“No son 30 pesos, son 30 años”
Al ritmo de las cuerdas de decenas de guitarras dolientes, miles de manifestantes entonaban con mucha euforia y enojo el himno social “El baile de los que sobran”, dejando para la historia una huella audiovisual catártica que resume y grafica la multitudinaria marcha -la marcha más grande en la historia de Chile- que validaba el estallido social a finales del mes de octubre de 2019.
[…] A otros le enseñaron /secretos que a ti no, / a otros die ron de verdad esa cosa llamada educación. / Ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación. / ¿Y para qué? /para ter minar bailando y pateando piedras […] (Los Prisioneros, “El baile de los que sobran”, Pateando piedras, 1986).1
Llama la atención que una canción que sirvió de bandera de lucha para toda una generación, en una época distinta del país, aún esté vigente y tenga sentido para esta nueva generación. Después de más de 30 años, la situación de fondo -el modelo económico- nunca cambió, se mantuvo. La imagen de miles de personas coreando la misma canción es quizás uno de los momentos más significativos y emocionantes para un pueblo que ya no aguantó con la carga socioeconómica y la injusticia social. No fueron sólo los 30 pesos de alza del Metro, como lo informó e hizo notar la prensa internacional, sino fue el desahogo de décadas, cargando el costo de mantener la imagen del “Jaguar de América Latina”, de un modelo económico que se implantó en dictadura, se aceptó en transición y se validó en democracia.
Regularmente, cuando nos enfrentamos a una situación nueva, distinta, lo que hacemos es tratar de entenderla, asociarla con algo conocido y clasificarla. Es así como se nos ha instruido a enfrentar la realidad y a interpretarla; asumimos una posición desde las bases de nuestro conocimiento previo y emitimos nuestro juicio de valor. Esta posición refleja los condicionamientos que ejercen las estructuras de poder en las dinámicas y prácticas socioculturales de las que somos parte; a través de nuestra participación social, las aceptamos, transmitimos y reproducimos. Es por ello que la multitudinaria marcha del 21 de octubre y la posterior ola de protestas y movilizaciones en el país tomaron a todos por sorpresa. Nadie entendía bien lo que pasaba con un país serio, democrático, con una macroeconomía sólida y ejemplo para sus vecinos. A nivel internacional se advertía que el alza del Metro era la causa, mientras que para el chileno “de a pie” el diagnóstico, la explicación y hasta la solución eran claros: el desgaste del sistema era evidente y la gente ya no iba a seguir soportando más carga. El pueblo se hacía presente, el pueblo despertó.
Bajo el lema y hashtag #Chiledespertó, millones de personas en todo el país salieron a las calles a manifestar su inconformidad y desacuerdo con el trato que, durante décadas, los gobiernos de la concertación y la derecha, a través de sus políticas y programas, han vulnerado a las clases sociales más débiles, económicamente hablando; es decir, la clase media, la asalariada. No es un secreto el nivel de desigualdad existente en Chile, uno de los países con peor distribución del ingreso en el mundo, donde la brecha salarial es muy amplia: mientras un obrero gana cerca de 400 dólares al mes, un supervisor o jefe de área puede percibir hasta 10 o 15 veces ese sueldo, en una sociedad donde todo se paga y todo se debe al mismo tiempo: educación, salud, vivienda, transporte, entre otros.
Para graficar esta realidad, debemos considerar y poner en perspectiva lo que significa para una familia asalariada de clase media vivir en Chile, conformada por cuatro personas (dos adultos profesionales y dos menores estudiantes), con un ingreso promedio mensual de 1300 dólares. Esta fami lia debe enfrentar el costo básico de su alimentación, vestimenta, servicios y transporte diario. Gastos escolares, de salud, la cuota de la casa y otros gastos, como el celular y la Internet. Esto es, sin contar la posibilidad de ampliar o remodelar la casa, de mejorar sus aparatos electrónicos y electrodomésticos o de comprar un automóvil usado. Ese sueldo promedio no alcanza para ahorrar, sólo alcanza para mantenerse, sin darles la posibilidad de mejorar o acceder a otro tipo de calidad de vida. La única forma de poder ampliar ese poder adquisitivo y mejorar un poco la calidad de vida y enfrentar su costo es a través de préstamos o tarjetas de crédito, que a la larga disminuyen el ingreso mensual y se convierten en una deuda larga y pesada.
