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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.76 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2014

 

Artículos

 

Violencia y jóvenes: pandilla e identidad masculina en Ciudad Juárez

 

Violence and youth: gangs and male identity in Ciudad Juárez

 

Salvador Cruz Sierra*

 

* Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. El Colegio de la Frontera Norte, Departamento de Estudios Culturales. Temas de especialización: género, masculinidad y diversidad sexual. Insurgentes 3708, Los Nogales, 32350, Ciudad Juárez, Chihuahua.

 

Recibido: 29 de enero de 2014
Aceptado: 12 de agosto de 2014

 

Resumen

Este artículo aborda el tema de la construcción de la categoría "hombre joven", mediante las narrativas de cuatro varones ex pandilleros en Ciudad Juárez durante los años noventa e inicios de la década del 2000. Este ejercicio se realiza por medio de la memoria: los entrevistados hablan sobre sus experiencias en la pandilla y sus prácticas de violencia. La categoría "hombre joven" se entiende como la intersección entre el género, la sexualidad, la clase, la etnia y la edad. Ser hombre y lograr una posición en la masculinidad dominante son elementos de un ejercicio performativo.

Palabras clave: jóvenes, pandilla, masculinidad, violencia social.

 

Abstract

This paper deals with the construction of the category of "young man" using the narratives of four male former gang members in Ciudad Juárez during the 1990s and early 2000s. This exercise is conducted on the basis of memory: interviewees talk about their experiences in the gang and their violent practices. The "young man" category is understood as the intersection between gender, sexuality, class, ethnicity and age. Being male and achieving a position in dominant masculinity are elements of a performative exercise.

Keywords: youth, gangs, masculinity, social violence.

 

La matanza de 16 hombres y mujeres jóvenes el 31 de enero de 2010 en Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, cimbró a México entero. La violencia social agigantada a partir de 2008 ha tenido como principales víctimas a hombres, jóvenes y pobres, narcomenudistas, drogadictos, pandilleros, sicarios o criminales; es decir, una masculinidad subordinada y estigmatizada que habla de la exclusión social de los pobres, de la marginación de los jóvenes y, por ende, de la vulnerabilidad de la vida humana de estas poblaciones.

La violencia social ha tomado como rostro el de los jóvenes. Esta población es la que ha sido más afectada por el homicidio doloso, por la criminalización y, en general, por prácticas sociales de violencia en las que participa. Se puede plantear esta situación como el resultado transgeneracional de un cúmulo de violencias que aglutina diversos espacios, instituciones, relaciones y tiempos sociales. Así se van entretejiendo y desencadenando una serie de empalmes y efectos en poblaciones y relaciones sociales específicas.

Dentro del entreverado de violencias acumuladas que viven los jóvenes, que se entretejen y amalgaman, se puede incluir violencia intrafamiliar; conflictos entre pares; vida y contiendas de la calle; hostigamiento de la policía y otras instituciones, como la escolar; la avidez por el consumo, como ropa, automóviles, tecnología; las drogas y el alcohol; los conflictos del noviazgo; la sexualidad, entre otras. Este nudo de violencias va adquiriendo presencia en la experiencia, de manera particular en los niños y en su disposición en la construcción de su identidad masculina.

La crítica situación de la población joven incluye aspectos económicos, sociales, políticos y culturales. Por una parte, el conjunto de problemáticas aflige de manera particular a una capa etaria determinada, aunque no exime a estratos que viven la condición de lo juvenil en virtud de estilos de vida, identidades, sentimiento o posicionamiento político. Sin embargo, el daño más evidente ante la falta de oportunidades y las consecuencias de la violencia social lo sufren hombres y mujeres a edades cada vez más cortas. Son quienes no tienen acceso a educación, trabajo, salud y cultura, o acceden de manera muy limitada.

Como factor coyuntural, la violencia del crimen organizado alteró la dinámica de vida de la población en general, pero particularmente transformó las agrupaciones juveniles de barrio y su relación con el territorio y la identidad. Uno de los efectos inmediatos de dicha violencia —además de la perplejidad y del dolor por la forma sádica en que mueren familiares, amistades o vecinos— fue reconfigurar las formas de socialidad de los hombres jóvenes y, con ello, replantear las prácticas performativas del ejercicio de la masculinidad[1] que tradicionalmente se reproducían como parte de la cultura de género.

En este sentido, el presente trabajo tiene el propósito de analizar la construcción de la categoría "hombre joven" (García e Ito, 2009) a partir de la experiencia en la pandilla de un grupo de cuatro varones. Dicha categoría es producto de la intersección del género, la sexualidad, la clase, la etnia y la edad, y tiene como eje articulador el poder. Dichas categorías se entrecruzan y se asocian con atributos que, en conjunto, se amalgaman y diluyen en un ejercicio cotidiano del hacerse hombre en el mundo de la calle, de la pandilla, de la banda y del grupo de pares. Es un proceso siempre inconcluso que tiene sus bases en los lazos primarios del infante con las figuras paterna y materna, y se engrosa con la precariedad y la penuria económica, social y cultural en que estos niños crecieron. Específicamente, el interés central es ver la construcción de la identidad masculina en relación con las prácticas performativas de la masculinidad. Este acercamiento pretende vincular la posición del sujeto entre las condiciones de desigualdad estructural, junto con las trayectorias de vida individuales, es decir, con las biografías de quienes han nacido y crecido en un contexto social de violencia. Esto, siguiendo la propuesta de Michel Wieviorka (2005) acerca de que para entender la subjetividad y la identidad de ciertos sujetos en relación con la violencia actual es conveniente plantear el vínculo entre lo global o mundial y lo más singular, lo más subjetivo.

Este trabajo tiene una aproximación cualitativa, pues es a través de las narrativas que los sujetos dan sentido a las experiencias de violencia que vivieron en el barrio y dentro de la pandilla. Dicha narrativa parte de la memoria, pues con ésta se dota de sentido y significado a determinados acontecimientos en la vida de las personas. Según Maurice Halbwachs, hay que estudiar el comportamiento humano a través de los sistemas de representaciones que los individuos se apropian para dar sentido a su conducta; esto es, "un mundo de representaciones y de estados afectivos", "pensamientos, una vida psicológica" (Halbwachs, 2011: 28-29). Por otra parte, desde una perspectiva psicoanalítica, el pasado subjetivo está constituido por los sentidos, los recuerdos y las interpretaciones conscientes o inconscientes que una persona tiene de su pasado. Por ello, se asume que utilizamos las experiencias y los sentimientos del pasado para dar una significación y forma al presente, a la vez que los deseos y las fantasías inconscientes modelan, constituyen y dan significación parcial al sentimiento y a la experiencia consciente (Chodorow, 2003: 56).

