Desde la década de los años ochenta se han documentado elevados niveles de exceso de peso en todo el mundo, que se presentan tanto en población adulta como en la infantil. Sin embargo, aunque la prevalencia durante la infancia ha sido menor, la evidencia apunta a que está aumentando más aceleradamente que la de los adultos (Afshin et al., 2017). Por otro lado, en países de ingreso alto se ha identificado un estancamiento en el crecimiento de las prevalencias, mientras que en los países de ingreso medio y bajo, como México, el aumento continúa (NCD Risk Factor Collaboration, 2017).
Es fundamental enfocarse en la edad escolar (entre cinco y 11 años), pues la mayor exposición a nuevos consumos derivados de la escolarización y la creciente autonomía en las preferencias alimentarias perfila los hábitos futuros, además de que el exceso de peso infantil aumenta la probabilidad de presentarlo en la vida adulta (Wooldridge, 2014; Durá, Gallinas y Grupo Colaborador de Navarra, 2013).
Específicamente, la población mexicana entre los 5 y los 17 años de edad se encontraba en el sexto lugar de obesidad y sobrepeso de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, con una prevalencia de 28% (OECD, 2014). Si se considera a los adolescentes, la población mexicana presenta el mayor exceso de peso de las 35 naciones que integran dicho organismo (70.5%) (OECD, 2017). Esto ha causado que los padecimientos crónicos cubran la mayor parte de la carga de enfermedad (Stevens et al., 2008; Gómez-Dantes et al., 2016). Dado que la esperanza de vida sigue aumentando, junto con la probabilidad de vivir con una enfermedad crónica, se ha puesto en duda la capacidad de atención del sistema de salud (Cofemer, 2012).
Lo anterior coincide con los cambios en las últimas cinco décadas, en las que la energía alimentaria que provenía de cereales y leguminosos se ha reducido, a la par del aumento de la que se obtiene de la ingesta de azucares y de grasas de origen animal y vegetal (Barquera y Tolentino, 2005; Moreno-Altamirano et al., 2014; Gaona-Pineda et al., 2018).
Pero la forma en la que se busca prevenir esas dificultades para el sistema de salud merece también reflexionarse. Paulatinamente, la alimentación ha pasado de sustentarse en la tradición a estar sujeta a la regulación y vigilancia individual, orientada por expertos (Fischler, 2011). Las prácticas cotidianas de alimentación cobran relevancia médica e implícitamente reciben una carga moral que termina por atribuir la responsabilidad y culpar a los individuos, respecto a los daños que pudieran sufrir (Gracia, 2010). Despojadas del sentido de sus experiencias, incapacitadas para “escuchar” a su cuerpo, y desplazadas de la capacidad de cuidar de él, las personas resultan descalificadas para buscar formas propias de proteger su salud (Martínez, 2014).
Para evitar “efectos devastadores”, la acción pública se enfocó en el peso y en los comportamientos personales en lugar de la salud y los procesos que envuelven las prácticas. Ello desencadenó casos de insatisfacción con el cuerpo, desórdenes de alimentación, discriminación, anorexia o dietas que pueden conducir a la muerte (Ramos, 2015), al establecer la delgadez como modelo corporal legítimo.
Desde la década de los noventa, ha ganado fuerza la idea de explorar las transformaciones del ambiente alimentario (Butland et al., 2007; Popkin, Adair y Shu, 2012). Así, se identificó que las oportunidades y condiciones de vida que configuran un ambiente obesogénico repercuten en patrones alimentarios y de actividad física que conducen a la acumulación de grasa corporal (Egger, Swinburn y Rossner, 2003; James, Jackson y Neville, 2010). En esto se han apoyado las políticas públicas de prevención de la obesidad a nivel poblacional (PAHO, 2011; OMS, 2016).
En México, aunque en el diseño de políticas públicas predomina la postura enfocada en los comportamientos individuales (Gracia, 2015), la academia ha mantenido una interacción constante con funcionarios para elaborar diversas propuestas a nivel poblacional. Destaca el enfoque de la prevención a edades tempranas, las recomendaciones respecto a bebidas de alto contenido calórico (Barquera, Campos y Rivera, 2013), y para restringir los consumos hipercalóricos y aumentar los saludables, de la Academia Nacional de Medicina (Rivera et al., 2012). La contribución de los especialistas ha fundamentado la regulación de la publicidad dirigida a niñas y niños, el etiquetado de los alimentos y el establecimiento de un impuesto especial que ya ha dado muestras de reducir el consumo entre 6% y 12%, en 2014 (Cofepris, 2014; Colchero et al., 2016).
Aunque existen regulaciones, no se cuestionan los supuestos entrados en los individuos, lo que mantiene latente la culpabilización de las personas. Para definir las acciones sobre el ambiente alimentario, la Comisión Federal de Mejora Regulatoria (Cofemer) impulsó una audiencia pública con representantes de los sectores académico, gubernamental, social y empresarial (Barquera, Campos y Rivera, 2013). Detrás de esta pluralidad, la teoría económica clásica guiaba la aceptación de la Cofemer de que las “fallas del mercado” y los “comportamientos no racionales” dan paso a la ganancia de peso. En la interacción entre agentes gubernamentales y eco- nómicos, que supone la regulación, “es especialmente interesante analizar las causas que modelan las preferencias y decisiones de los consumidores que generan comportamientos que afectan la salud de los individuos” (Cofemer, 2012: 51). Así, a niveles agregados (comunidades, países, etcétera) se observaría el reflejo del comportamiento de agentes representativos típicos, que siguen las reglas de la microeconomía, es decir, un sujeto económico racional (Hoover, 2010).
