la concepción de la voluntad como autonomía, Arendt también cuestiona la concepción moderna del sujeto. Ella observa que tanto la concepción de la voluntad como libre albedrío como la noción de autonomía se hallan fundadas en una noción equívoca del sujeto, donde éste es comprendido como una sustancia que sirve de soporte de las facultades humanas y estas son determinadas por el ejercicio de la razón. Estas concepciones equívocas del sujeto y la libertad humana se desprenden de los prejuicios de la tradición filosófica hacia la acción política y su rechazo de comprenderlos teniendo en cuenta su carácter contingente, frágil e impredecible.
Arendt introduce, así, una novedosa concepción de la voluntad entendida como órgano del futuro y la espontaneidad. Sin embargo, este concepto es uno de los más problemáticos y a la vez, más enigmáticos de la filosofía arendtiana. Siguiendo hasta cierto punto a San Agustín, la pensadora judío-alemana piensa que la voluntad posee una enorme reflexividad al escindirse entre el yo quiero y yo-no quiero. Sin embargo, cuando detenemos esta reflexividad y actuamos, establecemos nuevos comienzos que rompen el devenir histórico. Por supuesto, aquí es importante aclarar que Arendt rechaza también la concepción moderna de la historia que comprende las acciones humanas como un proceso que arrastra a los seres humanos en un flujo necesario e irresistible. De ahí que la gran mayoría de teorías políticas modernas terminen fundamentando la política en la categoría de la necesidad, que paradójicamente no pertenece a los asuntos humanos, sino al mundo natural. Según Arendt, cualquier intento filosófico, histórico o científico de querer reducir la esfera de los asuntos humanos a lo necesario para explicarlos a partir de la categoría de la causalidad, fracasará porque la condición humana (aunque se halle influenciada por múltiples condiciones y factores) se caracteriza especialmente por hallarse indeterminada, dado que los seres humanos son seres natales y libres. Para Arendt, la capacidad espontánea de establecer nuevos comienzos se transforma en el principio individuations o la fuente de singularidad de cada ser humano:
El sí mismo que la actividad del pensar descuida al retirarse del mundo de las apariencias es afirmado y garantizado por la reflexividad de la voluntad. Del mismo modo que el pensamiento prepara el sí mismo para el rol del espectador, la voluntad lo modela en un "yo duradero" que dirige todos los actos particulares de la volición; crea el carácter del sí mismo y por ello ha sido interpretada a veces como la fuente de la identidad específica de la persona (Arendt, 1978: 195).
Según Arendt, la voluntad o "la capacidad misma de establecer nuevos comienzos se enraíza en la natalidad… no se trata de un don, sino del hecho de que los seres humanos, los nuevos hombres, aparecen una y otra vez en virtud de su nacimiento" (Arendt, 1978: 217). De esta manera, el ejercicio de la voluntad sería no solo la condición mental para explicar por qué somos seres natales, sino también seres únicos. Arendt cita el siguiente ejemplo, planteado por San Agustín:
[La] individualidad se manifiesta en la Voluntad. Agustín cita el caso de los dos gemelos idénticos, «ambos de idéntico temperamento de cuerpo y alma». ¿Cómo podemos diferenciarlos? Lo único que les podría distinguir es su voluntad: «Supongamos que ambos son tentados por la misma tentación y que uno cede a ella y consiente en ella y que otro […] la resiste, ¿por qué si no por propia voluntad, siendo, por supuesto, en ambos la misma disposición corporal y anímica?» (Arendt, 1978:109).
