Introducción
Dada la complejidad del lenguaje de la química, aprender esta disciplina científica (al igual que el resto de las áreas científicas) se suele comparar en ocasiones con el aprendizaje de una lengua extranjera (Vygotsky, 1977; Wellington y Osborne, 2001). Por ello, el lenguaje es una de la barreras que se deben superar en el aprendizaje de la ciencia (Gabel, 1999). Saber química significa aprender su lenguaje especializado, de forma que se posibilite la comunicación, mediante razonamientos, tanto de forma oral como escrita (lectura y escritura), con otros miembros que también utilizan y entienden esa forma de conocimiento. En consecuencia, una deficiente capacidad de entender el lenguaje de la química limita la capacidad de los estudiantes a la hora de resolver problemas (Beek y Louters, 1991) y explica que la comprensión del lenguaje de la química se manifieste como un buen predictor del éxito académico (Pyburn, Pazicni, Benassi y Tappin, 2013).
Diferentes estudios han señalado las dificultades del alumnado en el entendimiento y utilización de los distintos conceptos científicos. Por ejemplo, Pekdag y Azizoglu (2013) estudiaron los errores semánticos y las dificultades didácticas en la enseñanza y el aprendizaje del concepto "cantidad de sustancia". Jasien (2011) estudió el significado otorgado por los estudiantes de química al concepto de "ácido fuerte", señalando las perturbaciones que producen los significados del término "fuerte" en el ámbito cotidiano. "Neutro" es un nuevo ejemplo de una palabra con múltiples significados. De nuevo, Jasien (2010) comprobó que las acepciones de la vida diaria de este término eran por lo general bien conocidas por los alumnos universitarios que participaron en su estudio, pero las mismas interferían con los significados del ámbito químico. Otro aspecto estudiado corresponde al término "espontáneo". La influencia del significado cotidiano de esta palabra en estudiantes universitarios se estudió en un trabajo previo (Ribeiro, Pereira y Maskill, 1990). Por su parte, Hamori y Muldrey (1984) propusieron la sustitución de este término en el ámbito termodinámico y Ochs (1996) estudió la definición que varios libros de texto realizaban de esta palabra, concluyendo que este concepto se encontraba mal definido, lo que provocaba que sea una fuente de errores, proponiendo su eliminación en el contexto de la termodinámica, lo que originó un cierto debate (Earl, 1998). Otros ejemplos de estudios realizados en el análisis del significado de términos químicos son los correspondientes a los términos "elemento" (Roundy, 1989), "energía" y "calor" (Roon, van Sprang y Verdonk, 1994) y "electronegatividad" (Salas, Ramírez y Noguez, 2011).
Planteamiento del problema y objetivo
Los ejemplos citados en la sección precedente no son más que una pequeña muestra de las dificultades asociadas al significado de la terminología química (Quílez, 2016). Pero esos obstáculos terminológicos no serían los únicos responsables de la dificultad del lenguaje de la química, ya que existen otras barreras lingüísticas relacionadas que añaden nuevos problemas de comprensión y de expresión a los estudiantes de esta disciplina. Conviene, por tanto, en un primer momento, revisar e intentar clasificar las fuentes y los tipos de errores del lenguaje en el aprendizaje de los conocimientos químicos.
La clasificación de las distintas causas que dificultan el aprendizaje del lenguaje de la química, en particular, y de la ciencia, en general, permite tener presentes y desarrollar acciones que traten de evitar y de superar los aspectos problemáticos relacionados con esas dificultades lingüísticas. Para ello, iniciaremos este estudio examinando el papel del lenguaje en la producción, la comunicación y el aprendizaje del saber científico. Este primer análisis conduce posteriormente al establecimiento de importantes obstáculos que el alumnado debe superar en el entendimiento y la utilización del lenguaje de la química. Una vez conocidas estas dificultades se realiza una síntesis de varias de las acciones didácticas propuestas para intentar superar los problemas de esta índole.
El papel del lenguaje en la construcción, la comunicación y el aprendizaje del saber científico
La lectura y la escritura son dos actividades propias de todo proceso de investigación. Los científicos necesitan basarse o partir de trabajos previos para fundamentar y orientar su actividad; la búsqueda bibliográfica sobre conocimiento preliminar del problema a investigar es una de las primeras etapas de una investigación. En otros momentos, los científicos establecen los marcos teóricos de referencia y estudian los procedimientos experimentales más idóneos en ese campo de investigación, de modo que, una vez han planteado el problema a investigar, formulan las hipótesis de trabajo, diseñan experimentos, analizan los resultados y los revisan si es necesario, establecen conclusiones, y abren nuevas vías de investigación con la formulación de nuevos problemas. Este proceso de lectura y escritura culmina a la hora de su exposición a la comunidad científica (asistencia a congresos con presentación de comunicaciones orales o en forma de póster, publicaciones en revistas o libros, etc.). Por tanto, la capacidad de hacerse preguntas y de hacerlas a otros con espíritu crítico, de responderlas, de comunicar de forma convincente y de compartir conocimiento son partes integrales de la actividad científica (Hand, Prain, Lawrence y Yore, 1999).
