Introducción
Una de las principales aportaciones de la sociología al entendimiento de lo social es problematizar lo que se da por cierto. La sociología, cualquiera que sea su enfoque específico, es una ciencia que busca comprender cómo funcionan las sociedades, cómo cambian y se transforman, cómo se estructuran, cómo se articulan internamente; en breve: cómo pueden existir y cuáles son todos los elementos que las componen. De ahí que pueda hablarse de una sociología específica para cada ámbito de la sociedad, como las sociologías de la política, la educación, la economía, la religión, la ciencia, el arte, etc. Cualquiera que sea su tema de especialización, hablar de sociología implica preguntarse por qué las cosas son de un modo y no de otro.
Si la sociología busca explicar las condiciones de posibilidad del orden social (entendiendo “orden” no en un sentido normativo, sino funcional y estructural), una sociología de la violencia trataría de responder a la pregunta: ¿cómo es posible la violencia? La pertinencia de esta cuestión radica en su utilidad para contextualizar el fenómeno, encontrar sus aristas, describir su lugar en el mundo, dar cuenta de su sentido y razón de ser en la sociedad. A partir de lo anterior, este ensayo consiste en una serie de reflexiones que busca introducir el concepto de violencia en la red de relaciones conceptuales que usa la sociología para observar el mundo.
Nos hacemos cargo de nuestra referencia a la “sociología” y a la “violencia” como si cada uno de estos términos contuviera un conjunto homogéneo de elementos, pero no vamos en esa dirección. No negamos la diversidad de perspectivas sociológicas ni las múltiples expresiones de la violencia; no obstante, las reflexiones que aquí se exponen son de orden primario (en realidad, bastante básicas y elementales) toda vez que fueron elaboradas a partir de las explicaciones sociológicas más sustanciales sobre lo social. Esto se debe a que la sociología de la violencia o, mejor dicho, los sociólogos que hacen explícitamente teoría social sobre la violencia,1 debaten dentro de un mismo campo disciplinario que ha sido delimitado durante casi 200 años de quehacer sociológico. Ello implica que las discusiones teórico-sociológicas sobre la violencia se elaboren sobre los pilares que sostienen toda sociología; en específico, la relación entre individuo y sociedad, las funciones y estructuras del orden social, el papel de los individuos (sujetos-actores-agentes) en la producción y reproducción de la sociedad y en la construcción social de cualquier fenómeno que se quiera comprender o explicar. No hay sociología contemporánea, cualquiera que sea su tema de interés, que no proceda sobre esas materias. En ese sentido, en el presente ensayo observamos lo que hay de fundamental entre los sociólogos que teorizan sobre la violencia y distinguimos aquellas premisas que son (o acaso deberían ser) el punto de partida de cualquier análisis social o intervención pública sobre la violencia.
Dicho lo anterior, nuestra apuesta es contribuir a que la discusión pública y académica sobre la violencia en nuestro país pueda liberarse de debates que la teoría sociológica dio por resueltos en el siglo XX y lo que va del presente. Al respecto, aquí señalamos: i) que la violencia no puede explicarse en términos unidireccionales como la pobreza, la desigualdad, la exclusión o los valores, ii) que por controvertido que parezca, la violencia cumple funciones que articulan a individuos, instituciones y sistemas de la sociedad, iii) que altera y reconstruye el sentido intersubjetivo de las interacciones sociales; por lo tanto, que no habrá política sobre la violencia que tenga éxito si no es sensible a las profundas afectaciones que genera en quienes la padecen, iv) que las disputas entre individuos o grupos sociales que no se resuelven con criterios del derecho o la moral se solucionan por medio de la violencia, y v) que la violencia se previene cuando hay oportunidades para resolver los conflictos en todos los ámbitos y niveles de la sociedad. Para desarrollar estas ideas, hacemos abstracción de las bases conceptuales de la teoría sociológica sobre la violencia a lo largo de las cinco secciones que siguen a continuación: cada una de ellas tiene la forma de premisa, es decir, de idea que busca servir de base para razonamientos sobre la temática.
