Introducción
El desarrollo institucional y el fortalecimiento académico de la ciencia del suelo en México dieron pie a la construcción de políticas públicas que definieron y marcaron la actividad agropecuaria en el país a mediados del siglo pasado (Ortiz, 1993; Mc Intire, 1994).
Desde entonces, los programas de conservación de suelos han estado inmersos en las políticas públicas. En un inicio, el énfasis se orientó hacia la difusión, la capacitación e implementación de diversas prácticas y obras de conservación de suelos a nivel regional (terrazas, abonos verdes, huertos familiares y módulos demostrativos), cuyos programas siempre operaron con poco presupuesto y personal (Martínez, 1999). Con el transcurso del tiempo, la esencia de los programas cambió haciendo hincapié en la construcción de obras estructurales como terrazas de diferentes tipos, pequeños bordos de almacenamiento, obras de riego y abrevaderos (Plan Benito Juárez, 1972-1982) que requirieron de manuales de conservación del suelo y agua que elaboró el Colegio de Postgraduados (Anaya et al., 1991). Posteriormente (a partir de 1985) se consideró un enfoque más agronómico con los programas de labranza de conservación y del MIAF (maíz intercalado con árboles frutales) en apoyo a la conservación, producción y mejoramiento de la calidad del suelo por sus aportaciones de materia orgánica, aunque la importancia dada en términos presupuestales y humanos siguió la misma tendencia (Cotler et al., 2007).
La literatura científica demuestra que los suelos proveen servicios ambientales indispensables para asegurar la seguridad alimentaria, el mantenimiento de la biodiversidad y la regulación hidrológica, entre otros. Asimismo, los suelos constituyen la mayor fuente de carbono orgánico en los ecosistemas terrestres (Batjes, 1996), pudiendo duplicar el contenido de C que se encuentra en la atmósfera (Schlesinger y Andrews, 2000). En México, el manejo de los suelos agrícolas es responsable del 6.21% de la emisión de Gases de Efecto Invernadero (GEI) (SEMARNAT-INECC, 2012). La quinta comunicación nacional ante la Convención de Naciones Unidas menciona que las causas corresponden a la práctica intensiva de la labranza y el uso de fertilizantes (Presidencia de la República, 2014).
En las últimas décadas, las políticas públicas dirigidas hacia el sector agropecuario han generado numerosas externalidades negativas (Yúnez, 2010; Robles Berlanga, 2012) y han tenido influencia en el incremento de la degradación de los suelos, la cual afecta alrededor del 45% de la superficie del país (Semarnat-Colegio de Postgraduados, 2002).
La calidad de los suelos, puede ser entendida como “la condición del suelo para mantener el crecimiento de las plantas sin causar degradación de suelos o daño ambiental” (Acton y Gregorich, 1995) o bien interpretarse como la utilidad de éste “para un propósito específico en una escala amplia de tiempo”. La calidad del suelo la constituye el estado de sus propiedades dinámicas como el contenido de materia orgánica, la diversidad de organismos o los productos microbianos en un tiempo particular (Bautista et al., 2004) y otros, llamados indicadores de la calidad del suelo. La intensidad y calidad de la materia orgánica que se agregue al suelo afecta, en consecuencia, la calidad del suelo, misma que será función de la tasa con que ésta pasa a formar parte del carbono orgánico del suelo (COS). El concepto de COS es amplio y va desde materiales que pasan la malla de 2mm donde son distinguibles los restos celulares, hasta productos finales de la transformación de los productos orgánicos, que son estructuras moleculares complejas que contienen abundancia de grupos fenólicos y carboxílicos con distinto peso molecular. Estas últimas modifican la calidad del suelo, al proveer sitios de capacidad de intercambio, material cementante para constituir agregados, a diferencia de las primeras que solo constituyen fuente de energía para los microorganismos. Los compuestos orgánicos son necesarios tanto para la producción agrícola como para el mantenimiento de funciones ambientales. La presencia del carbono en los suelos incide sobre la formación y la estabilización de los agregados (de León-González et al., 2000) que conlleva a una mayor resistencia ante el impacto de la gota de lluvia sobre la estructura de la superficie del suelo, mejora la tasa de infiltración y la capacidad de retención de agua en el suelo, incrementa el contenido de la biomasa microbiana y del reciclaje de nutrientes (Lal, 2004).