La significación del pasado ha sido captada a través de la realización de entrevistas a profundidad, con la intención de recabar un conjunto de conocimientos privados que marcan una acción personal determinada y dan cuenta de una experiencia personalizada, biográfica e intransferible (Alonso, 1995). Dichas entrevistas fueron realizadas en Ciudad Juárez en 2013, tuvieron una duración de dos a tres horas, y los participantes fueron contactados a través de artistas urbanos que surgieron de los barrios.

Los cuatro jóvenes se presentan bajo los siguientes seudónimos: Pedro, de 22 años, obrero de maquila y estudiante de licenciatura; Julián, de 24 años, obrero de maquila y artista urbano; Manuel, de 24 años, promotor cultural; y Ángel, de 32 años, artista urbano. Todos participaron en pandillas entre los años noventa y principios de la década del 2000 en Ciudad Juárez.

Las narrativas, a través de la memoria, construyen la historia y la experiencia de estos jóvenes entre la violencia y el hacerse hombres en barrios marginados, historias que se entretejen entre la vivencia individual y el contexto social más amplio.

En este ensayo no hablo de todos los jóvenes, sino de aquellos que han configurado el rostro de la violencia: jóvenes varones marginados que en la ola de violencia del crimen organizado se han convertido en verdugos de sus propios pares, en sus propios espacios. Es importante aclarar que no todos los jóvenes de barrio participan dentro de las pandillas, y que no todas éstas participan o han participado en actividades criminales, y mucho menos se han incorporado a las filas del narcotráfico o del crimen organizado. Sin embargo, han sido los jóvenes quienes son sujetos de sospecha y entre ellos se visibiliza mayor violencia.

 

Violencia social y juventud en Ciudad Juárez

De acuerdo con una investigación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la violencia colectiva es el uso instrumental de la violencia por parte de personas que se identifican como miembros de un grupo frente a otro grupo o conjunto de individuos, con el fin de lograr objetivos políticos, económicos o sociales. Adopta diversas formas: conflictos armados dentro de los Estados o entre ellos; genocidio, represión y otras violaciones de los derechos humanos; terrorismo; crimen organizado (OMS: 2002: 4). Dentro de esta violencia colectiva se ubica la violencia social. Sin embargo, al plantear la violencia colectiva como la resultante de una relación agresiva entre grupos o entre representantes de distintos colectivos o contra sus símbolos (OMS: 2002: 32) se priorizan los conflictos terroristas, religiosos, bélicos, pero se pierde la especificidad que se produce en la violencia perpetrada en el interior de los grupos en su interacción cotidiana, propia de los microespacios sociales, pues no se trata exclusivamente de la violencia generada a nivel global o por las condiciones estructurales de desigualdad social, sino también de que dicha violencia opera por las desigualdades dinámicas, las desigualdades que son ante todo "intracategoriales" (Fitoussi y Rosanvallon, 2010).

Diversos conflictos se presentan a nivel intragrupal, como las riñas vecinales, los enfrentamientos entre bandas juveniles, el desplazamiento forzado intraurbano, la violencia contra las mujeres, la discriminación hacia gays, lesbianas y transgéneros. Esto implica no sólo lo que acontece en el espacio público, sino que también opera con base en estereotipos, prejuicios y distinciones intercategoriales de clase, origen social, de género, de orientación sexual, de edad, de etnia. Así, se marcan distinciones en el gusto de vestir o adornar el cuerpo, como los tatuajes; asimismo, si se es obrero o narcomenudista, travesti o cholo.

Se podría plantear la categoría "violencia social" a partir de las peculiaridades y expresiones de las diversas violencias que vive la población, particularmente la joven, como la familiar, en sus expresiones física, psicológica, sexual o económica; las tensiones configuradas por la conformación de familias compuestas; la participación en la actividad delictiva como empresa familiar criminal, como el trabajo de polleros, mulas, halcones o simples acompañantes; las formas de sociabilidad, esparcimiento y recreación, ideologías, preferencias sexuales; la pertenencia a subculturas o grupos estigmatizados; las riñas entre agrupaciones juveniles; los conflictos vecinales; los problemas derivados del consumo de alcohol y otras drogas, así como el uso de armas.

En el presente trabajo, al referirme a la violencia social me remito a tres aspectos: los actos delictivos; los conflictos entre agrupaciones juveniles, como las bandas, y la imposición de las estrategias de control implementadas por el crimen organizado. Las condicionantes de dichas violencias son variadas y las formas de expresión y daño son singulares y diferenciadas. Coyuntura pero también historia, miedo pero también indiferencia, dolor pero también placer, víctima pero también verdugo: las prácticas de la violencia han adquirido diversos matices y cooptado a múltiples actores. Sin embargo, son los varones jóvenes los que encarnan la sospecha social, marcados por su condición de clase y etaria.

La violencia social en Ciudad Juárez constituye una realidad muy específica por diversos factores: es una ciudad fronteriza; tiene al menos un siglo de ser el puente principal para el tráfico de drogas hacia Estados Unidos; es vía de tráfico de personas y ruta migratoria internacional hacia el país vecino; hubo desplazamiento de mano de obra migrante ante el modelo maquilador desde finales de los años sesentas, y con ello abandono de infraestructura y servicios por parte del gobierno. Este conjunto de violencias ha conformado una cultura del homicidio y un clima de violencia general, lo que ha establecido un campo estratégico de batalla del crimen organizado en el que explota la violencia más brutal.