Lo anterior no considera la evidencia de que, entre el ambiente y los comportamientos individuales, existen ámbitos de interacción que también repercuten. Tal es el caso de las redes sociales (Christakis y Fowler, 2007), el entorno escolar (Bonvecchio et al., 2010; Shamah et al., 2011) o la configuración del hogar (Chen y Escarce, 2010; Schmeer, 2012; Muniagurria y Novak, 2014; Martínez, 2018).
En dichos ámbitos de interacción se configura buena parte de la apropiación de significados, que tienen el poder de producir comportamientos (Mintz, 2003). El significado externo, como poder estructural que se refleja en diferentes dietas (Suárez, 2016), en diversos regímenes alimentarios (Cabrera et al., 2019) o en el ambiente obesogénico (Martínez, 2017), ya ha sido analizado; sin embargo, los alimentos y su consumo en la vida cotidiana (significados internos) han sido poco investigados.
En México, el consumo de agua simple entre escolares se dificultaba debido a sus significados, además de que lo confuso y contradictorio de las representaciones sociales de alimentos y bebidas daba paso a una separación entre los discursos y las preferencias (Théodore, Bonvecchio, Blanco y Carreto, 2011; Théodore et al., 2011).
En el hogar, si bien existe evidencia del efecto del modelaje de los consumos por parte de los padres (Briz et al., 2004; López et al., 2007), el fundamento de las prácticas modeladas aún requiere mayor indagación. En ese sentido, los significados que se atribuyen a la alimentación pueden ser cruciales para entender el vínculo identificado a nivel poblacional, entre las características del hogar y los niveles de exceso de peso (Martínez, 2018).
En este artículo se exploran los significados socialmente compartidos que se le atribuyen a la comida, en hogares en los que crecen niñas y niños en edad escolar, enfocando su efecto en las prácticas alimentarias.
ASPECTOS METODOLÓGICOS
Técnica de recopilación de información
La entrevista en profundidad fue la técnica utilizada, puesto que permite recuperar los diferentes significados y representaciones a partir de los propios actores que las sostienen (Creswell, 2014). Esta técnica respondió flexiblemente al surgimiento de temas diversos en las narrativas de la vida familiar. Se buscó captar las condiciones de cada hogar en el momento de la entrevista, además de reconstruir sus experiencias en sus hogares de origen. La observación de las características de la comunidad y de los hogares fue de utilidad para completar las narraciones.
Selección de las participantes
Para desarrollar el objetivo planteado se buscó entrevistar a quienes se encargaban de la alimentación de niñas y niños en edad escolar, por lo que se invitó a mujeres y varones, pero ningún varón expresó ser el encargado principal de la alimentación de escolares.
Toda vez que la prevalencia de exceso de peso ha mantenido una relación directa con el nivel socioeconómico en hogares con escolares (Flores, Carrión y Barquera, 2005; INSP, 2008; Bonvecchio et al., 2009; Shamah et al., 2018), se construyeron dos estratos (popular y medio) para explorar las diferencias entre ellos. Un primer aspecto que se consideró para identificar el estrato socioeconómico fue el lugar de residencia, dentro de la alcaldía Coyoacán en la Ciudad de México. Villa Coapa ha sido un lugar de residencia de clase media, apreciado por su accesibilidad, cercanía de comercios y ambiente apacible, lo que reúne a población relativamente homogénea en cuanto al uso del espacio urbano, los consumos y el ocio (Giglia, 2002; López, 2007). Por su parte los pedregales de Santa Úrsula y Santo Domingo comparten una historia de precariedad y pobreza a la que sus habitantes han hecho frente con organización popular, tanto civil como religiosa, con lo que han logrado mejorar sus condiciones de vida, con múltiples dificultades todavía (Zermeño, 2005; Ramírez, 2007).
También se consideró la ocupación del principal contribuyente a los ingresos del hogar, en términos de la estabilidad de los ingresos y la calificación requerida para obtenerlos. Se identificaron como hogares populares aquellos establecidos en los Pedregales (Santo Domingo o Santa Úrsula) con ingresos inestables, producto de actividades de baja calificación, mientras que los hogares de estrato medio fueron los establecidos en Villa Coapa, con ingresos estables obtenidos en labores que requerían instrucción superior.
Características de las participantes
La muestra analizada estuvo compuesta de 14 mujeres, siete en cada es- trato. Las edades de las informantes iban de los 28 a los 49 años en el estrato popular y de los 38 a los 46 años en el estrato medio. La escolaridad de las primeras iba desde la primaria trunca al bachillerato, mientras entre las segundas sólo había quien había estudiado bachillerato o licenciatura. Nueve de los hijos de las participantes tuvieron algún grado de exceso de peso, diagnosticado por un médico.
Las entrevistas fueron realizadas entre los meses de marzo y abril de 2015 por el autor, quien explicó a las mujeres el objetivo de la investigación, respondió a sus dudas, garantizó el anonimato1 y la posibilidad de interrumpir la charla o reservarse el derecho a responder.
Mediante el microanálisis (Strauss y Corbin, 2002), el presente estudio constituye un momento inductivo en el conocimiento de los significados que han envuelto a la alimentación, en la vida de las participantes. A continuación se presentan, de manera naturalista e interpretativa, los hallazgos; un conjunto de implicaciones para la cuestión alimentaria se podrá hallar en las reflexiones finales.
VALORACIÓN DEL CAMBIO EN LA DIETA
En los dos estratos analizados, los significados relacionados con la alimentación daban paso a valoraciones de la comida que contrastaban con condiciones de escasez y precariedad que habían experimentado en sus familias de origen. Sin embargo, lejos de ser homogéneas, esas valoraciones mostraron un panorama lleno de tensiones y ambivalencias frente a los cambios ocurridos en el ambiente alimentario y sus propias trayectorias de vida.