Sin embargo, la dinámica de los almacenes de carbono y su calidad es altamente influenciable ante cualquier modificación en las prácticas de manejo (Bernoux et al., 2006), sobre todo aquellas que implican la exposición y destrucción de los agregados del suelo. En ese sentido, desde hace varias décadas hay una amplia discusión sobre los impactos que la labranza convencional tienen sobre la calidad de los suelos (Lal, 2007). La inversión del suelo, la destrucción de los agregados por los implementos agrícolas desprotege y expone a la intemperie a la materia orgánica que está ocluida en pequeños agregados (Matus, 1994), la cual puede oxidarse como dióxido de carbono (CO2) (Robert, 2001; Bedard-Haughn et al., 2006); mientras que cuando los residuos se quedan en la superficie del suelo, su incorporación se realiza mediante la actividad de la edafofauna, sin rompimiento de agregados, donde la materia orgánica puede permanecer inmovilizada (Dendooven et al., 2012). En México, el cultivo de maíz, que cubre más del 60% de las tierras de temporal (SIAP-SAGARPA, 2014) está sujeto, en su mayoría, a una labranza convencional. En este sistema los suelos quedan desnudos más de seis meses después de la cosecha, ya que los residuos aéreos son removidos para alimento del ganado, como pastoreo directo o bien son quemados. La pérdida de la materia orgánica conlleva a una pérdida de fertilidad, a la reducción de la capacidad de retención de humedad y la pérdida de productividad, lo cual se refleja en la necesidad de aumentar la aplicación de fertilizantes para mantener los rendimientos (Harrington, 1996; Govaerts et al., 2006; Alonso y Aguirre, 2011). Es así que quizás uno de los grandes problemas que enfrentan los agricultores al laborear el suelo es la paulatina pérdida de materia orgánica (Crovetto, 1996).
Por otro lado, la agricultura juega un papel importante en los flujos de dióxido de carbono y por ello, puede convertirse en un medio para desacelerar la emisión de gases de efecto invernadero (García et al., 2015) a través del secuestro de carbono por sistemas agrícolas sustentables (Robertson et al., 2000). Para ello es necesario identificar las mejores prácticas de manejo por agroecosistema que conlleven al secuestro y a la estabilización del carbono en el suelo (García et al., 2015).
Actualmente es ampliamente reconocido que la adopción de la agricultura de conservación puede incrementar el contenido de carbono en los suelos, al reducir su movimiento para la siembra, mantener una cobertura vegetal permanente o semi-permanente sobre la superficie del suelo y promover la rotación de cultivos, además de generar numerosos beneficios agronómicos, como el control de malezas y plagas y, el enriquecimiento de nutrientes (Follett et al., 2005; Fuentes et al., 2010; Castellanos-Navarrete et al., 2012). Esta “nueva” técnica retoma el conocimiento de diversas prácticas tradicionales que permiten la incorporación de carbono como medio para mejorar la calidad de los suelos. Entre ellas se encuentran los sistemas de milpa, cuya estructura y funcionamiento la caracterizan como resiliente y agrodiversa (Pool et al., 2000; Pulido y Bocco, 2003; Arnés et al., 2013; Bermeo, 2014) y otros sistemas agrosilvopastoriles adaptados al contexto socioambiental de diferentes regiones del país (Vergara-Sánchez et al., 2004; Mendoza y Messing, 2005; Reyes-Reyes et al., 2007; Flores-Delgadillo, 2011; Nahed-Toral et al., 2013; Astier et al., 2014).
Teniendo antecedentes de estudios que muestran que tanto sistemas de producción tradicionales como sistemas de agricultura de conservación conservan, en una determinada proporción, la materia orgánica en los suelos es importante identificar si los programas de política pública en México están promoviéndolos como medio para conservar la calidad de los suelos agrícolas y con ello promover el incremento de los rendimientos, la disminución de los procesos de erosión y la mitigación de la emisión de gases de efecto invernadero.