Teniendo en cuenta lo anterior, es necesario saber que Chile es el país más caro de América Latina en cuanto a servicios públicos se refiere; es uno de los 10 países en el mundo más caros en transporte público; la educación superior es de las más caras en el planeta y es el único país en América Latina donde todas las universidades (públicas y privadas) son de paga, y todo esto sin considerar ningún costo asociado con los materiales para estudiar. Agregar que los medicamentos en Chile tienen el valor más alto de América Latina, en un sistema de salud pública (“privatizada”) que cobra como mínimo entre 10% y 20% del costo de cualquier atención médica. El sistema de pensiones (AFP) sólo puede garantizar el pago del 50% del sueldo, después de 40 años de trabajo, ganando el sueldo mínimo; es decir, a los 65 años, una persona pasa de ganar 400 dólares a 200 dólares mensuales. Detrás de Uruguay, Chile es el segundo país con la gasolina más cara de la región; en cuanto al impuesto al valor agregado (IVA), es de 19%, el tercero más alto de todo el continente americano. Por éstas y otras circunstancias es que la percepción de la mayoría de los chilenos es sentirse vulnerado por una sociedad donde la clase política y la empresarial, en conjunto, se han aprovechado. Sin ir más lejos, el nivel de deuda de un hogar chileno alcanza el 75% de su ingreso disponible, llevando a las familias a endeudarse para vivir; esto significa que cada mes se trabaja para pagar deudas, que aumentan y crecen más rápido que los sueldos.
Presentados algunos elementos sobre la situación socioeconómica en el país, podemos identificar ciertos elementos que dieron vida al “estallido social”. A lo anterior habrá que sumar los casos de corrupción política, y corrupción y colusión empresarial. Ha sido una década en la que estos casos han sido portada de cada medio de comunicación, lo que sin duda ha afectado a toda la sociedad chilena, haciendo que ésta pierda la credibi lidad en las instituciones. Los casos de corrupción MOP-GATE, Penta, SQM y Caval dejaron en evidencia a los gobiernos de turno; la colusión de las farmacias, de las navieras, los casos del “papel higiénico”, “de los pollos” y “de los pañales”, han sembrado la duda y la desconfianza de la sociedad chilena ante los empresarios y sus prácticas empresariales desleales. Con el tiempo y de a poco, este modelo económico, implantado en dictadura y ajustado con gran éxito en los años noventa, fue perdiendo credibilidad al poco andar del nuevo milenio y mostrando su verdadero rostro: la creación de desigualdad y de una clase social media inestable e indefensa en términos económicos y financieros.
A lo anterior habrá que sumarle las manifestaciones sociales previas -que han dejado una fuerte huella social-, lideradas principalmente por movilizaciones estudiantiles y feministas: Mochilazo (2001), la Revolución de los Pingüinos (2006), Marcha de los Paraguas (2011); Niunamenos (2016); Ola Feminista o Mayo feminista (2018) y #EvasiónMasiva (2019). Estas movilizaciones también han estado acompañadas por agrupaciones y organizaciones ligadas con la equidad de género, derechos humanos y reivindicación de los derechos indígenas y de etnias olvidadas. Estas manifestaciones han dejado en evidencia la impericia de una clase política (senadores y diputados) desacreditada, que recibe una dieta mensual de cerca de 8 000 dólares en promedio (algunos reciben más), más otras asignaciones de turno, y cuyos miembros, durante el periodo de las manifestaciones públicas, han sido tildados de “corruptos, ladrones, mafiosos y tramposos”. La gente perdió la confianza en una clase política tradicional, conservadora, liberal y totalmente alejada de las sensaciones del pueblo, situación que se vio plasmada en la famosa frase del secretario de Economía, Juan Andrés Fontaine, quien, ante el alza del valor del Metro y de forma nada empática, dijo: “[...] quien madrugue puede ser ayudado a través de una tarifa más baja [...]”.
El debilitamiento y la incapacidad de la clase política y de los partidos políticos tradicionales de empatizar con la ciudadanía y sus inquietudes, inconformidades y demandas, dieron pie al surgimiento de nuevos agentes sociales, nuevas voces autorizadas, que emergen desde las organizaciones sociales, las cuales han dado un nuevo sentido a estas movilizaciones y marchas, como agrupaciones juveniles (estudiantes de secundaria y uni versitarios), indígenas, de género, culturales y feministas. Las agrupaciones NO+AFP, NO+TAG, Niunamenos, son algunas de ellas y son las que, en cierto sentido, han capitalizado el malestar y las demandas sociales como banderas de lucha.
Todas estas situaciones, factores, causas y circunstancias llevaron a mi llones de personas en el país, de manera conjunta, a manifestarse, demandar y protestar, a luchar por lo mismo, a buscar transformaciones sociales de fondo, que les permitan poder llevar una vida “más tranquila”, con mejores sueldos, con menos deudas y con más oportunidades.
