Ser partidario de la autogestión es hacer una apuesta sobre el futuro. Más exactamente, es imaginar ciertas líneas de fuerza en el futuro y reflexionar, a partir de ellas, sobre las condiciones de posibilidad de tal o cual forma social. Lo imaginario influye ampliamente en las concepciones sociales más científicas, al igual que sobre las más utópicas.
A Pía
En las páginas siguientes subyace una utopía: otra ciudad es posible. Se trata, claro está, de un deseo personal, pero que es socialmente adquirido y compartido como fuente de identidad personal y colectiva. Puede suceder que, con el paso de los años y la llegada de la tercera edad o de la “edad jubilatoria”, esta utopía sea vivida bajo el signo de la frustración, o peor, del fracaso. Es problema de cada quien. Sin embargo, no debería cancelar la posibilidad de recorrer lo que se ha vivido, utilizando como método el retorno al trabajo intelectual de análisis y de comprensión que uno fue llevando a cabo a lo largo de los años.
A continuación se propone al lector una (re)lectura de cuatro décadas de prácticas y de investigaciones en torno a un proyecto social y político: la autogestión. Una utopía aprendida inicialmente en otras latitudes en la universidad francesa durante el movimiento de mayo del 68, pero que a partir de la mitad de la década de los setenta la Ciudad de México permeó -hasta el día de hoy- en no pocas de mis actividades en los múltiples espacios de la docencia universitaria, de la investigación social, del acompañamiento al Movimiento Urbano Popular (MUP), de la discusión de políticas públicas, así como también de los intentos de dar cuenta de ello en distintas publicaciones, aunque no siempre académicas.
Se trata de un ensayo en retrospectiva muy acotado a una dimensión del proyecto autogestionario con el cual me sentí comprometido: la autogestión habitacional y urbana llevada a cabo por organizaciones sociales. Reflexionar sobre las potencialidades y las limitaciones de esta práctica permite enriquecer el debate en torno al papel de los movimientos sociales en el proceso de democratización del Estado clientelista y corporativista, al tiempo que aporta elementos para el debate acerca de la producción del espacio habitable en las ciudades.
¿Tiene la autogestión habitacional potencialidades más allá de la consabida aportación de mano de obra gratuita por parte de la población carenciada?, ¿constituye una alternativa a la imposibilidad histórica del capital privado de otorgar soluciones “dignas y decorosas” para la mayoría de la población?, ¿es la autogestión practicada por las organizaciones sociales una herramienta útil para la democratización de la planeación y la gestión urbana de las ciudades? Tales son algunas de las preguntas que animaron varios de nuestros trabajos investigativos y que nos proponemos sintetizar aquí.
De “Mayo del 68” parisino a la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco (UAM-A) y al Centro de la Vivienda y Estudios Urbanos (CENVI), pasando por la Escuela Nacional de Arquitectura-Autogobierno de la UNAM en la Ciudad de México
Como se sabe, el movimiento estudiantil de mayo del 68 en Francia -hace más de cincuenta años- inició su lucha el 22 de marzo de ese año al interior de los muros de la Universidad París-X Nanterre, en la periferia de la capital francesa, planteando la autoadministración, la autogestión del proceso de enseñanza-aprendizaje, la libertad de expresión y el fin del autoritarismo en la pedagogía.1 El movimiento de mayo del 68, por lo menos así lo viví siendo estudiante de sociología en la Universidad de Lyon-II, si bien estaba fuertemente centrado en torno a la institución universitaria, cuestionó la legitimidad de prácticamente todas las expresiones de autoridad dentro de la sociedad francesa.
Como pudo anotar Alain Touraine: “Se llegó a cuestionar el sistema de decisiones en todas las instituciones, mediante la violencia antiinstitucional y la creación de nuevas relaciones de trabajo y de estudio" (citado por Mestries, 1998: 157). De hecho, mi tesis de maestría en sociología de la educación, en la Universidad de La Sorbona, consistió en documentar la crisis de la autoridad en pedagogía que se vivió en los años posteriores a 1968, no sólo en los recintos universitarios, sino también en las instituciones de enseñanza media superior en Francia.
Coincido con Francis Mestries en que “La respuesta estudiantil a la crisis de autoridad apuntaba a una profunda democratización de las instituciones y de las empresas, por medio de la cogestión primero, y luego de la autogestión” (Mestries, 1998: 157). De hecho, “mayo del 68” era portador de algunas experiencias previas de la “universidad crítica” en varias universidades de Italia y Alemania.
Al mismo tiempo, progresivamente el movimiento salió a las calles y planteó: “estudiantes y obreros, misma lucha”. Sus líderes proponían que el proyecto autogestionario debía llevarse a las fábricas. La crítica de la vida cotidiana y de su alienación, temas profundamente trabajados y difundidos por Henri Lefebvre, filósofo y profesor de la Universidad París-X Nanterre, no se limitaba a ser un análisis teórico sino que “pretendía desembocar en una praxis revolucionaria basada en la autogestión generalizada y los consejos obreros” (Revueltas, 1998: 130).
De hecho, durante los años siguientes a 1968, la autogestión fue uno de los temas centrales del discurso de los partidos de izquierda en Francia, en parte por simple oportunismo e intento de cooptación del movimiento, ¡hasta el Partido Comunista lo utilizó como estrategia en su plataforma electoral! Sin embargo, los principales sindicatos, y sobre todo la Confederación General del Trabajo (CGT), sindicato vinculado al Partido Comunista Francés, se opusieron a esta propuesta y terminaron reorientando a las bases obreras -que se habían “extraviado” en el proyecto autogestionario- a regresar a la senda tradicional de la concertación obrero-patronal bajo el auspicio del gobierno, y a la firma de algunas mejoras salariales y a vagas reformas en las empresas (Mestries, 1998: 160).
En cuanto al ámbito universitario, apenas seis meses después de los acontecimientos de mayo, el Parlamento francés aprobó una ley que básicamente se propuso crear nuevas universidades con un mayor grado de autonomía y de cogestión. “Las universidades pasaron a ser administradas por consejos elegidos con la participación de docentes, estudiantes, investigadores y personal administrativo. Esos consejos nombrarían en adelante a los presidentes de cada universidad (cinco años) y a los directores de cada unidad de docencia e investigación, UER” (Unidad de Docencia e Investigación por sus siglas en francés) (De la Vega, 2000).
Por mi parte, y durante los seis años anteriores a mi llegada a México en 1974, continué con mis estudios de sociología en relación con los distintos procesos de cambio en los campos de la educación y de los medios de comunicación, con algunas ideas-fuerza aprendidas del 68: si se quiere impulsar los cambios necesarios tiene que llevarse la imaginación al poder, ser realista es exigir lo imposible. Con este bagaje intelectual e ideológico-práctico tuve la oportunidad de descubrir y de compartir en la Ciudad de México los principios del autogobierno en la Escuela Nacional de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (ENA-UNAM).
Como se sabe, después de 1968, en 1972, muchos estudiantes y maestros de la ENA-UNAM reclamaron el derecho a autogobernarse.2 Este movimiento logró que hasta 1990 la Escuela Nacional de Arquitectura de la UNAM funcionara dividida en dos: una de las dos partes -la ENA Autogobierno - se mantuvo autogobernada durante 18 años, bajo seis principios definidos en la conclusión de la asamblea plenaria del 11 de abril de 1972:
Totalización de conocimientos,mediante la cual el estudiante entiende las dimensiones sociales, económicas y políticas del conocimiento adquirido mediante:
conocimiento de la realidad nacional;
vinculación popular para un enfoque en las necesidades de obreros, campesinos y colonos urbanos;
praxis con la cual la teoría se comprueba y enriquece con la práctica;
diálogo crítico y autocrítico que deseche las relaciones autoritarias y de poder que existen entre el maestro y el alumno;
autogestión, entendida como la expresión de la consciencia de lo que significa estudiar, conocer y actuar dentro de una perspectiva de cambio de las estructuras sociales:
La autogestión académica es, ante todo y esencialmente, una toma de conciencia. Conciencia de lo que es estudiar y conocer, no como un ejercicio abstracto y al margen del tiempo y la sociedad que nos rodean, sino como algo que se produce dentro de ellos y como parte de nosotros, en relación y condicionamiento recíprocos (José Revueltas, 11 de septiembre de 1968).
En 1976, el Consejo Universitario de la ENA-UNAM aprobó el Plan de Estudios del Autogobierno, que proponía un proceso de enseñanza-aprendizaje alternativo centrado en la solución de problemas reales y, en particular, de las necesidades del hábitat de los sectores populares. Esta vinculación, hoy en día reivindicada por las universidades del país, y a la cual adhiero a la UAM con su lema “Casa abierta al tiempo”, era en los setenta una innovación relevante en cuanto a que se planteaba como el eje articulador del proceso de formación de los futuros profesionistas.
Con la inscripción en la ENA Autogobierno, entre 1978 y 1982, pude participar de un movimiento surgido de la movilización estudiantil de 1968 en la Ciudad de México y cuyas propuestas, no solamente académicas sino también de autogestión socialmente comprometida, se concretizaban en distintos proyectos urbanos y arquitectónicos. La reubicación de los pueblos inundados por la presa del río Balsas, o bien, de los habitantes de las colonias del anfiteatro del puerto de Acapulco, así como también en la elaboración de un Plan Tepito alternativo, premiado por la Unión Internacional de Arquitectos, fueron algunas de las experiencias que me hicieron descubrir la articulación, no sólo teórica, entre el proceso de enseñanza y la implicación concreta con problemática social. Articulación que a veces se quiere mal nombrar “diseño participativo”, tanto urbano como habitacional, cuando se trata de un proyecto más ambicioso de democratización de los espacios de decisión sobre el territorio, la ciudad y su espacio habitable.
No obstante, esta primera experiencia universitaria personal de vinculación con distintos procesos socioespaciales del hábitat popular se enriqueció notablemente con mi inserción en una asociación civil, en la cual varios de sus miembros también eran universitarios en la ENA Autogobierno: el Centro Operacional de Vivienda y Poblamiento, A.C. (COPEVI). Esta doble pertenencia, por una parte, al ámbito académico y, por la otra, al de lo que confusamente se suele denominar una ONG (organización no gubernamental), fue el marco de mi compromiso profesional y de mis esfuerzos investigativos a lo largo de las últimas cuatro décadas. Aunque, conviene decirlo, haya sido fundamentalmente a través del Área de Sociología Urbana de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco, y del Centro de la Vivienda y Estudios Urbanos, A.C. (CENVI).
La fundación de la Coordinación Nacional del Movimiento Urbano Popular (CONAMUP), en abril de 1981, coincidió con mi incorporación al Área de Sociología Urbana de la UAM-A,3 un grupo de investigadores que se caracterizaba por su compromiso con las organizaciones urbano-populares (Connolly, Cruz y Huarte, 1991), pero también por su fuerte vínculo con el CENVI, una asociación civil de investigación urbana y de asesoría a cooperativas de vivienda y organizaciones sociales urbanas.
Es probable que por distintos motivos esta vinculación con los movimientos sociales, que varios sectores universitarios mantuvieron durante las décadas de los setenta y ochenta, haya disminuido a lo largo de los años bajo el acoso de un sistema de becas y estímulos, que puede llegar al discutible planteamiento de impulsar dicha vinculación mediante una mejor puntuación de la misma en el tabulador para el ingreso y la promoción del personal académico. Con todo, para mí el Área de Sociología Urbana de la UAM-A ha sido un espacio privilegiado para vivir con todos sus alcances y contradicciones, la articulación entre la investigación urbana y la conflictividad socioespacial que estructura la dinámica de las ciudades.
Así lo viví, en 1991, con la creación conjunta entre el Área de Sociología Urbana de la UAM Azcapotzalco y el CENVI, del Observatorio Urbano de la Ciudad de México (OCIM), en investigaciones compartidas en los asentamientos humanos en donde el CENVI llevaba a cabo asesorías socioorganizativas, legales, financieras, urbanas y/o constructivas. También pude participar, y a veces coordinar, los talleres de planeación participativa en la Maestría en Planeación y Políticas Metropolitanas con los pueblos originarios de Azcapotzalco, con los funcionarios de la Delegación Iztapalapa, o con la asociación de vecinos de las colonias Roma, Hipódromo y Condesa. De ahí, recientemente, tuve la oportunidad de animar el Taller de Urbanismo Ciudadano (TUC) con ciudadanos en su lucha contra la embestida del capital financiero e inmobiliario en las delegaciones centrales del área metropolitana de la Ciudad de México.
Lo anterior representó un cúmulo de oportunidades para participar en la búsqueda de una suerte de nuevas mediaciones tripartitas, entre la investigación urbana, el ejercicio profesional y las organizaciones sociales; espacios de mediación que tenían un punto de convergencia común: la búsqueda de nuevas formas de planeación, de definición de políticas públicas, de gestión y de producción del espacio habitable para que sean más democráticas. Dicha convergencia se manifestó, nítidamente, en 1993, con la constitución del Grupo Democracia y Territorio (GDT), cuyos numerosos foros4 eran animados por la convicción,
en materia de desarrollo regional y urbano, de política social y medioambiental, [de que se] requiere de instancias de la sociedad civil en donde se puedan analizar críticamente las políticas públicas actuales y debatir sobre políticas alternativas. Estas instancias deberán constituirse en espacio de convergencia y encuentro, entre representantes políticos (diputados y asambleístas), universitarios, investigadores, funcionarios públicos y dirigentes de organizaciones ciudadanas (GDT, 1994: 3).