Premisa I. La violencia es irreductible al individuo o la sociedad
Para explicar sociológicamente la violencia, los “estados del arte” en la materia coinciden en señalar que las aproximaciones clásicas a este fenómeno se mueven entre marcos teóricos que derivan de las posiciones epistemológicas fundamentales del objetivismo y el subjetivismo; a saber: sociedad/individuo, estructura/actor, sistema/mundo de vida, estructural-funcionalismo/interaccionismo simbólico, entre otras dicotomías clásicas que dan cuenta de la distancia entre el ser individual y el resto de la sociedad (Arteaga y Arzuaga, 2017). Los desarrollos teóricos de la segunda mitad del siglo XX, relativos a la violencia (y a cualquier otro tema) han intentado sortear esa dualidad (Wieviorka, 2009, Joas 1996, 2005; Luhmann, 1998; Tilly, 2003, y un poco, a su manera, Collins, 2008) para tomar distancia tanto de las explicaciones de la psicología criminal como de los determinismos económicos, culturales o normativos. Acaso con la excepción de Merton (2013), para quien la violencia es un comportamiento regulado estructuralmente, el pensamiento sociológico la ha conceptualizado como una configuración social (en el sentido de Norbert Elias), que cobra una existencia intermedia entre la subjetividad y la estructura social. Así, la violencia ha sido teorizada como una forma de socialización (Simmel et al., 2014), un sistema social (Luhmann, 1998), una interacción emocional (Collins, 2008), como un proceso de desubjetivización (Wieviorka, 2009) y como una experiencia (Staudigl, 2013). Todas estas definiciones se refieren a lo “social”; es decir, a esa realidad que no puede asirse en su unidad como algo objetivo, pero que se construye cotidianamente en las múltiples ocasiones de contacto entre seres humanos.
Para la sociología, la violencia ocurre en ese espacio que se abre entre el individuo y la sociedad. Del lado del individuo,2 esa distancia se explica por el margen de libertad individual frente a las determinaciones estructurales (por ejemplo, la acción creativa de Joas) y por la incapacidad humana de conocerlo y controlarlo todo (la “racionalidad limitada” de la que hablaba Herbert Simon en sus estudios organizacionales). Del lado de la sociedad, dicha separación se explica por la innegable contingencia, incertidumbre y complejidad del mundo que pone trabas a las explicaciones deterministas. Así, un enfoque sociológico de la violencia no recurre a las figuras de explanandum y explanans, sino que intenta identificar cómo se configura socialmente, y para ello parte del supuesto fundamental de que no hay relación lineal individuo-violencia-sociedad, o viceversa. Esto puede parecer demasiado obvio; de hecho, es una idea bastante aceptada que la violencia es un fenómeno complejo y multicausal; no obstante, las ciencias sociales insisten en generar explicaciones unicausales para entender su incremento (Zepeda, 2017). Se comprende que esta insistencia sea el resultado de las demandas hacia las ciencias sociales para que generen respuestas que permitan resolver los problemas públicos;3 sin embargo, la violencia, en toda su complejidad, es indeterminada unidireccionalmente y no resulta invariablemente reversible mediante parámetros preestablecidos.
Lo anterior no significa que el relativismo prive en los enfoques sociológicos sobre la violencia. Cada teoría general sobre el fenómeno, de las revisadas para este ensayo, cuenta con un marco teórico coherente y lógicamente articulado que explica los procesos sociales mediante los cuales se construye lo que en determinado momento histórico se concibe como violencia. De este modo, Randall Collins señala que la frontera entre una interacción no violenta y una que sí lo es se encuentra en la situación de tensión y miedo confrontacional que da pie a su surgimiento, siempre y cuando: a) se localiza a un objetivo débil, b) hay un público que respalde a los agresores, c) se ataca desde lejos o d) se perpetra un ataque sorpresa (Collins, 2008). Michael Wieviorka explica la violencia como resultado de procesos de desubjetivización,4 que se combinan con condiciones de exclusión, motivos ideológicos, obediencia irreflexiva a la autoridad o hedonismo (Wieviorka, 2009, 2013, 2014a, 2014b). Para Niklas Luhmann (1998), se trata de un sistema social cuya fuerza destructora se observa en los sistemas más amplios en los que aquella surge parasitariamente; por ejemplo, la familia, la empresa, las relaciones internacionales. Robert Merton, cuya propuesta todavía se retoma en los enfoques más recientes de la sociología de la violencia, señala que es el resultado de objetivos socialmente definidos (v.gr., tener riqueza o poder), de la falta de oportunidades para acceder a ellos y de las desventajas sociales.5 Georg Simmel, pionero en la sociología de la violencia, explica que más bien es una forma de socialización, es decir, que no puede ser reducida a las motivaciones individuales y cuyos efectos han de observarse en la integración de los grupos sociales. De este modo, lo que hace la teoría sociológica de la violencia es usar los supuestos y los conceptos vigentes en las explicaciones generales de la sociedad para analizar sus particularidades, y es así porque se la entiende como una construcción social cuya autoría no es responsabilidad exclusiva del individuo o de la sociedad.