Por tanto, el uso de la lengua por los científicos es una competencia esencial en su trabajo tanto en el transcurso de su realización como en su comunicación. De esta forma, en toda investigación se debe hacer uso de argumentos y de razonamientos lógicos y bien estructurados que propicien describir y explicar lo mejor posible la realidad objeto de estudio. Toda esta actividad implica el intercambio de ideas con otros científicos mediante diferentes medios y formas (cara a cara o por Internet; individualmente, en pequeños grupos o a grandes audiencias mediante diferentes foros, etc.), que implican, entre otros, la notificación de nuevos descubrimientos e interpretaciones sobre hechos conocidos, así como la predicción de otros nuevos, que en muchos casos se materializa a través de debates y controversias, en donde se negocian los nuevos campos abiertos, así como la mejor forma de investigar estos. En todo este proceso, un componente esencial es el empleo de técnicas de persuasión. En este sentido, se necesita el consenso de la comunidad científica para validar cada una de las aportaciones realizadas en un contexto general de continua revisión, evolución y redefinición de ideas. Por tanto, se puede concluir que todo el conocimiento que una disciplina genera es lenguaje, lo que significa que para entender una determinada área de conocimiento se necesita dominar principalmente su vocabulario específico. Esto implica conocer su significado en el contexto concreto en el que se utiliza. En definitiva, todo conocimiento es inseparable de los términos con los que este se encuentra codificado (Hodson, 2009).
La investigación en didáctica de las ciencias como disciplina científica se ha consolidado en campos ya clásicos como la resolución de problemas, los trabajos prácticos, la historia y la naturaleza de la ciencia, las ideas de los alumnos y el cambio conceptual, la evaluación, el desarrollo del currículo, la formación del profesorado o las relaciones CTS, entre los más relevantes. Cada una de estas áreas se encuentra formando una red de conocimiento que la relaciona estrechamente con el resto. Estudios realizados desde la perspectiva didáctica o bien estrictamente disciplinares, o con enfoques específicamente psicológicos, sociológicos, filosóficos e históricos han contribuido al desarrollo de cada uno de los campos citados, proporcionando marcos teóricos que han desembocado en considerar la enseñanza y el aprendizaje de la ciencia desde el referente constructivista (Porlán, García y Cañal, 1997; Hodson y Hodson, 1998).
El papel de la lengua en la clase de ciencias ha supuesto la atención de investigadores y de educadores de la didáctica de la ciencia de una forma más tardía. Fensham (2004) señala que esta comunidad científica empezó a cobrar una creciente conciencia de la importancia del lenguaje de la ciencia a partir de 1990. Sin embargo, los primeros trabajos en esta línea de investigación se publicaron con bastante anterioridad, aunque no supusieron en un principio un punto de arranque para este tipo de investigaciones. Se deben destacar en este sentido los trabajos realizados por Gardner (1972), que posteriormente tuvieron continuidad por parte de Cassels (1976, 1980a, b). Otros estudios iniciales, relevantes en esta área, son los realizados por Sutton (1974) y Munby (1976).
El progresivo interés de los investigadores de ciencias por el estudio y el desarrollo de aspectos relacionados con el lenguaje tuvieron finalmente eco en los diseñadores del currículo de ciencias. Norris y Phillips (2003) señalaron que las reformas educativas de los años 90 del siglo pasado, referentes al currículo de ciencias, promovidas en Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y Estados Unidos, tenían en común el establecimiento de un alegato convincente acerca de la necesidad de una alfabetización científica que promoviera las capacidades de hablar, leer y escribir sobre conceptos y procesos científicos. Sin embargo, Yager, Akcay, Choi y Yager (2009) señalaron que a pesar de los esfuerzos realizados por las administraciones educativas para realizar cambios curriculares en la línea señalada, esto no se ha visto reflejado en la práctica de las aulas.
Según ya se ha apuntado al principio, un estudio de la naturaleza del conocimiento científico permite establecer que este es socialmente construido, validado y comunicado. Conocer cómo trabajan los científicos cuando realizan sus investigaciones tiene importantes implicaciones en el proceso de enseñanza/aprendizaje de las ciencias (Sutton, 1992). En este sentido, Driver, Asoko, Leach, Mortimer y Scott (1994) argumentaron que el aprendizaje de la ciencia no solo requiere un proceso individual de cambio conceptual, ya que los nuevos conceptos construidos por cada estudiante, así como la nueva forma científica de conocimiento asociada mediante razonamientos y argumentaciones, se producen en el contexto social de la clase de ciencias. De esta manera, los alumnos se introducen en la nueva comunidad de comprensión y estudio de la ciencia mediante un proceso de enculturación a través de la interacción con otros estudiantes y con el profesor. Este contexto crea el medio adecuado para que los estudiantes puedan dar sentido a las nuevas ideas y hacerlas propias. En definitiva, el cambio conceptual se propicia mediante un proceso de indagación, controlado por el profesor en su tarea de orientar, guiar y apoyar a sus alumnos, que sirve de mediación entre las ideas iniciales de los alumnos y la nueva forma de entender el mundo que proporciona la ciencia. Resulta evidente que este proceso de socialización científica se canaliza a través del uso de la lengua.