Si bien la percepción de la violencia se ha concentrado en esta ciudad ya estigmatizada, la evidencia empírica muestra que las actividades criminales de toda índole no tienen una exclusividad territorial. Juárez, como ciudad fronteriza, ha sedimentado políticas económicas y sociales que han puesto en condición de mayor vulnerabilidad a su población; el modelo maquilador, la migración, la falta de infraestructura urbana, educativa, de salud y de política cultural han agravado las asimetrías y desventajas de la condición fronteriza, lo que Claudio Lomnitz (2013) concibe como la productividad de la frontera. Dicho efecto de frontera, al parecer, ha engrosado la llamada zona gris, zona de indeterminación, confusión y opacidad de la ley (Montenegro, 2013), simulación de no ver, del no preguntar, del silencio y la complicidad de la actividad criminal.

El problema de la violencia y su vínculo con los jóvenes se ha hecho más evidente a partir de los asesinatos cometidos por el crimen organizado en el marco de la política de seguridad gubernamental, particularmente al inicio del sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, durante los años 2008-2012, en especial en Ciudad Juárez. Por otra parte, hay denuncias de feminicidio a partir de 1993: las principales víctimas fueron mujeres jóvenes y pobres (Monárrez, 2009), y a esto se añade el llamado juvenicidio, asesinatos de jóvenes pobres, hombres en su mayoría.

De 2008 a 2011 se registraron más de 10 000 asesinatos violentos en Ciudad Juárez; 400 correspondieron a mujeres, mientras que 95% de las víctimas fueron hombres, en su mayoría jóvenes. El término juvenicidio, si bien se ha empleado para nombrar el asesinato mayoritario de jóvenes en el país, pierde de vista las especificidades de aquellos que han sido víctimas del combate al crimen organizado y de las políticas de seguridad, pues son hombres que corresponden a sectores barriales y vinculados con clicas o gangas juveniles;[2] a la mayoría se les atribuía participación en actividades delictivas. Sus características coincidentes eran ser hombres, pobres y estigmatizados, como los llamados cholos.

En esta misma línea convendría considerar la propuesta de Philippe Bourgois (2009), que habla de la categoría lumpen para referirse a las personas de una clase social expulsadas o excluidas del sistema económico productivo de su era histórica. Para este mismo autor, el concepto lumpen se entiende mejor no como una categoría de clase determinada y circunscrita, sino como un adjetivo o un modificador que toma la forma de subjetividades vulnerables, violentas y a menudo autodestructivas (Bourgois, 2011).

El sector de jóvenes víctima principal de homicidio doloso al final de la década pasada podría corresponder a esta subjetividad lumpen. La población asesinada correspondía en su mayoría a hombres de clase social baja y de ocupaciones profesionalmente poco calificadas (Cruz, 2011). En esta misma categoría se sitúan los entrevistados que participaron en esta investigación. Como referencia importante, estos jóvenes nacieron en las décadas de los años ochenta y los años noventa. A partir del año de nacimiento de dichos jóvenes ya se registraban en la ciudad índices de homicidio importantes, pero no es sino hasta 2008 que los niveles se incrementan de manera alarmante (gráfica 1).

Ángel nació en la década de los años ochenta, mientras que Pedro, Julián y Miguel nacieron en los noventa. Se puede decir que al menos hay una década de procesos comunes en la niñez y juventud de estos cuatro varones que compartieron su vida en el barrio y su experiencia en la pandilla.

Como se observa en la gráfica 1, el año más sangriento fue 2010. Ciudad Juárez llegó a tener las tasas de homicidio más altas de América Latina. La violencia que los jóvenes ejercen, pero también padecen, se inscribe en un proceso histórico que va estructurando el lugar de aquéllos en la sociedad, así como sus posibilidades identitarias, de acción y participación política.

En cuanto a la edad, la población más afectada es la joven. Como se observa en la gráfica 2, los individuos entre 20 y 40 años fueron los más golpeados por esta ola de violencia homicida. Hombres en edad productiva, entre 30 y 35 años, y jóvenes de 15 a 29 años. Esto remite a una población que, presupongo, se involucra en el crimen por un beneficio económico, por el reconocimiento de los pares, por la segregación en que se encuentra o por la vigente división sexual del trabajo, que sigue colocando a los hombres en el papel de proveedores. La información disponible muestra que la mayoría de los victimados, identificados por las autoridades o reportados por la prensa local, se dedicaban al narcomenudeo y/o al sicariato. Esto pone en evidencia el ocultamiento de otros posibles rostros de víctimas pertenecientes a estratos sociales medios y una reafirmación del estereotipo de la violencia puesta en los sectores de mayor pobreza y marginalidad.

En la violencia social de Ciudad Juárez, en su vertiente homicida, se ha tomado el cuerpo de las mujeres, en el caso del feminicidio, como un elemento sacrificable en aras de un bien colectivo (Segato, 2004), el que registra en su piel el poder con huella, sello y mensaje de quien lo ostenta. El de los hombres jóvenes, en el caso del crimen organizado, es el cuerpo-territorio, en el que se marca la firma del poderoso, del contrario, de la venganza, de la traición. Ambos son cuerpos que portan un dueño, un territorio, una propiedad.

Más allá del dato estadístico de la población mayormente afectada por la violencia homicida, otra complejidad es enunciar lo juvenil. Plantear el tema de los jóvenes, específicamente hombres jóvenes, en su participación en la violencia social, en cuanto a sus prácticas gregarias, uso social de drogas, utilización del tatuaje, bailes, grupos musicales, su representación estético-social anclada en el cuerpo (Urteaga, 2009a), su identidad como jóvenes y hombres, su grupo de pares y su posición en la sociedad, uso del tiempo libre, su vínculo con las instituciones sociales, así como su participación en prácticas de violencia, resulta un enmarañamiento de factores. Por ello pretendo, como plantea Maritza Urteaga, entender un concepto sociocultural de juventud que permita acercarse y priorizar como ángulo de mira un sujeto/actor juvenil altamente complejo y diverso en sus prácticas y percepciones sobre la vida (Urteaga, 2009b).

En el caso que nos ocupa, es el sentido que adquiere el ser hombre joven de aquellos que participan en las prácticas sociales de violencia. Al mismo tiempo que se van construyendo las figuras y significaciones de lo masculino, del ser hombre, van teniendo lugar y presencia diversas formas de violencias que tiñen dichas categorías lingüísticas junto con las experiencias que van conformando el sentido, la percepción y el discernimiento de lo que es ser hombre y joven. Estos procesos permiten también a un sujeto saberse y sentirse cholo, pandillero, rebelde o criminal. Cuerpo, sentimiento, cognición, intuición, palabra y práctica van dando forma al rostro de una masculinidad despojada de los privilegios de su género pero asida al recurso último, la violencia extrema. Adam Baird (2012) señala, en el caso de los jóvenes varones que participan como actores armados en la periferia de Medellín, que estos muchachos, dispuestos a "convertirse en hombres" o asumir un proceso de masculinización, implican habitus masculinos que transmiten entre generaciones comportamientos masculinos, en este caso la reproducción de la violencia.