Para las mujeres de estrato popular, diversas situaciones complicaron la atención de las necesidades del hogar en el pasado. Por ejemplo, Estela enfrentó en su adolescencia la enfermedad crónica de su padre, quien aportaba el único ingreso. Doña Herminia tuvo que hacerse cargo de sus hermanos al fallecer su madre y ante el alcoholismo paterno, mientras que Rogelia migró de su comunidad por la precariedad y la falta de empleo. Con el paso del tiempo, la inserción en el mercado laboral y la aplicación de diversas estrategias les permitieron reducir las dificultades económicas.
Aunque las mejoras económicas fueron percibidas positivamente, la dieta a la que dio paso no estuvo exenta de cuestionamientos. El consumo de carne, por ejemplo, fue un indicador recurrente tanto de la mejora de la dieta como de la economía; sin embargo, también puede significar un desequilibrio en la ingesta de alimentos para los miembros del hogar, pasando de la limitación al exceso: “[…] Sí había verduras, [en su infancia] pero sí lo que le hacía falta era un poco más de carne, yo creo. A lo mejor ahorita ya es mucha carne” (Aída, 28 años, vive en pareja).
Incluso, sin abundar en los contenidos de los alimentos, su cantidad ya es un indicador de que algo ha cambiado y no necesariamente para bien. “Comíamos poquito, éramos muchos y los alimentos era poquitos […], y ahora pues no, ahorita incluso tenemos que hacer dieta porque más me vale” (Magdalena, 45 años, vive con sus hijos). La frase en cursivas remite a una especie de amenaza, en este caso propia: Magdalena se refiere a su propio exceso de peso y al de su hijo menor, percibidos como un riesgo para la salud.
Cabe señalar que la mitad de los escolares cuyas madres valoraron de forma negativa el cambio de dieta presentaban exceso de peso. Parece que esto ha permitido que reconsideren su propia infancia como más saludable:
Yo creo que sí se alimentan mejor los niños de pocos recursos, ya lo viví, ya vimos que sí, que la alimentación es mejor con pocos recursos porque frijolitos y sano, verdurita. […] ha empeorado [la alimentación], porque, aunque comíamos poquito, comíamos caldito de pollo, frijoles, por ejemplo, cuando no teníamos para comprar carne, aquí teníamos pencas de nopales, los rebanábamos en cuadros del tamaño de un bistec y los poníamos a cocer y esa era nuestra carne […]. En la noche, de merendar pues un bolillo y un atolito. Ahora ya queremos la leche, así como viene, con unos corn flakes o unas donas o chatarra, sigue siendo chatarra. Sí, eso sí ha empeorado (Magdalena, 45 años, vive con sus hijos).
Por su parte, las participantes de estrato medio también dan cuenta en sus narraciones de una mejoría en la alimentación, a partir de la presencia de carne, frutas y verduras en el menú, como consecuencia del aumento de ingresos.
Hay que señalar que lo que se considera benéfico ha mostrado algunos cambios, como lo muestra la narración de Jackie: “Yo creo que sí mejoró [la comida], en la [familia] actual, sí. En la otra, bueno, muchas carencias, muchas limitaciones, a lo mejor esporádicamente pues comía carne” (Jackie, 39 años, vive en pareja).
Pero la presencia de carne en el menú también puede tener un contenido distinto:
Ha cambiado [la alimentación], no te puedo decir que mejorado […]. Con mi papá me acostumbré más a la ensalada, pero también a la carne, o sea, como que si no había carne no había comida. Esa era la diferencia. Y acá si ha habido días en los que no comemos nada de carne y me toca pura verdura, y la carne se ha disminuido. […]. Más que mejorar, es diferente (Paloma, 46 años, vive en pareja).
En el mismo sentido, la razón de Laura para señalar que su dieta actual es mejor que la de su hogar de origen tiene que ver con una reducción de la ingesta de carne: “Ha mejorado [la comida, respecto a su hogar de origen], yo comía mucha carne, y ahorita ya no. Y a mí no me gustaba la leche, no me gustaban las verduras, me gustaba mucho la fruta, me encanta, pero no me gustaba la verdura, pero ahorita ya la estoy consumiendo” (Laura, 39 años, vive en pareja).
En este estrato también se presentaron visiones críticas a la dieta que se consumía, al compararla con la de su familia de origen, basadas en las nuevas preferencias de consumo, como muestra el caso de Nelly, específicamente refiriéndose a lo que su hija consume como postre:
No, ha empeorado [la alimentación]. […] mi mamá cocinaba […] Ella era muy administrada […] mi mamá no nos dejaba sin postre, es decir, era un postre o una gelatina […], algo que implicara más azúcar de la permitida, pero no nos dejaba pasar a la cocina […], y la fruta era de postre, ése era el postre y mi hija no, es helado, es un tazoncito de Sabritones, galletas Emperador o de esas, no sé, gomitas, dulces; para ella un postre es un dulce (Nelly, 38 años, vive en pareja).
De manera similar a lo señalado por las participantes de estrato popular, Sonia reconocía: “Seguimos en el ritmo que no deberíamos de seguir, porque sí o sea comprar extras, igual cosas que no son tan necesarias, como chucherías, así, galletas, esas cosas extras” (Sonia, 34 años, vive en pareja). Esto puede contrastar también con la dieta de su infancia: “Mi mamá siempre trató de darnos no mucha carne, pero sí balanceada bien, que tuviera proteína y verduras y eso. Y ahorita tal vez no está tan balanceada”. En su narración, Sonia señala prácticas con las que no debería continuar, pero ese reconocimiento no despierta sus inquietudes, pues asume que son cambios que puede hacer.