En consecuencia, todo profesor de ciencias es un profesor de lengua y toda clase de ciencias es una clase de lengua (Stubbs, 1976; Serra y Caballer, 1997; Sutton, 2003). Sin embargo, esta última afirmación no es, por lo general, asumida por los profesores de ciencias, ya que se considera que enseñar a leer, escribir, hablar y escuchar (de forma activa y significativa) la ciencia que están enseñando correspondería a los profesores de Lengua, por considerar que serían estos docentes los responsables de desarrollar en los estudiantes las cuatro capacidades lingüísticas de comunicación mencionadas. Además, los profesores de ciencias no se suelen sentir capacitados para enseñar lengua en sus clases y se muestran escépticos a la hora de atender cualquier innovación que integre la enseñanza de la lengua en la que se desarrolla la clase con un modelo de enseñanza-aprendizaje que considere los aspectos esenciales de la alfabetización científica (Thier y Daviss, 2002). A todo ello se debe añadir que los profesores de ciencias se preguntan si a un currículo sobrecargado, que es prácticamente imposible de desarrollar por falta de tiempo, habría que añadirle también la enseñanza de aspectos relacionados con el lenguaje de la ciencia (Bullman, 1985).
Por lo general, los estudiantes de ciencias no poseen las competencias propias de la argumentación científica y encuentran dificultades en su adquisición. Por ello, los conceptos científicos necesitan enseñarse en el contexto formal de la clase de ciencias. En este sentido, Vygotsky (1977) distinguió entre el pensamiento espontáneo y el científico. Los estudiantes aprenden de forma espontánea a partir de sus experiencias de la vida cotidiana, pero los conceptos científicos se presentan en primera instancia como inaccesibles dado su carácter abstracto. En consecuencia, el aprendizaje de la ciencia debe promover que el estudiante realice la transición desde lo que le resulta lingüísticamente abstracto a lo concreto. Dicho en otras palabras, en ciencia, la teoría precede a la práctica. Sin instrucción formal esto no sería posible para nuestros alumnos, lo que implica que los estudiantes deben realizar actividades en grupo (que propicien la verbalización de las ideas iniciales, así como la reestructuración y el cambio de estas), con la supervisión, la guía y el apoyo del profesor. En este sentido, una tarea primordial del profesor de ciencias es la de orientar la discusión que se genera en la clase para que sus alumnos puedan contrastar sus ideas con otros (estudiantes y el propio profesor) mediante argumentos y puntos de vista diferentes. Según Vygotsky (1978), el aprendizaje que cada individuo realiza hasta dar sentido a las ideas científicas se produce mediante una transición en el contexto social, por interacción con otros más expertos, a través de la denominada zona de desarrollo próximo, que marca la frontera entre las habilidades que cada alumno puede alcanzar por sí mismo y las que puede conseguir con la ayuda de otros que le superan en conocimiento.
En definitiva, el cambio progresivo en la forma de pensar de los alumnos se propicia en el contexto social de la clase de ciencias, mediante diálogos constructivos con los compañeros y con el propio profesor. Este ambiente dialógico facilita que los estudiantes tengan oportunidades de hacer preguntas, de analizar y evaluar distintas formas de pensamiento, reconociendo los elementos de su lógica, así como su grado de fortaleza y sus limitaciones. Estas premisas son unas de las principales ideas que fundamentan el denominado constructivismo social (Vygotsky, 1977, 1978).
Dificultades del lenguaje científico
La revisión bibliográfica realizada ha permitido efectuar una clasificación que contempla algunos de los principales obstáculos lingüísticos que dificultan el aprendizaje de la química a los estudiantes de esta disciplina. En concreto, este estudio ha establecido los siguientes grandes apartados:
Libros de texto de ciencias: número de términos nuevos y tipos de textos utilizados.
Desarrollo de capacidades de alta demanda conceptual.
Escasas oportunidades para leer, pensar, argumentar y escribir científicamente.
Tipos de términos.
Se debe hacer notar que estos apartados no se excluyen mutuamente, pero sí que permiten entender las principales barreras de aprendizaje de la química relacionadas con su lenguaje. En cualquier caso, la integración de estos obstáculos permite establecer una visión de conjunto acerca de la problemática existente en cuanto a la necesidad de entender y usar el denominado lenguaje académico relacionado con la ciencia/química (Snow, 2010).