Premisa II. la violencia desempeña funciones sociales de diferenciación e integración en el orden social
En la División del trabajo social, Émile Durkheim señalaba que hay dos maneras de entender la palabra “función”, una como los movimientos de un cuerpo y otra como las necesidades a las que corresponden esos movimientos. Esta segunda acepción era la que usaba el sociólogo francés para referirse a la función social de la división del trabajo6 y es la misma que implícitamente ha utilizado la sociología de corte funcionalista para discutir el rol o papel de la violencia en las sociedades modernas; es decir, el estudio de las funciones de la violencia significa cuestionarse: ¿a qué necesidades de la sociedad responde dicho fenómeno? De acuerdo con la teoría de sistemas complejos adaptativos, por “necesidades” nos referimos a aquello que las sociedades requieren para mantener las condiciones de su propia supervivencia.
La violencia define, en principio, los roles sociales de los actores según la polarización entre víctima y victimario. Ambos papeles están cargados de contenido en cuanto a expectativas de comportamiento y relación mutua; por ejemplo, en las sociedades contemporáneas se espera que el victimario cese su agresión y sea sancionado; asimismo, se espera que la víctima denuncie, sea reparada y “se la haga justicia”. La definición de roles sociales implica establecer relaciones recíprocas de intercambio en el sentido de Simmel; esto es, el comportamiento de uno sirve de complemento a la conducta del otro, lo cual genera patrones de interacción;7 piénsese, por ejemplo, en la que existe entre el bravucón y su víctima en una escuela (Farmer et al., 2012), o sea, los agresores no atacan a cualquier persona, sino a aquellas que son el blanco más fácil (Collins, 2008). La reiteración de esta interacción en distintos momentos y espacios permite establecer tipos sociológicos sobre agresores, víctimas y relaciones violentas.
Cuando las interacciones violentas escalan a otros ámbitos más generales de la sociedad, como las escuelas, centros de trabajo, barrios, comunidades, ciudades, medios de comunicación o internet, se establecen jerarquías entre los grupos de victimarios y de víctimas. Entre los primeros, habrá quienes gocen de mayor prestigio por la efectividad de sus acciones; entre las segundas, destacarán quienes tengan más autoridad para hablar en nombre del colectivo de las personas agraviadas. Otra consecuencia del escalamiento del conflicto violento es la emergencia de otros actores, como la autoridad y el público, cada uno con sus propios roles y jerarquías. De aquélla se espera que sea justa y del segundo que sea solidario con la víctima y demandante con la autoridad. En cuanto a sus jerarquías, la autoridad procurará mantener su legitimidad, “dejando caer todo el peso de la ley” o llegando “hasta las últimas consecuencias”, mientras que en el público serán objeto de reconocimiento aquellos actores que tengan el diagnóstico más “adecuado” de los acontecimientos violentos según sus propias preocupaciones o intereses. Luhmann señalaba que los conflictos logran algo que no se obtiene con la lealtad: generar unión entre los grupos en disputa. En el mismo sentido, Simmel decía (antes que Luhmann) que los conflictos generan cohesión social, solidaridad e identidad colectiva. Lo mismo podría decirse de la violencia. Los estudios acerca de los movimientos sociales o la acción colectiva, así como aquéllos sobre victimización, ofrecen abundante evidencia al respecto.8
La diferenciación e integración de roles sociales, patrones de interacción, jerarquías y grupos que se generan a través de la violencia implican procesos de inclusión y exclusión, axioma de operación básico en la configuración del orden social. Los grupos criminales tienen criterios de selección de sus miembros y entre las víctimas se debaten para decidir quién tiene el derecho de abrogarse tal título y quién no; es decir, la inclusión/exclusión sirve para mantener los límites de los grupos y las jerarquías internas (Farmer et al., 2012). En el mismo sentido, de acuerdo con Robert Merton, por medio del comportamiento delictivo los individuos logran acceder a bienes que no pueden obtener por medios legítimos; es decir, usan el delito como forma de inclusión. En ámbitos menos políticos, la violencia puede generar que tanto víctimas como victimarios sean excluidos de algunos grupos e incluidos en otros. Como veremos en la siguiente premisa, la violencia desata procesos de desarticulación de sentido que alteran la vida cotidiana de quienes la padecen.