La comida, entre la satisfacción y la restricción
En ambos estratos emergieron señalamientos que apuntan a que la des- mejora de la dieta reside en lo que ahora se quiere, que principalmente se encuentra fuera de casa, pues representa una reducción drástica de la variedad, además de que puede resultar dañino. En el estrato popular, Carla señala:
Yo siento que antes nos variaban más la comida, como que antes sí nos daban fruta, verdura, […], y ahora como que nada más es lo mismo, [sus hijos] quieren lo mismo, lo mismo. Por ejemplo, se les antojan mucho los taquitos en la noche, de suadero, al pastor, así. Y eso de noche pues también siento que hace daño. Entonces, siento que sí ha cambiado el hábito alimenticio y que antes era mejor que ahora, en ese aspecto de que ahora comemos más grasas, más irritantes, por ejemplo, la Valentina, el limón, todo eso. Nos nutrimos menos, a lo mejor podemos comer más, pero más grasas, más harinas, más de todo eso (Carla, 33 años, vive con su pareja y su madre).
Con la mayor disposición de recursos parece que es más frecuente que se consuma lo que se prefiere. Estamos ante un tipo de consumos determinados por la búsqueda de lo que no hay en casa, aunque es más caro y no hace bien: “[…] cuando hay más dinero, por ejemplo, hay más oportunidad de ir a comer fuera, pero el comer fuera es restaurantes de novedad: Burger King, McDonald’s, que esa comida la veo ni tan nutritiva, como que siento que con más dinero te vas a comer más comida chatarra, que ni siquiera te hace bien” (Aída, 28 años, vive en pareja).
Ya sea a partir de lo que los hijos quieren o lo que en familia queremos, las madres del estrato popular que consideran que su alimentación empeoró respecto de su familia de origen reconocen la importancia de los gustos en este proceso, de modo que, al buscar complacer a la familia (darle gusto), se termina por alimentarla mal.
Las concepciones críticas sobre los alimentos son apenas algunas reacciones que incluso no se traducen en un cambio en la alimentación familiar. De hecho, Magdalena añadía, poco después de señalar las bondades de su dieta cuando era niña: “La verdad es que nunca he hecho eso, pero muchas veces he tenido ganas de hacer una comida como esas” (Magdalena, 45 años, vive con sus hijos).
Aunque los gustos puedan ser considerados cercanos a los consumos de comida chatarra del mismo modo que los antojos, es necesario distinguirlos para dar cuenta de su permanencia, a pesar de las críticas a ese tipo de consumo.
Los gustos, si bien son algo que sale de la rutina, al estar sujetos a la existencia de un excedente, con las dificultades económicas suelen ser objeto de recorte de los gastos, como lo señala Aída, con un tono de insatisfacción: “Veinte pesos que a lo mejor me gastaba en, no sé, chucherías de chicharrones y papas, y todo eso pues ahorita los necesito para completar la comida” (Aída, 28 años, vive en pareja).
Por otro lado, tener que consumir lo que hay en casa puede ser visto con desagrado, puesto que se asocia con el incumplimiento del antojo, o simplemente es la expresión de lo que no se puede tener:
[…] los niños, cuando de vez en cuando “ah, ¿qué crees?, que se me antojó, no sé, sincronizadas”, “ah, bueno, pues vamos a hacerlas”, pero si ya tengo algo hecho de comer pues comemos lo que hay” (Carla, 33 años, vive con su pareja y su madre).
[…] a veces los viernes cuando ya no tengo tanto dinero sí nos abstenemos un poquito y a lo mejor lo que haya. Preparar lo que alcance (Estela, vive en pareja).
Lo que hay constituye una base relativamente flexible, pues puede haber alimentos a los que se recurre cuando lo que se cocinó no es del agrado de alguien, especialmente los niños: “Sí, en el caso de mi hijo, que no le guste algo, pues se hace un huevo. ‘Me hago mi huevo o me caliento mi arroz’, así, pero casi siempre se comen lo que hay, siempre” (Carla, 33 años, vive en pareja). Lo que hay cubre una necesidad, pero no es tan gratificante como un gusto.
Por sus características, los gustos pueden ser un complemento de lo que hay, considerando que también son planeados. Mediante el gusto, se suspende la restricción a la que conduce lo que alcanza. Significa que haya botanas, golosinas y antojos en general, en las reuniones o momentos especiales: “Los chicharrones, eso sí como que es de ley” (Aída, 28 años, vive en pareja).
Así, satisfacer un antojo lleva aparejada la sensación de libertad, que supone un gasto extra “[…] no nos reprimimos de algo que se nos antoje, nos lo compramos. No hay represión” (Estela, vive en pareja). Hacerlo equivaldría a limitarse, lo que restringe incluso el ahorro: “Porque si junto, vivimos muy muy limitados, entonces no puedo juntar, y no me gusta tener a mis hijos así muy limitados, que ‘¡ay, mamá!, cómprame un elote’, ‘no, mi amor, porque tengo que guardar’” (Magdalena, 45 años, vive con sus hijos).
Cuando hablaba de guardar, esta informante se refería a ahorrar para las vacaciones familiares. No poder cumplir un antojo a los hijos vendría cargado de un fuerte sentimiento de frustración, a tal punto que no hay ninguna duda respecto a darle prioridad al disfrute inmediato, frente a otro que requiere esperar.
Para las participantes del estrato popular, el pasado de precariedad enmarca la forma en la que conciben la satisfacción de esos antojos. Si bien parecen accesorios, innecesarios, la satisfacción deriva de que no estaban al alcance antes y la gratificación se experimenta en forma casi inmediata:
Si lo llevo [al nieto] al súper[mercado], sí es así de que “¿me compras unos Danoninos, abuelita, me compras un yogurt, abuelita?” y le digo “sí, llévalo”. […] Pero es como un lujo ¿no? […] porque no es una necesidad que diga ¡ay!, lo tienes que llevar. […] Entonces, así como que a lo mejor sí nos podemos dar ahora ese lujo, porque antes no nos lo podíamos dar. […] digo, pues es comida, es algo que vas a comer. Lo llevo (Herminia, 49 años, abuela, vive con su pareja, su hija y su nuera).