Libros de texto de ciencias: número de términos nuevos y tipos de textos utilizados
Lunzer y Gardner (1979) y Knutton (1983) encontraron que los libros de texto de Química de enseñanza secundaria estaban escritos para unos niveles de lectura muy por encima del nivel correspondiente al de los alumnos a los que iban dirigidos. Por su parte, Yager (1983) encontró que el número de términos nuevos introducidos en un curso de ciencias superaba ampliamente el número de palabras nuevas que se debían aprender en el mismo nivel académico en un curso de lengua extranjera. En un estudio posterior se informó (Groves, 1995) de que a pesar de que los libros de texto de ciencias habían disminuido el número de términos nuevos, en relación con el estudio realizado por Yager, todavía seguía siendo excesiva esa cantidad, superando de nuevo la cifra correspondiente al vocabulario que contenían los libros de texto de lengua extranjera del mismo nivel académico. Groves (1995) señaló que esto propicia que los estudiantes tiendan a memorizar, más que a entender, el nuevo lenguaje. Esta actitud se ve favorecida cuando el profesorado considera que aprender ciencia implica que sus alumnos aprendan (de forma literal) las definiciones del nuevo vocabulario, según se establece en el libro de texto o por el propio profesor.
En un estudio más reciente (Yager et al., 2009) se señala que la mayor parte de los profesores utilizan el libro de texto como principal fuente de información del contenido científico para sus alumnos, siguiendo el patrón que suelen marcar estos: énfasis en proporcionar conocimiento factual y el establecimiento de definiciones del vocabulario nuevo. De esta forma, normalmente los profesores esperan que los estudiantes aprendan de memoria los nuevos términos. El citado trabajo concluye señalando que el mero conocimiento de las definiciones precisas, que conforman el nuevo vocabulario introducido, no produce automática ni directamente un entendimiento efectivo de este. Así, los autores señalados refirieron que algunos términos, como el de "energía", no experimentaban prácticamente mejora en su comprensión por los estudiantes de los niveles 8 y 12 de secundaria de EE. UU. con respecto a los del nivel 4. Todas estas circunstancias ya se pusieron de manifiesto hace más de 40 años por Arons (1973), quien de forma vehemente señaló que aprender ciencia no significa el aprendizaje memorístico de una jerga incomprensible para el alumno, transmitida principalmente de forma oral por el profesor.
Por su parte, Penney, Norris, Phillips y Clark (2003) informaron que los libros de texto de ciencias de secundaria canadienses utilizaban mayoritariamente textos expositivos. Estos textos tienen unas características que los hacen más difíciles en su comprensión lectora que los textos narrativos, por lo que el desarrollo de estrategias de lectura es crucial a la hora de aprender a través de los libros de texto. Sin embargo, estos autores lamentaban que pocos profesores de ciencias eran conscientes de la complejidad que supone para los alumnos aprender a través de la lectura de los textos que usaban en sus clases, por lo que los docentes no consideraban necesario incorporar estrategias de comprensión lectora para sus alumnos. Además, en prácticamente ningún texto se utilizaban textos argumentativos, lo que no facilitaba que los estudiantes tuvieran la oportunidad de desarrollar las capacidades que suponen el entendimiento de estos textos, dificultando, por tanto, un aspecto esencial de su formación científica por limitar la posibilidad de que el alumno pueda ser un eficiente lector de ciencia y no propiciar, en consecuencia, una importante faceta asociada con la alfabetización científica.
Desarrollo de capacidades de alta demanda conceptual
Lemke (1990) señaló que aprender ciencia implica aprender a "hablar ciencia", lo que supone observar, describir, comparar, clasificar, analizar, relacionar, discutir, emitir hipótesis, teorizar, cuestionar, desafiar, argumentar, diseñar experimentos, juzgar, evaluar, decidir, concluir, generalizar, informar, persuadir, inferir, sintetizar y controlar, entre otras actividades relacionadas con el lenguaje. Esto está asociado con la producción de explicaciones y razonamientos que propician la construcción de nuevos significados, entendidos y producidos en relación con otros. Se construye así una red semántica que permite la comunicación con otros miembros de la comunidad científica. En este sentido, Lemke insiste en que la ciencia es un proceso social. Esta circunstancia implica que enseñar ciencia supone enseñar a los alumnos cómo hacer ciencia. Es decir, los alumnos deben aprender no solo un vocabulario específico que dé sentido a las nuevas ideas, sino que además deben desarrollar unas determinadas formas de hablar y de escribir que les permitan comunicar la ciencia que están aprendiendo. Como se puede apreciar, todas las formas referidas de comunicación en ciencia implican el desarrollo de capacidades de alta demanda conceptual, que se deben aprender en el contexto social del aula de ciencias.
En el estudio realizado por Zuzovsky y Tamir (1999) se encontró que la puesta en práctica de esas capacidades, a la hora de producir por los alumnos de secundaria explicaciones científicas, se encontraba limitada ya que muchas de ellas eran simples e incompletas. En concreto, se empleaban reglas intuitivas de inferencia, escaseaba el empleo de la terminología científica y las explicaciones no utilizaban razonamientos causales, sino que eran más bien descripciones o tenían un marcado carácter teleológico. Características semejantes se encontraron en estudiantes del último curso de primaria en el intento de producir textos argumentativos (Ebbers y Rowell, 2002).
