Editada por un conjunto heterogéneo de argentinos exiliados en México, la revista Controversia. Para el examen de la realidad argentina fue una singular experiencia que logró reunir en un mismo consejo de redacción lo que hasta entonces parecía imposible: peronistas de izquierda y socialistas.1 Entre 1979 y 1981, se publicaron 13 números de apretadas páginas y letras diminutas. Escritura que procesaba la espesa soledad que abrigaba al exilio, refugio de sus protagonistas y una bomba a punto de estallar. Consecuencia teórico-política de profundas modificaciones sociales y elaboración de las razones que llevaron a la derrota y la crisis de las convicciones que los habían movilizado como sujetos políticos durante los años sesenta y setenta. Derrota, exilio y crisis. Todo eso significó Controversia. La aceptación de la derrota como punto de partida para pensarlo todo de nuevo, el exilio como locus de un pensamiento situado, la crisis como escenario de un posible y deseable renacimiento.
En 2012, la Revista Mexicana de Sociología publicó un artículo en el que Ariana Reano (2012) inscribió las construcciones de sentido del significante “democracia” en Controversia en el interior de las discusiones sobre la transición democrática en Argentina. En un escrito reciente, Sergio Bufano definió a la revista como una tribuna donde se pudo discutir y “reflexionar sobre el dogmatismo de la izquierda, el autoritarismo del populismo, la ceguera de las organizaciones armadas, la mediocridadde los partidos tradicionales, la escasa conciencia democrática de unasociedad educada al margen de la ley y de las instituciones de la República” (Bufano, 2016: 2). Tal vez por el efecto que produce la nominación geopolítica de su subtítulo -“Para el examen de la realidad argentina”- o por la evidencia que constituye la nacionalidad de sus protagonistas -paradójicamente, Bufano fue uno de ellos-, ninguno de los dos enfoques terminó de enfatizar el carácter “latinoamericanizado” de la experiencia Controversia. 2 Pero sobre todo, omitieron una problemática central que se interpuso a casi todos los debates suscitados en la revista: la “crisis del marxismo”.
La hipótesis de este trabajo es que la “crisis del marxismo” fue el hilo que anudó la experiencia latinoamericanizada del exilio con el ámbito intelectual de las izquierdas mexicanas, la crítica del “socialismo real”, la recepción de las ideas eurocomunistas y algunos -no todos- de los debates sobre socialismo y democracia.3 No tanto porque hayan sido el suelo teórico del cual se partió para discutir cada una de esas cuestiones, sino porque su espectro se paseó por casi todas las polémicas. En las páginas que siguen se analizan los diferentes modos de apropiación y discusión de la “crisis” en el interior de Controversia.
Coordenadas teóricas de la “crisis del marxismo” europea
Hacia finales de los años setenta del siglo pasado, el campo intelectual europeo anunció la aparición de la “crisis del marxismo”. Esta noción, sin embargo, no era nueva. La primera vez que se conjugaron “crisis” y “marxismo” en una misma fórmula fue en 1898, con la publicación de “La crisis científica y filosófica del marxismo contemporáneo”, de Tomás Masaryk. Un año más tarde, con Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, de Edward Bernstein ([1899] 1982), nacía la llamada corriente revisionista, que afirmaba que para construir el socialismo era necesario adecuar la teoría marxista a las nuevas condiciones dedominación impuestas por el surgimiento del imperialismo. El librode Bernstein generó una serie de debates que pueden ser leídos como el primer gran antecedente de esta fórmula. Sin embargo, cuando esta discusión parecía terminada, Karl Korsch ([1931] 1979) volvió a exigir la necesidad de poner en práctica una reforma en la teoría y la práctica marxista. La nueva “crisis del marxismo” se definía por la presunta incapacidad para comprender teórica y políticamente la nueva morfología del capitalismo surgida tras el auge de los fascismos y la “crisis del ’30”. Se trataba de un intento de autocrítica que reivindicaba un análisis marxista del marxismo.
A diferencia de aquel revisionismo, durante la “crisis del marxismo” de finales de los años setenta no se objetó la posibilidad de realización sino el concepto mismo de socialismo (Aricó, 1979). Sesenta años de dictadura y persecución, ausencia total de democracia política y un Estado todopoderoso que se confundía con la forma partido (Colletti, 1979) bastaban para poner en cuestión la idea de un socialismo que se había imaginado de una manera diametralmente opuesta: autogobierno de las masas, desplazamiento del “reino de la necesidad” al “reino de la libertad”, extinción del Estado, profundización de la democracia.
Con todo, el conocimiento y la aceptación de la trágica realidad del llamado “socialismo real”, que derivaron en la “crisis del marxismo”, no se produjeron de un modo inmediato. Se trató de un lento proceso que sefue gestando a lo largo de 20 años, desde el fracaso de las políticas de desestalinización promovidas durante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (pcus) de 1956, en el que Nikita Jruschov leyó el “informe secreto” sobre los crímenes cometidos durante el estalinismo (purgas internas, los procesos de Moscú de 1937-1938, etcétera), hasta la intromisión de la URSS en los procesos revolucionarios de Polonia en 1980. Entre esos años, otros eventos históricos ayudaron a delinear la crisis: la invasión soviética a otros países del campo socialista, como Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, el conflicto chino-soviético de 1963-1964, que terminó dividiendo al comunismo internacional, la decepcionante Revolución Cultural China de 1966, los diversos ’68 (Francia, Alemania, Checoslovaquia, Italia, Japón) y el surgimiento y la posterior caída del eurocomunismo. La aparición de Archipiélago Gulag, libro en el que Alexandr Soljenitsin ([1973] 1974) relató su experiencia personal en los campos de concentración creados durante el estalinismo, no sólo le significó a su autor la privación de su ciudadanía soviética, también terminó por darle un estatuto definitivo a la crisis.