“Nos quitaron tanto, que acabaron quitándonos el miedo”
Todo movimiento social se centra en la idea de conflicto, que surge en el centro de la vida social y que tiene que ver con una pugna constante entre fuerzas y posturas política/económica/valórica que plantean las institu ciones y que permean en la sociedad. Cuando las personas, en su conjunto, conscientes de su condición y posición, ven amenazadas o superadas sus condiciones sociales, económicas y culturales, muchas veces a través de acciones colectivas desarticuladas pero firmes, se levantan y radicalizan para buscar un freno y un cambio a esas condiciones. Este conflicto expresa y hace visibles las contradicciones políticas y sociales institucionalizadas que son causas del malestar y que encuentran eco en los más desprotegidos. Un movimiento social representa la enfermedad y la cura para un sistema con deficiencias no atendidas y heridas mal curadas. Desde el punto de vista institucional, cuando la institucionalidad se ve expuesta, en peligro y disminuida por el conflicto y la pugna de fuerzas, el movimiento social se atiende y entiende como un cáncer que hay que extirpar, situación que habla de la poca empatía social ante la inequidad y la desigualdad que existen desde las clases dominantes (política y empresarial). Este es el caso de Chile y de otros países sudamericanos, como Colombia y Ecuador, y de Francia en Europa (con los “chalecos amarillos”), por mencionar algunos, si bien cada uno con sus especificidades idiosincráticas y económicas, pero muy similares.
Es posible identificar algunos factores en común en todas estas movili zaciones, demandas y protestas sociales que explican el descontento social sudamericano principalmente. El primero tiene que ver con el manejo y la redistribución del gasto público y su directa relación con el mejoramiento de la calidad de vida; es decir, estos gobiernos, todos democráticos y neoliberales, han sido ineficientes en el manejo del recurso y en el diseño de políticas públicas acertadas, y esto se deriva de un segundo factor, la corrupción. Una clase política y empresarial que ha trabajado para beneficio propio a través del tráfico de influencias, el soborno, los favoritismos, la colusión y el cohecho. Un tercer factor ha sido la criminalización de las manifestaciones por parte de los gobiernos de turno, los que, a través de la represión policial y militar, han enfrentado en las calles a punta de macanas, balines, carros lanzaagua y bombas lacrimógenas, a mujeres, niños, jóvenes y ancianos, los “delincuentes” de estas protestas, violando así los derechos humanos más básicos de las personas. En el caso de Chile, muy similar al de Ecuador, desde el gobierno se invisibilizan las demandas y se crimina lizan las manifestaciones. El 20 de octubre, el presidente Sebastián Piñera afirmó: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, condenando así la violencia y la “delincuencia” de las manifestaciones, justificando el despliegue de militares en las ciudades y estableciendo toques de queda.
Una de las características de todos estos gobiernos, que han enfrentado estas movilizaciones como un problema de violencia, ha sido la incapacidad de escuchar las demandas de sus pueblos y de empatizar con ellos, de asumir que la gestión política también es parte del problema. Han sido gobiernos ciegos y sordos, con malas gestiones e insensibilidad social. Sin ir más lejos, las protestas han puesto especial atención en las figuras políticas (con pancartas y memes), concentrando y encarnando el malestar en la máxima figura de poder público de un país, el presidente: “Piñera asesino”, “Piñera huele a dictadura” (Chile); “Macron divise le peuple”/ “Macron divide al pueblo” (Francia); “Moreno es Paquetazo” (Ecuador) y “Mentiroso, populista, traidor” (Colombia).
Las similitudes de estas movilizaciones también descansan en sus orígenes y en las causas de su estallido; si bien cada país tiene sus particularidades, podemos observar algunos elementos en común. Todos estos gobiernos y sus políticas económicas han avanzado (algunos más rápidos que otros) siguiendo las recomendaciones internacionales del recorte del gasto público y de la privatización de los sectores públicos; los ciudadanos han visto cómo las reformas laborales, la reforma a las pensiones, la eliminación de los subsidios, el aumento en los precios del combustible (gasolina), el aumento de los servicios básicos (electricidad, agua, transporte y telecomunicaciones) y el aumento de los impuestos, han disminuido aún más el ingreso (sueldos/salarios mínimos bajos), contrayendo aún más el poder adquisitivo de la clase media -que ya vive endeudada- y promoviendo una situación de desigualdad, vulnerabilidad social y miedo económico. Estos escenarios permiten que emerjan nuevos agentes sociales, quienes utilizan herramientas actuales para comunicar y organizarse, y que tienen como característica la inclusión de sectores sociales emergentes: estudiantes, comunidades indígenas, ecologistas, defensores animales, grupos feministas y de género, y grupos de migrantes, quienes han encontrado en Internet y las redes sociales un aliado, cómplice y protagonista, propio de la época: Twitter, Facebook, Instagram y WhatsApp, redes que han servido como puntos de encuentro, denuncias, desmentidos y espacios de catarsis para organizarse y expresar todo el malestar social. En segundos el mundo se enteró de #LaMarchaMásGrandeChile, la marcha de más de 1.2 millones de personas2 que, desde Plaza Italia (renombrada por los manifestantes como “Plaza de la Dignidad”) en la ciudad de Santiago, mandó un mensaje al gobierno y al mundo, validando así el estallido social en Chile.