Si bien la voluntad es la fuente de la individualidad, es por medio de la acción a través de la cual podemos revelar quiénes somos. En este sentido, Arendt considera que, aunque la voluntad es una facultad enormemente reflexiva, cuando esta reflexividad se detiene a la hora de actuar, adquirimos un quién que hemos de poner de manifiesto en el mundo a través de la acción, y esto significa que hemos ganado la posibilidad de la libertad política, la cual es la que fundamenta la vida política de los seres humanos.2 Al respecto, Young-Bruehl agrega lo siguiente:
At the conclusion of her discussion of the will, Arendt did acknowledge that we lose the mental freedom of willing when we act, but what we gain is a shaped self; we gain the who we have to show in the world as we act, and that means we gain the possibility of political freedom, which, in turn, secures for us the conditions for freely thinking and willing (Young-Bruehl, 2006: 193-194).
Desde esta perspectiva, entonces, mientras la voluntad es fuente de la espontaneidad, ésta da paso a la libertad de actuar políticamente en el espacio de aparición. La libertad política es "un estado objetivo de la existencia humana" (Arendt, 1958: 71). Así, la libertad política es consustancial a la acción, ni previa ni posterior; se realiza en la acción misma. Lo que importa retener ahora es que esta libertad contradice la noción de soberanía porque supone la pluralidad, y ello, a su vez, implica que pluralidad es algo más que muchos hombres. En efecto, si la pluralidad es condición de la libertad, es porque la pluralidad supone un tipo específico de relación entre los hombres. No se trata de que sean muchos y no uno; sino de que esos muchos se relacionen en un espacio que permita el ejercicio de la libertad. Y ese espacio debe ofrecer a todos los hombres la posibilidad igual de diferenciarse como seres únicos mediante la acción, el pensamiento crítico y la capacidad de juzgar. Todas estas actividades requieren un espacio político que permita su florecimiento, ya que solo en él se cumple la verdadera condición de los seres humanos: revelar quiénes son a través de la acción, el pensamiento y el juicio.
Incluso, Arendt señala que "la antigua estima por la política radica en la convicción de que el hombre qua hombre, cada individuo en su única distinción, aparece y se confirma a sí mismo en el discurso y la acción, y que estas actividades, a pesar de su futilidad material, poseen una permanente cualidad propia debido a que crean su propia memoria" (Arendt, 1958: 207-208). Tanto las acciones como los juicios son frágiles y sucumbirían a su propia futilidad, desaparecerían al final de cada proceso "como si no hubieran existido", si no fuera posible convertirlos en algo tangible. Y para que esto se dé, se necesita, primero que sean vistos y escuchados; y después, recordados. Y esto es posible, porque las acciones y los juicios, al insertarse en la trama previa de los asuntos humanos, interactúan "creando" historias que serán luego recordadas. Y son estas historias las que pueden contarse, narrarse desde distintas perspectivas, reflejarse en monumentos o en obras de arte, etc. Así, el arte, la historia y la literatura redimen a la acción de su futilidad y le garantizan la inmortalidad en el recuerdo de los demás hombres.
Sin embargo, en las reflexiones arendtianas sobre la acción emerge una tensión muy fuerte entre el carácter performativo de la acción política que permite consolidar nuevas realidades políticas, y la concepción de la identidad narrativa que también se desprende ella. Por un lado, hay comentaristas, como Bonnie Honig y Michael Denneny, quienes consideran que en las reflexiones arendtianas la acción es básicamente un acto performativo.3 Desde esta perspectiva, la acción política, al estar íntimamente relacionada con el discurso, es un acto performativo que tiene la capacidad de crear nuevas instituciones, como, por ejemplo, el acto de fundación de la constitución norteamericana. Incluso, la promesa y el perdón son actos performativos que intentan apaliar los peligros de la acción, ya sea para redimirla de su imprevisibilidad (promesa), o del peso de sus consecuencias (perdón). Por otro lado, hay otros autores como Seyla Benhabib, Fina Birulés y Maurizio Passerin d' Entrèves, quienes consideran que la