Éstas fueron algunas de las premisas “preteóricas” que funcionaron como condición de producción para que ciertos intelectuales marxistas se preguntaran por la pertinencia de seguir pensando con Marx. Desde los “nuevos filósofos” franceses como André Glucksmann (1978) y Bernard-Henri Lévy (1978), que impugnaban al marxismo in toto bajo la hipótesis de que en Marx ya estaban inscriptos el gulag y el estalinismo, hasta Perry Anderson (1980), que negaba la existencia de una crisis universal de la teoría marxista aduciendo que sólo había “crisis del marxismo” en la Europa latina (fundamentalmente Francia, Italia y España), las respuestas fueron muchas y diversas. Louis Althusser ([1978] 1982) y Christine Buci-Glucksmann ([1978] 1979) declaraban una crisis en la teoría, Lucio Colletti (1979) creía en una crisis en la política marxista y Norberto Bobbio ([1978] 2001) y Ludolfo Paramio y Jorge Reverte (1979a) hablaban de la crisis de ciertos marxistas.
Fue en ese contexto cuando se hizo célebre la definición del “marxismo como teoría finita” de Althusser ([1978] 1982). Ya no se trataba de un sistema cerrado ni de una filosofía de la historia, sino de una teoría limitada al análisis del modo de producción capitalista y sus tendencias contradictorias. Descartada la conversión del marxismo en “teoría total”, se podía avanzar por sus “lados ciegos” y descubrir los “límites absolutos” del pensamiento de Marx, cuya expresión fundamental era la ausencia deuna teoría del Estado. El estallido de la “crisis del marxismo” aparecía como una instancia propicia para liberar a esta tradición del bloqueo estalinista y avanzar así sobre ese puñado de pistas teóricas sobre el Estado, la ideología y la política que Marx habría dejado sin mayor desarrollo (Althusser, [1995] 2003).
Años antes, Lucio Colletti había llegado a conclusiones similares, aunque por vías teóricas y políticas diferentes. En 1974, en una entrevista concedida a la New Left Review, señaló que ni Marx ni Lenin habían añadido nada a la teoría política de Rousseau:
Debemos entender que el propio razonamiento de Marx sobre el Estado no llegó nunca muy lejos. Sus textos básicos acerca de esta cuestión son la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, de 1843, y la Cuestión judía, de 1844; mucho después las páginas sobre la Comuna de París en La guerra civil en Francia, de 1871. Estos escritos reiteran temas que se pueden encontrar en Rousseau (Anderson, 1975: 77).
Producto de sus eternas discusiones sobre la transición al socialismo y la extinción más o menos rápida del Estado, sus continuadores tampoco lograron desarrollar un análisis serio de las instituciones políticas modernas, incluyendo el problema de la democracia, la función de los partidos, la burocracia y el papel desempeñado por el Estado en la reproducción del capital (Colletti, 1979). En una línea teórico-política más próxima a Colletti que a Althusser, Bobbio ([1978] 2001) también objetó por esos años la existencia de una teoría marxista del Estado.4
En momentos en que las certezas declinaban, la pregunta por la significación y la utilidad del marxismo no sólo supuso el necesario replanteamiento del problema del Estado en Marx, sino también de la teoría de la democracia, el partido político, la transición al socialismo, la dictadura del proletariado, la ideología y las clases sociales (Buci-Glucksmann, [1978] 1979; Del Barco y Vargas Lozano, 1980; Althusser, [1978] 1982; Balibar, [1977] 2015). Sometida a una doble operación, la figura de Engels también fue discutida: si por un lado se intentaba desmitificar la idea de Marx y Engels como “gemelos teóricos”, responsabilizando al Engels de Dialéctica de la naturaleza de ser el autor del materialismo dialéctico (Anderson, 1975; Althusser, [1978] 1982), por el otro se recuperaba al de la “Introducción” de la edición de 1895 de La guerra civil en Francia, donde subrayó que las nuevas condiciones de la lucha de clases en Europa occidental, definidas por un crecimiento de la democracia en las estructuras políticas, imponían una disputa por el sufragio universal antes que una “lucha de barricadas” (Claudín, 1977).
Las razones para persistir en el marxismo no sólo fueron buscadas en la teoría de los padres fundadores, sino también en aquellas figuras silenciadas u ocluidas por el estalinismo. El Antonio Gramsci de los Cuadernos de la cárcel se presentaba como “un político y teórico reflexionando sobre una derrota histórica y las razones de ella” (Anderson, 1975: 95). Rosa Luxemburgo y su carcelario e inconcluso folleto “La Revolución Rusa” aparecía como la más ferviente defensora de la libertad bajo regímenes socialistas (Anderson, 1975; Buci-Glucksmann, 1979). Y Nikolai Bujarin, Edward Bernstein y Otto Bauer eran exhibidos como los nombres en los que era posible rastrear y recuperar una perspectiva marxista de la política. Por esos años Éttiene Balibar sostuvo que uno de los aspectos más productivos de la crisis fue poner al descubierto que “el pensamiento de Marx era mucho más rico, mucho más complejo que la visión estaliniana oficial […] el marxismo de Marx, el de Rosa Luxemburgo y también el de Lenin eran mucho más ricos que las formulaciones de los manuales” ( Del Barco y Vargas Lozano, 1980: 118).
Muchos de los tópicos mencionados hasta aquí fueron impulsados, teorizados y capitalizados por el movimiento eurocomunista y sus intelectuales más cercanos. Teniendo al célebre “Memorial de Yalta”5 de Palmiro Togliatti como huella originaria, y al Partido Comunista Italiano (pci) como principal impulsor, el eurocomunismo aparecía como un síntoma de la “crisis del marxismo” (Portantiero, 1979). Surgido de las entrañas dela crisis del campo socialista y del sistema capitalista (Claudín, 1977, Portantiero, 1980a), Portantiero preguntas estuvieron estrechamente vinculadas con las de los movimientos del ’68, sobre todo en lo referido a los reclamos de articulación entre igualdad y libertad y el descentramiento del ámbito productivo como único escenario donde se libra la lucha contra la explotación. De esto último se derivaba la necesidad de reconocer otras formas de dominación, cuyas luchas eran protagonizadas por aquellos que alguna vez Eduardo Grüner (2011) llamó “nuevos-viejos sujetos”: la juventud, los desocupados, los intelectuales, los homosexuales, las mujeres, los locos.