“Hasta que la dignidad sea costumbre”
Después de un par de semanas de conflicto, enfrentamientos, manifesta ciones, paros y protestas por todo el país, de trending topic internacional, de disculpas públicas del presidente y de cambio de gabinete incluido, de más de 20 muertos y de 5000 víctimas de violación de derechos humanos, como todo tsunami, el asunto comienza a retraerse y a mostrar la verdadera devastación. El movimiento y sus demandas estaban claros y la clase media chilena, de la noche a la mañana, se convirtió en un agente social transformador. No quieren una revolución, quieren llamar la atención y que sus demandas sean atendidas. No fue una lucha de clases ni una fuerza social histórica, ni una comunidad desalienada y crítica; ha sido la reacción de una generación -habituada y acostumbrada al consumo- que muestra su inconformidad con el modelo económico y político, y que ve amenazada su economía presente y futura.
Es la inconformidad/queja de un tipo de cliente/consumidor que no está satisfecho con la relación costo-beneficio de su producto o servicio recibido. En el fondo, lo que exige este nuevo agente social es reformular el modelo, no quitarlo ni eliminarlo, sino ajustarlo para que las condiciones y la calidad de vida de las personas sean mejores. Los individuos no piden que desaparezcan las transnacionales ni que bajen los precios de los productos, piden ganar más, tener un poder adquisitivo mayor, tener la certeza de movilidad social. No quieren vivir endeudados, quieren enviar a sus hijos a las mejores universidades y atenderlos en el sistema de salud privada cuando se enfermen, porque simplemente la atención y las condiciones son mejores. Quieren tener una pensión equiparable a sus sueldos, ni siquiera digna. No quieren cambiar el modelo, quieren adecuarlo. La nueva clase media, la que con esfuerzos personales y familiares logró salir de los límites de la pobreza, quiere tener la certeza que no volverá a ella, quiere mejorar sus condiciones económicas personales.
Por su parte, los intentos del gobierno han sido reflejos, para apagar el incendio lo más rápido posible. Ahora sí, mostrar empatía y disposición para escuchar y atender las demandas, aunque eso signifique, como dice un dicho popular chileno, “pan pa’ hoy día y hambre pa’ mañana”. Para ello, el gobierno, en su intento de normalización, presentó la Nueva Agenda Social, que, de acuerdo con su página web, es “[…] un paquete de medidas sobre pensiones, salud y medicamentos, ingreso mínimo, disminución de tarifas eléctricas, impuestos para los sectores de mayores ingresos, reducción de la dieta parlamentaria y plan de reconstrucción, entre otras”.3 Para muchos analistas y académicos chilenos, es insuficiente y populista. Lo que sigue es, después de varias semanas de discusión parlamentaria, implantar el Acuerdo por la Paz Social y Nueva Constitución y llevar a cabo el Plebiscito Nacional Constituyente, el cual estaba programado inicialmente para el 26 de abril pero que, por la emergencia sanitaria generada por el Covid-19, fue postergado para el 25 de octubre de este año. En éste, el pueblo chileno tendrá la posibilidad de decidir en las urnas la aprobación o el rechazo de una nueva Constitución y, en caso de ser aprobada, votar por quien o quienes serán los encargados de redactarla (Convención Mixta Constitucional o Convención Constitucional).
Los ánimos se han apaciguado, la insatisfacción sigue; mientras, el gigante descansa y atiende otra crisis, una sanitaria que, por sus condiciones y afectación económica mundial, se sumará también a las demandas. Lo que queda claro es que el modelo económico/político debe ser ajustado y que este tipo de manifestaciones ponen en evidencia una nueva forma de pensar y entender a una sociedad posmoderna, a una clase media heterogénea, que se expresa abiertamente a través de las redes sociales, que exige cambios, transformaciones sociales, y busca, de forma colectiva, la satisfacción de intereses personales, de los cuales está segura que es merecedora. Esto no es más que el resultado de un nuevo paradigma que, por el momento, como cualquier moda social, no tiene plazo de caducidad.