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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.30 no.85 Ciudad de México may./ago. 2015

 

Artículos

 

El símbolo da qué pensar: esbozo para una teoría psicosociológica del simbolismo. Perspectiva cognitivo-afectiva, discurso e interpretación*

 

Symbols Are Food for Thought: Outline for a Psycho-Sociological Theory of Symbolism. Cognitive-affective Perspective, Discourse, and Interpretation

 

Marc Barbeta Viñas**

 

** Doctor en Sociología. Universidad Autónoma de Barcelona. Correo electrónico: <marc.barbeta@gmail.com>.

 

Fecha de recepción: 02/12/14.
Fecha de aceptación: 20/05/15.

 

Resumen

A partir de una revisión crítica de las principales perspectivas del simbolismo desarrolladas en ciencias sociales, se propone una teoría psicosociológica de los fenómenos simbólicos. La perspectiva propuesta enfoca el simbolismo como espacio de síntesis de diferentes planos y niveles de las realidades social y personal, y explica la génesis del proceso de simbolización, muchas veces omitida desde las corrientes principales. Además, contribuye a la fundamentación teórica de una forma de plantear el análisis sociológico del discurso, teniendo como horizonte el interés por el sentido de los fenómenos sociales.

Palabras clave: símbolo, afecto, cognición, lenguaje, discurso, universo simbólico, hermenéutica.

 

Abstract

Based on a critical review of the main perspectives on symbolism developed in the social sciences, this article proposes a psycho-sociological theory of symbolic phenomena. This approach focuses on symbolism as a space of synthesis of different planes and levels of social and personal reality and provides an explanation of the origin of the symbolization process, often omitted by the main currents. In addition, it contributes a theoretical foundation for a way of putting forward sociological discourse analysis, with interest in the meaning of social phenomena as the horizon.

Key words: symbol, affects, cognition, language, discourse, symbolic universe, hermeneutics.

 

Introducción

Es un lugar común afirmar que la realidad social encuentra en la dimensión simbólica una de sus partes constitutivas. Lo expresó Castoriadis (1989) al señalar que lo imaginario instituye y recrea la realidad social. De este modo, los fenómenos sociales están de uno u otro modo siempre asociados con formas simbólicas que adquieren sentidos concretos para los sujetos. La centralidad de la dimensión simbólica para la vida social ha hecho que buena parte de las perspectivas desarrolladas en ciencias sociales hayan utilizado concepciones sobre el simbolismo y lo simbólico para abordar lo social, llegando algunas veces incluso hasta una abusiva confusión entre una y otra. El simbolismo ha sido referido a determinados objetos materiales, a las relaciones de intercambio entre personas y/o grupos, a esquemas cognitivos o representaciones mentales clasificadoras de la realidad, e incluso al lenguaje.

Estas concepciones, no obstante, han acarreado implicaciones teórico-metodológicas asociadas con los modelos de base en los que se inscriben. Y su validez para el análisis sociológico puede, por lo menos en algunos casos, ser sometida a crítica y puesta en cuestión. El hiperformalismo, el idealismo, el ahistoricismo implicados en algunas teorías del simbolismo, o la falta de reconocimiento del papel de los actores sociales como sujetos activos en el proceso de simbolización, son algunas de las cuestiones que, a nuestro juicio, necesitan revisión. Por otro lado, buena parte de las concepciones del simbolismo han sido utilizadas de un modo instrumental, subrayando el papel que éste tiene en las realidades estudiadas. De esta forma, se tiende a olvidar la reflexión acerca del proceso de formación de los símbolos y, por tanto, de sus condiciones de posibilidad.

En este trabajo nos proponemos esbozar una articulación teórica sobre el simbolismo, fecunda para aquella perspectiva sociológica (o psicosociológica) que se interesa por el sentido de los fenómenos sociales (Ricoeur, 1975; Ibáñez, 1985; Ortí, 1994). Atenta no solamente al simbolismo por su papel, sino también por su proceso de configuración, la perspectiva que aquí vamos a llamar cognitivo afectiva replantea algunos elementos de otros enfoques, situando los procesos de simbolización en la síntesis de los planos social y personal. Se trata de un enfoque que, sin ser reciente, ha sido poco explorado desde la sociología;1 y que aspira, sin embargo, aunque aquí sólo se apunte brevemente, a fundamentar a la sociología empírica cualitativa en su tarea de análisis de los universos simbólicos.