El fenómeno de los jóvenes lumpen habla de la relación entre cuerpo, espacio, ciudad, sociedad, que se configuran como entidades figurativas marcadas por la historia. Tanto la biografía de una persona como la cronología de una ciudad, ambas inconclusas, se entretejen y se determinan mutuamente, así como se entretejen las diversas violencias inherentes entre la vida personal y social y que dejan marcas.

 

Memoria y subjetividad masculina

Las narrativas individuales que analizo en este trabajo dan cuenta de cómo estos sujetos se enmarcan en procesos y vínculos sociales más amplios. La memoria habla de una resignificación de acontecimientos bajo la marca emocional que se imprimió en el cuerpo propio y el cuerpo social, interrelacionados. Los hombres de los que se habla corresponden a una subjetividad situada en un momento de la historia; en una sociedad y en una clase social, pobres en una ciudad fronteriza; con un género designado, el masculino; en un entramado familiar específico, generalmente problemático; en un determinado barrio y un contexto social y cultural, marginal y estigmatizado, de jóvenes contra jóvenes, de pobres contra pobres. Cuatro jóvenes reconstruyen y resignifican su pasado y su presente como ex pandilleros en Ciudad Juárez.

En los estudios sobre masculinidad se ha hecho referencia al peso de la masculinidad dominante o hegemónica y aquellas que son subordinadas y estigmatizadas, como la de los obreros o los gays. Así como la orientación sexual o la profesión marcan posicionamientos diferentes en la estructura social, también la edad constituye otro factor de distinción. En la década de los sesenta, Erving Goffman ya señalaba que en Estados Unidos el modelo dominante de masculinidad estaba determinado por ser joven, blanco, heterosexual, casado, urbano, de clase media, profesionista y deportista (Goffman en Kimmel, 1997). Al menos dos de estos requisitos, ser casado o profesionista, excluyen a aquellos que no han alcanzado determinada edad. Por ejemplo, los varones jóvenes llamados adolescentes no podrían adquirir aún el estatus de hombre a cabalidad. Por ello, la búsqueda que muchos jóvenes inician a edades tempranas va ligada con las prácticas sociales de violencia como forma de adquirir un aprendizaje que lleve o acerque al modelo de masculinidad dominante.

En numerosas ocasiones se ha reiterado que la violencia constituye un elemento identitario de los hombres; también puede considerarse que"la acción violenta tiene un sentido específico en la construcción de la identidad masculina de los jóvenes" (De la O y Flores, 2012: 13). En la vida de un joven hay lógicas de violencia que resultan significativas en la construcción de su identidad (Ibid.).

La disputa por el reconocimiento de ser "hombre de verdad", de alcanzar el estatuto de masculinidad, se construye a partir de las prácticas de género (Butler: 2000: 102), actuaciones, repeticiones, imitaciones. Un proceso performativo que constituye la apariencia de un sujeto como su efecto (Ibid.). En este sentido, el proceso de hacerse hombre también está determinado por los actos repetitivos que llevan a establecer la ilusión de la uniformidad y la identidad sin fisuras. De aquí la fragilidad de la identidad masculina. Lo que he denominado "prácticas performativas de la masculinidad" se lleva a cabo a través de prácticas sociales de violencia que se materializan en el cuerpo de los jóvenes y denotan riesgo, avasallamiento, provocación, intimidación y agresión, pero también defensa, afecto, protección y solidaridad con sus agremiados o familias.

 

Prácticas performativas de la masculinidad

Para pensar la construcción de la identidad de estos hombres jóvenes y su relación con las prácticas sociales de violencia, empleo los siguientes elementos como ejercicios performativos de la masculinidad: a) el territorio y el barrio, y b) cuerpo y emoción.

El barrio y la clica. Agrupaciones juveniles y territorio en contexto de violencia

Según señalan los expertos, para los jóvenes varones, el barrio constituye el espacio de socialización cotidiana. Es un espacio estructurado y estructurante de relaciones de poder, donde se construyen códigos, sentidos, rutinas y, en general, praxis culturales desde las cuales los jóvenes significan la vida y conforman sus estilos y formaciones de vida (Valenzuela Arce, 2009: 31). La relevancia por la territorialidad estaba presente en Ciudad Juárez en los años noventa, en la disputa en el barrio por el reconocimiento de ser hombre, pero además joven, en un tiempo social de atraer a las mujeres, de mostrar agresividad, valentía, liderazgo y una sexualidad afianzada en la heterosexualidad, así como seguir un comportamiento de acuerdo con reglas y principios, como incondicionalidad, fidelidad y respeto, lo que en conjunto permitía el surgimiento del líder, del más entrón, del mejor para pelear.

Las agrupaciones juveniles de barrio, particularmente las masculinas, han tenido como figura relevante la pandilla o clica. José Manuel Valenzuela Arce ha señalado que la aparición de éstas en la frontera norte de México data de los años treinta del siglo pasado, producto de diversos procesos culturales transfronterizos, teniendo como principal personaje al pachuco, quien surgió y marcó un estilo masculino en México y en Estados Unidos. Esta expresión constituyó el primer movimiento juvenil, popular, transnacional y transfronterizo (Valenzuela Arce, 2009: 13).

La relación entre territorio y cuerpo propio permeaba la identidad del cholo, la lucha y disputa por el barrio. El barrio y la pandilla representaban para estos jóvenes la asociación de su sí mismo con un territorio. La relación cuerpo-territorio daba forma al par identidad/alteridad, pues demarcaba su espacio físico y simbólico con respecto a los otros, pero no sólo en relación con los rivales u otros cholos, sino también con respecto a los adultos, a los niños, a las mujeres.