Para comprender las funciones de la violencia en las estructuras generales de la sociedad conviene asumir una posición sistémica, porque ésta permite comprender la relación entre todos los ámbitos sociales. De acuerdo con Niklas Luhmann, la violencia es un sistema social per se, que se alimenta de los sistemas en los que surge, ya sea por la interacción o la organización con sistemas sociales como el derecho, la política, la economía, la religión, la educación o la ciencia. Si partimos del supuesto de que cada uno de ellos tiene sus propios criterios de operación -que permiten la diferenciación entre un sistema y otro, cuyos objetivos últimos son prolongar sus propias existencias-, entonces la violencia desempeñaría funciones coherentes con esas reglas operativas (códigos binarios, en el lenguaje de Luhmann) de cada uno de los sistemas sociales de los que proviene. Así, se ha estudiado la acción violenta como un instrumento para obtener ganancias económicas (Keen, 2005), delimitar lo sagrado de lo profano (Girard, 1972), acceder al poder político,9 generar conocimiento (Nandy, 1989), o como medio de enseñanza (Epp y Watkinson, 1997). En suma, la violencia forma parte de las fases de equilibrio y desequilibrio que marcan el derrotero de las sociedades.
Premisa III. La violencia crea procesos relacionales de (des)articulación de sentido
Entendemos por sentido de la violencia la manera en que sus participantes (ya sea como víctima, victimario, público o autoridad) se sitúan a sí mismos en el contexto de los fenómenos violentos; es decir, hablamos de un sentido subjetivo (con o sin prefijos) en tanto los actores se colocan unos en relación con otros para definir su rol, interactuar y codeterminar el derrotero que seguirán sus cursos de vida a partir de los hechos violentos. El sentido de la violencia remite a la manera en la que los individuos la sufren o ejercen de acuerdo con la experiencia de su propia vulnerabilidad -expuesta en la interacción entre agresor, víctima y testigo- en vinculación con el contexto de las prácticas sociales y las construcciones discursivas vigentes en el orden social (Staudigl, 2013). En términos fenomenológicos, la violencia puede entenderse como un acontecimiento que interrumpe dramáticamente el fluir de la vida cotidiana, altera su estabilidad y abre oportunidades a la problematización de la manera en que cada uno de los involucrados es y está en el mundo. Esa alteración del equilibrio de la cotidianidad (que puede generarse de muchas maneras y con diversas intensidades) puede preceder a los hechos violentos cuando los victimarios no logran interactuar sin que los rebase el miedo (Collins, 2008), o bien no son capaces de establecer un escenario de conflicto (Wieviorka, 2009) o de integrar armoniosamente sus emociones con su racionalidad técnica (Joas, 2005).
Al alterarse la estabilidad de la vida cotidiana, a los participantes se les presentan dos opciones: dotar o no de sentido a su lugar en el mundo a partir de los hechos (piénsese en el diagrama de bifurcación de Prigogine y Stengers, 2004). Si ocurre lo primero, entonces se abren nuevas alternativas para continuar las trayectorias de vida y generar, de nueva cuenta, otra fase de estabilidad; por ejemplo, cuando los victimarios crean nuevas formas de vida en reclusión, cuando las víctimas se organizan colectivamente para defender sus derechos o cuando en el resto de la sociedad se impulsan nuevos criterios morales y jurídicos para sancionar los hechos violentos. En cambio, si sucede lo segundo, si no se logra reconstruir el sentido subjetivo, entonces se cierran las posibilidades a nuevas alternativas y los actores pierden oportunidades de continuar su integración en los ámbitos de la vida cotidiana. Esto es lo que ocurre cuando se abandona lo que se hacía antes de los hechos violentos sin que se realice una sustitución con nuevas formas de inclusión; por ejemplo, cuando se deja de ir a la escuela o al trabajo, se corta comunicación con amistades o familiares, se deja de asistir a los lugares a los que se acudía antes y demás variables que retoman las encuestas de victimización. Estos cambios pueden conducir, a su vez, a nuevas articulaciones de sentido en la vida cotidiana o al colapso y perecimiento de los participantes. Se trata, en una última instancia, de encontrar coherencia entre el quehacer de la persona y el resto del mundo, entre individuo y sociedad. Entender a la violencia en su carga de sentido permite comprender su peso específico en la construcción del mundo, contextualizada en los esquemas normativos vigentes y siempre abierta a lo humanamente posible.