noción arendtiana de acción no se agota en una performatividad, sino que también encontramos cómo a través de ella surge una identidad narrativa y "distintos modelos" o representaciones de la acción que pueden entrar en conflicto.4 Estos autores observan que en The Human Condition hay una tensión entre el modelo de acción agonal y el modelo de acción narrativo o comunicativo. El primero hace referencia a la capacidad de "ejecutar grandes y memorables acciones" en una élite cívica republicana. El segundo pone de manifiesto la capacidad de hacer juicios políticos y de tomar la iniciativa en el proceso de auto-organización en una república democrática. Siguiendo a Benhabib, ambos modelos también ponen de manifiesto una tensión en el concepto de sujeto político: mientras el modelo de acción agonal pone de manifiesto una noción de sujeto de carácter esencialista, el segundo modelo revela una noción constructivista del sujeto que emerge a partir de la identidad narrativa.5 Una postura interesante es la que Neus Campillo plantea en Hannah Arendt: lo filosófico y lo político. Campillo defiende la postura de que, si bien la acción tiene un carácter performativo, es a partir de los juicios de los espectadores que emerge la identidad narrativa y, por ende, ambas dimensiones no son incompatibles:
Defendería, al respecto, que se dan ambas. Mientras que la performatividad es la característica de la acción, la identidad narrativa se formará en tanto que se cuenta una historia sobre el actor cuyo autor no es él, sino el espectador. La acción es performativa, pero es el juicio de los espectadores el que introduce la narratividad al contar una historia sobre esa acción. Es el momento de la reflexión el que establece la identidad como narrativa (Campillo, 2014: 124).
La postura de Campillo es bastante razonable. Pero de aquí se desprenden nuevas preguntas: ¿puede el actor crear una narración?, ¿esto implicaría que puede ser actor y espectador al mismo tiempo? La respuesta de Campillo es la siguiente:
Habría que señalar la importancia que da a la elección de cómo aparecer, porque Arendt atribuye así a la individualidad una capacidad que puede ir más allá de todo control y de toda desposesión de la identidad… Es en la elección que hacemos de cómo aparecer a los demás donde podremos encontrar un elemento para armonizar la tensión entre la iniciativa y la narración que se realizará sobre el quién (Campillo, 2014: 129).
Sin embargo, los nuevos cuestionamientos que surgen son los siguientes: ¿cómo se realiza esa elección sobre cómo aparecer?, ¿en qué consiste teniendo en cuenta que Arendt tiene una noción de la libertad, muy distinta a la famosa concepción tradicional del libre albedrío?, ¿cómo garantizar que esta elección sobre el cómo aparecer no caiga en la hipocresía y la simulación? Desafortunadamente en su libro Campillo no aborda ninguna de estas cuestiones.
Por supuesto, en las obras de Arendt encontramos múltiples modelos de acción política que no se restringen solamente a los modelos de acción agonal y comunicativa. Podemos encontrar el modelo de la fundación de Roma como acción política, el modelo de Revolución Húngara, el movimiento pacifista de independencia de Mahatma Gandhi, el modelo del perdón como acción política, encarnado en la figurada de Jesús de Nazaret, y la desobediencia civil de ciertas personas y movimientos en la Alemania nazi.6 Es sobre este último modelo de acciones que debemos centrar nuestra atención. Si bien la apatía, la indiferencia y la irreflexión colectiva fue lo que caracterizó el comportamiento de la mayoría del pueblo en la Alemania nazi, hubo algunas personas que no solo se abstuvieron de participar, sino que además de eso desobedecieron las leyes perversas del régimen totalitario alemán que, por ejemplo, prohibían ayudar a las víctimas.
En Eichmann in Jerusalem, Arendt presenta numerosos ejemplos que ponen de manifiesto lo anterior: el caso de un artesano que renunció a ser un exitoso empresario si ingresaba al partido nazi; algunos académicos prestigiosos como Karl Jaspers que renunciaron a sus puestos académicos para no hacer juramento a Hitler; algunos ciudadanos alemanes que hicieron todo lo posible para ayudar a los judíos que conocían, ya sea ocultándolos o ayudándolos a salir del país, aunque esto implicara peligro de muerte.