En su sentido más material, el territorio representa el escenario para la formación y la representación de la capacidad y la fuerza física de los hombres para el dominio de la calle. Ésta, como escenario masculino (Olavarría, 2006), habilita a los hombres para las peleas y las luchas por el control del territorio geográfico. La permanencia en la calle y la apropiación de la esquina evidencian las acciones de visibilidad y de control que ejercen. Al territorio también se agrega el sentido del tiempo, pues la pandilla se arroga el lujo del tiempo exonerado de fechas y horarios (Perea Restrepo, 2007). El sentido que le otorga este control es a su vez el reconocimiento de valentía de los pares, el aprendizaje de la vida, ganarse el lugar de autoridad en el barrio.

[...] A las diez de la mañana o nueve ya estaba yo en la esquina con mis amigos. A veces nada más para estar ahí en la pura esquina, nada más para estar mirando que pasaban morritas o que defendiendo mi barrio, o para lo que era sencillamente para estar ahí con ellos un rato y ya. Hacíamos cosillas, a veces nos cortábamos el pelo, escuchábamos música, a veces jugábamos y estábamos ahí en la esquina nomás. Pero ésa era la rutina de estar en la esquina, estar ahí presentes para cualquier tipo de situaciones como cuidar el barrio (Manuel, 24 años, promotor cultural).

Los cholos se disputan un territorio pero también su capacidad de hacerse hombres, de adquirir reconocimiento y autoridad. El dominio del territorio, del barrio, es de la banda, pero dentro de ésta se marcan las distinciones entre los más fuertes y aptos para la violencia, y los más débiles y más torpes para las peleas. En los actos performativos de la masculinidad en contextos barriales participan aquellos que son interpelados por el discurso dominante y que poseen las aptitudes y habilidades físicas, emocionales y de comportamiento idóneas para la pelea, la bravura, la agresión, la intimidación, entre otras. Los varones jóvenes que no poseen estos atributos no son arropados por las pandillas, constituyen otras masculinidades. Bajo el poderoso sucumben los cuerpos que portan un dueño; el cuerpo de una mujer, una propiedad, una familia, un territorio.

[...] Los que infundimos [respeto] somos los que estamos ahí a los mandos. Ahí los mandos se distinguen por el que tira más fregadazos, el que sea más salido, el que sea más loco o el que le valga la vida. A mí sí me valía, por eso yo estaba en segundo, pero había uno que le valía más, y ahorita ya está también en paz descanse (Julián, 24 años, obrero y artista urbano).

Para empezar, es como demostrar la valentía, igual y la misma presión de los chavos de que si no lo haces eres culo. Y pues con esa palabra uno se exalta y ya pa’ que vean que no es cierto, nada más para demostrar que no. Y pues la pelea es lo que ahí es la única solución por así decirlo. Y cuando te decían, pues ¿cómo le voy a decir que no? ¿Y si me rechazan? Ya no me van a querer acoplar con ellos. ¿Y con quién me voy a juntar? ¿Dónde voy a pertenecer? Pues era básicamente eso. Entonces uno tenía que demostrar que sí podía. Pues iba como por niveles, se puede decir, pues a los mismos débiles los van apartando: "Pues no te lo traigas". Pues ahí uno no quiere apartarse, pues me van a hacer a un lado y no: "Yo quiero seguir estando", y pues uno ahí va como puede y se va defendiendo (Pedro, 22 años, obrero y artista urbano).

La disputa de los jóvenes por el campo de significación de lo juvenil, como señala Valenzuela Arce (2009), la viven en su entorno y cotidianidad los hombres jóvenes, en tanto procesos interpersonales que involucran una lucha por el reconocimiento de sus pares, por el dominio en sus barrios, en su grupo o en la ciudad, es decir, por el poder. Carlos Mario Perea Restrepo (2007) plantea que la pandilla, como abstracción de lo social, se hace factible justamente por los mediadores que constituyen lo social: el símbolo, el vínculo y el poder. Mientras que el lugar de enunciación del primero es en sí mismo una forma de articulación simbólica, el segundo proporciona al individuo el único nexo social capaz de interesarlo; el tercero implica las formas de construcción del poder, esto es, el dominio sobre la esfera pública local se logra a través de la transgresión violenta, cuyos resortes descansan en la propagación del pánico. Sin embargo, también se imponen otras formas de ejercer el poder, pues ser hombre, en nuestro contexto cultural, supone independencia. La sensación de independencia pasa por sentir libertad y autonomía, pero también se mezcla con el sentido de ser hombre proveedor, protector y con poder.

[...] Fue ya el todo por el todo a la vida; tanto defender el barrio, tanto sobresalir en el círculo de mis compas de la sociedad, de mi familia, decir: "¿Sabes qué, mamá? Pues ya soy aquí del barrio. Yo soy el que te va a cuidar porque ya soy hombre. Y yo soy el hombre de la casa y voy a trabajar. Conmigo ya nada te va a pasar, porque si vienen y te molestan les hablo a mis amigos del barrio, nadie se va a meter con nosotros ya". Era el poder ya. Ya tenía yo el poder, ya no había necesidad de que nadie ocupara el lugar de mi padre porque ya lo estaba ocupando yo [...]. Porque yo sabía que ya no iba a estar mi papá. Yo no sé, me hice a la idea de que ya a mi papá no le pertenecía ese lugar porque me había decepcionado como hombre, como el ejemplo del hombre. Pues yo decía pues es que entonces el ejemplo de un hombre es el que tiene que cuidar a su familia, tiene que defender a su familia, tiene que sacar a su familia adelante, pero creo que me duró muy poco el puestezote del hombre de la casa porque lo hice mal. O sea, con drogas y violencia era como quería marcar mi territorio y que nadie me dijera nada porque era mi vida. Ni mi mamá tenía por qué regañarme porque yo era grande, yo tenía 12 años, 13 años, y nadie me tenía que decir nada porque yo ya sabía qué era el peligro. Ya sabía lo que era bueno y malo, no tenía por qué recibir consejos de nada. Y no había consejos, por qué la gente me iba a decir lo que tenía que hacer, me tenía que decir lo que tenía que hacer, si yo ya sabía los riesgos que podía correr en la vida. Por qué me tienen que decir que me retire de las pandillas o de lo malo, si ya lo viví y no me ha pasado nada. ¿Por qué me tienen que decir que las drogas son malas y no me he muerto por las drogas? [...] Yo salía a trabajar, yo salía a ganarme mi dinero a mi manera. Empecé a asaltar, empecé a robar carros, me metía a tiendas a asaltar. A veces me llevaba 100 pesos pero a mí se me hacía el gran asalto (Ángel, 32 años, artista urbano).