Materiales y Métodos
Se procedió a una revisión de literatura en revistas internacionales y nacionales sobre los resultados experimentales y en campo de prácticas de conservación de suelos implementadas en áreas agrícolas en el territorio mexicano. La búsqueda consideró estudios que comparativamente hayan mostrado el impacto de la práctica de conservación sobre el contenido de carbono orgánico del suelo en el transcurso de varios años. Esta búsqueda se realizó a través de las palabras claves de “conservación de suelos”, “carbono” y “México” (en inglés y español).
Por otro lado, se revisó la literatura sobre políticas públicas relacionadas con temas agrícolas, ambiental y de cambio climático. Para ello se consideraron los instrumentos de política pública del presente sexenio (2013-2018), como el Programa Sectorial de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (SAGARPA, 2013) y en específico el presupuesto desglosado del 2014 de esta Secretaría, el Programa Sectorial de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT, 2013), la Estrategia Nacional de Cambio Climático (ENCC) (SEMARNAT, 2013a) y el Programa Especial de Cambio Climático (Presidencia de la República, 2014).
Resultados
Al igual que los estudios sobre erosión de suelos en México (Cotler et al., 2010), los estudios sobre conservación de suelos se han realizado desde hace varias décadas. Entre ellos, se ha hecho hincapié de su impacto sobre la reducción de la erosión y los cambios sobre las propiedades físicas y químicas de los suelos. Sin embargo, los trabajos relacionados con conservación de suelos y su efecto sobre la dinámica del carbono son relativamente recientes. Estos trabajos pueden dividirse en dos grandes grupos. Por un lado, se encuentran aquellos que se realizan principalmente en parcelas experimentales (CIMMYT, INIFAP, FIRA), ubicadas en el centro, occidente y norte de México, donde se han implementado diversos tipos de labranza de conservación con los cultivos dominantes de la región. Por otro lado, se cuentan con estudios basados en sistemas de producción tradicionales, realizados en campo, en diversos sitios del país. El conjunto de estos análisis permiten abarcar un amplio espectro de agroecosistemas.
Para el presente artículo se incluyeron diez trabajos sobre labranza de conservación y seis sobre sistemas de producción tradicionales y sus respectivos efectos sobre los cambios en los contenidos de carbono (Figura 1 y Cuadro 1).
De los casos de labranza de conservación
La mayoría de los estudios experimentales relacionados con la labranza de conservación se han implementado en climas templados con cultivos de cereales, en condiciones de temporal y de riego, sobre los tipos de suelos más utilizados en la agricultura, como Vertisoles, Pheozems y Andosoles. En todos los casos, los resultados muestran un mayor contenido de carbono orgánico del suelo (COS) en los tratamientos con labranza de conservación, ya sea labranza cero, mínima o siembra directa. En la región central de México este incremento puede alcanzar más del 40% de COS después de 6 años (Salinas-García et al., 2012) o una tasa de incremento de COS de 0.2 Mg ha-1 año-1 (Follet et al., 2005).
Este incremento está directamente relacionado con la acumulación en superficie de los residuos de cultivos que al disminuir su contacto con los microorganismos del suelo ocasiona una descomposición más lenta de la materia orgánica (Salinas-García et al., 2002), aumentando la cantidad de COS retenido (Follet et al., 2005). El incremento de COS es notorio en los primeros centímetros de suelo (Salinas-García, 2002; Follet et al., 2005; Roldan et al., 2005; Fuentes et al., 2010; Castellanos-Navarrete et al., 2012), pudiendo llegar a tener 1.8 veces más COS en los primeros veinte centímetros, comparado con la labranza tradicional (Dendooven et al., 2012), a partir del cual se observa una estratificación vertical del COS que favorece la formación y estabilización de agregados (Castellanos-Navarrete et al., 2012). Diversos estudios muestran la necesidad de monitorear el COS en experimentos de larga duración, ya que los cambios son lentos y difíciles de detectar (Roldan et al., 2005).
En periodos menores de 10 años los cambios de COS son relativamente pequeños comparados con el tamaño de este almacén (Smith, 2003; González Medina et al., 2014). En México, los experimentos de los cambios del COS son de corta duración (González-Molina et al., 2011), aunque los experimentos de labranza de conservación han mostrado resultados después de 5 años, mientras que en los estudios menores de 2 años no se observan diferencias significativas (Alonso y Aguirre, 2011).