Esa satisfacción encuentra en su inmediatez un fuerte estímulo para su búsqueda, sobre todo si existe la posibilidad de no tenerla en el futuro. Doña Herminia teme enfermar como su esposo y ya no poder comer lo que le gusta. Al hablar de sus dificultades para reducir su ingesta, y con ello su peso: “[…] digo ¡ay!, trabajo tanto y todo y si me quedo sin comer, al rato que me ponga mala, ¿qué voy a hacer?” (Herminia, 49 años, abuela, vive con su pareja, su hija y su nuera).
En contraste, para el estrato medio, los consumos de alimentos nocivos por su contenido de grasa no fueron de difícil acceso y no se evitaban, más bien al contrario, se afirmaba su carácter casi obligatorio:
Regularmente somos taqueros, son tacos al pastor, […] mandamos pedir, por lo menos cada viernes, son de rigor, […] y ya el fin de semana puede ser pizza o puede ser carnitas, o tlacoyos, gorditas o quesitos, nada tan elaborado (Nelly, 38 años, vive en pareja).
El rigor con que se presentan esos consumos requiere entrar en la planeación cotidiana de los gastos, pues no se trata de una actividad excepcional:
[…] por lo menos dos veces al mes comemos fuera de la casa, o que en la noche unos taquitos, algo así, pero procuramos siempre cuidar lo que tenemos, no despilfarrarlo, […] la realidad de las cosas es que vivimos al día, prácticamente, pero sí tenemos un extra para gastar y procuramos planearlo, no desperdiciar (Laura, 39 años, vive en pareja).
Como vimos, el postre mostraba para ellas el empeoramiento de la alimentación. Las preferencias de la hija de Nelly ilustraban el alcance y la importancia del gusto en la comida familiar. En primer lugar, el postre supone planeación, al comprar la despensa y tenerlo disponible, su con- sumo se ubicaría dentro del ámbito de la regularidad de cada ocasión de comida, pero sin un control de los padres. A diferencia del estrato popular, la disposición de recursos no es obstáculo para satisfacer ese gusto.
Tener un postre acorde al gusto de los hijos parece necesario, dado que a la par de complacerlos se estaría proporcionando una dieta suficiente. Este aspecto es central pues en ocasiones se proporciona el gusto del postre sólo a los hijos:
Creo que [sus hijos comen] suficiente, ni mucho ni poco. […] O sea, vamos, tienes una sopa, un guisado. A veces, bueno, para ellos por lo menos, no sé, se tiene algún tipo de yogurt, de helado, para que digan ‘¿qué hay de postre?’, es así como que ese, para cerrar la comida (Elena, 43 años, vive con su madre y su pareja).
Las frituras pueden incluirse en la lista de esos alimentos que pueden ser dañinos y que, sin embargo, no se dejan de consumir. Al final de cuentas, están profundamente arraigados como consumos gratificantes, propios de los menores:
[…] de lo que comemos y que no está tan bien obviamente son las frituras […]. Bueno, eso no lo puedes evitar, […] de chiquita decía “es que las papas, es así como que lo más rico”, entonces ahora que dicen que a los niños no hay que darles, hay que quitarle toda la chatarra, ¿pero por qué?, si es un gusto que les puedes dar. O sea, no en exceso, pero sí lo puedes comer (Elena, 43 años, vive con su madre y su pareja).
Así, lejos de las limitaciones del estrato popular, los gustos pierden la urgencia del antojo y con ello disminuye la satisfacción, pero permanecen reflejándose en la composición corporal de la población escolar.
La satisfacción social de los consumos alimentarios
Hay que señalar que los consumos de alimentos de ambos estratos sociales fueron cercanos, pero suficientemente distinguibles para sí mismos, como para derivar de ellos cierta satisfacción al compararse. Para las madres de estrato popular, prevalece entre las personas más favorecidas la restricción de gustos o antojos:
Como que las que tienen más… se cuidan más. […] las niñas [de su patrona] en la noche nada más van a cenar cereal y nada más van a comer esto y esto (Herminia, 49 años, abuela, vive con su nuera, su hija y su pareja).
[…] el rico siempre va a tener lo mejor de comer… Bueno, no mejor, sino que ellos van a tener otro tipo de comidas, pero la verdad sí, luego hasta son, o sea, como que los cuidan más sus mamás, meten más verduras, o sea, son más especiales con ellos. Carnes pues casi no comen. Y la diferencia que tenemos nosotros es que sí consumimos de todo, de todo [Lucía, vive con sus padres].
Una comparación entre las niñas de su patrona y su nieto parece inevitable para doña Herminia, lo que enfatiza la naturaleza que ella atribuye al cuidado:
[…] mis niñas [hijas de su patrona] de hecho no saben comer nada, nada les gusta porque su mamá no […]. Y yo veo al mío [su nieto], no, el mío es bien gordo. No, el mío come re bien […]. Pero pues es que la señora siempre anda así con limitaciones (Herminia, 49 años, abuela, vive con su nuera, su hija y su pareja).
El cuidado es restrictivo y las madres que lo efectúan son especiales, limitan lo que comen sus hijas y sus hijos y lo que aprenden a comer. Por ello, la congoja acompañó la narración de las hijas de su patrona, mientras con orgullo se refería a la gordura de su nieto, señal inequívoca de que disfrutaba de comer. La limitación, aunque sea por voluntad de los papás, no aminora la tristeza con la que se le asocia (el no poder disfrutar la comida: nada les gusta). En los hogares populares desprovistos de esa voluntad, es patente la satisfacción de que los niños puedan comer de todo. Este aspecto puede ser de singular relevancia para entender el posicionamiento frente al entorno obesogénico, pues justamente una de sus características es hacer accesibles alimentos más paladeables (Popkin, Adair y Shu, 2012).