Escasas oportunidades para leer, pensar, argumentar y escribir científicamente
De acuerdo con lo referido en el apartado anterior, diferentes estudios realizados durante los últimos 40 años, concernientes al discurso de clase de ciencias y de la interacción profesor-alumno (Bullman, 1985; Lunzer y Gardner, 1979; Bleicher, Tobin y McRobbie, 2003; Pearson, Moje y Greenleaf, 2010), han mostrado una serie de características que no han cambiado prácticamente en todo ese periodo. Estos rasgos característicos suelen tener su origen en una metodología de trabajo que se centra en la transmisión de conocimientos por parte del profesor a sus alumnos. En concreto, estos trabajos coinciden en señalar que esta forma de enseñanza tradicional no promueve ambientes de aprendizaje activo en los que el alumnado pueda investigar, probar, simular, etc. Por ejemplo, Newton, Driver y Osborne (1999) encontraron que en las clases estudiadas menos del 5% del tiempo total de estas se utilizaba para establecer discusiones entre grupos de alumnos y que menos del 2% correspondía a interacciones entre el profesor y sus alumnos en las que se producía un intercambio de ideas y puntos de vista.
De forma análoga al aprendizaje de una lengua extranjera, en el caso de la ciencia se requiere práctica a la hora de hablar, leer, escribir y pensar científicamente. Sin embargo, en muchas clases de ciencias los estudiantes, de forma más o menos pasiva, se limitan a escuchar el discurso del profesor y a leer mecánicamente, al mismo tiempo que copian lo que este escribe en la pizarra o proyecta en una pantalla. Una actividad semejante se suele producir cuando se trabaja con el resto del material escrito que se utiliza en la clase (el libro de texto, principalmente).
En consecuencia, el profesor suele acaparar la mayor parte del tiempo de la clase, con exposiciones largas que no propician que los alumnos puedan indagar partiendo de sus propias ideas, lo que no ayuda a que puedan establecer relaciones significativas entre los distintos conceptos que se van introduciendo en la clase. Todo ello favorece un aprendizaje memorístico y poco significativo. En este ambiente de la clase de ciencias, los estudiantes tienen pocas oportunidades para argumentar y debatir entre ellos, lo que no les facilita clarificar, revisar y reconstruir sus ideas iniciales. Por el contrario, como se señaló al principio de este estudio, el progreso que manifiestan los alumnos se facilita cuando se les proporcionan ocasiones y tiempo suficiente para que expongan sus ideas, las analicen y las evalúen con la ayuda del resto de los compañeros, siempre bajo la supervisión y la orientación del profesor en un ambiente exploratorio de ideas, que ha mostrado ser efectivo en cuanto a la mejora del aprendizaje del alumnado (Mercer, Dawes y Wegerif, 2004).
Driver, Newton y Osborne (2000) hicieron hincapié en que en la clase de ciencias los alumnos no suelen ser el centro sobre el que orbita la clase. El método transmisivo asociado al excesivo protagonismo del profesor permite, por lo general, que los alumnos únicamente hablen cuando el profesor les pregunta. Pero estas cuestiones plantean normalmente aspectos puramente factuales, lo que propicia respuestas muy cortas, que no necesitan razonamiento y que el profesor finalmente sanciona o evalúa, siguiendo un patrón que ha sido muy estudiado por diferentes autores, denominado diálogo triádico (Lemke, 1990). Es decir, los estudiantes, más que ser guiados y apoyados por su profesor en la generación de nuevo conocimiento, suelen ser instruidos para que memoricen hechos e incluso explicaciones. Esto no favorece el entendimiento de los nuevos conceptos que se van introduciendo en clase, que necesariamente terminan aprendiéndose de memoria. Como señala Lemke (1990), el lenguaje del aula de ciencias no es solo una lista de términos técnicos que conforman un vocabulario específico con sus correspondientes definiciones. Los alumnos deben aprender a relacionar esos conceptos en una variedad de contextos. Para ello tienen que aprender a combinar los nuevos significados desarrollando las capacidades de hablar y escribir de forma científica, elaborando frases, párrafos y textos que supongan mejorar su capacidad de argumentar científicamente.
Tipos de términos
Existen diferentes estudios que han realizado un análisis del tipo de palabras empleadas en las clases de ciencias, produciendo varias clasificaciones atendiendo a su dificultad, función, especificidad, etc. Gardner (1974) realizó una primera división entre lo que denomina el componente técnico del lenguaje y el no técnico, aunque, como veremos, la frontera que delimita ambos grupos no está perfectamente definida.