Al retener una mayor cantidad de carbono orgánico en el suelo, la agricultura de conservación tiene el potencial de reducir la emisión de CO2. Dendooven et al. (2012) estiman que la conversión de 2 millones de hectáreas de cultivos bajo labranza tradicional en el centro de México hacia agricultura de conservación podría permitir el secuestro neto de 106 Mg C ha‑1 año1. Sin embargo, como mencionan estos mismos autores aún se requiere afinar el entendimiento sobre la interacción entre los flujos de GEI (CO2, CH4, N2O) bajo distintos sistemas de labranza.
En el corto plazo se han observado diferencias entre los sistemas de labranza de conservación y tradicional en términos de rendimiento, lo cual se ha atribuido al efecto físico de los residuos sobre la superficie que incide en la reducción de la escorrentía y la disminución en el rompimiento de los agregados (Romero-Perezgrovas et al., 2014). Asimismo el aumento de las fracciones solubles de C (Roldán et al., 2003) que constituyen la principal fuente de energía de la actividad metabólica permite el incremento de biomasa microbiana (Salinas et al., 2002). La fauna edáfica también se ve beneficiada, en términos de la abundancia de lombrices (Follett et al., 2005; Govaerts, 2009; Rosas-Medina et al., 2010; Alonso y Aguirre, 2011; Castellanos-Navarrete et al., 2012). Finalmente, al encontrarse el suelo protegido, cubierto con residuos, con mayor contenido de materia orgánica que repercute en una mejor agregación, la erosión de suelos se ha visto reducida hasta en un 80% (Tiscareño et al., 1999), los rangos extremos de temperatura del suelo se encuentran mejor regulados (Dendooven et al., 2012) y se incrementa el contenido de agua en el suelo (Rosas-Medina et al., 2010). Estos efectos son especialmente importantes en periodos de sequía, escenario común para diferentes regiones del país (Cavazos et al., 2013) así como ante el incremento de lluvias intensas (Groisman et al., 2006).
A partir de los resultados obtenidos, diversos autores afirman la necesidad de implementar esta tecnología en las tierras agrícolas del centro, como medio para mejorar la calidad de los suelos (Salinas-García et al., 2002; Roldan et al., 2003; Govaerts et al., 2009), incrementar el rendimiento y reducir los costos de producción (Perezgrovas et al., 2014), controlar la erosión de suelos y aumentar la eficiencia del uso de agua (Govaerts et al., 2006).
En México, hay experiencias de aplicación de labranza de conservación cero desde hace 20 años; sin embargo su adopción ha sido lenta (FIRA, 2008). Como resultado de la Encuesta Nacional Agropecuaria, INEGI (2012) reportó que el 22% de las unidades de producción utilizaban tecnología de labranza de conservación. Sin embargo, las experiencias sobre encuestas acerca de esta tecnología en otros países (Uri, 2000) hace constar las malas interpretaciones y percepciones erróneas que se mantienen entre los agricultores sobre el mismo concepto de labranza de conservación, por lo que sería necesario afinar este resultado en las siguientes encuestas.
Si bien estos estudios han mostrado los diversos beneficios ecológicos, económicos y ambientales de la agricultura de conservación, también se han mencionado ciertas limitaciones que sugieren que esta práctica no es una panacea (Roldan et al., 2003; Lal, 2007; García Franco et al., 2015). En agroecosistemas donde hay una fuerte competencia por el uso de los residuos de cultivo (para alimento de ganado, como producto de venta o como cobertura de suelo), la adopción de la agricultura de conservación requiere una conversión progresiva de todo el sistema de producción (Beuchelt et al., 2015).
De los sistemas de producción alternativos
A diferencia de los estudios de sistemas de labranza, los sistemas de producción alternativos han sido analizados en condiciones de campo, donde el uso de cronosecuencias posibilitó conocer el impacto de estos sistemas a largo plazo. De este modo se puede reconocer que cultivos tradicionales de caña de azúcar, sin quema ni labranza, después de 50 años, pueden mantener los mismos niveles de COS que los sitios forestales aledaños, sugiriendo la resiliencia de este sistema (Anaya y Huber-Sannwald, 2015).