De manera un tanto simétrica, en el estrato medio se identificó una satisfacción relacionada con la forma en la que se perciben frente a un grupo social cercano; sin embargo, los señalamientos son distintos cuando las valoraciones dejan de remitirse a la familia de origen. En las referencias a las formas de comer de las personas con pocos recursos, emergió todo un catálogo de esos alimentos que no se deben comer, oponiéndolo a un patrón que se caracteriza por un mayor cuidado:
Yo creo que depende de cada familia, […] yo lo que sí te puedo decir es que en las familias con menor recurso toman más refresco, comen más papa, o sea, son como más chatarreros, más de garnachitas, de barbacoa, tienden más a ese tipo de alimentación. Y cuando, en el otro tipo, son como creo yo más cuidadosos en ese sentido. No son de todos los días una gordita o un taco de carnitas, tacos al pastor (Paloma, 46 años, vive en pareja).
En tanto que ese tipo de alimentación es chatarra, suponen que quienes la consumen (los más desfavorecidos) saben de sus daños, pero no les importa cuidar lo que comen. Ese descuido tiene diferentes implicaciones para cada género. En el caso de los varones, se ve como una situación difícil de evitar, pues no se les reconoce la capacidad de preparar alimentos, necesitan que se les atienda:
[…] la mayoría [de quienes comen en la calle] son hombres solos, que casi siempre son los mismos y comen solos. O a veces también estudiantes, ya no te queda otra, no está tu mamá y estás aparte y pues te vas a comer ahí. Desde mi punto de vista, los que frecuentan son personas que no tienen el tiempo o no tienen a las personas que les hagan eso (Sonia, 34 años, vive en pareja).
Los trabajadores, en particular, estarían más expuestos a la necesidad de comer fuera de su casa, donde la disposición de recursos está relacionada con la calidad de la comida:
[…] por cuestiones de trabajo […] a lo mejor comen hamburguesas, comen tacos, hasta en el tianguis, ¿no?, algunas personas (Elena, 43 años, vive con su madre y su pareja).
[…] finalmente [quienes comen fuera de casa] son las personas que no les da tiempo, están todo el día metidas en el trabajo, como más aceleradones […]. Pero también [son] hábitos, buscan gastar más y tener como más balance en la comida, porque comer balanceado es más caro, esa es la verdad (Paloma, 46 años, vive en pareja).
El caso de las mujeres es diferente; la idea de descuido encuentra eco en la referencia a los conocimientos que las madres ponen en juego al comer y dar de comer:
[…] si ya se están perdiendo, imagínate, los valores, que no se esté perdiendo el educar a tu hijo cómo comer, ¡pues olvídalo! Estamos ya muy mal… y más las mamás que trabajan, ¿has visto niñitos así en tianguis?, comiéndose que la gorda de chicharrón y la grasota y todo y el niño bien chiquitito, yo si lo he visto, cuánta grasa no está comiendo. Pero pues la mamá qué le puede hacer, pues tiene que trabajar ¿no?… [recapacita], no, es floja, huevona, ¡perdón!, porque bien puede hacerle su comida al niñito y que ella engorde y que ella se muera, pero al niño, cuídalo (Margarita, 38 años, vive en pareja).
La pérdida de valores sería equiparable con la pérdida de la trasmisión del cuidado de cómo comer. Para ellas era válido reclamar a las madres más pobres que cuiden la alimentación, el peso y la salud de los niños, haciendo a un lado la flojera de cocinar en casa. La flojera, entonces, se vuelve una característica de esas madres, que explicaría sus prácticas. Si comer garnachas fuera de casa se considera un rasgo individual de la erosión de los valores, es más dramático el que esto ocurra en las madres, en quienes se deposita la responsabilidad de enseñar a comer a los hijos:
Yo creo que los que comen seguido fuera es porque no tienen ganas de hacer de comer. […] yo sí creo que es falta de compromiso, responsabilidad, falta de sacrificio, porque sí es sacrificio estar pensando en hacerles variado, […] sí creo que es falta de sacrificio de las mamás (Nelly, vive en pareja).
Las normas de género convergen con los criterios de diferenciación social para exigir que las madres hagan el esfuerzo por transmitir los valores de una buena alimentación, sobre todo aquellas que enfrentan tal precariedad que sólo encuentran acomodo en la informalidad, precisamente donde existe mayor oferta alimentaria dañina.
La relación entre recursos económicos y alimentación, lejos de abrir la posibilidad para comprender de otro modo a quienes experimentaban precariedad económica, terminaba afirmando la independencia de una mala alimentación respecto a los ingresos disponibles:
En cuanto a alimento, yo no creo que el dinero, yo creo que más bien es cuestión de educación, porque yo creo que sale más barato, más económico, comprar frutas, comprar verduras, ¿sí me explico?, unas croquetas de atún, a pedir algo de comer o ir a comer a algún lado (Laura, 39 años, vive en pareja).
En el señalamiento anterior se hacía referencia a una diferencia supuestamente obvia entre el costo de los alimentos que se venden fuera de casa y el de los alimentos caseros. Al mismo tiempo, servía para fundamentar el supuesto de que buscar la satisfacción inmediata es propio de las clases bajas, debido a su escasa instrucción.
Según estas informantes, para comer de manera sana bastaría con dejar la pereza y gastar un mínimo de dinero:
[…] puedes comer sanamente, yo digo que el que no tiene y se compra pan, es huevón, porque puedes hacer con nada o tal vez un atún, le echas cebollita y jitomate o limón y con tostaditas y ¡wow! Y ni 30 pesos te gastas (Jackie, 39 años, vive en pareja).