Tal fue la trayectoria personal y las inscripciones institucionales que (en)marcaron cuatro décadas de prácticas universitarias y profesionales, a lo largo de las cuales procuré llevar a cabo diversos análisis de las coyunturas y de los procesos socioorganizativos vividos, por lo general no solamente de forma interpretativa sino también propositiva y que intentaré exponer brevemente en las páginas siguientes.
El proyecto de autogestión urbana5
El término autogestión surge históricamente dentro una lucha ideológica y política con vistas a instaurar un socialismo antiburocrático y descentralizado. El sujeto social colectivo está de lleno en la emergencia histórica del concepto de autogestión. Como experiencias históricas precursoras se suele señalar a la Comuna de París (1871), a la organización de los soviets de la Revolución rusa (1905-1917) o a las propuestas de los anarquistas españoles en Cataluña y Aragón (1936). La aspiración autogestionaria se desarrolló, principalmente, en el modelo socialista de propiedad estatal de los medios de producción y buscó disociar la cuestión de la propiedad del capital (bajo el control del Estado) de la del poder de decisión (en manos de los trabajadores). El pensamiento autogestionario no concierne tanto a la cuestión de la propiedad de los medios de producción sino el poder de decisión dentro de la empresa.
Desde el proyecto socialista y comunista, en donde el Estado es propietario de los medios de producción, el proyecto autogestionario planteó como eje central de su reivindicación la autonomía de decisión de las empresas socialistas respecto del Estado central y la participación de los trabajadores en las decisiones. La concretización histórica más significativa de dicho proyecto se encuentra en el desarrollo de la experiencia yugoslava, que pretendió, a partir de 1950, instaurar un socialismo antiburocrático y descentralizado, mediante la planificación económica democrática y la autogestión descentralizada de las empresas por los obreros.
De hecho, el término autogestión que se difunde en los años sesenta tiene como origen la expresión yugoslava samo-upraolje.6 Otras experiencias de autogestión promovidas por gobiernos socialistas o "progresistas" se desarrollaron en Polonia y Hungría, en 1956; en Argelia, a partir de la Independencia en 1962; en Tanzania, con el gobierno de Julius Nyerere. En América Latina, la formación de empresas autogestionarias en Perú fue promovida por el gobierno militar populista de Velasco Alvarado (1968-1975).
Sin embargo, la autogestión no tiene su origen solamente en el pensamiento socialista, también se inscribe dentro de la doctrina social de la Iglesia católica plasmada desde finales del siglo XIX por el papa León XIII en la encíclica Rerum Novarum (1891), en la cual se propone la participación de los asalariados en la vida de la empresa y la superación de la lucha de clases que se atribuye a los excesos del capitalismo. En México, el Frente Auténtico del Trabajo (FAT), que emerge como central sindical independiente en 1960, se inscribe dentro de esta corriente del catolicismo social. En 1978, el VIII Congreso Nacional del FAT afirma que para esta organización,
la autogestión no es sólo un concepto, es una práctica [...] que se puede entender como el esfuerzo que realizamos los trabajadores organizados por ser nosotros mismos los forjadores de nuestra historia en la fábrica, en la cooperativa, en el ejido, en la colonia (citado en Méndez y Othón Quiroz, 1991).7
Esta declaración de una de las más antiguas organizaciones sociales autogestionarias en México es significativa, ya que el proyecto autogestionario, si bien ha surgido históricamente dentro de las fábricas, se fue extendiendo a las organizaciones que actúan en el ejido, en la colonia, en las escuelas, en los equipamientos culturales y hasta en las universidades, como se comentó al principio de este ensayo. Así, mucho de lo que afirma Murray Bookchin sobre el desarrollo actual del proyecto autogestionario en las democracias occidentales podría aplicarse al caso de México:
Si se da por descontado el silencio de las fábricas, las voces más fuertes que invocan el derecho de autogestión se elevan de los barrios, de centros urbanos, de los movimientos feministas y ecológicos, de las masas que han conquistado un grado de autonomía personal, cultural, sexual y cívica (Bookchin, 1986).
En el México de los años setenta, sin embargo, el proyecto autogestionario no parecía querer abandonar las fábricas y el espacio de la economía empresarial. Varias cooperativas, como en el caso de las promovidas por el FAT, reivindicaban la bandera autogestionaria, cuando todavía no eran presas del corporativismo sindical priísta, como por ejemplo la mayoría de las cooperativas de pescadores o de transportistas. No obstante, es cierto que cada vez eran más numerosas las organizaciones que reivindicaban a la autogestión como proyecto ya no económico sino político:
... luchar por construir y fortalecer el poder social y político de la clase trabajadora, para transitar por el camino de la autogestión hacia la sociedad socialista [...]. La autogestión es la expresión democrática del ejercicio colectivo del poder, una vía para adquirir poder popular, pequeño o grande (citado en Méndez y Othón Quiroz, 1991).
En este tránsito de lo económico a lo político, el proyecto autogestionario enfrentaba el riesgo de convertirse en una vaga reivindicación democrática y de poder popular, dejando en una gran confusión conceptual el campo de análisis de los procesos autogestionarios. De ahí la necesidad que sentí, en mis primeros trabajos académicos, de explicitar los elementos definitorios de lo que entendía como proyecto y como prácticas de autogestión urbana.
Me pareció que no se podía hablar de autogestión sin referirse a una actividad colectiva concreta de producción de algún bien o servicio, sin que ésta se desarrollara bajo el principio de la democracia participativa en el mismo proceso productivo de los miembros de determinada organización social.
Por otra parte, poco a poco se me fue imponiendo la idea de que llevar el análisis del proyecto autogestionario a nivel urbano implicaba, necesariamente, referir los procesos sociales analizados al concepto de gestión urbana. Es así como opté por definir la gestión urbana,8 desde la perspectiva del análisis de la autogestión urbana, como el conjunto de decisiones y procesos políticos, económicos y sociales a través de los cuales se "gestionan" al mismo tiempo las demandas sociales "urbanas" y las respuestas técnicas y administrativas a dichas demandas sociales por parte del aparato del Estado.9
Este primer acotamiento conceptual sobre la gestión urbana plantea la necesaria distinción entre ésta y la administración urbana (urban management), ya que esta última remite al conjunto de acciones técnico-burocrático-financieras a través de las cuales el gobierno de la ciudad10 organiza y administra los distintos elementos de la estructura urbana (usos del suelo, vivienda, equipamientos, vialidad y transporte, etcétera) y de la vida colectiva en las ciudades (seguridad, acceso a los bienes de uso público, constitución y defensa jurídica de los espacios privados, entre otros).
En contraste, el concepto de gestión urbana, tal como intenté desarrollarlo, designa los procesos sociopolíticos que se desarrollan en interacción con la administración urbana, y que tienen una fuerte inscripción territorial, "lo urbano", pero que a su vez se inscriben dentro de un sistema político global y formas específicas de estructuración del Estado (Lungo y Pérez, 1991).
A principios de los ochenta, la gestión urbana en la Ciudad de México estaba cambiando bajo los impactos que tanto la reestructuración de la economía (el reajuste estructural) como la reforma del Estado estaban teniendo sobre las ciudades y su gestión. Sin embargo, la gestión urbana también evolucionaba en relación con las transformaciones del sistema político en el país y, particularmente, en la Ciudad de México. Es así como en 1992 se gestó el proyecto de investigación Observatorio de los cambios económicos espaciales y de los procesos de democratización de la gestión urbana en la Ciudad de México (OCIM), como producto de una alianza entre el Área de Sociología Urbana de la UAM-A y el Centro de la Vivienda y Estudios Urbanos, A.C., así como de una entrañable amistad con Emilio Duhau, con quien pude teorizar en torno al concepto de gestión urbana.
Dentro del proyecto colectivo de investigación del OCIM, me propuse analizar los cambios de la gestión urbana en la metrópoli de la Ciudad de México a través de los procesos que interrelacionan a las organizaciones sociales urbanas con los demás protagonistas que actúan en torno a la urbe. Mario Lungo, gran amigo y entonces líder en la investigación urbana en América Central, agrupaba a los "actores colectivos urbanos" en cuatro grandes categorías:
el Estado (en sus diferentes estructuras en los niveles central, local y sectorial),
las corporaciones económicas, cuyo poder les permite influir sobre los mecanismos del poder estatal,
la comunidad política (partidos, movimientos sociales), cuya cuota de poder descansa sobre su capacidad de movilización y presión, y
los grupos urbanos de base de la sociedad civil, cuya cuota de poder depende del acceso que tengan a las bases de poder social de la sociedad a la que pertenecen (Lungo y Pérez, 1991, 81-82).
En relación con el papel protagónico asignado por Mario Lungo a los grupos de base de la sociedad civil, se puede pensar que el vínculo Estado-grupos sociales es relevante para la evolución de la gestión urbana en la medida en que efectivamente estos grupos tienen -o no- la capacidad de plantear los intereses populares dentro del campo político de las decisiones que se están tomando sobre la ciudad. Por parte del Estado, se buscan nuevas formas de legitimidad, mediante prácticas alternativas de relación con las masas urbanas; del lado de los grupos populares, su irrupción en el campo de la gestión urbana es fundamental, ya que el Estado sigue siendo el actor político que puede detener los principales recursos que requiere la satisfacción de sus demandas. Entonces, la autogestión urbana plantea la cuestión de la relación entre el Estado y los movimientos sociales urbanos. Es en este sentido que las investigaciones que intenté llevar a cabo a lo largo de los años ochenta y noventa sobre la autogestión urbana se propusieron analizar la interlocución teóricamente contradictoria y prácticamente conflictiva entre estos dos actores, dentro de los cambios que experimentó la gestión urbana en la Ciudad de México. Por una parte, el proyecto autogestionario, como lo señalamos anteriormente, nace de una reivindicación antiestatista que lucha por liberar a los individuos del poder del Estado y su administración; y por otra, en el espacio social de lo urbano, esta voluntad de autonomía frente al Estado se encuentra con el hecho de que dicho espacio ha sido, por largo tiempo, dominado por la acción del Estado urbanizador, por lo menos en los espacios concretos de la urbanización popular.
El proyecto autogestionario de los grupos populares, en el espacio social urbano, se enfrenta entonces a una contradicción: reivindica la autonomía de la acción colectiva cuando, al mismo tiempo, dicha acción requiere de los recursos que el Estado (de)tiene para que la autogestión sea otra cosa que, en el mejor de los casos, sólo un proyecto político de autogobierno sin recursos que administrar; y cuando no, una forma solapada de sobreexplotación de las masas urbanas.
En síntesis, las prácticas socioorganizativas con las cuales tuve la oportunidad de comprometerme y de entusiasmarme, prácticamente desde mi llegada a la Ciudad de México, me permitieron ir construyendo a lo largo de varias investigaciones, ensayos y ponencias, una suerte de tipo ideal weberiano de la autogestión urbana, entendiéndola como un conjunto de prácticas socioorganizativas que:
conciernen al control social, total o parcial, de la producción de algún bien o servicio que permite la satisfacción de las necesidades básicas de la población urbana: el acceso a la vivienda, la infraestructura o los servicios de educación, salud o cultura, la producción y gestión de equipamientos de barrio como guarderías y tiendas comunitarias, la seguridad del entorno barrial, la obtención de un medio ambiente sano, etcétera;
se inscriben explícitamente dentro de los procesos de democratización de la gestión urbana a través de formas alternativas innovadoras de autoorganización de la comunidad y de toma de decisiones compartida por sus miembros;
por ello mismo, son prácticas sociales que desarrollan cierta autonomía (aunque sea relativa) respecto tanto del aparato de gestión estatal como de otros actores externos: iglesias, partidos políticos, instituciones de apoyo, universidades, etcétera;
desarrollan concretamente alternativas en la obtención y autogestión de recursos, sean éstos propios o provenientes de la hacienda pública y/o de fuentes privadas externas (fundaciones, iglesias, etcétera); y que, por último,
tienen una inscripción territorial definida, por lo general a nivel de un barrio o de una colonia, lo que implica que son propias de organizaciones de habitantes capaces de desarrollar actividades de planeación urbana y/o de provisión de infraestructura, equipamientos, bienes y servicios, que son
asumidas por una base social claramente identificable (Schteingart, 1990).
Prácticas autogestionarias del Movimiento Urbano Popular (MUP)
Durante las décadas setenta a noventa, los procesos de autogestión urbana se inscribían dentro de las prácticas socioorganizativas y sociopolíticas, mucho más amplias y complejas, de los llamados movimientos sociales urbanos. Así, mis reflexiones y análisis se limitaron a la cara autogestionaria de éstos, lo que implicó, y es necesario reconocer esta limitación de mi práctica investigativa, apartarse en algo de los enfoques adoptados por la investigación urbana en México en torno al llamado Movimiento Urbano Popular.