Para hacer frente a la dictadura del proletariado y la socialdemocracia -que, según Nicos Poulantzas (1979), se unificaban en su fe en el estatismo y en la profunda desconfianza de las iniciativas de las masas populares-, el eurocomunismo intentó producir una alternativa socialista de transformación, haciendo hincapié en la necesidad de preservar las libertades civiles, la pluralidad de partidos, las instituciones parlamentarias, la libre actividad e independencia de los sindicatos, la existencia de un Estado laico, la conexión orgánica con el concreto histórico desarrollo nacional, y sobre todo, la garantía y desarrollo de todas las libertades conquistadas en las luchas populares del pasado, entre las cuales se encontraba, muy fundamentalmente, la democracia (Claudín, 1977; Portantiero, 1980a). “Socialismo democrático” fue la fórmula de la época con la que se pretendió dar forma a las complejas relaciones entre socialismo y democracia. El primero de esos términos fue reinterpretado como una profundización y ampliación del segundo, lo cual implicaba el rechazo de concebir a la democracia de base y a la democracia representativa de forma divorciada (Claudín, 1977; Buci-Glucksmann, 1979). Así, se hizo célebre la última consigna poulantziana: “el socialismo será democrático o no será tal” (Poulantzas, 1979: 326).
México: escenario latinoamericano de la apropiación crítica de la “crisis del marxismo”
El hecho incontestable de que el capitalismo del “centro” no haya tenido nunca idénticas características a las del capitalismo “periférico” supone que una teoría surgida para explicar aquellas realidades no pueda ser mecánicamente trasplantable a nuestras geografías sin sufrir importantes modificaciones. Si en ese traslado se opera una alteración en la forma teórica, entonces el marxismo en América Latina nació en crisis. El debate sobre la “crisis del marxismo”, lejos de haber sido animado por análogas razones, tuvo sus propios eventos que determinaron su manera particular de procesarla.
Tras el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, el asesinato del “Che” Guevara en 1967, la masacre de Tlatelolco en 1968 y el “cordobazo” argentino en 1969, surgió y se consolidó la llamada “nueva izquierda”. Junto a ella, novedades como la teoría de la dependencia, el “foquismo”, la teología y la filosofía de la liberación lograban poner en crisis las versiones etapistas del marxismo propiciadas por los partidos comunistas de la región. Con el golpe de Estado de 1973 en Chile, este proceso creativo fue inhibido y se inició una nueva crisis del marxismo latinoamericano. La escalada dictatorial en el cono sur de la región (Bolivia, Argentina, Uruguay) desintegraba la dicotomía “socialismo o fascismo” consagrada en un libro homónimo de Theotonio dos Santos. Si la revolución había sido el eje articulador de las discusiones de las izquierdas durante los años sesenta, a fines de los setenta y principios de los ochenta el tema central pasó a ser la democracia (Lechner, [1984] 2006). En tiempos de exilios y derrotas políticas, la crítica de la lucha armada comenzó a hacer sistema con la apropiación de la “crisis del marxismo” europea.
Por varios motivos, México fue el escenario latinoamericano donde el debate sobre la “crisis del marxismo” alcanzó mayor receptividad. Paradójicamente, mientras el gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) emprendía una “guerra sucia” contra las organizaciones de las izquierdas mexicanas (desapariciones, cárceles clandestinas, etcétera), el país se transformaba en el principal receptor de exiliados latinoamericanos en general y de intelectuales marxistas en particular. Las favorables condiciones materiales de sus instituciones (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, Universidad Autónoma de Puebla, Universidad Autónoma Metropolitana y El Colegio de México, entre otras) ofrecían una inmejorable oportunidad para ejercer el pensamiento crítico. Oscar Terán evocaba esa época diciendo que el boom petrolero le otorgaba “buenos fondos a un Estado que siempre ha invertido mucho en cultura y educación, fondos que administrados por intelectuales de izquierda de diversas universidades permiten que pasen por allí en un breve tiempo todos los marxistas del mundo” (Terán, 2006: 20-22). De un modo similar, Juan Carlos Portantiero señalaba que a cada momento llegaba “toda la intelectualidad italiana, marxista crítica. E iban, también, Habermas, Touraine. Y nosotros estábamos en todo eso. Me acuerdo que venía Julio Labastida, que era coordinador de Humanidades de la UNAM y nos decía: ‘Armemos una lista. ¿A quién quieren que invitemos?’, y nosotros elegíamos” (citado en Mocca, 2012: 90). En ese contexto, fue particularmente importante la conferencia que brindó Perry Anderson sobre la crisis del marxismo en 1980 en la UA.
En esos años, una gran cantidad de revistas político-culturales se ofrecieron como tribuna de divulgación de la “crisis del marxismo”. Cuadernos Políticos publicaba una entrevista a Colletti y un texto de Jürgen Habermas, y El Machete hacía lo propio con Althusser, Poulantzas, Buci-Glucksmann, Rudolf Bahro, Luciano Gruppi, Jordi Borja y Oscar del Barco. Bajo el sello de la Editorial de la UAP, la revista Dialéctica y los libros de la Colección Filosófica que dirigía Del Barco también difundían los debates contemporáneos del marxismo. Los nombres de Althusser, Colletti, Poulantzas, Buci-Glucksmann, Umberto Cerroni, Balibar, Georges Labica, Fernando Claudín, Ludolfo Paramio y Jorge Reverte convivían con los de Norbert Lechner, Carlos Franco, Portantiero, Terán y Roger Bartra. Como señaló Carlos Illades:
Los debates europeos y del marxismo latinoamericano ocuparon los catálogos de Era, Siglo XXI y Grijalbo. Las series Popular y Problemas de México, de aquélla, las colecciones Setenta y Teoría y Praxis, de Grijalbo, y la Biblioteca del Pensamiento Socialista, de la otra, así como los imprescindibles Cuadernos de Pasado y Presente, inicialmente impresos en Córdoba, Argentina, tiraron miles de ejemplares y no pocos de sus títulos figuraron en las bibliografías de múltiples asignaturas universitarias (Illades, 2012: 19).