El caso de Ángel muestra la interrelación de sentidos entre el ser cholo, protector del barrio, líder en la pandilla, es decir, un hombre joven pero colocado en el lugar de "hombre de verdad", al posicionarse en el lugar de autoridad dentro de la familia: guardián, defensor y proveedor; en otras palabras, posicionado en el lugar del padre. La pertenencia al barrio, la defensa y la protección del territorio, la participación en la pandilla, no se reducen al sentido identitario de ser joven, sino que implican también el proceso de lucha y disputa por el sentido de la masculinidad, del ser hombre. El hombre joven también disputa su reconocimiento como hombre en términos del modelo dominante de masculinidad, en tanto que se le mira como inmaduro, incompleto, "en proceso de hacerse hombre". Esto, en el marco de la sexualidad obligatoria. Las prácticas performativas que subyacen a la praxis en la pandilla buscan el reconocimiento de uno mismo y ante los otros como "hombre", categoría que se asimila a la heterosexualidad.

Pues llama la atención que lo principal es de que [ingresa a la pandilla] también por las morras. Para conseguir morritas, ellas ya viéndonos ahí, uno llama la atención (Pedro, 22 años, obrero estudiante universitario).

Fueron muchas novias, una tras otra, una tras otra [...], porque eras el jefe de pandilla estaban contigo por sentirse chingonzotas [...]. Entre más mujeres tienes eres más chingón. Es que eso lo digo porque antes teníamos mucho esa idea equivocada. Nos íbamos a los salones de baile y ahí las muchachas agarran al más malo siempre, o al que se mira que tiene tamañotes [...], porque he oído de mujeres: "Contigo me siento protegida" (Julián, 24 años, obrero y artista urbano).

Pueden concebirse las formas de organización juveniles como praxis articuladoras de la identidad de género masculina a partir de las relaciones interpersonales y grupales, que dan pautas de lo deseable y lo indeseable por parte de los individuos miembros de un grupo (García e Ito, 2009). Las prácticas legitimadoras de la masculinidad dominante se realizan en la arena pública. Los chicos de barrio realizan la contienda en la calle, buscan el dominio de esquinas y callejones. Esta configuración de hombre también se construye en razón de la relación entre familias e individuos; entre adultos, jóvenes o niños; entre hombres y mujeres, y también entre diversas formas de ser hombre.

En las disputas por la masculinidad, en general se refuerzan diversas jerarquías de poder, asignaciones de estatus u otras diferencias; como las de género, étnicas, sexuales y de clase, que mediante complejos sistemas de diferenciación cultural parecen justificar constantemente la subordinación y la marginalidad de todos aquellos que no sean hombres adultos de nivel socioeconómico medio y alto: mujeres, indios, jóvenes y quienes no se ciñan a la heterosexualidad normativa (Urteaga, 2009b).

Cuerpo y emoción

Por otra parte, el cuerpo masculino también habla de su materialidad a través de la carga emocional que se genera por sus temores, peligros, placeres y abyecciones. Así, la adrenalina, la excitación, las hormonas, implican un cuerpo que siente la relación con la agresión, con la muerte, con el sexo, con la violencia. La violencia extrema también genera más violencia, como un desencadenamiento de emoción que se regocija en el acto mismo que la produce. Por otra parte, parece también ser la mascarada que oculta los miedos primarios de la condición masculina.

La palabra miedo es una amenaza a la identidad masculina, al menos para la hegemónica. Por ello, ante la escena del enfrentamiento con el enemigo, en el desafío de eliminar al amigo, de causar la muerte a desconocidos o de sucumbir ante su inminente realidad, el miedo apresado en el cuerpo lo agita, lo narcotiza o lo adormece. Los entrevistados hablan de anestesiar el cuerpo, como una carga emocional que lo desborda y lo disocia del acto de violencia, lo vincula con la irracionalidad, con el instinto y con el engolosinamiento con la crueldad.

Y miedo, no sé cuál es la parte del miedo. Creo que al sentir adrenalina se anestesia ese miedo. Yo me di cuenta de que perdí el miedo, porque el miedo no me dejaba hacer las cosas [...]. Portar un arma era la dosis de perder el miedo. De que nada me va a pasar, como a mi papá, porque traigo un arma y soy bien machín trayendo un arma, que de hecho nunca la disparé [...]. Ése era el niño que se empezó a hacer hombre, ocho o nueve años, ya era un hombre, yo con un arma, que me sentía bien fregón [...]. Fue esa etapa en la que empecé a ver la violencia y a absorberla y fue la que me empezó a anestesiar (Ángel, 32 años, artista urbano).

[...] Ésa fue la primera vez, siente uno la adrenalina y el poder vencer, por así decirlo. Uno siente la adrenalina al máximo, y ya con eso uno busca también otra vez y otra vez. Se vuelve vicio también participar en las riñas [...]. Pero no se mide. Uno nada más actúa por el instinto y se deja llevar, no importa el daño, y si es más daño pues mejor. Así ya no se puede levantar y ya no te puede pegar a ti. Ya después es cuando uno dice: "Ay, güey, pues ya la regué". Pero pues en ese momento no (Pedro, 22 años, obrero y estudiante universitario).

[...] Obvio que a veces me tenía que ir drogado [...]. No era para anestesiar el miedo, sino si me van a golpear o voy a recibir un balazo, de perdida no sentir el dolor o el efecto o equis. Si me van a matar, de perdida morir como me gusta, drogado. Pero no era miedo, nunca fue miedo, nunca fue dar un paso atrás por dudar a una escena o a un acto de agresividad o de violencia (Ángel, 32 años, artista urbano).

La conmoción del cuerpo se neutraliza con la droga y con la afirmación de la virilidad vinculada con el poder, el control y el goce. En la violencia se presentan la dureza, la frialdad y la desconexión afectiva, pero también la satisfacción por la capacidad de dominio, que suelen ser características asociadas con un modelo de masculinidad dominante.