Premisa IV. La violencia se define socialmente de acuerdo con los criterios del derecho y la moral
La sociedad es posible por los criterios supraindividuales que regulan los actos humanos y por el orden de relaciones selectivas que deriva de la imposibilidad de contactos simultáneos entre todas las personas; en otras palabras, por la estructura normativa y la diferenciación funcional que condicionan las interacciones sociales, las organizaciones formales y los sistemas como la política, la economía, la religión, la educación, el arte, etc. Ante la insuficiencia de la fuerza del Estado para garantizar el control social, la estructura normativa, compuesta por el derecho y la moral, contribuye a limitar el alcance de los actos individuales con justificaciones propias de la filosofía política, como “el bien común”. De otro modo, las sociedades caerían en una suerte de apocalipsis, una lucha por la sobrevivencia que llevaría al extremo la ironía de “el último en salir, que apague la luz”.10
En el mismo sentido, Arteaga y Arzuaga (2017), interpretando a Parsons, señalan que
las sociedades no descansan […] enteramente en el uso de la fuerza, pero sí en su incorporación a la trama cultural, por lo que pueden ser estables un tiempo sin recurrir a ella. Es por ello que el poder se ejerce bajo otros mecanismos que aseguran la efectividad de la acción colectiva, como el respeto a las normas y los valores compartidos; mecanismos que permiten la observación y el acatamiento de las leyes y las regulaciones sociales en general (Arteaga y Arzuaga, 2017).
No obstante, lo importante para hablar de la violencia no es que el derecho y la moral garanticen el control de los comportamientos sociales (como ingenua o maliciosamente se cree cuando se demandan leyes más duras para castigar a delincuentes), sino que tanto uno como otra establezcan límites de lo que resulta aceptable en términos de legal e ilegal, bueno y malo.11 Lo que sea que se entienda por violencia, en distintos momentos de la historia y no sin discusiones entre actores políticos y sociales, se ubica en el segundo bando, en el terreno de lo socialmente inaceptable.
¿Cómo se definen esos límites? Sabemos que el mismo acto puede considerarse violento en un contexto y no violento en otro. ¿Cómo se construyen tales consideraciones? Violencia es todo aquello que amenaza la existencia de las entidades sociales tal como se requieren para su adaptación con el resto del mundo. La violencia lo es porque elimina o disminuye los medios de los que disponen las personas, organizaciones y sistemas funcionales de la sociedad para continuar su existencia según se demanda en sus propios contextos. De ahí la subjetividad y objetividad de la violencia; el mismo acto puede ser violento o no según lo experimente quien lo padece, pero ni la política ni el resto de los sistemas funcionales pueden operar con tales relativismos, pues requieren criterios universales para reducir la complejidad de sus decisiones (vinculantes); por eso la pertinencia de los indicadores sobre homicidio, violaciones, robos y demás actos sancionados jurídica y moralmente.
De acuerdo con lo anterior, la “crisis de valores” cotidianamente aludida para explicar el incremento de la violencia no es una frase carente de contenido. Si algo puede aportar la sociología para la prevención de la violencia, así sea tangencialmente, es la necesidad de contar con reglas formales e informales de convivencia cotidiana que sirvan como estructuras de interpretación en situaciones de riesgo; dicho con simpleza: se trata de crear una “cultura ciudadana” de la vida en común que, paradójicamente, brinde oportunidades al conflicto.
Premisa V. Las sociedades sobreviven a la violencia a través del conflicto
Los conflictos suelen juzgarse como indeseables. De acuerdo con la definición del Diccionario de la Real Academia Española (siempre útil como referente elemental) un conflicto es un “combate, lucha, pelea”; asimismo, desde una acepción psicológica, es la “coexistencia de tendencias contradictorias en el individuo, capaces de generar angustia y trastornos neuróticos”. Así entendidos, los conflictos serían acontecimientos que convendría evitar para reducir los riesgos de la confrontación. En la vida práctica, suelen percibirse como no gratos porque no existe otra manera de justificar su regulación, pero las sociedades y las biografías individuales se constituyen a fuerza de contradicciones que se resuelven mediante elecciones sobre un repertorio de recursos, predefinido estructuralmente, que establece las restricciones necesarias para prevenir los daños que incapaciten a las entidades sociales para continuar su curso de vida.