Frente a una caracterización de la alimentación deficiente como propia de los pobres, y que muestra pereza y falta de cumplimiento de valores y roles sociales, se exaltan las virtudes de la dieta propia, lo que muestra ciertas tensiones. Por ejemplo, la carne se presentaba como un alimento deseable que mostraba la mejora económica; sin embargo, con más recursos se debe sustituir, puesto que puede ser dañina:
[…] aunque yo pueda ahorita darles carne a mis hijos, yo sé que la carne es mala para un niño […], entonces les meto más, por ejemplo, pescado, yo sé que es más caro, el salmón y la pechuga (Jackie, 39 años, vive en pareja).
En realidad, el consumo de carne, incluso en preparaciones grasosas, puede mantenerse si el cuerpo es limpiado:
[…] los fines de semana que llegamos a comer en la calle y que se pueden comer una hamburguesa y sumamente grasosa, ahí sí digo no, ¡chin! […], y me dice “mamá, es que quiero comer…”, “no, ya comiste […], acuérdense de que hay que limpiarnos” (Jackie, 39 años, vive en pareja).
REFLEXIONES FINALES
A partir de las narraciones de las participantes, se observa que dos aspectos condensaron los significados relacionados con la alimentación, al contrastar entre su familia de origen y la propia, de acuerdo con la satisfacción que se le atribuye. Entre lo que hay y los gustos, alimentarse proporciona satisfacción tanto física como emocional y social. La satisfacción física inmediata remite al antojo y la sensación de libertad o de no limitarse: “El antojo responde a un vivo deseo y es una comida de escape, que opone el orden al desorden” (Vargas, 1993: 29). La posibilidad de compartir momentos, complacer y salir de la rutina, enmarca la satisfacción emocional de alimentarse, mientras que con la correspondencia de la dieta con los objetivos apreciados por una colectividad se alcanza una satisfacción de índole social.
Lo que hay delimita el aspecto constreñido de la alimentación, un consumo de necesidad que refleja la base alimentaria aceptable del hogar. Sin embargo, su valoración cambia en el tiempo, al comparar las familias de origen con las actuales y también al comparar cada uno de los estratos considerados. Entre las familias de origen y actuales, dicha base alimentaria ha sido considerada menos sabrosa, limitante e incluso aburrida, principalmente por hijas e hijos, teniendo como referencia productos paladeables altamente industrializados (pizzas, hamburguesas, etcétera).
Si bien en ambos sectores se hallaron consumos más o menos cercanos, se significaban de formas diversas. Ante los riesgos de consumir alimentos altamente industrializados, para las madres de estrato medio, lo que hay se consideró bueno, variado y saludable, sobre todo frente a lo que se encuentra al ir al cine o de vacaciones, donde abundan botanas, golosinas y refrescos. Por su parte, para los hogares de sector popular, lo que hay remitía a lo que se puede adquirir, con lo que se tienen que conformar.
En el estrato menos favorecido, la dieta de necesidad está muy cerca de los patrones alimentarios considerados rurales (frijoles, tortillas, chile), lo cual puede ser una ventaja frente a la oferta hipercalórica (Lozada et al., 2007; Ortiz-Hernández, Delgado-Sánchez y Hernández-Briones, 2006). Hay que señalar que una dieta rica en alimentos industrializados contribuye al exceso de peso, aunque se consuma sólo los fines de semana (Kaakousch et al., 2017). Esto cobra importancia ante los señalamientos, en el estrato medio, de darse gusto los fines de semana y dedicar el resto de los días a limpiarse.
En ambos estratos, el gusto estaría definido por la suspensión o complemento de la dieta básica de los hogares; se satisface con golosina, botanas o con comida rápida en la calle. Pero en el estrato medio fue más frecuente y regular, mientras para las madres de estrato popular era excepcional, además de prescindible ante dificultades económicas, que restringían el gasto a la base mínima de los alimentos a los que están acostumbrados. Sin embargo, darse gustos en tiempos de austeridad sólo implicaba una mayor planeación, no su exclusión.
El antojo, forma del gusto más presente en los hogares populares, se vive como una necesidad repentina cuyo incumplimiento puede derivar en una gran frustración. Esto puede deberse al deseo de disponer de lo que no se tuvo en la infancia, considerando que todas las informantes señalaron tener una mejor situación que cuando niñas, a pesar de los altibajos que hayan enfrentado. El antojo, en el extremo opuesto a la necesidad y menos sujeto a la planeación, depende de las condiciones en primer lugar económicas y eventualmente de la salud. A la lógica de las madres entrevistadas de estrato medio, que se enfocaban en cuidarse, las madres del estrato popular contraponían explícitamente la gratificación del disfrute.
La mayor frecuencia de la satisfacción de gustos en casa o fuera contri- buye a entender la mayor prevalencia de exceso de peso de los niños en los hogares con mayor nivel socioeconómico que la literatura ha identificado. En este sentido, el postre ilustra la ingesta cotidiana de gustos, al contener azúcar en exceso y, sin embargo, ser considerado como necesario por los padres de estrato medio para que los niños no se sientan limitados. Aquí vemos un contraste entre el discurso normativo, más presente en este sector, y sus prácticas alimentarias.
La satisfacción física, así, fundamentaba la satisfacción emocional, pues lo que las madres del sector medio identificaban como cuidado, las del estrato popular lo consideraban una restricción sin sentido. El rechazo a la restricción que hacen las madres del estrato popular refleja lo profundo del habitus de clase en el que fueron socializadas y que ahora configura sus preferencias. Esas “prácticas ajustadas a las regularidades inherentes a una condición” (Bourdieu, 1998: 174) tienden a privilegiar los gustos ante la duda sobre la posibilidad de su posterior disfrute, aunque esto pueda precipitar su restricción por problemas de salud (como ilustra doña Herminia). En este sentido, quienes consideraron que las nuevas pautas dietarias eran mejores a las anteriores estuvieron menos pendientes de sus consecuencias negativas.