Arendt narra la historia de dos jóvenes campesinos que se negaron a enlistarse en las filas de la S.S. pagando con su vida el incumplimiento del código civil que los obligaba a prestar servicio militar obligatorio, porque sabían que una de sus funciones sería asesinar personas inocentes. Y, por último, menciona las actividades del movimiento de la Rosa Blanca, liderado por los hermanos Scholl, quienes denunciaron el horror del régimen nazi e intentaron alertar a la comunidad. Estas personas, según Arendt, mantuvieron intacta "su capacidad para distinguir el bien del mal y nunca sufrieron una crisis de consciencia… No eran héroes ni santos". Sin embargo, pusieron de manifiesto que, aunque un contexto social propicie la maldad, los factores sociales y políticos no necesariamente van a determinar que todas las personas obren mal.
Arendt se pregunta ¿en qué sentido estas personas son distintas a la mayoría del pueblo alemán?, ¿por qué estas personas se abstuvieron a obrar mal?, ¿por qué estas personas desobedecieron las leyes del régimen nazi? La respuesta de Arendt es que estas personas no solamente se atrevieron a pensar críticamente las nuevas reglas morales y leyes arbitrarias que impuso el régimen nazi, sino que además tuvieron la capacidad de juzgar de manera autónoma las circunstancias, haciendo uso del juicio reflexionante.
Es aquí donde Arendt retoma nuevamente la distinción kantiana entre juicios determinantes y juicios reflexionantes. Como lo vimos anteriormente, los primeros subsumen un particular bajo una regla general, mientras que los segundos analizan un acontecimiento particular y es a partir de este último que se infiere una generalidad. Por ejemplo, cuando una persona se encuentra en la pobreza y decide "no robar", debido a que considera que las leyes morales, sociales y religiosas son imperativos que deben ser respetados, su acción se encuentra fundamentada en un juicio determinante. En cambio, algunas personas que se abstuvieron de participar en los actos atroces del régimen nazi, obraron de otra manera. El rechazo a asesinar de estas personas, no obedeció a su apego a la regla que dicta "no matar", sino que su pensar crítico les permitió observar el cambio de las normas morales y jurídicas en dicho contexto social, y esto activó su capacidad de juzgar reflexivamente, lo que impidió que ellas participaran en los actos atroces del régimen para no tener ningún cargo de consciencia consigo mismos.
Arendt observa que cuando una persona sigue sin reflexionar un código moral o político obra de manera heterónoma. El problema con los códigos morales o políticos es que al dictar cómo actuar evitan que el sujeto tome decisiones por su propia cuenta. Y es en este sentido que las personas actúan, como dice Arendt, de manera automática. Ahora bien, no solamente el sujeto puede obrar y juzgar de forma determinante cuando sigue un código, sino también cuando apela a una instancia superior o a una autoridad. Por ejemplo, Eichmann justificaba sus actos, señalando que las órdenes de Hitler eran leyes de estricto cumplimiento. Desde una perspectiva moral, la pensadora judío-alemana considera que nadie puede zafarse de su responsabilidad personal, desplazando hacia otros la justificación de sus acciones. Ningún código moral y ninguna autoridad son sacrosantos, en el sentido de que ninguno de ellos justifica éticamente de manera incuestionable y definitiva una determinada acción.