Todo esto sucedía luego de que el movimiento estudiantil surgido tras la masacre de Tlatelolco había logrado colocar en el centro del debate el problema de la democracia (Illades, 2012). El influyente Partido Comunista Mexicano (PCM) también incorporaba a la democracia como elemento sustantivo para la transformación y el arribo al socialismo (Concheiro, [2007] 2011),6 lo que propició una renovación de los debates de las izquierdas mexicanas que concitó la atención de los exiliados.
En suma, la latinoamericanización del exilio en México, que significó el encuentro entre intelectuales de toda la región en un ambiente en el que se podía dialogar y discutir en libertad, propició la profunda revisión de las causas que condujeron a la derrota de los movimientos populares del continente. La aceptación de la derrota política posibilitó la recepción de la “crisis del marxismo” y sus posteriores debates tanto como el redescubrimiento de las vías democráticas como camino a la transformación social.
La crisis del marxismo en Controversia
En una entrevista concedida pocos años antes de su muerte, Portantiero recordó la importancia que tuvo México en el encuentro de los exiliados argentinos con los debates sobre la “crisis del marxismo”:
Lo de México fue muy importante. Ustedes se ahorraron, pero mal, mal ahorrado, toda esa discusión sobre la crisis del marxismo, del eurocomunismo, y toda esa historia […]. Nosotros discutíamos, entre los latinoamericanos, el tema de nuestra derrota y, por otro lado, accedíamos a todo el debate acerca de la llamada crisis del marxismo. Era una cosa extraordinaria (Mocca, 2012: 89-90).
En ese escenario, Controversia se transformó en una importante tribuna político-intelectual de la “crisis del marxismo”. Además de una sección enteramente consagrada a esa problemática, se publicaron artículos de Biagio de Giovanni y Corrado Vivanti sobre teoría marxista del Estado y el problema de la hegemonía, y una entrevista de Portantiero a Buci-Glucksmann sobre el eurocomunismo. Para el caso argentino, las polémicas sobre lucha armada, vanguardia, foquismo, derechos humanos, exilio, peronismo, socialismo y democracia, aparentemente desconectadas de la “crisis”, lograron, muchas veces, confundirse en y con ella, resultando primordiales para la operación de autocrítica.
La sección “Crisis del marxismo” fue inaugurada con una breve presentación de José Aricó (1979), cuya virtud fue anticipar los elementos del debate en la revista: 1) qué marxismo(s) estaban en crisis; 2) el dilema delas relaciones entre socialismo y democracia, y 3) el problema del Estado en la teoría marxista. Puesto que para él resultaba difícil pensar que la realidad autoritaria y burocrática del “socialismo real” no cuestionaba al pensamiento marxista, Aricó exhortaba a esta tradición a instalarse sobre una provocadora pregunta: “¿No es hora ya de que los marxistas acepten los riesgos de una polémica que se les impone más allá de sus recatadas perplejidades o de sus obtusas resistencias?” (Aricó, 1979: 13). Si quería permanecer en el mundo, el marxismo debía asumir como propia esa “experiencia histórica deformada, parcial y hasta aberrante” (Ibid.) que fue el “socialismo real”. Pero antes que el abandono de Marx a la crítica roedora de los ratones, Aricó reclamaba con gestos korschianos una crítica interior. De lo que se trataba era de realizar una crítica despiadada, en la que el problema del Estado, anudado al de las relaciones entre socialismo y democracia, devenía central. En un artículo posterior, sostuvo que la indagación del “arduo” dilema de las formas estatales fue históricamente disuelta por una teoría marxista que estaba más preocupada por la utópica discusión sobre la transición y la extinción del Estado (Aricó, 1980). Uno de los efectos prácticos de esta oclusión fue la profundización de la dimensión productivista del socialismo y el ocaso de la atención sobre las formas democráticas. Así, la historia de los socialismos habría sido la del divorcio entre socialismo y democracia: “Tratando de no abandonar el campo de la democracia, los socialdemócratas olvidaron el socialismo. Aferrados al mito del socialismo como superador de la democracia, los comunistas acabaron instalando una autocracia. Lo que quedó es cualquier cosa, pero nunca socialismo” (1980: 15).
No obstante, con la “crisis del marxismo” parecía descubrirse que “entre pan y democracia no es posible trazar una línea divisoria pues si así se hace lo que también desaparece es el socialismo” (Ibid.). Se estaba entonces ante la posibilidad de repensar la democracia como camino de efectivización del socialismo.7
¿De qué hablamos cuando hablamos de marxismo(s)? Un modo de abordar su(s) crisis
El debate entre Del Barco y los españoles Paramio y Reverte fue el único dedicado a discutir explícitamente la fórmula “crisis del marxismo”. Inicialmente inscrito en la polémica europea, en “Razones para una contraofensiva” Paramio y Reverte (1979b) 8 afirmaron que la “crisis del marxismo” debía ser leída como una crisis de la teoría. Esta interpretación derivaba del modo en que definían al segundo de los términos de la fórmula: el marxismo era concebido como una teoría -en el sentido de que pretendía elaborar un conocimiento científico de la realidad- y como una ideología -en tanto que se ofrecía como una visión del mundo alternativa con capacidad hegemónica. La “crisis del marxismo” se evidenciaba en la pérdida de su potencialidad movilizadora como visión alternativa del mundo, pero también en la ausencia de renovación teórica luego de los nuevos procesos de acumulación iniciados en la segunda posguerra. Sin embargo, esa supuesta “prueba” revelaba menos el profundo desconocimiento que tenían de los avances desarrollados por una “teoría de la dependencia” que ya había analizado dichas transformaciones -especialmente “El nuevo carácter de la dependencia”, de Theotonio dos Santos, y El capitalismo dependiente latinoamericano, de Vania Bambirra-, que el marcado carácter eurocéntrico de sus reflexiones. De este modo, quedaban enredados en la eurocéntrica fórmula “marxismo occidental” de Maurice Merleau-Ponty (1974), y que Anderson (1987) hiciera suya. A pesar de que esta noción había nacido como una crítica de la filosofía estalinista, proponiendo con ello una apertura teórica, no pudo eludir la tentación de ignorar la existencia de cualquier vertiente del marxismo latinoamericano, a excepción del Ernesto Laclau de Política e ideología en la teoría marxista, obra que, en rigor, no se insertaba en el debate de nuestra región. En suma, posiciones como las de Paramio y Reverte terminaban revelando cómo el flujo de cierto marxismo se desplazaba desde Europa hacia América Latina y no al revés.