Por otra parte, el lugar de la preparación de los alimentos era depositario de diferentes significados. A pesar de los gustos cotidianos que pueden tenerse, es en casa donde se suele producir la comida más sana, particularmente para el estrato medio. Salir a comer es gratificante, es una forma de convivir e incluso de darle un descanso a la madre los fines de semana. Así, la comida casera puede ser saludable, pero no es tan satisfactoria (rica o divertida) como la de fuera.
Otro aspecto que también puede reportar una notable satisfacción es el cumplimiento de las actividades en la forma que se considera más adecuada. Los roles de género definidos a la manera tradicional (madres especializadas en el hogar y padres en la proveeduría) son empleados para moralizar la adquisición y preparación de alimentos. Mientras que los varones que comen solos “no tienen de otra” y son exculpados de tener consumos dañinos, a las madres se les atribuye la responsabilidad por el cuidado y la crianza y son duramente criticadas si adquieren alimentos preparados. Las madres del sector medio insistían en que las más pobres adquirían comida fuera de casa con frecuencia, sin enseñar a los hijos unaalimentación adecuada.
El que las madres de estrato medio fueran quienes compraban alimentos preparados con mayor frecuencia, pero que se lo atribuyeran a las madres del estrato popular, muestra un rasgo característico de las sociedades contemporáneas: las clases ascendentes sostienen el modelo normativo de la clase dominante, de forma estricta e incluso exagerada (Elias, 1987). Esto contrasta con la relativa autonomía de los grupos desfavorecidos, que no se ven supeditados a compromisos o aspiraciones en ese orden social, como se vio, por ejemplo, en el ahorro como un valor que distingue a los sectores medios.
Es importante recordar aquí que las familias de estrato medio en este estudio son familias que han ascendido socialmente en el lapso de una o dos generaciones. La distancia social no parece ser tan amplia respecto a las participantes del sector popular, al menos en cuanto a consumos. La distancia es fundamentalmente de valores de clase. De ahí la vehemencia con la que cuestionan la flojera, el descuido o la irresponsabilidad como madres. Si los gustos y antojos que reportaron ambos estratos son similares, la diferencia es que las madres de estrato medio los incluyen dentro de un marco de planeación, de ahorro, que esbozan como racional y responsable.
Finalmente, no deja de llamar la atención el parecido que guardan las prácticas de ambos estratos ante significados opuestos. ¿No sería de esperarse prácticas muy distintas en cada uno? Aquí es útil considerar que las representaciones que se identificaron cumplen una función simbólica (Hall, 2009) que no necesariamente confluye hacia las prácticas, lo que no anula sus efectos en la corporeidad de los escolares y nos permite vislumbrar un sustrato más complejo para el análisis. En primer lugar, cabe reconocer que las representaciones, como elaboraciones de sentido, están sujetas a su reconfiguración con el intercambio. “El significado es un diálogo, siempre entendido sólo parcialmente, siempre un intercambio desigual” (2009: 4). Además, las narraciones que se presentaron, hechas desde diferentes cir- cunstancias socioeconómicas, están orientadas a otorgar sentido, en primera instancia, a quien las expresa. Las representaciones captadas pueden ser leídas como el fundamento de prácticas concretas, pero también en términos de su propia función simbólica, como parte de un trabajo de representación para los mismos sujetos.
Además de la autonomía relativa de las representaciones, hay que tomar en cuenta las tensiones que se presentan (independientemente del estrato) entre los grandes procesos institucionales y las prácticas cotidianas a nivel familiar, es decir, los significados internos y externos (Mintz, 2003). Los cambios que han configurado el ambiente obesogénico en México han asociado los consumos de alimentos hipercalóricos, por un lado, con la movilidad social y con el estatus, y por el otro, con el desarrollo de padecimientos crónicos. Al mismo tiempo, en el ámbito familiar la preocupación por la salud actual y futura de los niños se enfrenta con el carácter inevitable de dichos consumos.
Fuente: Elaboración propia a partir de 14 entrevistas semiestructuradas (véase sección de aspectos metodológicos para detalles).
Entre las oposiciones y tensiones (esquema 1), se definieron los significados sociales en torno a la comida, y con ello, las prácticas que se reflejaron en el cuerpo de los escolares. En el estrato medio, procuraban cuidarse -sin dejar de darse gustos-, pues la oferta alimentaria y la inactividad física de los niños los hicieron ganar peso, y se señala a las mujeres pobres como carentes de cuidado. Para las participantes del estrato popular, adquirir alimentos altamente paladeables y ofrecerlos a sus hijos es una oportunidad que no se debía dejar pasar, lo que también se reflejaba en su composición corporal. Ellas tendieron a identificar la restricción como propia de los hogares con más recursos, pero ellas mismas fueron quienes se limitaban, debido a los bajos ingresos familiares.
Del modo precedente, se ha mostrado que los consumos entrañan una fuerte satisfacción. La regulación en materia alimentaria actualmente vigente no considera que la ingesta obesogénica pueda permanecer en la medida que se puedan pagar los sobrecostos de los impuestos. Este aspecto es crucial para emprender acciones efectivas frente a los riesgos desencadenados por los altos niveles de exceso de peso en la población.
Mientras que las políticas encaminadas a modificar los patrones dietarios se enfocan en la oferta alimentaria, los hallazgos presentados muestran la necesidad de atender también la demanda, pero considerando la importancia de la satisfacción emocional y social. La promoción de la preparación de los miembros del hogar en la selección y preparación de comida recuperando recetas tradicionales podría ser una forma de ganar terreno a los alimentos altamente paladeables pero industrializados, a los que se les concede un lugar central en la convivencia y la demostración de afecto.