Por otra parte, referirme a prácticas autogestionarias del MUP no significa designar solamente prácticas socioorganizativas concretas, sino también un proyecto ideológico y político enunciado por los mismos actores sociales, fundamentalmente líderes de distintas organizaciones sociales "urbanas" y también por intelectuales y técnicos que simpatizaban, apoyaban e incluso contribuían con la definición ideológica y política de dicho proyecto. Ello no estuvo exento de un riesgo intelectual que expresa así Juan Manuel Ramírez: "… que los investigadores aceptan la caracterización que los MUPs se autoasignan, siendo necesario precisar la medida en que corresponde con lo que realmente son" (Ramírez, 1992: 93).
Sin embargo, debe argumentarse que la ideología de los actores sociales y políticos es algo más que una mera superestructura producto de las condiciones objetivas y sin efecto real sobre ellas. Por el contrario, un análisis de la fuerza operativa concreta que tiene hoy en día la ideología neoliberal es una demostración de ello, ya que pensamos que la investigación debe reconocer el peso que tiene el discurso ideológico dentro de los procesos de cambio.
Es por ello que prefiero hablar no tanto de "autogestión urbana" sino de un proyecto de autogestión urbana, proyecto político en cuyo diseño e instrumentación concreta trabajó, durante las décadas de los setenta a noventa, un conjunto complejo de actores con filiaciones ideológicas muy dispares: dirigentes sociales, profesionistas, intelectuales, hombres políticos y hasta funcionarios públicos “comprometidos”.11 Por ello mismo no era muy fácil efectuar un análisis cuidadoso de los distintos discursos sobre la autogestión urbana, máxime cuando la bandera de la autogestión ya no era solamente enarbolada por los grupos independientes del aparato estatal y de su partido, sino que parecía ser asumida, en algún momento, por algunos sectores de la administración pública y del partido en el poder, como por ejemplo, los promotores y administradores del Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol).12
En cuanto al análisis ya no del discurso sino de las prácticas concretas que el proyecto autogestionario urbano pretendía animar (y legitimar), su multiplicidad y diversidad obligaba, necesariamente, a ciertos recortes investigativos dentro del conjunto de estas prácticas, generalmente recortes muy poco explicitados por los investigadores de los llamados movimientos sociales urbanos. En mi caso fue la proximidad con las prácticas autogestionarias que acompañaban y asesoraban la Escuela de Arquitectura Autogobierno de la UNAM y el Centro Operacional de Vivienda y Poblamiento, A.C., y posteriormente el Centro de la Vivienda y Estudios Urbanos, A.C.
El proyecto autogestionario popular del MUP pretendía -aunque con fuertes limitaciones en recursos y atravesado por contradicciones políticas- superar la participación propuesta desde el gobierno desarrollando una alternativa a las formas tradicionales de control político con las cuales esta participación se articulaba. Es así como las organizaciones del MUP reivindicaban que el Estado reconociera la autonomía de gestión, la autogestión, de los pobladores y sus organizaciones.13
Es en este sentido que se podía definir a estas prácticas sociales como "autogestionarias", pues pretendían el control social de parte o de la totalidad del proceso de producción-mejoramiento del hábitat popular y de su entorno barrial, es decir, del acceso a la vivienda, a la infraestructura o a los servicios de educación, salud o cultura, a la producción y gestión de equipamientos de barrio como guarderías y tiendas comunitarias, a la seguridad del entorno barrial, a la obtención de un medio ambiente sano, etcétera. Dichas prácticas se relacionaban directa o indirectamente con elementos más globales de la gestión urbana como la protección y el mejoramiento del medio ambiente, la planeación de los usos del suelo, las finanzas de la ciudad, entre otras, al mismo tiempo que cuestionaban las formas políticas de esta gestión: cuerpos representativos, elecciones, función gestora de los partidos políticos y/o de los líderes, formas de intermediación social y política de las demandas sociales, etcétera (Coulomb, 1991b y 1991c).
A lo largo de su desarrollo, las prácticas autogestionarias del MUP se limitaron cada vez menos a la organización de las tradicionales "faenas comunitarias" para abrir zanjas, construir un consultorio médico o levantar viviendas a través de la "ayuda mutua". El proyecto autogestionario fue llevando a distintas organizaciones populares urbanas, diríamos que de forma natural, a pasar progresivamente de la lucha reivindicativa a la lucha propositiva: "protesta con propuesta". Es así como desarrollaron sus luchas reivindicativas no solamente mediante marchas, mítines y negociaciones con las autoridades (en demanda de suelo, agua potable, vivienda, transporte, vigilancia, equipamientos, etcétera), sino también a través de procesos de planeación urbana y promoción habitacional, con los cuales pugnaban porque fuera reconocida su capacidad de participación en la planeación, producción y administración de su hábitat y del entorno de sus colonias y barrios.
Nuevas prácticas comunitarias fueron incursionando en el campo de las técnicas alternativas de construcción, de la administración de recursos financieros y del control colectivo de los procesos, sistemas, redes, equipamientos y servicios en general, algunas de las cuales representaban incluso cierta intromisión de las organizaciones de pobladores en los dominios de la administración urbana que suelen reservarse como propios de la tecnocracia. Tal es el caso de la elaboración de planes de usos de suelo, de introducción del agua potable, de tratamiento de aguas servidas o de gestión comunitaria de pequeños equipamientos.
Es así como en algunas colonias se dieron experiencias incipientes en el control colectivo sobre el transporte público, el servicio de vigilancia o la distribución de agua potable por pipas, como en el caso de la Unión de Colonos de San Miguel Teotongo (Muciño y López, 1988). Asimismo, se fueron difundiendo proyectos de administración colectiva en torno al abasto y a la subsistencia alimentaria. Son los casos de las tiendas comunitarias CONASUPO, las lecherías y la distribución de “tortibonos” negociadas por parte del MUP con las autoridades, así como de los comedores populares o de la Cooperativa Campo y Ciudad. Cabe señalar que una experiencia destacada era la de la Cooperativa Campo y Ciudad, promovida por la CONAMUP, que permitía la venta directa de productos del campo, con precios más bajos, a las colonias populares, en un momento de restricción del gasto público producto de la crisis (Schteingart, 1991).
La asesoría brindada por grupos de apoyo, ONG y algunas universidades también evolucionaba, ampliándose del campo de la arquitectura y el urbanismo al de la autoadministración de los equipamientos, cuestiones fiscales, métodos de contabilidad, etcétera.
¿Cómo interpretar esta notable evolución y diversificación de las prácticas autogestionarias del MUP a lo largo de la década de los ochenta? En la investigación Pobreza urbana, autogestión y política (Coulomb y Sánchez Mejorada, 1992), planteamos como hipótesis que los campos de acción del proyecto autogestionario se fueron ampliando conforme los asentamientos populares se consolidaban e integraban a la “ciudad formal”. Esta interpretación de la evolución del proyecto autogestionario a lo largo del tiempo nos llevó a analizar con más profundidad los factores externos determinantes, en particular los que se derivan de la inscripción que estas prácticas tienen dentro del proceso diferencial de urbanización de la metrópoli.
Esta diferenciación no era suficientemente tomada en cuenta por los estudiosos de los movimientos sociales urbanos. Es cierto que la mayoría de los investigadores analizaban al MUP en relación con las contradicciones de la urbanización capitalista (Castells, 1974: 3), pero a pesar del referente urbano reiterado por los estudios, nos parecía que no se le daba la suficiente importancia a las determinaciones espaciales de los procesos socioorganizativos analizados, a pesar de que su inscripción diferencial dentro de la dinámica urbana constituía una condición objetiva de sus prácticas diferenciadas.14 Las llamadas caracterizaciones del MUP tendían demasiado a buscar cuáles eran los elementos que les eran comunes, generalmente a partir de su carácter de clase e identidad social.
Esta dificultad para incorporar al análisis de los MUP sus distintas inscripciones dentro de los procesos de urbanización diferenciados se reflejó en los intentos de tipología, los cuales remitían más a los procesos políticos y sociales que a los urbanos. Algunas de las diferenciaciones propuestas solían construirse sobre los pares siguientes: reivindicación/politización, localismo/alianzas con otros movimientos, caciquismos/democracia, demandas económicas (reproducción)/demandas políticas (democracia); otras remitían a la composición social de las organizaciones: urbano populares, urbanas de clase media, urbanas de la burguesía (Navarro, 1990; Ducci, 1986). Algunos pocos analistas, siguiendo a Manuel Castells, buscaban diferenciar a los MUP en relación con sus efectos urbanos, al estilo de la propuesta de Jordi Borja en torno al movimiento reivindicativo, al movimiento democrático, a la dualidad de poder (Borja, 1975: 54 y ss.).
Por nuestra parte, pensábamos que el análisis de los procesos organizativos de las masas urbanas en relación con la gestión urbana debía partir de su inscripción diferencial en los procesos de urbanización, los cuales podemos distinguir en: procesos de expansión urbana, de consolidación y densificación, y de deterioro y cambio de uso. Es decir, era en función del contexto urbano que las prácticas de las organizaciones sociales se desenvolvían en torno a tres grandes ámbitos de satisfactores: a) el acceso al suelo urbano y la dotación de servicios públicos (electricidad, agua potable, drenaje, recolección de basura, vigilancia); b) la producción y uso de la vivienda, y c) los equipamientos de salud, educación, abasto, cultura, etcétera.
No obstante, otro factor de diferenciación entre prácticas autogestionarias y, por ende, entre organizaciones sociales, refiere a la reivindicación de autonomía o de "independencia" con respecto a la gestión estatal, en cuanto a los recursos para la autogestión. La resolución de esta cuestión, crucial para el proyecto autogestionario, se fue dando a través de múltiples formas de financiamiento, enmarcadas entre dos extremos: de un lado, el autofinanciamiento y, del otro, la cogestión o la autogestión social de los recursos materiales y financieros públicos. Así, entre ambos se dieron una gran diversidad de prácticas, según la concepción que cada organización tenía de la autogestión y que definía sus relaciones con el Estado, pero también en función de su campo de acción: acceso al suelo urbano, a la vivienda, al abasto, a la cultura, etcétera. Es así como, al reivindicar el control social de ciertos fondos e inversiones públicas, diversas organizaciones irrumpieron en el campo de la definición de las políticas estatales, en particular de las políticas sociales y específicamente en el caso de los programas de vivienda de interés social.
El hábitat autogestionario en la Ciudad de México
En México, las primeras experiencias de hábitat autogestionario que lograron, en mayor medida, alejarse de la manipulación clientelista de las necesidades populares de vivienda han sido las que desarrollaron varias cooperativas durante los años setenta, como una forma de producción de vivienda, alternativa a la producción habitacional burocratizada y clientelar de los organismos públicos, pero también a la autoconstrucción individual mayoritaria de las colonias populares. Frente a la primera, el cooperativismo reivindicó el control por parte de los usuarios del proceso de producción habitacional, con el fin de a) abaratar ciertos costos de promoción y edificación, y b) adecuar el diseño a las necesidades habitacionales y a las posibilidades económicas de las familias.
Las cooperativas de vivienda superaron las notables deficiencias de la autoconstrucción espontánea, racionalizando el proceso de producción mediante su planeación y gestión colectiva, y buscando que el proceso de consolidación de la vivienda popular arrancara con la tenencia regular de la tierra, y un espacio con potencial para crecer (pie de casa), más satisfactorio que el cuarto autoconstruido de manera tradicional. Para ello, estas organizaciones demandaron, además de su reconocimiento jurídico, el apoyo estatal a través de la constitución de reservas territoriales, el otorgamiento de créditos preferenciales para desarrollar sus proyectos habitacionales, exenciones fiscales y el financiamiento de la asesoría técnica requerida.
Las cooperativas de vivienda lucharon para que sus experiencias se incorporaran a la acción habitacional del Estado mexicano, y fueron apoyadas por profesionistas progresistas, dentro y fuera del aparato gubernamental. Es a través de este apoyo técnico-político que el Programa Nacional de Vivienda incorporó, en 1979, un subprograma de vivienda cooperativa, pero sin asignarle recursos específicos, por lo que éste tuvo un peso insignificante dentro de los programas gubernamentales de vivienda hasta la creación del Fondo Nacional de Habitaciones Populares (FONHAPO), en 1981.
Sin embargo, al momento en que las cooperativas de vivienda lograban cierto reconocimiento, el Movimiento Urbano Popular se iba consolidando en el valle de México (y después en varias regiones del país) a partir de la lucha de las masas urbanas por acceder al suelo y a su urbanización. Este nuevo actor cambió radicalmente, no sólo cualitativa sino cuantitativamente, las dimensiones sociopolíticas de la urbanización popular. Cabe señalar que hasta los años setenta el desarrollo de las colonias populares había tenido como promotor casi único al partido en el poder, a través de sus organizaciones clientelistas, por medio de las cuales el Partido Revolucionario Institucional (PRI) "controlaba y trataba de encuadrar a las masas urbanas" (Núñez, 1990: 34).