En prácticamente todo el país, los sistemas de producción mixtos (agricultura-ganadería) es una constante. En algunas regiones, se han desarrollado y adaptado sistemas silvopastoriles que incorporan materia orgánica a los suelos al mismo tiempo que proveen diversos bienes y servicios a la sociedad (Nahed-Toral et al., 2013).
En el trópico húmedo, el incremento del periodo de descanso puede aumentar de 0.5 a 0.6% de materia orgánica al año (Mendoza-Vega et al., 2005), mientras que el manejo tradicional de los solares ha logrado que la adaptación de cultivos repercuta en incrementos de COS (Flores-Delgadillo et al., 2011) y de macroinvertebrados (Huerta y van der Wal, 2012).
Política de conservación de carbono en suelos
Políticas públicas del sector agrícola. El diagnóstico sobre el sector agrícola, sus potencialidades, sus problemas y los modos de enfrentarlos a nivel país están expuestos en el Programa Sectorial de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (SAGARPA, 2013). El programa plantea como desafío “el incremento de la producción alimentaria a través de mayor productividad” (p.51), estableciendo grandes limitaciones e hipótesis para lograrlo como: (a) la necesidad de usar más y de manera más adecuada los fertilizantes (pp. 55 y 67), (b) el elevado número de unidades económicas rurales de subsistencia (72.6%) y el minifundismo: 80% de las parcelas son menores a 5 ha (p. 59) y (c) la ausencia de riego, ya que el 74% de la superficie agrícola se cultiva en temporal (pp. 59, 66). Además de la pobreza, el financiamiento escaso, la vulnerabilidad a riesgos climáticos, sanitarios y de mercado y la degradación de los recursos naturales. Sin embargo, no se especifican las causas, consecuencias ni las formas de degradación de los suelos. A partir de este análisis el Programa de SAGARPA define sus “pilares de cambio” y de ellos se desglosan los programas de política pública.
En el Programa Sectorial se menciona como gran limitante la fertilidad, haciendo eco a los resultados mostrados por la Encuesta Nacional Agropecuaria (INEGI, 2012) donde se menciona que el 48. 61% de las unidades de producción identifican a la pérdida de fertilidad como el principal problema en el desarrollo de actividades agropecuarias. Ante lo cual el Programa plantea: “con el adecuado uso de fertilizantes se pueden producir más alimentos y compensar la baja fertilidad en particular de los suelos que han sido sobreexplotados” (SAGARPA, 2013: 67).
La literatura científica definía tradicionalmente el suelo fértil como aquél que tiene la capacidad de abastecer de nutrientes suficientes al cultivo, asegurando su crecimiento y desarrollo (Brady y Weil, 1990). Sin embargo, el reconocimiento de las numerosas funciones que cumple el suelo en los agroecosistemas impulsó a redefinir de manera más integral este concepto, “como aquél que conserva las propiedades físicas, químicas y biológicas deseables mientras que abastece adecuadamente de agua y de nutrientes y provee sostén mecánico para las plantas” (Astier et al., 2002). Para agricultura de temporal también puede incluirse la maximización de la productividad pluvial mientras se minimiza los impactos relacionados con erosión de suelos y pérdida de carbono (Castellanos-Navarrete et al., 2012).
En el Programa Sectorial, los suelos no son reconocidos como soporte de la producción agrícola y pecuaria, como medio de infiltración del agua de la lluvia, como hábitat de microorganismos que posibilitan los ciclos biogeoquímicos y la vida en general y por ende, de las soluciones que deben abordarse para mejorar la productividad agrícola y disminuir su vulnerabilidad.
La paradoja de querer solucionar la fertilidad sin mencionar las funciones múltiples de los suelos o bien considerándolos como medios inertes se traduce en los componentes y acciones de este Programa, donde el énfasis está orientado principalmente a agroincentivos, tecnificación de riego, bioenergía, producción intensiva e incentivos económicos.
El Programa Sectorial consta de 9 programas y 61 componentes, de ellos solo pueden reconocerse tres que directa o indirectamente se refieren a la conservación de suelos: Conservación y Uso Sustentable de Suelo y Agua (COUSSA), Proyecto Estratégico de Seguridad Alimentaria (PESA) y Modernización Sustentable de la Agricultura Tradicional (MASAGRO).