Los conflictos son contradicciones que surgen ante la ineludible necesidad de las interacciones humanas en condiciones de complejidad, incertidumbre y contingencia, así que poco se puede hacer para burlarlos. Sin embargo, lejos de ser el lado oscuro de la convivencia humana son un recurso para la continua transformación adaptativa de las sociedades, interacciones e individuos, entidades sociales que sobreviven a la fuerza destructora de la violencia y establecen condiciones para el surgimiento, desarrollo y conclusión de los conflictos, individuales y colectivos. De tal suerte que el abordaje de la violencia, que busca prevenirla, pasa por brindar una oportunidad a la “negación de lo que se da por cierto” en todos los niveles y ámbitos del orden social; es decir, se trata de tematizar las contradicciones y dirigirlas.
La regulación normativa, la educación para la paz, la amnistía o el perdón son los procesos sociales mediante los cuales los efectos inesperados e indeseados de los conflictos (como la violencia y sus fracturas sociales) sirven para la creación de nuevas formas de coexistencia, aunque conservan las condiciones para la diferenciación e integración entre los distintos ámbitos de las sociedades modernas, como la política, la economía o el derecho. Desde este enfoque, lo que en años recientes algunos llaman resiliencia, en el sentido de la capacidad de un material para recuperar su estado inicial, no existe como tal ni en la sociedad ni en los individuos; pese a los esfuerzos de la ciencia política de corte economicista, que busca formalizar los comportamientos sociales, no contamos con proposiciones que restablezcan el estado de las cosas alteradas, como bien lo saben las víctimas que han perdido a sus hijos o hijas en circunstancias delictivas. Las formas sociales de abordar el conflicto y la violencia no son sino procesos de reconstrucción de sentido que persiguen la continuación funcional de la existencia.
De este modo, los conflictos son necesarios para la reproducción del orden social. Sin embargo, pertrechar a la sociedad contra la violencia no consiste en liberar el curso de los conflictos, sino en regularlos mediante la restricción de medios y la inclusión de terceros (Luhmann, 1998); ambos son vehículos para ordenar gradualmente los siniestros efectos que derivan de las contradicciones propias de la condición humana. La restricción de medios y la inclusión de terceros ocurren en todos los niveles de la sociedad (mediante regulaciones formales e informales) del mismo modo que se conforma cualquier comportamiento social: mediante la interpretación subjetiva del mundo social, alimentada por los procesos de socialización, en el marco de los criterios de operación de la cultura, la política, el derecho, la religión, la educación, la economía y la ciencia en las sociedades modernas.
La restricción de medios se genera en términos individuales a través de consideraciones éticas y de relación costo-beneficio, y en condiciones universales -debemos reiterarlo- mediante regulaciones jurídicas y morales. En la medida en que se complejizan las sociedades contemporáneas también se incrementan los elementos de vinculación entre los individuos y surge la necesidad de generar restricciones, cada vez más detalladas, para el uso de la violencia mediante la distinción de sus numerosas formas en distintos espacios de interacción,12 como la ejercida contra las mujeres que, a su vez, puede ser de tipo psicológico, físico, patrimonial, económico, sexual; el feminicidio, la violencia familiar o la dirigida “contra niñas, niños, jóvenes, mujeres, indígenas, adultos mayores, dentro y fuera del seno familiar”. En cuanto a la actuación del Estado, se establecen limitaciones al “uso excesivo de la fuerza pública” en el marco de los derechos humanos, que establecen, al unísono, numerosas restricciones para prevenir violaciones en la relación de las personas con los servidores públicos y las instituciones. Hans Joas nos recuerda que en todas las diferencias existen paralelismos estructurales; así, señala que la vivencia de la violencia es “la hermana perversa” de la experiencia del compromiso con los valores. Bajo este argumento, la regulación normativa es un correlato de la violencia vivida. Se trata de esfuerzos por generar equilibrio en condiciones de desequilibrio, crear orden a partir del caos; en suma, una forma de prevenir el derrumbe.