Por otra parte, como hemos visto anteriormente el uso del pensamiento crítico y juicio reflexionante condujeron a que algunas personas se abstuvieran de participar de las actividades del régimen nazi, manteniendo un carácter ético loable; pero en el caso de los hermanos Scholl, por ejemplo, el ejercicio de estas capacidades no solamente los condujo a abstenerse de participar en los crímenes del régimen, sino también a movilizarse políticamente en contra de él a través de denuncias y actos pacíficos de protesta, aunque esto implicará arriesgar su propia vida. Es a partir de este modelo que podemos visualizar una profunda relación entre el pensamiento crítico, el juicio reflexivo y la acción. Pero ¿en qué consiste esa relación? Hay un pasaje en The Life of the Mind que nos da una pista:
Los seres humanos (…) son capaces de juzgar, afirmativa o negativamente, las realidades en las que han nacido y que les condicionan; pueden desear lo imposible, la vida eterna, por ejemplo; y pueden pensar, es decir, especular con sentido, sobre lo desconocido y lo incognoscible. Y aunque todo esto no pueda cambiar jamás la realidad de manera directa -de hecho, en nuestro mundo no hay oposición más clara y radical que aquella entre hacer y pensar- los principios a partir de los que se actúa y los criterios a partir de los cuales se juzga y se conduce la vida dependen, en última instancia, de la vida del espíritu. En resumen, dependen de la manera de llevar a cabo estas actividades mentales aparentemente sin provecho, que no producen resultado alguno y que «no nos dotan directamente con el poder para actuar» [las cursivas son nuestras] (Arendt, 1978: 71).
Este pasaje es interesante porque establece un puente entre el ejercicio de las facultades del espíritu y la acción. Si bien la acción humana es espontánea, novel, impredecible e indeterminada, se halla relacionada con estas capacidades. Por supuesto, Arendt es enfática que el tipo de relación no es determinante, dado que el pensamiento y el juicio no necesariamente pueden impulsarnos a actuar en todos los casos; sino un tipo de relación reflexiva, donde la acción es el performance o la manifestación de lo que se ha pensado y juzgado. Ese performance hace visible la capacidad espontánea y única de los seres humanos de pensar y juzgar sin seguir necesariamente lo previamente establecido, siendo consecuentes consigo mismos. En otras palabras, una persona que piensa y actúa reflexivamente, actúa siendo consecuente consigo desde una perspectiva ético-política.
Aquí es interesante observar la influencia de Kant en los planteamientos arendtianos sobre la coherencia que debe existir entre el pensamiento, el juicio y la acción. Recordemos las palabras de Kant en "¿Qué es la ilustración?":
Las máximas siguientes del entendimiento común humano pueden (…) servir para aclarar sus principios. Son las siguientes: 1. Pensar por sí mismo. 2. Pensar en el lugar de cada otro. 3. Pensar siempre de acuerdo consigo mismo. La primera se refiere a la máxima del modo de pensar libre de prejuicios; la segunda es la máxima del extensivo; la tercera, del consecuente. La primera es la máxima de una razón nunca pasiva. Por tanto, la inclinación a lo contrario, a la heteronomía de la razón, se llama prejuicio (…) Por lo que se refiere a la segunda máxima del modo de pensar, estamos bien acostumbrados a llamar limitado (de cortas miras, lo contrario de amplias miras) a aquél cuyos talentos no se aplican a ningún uso considerable (sobre todo, intensivo). Pero aquí no se trata de la facultad del conocimiento, sino del modo de pensar, para hacer de éste un uso conforme a fin; aunque sean muy pequeños el grado y la extensión donde alcance el dote natural del hombre, muestra, sin embargo, un hombre amplio en el modo de pensar, siempre y cuando pueda apartarse de las condiciones privadas subjetivas del juicio, dentro de las cuales muchos otros están como encerrados, y reflexiona sobre su propio juicio desde un punto de vista universal (que sólo puede ser determinado poniéndose en el punto de vista de los demás). La tercera máxima, la que se refiere al modo de pensar consecuente, es la más difícil de alcanzar, sólo puede alcanzarse a través de la unión de las dos primeras, y después de una frecuente aplicación de las mismas, convertido ya en destreza (Kant, 2002: 26-27).
Arendt retoma estos planteamientos, para mostrar que el ejercicio del pensar no solamente implica liberarnos de nuestros prejuicios, para juzgar los acontecimientos en su particularidad; sino que además esta capacidad de juzgar debe tomar como punto de partida un pensamiento extensivo o una mentalidad amplia que permita construir un juicio imparcial y objetivo. Y, por último, garantizar una coherencia ética entre lo que se piensa, lo que se juzga y lo que se hace. Cuando esta coherencia se convierte en una destreza o un hábito, emerge un modo de ser o carácter que ilumina el sentido de la acción.