En respuesta a Paramio y Reverte, Del Barco (1979) puntualizó que para definir el carácter de la crisis era necesario explicitar de qué se hablaba cuando se hablaba de marxismo. Si por marxismo se entendía a la teoría que pretendía analizar una realidad siempre cambiante, se estaba ante una crisis constitutivamente teórica.9 En cambio, si el marxismo era concebido no como una teoría que acompaña una práctica o como un “arma del proletariado”, sino como las formas teóricas con que las clases explotadas se piensan a sí mismas en su práctica revolucionaria, entonces la crisis no podía ser teórica sino política.10 Así, dejaba de ser transhistórica como la primera, para constituirse en una crisis específica de una época en que las clases explotadas habían fracasado en su tentativa por construir una alternativa socialista. Puesto que la teoría marxista no era explicable por sí misma, sino que remitía de manera inmediata a la experiencia y la acción de las clases explotadas, entonces la crisis no tenía un origen teórico, sino político: se trataba de la crisis de un modelo de revolución y de una práctica política que llevaba el nombre del marxismo-leninismo.11 El marxismo como dominación, decía Del Barco, había estallado: “Ha estallado una realidad, una política y una teoría, ha estallado el ‘socialismo real’, el ‘partido guía’, la ‘ciencia marxista’. Frente a este derrumbe del ‘marxismo’, lo que surge naturalmente es la crisis” (Del Barco, 1979: 13, énfasis en el original).
Entender la crisis en su complejidad suponía detectar y combatir las premisas de la operación teoricista de Paramio y Reverte. Según Del Barco, la conversión de la teoría en sujeto social sólo era posible a partir de su escisión respecto de la práctica política. Pero si se aceptaba que la política marxista era la que estaba en crisis, entonces la pregunta por su propia historia y sus propias prácticas sí adquiría sentido, permitiendo, de este modo, recuperar la faceta libertaria del marxismo, esto es, aquella que apuntaba a la liberación humana y que abandonaba la pretensión de concebirla como una teoría -en el sentido de una teoría única- para pasar a entenderla como un conjunto de teorías.
Dejando de ser mera réplica de una publicación europea, la respuesta de Paramio y Reverte (1980) le otorgó al debate un estatuto latinoamericano. Introduciendo una de las hipótesis de “¿Crisis del marxismo o crisis de los filósofos?” (Paramio y Reverte, 1979a), en “El marxismo y el minotauro” reafirmaron que no sólo se estaba ante una crisis teórica, sino que ésta tenía una especificidad intelectual: “[…] los teóricos marxistas […] se equivocaron en sus análisis, llevados por la impaciencia revolucionaria o por la imposibilidad de prever el futuro: son ellos, y no las clases explotadas, quienes han fracasado en su lucha. Las clases explotadas no lo están haciendo nada mal” (Paramio y Reverte, 1980: 21).
La respuesta de Del Barco no se hizo esperar. Insistiendo en que la diferencia de posiciones consistía en el modo en que se conciben las relaciones entre teoría y clases sociales, sostuvo que el marxismo no es una teoría exterior a la clase, al modo de Karl Kautsky y el Lenin del ¿Qué hacer?, sino que “es la clase la que piensa a través de sus propios intelectuales […] si las teorías son formas de ser de las clases, el fracaso de las teorías implica necesariamente a las clases; por eso en los fracasos, en los errores teóricos marxistas, veo errores más profundos, errores sociales e históricos” (Del Barco, 1980b: 27; énfasis en el original). Si la crisis política se expresa en la teoría, decía Del Barco, entonces no puede haber crisis de la teoría misma. Con estas palabras se cerraba la polémica, pero no las intervenciones sobre la “crisis del marxismo” en la revista.
Terán fue otro de los intelectuales que protagonizaron estos debates. Si bien sus primeras referencias siguieron la línea de la polémica “Del Barco-Paramio y Reverte”, en el sentido de intentar explicar las razones y las características de la crisis, luego se fue abriendo paso a los problemas latinoamericanos y argentinos. En “De socialismos, marxismos y naciones”, afirmó que pese a “cierto marxismo” que desechaba su crisis bajo la argumentación de que los aspectos negativos del “socialismo real” no formaban parte del proyecto imaginado por Marx, su existencia era incontestable, sobre todo si se observaba la reaccionaria política exterior de la URSS o China. Llevado a su extremo, aquel argumento equivalía a sostener que “el capitalismo tendría que ser juzgado no por la explotación y miseria que objetivamente genera, sino por ejemplo únicamente a través de los esquemas políticos diseñados por Locke” (Terán, 1980: 20).