El lenguaje técnico estaría compuesto por palabras técnicas o terminología específica de una determinada disciplina científica. En química, dentro de este grupo se incluirían los nombres de los elementos y compuestos químicos, los nombres de aparatos y de material químicos, así como el nombre de procesos y conceptos de química. Algunos de estos últimos términos solo tienen existencia dentro del contexto científico (entalpía, nucleófilo, mol, ánodo, cátodo, fotón, etc.). Pero muchas palabras de esta clase suelen poseer más de un significado, que corresponden a contextos diferentes (normalmente, el cotidiano y el científico). Podemos citar como ejemplos los siguientes: polar, ácido, base, sal, aromático, reducción, elemento, neutro, carga, espontáneo, energía, trabajo, calor, equilibrio, fuerza, positivo, negativo, enlace, modelo, puro, ideal, resonancia, actividad, complejo, radical, libre, etc. En otras ocasiones, el significado de un término ha experimentado una evolución a lo largo de la historia o posee distintos significados dependiendo del contexto científico específico en el se emplea. Ejemplos de esta clase son: átomo, valencia, electronegatividad, equilibrio, ácido, base, oxidación, reducción, fuerza, resonante, fotón, etc. Este carácter polisémico dificulta su comprensión, ya que para ello es preciso conocer su significado dentro del contexto específico en el que se utiliza, así como su función sintáctica dentro de la frase en la que aparece (Miller, 1999). En muchas situaciones, los alumnos conocen inicialmente el significado cotidiano de estos términos, pero muestran dificultad a la hora de comprenderlos y utilizarlos en el nuevo contexto científico (Song y Carheden, 2014).
Por todo ello, según se ha señalado ya al principio de este trabajo, se puede afirmar que los nuevos significados suponen para los alumnos el aprendizaje de una nueva lengua. Además, buena parte de este nuevo vocabulario está asociado con unos significados que presentan un alto grado de abstracción, y se introduce en muchos casos en niveles en los que el alumno todavía no ha desarrollado una capacidad suficiente para su comprensión.
El segundo grupo de palabras que vamos a estudiar hace referencia a las que no corresponden al grupo de términos estrictamente técnicos. Dentro de esta categoría existe un primer subgrupo de palabras que también pueden usarse en el lenguaje cotidiano, pero su empleo en el discurso del profesor y en los libros de texto les otorga un significado propio que supone un lenguaje especializado, con significado diferente al cotidiano. Estas palabras estarían en la frontera de los grupos de palabras técnicas y no técnicas. Ejemplos de estos términos son: liberación (de un gas), exceso (de un reactivo), preparación (de una sustancia), detección (de un componente de una mezcla), emisión (de luz), valoración (técnica analítica), precipitación (formación de una sal insoluble), etc. En otras ocasiones, las palabras no técnicas empleadas simplemente están alejadas del registro del lenguaje cotidiano, lo que origina una dificultad añadida a los estudiantes. Se pueden citar como ejemplos: factor, inherente, criterio, constituyente, fundamental, válido, efecto, efectivo, específicamente, consistente, apropiado, esencial, secuencia, adyacente, ilustrar, etc. (Cassels y Johnstone, 1980, 1983, 1985; Gardner, 1980a). Además, el nivel y el número de términos relacionados con el registro científico que se emplean en los materiales de enseñanza y evaluación de la química influyen notablemente en la capacidad de entendimiento y razonamiento de los estudiantes (Cassels y Johnstone, 1984), dificultando que entiendan correctamente lo que se les pregunta.
Finalmente, un importante grupo de palabras no técnicas lo constituyen los conectores lógicos (sin embargo, por tanto, en consecuencia, además, por el contrario, ya que, etc.). Es decir, se trata de palabras que sirven de unión entre frases o entre distintas proposiciones dentro de una misma frase, empleándose habitualmente en el discurso científico para unir hipótesis y experimento, teoría y observación, resultados y explicación, etc. Por tanto, si los alumnos no entienden o no dominan estas palabras, su capacidad para entender argumentos lógicos y razonamientos fundamentados se ve seriamente limitada. Esta limitación también afecta, en consecuencia, al desarrollo de su capacidad para argumentar científicamente. Diferentes estudios han mostrado las dificultades de los alumnos a la hora de entender y utilizar este tipo de palabras (Gardner, 1980b; Byrne, Johnstone y Pope, 1994), mostrando que estos términos también necesitan una atención especial a la hora de considerar cómo ayudar a mejorar la comprensión y utilización del lenguaje de la ciencia por parte de los estudiantes.
Conclusiones y algunas sugerencias para la enseñanza
El aprendizaje de la ciencia es un proceso social construido en el que pensamiento y lenguaje se desarrollan de forma paralela con un refuerzo mutuo. Los alumnos no solo necesitan conocer un vocabulario específico, sino que además deben ser capaces de establecer relaciones de significados entre los nuevos términos que aprenden. También deben saber debatir, razonar y argumentar científicamente con sus compañeros y con el profesor. Este proceso de aprendizaje supone desarrollar capacidades de lectura y escritura asociadas al entendimiento y el uso del registro del lenguaje de la ciencia. En todo este proceso de aprendizaje, el papel del profesor a la hora de facilitar, ayudar y apoyar al estudiante se presenta como esencial.