A principios de los ochenta, la CONAMUP planteaba, cada vez con más claridad, la necesidad de promover proyectos de "autogestión" que contemplaran de manera integral desde el problema de la tenencia de la tierra hasta el del mejoramiento del hábitat. A partir de 1983, distintas organizaciones consideraron que este proyecto autogestionario se podía lograr aprovechando los recursos del FONHAPO, puesto que era el organismo federal cuya política contemplaba la atención prioritaria a la población de menores recursos, el fomento a la vivienda cooperativa, el apoyo a la autoconstrucción y los mecanismos para ofrecer suelo barato.
Un aspecto innovador del FONHAPO fue el de no otorgar créditos individuales sino colectivos a las cooperativas o asociaciones civiles, bajo un sistema que permitía la participación de los beneficiarios en la gestión del crédito y en el control de las distintas etapas del proceso de producción habitacional. Es decir, permitía la autogestión, objetivo prioritario de varios dirigentes del Movimiento Urbano Popular.15
El FONHAPO se constituyó en el instrumento de una posible institucionalización y reconocimiento gubernamental de una nueva forma de promoción inmobiliaria de la vivienda social: la promoción autogestionaria de vivienda, bajo el control de los propios usuarios. A nivel nacional, las organizaciones sociales, a veces convertidas en grupos solicitantes, lograron captar solamente alrededor del 40 por ciento del total de créditos y el 25 por ciento del total de las acciones financiadas por el FONHAPO. En contraste, en la capital del país los principales acreditados del FONHAPO fueron las organizaciones populares constituidas como promotoras de vivienda. Esto se explica tanto por el mayor desarrollo ahí alcanzado por el Movimiento Urbano Popular, como también por una importante tolerancia por parte del gobierno del Distrito Federal hacia los grupos de solicitantes de vivienda no encuadrados dentro del PRI.
Entre 1981 y 1986 el FONHAPO financió en el Distrito Federal 128 proyectos presentados por asociaciones civiles (101 proyectos con 2,168 acciones de vivienda) y cooperativas (27 proyectos con 2,082 acciones). Esta importante cobertura espacial de la autogestión habitacional dentro del área metropolitana de la Ciudad de México se amplió con el financiamiento del FONHAPO al proceso de reconstrucción luego de los sismos de 1985 (1986-1988).
En un principio, los sismos de septiembre de 1985 parecieron constituir una coyuntura excepcional para acelerar la refuncionalización de la ciudad central y su terciarización masiva en beneficio de los propietarios y del capital inmobiliario, y en detrimento de la población residente inquilinaria. Sin embargo no fue así, ya que la oposición de las decenas de miles de inquilinos damnificados a ser reacomodados en conjuntos habitacionales periféricos subsidiados forzó a negociar una nueva política pública para este espacio estratégico que es el centro de la ciudad de México. No obstante, conviene reconocer que los viejos barrios de inquilinato de bajo costo en la zona no eran -antes de los sismos- objeto de la codicia del capital inmobiliario, que hubiera presionado por un cambio de uso masivo.16 En todo caso, la valorización de capitales en estas zonas implicaba primero la desaparición de la vivienda de bajo precio, a la cual se oponían las organizaciones inquilinarias que, a principios de los ochenta, empezaban a fortalecerse.17
Resulta importante mencionar que si tanto los sismos como la organización de los damnificados lograron una redefinición del futuro del uso de las áreas centrales en beneficio de la permanencia y la consolidación de la vivienda de bajo costo, es también porque se disponía de tres herramientas fundamentales para que la renovación urbana se diera a favor de la población residente: a) un instrumento jurídico para intervenir sobre el mercado inmobiliario, la expropiación; b) una propuesta urbana y arquitectónica adecuada, y c) una experiencia previa de autogestión de proyectos de vivienda.
Varias de las respuestas técnicas manejadas por el Programa de Renovación Habitacional Popular (RHP) se originaron en los proyectos de vivienda realizados años atrás por la Cooperativa Guerrero, así como también en la metodología planteada por los planes de mejoramiento tanto de dicha cooperativa como de los habitantes del barrio vecino de Tepito. Ambas propuestas de mejoramiento barrial consideraban que la renovación habitacional debía llevarse a cabo lote por lote (en contra de la renovación bulldozer destructora de la traza urbana), con construcciones de baja altura (en contra de la propuesta de la redensificación con edificios altos) y preservando la fuerte articulación de la vivienda con la economía popular (talleres, pequeños comercios, tianguis callejero, etcétera). Una década después, estos criterios fueron retomados por el Programa de Reconstrucción Postsísmica.
Una vez concluida la acción del Programa RHP, las organizaciones de damnificados se abrieron rápidamente a la demanda de aquellos habitantes de los barrios céntricos que, aunque sin haber sido directamente afectados, carecían de una vivienda propia o buscaban una alternativa a las pésimas condiciones de habitabilidad de su vivienda actual (se decían "damnificados de toda la vida"). El éxito del RHP motivó la ampliación de la movilización de los inquilinos18 y la continuación de la reconstrucción por el nuevo Programa de Fase II (9,042 viviendas entre 1987 y 1988). A su vez, el Fonhapo financió el Programa Casa Propia, a través del cual los inquilinos organizados podían acceder a créditos para comprar los inmuebles que habitaban en arrendamiento. Es en torno a este proceso que se consolidó, en un tiempo muy breve, la Asamblea de Barrios, que promovió un importante número de proyectos habitacionales con base en los fondos públicos de vivienda.
Resulta necesario señalar que el espíritu de gestión democrática, que en sus inicios animó el proyecto de autogestión habitacional, progresivamente fue perdiendo su fuerza tanto cuantitativa como cualitativamente. Por una parte, el papel de las cooperativas de vivienda en el marco de la política de vivienda y las acciones habitacionales de la viudad de México a través del Instituto de Vivienda del Distrito Federal (Invi DF), nunca fue cuantitativamente relevante. En la actualidad son dos las que actúan como promotores sociales autogestionarios frente al Invi DF: la Cooperativa de Vivienda Guendaliza’a y la Cooperativa de Vivienda Yelitzá.
Por otra parte, después del proceso de reconstrucción postsísmica, el Movimiento Urbano Popular se involucró de lleno en la lucha social y política por la democratización tanto del sistema político a nivel nacional como de la forma antidemocrática de gobierno que sufría entonces el Distrito Federal. Muchos de los líderes ideológicos del MUP entraron a la lucha política partidista a raíz de la creación del Frente Democrático, primero, y después del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Durante este proceso, el MUP fue perdiendo la autonomía de su proyecto democratizador y diluyendo sus prácticas de autogestión habitacional para dedicarse a la mera gestoría de créditos hipotecarios otorgados por el instituto de vivienda local.
La reforma política en la Ciudad de México que en esas décadas acompañó, profundizándola, la crisis de la democracia participativa, dominada por los mecanismos clientelistas de control de los partidos políticos, planteaba -y lo sigue haciendo- la cuestión de saber cuál puede ser la contribución del proyecto autogestionario a los cambios en la cultura política y en la democratización de la gestión urbana.
El proyecto autogestionario entre autogestión de la miseria y cambio social
El análisis de las prácticas socioorganizativas articuladas con el proyecto autogestionario refiere necesariamente a lo que ha sido uno de los elementos centrales de la caracterización del MUP por parte de la investigación urbana: la relación con el Estado y sus aparatos de control político:
La reivindicación de las necesidades y demandas sociales al margen de la tutela del Estado, con capacidad de actuación propia y mediante procesos de democratización interna, implican una innovación en las prácticas colectivas y en las formas de relacionarse con el poder (Ramírez Saiz, 1992: 106).
En los años setenta y ochenta, la relación del MUP con el Estado se planteaba, a veces, demasiado ideológica o políticamente. Por una parte, era evidente la simpatía de los investigadores por los movimientos autónomos o independientes del aparato del Estado, viendo en esta autonomía la posibilidad de formular y construir proyectos sociales y políticos alternativos de gestión urbana:
La constitución de actores sociales autónomos y las prácticas rupturistas de los MUP para resolver sus demandas pueden adquirir dimensión política, cuando se basan en su independencia orgánica, táctica e ideológica e introducen nuevas formas de gestión ante el poder local (Ramírez Saiz, 1992: 106)
Por otra parte, resultaba difícil eludir la interrogante en torno a si la autonomía de la organización social en la búsqueda del mejoramiento de sus condiciones de vida no era acaso bastante funcional a las políticas económicas neoliberales. La autogestión urbana no estaba exenta de convertirse en una mera autoadministración de la subsistencia (Ramírez Saíz, 1992; Coulomb, 1991b); o como lo apuntaba con crudeza Emilio Pradilla, una “autogestión de la miseria”. Así se cuestionaba una propuesta que parecía muy similar a la formulada por el peruano Hernando de Soto en su obra El otro sendero como solución para sortear la crisis.19 La duda, en todo caso, estaba muy presente en los foros e intercambios de experiencias. Lo quisiera o no, el proyecto autogestionario acompañó a la reestructuración del Estado de Bienestar y a un fuerte repliegue de la respuesta estatal a las demandas de las mayorías empobrecidas; y para varios investigadores era evidente su posible utilización como instrumento para suplir al Estado en distintos campos de la política social (Schteingart, 1990):
La autoayuda considerada como opción excluyente de la reivindicación implica que las personas no se consideren “sujetos de derecho”, renunciando así a sus derechos frente al Estado. Lo importante, entonces, es considerar el tipo de relaciones que debería existir entre Estado y sociedad civil, sin renunciar a los derechos ciudadanos y reconociendo las reales limitaciones de los proyectos llamados autogestivos, que sólo implican una autogestión de la miseria o la autoprovisión de medios de consumo a través de una super explotación de la fuerza de trabajo de los pobladores urbanos (Schteingart, 1991).
En este sentido, una de las principales limitantes del proyecto de autogestión urbana era la escasez de recursos públicos para atender las demandas sociales y, en particular, las de los grupos autogestionarios. Históricamente, la contradicción entre una oferta pública insuficiente y una demanda popular insatisfecha suele administrarse de forma sumamente política, a través del clientelismo, o sea, del condicionamiento de la satisfacción de las demandas sociales a prácticas de adhesión o apoyo al partido en el poder, así como del corporativismo territorial. Sin embargo, algunos investigadores fueron señalando, a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa, ciertas dificultades y/o transformaciones vividas por el PRI para sostenerse en su función de gestor de las demandas sociales y de control corporativo de las masas urbanas. A veces, incluso se sostenía que el PRI progresivamente era desplazado en su función de gestor de las demandas populares por la tecnocracia que controlaba la política social, por ejemplo, con el Programa Nacional de Solidaridad.
Sin embargo, la gestión clientelista de las demandas surgidas del poblamiento popular estaba todavía lejos de ser sustituida por la “moderna” gestión tecnocrática de las mismas. Lo que sí parecía suceder era que el líder, entendido no solamente como gestor de las demandas de la población, sino como mediador entre los pobladores (y sus necesidades) y las autoridades (y sus recursos escasos), sobre quien se había apoyado el clientelismo corporativizado del PRI, empezaba a entrar en crisis.
La hipótesis central era que el desarrollo de los procesos autónomos o independientes de producción colectiva de satisfactores básicos en la ciudad se articulaba con la crisis de las formas tradicionales de control político y de intermediación entre el aparato estatal y la población carenciada. Los espacios políticos para la gestión de las necesidades y las demandas populares, que eran claramente cada vez menos definidos, o más bien, menos homogéneos y monolíticos, estaban sufriendo aceleradas transformaciones que, justamente, queríamos conocer e interpretar.
Dichas transformaciones de los espacios políticos de concertación o, por el contrario, de confrontación, impactaban la acción de las organizaciones del MUP, las cuales estaban cada día más divididas sobre la cuestión central de cómo gestionar sus demandas frente al Estado. Las prácticas autogestionarias populares se inscribían cada vez más dentro de una lucha por la redefinición de nuevas formas de gestión de las demandas populares. Y este proceso apuntaba, claro está, al papel de los nuevos partidos políticos de oposición, tema que, es de reconocer, nunca se encontró en el horizonte de mis investigaciones.
Sin embargo, la reivindicación de autonomía respecto del Estado por parte del proyecto de autogestión urbana tenía también una cara "hacia adentro" de las organizaciones: la democracia en la toma de decisiones y formas innovadoras de autoorganización. Este segundo aspecto del proyecto autogestionario del MUP era el menos analizado por los sociólogos urbanos en México, cuando era, tal vez, el más portador de cambios sociales (Herrasti, 1984; Núñez, 1990; Coulomb y Sánchez Mejorada, 1992).
Las prácticas autogestionarias de varios integrantes del MUP pretendían, a veces no tan explícitamente, constituirse en una alternativa de la gestión de las demandas populares, desarrollada históricamente a través de los sistemas sociopolíticos de control clientelista por parte del partido en el poder, pero también de no pocos miembros de los partidos de oposición cuando se vinculaban al proyecto autogestionario.