Las formas de sociabilidad de estos jóvenes tienen como eje articu-lador el barrio. Espacio, sociabilidad, afectividad, identidad, constituyen los referentes dentro de los cuales se construye el sentido de ser hombre y joven. Entre éstos se encuentran las formas de identificación, congregación y prácticas masculinas. La llamada tradición bandosa juvenil, como la llama Maritza Urteaga (2009a), originada en el centro y el norte del país durante la década de los años cuarenta, y a lo que Valenzuela Arce (2009) hace referencia como los pachucos, cholos o maras, hoy presenta grandes transformaciones que dan la apariencia de su fuerte transformación y hasta de su desdibujamiento. Sin embargo, los relatos de los jóvenes dejan ver la relevancia que tenía la pandilla en la conformación de la identidad de los hombres jóvenes que luchan por el reconocimiento y el estatus que se asocia con el modelo dominante o hegemónico de ser hombre.

 

La irrupción del crimen organizado en los barrios y entre las pandillas

Los fenómenos del homicidio y de la violencia social en general se han visto alterados por la presencia del crimen organizado, que ha modificado las maneras de socialidad de los jóvenes en sus contextos urbanos y barriales. Para Valenzuela Arce, las fronteras barriales y las pandillas se endurecieron junto con el crecimiento de la violencia urbana y el narcotráfico (Valenzuela Arce, Domínguez y Reguillo, 2007: 31). Las dinámicas y las formas de vinculación se han visto trastocadas por el crimen organizado, pero también por la mayor precariedad, pobreza y marginación de estos jóvenes. Para Perea Restrepo, la aparición de la pandilla actual está catalizada por el gesto pandillero, el valor de lo joven y la criminalidad; a finales del siglo XX, "el gesto se endurece, la autonomía deriva [...] y el crimen llega a la esquina portando consigo el descifrador de los nuevos tiempos, el deseo" (Perea Restrepo: 2007: 15).

Las transformaciones que la violencia social y el crimen organizado han generado en la sociedad implican analizar nuevamente el papel de la pandilla en la conformación de determinadas subjetividades masculinas, de unas maneras específicas para "nombrarse hombres". La propuesta de biocultura de Valenzuela Arce (2009), y su contraparte, la biorresistencia, permiten interpretar las relaciones sociales de poder conformadas desde la centralidad de la disputa del poder sobre y desde el cuerpo, para pensar la construcción de la subjetividad masculina a través del sentido y desde ser hombre joven.

Al insertarse las bandas criminales en los barrios y tras el asesinato de varios de los integrantes de las pandillas barriales, se despojó a los jóvenes del control de los territorios. Ahora, al parecer, se genera un proceso de desterritorialización y dispersión. Sus líderes muertos y sin territorio que defender, la disputa de los jóvenes ahora es por los espacios para la distribución y el control de drogas, dejando de lado otros significados y funciones que constituían el para qué de su protección y control. Para estos jóvenes, el sentido que tenía la pertenencia al barrio y su disputa por el territorio se transformó a partir de la recomposición del crimen organizado y del reforzamiento de la fuerza policial.

Así, en los estratos de los jóvenes de barrios populares, en las formas de sociabilidad a través de las pandillas, los entrevistados hacen una distinción entre el antes y el después de la violencia impuesta por el narcotráfico.

Era más de cotorreo, porque nosotros nunca tuvimos así, como se dice, la necesidad de asaltar porque te estás muriendo de hambre, era de cotorreo, sabíamos bien que podíamos perder la vida, pero pues todo lo tomábamos como un cotorreo (Julián, 24 años, obrero y artista urbano).

Fue más calmado. Entonces todavía no había eso de asaltar, no había bandas que vendieran drogas o asaltaran tiendas de autoservicio o ahora que se integran a extorsiones o sicarios, pues todavía eso no existía. Entonces era nada más la pura pandilla y ya cada quien defendía su territorio (Pedro, 22 años, obrero y estudiante universitario).

El sentido de estar y pertenecer a la pandilla posibilitaba a los jóvenes compartir el sentido lúdico de la vida de la calle, las transgresiones y la diversión en los límites de la legalidad/ilegalidad. La noción de lo que se asimiló a la cultura de los cholos como la vida loca[3] incluía el consumo de alcohol y otras drogas, la participación en la actividad criminal, el sexo como demostración de virilidad, pero adquirió otra dimensión. Para la generación de los jóvenes entrevistados, su lugar en la pandilla permitía ejercitarse en los mandatos de una masculinidad desposeída de los privilegios sociales, pero apropiada a su forma en los espacios que lograban gobernar. También compartieron las riñas —antes con piedras y ahora con balas— y las disputas por el territorio y el poder, pero marcaron una distancia y una diferencia de la pandilla con una función criminal y sujeta al mandato del crimen organizado.

Si bien las prácticas de los jóvenes en la pandilla se realizaban por curiosidad o simple transgresión, esto no implicaba una pertenencia a un grupo criminal del narcotráfico. Fue con la penetración abrupta del crimen organizado en los espacios barriales que inició el reclutamiento, a veces forzado, de niños y jóvenes. Al mismo tiempo, se observó la incidencia de formas de crueldad en las prácticas de violencia social. No fue simplemente el ingreso de unos jóvenes a organizaciones criminales, sino la búsqueda de los atributos o características de aquellos aptos para un ejercicio de la violencia extrema y sádica. Hay un discernimiento de las diferencias y las capacidades de quienes formaban parte de las pandillas en relación con aquellos que se integraron a las actividades del crimen o del sicariato.

Va como en niveles, porque están los más perdidotes en la droga, que se andan inyectando. Ésos sí andan robando en las casas y ya nosotros no (Pedro, 22 años, obrero y estudiante universitario).

Yo me refiero mucho a uno de mi barrio porque ése siempre fue el que más se movió, el que siempre estuvo arriba de mí y yo digo que para llegar a hacer todos esos jales pues hay que ser como él, un destrampadote, que te valga todo [...]. Yo digo que casi todos los güeyes que hicieron eso fueron los más salidos de su barrio, los más destrampados, todos ésos eran los primeros del barrio, los que traían a la banda, los que movían todo. Yo fui segundo, nunca fui primero, pero todos esos que fueron primero ahorita ya están muertos, porque eran los más salidos, los más destrampados, muchas veces lo hicieron por cotorreo, después ya fue por ambición y muchos por querer tener mucha feria para seguir loqueando (Julián, 24 años, obrero y artista urbano).