Ahora bien, en el caso del movimiento de la Rosa Blanca liderado por los hermanos Scholl, no solamente podemos vislumbrar la importancia política que tiene el uso de las facultades del pensamiento y el juicio, sino que también podemos observar cómo este movimiento dio lugar a un modelo muy peculiar de acción política como desobediencia civil. Un tipo de acción legítima en aquellos contextos políticos, donde la autoridad del gobernante y las leyes positivas vulneran la libertad de acción y de pensamiento de los ciudadanos. Cuando la esfera público-política se halla destruida, la desobediencia civil se transforma en una acción colectiva novel y espontánea que instaura un nuevo orden comunitario en el curso de los acontecimientos y revitaliza dicha dimensión. Esta acción es expresión de la libertad de actuar que poseen todos los seres humanos.
De esta manera, tanto el pensamiento crítico como el juicio tienen un significado político. En contextos políticos perversos, el ejercicio de ambas facultades puede impulsar a que algunos ciudadanos se abstengan de aprobar los dictámenes del régimen o puede conducirlos a movilizarse en contra de él. Mientras que en contextos políticos realmente democráticos el uso de estas facultades es el fundamento de la participación ciudadana y la deliberación política, puesto que el ejercicio de ambas capacidades revitaliza el espacio público como campo de diálogo, promoviendo acuerdos y consensos que son necesarios para consolidar un mundo común. De ahí que, como muy bien lo señala Elisabeth Young-Bruelh, Arendt haya encontrado en su fenomenología del pensamiento, la voluntad y el juicio en The Life of the Mind, las condiciones mentales de la constitución del espacio público, las condiciones que fundamentan el campo político (Cfr. Young-Bruehl, 2006: 157-218).
En dicho campo, el ejercicio libre de estas facultades y la creación de leyes que garanticen el uso de las mismas y la acción consolidan un espacio común, donde los actores pueden actuar y generar conjuntamente "el poder político" a través de consensos, fundando un gobierno realmente democrático y respetuoso de la diversidad. Sin embargo, como muy bien lo señala Paul Ricoeur: "sólo existe comunidad de acción en la medida en que quiénes actúan la mantengan. El poder persiste mientras los hombres actúan en común, desaparece cuando se dispersan" (Ricoeur, 1991: 6). Mientras el poder político brota de acciones políticas que van acompañadas del discurso y del diálogo, la violencia emerge cuando el poder político ha cesado, destruyendo la vida política de los ciudadanos y en casos extremos, puede amenazar con destruir la misma condición humana.
De ahí que la grandeza de un espacio político sea "medible" por la participación efectiva de los ciudadanos en cuanto actores políticos a través de sus acciones, pensamientos y juicios. Si los ciudadanos realizan juicios sesgados y parciales de manera unísona sobre determinados grupos o comunidades, esto podría ser una señal de una insensatez o irreflexión política. Esta es demasiado peligrosa en el terreno político porque puede conducir a la destrucción o genocidio de dichas comunidades al encontrar legitimación institucional y al promover estados de anomia moral en la ciudadanía frente a las injusticias de las cuales los otros son objeto. Nuestra historia ha dado cuenta como diversas comunidades han sido deshumanizadas o exterminadas a través de la violencia y de un discurso excluyente que se haya fundado en la gran mayoría de ocasiones en prejuicios ideológicos y/o religiosos. Pero cuando dichos discursos son cuestionados por el pensamiento crítico, no se sostienen y este ejercicio reflexivo posibilita la capacidad de juzgar los acontecimientos de manera independiente, fomentando la capacidad de movilizarse políticamente en contra de la injusticia. Por ende, tanto el ejercicio del pensamiento crítico, la capacidad de juzgar y la acción política son los que garantizan la vitalidad y fortaleza de la vida política.