En el corazón de mi investigación-acción estaba presente una interrogante que no solamente era académica sino también de un militante social: ¿hasta qué punto las prácticas autogestionarias del MUP representaban una innovación transformadora de las relaciones sociales y políticas subyacentes a la gestión de las demandas sociales en la metrópoli?, la cual compartíamos María Emilia (Pía) Herrasti y yo con Óscar Núñez, otro gran amigo sociólogo, miembro del Área de Sociología Urbana de la UAM-A.
Una gran duda descansaba sobre la afirmación según la cual los procesos populares autogestionarios hacían transitar a las bases de las organizaciones sociales hacia una conciencia ciudadana popular, la cual impactaría, tarde o temprano, en el sistema político clientelar mexicano; como lo planteaba Óscar Núñez, en una obra ignorada por la sociología urbana latinoamericana a pesar de ser imprescindible para comprender al Movimiento Urbano Popular mexicano (Núñez, 1990). La investigación tenía que verificar que esta transición se estaba dando efectivamente y bajo qué condiciones de posibilidad.
Lo mismo sucedía con las transformaciones en el liderazgo tradicional. En efecto, un elemento central de los cambios democráticos (Núñez, 1990), revelado por este autor en las prácticas de ciertas organizaciones del MUP, refería a la cuestión del líder, de su “muerte”20 o la recomposición social. Lo que intenté conceptualizar en varios trabajos como la socialización del líder, es decir, la socialización de la gestión dentro de la organización social como paso imprescindible hacia la democratización de la gestión urbana.
Entonces, la cuestión era saber cuáles eran los efectos políticos de las prácticas autogestionarias analizadas; cómo impactaban (o no) en la cultura política todavía dominante; si constituían el espacio concreto de superación de las prácticas clientelistas y del corporativismo territorial, y si contribuían -y bajo qué condiciones de posibilidad- en el proceso de democratización de la gestión urbana.21
En esos años pensaba que el aprendizaje de la autogestión, de la toma colectiva de decisiones y del ejercicio democrático constituían una crítica radical, desde las prácticas autogestionarias, hacia las formas tradicionales de hacer política. Evidentemente, la realidad actual del sistema político mexicano me lleva a preguntarme por qué no fue así; por qué ciertas prácticas socioorganizativas, como por ejemplo en la gestión de programas de vivienda de interés social, terminaron fortaleciendo el control clientelista de los programas de vivienda, a través incluso -en ciertos casos- de líderes corruptos.
Autogestión vs. clientelismo
Un análisis crítico de la evolución sufrida por el complejo andamiaje institucional sobre los procesos de producción y la distribución de la vivienda social en México permite plantear algunos elementos para un debate en torno al proyecto autogestionario en relación con el papel del Estado en la atención a las necesidades sociales, o mejor dicho, a los derechos sociales de la población.22
Recordemos que la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Asentamientos Humanos (Hábitat I), que se llevó a cabo en Vancouver, Canadá, en 1976, marcó un hito en la historia moderna de los debates en torno a cuáles deben ser las políticas públicas frente al hábitat popular. Alejándose de las actitudes represivas y de erradicación de los asentamientos populares (centrales o periféricos), que entonces caracterizaban la acción de gran parte de los gobiernos del llamado Tercer Mundo, Hábitat I abrió un nuevo espacio para que fuera reconocida la acción de los pobladores en la producción y la gestión de su hábitat, y afirmó su derecho a participar de manera directa en la elaboración de los programas y las políticas. Es así como varias recomendaciones de la Conferencia hicieron suyos los planteamientos que reivindicaban el diseño de políticas públicas alternativas y, en particular, de apoyo a la acción habitacional de los propios pobladores.
No obstante, este reconocimiento de Hábitat I a las ventajas comparativas de las múltiples formas del habitar popular autogestionado fue rápidamente desvirtuado por la mayoría de los gobiernos, que hicieron de su participación un mero slogan, y que la utilizaron para promover programas de autoconstrucción dirigida, en donde la intervención popular se limitó, las más de las veces, al aporte de la mano de obra (y de los escasos ahorros) de los pobladores. El control que las personas podían ejercer sobre su habitar fue muy pocas veces entendido como el ejercicio de un derecho social y político por parte de los ciudadanos en intervenir directamente en la producción y gestión de su hábitat (y de su ciudad).
En 1987, en el contexto de la celebración del Año Internacional de los Sin Techo, la Comisión de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (CNUAH) formuló la “Estrategia Mundial de Vivienda hasta el año 2000 (EMV-2000)”, la cual fue adoptada, en diciembre de 1988, como resolución por parte de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas. En ella se propuso a los gobiernos nacionales "cambios fundamentales en los enfoques existentes" (párrafo 3) respecto de la formulación y aplicación de las políticas de vivienda. La EMV-2000 planteó que el papel del gobierno en el sector vivienda debía ser redefinido con el objeto de dar el necesario apoyo a los sectores no gubernamentales en el suministro de vivienda (párrafo 54).
El cambio fundamental que se planteó consistió en que los gobiernos dejaran de impulsar directamente los proyectos de vivienda y adoptaran una estrategia facilitadora en un contexto de políticas de ajuste estructural impulsadas por el Fondo Monetario Internacional y por el Banco Mundial para ordenar las economías de los países latinoamericanos, y de México en particular, con el fin de garantizar el pago de su enorme endeudamiento.
A pesar de asegurar que la estrategia facilitadora no implicaba el abandono de la responsabilidad que tiene el Estado respecto de la vivienda, la política de ajuste estructural estaba promoviendo el adelgazamiento del Estado, la disminución del gasto público y la privatización. En materia de vivienda esto significó el traspaso de la responsabilidad de la promoción y producción habitacional hacia el sector privado, con todo y su incapacidad histórica para atender las necesidades habitacionales de las grandes mayorías de la población.
Mientras la estrategia enunciada planteaba como punto medular la necesidad de que los Estados apoyaran “los esfuerzos que realiza la población mediante la creación de instrumentos legales, financieros, fiscales y administrativos adecuados […] a través de un amplio proceso participativo", la lógica privatizadora de los programas de ajuste estructural impulsó la revisión de los instrumentos de las políticas de vivienda en apoyo de los promotores privados. Al evaluar la implementación de la Estrategia Mundial de Vivienda en América Latina, el secretario general de la Housing International Coalition, Enrique Ortiz, concluyó que las "políticas facilitadoras" acaban facilitando el proceso de reordenación del libre mercado y se constituyen en un paliativo respecto de los efectos excluyentes de las políticas de ajuste (Ortiz, 1995: 10).
En diversas investigaciones intenté definir las tres condicionantes que, como hipótesis de trabajo, explican por qué (por lo menos en México) la gestión social de los proyectos de vivienda popular no ha podido consolidarse definitivamente como una de las formas de producción habitacional dentro del conjunto de acciones, programas e instituciones que conforman el Sistema Nacional de Vivienda.
Si bien es cierto que la autoconstrucción popular puede ser concebida como un proceso de autogestión individual, el proyecto de autogestión habitacional, del cual fueron portadoras las organizaciones del MUP, refiere a prácticas más amplias que la autoconstrucción individual o familiar.23 De hecho, muchos grupos sociales que actúan en México como promotores de vivienda han tenido la experiencia de contratar a empresas constructoras para la fase de la edificación. A pesar de ello, la industria de la construcción no ve con agrado la posibilidad de incorporar la participación de los usuarios organizados en los programas institucionales de vivienda. En este sentido, este recelo deriva del control social que varios grupos de futuros usuarios buscan en relación con la organización del proceso de producción de vivienda, y en particular con el proceso de trabajo en la construcción (Suárez Pareyón, 1981: 101).
La fuerte tasa de explotación de la mano de obra (articulada con su casi nulo desarrollo tecnológico), que caracteriza a la gran mayoría de las empresas constructoras que actúan en el campo de la vivienda, hace muy problemática la contratación del trabajo de los futuros usuarios, y menos si éstos pertenecen a alguna organización. Asimismo, el interés de los usuarios organizados de abaratar el costo de producción de la vivienda implica su intromisión en los procesos y técnicas constructivas, puntos centrales de la ganancia obtenida por las empresas constructoras.
A pocos días del sismo del 19 de septiembre de 2017 celebré -por teléfono- con el arquitecto Carlos Acuña, “Tito”, excompañero del CENVI, que el primer conjunto habitacional de la Cooperativa Guerrero (1977), que él había diseñado y acompañado en su edificación, estuviera de pie. Tito me hizo un comentario que apuntaba a la corrupción de la producción mercantil de vivienda en la Ciudad de México, pero que asimismo refiere al papel que la autogestión habitacional puede llegar a jugar frente a la voracidad de la ganancia de la industria de la construcción: “de no haber estado a diario la comisión de vigilancia (durante la construcción), hoy en día Cohuatlán [nombre del conjunto de sesenta viviendas] ya no existiría”.
En cuanto a la modernización de la industria de la construcción en el campo de la vivienda, de la cual se espera una mayor productividad, en los hechos suele implicar un mayor alejamiento de los futuros usuarios del proceso de diseño y de producción de la vivienda. En este contexto, las potencialidades de la autogestión se limitan a la compra colectiva de terrenos, la organización del ahorro y a la autoadministración de los conjuntos habitacionales. Sin embargo, es difícil pensar que la necesaria apropiación de nuevas tecnologías o materiales por los propios usuarios (por ejemplo, el mantenimiento que exige la madera) se haga fuera de todo proceso de participación de los usuarios en la etapa de producción habitacional y se resuelva con "manuales del usuario" entregados con la llave de la vivienda.
Detrás de las fuerzas del mercado, la permanencia de la gestión clientelista
A la innovación introducida por el FONHAPO de otorgar créditos-puente a los grupos sociales promotores de vivienda, se opone la tendencia dominante de desvincular la etapa de promoción-diseño-edificación de la etapa de asignación-ocupación de las viviendas que se impone al conjunto de las instituciones de vivienda. En el caso del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT), por ejemplo, la desvinculación entre promotores inmobiliarios y futuros usuarios pretendió romper con los viejos vicios del clientelismo de las corporaciones sindicales, y a su vez imponer criterios objetivos de prioridad en la asignación de recursos escasos. No obstante, los organismos no han hecho ningún intento por reencontrar nuevos caminos de participación de los futuros usuarios en el proceso de promoción y de producción habitacional. La modernización impuso una forma de producción de soluciones habitacionales, excesivamente dominadas por la lógica de las empresas constructoras y, al final de cuentas, espacialmente no sustentables y socialmente conflictivas.
Sin embargo, institucionalizar la autogestión social de los proyectos de vivienda constituye, en la mente de no pocos funcionarios, abrir la puerta a compromisos indefinidos con las organizaciones de derechohabientes o de solicitantes de vivienda, las cuales ejercen su capacidad de presión social y política sobre el Estado y sus instituciones viviendistas, para exigir financiamiento para sus promociones de vivienda. En este sentido, la experiencia del FONHAPO fue rápidamente evaluada negativamente por el PRI. La gestión clientelista de recursos escasos, en un contexto de pérdida acelerada de legitimidad del Estado mexicano y de crisis de los mecanismos de control político por parte del partido en el poder, no es compatible con la autogestión.
Por otra parte, la producción habitacional fue dependiendo cada vez más de la gestión territorial (planeación de los usos del suelo, factibilidad de servicios, proximidad de equipamientos, etcétera), la cual está en buena parte -sobre todo a partir de la reforma constitucional (municipalista) de 1983- bajo la responsabilidad de los poderes locales. En este contexto, la autogestión habitacional fue recibiendo cada vez más presiones de todo tipo por inscribirse dentro de la lógica de los (neo)clientelismos territoriales; o bien fue rechazada por no redituar los frutos políticos esperados.
La dependencia de los recursos estatales
En forma aparentemente congruente con la “estrategia facilitadora de Naciones Unidas, los grupos sociales promotores de vivienda en México han reivindicado su autonomía de acción respecto del Estado. Su desarrollo ha sido explícitamente saludado en forma positiva por el CNUAH en su trabajo de ‘revisión intermedia’ de la Estrategia Mundial de la Vivienda para México, por su papel crítico en la adopción de políticas y su toma de decisiones”.24 Sin embargo, la autonomía lograda parece muy relativa. La reivindicación inicial de autonomía o independencia tuvo que negociarse a lo largo del proceso, al calor de la lucha, en función de la necesidad de tener logros concretos. Se impusieron, desde afuera de las organizaciones, normatividades y rigideces, leyes y reglamentos, presupuestos públicos, etcétera. Las organizaciones autogestionarias reivindicaban un espacio real de gestión, un espacio democrático. Era evidente que lo tenían que compartir con otros actores urbanos (Lungo y Pérez, 1991), en particular con el Estado, pero también con los partidos políticos. No es de sorprender entonces que las organizaciones populares hayan tenido muchas dificultades para ampliar la cobertura cuantitativa y cualitativa de su capacidad administrativa y de gestión.