Según Terán, la “crisis del marxismo” se explicaba por la incapacidad de la teoría marxista por entender al capitalismo contemporáneo y al “socialismo real”. Convertido en sistema cerrado y absorbido por las ideas de totalidad y centralidad hegelianas y de una visión evolucionista del progreso, ese pensamiento que había logrado desnudar “esa forma básica pero no exclusiva de la opresión -la explotación- y permitido la crítica más radical producida contra la cultura capitalista” (Terán, 1980: 20) parecía ya no poder explicarse a sí mismo. No se trataba de desechar al marxismo como horizonte teórico ni de plantear
una sumatoria de responsabilidades teóricas, sino la posibilidad que se nos ocurre más productiva de seguir apoyados sobre aquel suelo teórico que, pese a todo, sigue conformando nuestro insustituible horizonte de reflexión. Esta tarea requiere entonces no apoyarse exclusivamente en el sistema sino -y quizás privilegiadamente- también en sus puntos de fuga, sin alucinar el momento de la totalización (Terán, 1980: 20, énfasis en el original).
Para realizar esa tarea había que problematizar las variantes economicistas del marxismo, pero también las de la determinación en última instancia a la manera de Althusser, que, al concebir dicotómicamente las relaciones entre estructura y superestructura, no hacía más que restaurar los dualismos sin poder pensar esos vínculos como relaciones puramente inmanentes. En lo que significó el arribo a la “estación Foucault” (Terán, 1993), tal como él mismo definirá años más tarde a esta etapa de su derrotero intelectual, Terán exigía pensar las relaciones de explotación junto a las relaciones de poder.
Terán concibió la crisis como un evento que permitía repensar qué socialismo era posible como lo otro del capitalismo. Pero a diferencia de la polémica “Del Barco-Paramio y Reverte”, en que la mirada se reposó casi exclusivamente en el “socialismo real”, Terán pensó la crisis con un horizonte latinoamericano. No sólo había que cuestionar el sistema compuesto por la teoría del foco y la teoría de la dependencia, como hacía Ernesto López (1980) en “Discutir la derrota”,12 sino que era preciso interrogarse por el problema de la nación. Con la solidaria excepción de José Carlos Mariátegui, única figura del marxismo latinoamericano capaz de “decir la nación”, Terán (1981) vio aquí un problema esquivo a unas izquierdas regionales que se habían limitado a reproducir una consigna ajena como la de “cuestión nacional”. Y era ajena porque, para discutir la “autodeterminación de los pueblos”, primero había que constituir una identidad nacional que en América Latina se encontraba mayormente ausente. No se trataba, entonces, de la “cuestión nacional”, sino del problema de la nación: “Como resultado, no existió dentro del campo de la izquierda del subcontinente una reflexión acerca de la nación que pudiera ni de lejos acercarse a la asiduidad con que la abordó la intelectualidad orgánica de las clases dominantes. De este modo se autorrealizaba la profecía: la nación era un tema burgués” (Terán, 1980: 21). La ausencia del problema de la nación no sólo impedía tematizar nuestra propia especificidad, tampoco permitía encontrar los elementos para pensar qué socialismo se podía construir:
[…] el socialismo sólo podría concebirse como una perspectiva válida en la medida de su capacidad para fusionarse con los sujetos histórico-sociales aptos para ser portadores de un proyecto nacional. Ésta es la zona, además, donde se confundiría la pluridimensionalidad de los sujetos revolucionarios con el rescate de los temas antiautoritarios, que a veces se designan con un término que de tan cristalino ha solido tornarse enigmático: la democracia (Terán, 1980: 21).
Además de empujarlo a repensar las posibilidades de un socialismo democrático, el problema de la nación le permitió a Terán (1981) anudar la “crisis del marxismo” con el exilio y la derrota política de las izquierdas argentinas. En “Algún marxismo, ciertas morales, otras muertes”, afirmó: “[…] el enemigo también éramos nosotros, es decir, nuestros propios sueños y la ignorancia de las fuerzas reales que motorizan los cambios sociales” (Terán, 1981: 18; énfasis en el original). Ese “nosotros” eran los derrotados por el terrorismo de Estado: el “detenido-desaparecido”, el torturado en los campos de exterminio, el que se había quedado en elpaís, el sujeto exiliado “huérfano de alternativas políticas”. Volver la vista sobre “nuestros propios fascismos” resultaba ineludible: “[…] lo que en el fondo está en cuestión no es si estos hombres de la crisis que somos nosotros pueden formular un llamado a la esperanza que nadie les reclama, sino, al menos pueden articular una mínima comprensión de la realidad sin reiterar los viejos esquemas que produjimos -y nos produjeron- en la década sublime y mentirosa de los sesentas” (Terán, 1980: 17).
Todavía sin reclamar el derecho al “posmarxismo” -como hará desde las páginas de Punto de Vista tras su regreso a Argentina en 1983-,13 Terán insistió en la necesidad de revisar “cierto marxismo” desde los marxismos mismos. Esto implicaba dejar de concebirlo como una teoría única, en el sentido que le había asignado Del Barco, y empezar a pensarlo como una “caja de herramientas” que pudiese ser entretejida junto a otras teorías emancipatorias. Esto significaba rechazar
de él todos los aspectos totalizadores y que remiten a priori a cualquier tipo de centralidad ontológica, así como los que evocan dialécticamente el mito de los orígenes […] el marxismo como caja de herramientas implica asimismo una actitud hacia la propia teoría, que recomienda abandonar el gesto reverencial que se profesa ante los lenguajes religiosos, para operar con las ideas con la misma infinita seriedad con que juegan los niños (Terán, 1981: 17).