En la enseñanza de la ciencia el lenguaje se ha entendido tradicionalmente como un simple vehículo a través del que se transmite la información (Ford y Peat, 1988). Sin embargo, en las últimas décadas la investigación educativa ha propiciado que esta visión tradicional del papel del lenguaje en el aprendizaje de la ciencia, en general, y de la química, en particular, haya cambiado de forma radical. Se ha demostrado que el entendimiento y el dominio del lenguaje de la ciencia es un componente esencial en el proceso de alfabetización científica (Wellington y Osborne, 2001). A pesar de que la falta de dominio del lenguaje de la ciencia puede ser uno de los mayores factores que impidan un correcto aprendizaje de esta, los profesores de ciencias normalmente ignoran esta circunstancia o simplemente la desconsideran. Además, en muchos casos se piensa que enseñar el lenguaje de la ciencia no es de su competencia y que, en cualquier caso, no se ven preparados para tal fin (Pearson et al., 2010). Se hace, por tanto, necesario evitar la disociación existente entre la teoría educativa sobre el lenguaje de la química y la realidad escolar (Yager et al., 2009). Un análisis de la propia práctica docente y la toma de conciencia de las dificultades de los alumnos con el lenguaje de la química, realizadas en foros de formación permanente del profesorado, pueden constituir una efectiva vía de actuación (Cassels, 1980a, b). Además, los alumnos deben estar convencidos de la importancia que juega el lenguaje en el aprendizaje de la química (Mammino, 2010) para poder ayudarles a mejorar de forma efectiva sus competencias en la comunicación científica.
En la preparación y el desarrollo de sus clases, el profesor de ciencias/química necesita partir del conocimiento previo de sus alumnos a la hora de hablar, leer y escribir, en general, pero sobre todo en las cuestiones que afectan al registro propio del lenguaje de la química. Partiendo de este conocimiento, se deben realizar acciones que propicien el uso y el desarrollo del lenguaje de la química. En este sentido, se pueden realizar algunas recomendaciones que ayuden a mejorar la práctica docente. En cualquier caso, la clave radica en saber integrar efectivamente los contenidos disciplinares y el lenguaje de la química para que actúen de forma sinérgica en beneficio mutuo (Seah, Clarke y Hart, 2014).
Emery (2002) y Brown y Ryoo (2008) proponen usar el lenguaje cotidiano como ayuda y soporte de la terminología científica. En concreto, proponen enseñar en un primer estadio los contenidos científicos usando el lenguaje más sencillo posible, intentando que este sea reconocido por los alumnos como el lenguaje cotidiano que están acostumbrados a utilizar. En una segunda etapa, se produce la instrucción directa y explícita del lenguaje científico, lo que evita la desmotivación inicial de los alumnos producida desde el momento en el que no entienden los términos asociados al nuevo contenido que se introduce. Esta práctica mejora el entendimiento de la ciencia en su doble dimensión: conceptual y lingüística.
Kleinman, Griffin y Kerner (1987) propusieron desarrollar métodos de enseñanza que propiciaran crear imágenes específicas adecuadas para los conceptos que se están aprendiendo, ya que la comunicación se favorece cuando los estudiantes son capaces de asociar símbolos orales o escritos con imágenes de representación apropiadas de un concepto. En este sentido, la historia de la ciencia revela que las analogías han sido un potente recurso conceptual en el proceso de indagación científica. Así, el lenguaje científico es rico en términos especializados que tienen un origen metafórico (Sutton, 1992). Por ello, un estudio de la historia de la ciencia para conocer el origen y la evolución de los distintos conceptos científicos puede permitir establecer transposiciones adecuadas para la clase de química.
De acuerdo con lo referido en el apartado anterior, Hand et al. (1999) incorporaron con éxito diferentes tipos de actividades de producción de textos que consideraban aspectos específicos de comprensión de la naturaleza de la ciencia, facilitando que los alumnos adquirieran un mejor conocimiento de cómo se construye el conocimiento científico.
La construcción de diccionarios de clase, apoyados con dibujos explicativos en los que el significado de cada palabra se explique en su contexto, son también actividades que ayudan a los alumnos a utilizar y comprender el lenguaje científico desde edades tempranas (Wellington, 1998; Emery, 2002).
Introducir los términos científicos una vez que los alumnos hayan trabajado y se encuentren familiarizados con los nuevos contenidos. Los alumnos necesitan entender los nuevos fenómenos antes de que puedan asignarles el lenguaje científico. Se debe procurar introducir las palabras nuevas utilizando diferentes modos de representación complementarios: dibujos, gráficos, textos, fórmulas matemáticas, etc.
Plantear actividades en las que se ponga de manifiesto el nuevo vocabulario de forma repetida y en diferentes situaciones: juegos de palabras, actividades escritas (asociación de término-definición y término-sinónimo), cuestiones de respuesta múltiple, completar huecos de palabras, construcción de glosarios para ir formando un banco de palabras (a cada palabra se le asigna una ficha que contiene: dibujos que la explican, ejemplos de contextos en los que aparece, relación con otros términos científicos, etc.).