Por otra parte, muchos de los proyectos de autogestión habitacional se sostuvieron sobre la lógica no lucrativa de organismos no gubernamentales, o de grupos de universitarios. No se trata de voluntarismos caritativos. De hecho, la promoción habitacional por autogestión comunitaria abre un campo de trabajo para arquitectos, diseñadores, economistas, abogados, trabajadores sociales, entre otros, que permite rescatar la enorme inventiva de los profesionistas nacionales, que están lejos de haber encontrado su realización profesional en los despachos de las constructoras.
Sin embargo, las ONG que trabajan en el campo del hábitat sufren los mismos embates de la estrategia facilitadora que las organizaciones sociales. Mas generalmente, los grupos profesionales de asesoría técnica, que constituyen un elemento estratégico para la consolidación de un sistema de producción autogestionario de vivienda, han tenido evidentes dificultades en reproducirse, es decir, en impulsar la creación de nuevos grupos de asesoría que tuvieran una permanencia a lo largo del tiempo.25
Con la excepción de la fuerte presencia lograda en los procesos de reconstrucción postsísmica (1985-1988), tanto el MUP como las ONG no lograron que la política habitacional institucionalizara un sistema autogestionario de la producción de vivienda; esto es, que se asegurara un flujo regular de recursos, el acceso al suelo urbanizable y el reconocimiento permanente de promotoras populares y de instituciones de asesoría técnica. En parte por la falta de claridad en torno a un “proyecto autogestionario” y su articulación con la democratización de la gestión habitacional, la promoción inmobiliaria autogestionaria ha dependido más bien del voluntarismo de líderes populares, de la simpatía de algunos funcionarios democráticos y de la tenaz lucha de algunos organismos no gubernamentales comprometidos con la democratización de la gestión habitacional, así como también de la permanencia en las universidades de algunos reductos democratizadores de la gestión habitacional y urbana.
La breve retrospectiva aquí realizada permite afirmar que el proyecto autogestionario en el campo del hábitat popular está indisolublemente ligado a los procesos de democratización del sistema político mexicano y de la superación de la gestión clientelista de la demanda de vivienda de las mayorías de menores ingresos. En este sentido, la inconformidad social en torno a la dominación que actualmente ejercen, sobre la política urbana y habitacional los intereses del capital financiero, de la industria de la construcción, de la promoción inmobiliaria capitalista y del capital inmobiliario rentista, no podrá encontrar una salida negociada sin que, primero se hayan dado las condiciones políticas de un debate democrático sobre los objetivos de una política habitacional alternativa: “No es la solución de la cuestión de la vivienda lo que resuelve al mismo tiempo la cuestión social, sino que es la solución de la cuestión social, es decir, la abolición del modo de producción capitalista, lo que hará posible la solución del problema de la vivienda”.26
Esta aseveración de Federico Engels puede ser teóricamente válida, pero en la práctica ha mostrado sus limitaciones (Pradilla, 2004). En un contexto en donde la acción habitacional del Estado mexicano deja fuera de cobertura a las dos treceras partes de las necesidades habitacionales del país (Coulomb, 1991a), sin considerar el déficit histórico acumulado, los "sin techo" tienen como única alternativa la de autoproducir sus espacios habitables. Si bien en su forma individual o “espontánea”, calificada de anárquica por cierta burocracia urbanística, esta alternativa presenta muchas limitaciones, en su forma colectiva autogestionaria puede constituirse no tanto en una “autogestión de la miseria” sino en un espacio democratizador de la política urbana y habitacional actual.
¿Del derecho a la vivienda al derecho a la ciudad?
A lo largo de la última década, el derecho a la ciudad ha venido ocupando cada vez más las agendas de los encuentros entre organizaciones sociales y tiene un lugar privilegiado en sus documentos, incluso si se constituyeron inicialmente en torno al derecho a la vivienda. La elaboración de una Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad debe mucho a las múltiples actividades desplegadas por la Habitat International Coalition en las distintas reuniones del Foro Social Mundial (Ortiz, 2010), así como al Frente Continental de Organizaciones Comunales (FCOC).
En el preámbulo de su versión actual, dicha Carta define el derecho a la ciudad como “el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad, democracia, equidad y justicia social”. Entendido como interdependiente con los demás derechos humanos, económicos, sociales y culturales, este “nuevo derecho humano de carácter colectivo” (Ortiz, 2010: 122) se articula fuertemente con el rechazo de distintos procesos tendentes a dificultar e incluso cancelar el acceso a una vivienda adecuada: desalojos forzosos, violencia inmobiliaria (mobbing) contra inquilinos, presiones especulativas sobre la tierra, segregación urbana, privatización de la producción y acceso a la vivienda de interés social.
Se podría decir que se fue dando, entre ciertas organizaciones sociales y varias ONG del hábitat, una suerte de reconceptualización del derecho a la vivienda que -como lo comenta Peter Marcuse- lo hizo transitar de un derecho en las ciudades al derecho a la ciudad (Marcuse, 2010). El movimiento social que se fue construyendo en torno al derecho a la ciudad se reivindica, no siempre con claridad, del proyecto de cambio de sociedad (revolucionario), propuesto por el filósofo y sociólogo francés Henri Lefebvre, para quien lo urbano se concibe como “prioridad del valor de uso, del intercambio y del encuentro” (Lefebvre, 1968: 132), por encima del “valor de cambio y del mercado” (Lefebvre, 1968: 161-162). En el caso del hábitat, la vivienda como valor de uso y no como mercancía. Sin embargo, para Lefebvre la importancia dada a la cuestión de la vivienda y del hábitat contribuyó a “encubrir los problemas de la ciudad y de la sociedad urbana” (Lefebvre, 1968: 159).
Se puede coincidir en que la política habitacional debe ser evaluada por su capacidad de integralidad y de inclusión social, es decir, con una comprensión del derecho a la vivienda fundada en los principios de equidad y universalidad, por una parte, y desde una visión integral de la producción de la ciudad, a la vez que del hábitat, por la otra. De hecho, el éxito de la promoción habitacional autogestionaria depende, como se dijo, del acceso al suelo (urbano o urbanizable) a un precio accesible. Los proyectos de vivienda autogestionarios tuvieron éxito cuando los terrenos, ya sea que fueron proporcionados por el mismo FONHAPO (reserva territorial) o por los organismos estatales de vivienda, porque estos proyectos se beneficiaron de políticas de expropiación de suelo ya urbanizado, como en el caso de la reconstrucción postsísmica en los barrios céntricos de inquilinato en la ciudad de México (1986-1988). Sin embargo, cuando las organizaciones sociales tuvieron que buscar predios sobre el mercado del suelo consiguieron terrenos de (relativo) bajo precio, pero excesivamente alejados de los centros de trabajo, con servicios urbanos deficientes, y a veces inexistentes, y/o con una tenencia irregular (con problemas posteriores para la obtención de los créditos).
Los conflictos sociales, la muy baja calidad de vida, la “tugurización” y guetización que caracterizan a numerosos conjuntos de vivienda de interés social en las periferias urbanas se originan, en gran parte, por la desvinculación casi completa entre la política de vivienda y la planeación del desarrollo urbano, o más bien, por la ausencia de un proyecto de ciudad que exprese con claridad una estrategia de alojamiento de las masas urbanas que se fundamente sobre la sustentabilidad no sólo ambiental sino social y económica del desarrollo urbano. Los grandes conjuntos de vivienda social que se localizaron, durante las décadas pasadas, en la periferia de las ciudades (por los bajos costos de suelo edificable) han implicado “externalidades” urbanas, medioambientales, e incluso sociales, que se evalúan hoy en día como insostenibles. De ahí que se imponga (al menos en el discurso planificador) la necesidad de optimizar la infraestructura urbana existente, mediante la densificación del espacio urbano y, en particular, el rescate de la función habitacional de las áreas centrales en las grandes ciudades. Estas consideraciones fueron ampliamente asumidas por no pocas organizaciones sociales desde el inicio de su incursión en la promoción de conjuntos habitacionales de vivienda social o popular.
Es así como distintas organizaciones del Movimiento Urbano Popular crearon, en 1981, un foro público para dar a conocer las cada vez más grandes dificultades a las que se enfrentaba la promoción autogestionaria de la vivienda popular, al mismo tiempo que se constituyó un espacio permanente de análisis y elaboración de una política alternativa de vivienda. El Foro Permanente de Vivienda agrupó a organizaciones sociales, ONG, profesionistas, universitarios y algunos funcionarios de las instituciones de vivienda, y trabajaba de manera permanente en talleres locales sobre las dos cuestiones centrales: el acceso al suelo para vivienda popular y el financiamiento. En cuanto al suelo, el Foro terminó siempre afirmando que el "derecho a la vivienda pasa prioritariamente por el acceso al suelo” y la planeación urbana, sobre todo en las grandes ciudades.
Limitaciones de la planeación urbana
Las primeras experiencias de planeación urbana popular en México surgieron frente a lo que Duhau y Azuela llaman la “institucionalización de la planeación”, a partir de mediados de los años setenta. La promulgación de la Ley General de Asentamientos Humanos y de la Ley del Desarrollo Urbano del Distrito Federal (1976-1977) abrió la posibilidad para la elaboración de los planes parciales de mejoramiento. Esta oportunidad fue utilizada, en dos áreas céntricas deterioradas de la ciudad de México, por la Cooperativa Guerrero (1976) (Herrasti, 1984; Coulomb, 1988), y por las organizaciones del barrio de Tepito (1980) para presentar al gobierno local planes integrales de mejoramiento para sus barrios (Suárez Pareyón, 1987; Herrasti, 1984). En este ejercicio de planeación democrática las agrupaciones fueron apoyadas técnicamente tanto por la Escuela de Arquitectura Autogobierno de la UNAM como por el Centro Operacional de Vivienda y Poblamiento, A.C. En el caso de Tepito, el contraproyecto presentado por la organización social del barrio logró impedir la continuación del programa de renovación bulldozer que ya había destruido 1,160 viviendas y reconstruido solamente 760.
En las colonias populares periféricas, la planeación urbana gubernamental empezó a ser cuestionada cuando se utilizaron razones técnicas para negar la consolidación de un asentamiento irregular de autoconstrucción o para su desalojo (Coulomb, 1982). Tal fue el caso de la cota límite de urbanización (por lo general 2,500 metros sobre el nivel del mar), que los planificadores invocaban para negar la introducción de la red de agua potable (colonia San Miguel Teotongo, 1981); o bien, la existencia de áreas de recarga de los mantos acuíferos, como razón para rechazar la regularización de un asentamiento (cuyas aguas servidas representaban una fuente de contaminación) o para justificar su desalojo. Cabe señalar que con la elaboración de los planes de desarrollo urbano, incluyendo la propuesta de tecnologías alternativas para el tratamiento de aguas servidas, se logró, con el apoyo de las universidades, como en el Taller 5 de la ENA Autogobierno, y también de las ONG de hábitat, como el CENVI y Casa y Ciudad, una alternativa para la reorganización y permanencia del asentamiento.
Esta planeación popular se desarrollaba igualmente cuando las autoridades planteaban programas especiales de desarrollo urbano y protección ecológica, como es el caso del rescate ecológico de la zona chinampera de Xochimilco, o bien, el del Cerro de la Estrella (delegación Iztapalapa). En estos casos, algunos universitarios de la UAM, unidades Xochimilco e Iztapalapa, después de haberse involucrado en el análisis crítico de estos programas, lograron concertar con las autoridades su participación, aunque con un éxito variable en cuanto a su vinculación con la población afectada. Por su parte, tanto las ONG de hábitat como el Cenvi, el Fosovi, el Copevi y Casa y Ciudad, también intervinieron en estos y otros casos.
Estas prácticas de planeación participativa lograron que los programas de regularización de los asentamientos populares periféricos no se limitaran a la entrega de un título de propiedad y a la introducción de la infraestructura básica. Para ello, las organizaciones de colonos lucharon porque dichos programas respetaran los proyectos que habían elaborado para el mejoramiento de sus asentamientos, y que cada vez más incluían equipamientos comunitarios y áreas de protección ecológica.27 Esto era posible cuando la administración del desarrollo urbano aceptaba firmar convenios con las organizaciones de pobladores, mediante los cuales se daba vigencia legal a los planes de usos del suelo propuestos por éstas con el apoyo de las universidades y las ONG. Lo anterior implicaba que la tecnocracia urbanística aceptara ceder algo de su poder de decisión, en mesas de concertación tripartita compuestas por funcionarios, dirigentes sociales y profesionistas asesores de los pobladores.
Sin negar los avances que representaban estas experiencias, la participación popular en la planeación urbana se centraba de forma prioritaria en la cuestión de la disponibilidad de suelo urbano para vivienda. Si bien se logró acceder a algunos predios, la cuestión del acceso masivo al suelo urbano para la vivienda popular no encontró eco en las políticas públicas. Las demandas de expropiación de predios ociosos, como en el caso de la Cooperativa Guerrero, fueron siempre rechazadas, mientras que las reservas territoriales de las instituciones públicas se iban agotando.