Socialismo y democracia
Con las miras puestas en la crítica del “socialismo real” y el peronismo, y bajo la influencia del eurocomunismo14 y los debates de la izquierda mexicana sobre la necesidad de repensar las vías democráticas como camino de la transformación social, Portantiero abordó la “crisis del marxismo”. Y lo hizo a través del replanteamiento de las dilemáticas relaciones entre socialismo y democracia. Recuperando algunos de los trabajos de -BuciGlucksmann ([1978] 1979), sostuvo que la separación entre democracia “formal” y “real” operada por el marxismo era una reproducción de la contradicción establecida en la filosofía política clásica entre la tradición de Locke y su sentido liberal de democracia (libertades -prioritariamente individuales-, formas representativas) y la tradición de Rousseau y su concepción de la democracia como autogobierno directo del pueblo. Mientras la primera, más ligada con el reformismo parlamentario, se preocupó por cómo se ejerce el poder, la segunda, propia del socialismo revolucionario, insistió sobre el quién lo detenta. Según Portantiero (1980b), era esta última variante la que se había desarrollado en el “socialismo real”.
La recomposición histórica entre socialismo y democracia debía evitar invertir el peso asignado a cada uno de los términos. Vale decir, si en los años sesenta y setenta el socialismo fue pensado al margen de la democracia -o al menos subordinado al momento posterior de la socialización de los medios de producción-, el riesgo de la época era reclamar por una democracia despojada de su ideal socialista:
Frente a la realidad del autoritarismo, la respuesta política que disocia democracia de socialismo asume dos formas, de raíz similar. Por un lado, el restablecimiento mínimo de una democracia organizada desde arriba (y que no puede ser sino “restringida”) es visto como un “desiderátum”, como la perspectiva estratégica de mayor alcance que los límites de la realidad lahacen posible. Por otro lado, la separación de ambas instancias repliega la lucha por la democracia a un plano meramente táctico, espacio de propaganda para conquistar una etapa transitoria que deberá luego ser superada por una dictadura a la que se llamará socialismo (Portantiero, 1980b: 23).
Rosa Luxemburgo fue invocada como la figura que desde el marxismo había logrado dilucidar los riesgos de defender la “democracia radical” desprendida de la “democracia representativa”. Si el folleto “La Revolución Rusa” era retomado para criticar el desprecio por la libertad en el “socialismo real”,15¿Reforma o revolución? ofrecía las claves para pensar en la necesidad de iniciar la lucha por la democracia desde el capitalismo sin tener que esperar la conquista del poder político. La democracia ya no era una táctica circunstancial sino el espacio de constitución de los sujetos populares que, lejos de encontrarse definidos de antemano, se constituyen y conocen a través de las luchas políticas. En tal sentido, llegó a decir que había otra manera
de abordar la cuestión de la democracia y el socialismo. Se trata de ver la necesidad de esta articulación no como característica de un hecho estatal, sino como elemento constitutivo de un movimiento social que anticipe al socialismo en el interior del capitalismo. La democracia como lucha, como creación; como proceso permanente y no como cierre de la relación entre sociedad y estado (Portantiero, 1980b: 23).
Ni “trampa burguesa” ni mera táctica para llegar al socialismo, tampoco algo que surge necesariamente de una estructura, la democracia fue concebida como una producción de las masas, como conquista popular y realización permanente de lo nacional-popular (Portantiero, 1980b). Así entendida, se transformaba en un componente interno de la transición al socialismo y parte integrante de la pregunta por el camino de la revolución y el carácter del socialismo que se quiere construir.
Puesto que no hay relación mecánica entre libertad e igualdad, democracia formal y democracia sustantiva, democracia de los ciudadanos y democracia de los productores, su articulación en tanto que hecho político sólo podía ser realizada vía la construcción de una hegemonía que permita vincular “el tema del partido con el modelo de sociedad futura y las vías para la conquista del poder” (Portantiero, 1979: 115). Único modo de recuperar los poderes alienados en el Estado, la dirección hegemónica debía ser pensada desde el proceso de preparación revolucionaria hasta la conquista del poder y su posterior ejercicio.
Por su parte, sus intervenciones vinculadas con el caso argentino se inscribieron en una discusión con el peronismo revolucionario. Sobre todo, porque Portantiero entendía que el golpe de Estado de 1976 “no fue el resultado de un complot diabólico de la cia sino el producto de la crisis histórica de una alternativa de desarrollo. En la Argentina la forma que asumió esa crisis fue la desarticulación del peronismo […]. Fue mucho más la presión corporativa de los sindicatos sobre la tasa de ganancia que el desborde guerrillero lo que descalabró el proyecto” (Portantiero, 1980c: 13). Definido como una coalición con límites nacionalistas y reformistas, como una propuesta de democratización estatista por vía autoritaria que desechaba la democratización societalista, el peronismo, según Portantiero, no fue nunca un embrión de socialismo ni el socialismo podía ser considerado la culminación natural del peronismo:
[…] el peronismo -se imaginó- es el socialismo. Evita pasó a ser una versión -mejorada por criolla- de Rosa Luxemburg; Perón, un Mao de las pampas, y la clase obrera urbana, que simplemente había consolidado en el justicialismo una larga vocación por las reformas sociales que tenían al sindicalismo como expresión, devino en la fantasía el campesinado colonial de Fanon. Pocas frases hubo entonces tan vacías como aquella (que algunos intentan reflotar ahora) que afirmaba que “el peronismo será revolucionario o no será” (Portantiero, 1980c: 12).
Sin embargo, Portantiero consideró la efectiva recomposición democrática, que luego de los golpes de Estado en la región había dejado de ser un reclamo exclusivamente liberal, se tramaba en las discusiones con el peronismo revolucionario, sobre todo porque la posibilidad de construir un movimiento socialista de masas también dependía de la izquierda peronista.
¿Ausencia de teoría marxista del Estado?
Como un síntoma de las dificultades para asumir con plenitud la “crisis del marxismo” desde el marxismo mismo, las discusiones sobre el problema del Estado en la teoría marxista no fueron planteadas por los socialistas de la revista, como reclamaba Aricó en el primer número, sino por alguien que formaba parte del peronismo de izquierda: Rubén Sergio Caletti (1979a; 1979b).16 Siguiendo sus intervenciones, la “crisis del marxismo” en Argentina fue menos el producto de un proceso inmanente a la teoría marxista que el resultado de la reconversión del marxismo en filosofía idealista, operado por “cierta” izquierda que se había hecho dominante (Caletti, 1979a). El problema no era la falta de una teoría del Estado, sino la interpretación sobre el hecho estatal que había arraigado en los “focos armados” y “desarmados” del movimiento popular.