Realizar y pedir que se realicen mapas conceptuales en los que se establezca claramente la relación entre los principales términos que aparecen, así como construir tablas-resumen que sinteticen e integren lo estudiado hasta ese momento. En ocasiones, estos mapas, diagramas y tablas pueden estar parcialmente realizados, siendo la tarea del alumno completarlos.
Evitar que la única vía de comunicación sea la transmisión oral del profesor hacia sus alumnos. Para ello, se deben propiciar debates y experimentos que pongan a prueba y que contradigan las expectativas iniciales, entre otras actividades, en las que el profesor tenga el papel de moderador y orientador, más que el de transmisor de conocimientos elaborados.
Fomentar la lectura activa mediante el diseño de actividades, especialmente diseñadas para tal fin, denominadas directed activities related to text (Davies y Green, 1984). Estas actividades propician que el estudiante se centre en las partes más importantes de un texto y le ayudan a realizar una reflexión sobre su contenido. Además, estas implican que los alumnos discutan, compartan ideas y examinen su interpretación del texto analizado.
Construcción de diferentes tablas-modelo que están diseñadas para poner en práctica (guiada) estructuras gramaticales (frames) mediante una secuencia preestablecida, con utilización de los términos que aparecen en cada una de las columnas de la tabla. Ejemplos podrían ser: frases afirmativas-negativas; formulación de preguntas utilizando diferentes tiempos verbales; unir frases mediante conectores de distinto tipo (causales, temporales, comparativos, etc.); construcción de frases subordinadas, etc., en el contexto del planteamiento de problemas, la emisión de hipótesis, la realización de inferencias, el análisis de resultados o el establecimiento de conclusiones.
Dar tiempo suficiente a los alumnos para que puedan dar sus respuestas, evitando en lo posible que las cuestiones sean únicamente de carácter factual. Las respuestas iniciales (a veces solo una palabra o 2) se deben reformular por el profesor, construyendo frases que tengan sentido para el alumno. En otras ocasiones la reformulación del profesor supone sustituir unos términos (incorrectos o inapropiados) por otros que sean más adecuados en el contexto específico en el que se está trabajando.
Introducir explícitamente y aplicar al caso de la ciencia distintos tipos de textos narrativos en los que el objetivo sea, entre otras acciones, establecer una cronología, realizar una explicación, persuadir a otros, o efectuar un análisis o una evaluación.
Enseñar a los alumnos a debatir, lo que supone, entre otras cuestiones, considerar y respetar los puntos de vista de los compañeros, dando espacio y tiempo suficientes para que todos los componentes del grupo puedan expresarse, mientras el resto escucha con atención crítica, no tratar de imponer, sino de fundamentar lo mejor posible el punto de vista que se quiere defender, así como trabajar con voluntad de llegar a un consenso que permita realizar acciones posteriores.
Como punto final de esta discusión, hay que destacar que recientemente Mammino (2010) ha señalado el deterioro creciente experimentado en los últimos años sobre el correcto uso del lenguaje en los alumnos italianos que inician sus estudios universitarios de ciencias. Un caso similar se ha informado en Australia (Zhang et al., 2010) debido a la gran diversidad de estudiantes, en cuanto a formación previa y capacidades lingüísticas, que inician sus estudios universitarios en las diferentes ramas científicas. En ambos casos, se ha establecido la necesidad de diseñar cursos específicos del lenguaje de las ciencias para los nuevos alumnos, de forma que se facilite que estos puedan continuar con éxito sus estudios. Una reflexión que necesariamente tiene en cuenta muchos de los aspectos teóricos analizados en este artículo ha propiciado que varias universidades unan sus esfuerzos en el sentido de mejorar la capacidad comunicativa de los alumnos de primer curso de ciencias. En este sentido, en el estudio realizado por Montagut (2010) se establece que los alumnos universitarios mexicanos solicitarían un curso de las características señaladas para subsanar las deficiencias relacionadas con el lenguaje de la química que arrastran desde el bachillerato.
Por último, quisiera señalar brevemente un aspecto esencial en el aprendizaje de la química, no tratado en este artículo, que supone el dominio de todo un lenguaje semiótico (Borsese, 2000; Gómez-Moliné y Sanmartí, 2000; Callone y Torrres, 2013): símbolos (ecuaciones químicas y fórmulas matemáticas), tablas y gráficas, así como ciertas representaciones correspondientes a distintos modelos de la química. Este lenguaje añade nuevas barreras para los alumnos en la comprensión y la comunicación de esta disciplina. De nuevo, para la superación de estos obstáculos, el papel del profesor de química, también como profesor de lenguaje, se manifiesta esencial a la hora de facilitar y ayudar a los alumnos el aprendizaje de los conocimientos científicos.