En un contexto de escasez creciente, el acceso de los pobres al suelo urbano constituía el tema central de una planeación urbana democrática y popular. Las organizaciones cooperativas o de solicitantes de vivienda, con el apoyo de las ONG del hábitat más consolidadas, luchaban por obtener que se modificaran los planos de usos del suelo, con el fin de cambiar a uso habitacional los terrenos adquiridos, o para que se incrementara la densidad habitacional asignada en los planos.28
Sin embargo, en su progresiva incursión en la cuestión de la planeación urbana, las prácticas autogestionarias de las organizaciones sociales se enfrentaron a una evidente crisis de legitimidad del sistema de ordenamiento de los asentamientos humanos, inaugurado en 1976 con la creación de la Secretaría de Asentamientos Humanos y Obras Públicas (SAHOP). De hecho, seis años después ésta se convirtió en la Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología (Sedue), para atender sectorialmente “los problemas de vivienda, desarrollo urbano y ecología". Diez años más tarde, en el Diario Oficial de la Federación del 25 de mayo de 1992, se publicaron las modificaciones a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal que fusionaban a la Sedue con la Secretaría de Programación y Presupuesto (SPP), que manejaba el Programa Nacional de Solidaridad, para crear la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), con el objetivo prioritario de combatir la pobreza extrema entre campesinos, indígenas y colonos de zonas urbanas marginadas.
Esto es, la falta de legitimidad de la planeación del desarrollo urbano empezó desde los inicios de los ochenta con su progresiva marginación dentro del aparato del Estado. Sin embargo, la planeación urbana y territorial nunca fue objeto de un amplio debate público, es decir, político. La problemática de los entonces llamados Asentamientos Humanos se ha ido procesando social y políticamente a través de nuevas temáticas y preocupaciones centradas en la pobreza urbana, el medio ambiente o la eficiencia de la administración urbana. De los viejos tiempos planificadores queda una ley que se sigue denominando de asentamientos humanos, y que en su versión de 2016 alcanza a plantear “la participación ciudadana en los procesos de planeación y gestión del territorio” (Artículo 1).
Desde los inicios de su institucionalización, la planeación urbana y del territorio ha ido sufriendo los impactos de los procesos globales que estaban transformando sustancialmente las bases de cualquier ejercicio de planeación: la reestructuración económica, la desregulación y la reforma del Estado. Dichos procesos revolucionaron las prácticas de la planeación urbana; o mejor dicho, obligaron a repensar los objetivos, los métodos y los instrumentos de la planeación en general, y de la territorial en particular.
Producto de todo lo anterior brevemente mencionado, las organizaciones de solicitantes de vivienda se enfrentaron una y otra vez a una de las limitaciones de la planeación territorial en México, la desarticulación entre dos niveles de planeación y de gestión: lo territorial y lo sectorial. Esta desvinculación atraviesa casi todos los ámbitos de gobierno y de la administración pública. El caso de la vivienda es un buen ejemplo de ello: de un lado la planeación financiera de los recursos para vivienda de interés social, y del otro, los recursos para la infraestructura, mientras que, sin articulación alguna, se definen en otras oficinas los usos del suelo y los permisos de construcción.
La planeación participativa, entre el barrio y la ciudad29
Los grupos de solicitantes de suelo y vivienda, por su parte, fueron cada vez menos viviendistas y más abiertos a la planeación integral de sus futuros asentamientos, aunque sus proyectos tuvieran que enfrentarse a la sectorización burocratizada del aparato público antes señalada. Las prácticas populares de planeación urbana democrática fueron exitosas cuando se utilizaron las herramientas de la planeación para el mejoramiento de las condiciones de vida de un asentamiento. Es decir, la planeación participativa o democrática se dio en el nivel del espacio social inmediato realmente apropiado: el barrio; y muy pocas veces a una escala mayor. Esta observación no está hecha con el afán de buscar limitaciones a experiencias que, por otra parte, constituyen una vía innovadora para democratizar el ejercicio de la planeación del desarrollo urbano, pero conviene reflexionar sobre los límites de la planeación barrial comunitaria, pues sería una ilusión pensar que con ella se resuelve la totalidad del desafío de la democratización de la planeación y gestión de una ciudad o de una metrópoli.
Las experiencias exitosas de planeación participativa han sido, por lo general, limitadas a un barrio o a una colonia, ya que una de sus limitaciones es ciertamente su carácter localista. No se puede negar que la ciudad difícilmente puede gobernarse a partir del punto de vista de un conjunto de intereses específicos espacialmente localizados y a veces contrapuestos. De hecho, uno de los argumentos manejados por la tecnocracia planificadora, para la deslegitimación de las prácticas autogestionarias del MUP, consistió en contraponer los intereses particulares de un grupo social a lo que la planificación territorial tiene como su fuente de legitimidad, a saber, el interés general, es decir, la preocupación por la ciudad en su conjunto.
En el transcurso de las dos últimas décadas, esta deslegitimación atañe también a la irrupción de las organizaciones vecinales de los barrios consolidados que se movilizan en contra del auge del capital financiero e inmobiliario en la ciudad. El supuesto concepto de “vecinocracia” adoptado por los promotores inmobiliarios para denostar la resistencia vecinal a sus proyectos ha sido alimentado, a veces a la ligera, por el concepto NIMBY -not in my backyard-, importado de otros contextos y traducido como “no en mi patio trasero”.
Así, en algunas ocasiones la investigación urbana se ha quedado en análisis bastante simples, por no decir simplistas, de una tensión que estructura el sistema de planeación llamado, desde la reforma constitucional de 1983, democrático, a saber, las deficiencias de los instrumentos legitimadores de las decisiones que se toman en torno a la ciudad. Si se quiere ampliar y profundizar la participación vecinal en la planeación urbana, en primer lugar tendremos que definir y distinguir los espacios de participación que se refieren a la defensa del barrio, y los que conciernen a la defensa de la ciudad, de la colectividad en su conjunto.
No obstante, el “interés general” es difícil de definir, y de ello tenemos varios ejemplos, como es el caso de las expropiaciones decretadas en nombre del interés público y que parecen haber terminado sirviendo a intereses particulares. Aunque, si bien es cierto que no pocas veces se invoca el “interés general” con el fin de legitimar las acciones y los intereses de los sectores dominantes de la sociedad, no menos cierto es que la cuestión de saber cuáles son los intereses de la ciudad en su conjunto sigue siendo válida, y que ésta se encuentra en el corazón mismo de una práctica democrática de la planeación urbana.
Se ha planteado, por parte de distintas fuerzas políticas, el hecho de que para resolver la actual situación de tensiones y conflictos en la toma de decisiones sobre la ciudad deben ampliarse las atribuciones que tienen las organizaciones vecinales para ser consultadas en materia de los usos del suelo, pero este camino no deja de ser problemático, ya que existen fuertes desniveles de información, de educación y de cultura ciudadana para pensar que una asamblea de vecinos pueda, primero definir por sí sola si determinada obra corresponde o no al "interés general" de la ciudad en su conjunto y, posteriormente, aceptar que sus intereses particulares sean afectados por dicha obra. El interés de los vecinos de un barrio no es el interés general, aunque sí de alguna manera forma parte de él.
La estrategia que pretendería hacer del barrio o del municipio la única base espacial de la democratización de la planeación urbana sería, además de peligrosa, ilusoria. Peligrosa porque llevaría (de hecho en la ciudad de México está llevando) a una atomización cada vez mayor de los intereses y de los conflictos, que contribuiría fuertemente a la consolidación de la segregación de los usos del suelo, y -más generalmente- de la segregación socioeconómica de la ciudad. Ilusoria, porque son evidentes las limitaciones de la participación local para comprender y responder al tamaño y complejidad de los problemas de la metrópoli en su conjunto.
Entonces, la estrategia alternativa parece ser la de definir distintos niveles de participación democrática en la planeación de la ciudad, que delimiten pero que al mismo tiempo articulen entre sí las distintas atribuciones de los vecinos, de los órganos legislativos de representación y de la administración urbana. ¿Cuáles son los ámbitos deseables y factibles de la participación vecinal (la democracia participativa) y cuáles los de la planeación y de la gestión urbana que debemos reservar para otros espacios del ejercicio de la democracia: legislatura y gobierno local, electos ambos (democracia representativa)?
La participación social en la planeación urbana debería complementarse con la participación política con el fin de acceder a la confrontación entre intereses divergentes, así como a su necesaria, pero conflictiva, conciliación en función del “interés general”. En este sentido, la planeación urbana puede jugar un papel importante en la definición política del “interés general”, lo cual implica abandonar la concepción “técnica” y neutral de la misma y aceptar su “politización”. El papel de la planeación urbana es el de constituirse en un espacio de confrontación democrática entre intereses particulares y de clase, así como de debate en torno al “interés público”. La planeación urbana debe proveer un espacio en el que se reivindica lo público por encima, y no sólo al lado, de lo privado. En ello radica su posible legitimidad.
El proceso de legitimación de la planeación urbana pasa por la creación de canales de comunicación entre los planificadores y las masas urbanas, lo cual significa no concebirlas como masas amorfas sino conformadas por grupos y sectores, a veces antagónicos. Dicho proceso a su vez pasa por una nueva concepción de la planeación, que es parte del proceso de gobierno y de la gestión cotidiana de la ciudad; o sea, como una planeación permanente que acepta poner sus planes a prueba de la administración de la ciudad y de su gestión.
Sin embargo, tenemos que reconocer que la nueva legitimidad de la planeación urbana no podrá surgir fuera de los procesos de democratización del sistema político, de las instituciones de representación, así como de los aparatos de gobierno. En la actualidad, este sistema es presa de intereses minoritarios, sean estos económicos o vecinales, de los cuales no se puede esperar ningún "proyecto de ciudad" diseñado sobre bases democráticas. En este sentido, más que buscar la elaboración de mejores planes (o mejor dicho, para poder hacer mejores planes), los planificadores deberían primero cumplir con una responsabilidad histórica: aportar elementos concretos para la transición hacia la democracia.
Hoy en día, democratizar la planeación urbana, en la metrópoli mexicana, implica explicitar cuál es el papel que se le asigna a la planeación y a la gestión urbanas a nivel del barrio. Esta necesidad se deriva del hecho de que, en la actualidad, lo local aparece como el nuevo espacio utópico de la democracia. No es necesario recordar aquí la gran riqueza reflexiva que se ha manifestado en América Latina, desde hace dos décadas, en torno a la cuestión de la reforma municipal. Sin embargo, en México y en muchos otros países la municipalización ha sido objeto de una idealización de lo local, del gobierno local y del municipio.
No pocas veces se ha confundido el poder local con el gobierno municipal, insistiendo demasiado en el objetivo de lograr una (difícil y tramposa, por falta de recursos) descentralización del gobierno y de la administración central hacia el municipio. En este camino se ha perdido de vista que la construcción de un verdadero poder local pasa más bien por la emergencia y la consolidación del poder ciudadano en los distintos espacios de lo local: el barrio, el municipio, o la región. Un espacio en donde se puede ir construyendo este poder ciudadano es la planeación participativa y democrática del territorio, a nivel local, del barrio.
Reflexiones finales. Autogestión y territorio
Existe un consenso al pensar que las prácticas autogestionarias encuentran su fuerza y cohesión no sólo en la claridad de objetivos que tengan sus promotores, y en el grado de autonomía que puedan lograr, sino también en su anclaje territorial. Muchas veces se ha dicho que la movilización colectiva lograda por los grupos de solicitantes de tierra y vivienda se deriva justamente de este formidable movilizador de energías y recursos que representa la necesidad de apropiarse de un lugar en donde vivir. También mucho se ha escrito sobre el papel jugado por el “arraigo” al barrio, como sostén de los movimientos de resistencia al desalojo en los barrios céntricos.
Es indiscutible que la mayor parte de las experiencias exitosas de construcción de comunidad y de desarrollo de procesos autogestionarios tienen al barrio como su espacio de producción y reproducción. John Friedmann hace notar que ello se debe, en gran parte, a que los sectores más desfavorecidos de la sociedad encuentran en el barrio o en el vecindario el espacio de creación y recreación de las redes económicas fundamentales de sobrevivencia (Friedmann, 1991: 68 y ss.). Tal vez en mayor medida para las mujeres, los niños y los jóvenes, el barrio constituye el referente espacial fundamental a través del cual se construye la reivindicación de la autonomía y se accede a la dimensión política cultural. “Sus habitantes tenderán a considerar a su barrio como un espacio relativamente autónomo sobre el cual ellos pueden ejercer algo así como un derecho soberano” (Friedmann, 1991: 69).
Una investigación llevada a cabo en los años noventa me llevó a concluir que, en este proceso de identificación de la organización social con el territorio, los proyectos culturales de las organizaciones sociales jugaban un papel muy relevante,30 ya que se proponían rescatar la historia del barrio o de la colonia, o del movimiento, cuando se trataba de un asentamiento nuevo, y de escribirla y difundirla. Diversos proyectos culturales promovían la memoria colectiva del barrio para rescatar las prácticas culturales de la comunidad, como el manejo de las hierbas medicinales, las recetas culinarias locales, sus bailes y canciones, entre otras. Estos esfuerzos a veces contaban con la colaboración de investigadores universitarios. Así, se escribía(n) la(s) historia(s) de Tepito, de la colonia Guerrero o del barrio de Culhuacán; se imprimían cancioneros o recetarios; se organizaban exposiciones históricas con fotografías, a veces sacadas de los armarios de los vecinos, etcétera.