La asignación de presupuesto a los programas constituye un indicador de las prioridades a nivel nacional. En el año 2014, el presupuesto de la SAGARPA fue histórico, alcanzando un total de 82 mil 900 millones de pesos (Cámara de Diputados, 2014), mientras que el presupuesto ejercido bajo el rubro de conservación de suelos y agua (COUSSA) fue solo de mil 761 millones de pesos es decir el 2.12%. Si se consideran los programas de PESA y MASAGRO el monto total dedicados a prácticas de conservación sube a 6.72% (MASAGRO recibió 582.1 MDP y PESA 3230 MDP).
Como medio de sistematizar las acciones de conservación de suelos enlistadas se conformaron tres categorías distintas, a saber infraestructura hidráulica, acciones que incorporan biomasa al suelo y acciones mecánicas (o estructurales). Al revisar la elección de las acciones de conservación de suelos constatamos que éstas se enfocan principalmente hacia la infraestructura hidráulica, indistintamente de la región ecológica (Cuadro 2). En términos de prácticas que potencialmente puedan incorporar materia orgánica al suelo (componente II), los presupuestos son los más bajos.
Componente I: infraestructura hidráulica = presas, bordos, aljibes, perforación de pozos, sistemas de riego, obras de drenaje. Componente II: adquisición de plantas para reforestación, repastización, barreras vivas. Componente III: control de cárcavas, terrazas, zanjas, rodillo aireador, geo-membrana, presas filtrantes. †Información proporcionada por la Dirección General de Producción Rural Sustentable en Zonas Prioritarias-Subsecretaría de Desarrollo Rural (30 de junio del 2015).
La decisión de invertir un mayor presupuesto en infraestructura hidráulica se fundamenta en la premisa del programa sectorial donde se afirma que “el incremento de la productividad se apoya en el uso eficiente y sustentable del agua, así como en la expansión de la superficie de riego” (p.79).
Esta estrategia de apoyo al campo sugiere que la presencia de agua permitirá el crecimiento y la sostenibilidad del cultivo independientemente de la calidad de los suelos. Esta premisa contradice una amplia y diversa literatura científica, donde queda establecida la relación positiva entre la calidad de suelos y la productividad y, la relación inversa entre la erosión de suelos y la productividad (Pimentel et al., 1995; Scherr y Yadav, 1996; Bakker et al., 2004; Delgado et al., 2013).
Políticas públicas del sector ambiental
Las prioridades, estrategias y líneas de acción del sector ambiental se describen en el Programa Sectorial de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT, 2013). En este documento se menciona la degradación de suelos como una de las causas de la pérdida del capital natural. Ante ello se establecen dos líneas de acción relacionadas con la gestión integrada y sustentable del agua (Estrategia 3.1) y restauración de ecosistemas (Estrategia 4.1), en ambas se promueve reforzar las acciones de conservación de suelos. A través de estas acciones se busca que el costo de la degradación de suelos, en términos de porcentaje del PIB podría reducirse del 0.47% (línea base 2013) al 0.46% (meta del 2018).
La ausencia del reconocimiento del suelo como medio para infiltrar, captar y retener agua, sustentado por una amplia literatura científica también es notoria en las acciones de conservación en suelos forestales, donde más del 70% de las acciones de conservación de suelos son obras estructurales, como zanjas, lo cual genera fuertes impactos sobre la pérdida de materia orgánica en los suelos (Vargas y Vanegas, 2012; Cotler et al., 2015).
A pesar de que los suelos constituyen el sustento de los ecosistemas terrestres y se reconoce su importancia para la adaptación al cambio climático, su atención no dispone de las estructuras, instituciones y presupuesto que cuentan los temas como biodiversidad o cambio climático, los cuales a su vez no incorporan la conservación de suelos como tema prioritario.
Políticas públicas de cambio climático
Siendo el cambio climático un fenómeno generado por la actividad de muchos sectores productivos se estableció un marco institucional para las acciones de adaptación y mitigación a nivel nacional, donde se ubican dos instrumentos operativos: el primero de mediano y largo plazo, la Estrategia Nacional de Cambio Climático (ENCC) y el segundo de corto plazo, el Programa Especial de Cambio Climático (PECC).
A largo plazo, en la Estrategia (ENCC) se consideran a los suelos en su relación con la seguridad alimentaria ante las amenazas climáticas (A1.7) y con la vulnerabilidad ante el cambio climático (A3.1) (SEMARNAT, 2013a).