La incorporación de terceros cumple el mismo propósito, en todos los niveles de la vida social; obedece a la necesidad de recurrir a una figura de autoridad (por ejemplo, madre, maestro, tutor, líder de una pandilla, médico, policía, juez, defensor, etc.) en principio imparcial, que deberá tomar decisiones a favor o en contra de las partes en conflicto. La inclusión de terceros complejiza los conflictos porque incorpora nuevos elementos a los hechos iniciales, como las consideraciones de tipo ético, moral o jurídico; los argumentos de una y otra parte; las calificaciones novedosas de los mismos acontecimientos; se modifican o surgen intereses distintos a los originarios; se cambian estrategias; se redefinen objetivos. Cuando no hay terceros con la reputación de imparcialidad, entonces se incrementa la probabilidad de la violencia. Esto ocurre con las organizaciones criminales: “Como no pueden resolver los conflictos de interés entre organizaciones recurriendo a los aparatos de justicia del Estado, entonces apelan a la violencia” (Valdés, 2017). Es decir, aunque la posibilidad de la violencia siempre está abierta, se busca multiplicar los canales de comunicación con tal de prevenirla, porque la manera más efectiva de acabar con un conflicto es con la eliminación del oponente.
Conclusión
A todo esto, ¿qué puede aportar la sociología a la prevención de la violencia? A las ciencias sociales se les exige que ofrezcan soluciones a los problemas públicos, so pena de que no se financien sus proyectos de investigación. Esta exigencia es comprensible en sociedades que han superado límites tolerables de incertidumbre; sin embargo, si las universidades y centros de investigación pudieran resolver las contrariedades compartidas en una sociedad, la ciencia sería la infraestructura (marxista) del mundo, algo tan improbable como indeseable. Si las sociedades modernas son complejas y diferenciadas, si el mundo está lleno de contradicciones, ¿por qué tendría que existir una relación “punto por punto” entre el quehacer científico y los problemas públicos? Acaso esto parezca una justificación ante la incapacidad de ofrecer algo mejor que un conjunto de ideas elementales sobre la violencia. Tal vez así sea. Lo cierto es que si la sociología tiene algo que decir sobre la prevención de la violencia, lo es en el sentido de su configuración social; es decir, de su papel en la construcción del mundo.
Dicho lo anterior, una sociología de la violencia propondría que toda propuesta de política pública dirigida a su prevención debe evitar enfoques unidireccionales; es decir, sólo disminuyendo la pobreza o la desigualdad no se logrará reducirla. Ante la ubicuidad de la violencia, se requiere rebasar las discusiones dirigidas a identificar sus causas universales, como aquellas que se centran en las desigualdades sociales, las deficiencias institucionales o el uso de la fuerza pública. En segundo lugar, desde una postura sociológica habría que identificar los roles o funciones sociales que desempeña la violencia en sus distintos espacios de aparición, articulando individuos, instituciones y sistemas funcionales según se señaló en la segunda premisa de este ensayo. En tercer lugar, sería preciso atender los efectos de la violencia en sus víctimas directas e indirectas; sus dimensiones objetivas y subjetivas no son necesariamente coherentes; de hecho, suelen ser contradictorias; las políticas públicas de prevención de la violencia han de considerar su sentido subjetivo. En cuarto lugar, una sociología de la violencia destacaría la necesidad de crear normas informales de convivencia pacífica; los conflictos que no se resuelven por medio del derecho o la moral se arreglan a través de la violencia; si los criterios vigentes de aquellos ámbitos no alcanzan para regular pacíficamente las interacciones cotidianas, entonces habría que pensar en la posibilidad de abrir espacios de discusión pública sobre mejores formas de coexistencia. Finalmente, desde una sociología de la violencia se requeriría un re-entendimiento de los conflictos; dado que éstos son inevitables, habría que hacer mayores esfuerzos para encauzarlos hasta disolverlos, en cada ocasión, sin que haya heridos de gravedad (en todo sentido). En suma, partiendo de las premisas aquí esbozadas habría que hacer esfuerzos de intervención que contextualicen la violencia bajo los supuestos de complejidad, incertidumbre y contingencia, mismos que obligarían a apreciar matices, así como a identificar sus anclajes en la vida cotidiana, en los criterios de operación de los sistemas funcionales de la sociedad y en la propia vulnerabilidad humana.