Sin embargo, varios proyectos no tenían, o no solamente como finalidad, el fortalecimiento de la identidad cultural del grupo, sino que se dirigían a promoverlo, así como también su experiencia hacia afuera. Se buscaba la identidad no tanto a partir de la autovaloración del grupo sino a través de lograr existir frente a los demás. Los folletos que sistematizaban las experiencias servían para difundir el proyecto de la organización, en particular hacia las demás agrupaciones del movimiento. Los festivales culturales eran utilizados, algunas veces, no sólo para dar a conocer sus vivencias, logros y luchas (obras de teatro, corridos), sino también para hacer proselitismo dentro del barrio, de la colonia o de la delegación (municipio).
La cultura popular urbana, valorizada por las organizaciones del MUP, entonces me pareció que quería construirse a partir de los valores propios de una comunidad territorialmente definida y delimitada en su identidad. Y dentro de este proyecto cultural la cuestión de la "identidad" refería más a la pregunta “¿de dónde eres?” que a la interrogante “¿quién eres?”
La cultura de la autogestión está fuertemente marcada por el territorio, es decir, por el espacio apropiado y la apropiación del espacio. Es su fuerza y su debilidad. Es su debilidad porque está en puerta el riesgo de construir guetos autogestionados, ya que la cultura de éstos no deja de ser fascinante por la cohesión social y cultural que pueden lograr, sobre todo frente a la aculturación forzosa e incompleta de la cultura de las masas. El barrio frente a la ciudad, el barrio contra la ciudad. Sin embargo, y a pesar del paradigma de la “comuna libre”, es difícil reivindicar al gueto como el espacio de la libertad, y tampoco como el de la creatividad surgida de la autonomía del pensamiento y de la acción.
Posiblemente, el proyecto autogestionario en la gran ciudad tenga como reto tender puentes y mediaciones entre el barrio y la ciudad, entre el microcosmos de la identidad barrial y el espacio político de la gran ciudad. A final de cuentas, se trata de construir una cultura urbana, desde la particularidad de la cultura del barrio, de la comunidad. Los grandes proyectos culturales del hombre siempre han buscado la universalidad, aunque ésta se haya logrado la más de las veces con base en colonialismos y hegemonías, negación y destrucción de culturas. En contraste, la cultura de la autogestión puede colaborar en la construcción de una cultura urbana democrática, que busque la universalidad en la diferencia y no en la uniformidad impuesta por la hegemonía.
Por otra parte, las prácticas autogestionarias remiten a una cuestión que está lejos de haber sido resuelta, por lo menos concretamente, aunque bien podría ser que sí teóricamente, por las organizaciones sociales que reivindican la autogestión: se trata de su relación con el Estado. ¿Acaso sea con "otro Estado" que las organizaciones autogestionarias podrán obtener el control social de los recursos públicos para sus proyectos? Mientras se derrumba el Estado clientelar, ¿tendrán que ir apoyándose en instituciones aparentemente más respetuosas de su demanda de autonomía o que simpatizan con sus proyectos (iglesias, ONG, universidades), a pesar de sus limitados recursos? El desarrollo futuro del proyecto autogestionario en la ciudad de México depende, en gran parte, de cómo las organizaciones sociales responderán a estas preguntas.
Asimismo, algunas de las prácticas autogestionarias que tuve la oportunidad y el gozo de acompañar, directa o indirectamente, no dejaban de transparentar cierto voluntarismo a la hora de la definición y diseño de los proyectos, particularmente cuando éstos se trataban de equipamientos (de salud, de abasto o culturales). Encontramos que muchos de ellos descansaban sobre la dirigencia de la organización o sobre un grupo de miembros reunidos en una comisión. En contraste con las prácticas de diseño participativo que se había logrado desarrollar en los proyectos de creación de nuevos asentamientos, muchos culturales y de otros servicios comunitarios tenían dificultad para ser realmente participativos.
Estas limitaciones que conocía el proyecto autogestionario aplicado a equipamientos comunitarios tenían varias razones de ser. Por una parte, en muchos casos surgían de la necesidad a la cual se enfrentaban los promotores de la autogestión urbana de mantener, de recrear o incluso de generar la movilización y la organización social. En el caso de los grupos productores de asentamientos esta necesidad se derivaba del hecho de que una vez satisfecho el acceso al suelo y a la infraestructura se asistía, no pocas veces, a una suerte de repliegue de los miembros de la organización sobre el ámbito de lo privado, de la casa, de las estrategias de sobrevivencia desarrolladas por cada hogar o, a lo sumo a las redes fundamentales de solidaridad de la familia ampliada.31
La apropiación colectiva de un proyecto constituía, sin duda, una de las bases estratégicas para la consolidación del proceso autogestionario. La promoción y gestión colectiva de equipamientos barriales se presentaba como un medio para fomentar la re(construcción) de un tejido social comunitario, condición para el surgimiento de un proceso cultural y político autogestionario. Se trataba, al final de cuentas, de (re)construir un espacio comunitario como espacio concreto de lo político (Coulomb, 1992: 165). Sin embargo, esta intencionalidad no dejaba de favorecer actitudes voluntaristas o de promoción que dificultaban, en gran medida, la apropiación de los proyectos por parte de la población.
La apropiación colectiva de los proyectos a veces también se enfrentaba a su carácter “alternativo”. Los proyectos educativos, de salud o culturales, eran diferentes y alternativos a los programas estatales o de las empresas privadas. Esta intencionalidad de los proyectos, de querer innovar en determinado campo, dificultaba su apropiación colectiva, pues generalmente implicaba elementos informativos, de capacitación y educación que la mayoría de los miembros de una organización no tenían. Por otra parte, el carácter alternativo de los mismos, por ejemplo en el campo cultural, sin duda dificultaba el acceso a los recursos gubernamentales que estarían dispuestos, cuando mucho, a conceder la gestión comunitaria de los proyectos convencionales diseñados por la burocracia estatal.
Nuestra evaluación de varios proyectos culturales (Coulomb, 2005) apuntó a una hipótesis inicial consistente en proponer que la reivindicación de autonomía e independencia, calificada de autogestión, se originaba en una voluntad y/o necesidad de generar proyectos de cultura alternativa; la autonomía aparecía como la condición sine qua non para desarrollar proyectos alternativos, diferentes. Es decir, el carácter alternativo de la cultura que se quería promover dificultaba tanto el desarrollo de una dinámica genuinamente autogestionaria (comunitaria) como la obtención de recursos externos, ambos elementos sin los cuales difícilmente se puede, por lo general, competir con los proyectos culturales estatales o mercantiles.
El desarrollo de una cultura autogestionaria, bien sea en el ámbito universitario, en el barrio, en la colonia e incluso en la ciudad, depende de la capacidad para desarrollar de forma democrática una "cultura del proyecto". Aquí no nos referimos al hecho de saber redactar proyectos de tal forma que su financiamiento pueda ser aceptado por alguna institución pública o privada, aunque convendría ofrecer talleres de capacitación para ello.
Una "cultura del proyecto" refiere a la posibilidad de generar instrumentos y espacios de decisión para que un grupo pueda decidir sobre los proyectos compartidos, pero también implica la educación y la apropiación de los valores democráticos culturales, que no pocas veces podrán consolidarse si tienen una inscripción espacial concreta y se hayan desarrollado al calor de la lucha colectiva por apropiarse de los espacios públicos materializados en equipamientos comunitarios barriales.
Colofón
La propuesta de “construcción de ciudadanía” se inscribe dentro de la muy profunda crisis de legitimidad del sistema político y de las actuales instituciones, tanto las de representación política (democracia representativa) como las de la llamada participación social (democracia participativa). La ciudad de México padece, desde hace demasiado tiempo, de un régimen político sustentado, independientemente del partido político en turno, sobre una práctica de la gobernabilidad autoritaria, patrimonialista, clientelar, que limitó y no pocas veces inhibió las formas democráticas de representación y participación. La apatía política, la atomización social, el repliegue sobre las redes familiares de solidaridad e intercambio y, en consecuencia, la delegación de las principales decisiones en las cúpulas políticas partidistas, durante mucho tiempo fueron, y siguen siendo, la expresión clara del divorcio profundo entre el gobierno y los “ciudadanos”, es decir, de la falta de legitimidad del ejercicio gubernamental.
Hasta fechas recientes no existían formas de intermediación entre la población y el aparato de gobierno, o entre los ciudadanos y sus representantes, si no era a través del clientelismo político o de la adhesión a los órganos corporativos impulsados y controlados desde el aparato del partido en el gobierno. El régimen de partido de Estado evitaba que la ciudadanía interviniera directamente en las decisiones que afectaban el desarrollo de su ciudad, de sus delegaciones (ahora alcaldías), de sus pueblos, colonias y barrios. Ante la demanda ciudadana por una mayor democratización se crearon instancias de representación vecinal, cuyas atribuciones han sido muy limitadas y los procedimientos para su elección viciados, en buena medida, por la falta de participación de los habitantes de la ciudad en los asuntos colectivos.
La ausencia de constitución de una ciudadanía autónoma, con derechos y obligaciones frente al gobierno, permitió la creciente autonomización de la clase política y la privatización de lo público, cuyas consecuencias más notorias han sido la creciente corrupción e impunidad, así como la falta de moral y responsabilidad públicas; en fin, la llamada crisis del Estado de derecho.
La estrategia que debería de implementarse es la de la reconstrucción y fortalecimiento de las organizaciones de la sociedad civil, pues la transición hacia la democracia en la ciudad requiere de una ampliación significativa de los espacios de participación directa y autónoma de los ciudadanos y sus organizaciones en la (auto)gestión de sus territorios. Para ello, es necesario trascender el planteamiento meramente general e identificar las áreas de la administración pública en las que pueden incorporarse canales efectivos de participación, dando poder real a la ciudadanía para intervenir en la producción y mejoramiento de sus espacios de vida y convivencia cotidiana: el barrio, la colonia o la unidad habitacional.
Esta participación en la (auto)gestión pública (no estatal) del territorio debería permitir construir una nueva relación del gobierno con la sociedad, en particular a nivel local. Lo anterior implica fomentar la organización social desde el territorio y apoyar a la población en la defensa y rescate de sus tradiciones, manifestaciones culturales y modos de vida, proporcionando la información necesaria para que los ciudadanos puedan ejercer sus derechos y efectivamente tomar decisiones, generando estructuras horizontales que les permitan definir sus prioridades; discutir los procedimientos; aportar su iniciativa y creatividad; fiscalizar las políticas y las obras, así como también denunciar la corrupción.
Las políticas públicas relacionadas con el desarrollo social pueden convertirse en un espacio privilegiado de organización social y de florecimiento de los proyectos autogestionarios, tal como se inició en 1997 con el primer gobierno electo de la Ciudad de México, pero que se abandonó a partir de 2001. Una estrategia de desarrollo social debería desatar y potenciar la energía ciudadana y concebir a los beneficiarios de los programas sociales como sujetos con plenos derechos, a los que les corresponde jugar un rol específico para la consecución de metas y objetivos que se traduzcan en una mejoría real de sus niveles de vida, sobre todo por parte de quienes hasta ahora han sido excluidos de los beneficios económicos y de las decisiones políticas, o que sólo han sido utilizados para intereses ajenos a los suyos a través de mecanismos corporativos y clientelares.
La participación organizada de los beneficiarios mediante el impulso de formas comunitarias, cooperativas, asociativas y autogestionarias para el mejoramiento barrial, así como la dotación y gestión de servicios sociales, contribuyen a una administración transparente y eficaz de los recursos. Para concretar esta estrategia de participación social deben abandonarse las actuales prácticas corruptas de representación vecinal y crearse, posiblemente mediante una nueva Ley de Planeación y Gestión Democrática, la obligación del gobierno de la ciudad de apoyar (financiar) las iniciativas de habitantes que se organizan, mediante prácticas democráticas verificables, en torno a los proyectos de vivienda, educativos, culturales, de protección patrimonial, de seguridad o de prevención de desastres.
No puede haber en la gran ciudad un orden social incluyente, o menos excluyente, sin que se esté dando una nueva forma de hacer política, basada en la transformación de las mayorías (excluidas) en sujetos y actores políticos, a partir de su inclusión en los procesos de diseño, operación y evaluación de las obras, programas y proyectos que afectan sus territorios.
Al final de cuentas, si podemos constatar que hoy en día no existe un proyecto de ciudad,32 o más bien, que éste existe pero por parte de los intereses particulares y hegemónicos, nuestra responsabilidad como investigadores y profesionales urbanos debe tener algo que ver con la definición democrática de dicho proyecto (Coulomb, 1991a).