Para alcanzar estas metas, el Programa Especial de Cambio Climático (Presidencia de la República, 2014) menciona las acciones que se implementarán a corto plazo. Si bien el diagnóstico de este programa identifica la participación del sector agrícola en la emisión de GEI a través de la “utilización de fertilizantes sintéticos, las quemas agrícolas y ruptura de agregados del suelo por el uso de maquinaria” (p. 35), solo establece una línea de acción (Estrategia 2.4-línea 2.4.6) que consiste en “Diseñar un instrumento de fomento para incrementar reservorios de carbono en los suelos” (p. 55), a partir de lo cual genera un indicador en el tema de “Calidad de suelos, incluyendo su contenido de carbono”. Sin embargo, como ya se ha visto el tema de la calidad de los suelos, incluyendo la captura de carbono, se encuentra ausente de los programas y acciones del sector agrícola y ambiental.
Discusión y Conclusiones
La investigación en México sobre conservación de carbono en suelos sugiere que a través de los sistemas agroforestales tradicionales y los sistemas de agricultura de conservación es posible mejorar la calidad de los suelos, mediante el incremento del contenido de carbono (Salinas-García et al., 2002; Roldan et al., 2003; Follett et al., 2005; García-Silva et al., 2006; Ramírez-Barrientos et al., 2006; Fuentes et al., 2010; Dendooven et al., 2012; Nahed-Toral et al., 2013; Anaya y Huber-Sanwald, 2015), la conservación de la humedad de los suelos y el aumento de la eficiencia del uso de agua (Govaerts et al., 2006), la reducción de los costos económicos (Romero-Perezgrovas et al., 2014); la mejora de la gobernanza de la tierra (Pulido y Bocco, 2003); la reducción de la erosión de suelos y el control de malezas (Flores-Delgadillo et al., 2011) y, el incremento de la edafofauna (Castellanos-Navarrete et al., 2012; Huerta y van del Wal, 2012).
Estas prácticas ambientales y de conservación determinan que estos agroecosistemas presenten una mayor resiliencia ante fluctuaciones climáticas, una recuperación productiva más rápida ante huracanes y sequías (Altieri et al., 2015) y una disminución de la emisión de gases de efecto invernadero (Lal, 2004).
La relevancia que adquiere la calidad de los suelos en la seguridad alimentaria y en los impactos ambientales, incluyendo el cambio climático explica la importancia de su incorporación en las políticas públicas del país. Sin embargo, la revisión de los principales instrumentos de política pública que deberían atender a los suelos, en términos agrícola, ambiental y de cambio climático deja en claro que la incorporación de un concepto moderno de suelo en estos instrumentos es una tarea pendiente y son todavía incipientes las propuestas de manejo encaminadas hacia el mantenimiento de las funciones ambientales y productiva de los suelos. Cada sector de la sociedad y del gobierno tiene una finalidad distinta en relación a los suelos: incrementar la productividad, conservar ecosistemas y disminuir GEI, lo cual realizan sin tomar plenamente en cuenta los estudios realizados que señalan que el contenido de materia orgánica en los suelos posibilitaría que éstos puedan cumplir con esa diversidad de objetivos.
La atención hacia la conservación de suelos agrícolas está formulada a través de programas, con finalidades distintas y dispersos en el territorio que buscan paliar el problema de la conservación de suelos, más no atienden las causas estructurales que conllevan a su degradación. Además de no incorporar los resultados de los estudios, estos programas mencionan acciones contrapuestas. Por ejemplo, el sector agrícola propone recuperar la fertilidad de los suelos mediante el uso exclusivo de fertilizantes mientras que en el PECC se identifica a estos insumos como fuente de GEI, que México está comprometido a disminuir.