Otro de los cambios a que hacen referencia los jóvenes son las nuevas normas y los códigos de prácticas y actuación propias del grupo de pertenencia. Lo que podría considerarse como un comportamiento regular y esperado en condiciones de violencia social común, en la narcoviolencia implica cambios radicales entre los mismos miembros de la pandilla y entre pandillas, al mismo tiempo que emergen otras figuras, como los escuadrones de la muerte, nuevas formas de ajustes de cuentas o un robustecimiento del sicariato. La Secretaría de Seguridad Pública del Municipio de Juárez tenía registradas en 2009 alrededor de 490 bandas criminales, con aproximadamente 12 000 integrantes, de los cuales 9 400 tenían entre 12 y 17 años. Así, fueron identificadas las principales agrupaciones que se incorporaron al crimen organizado, como los Mexicles, los Artistas Asesinos, los Doblados, los Aztecas, los Pura Raza Mexicana, los Linces, los Troyanos, entre otros.

Las prácticas de extrema violencia en que se ven inmersos los jóvenes, no necesariamente en la narcoviolencia, son formas que ellos mismos tenían incorporadas en sus prácticas sociales, pero han requerido lo que llaman un entrenamiento psicológico, el "ser psycho", que implica llevar a cabo ciertos actos con mayor saña o crueldad contra las víctimas.

Si no lo haces, si no lo violas, si no lo descuartizas, te vamos a descuartizar a ti. Como un modo de entrenamiento psicológico que nosotros no lo teníamos. Es el entrenamiento psicológico de perder un sentimiento, de no tentarse el corazón (Ángel, 32 años, artista urbano).

Estos jóvenes configuran su realidad y sus posibilidades en razón de sus vínculos con sus pares, en el sentimiento de pertenencia, en lo que en su contexto se erige como referente de prestigio, poder y sentido positivo de sí. La subjetividad masculina, en su vínculo con la violencia, conlleva una reconfiguración, una subjetivación acorde con los cambios mundiales. Si, como señala Adam Baird (2012, retomado de Bourgois), las gangas son entendidas como un fenómeno de sistemas profundos de estructuras de exclusión vinculados con la política económica de la sociedad moderna, entonces los cambios que acontecen a escala global también tienen repercusiones en ellas y en sus integrantes. Como lo indica Wieviorka (2005), el debilitamiento de ciertos Estados, los flujos migratorios en expansión, la fragmentación cultural, las nuevas formas de inequidades sociales, es decir, transformaciones mayores que operan a escala global, afectan también a la persona, a lo más individual, a lo más singular.

Las vías de agregación y socialidad en el interior y entre los grupos juveniles pueden estar adquiriendo cada vez formas más cambiantes, menos rígidas y signadas a los cambios en los gustos o estilos de las tendencias globales, que se estructuran de manera significativa en emociones y afectividades, poniendo en juego el sentido de pertenencia y solidaridad de los mismos grupos a partir del sentido que configura el estar y compartir con otros.

 

Conclusiones

La violencia permea el conjunto del tejido social. Su expansión conforma uno de los rasgos definitorios del final del milenio y transforma la construcción y la relación con la muerte, principalmente entre la población joven, que se ha visto obligada a verla de frente, fría, descarnada, atravesando diferentes ámbitos de la vida social (Valenzuela Arce, 2009: 401).

Era dentro del barrio donde las formas de socialidad y sociabilidad entre jóvenes, concretadas en la pandilla, adquirían hasta hace algunos años gran relevancia en los procesos de masculinización de algunos hombres de ciertas clases y sectores. Estos procesos implican identidad, confianza en sí mismos, autonomía de la familia, protección ante la transgresión de la autoridad, sexualidad genitalizada, afectividad y alianzas masculinas; todos, ejercicios performativos de formas de poder, dominio y control de unos sobre otros, a lo que he llamado, con base en la propuesta de Butler, prácticas performativas de la masculinidad.

Para los jóvenes varones, la pertenencia a la pandilla conforma códigos de comportamiento, de organización y de lenguaje, así como uso y estética del cuerpo, afectividad y solidaridad, junto con seguridad, valentía, agresividad y complicidad. Estos aspectos les hacen adquirir el sentimiento de pertenencia y aceptación, y también de definición de su identidad como hombres y su sexualidad; asimismo, son ejercicios de formas de poder, de control y sometimiento de los otros.

A través de las narrativas y la memoria se puede analizar la conformación social de subjetividades masculinas proclives a la violencia. Esto implica visualizar la violencia en el interior de los procesos sociales como parte de la producción social, esto es, como uno de los organizadores de la subjetividad. En este sentido, las prácticas violentas pueden leerse como constituyentes y constituidas por las formación de ciertos habitus en determinados grupos sociales y en momentos precisos (Cufré Marchetto, 2010). Siguiendo a Wieviorka (2005), también la mundialización económica trajo implicaciones para la violencia, pues ésta altera los mecanismos de subjetivación y construcción de identidad y marca un lugar entre ella y el sujeto.

Como una labor de significación, las prácticas de violencia y las nociones del ser hombre pueden ser "captadas" mediante la narrativa y la memoria; en ellas tiene relevancia la vivencia de los sujetos determinados socialmente. Su experiencia deriva en totalidades singulares que no pueden ser estudiadas sin considerar dimensiones más generales, como la estructura social, en la que el sujeto elabora su experiencia a partir de las opciones dispuestas por la cultura. Sin embargo, se trata de un sujeto construido y determinado, pero activo y con posibilidades de"reposicionarse" frente al orden cultural imperante, resistirse a él, e incluso transformarlo.

 

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Notas

[1] El concepto de prácticas performativas del ejercicio de la masculinidad lo propongo a partir del planteamiento de Judith Butler sobre los actos de representación y constitución del género (Butler, 1990).

[2] La clica, ganga o pandilla es una agrupación de muchachos afianzados a una territorialidad defendida por la fuerza (Perea Restrepo, 2007).

[3] Como lo describen Valenzuela Arce, Domínguez y Reguillo, la vida loca es una imagen que implica violencia, drogas, cárcel y muerte (2007: 54).

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