Según Caletti, la difusión del Lenin que había sido consagrado por elestalinismo y su Academia de Ciencias de Moscú tuvo por efecto que el Estado fuese concebido por cierta izquierda como expresión e instrumento de la clase dominante. Máquina exterior sobrepuesta a la sociedad, no era más que una herramienta de dominación que legaliza pero no legitima sus intereses, esto es, un aparato de control, administración y represión que no mediatiza la vida social y política:
La contraposición escinde la totalidad social con resultados obviamente graves: la superestructura no se entiende en su significación, en su especificidad y universalidad, y el “país real” queda reducido a una pura potencialidad políticamente inerte a la que hay que reconstruirle su “propio” arriba. Frente al ejército de ocupación, un ejército popular […]. Frente a la autoridad de los gobiernos irrepresentativos, la autoridad de los dirigentes revolucionarios […]. Si el estado es un aparato, el problema de lo político se reduce a un problema de “aparatos” (Caletti, 1979a: 19).
La anulación de lo político como plano específico de las relaciones sociales y de la práctica transformadora impuso la idea que la lucha contra la dominación era una lucha contra el Estado mismo, cuando en rigor de lo que se trataba era construir una hegemonía social en y desde el Estado.
Esa concepción del Estado parecía hacer sistema con la teoría leninista del partido del ¿Qué hacer? En términos similares a los de Del Barco, Caletti (1979a) sostuvo que la escisión entre teoría y práctica, donde la primera aparecía como exterior a la segunda, tuvo como resultado que el criterio de autoridad del partido se estableciera como criterio de verdad absoluto:
Así como las masas están destinadas a ser el sujeto ejecutor de una verdad que proclama el partido, el partido, la vanguardia, es a su vez, en realidad, el intérprete realizador de una verdad anterior y celestialmente instaurada. En otras palabras, el marxismo se ha hecho metafísico, la verdad se ahistoriza y la práctica transformadora, inexorable consecuencia, castra su capacidad cognoscitiva y se impotencia (Caletti, 1979a: 20).
La “crisis del marxismo” era entonces la crisis de “los marxismos que supimos conseguir”, los que actuaron bajo el “magma ideológico” compuesto por una teoría del Estado que escindía base y superestructura y una teoría del partido que separaba teoría y práctica política. En suma, un “ideal-marxismo” constituido sobre la anulación de lo político.
Palabras finales
Al abordar los debates sobre la “crisis del marxismo” de finales de los años setenta, ya sea en Europa o en América Latina, no hay que olvidar que la caída del “socialismo real” era todavía un hecho lejano e inimaginable. A pesar de todas las críticas que se le formulaban a la experiencia soviética, operaba como imaginario y materialidad, como sostén y condición de producción. De igual modo, tampoco deben descuidarse las marcas que dejó el exilio en la trama de esos debates y en los derroteros de los protagonistas de Controversia.
En México, la conjugación de una serie de eventos políticos e históricos hicieron posible la búsqueda de “otro Marx”, según la expresión de Del Barco (1983). Textos como los Grundrisse o los escritos sobreIrlanda, España y la Comuna Rural rusa fueron recobrados del arcón del ostracismo al que habían sido confinados por la ideología del marxismo-leninismo. Ello permitió construir un Marx no sistemático a través de sus “puntos de fuga”, como quería Terán (1980). Así, la recuperación del “Marx tardío”, según la definición de Maximilien Rubel, aparecía para disolver la imagen del marxismo como filosofía de la historia, a la vez que invitaba a repensar los problemas del Estado, la democracia, el partido político, la transición al socialismo, la ideología y las clases sociales. Todos ellos despuntaban como los principales elementos de un problema mayor que parecía reunirlos: el problema de la política.
Otro elemento insoslayable es que el sujeto que había llegado a Méxicotras el golpe de Estado de 1976 no será el mismo que regresará a Argentina con la vuelta de la democracia en 1983; ni siquiera el país que se había dejado seguía existiendo. El exilio fue escenario de constitución de una nueva subjetividad, proceso de no pocas torsiones y desplazamientos en unas trayectorias vitalmente ligadas al nombre de Marx: mientras Del Barco iba de la defensa del marxismo como forma teórica hacia una crítica despiadada de la teoría leniniana que lo depositaría en la búsqueda de “otro Marx”, Aricó se tornaba más societalista que estatista, Portantiero desplazaba al socialismo revolucionario por el socialismo liberal y Terán a los “años Sartre” por el derecho al posmarxismo.
En el caso específico de Controversia, el reconocimiento de la derrota política de los movimientos populares argentinos funcionó como condición de posibilidad para intentar resolver aquella máxima de René Zavaleta que decía: “Los pueblos que no cobran conciencia de que han sido vencidos son pueblos que están lejos de sí mismos” (Zavaleta, [1986] 2013: 161-162). La recepción de la “crisis del marxismo” no fue aquí un acto pasivo. Se trató, por el contrario, de una apropiación crítica, cuya especificidad estuvo dada por el modo en que se le vinculó con ciertos temas locales como la vanguardia, el foquismo, el peronismo, el socialismo y la democracia. En lugar de postular un abandono de esta teoría revolucionaria, sus protagonistas siguieron los consejos del “joven Marx” para ejercer la crítica del capitalismo, pero aplicándolos, esta vez, al propio marxismo: había que hacer bailar a sus formas petrificadas -y dogmáticas- haciéndoles escuchar su propia melodía. Todo ello se realizó sin dependencia cultural, logrando colocarse en línea directa con el marxismo europeo. Fue, en definitiva, una época en la cual unos latinoamericanos lograron ser contemporáneos de sus contemporáneos.