Si bien a largo plazo la ENCC considera importante atender los suelos por su relación con la seguridad alimentaria y su vulnerabilidad ante el cambio climático, las acciones a corto y mediano plazo, señaladas en el PECC, no abonan en esa dirección. Ya que si bien se plantea la necesidad de monitorear el carbono en los suelos, este indicador no está respaldado por las acciones realizadas por los sectores agrícola y ambiental, quienes no consideran prioritario el impulso a prácticas que incorporen carbono al suelo. Por otro lado, en estos dos sectores el entendimiento de la conservación de suelos se ha orientado hacia la construcción de infraestructura, principalmente hidráulica, donde se concentra el poco presupuesto asignado para la conservación de suelos. Esta tergiversación puede explicarse por la necesidad de mostrar obras como indicador de desempeño de los programas y también por la ausencia del reconocimiento de los suelos como medio imprescindible de retención y almacenamiento del agua.
La revisión de estos programas hace evidente, una vez más, la necesidad de realizar diagnósticos claros, elaborados con bases científicas, que coadyuven hacia la coordinación y posibiliten que “la transversalidad ambiental se convierta en una práctica cotidiana en todos los niveles de la gestión pública” (Sarukhán et al., 2012). La transversalidad para el caso de los suelos presenta un obstáculo adicional como resultado de la atomización de las atribuciones, las cuales se encuentran distribuidas entre diversas instituciones federales (INEGI, SAGARPA, SEMARNAT, CONAFOR, SEDATU, PROFEPA) y estatales. Ante este escenario urge la presencia de una institución que oriente, guíe y priorice las necesidades en términos de conservación de suelos y su posterior evaluación, lo cual podría facilitar la comunicación y la coordinación entre estas instituciones.
En México la conservación de suelos se ha realizado a través de distintas modalidades, con incentivos económicos, planeación participativa, módulos demostrativos donde se han construido infraestructura hidráulica y obras estructurales, además de la implementación de prácticas agronómicas. A pesar de este esfuerzo casi la mitad de los suelos del país están degradados, causando importantes impactos socioambientales. Este resultado tendría que llevar a evaluar, de manera crítica, las experiencias y los programas para reorientar la política de conservación de suelos del país. Es importante incorporar en la política la diversidad cultural y socio-económica del sector agrícola, reconocer el conocimiento local que durante mucho tiempo se ha generado, añadir la visión de agroecosistemas complejos en los programas, evitando el abordaje a través de sus componentes, concebir la noción de manejo adaptativo en la conservación de suelos, promoviendo la capacitación, la demostración y la evaluación de los resultados, ya que al final de cuentas es solo a través del interés de los dueños de la tierra que la conservación se podrá llevar a cabo.
El rediseño de las políticas públicas agrícolas y ambientales debería iniciar por un lado, por el reconocimiento de la importancia de las funciones de los suelos, tanto para la provisión de alimentos, como de captura de carbono, regulación hidrológica, conservación de la biodiversidad y sustento de ciclos biogeoquímicos, tal como está establecido en la Estrategia de Protección del Suelo de la Unión Europea y, por otro lado, por el reconocimiento de la importancia de la conservación de la calidad de los suelos, a través de agroecosistemas sustentables para promover la mitigación y la adaptación ante el cambio climático (Delgado et al., 2013; Lal, 2014).
La mayoría de las tierras agrícolas en temporal en México se encuentran bajo un sistema de producción de labranza intensivo que ha llevado a la pérdida de fertilidad de los suelos, la disminución de la capacidad de retención de agua y el detrimento de la estabilidad estructural, facilitando procesos erosivos que obligan a los productores a incrementar el uso de fertilizantes para mantener la producción, a costa del incremento de los costos de producción y de los impactos ambientales (Harrington, 1996; García-Silva et al., 2006). La transición hacia una agricultura de conservación requerirá de una conversión progresiva de todo el sistema agropecuario, ya que exige un cambio drástico del uso de residuos de cosecha, los cuales se encuentran de por sí, bajo fuertes presiones (Beuchelt et al., 2015). Bajo condiciones de escasa posibilidad de inversión, poca capacitación y condiciones marginales, estos cambios son muy difíciles de asumir sin una política transversal e integral.
La transversalidad en torno a la conservación de carbono en suelos debe conducir a las políticas agrícolas, ambientales y de cambio climático a incentivar los programas de conservación de suelos in situ, que protejan el suelo en su sitio de origen e incorporen carbono; la promoción de agroecosistemas adaptados a las diversas condiciones territoriales y el impulso al desarrollo de prácticas de conservación de suelos que hagan eficiente el uso del agua y que promuevan la mitigación de emisión de gases de efecto invernadero.