 

Perspectivas del simbolismo: una revisión crítica

Los elementos que suelen ser comunes en las perspectivas sobre el simbolismo podemos encontrarlos, por una parte, en la no inmediatez de aquello que el símbolo simboliza; es decir, los símbolos tienden a representar algo oculto, ausente, o en todo caso, a desbordar la percepción inmediata de su referente (Thinès y Lempereur, 1978: 829). Por otra parte, como señala el filósofo Eugenio Trias (1994) acudiendo a la etimología de "símbolo" (syn-ballein), sería común la capacidad de éste para unir, vincular o crear alianzas entre cosas y personas o grupos. Como dijo en su día el filósofo neokantiano Ernst Cassirer (1975), las personas somos animales simbólicos [animal symbolicum], por lo que puede entenderse la producción simbólica como algo inherente a lo humano y, por tanto, a la vida social. También la filosofía de Kant, especialmente su interés en la forma en los procesos de pensamiento, ha resultado una potente influencia para el desarrollo teórico del simbolismo en diversos autores. Sin embargo, la noción de simbolismo se ha caracterizado por su polisemia e incluso por su arbitrariedad; ha tendido a manifestarse en distintas formas y con diversos ropajes, en función de los fenómenos y momentos histórico-culturales estudiados, así como de los modelos de interpretación de los mismos. Vale añadir que la literatura sobre simbolismo y las múltiples concepciones de lo simbólico son inabarcables en un trabajo como el que aquí se presenta. Por ello, revisaremos sucintamente las aportaciones sobre el simbolismo con mayor proyección, para a continuación entresacar aquellos elementos que pueden articularse con la perspectiva cognitivo-afectiva y ser válidos para la perspectiva sociológica.2

 

Del simbolismo a lo simbólico en el funcionalismo-estructural y en el (pos)estructuralismo

Desde la escuela francesa, nutrida en gran medida por la obra de Durkheim, se desarrolla una visión sociológica –o incluso diríamos sociologista– por la que el simbolismo quedaría fundamentado y configurado por sus determinaciones sociales. La principal estructura simbólica analizada por el clásico francés es el fenómeno religioso. La religión representa la realidad social, no solamente en su sentido cognitivo, sino también como expresión simbólica (Lukes, 1973: 459). Los contenidos religiosos significarían realidades relativas a la sociedad o grupo que las expresa; son, en última instancia, la "fuerza sagrada" y la identidad del grupo. Dichas realidades representadas no mantienen relación alguna con la estructura social y sus aspectos materiales, sino que en Durkheim "constituyen realidades parcialmente autónomas, y están causadas por otras representaciones" (Lukes, 1973: 232). Esto situaría el modelo durkheimiano dentro de una concepción idealista de las estructuras simbólicas.3 El simbolismo religioso, plasmado sobre un objeto/símbolo (tótem), en forma de ritual dramatizado, en forma de clasificación de la realidad (sagrado/profano), funcionaría como regulador de la vida social y se expresaría como sistema de ideas y afectos. Su función principal sería promover la unión, cohesión y solidaridad en el propio grupo o sociedad. Para Durkheim (1968: 217) las instituciones de la sociedad "sólo son posibles gracias a un amplio simbolismo", pues el orden simbólico de la religión se transforma en orden institucional (Rodríguez Ibáñez, 1992: 101). En este proceso de simbolización los individuos tienden a quedar, en sus deseos e intereses particulares, subordinados al nivel holista de lo colectivo.

Figura destacada de la misma escuela, Marcel Mauss (1979) elabora una visión del simbolismo a partir de la significaciones dadas por los pueblos indígenas a ciertos objetos, que significan una fuerza, una esencia, y proporcionan valor a las cosas. Acercándose a lo sagrado en Durkheim (1968), estos símbolos darían expresión a categorías de pensamiento colectivo que clasifican la realidad, al mismo tiempo que cumplen con una función reproductiva de la sociedad. Aquí las representaciones no sólo se relacionarían con ideas, sino también con comportamientos, lo que las conecta a prácticas colectivas (Mauss, 1979: 272). Mauss observa que la categoría espiritual que constituye el maná se encuentra presente en muchos ritos de intercambio que también tendrían como función expresar simbólicamente el lazo social, la comunión entre grupos a través del conocido sistema de dones y obligaciones. Tanto Malinowski (2001) como Radcliffe-Brown (1996) mantienen el abordaje simbólico de la reciprocidad y los rituales de cohesión grupal.

Dentro de la tradición francesa, Claude Lévi-Strauss es uno de los autores que han realizado mayores aportaciones en el campo del simbolismo. Como es bien sabido, para inaugurar el marco estructuralista el autor adoptó los postulados de la lingüística estructural de la Escuela de Praga y de Saussure, con el fin de aplicarlos al campo de la antropología (Lévi-Strauss, 1987: 77 y ss.). Adoptó un enfoque alejado de la historia así como de cualquier factor psicológico explicativo de los fenómenos sociales. Su análisis de la vida social se funda en el análisis del sistema cultural, compuesto –según el autor– por diversos niveles de sistemas simbólicos –reglas de parentesco, arte, religión, etcétera– relacionados interdependientemente, los cuales generan funciones comunicativas (vía intercambio) y significados (Lévi-Strauss, 1979). Dejando completamente de lado los procesos materiales y la praxis social, centra su atención en los aspectos sincrónicos del análisis de la cultura y los "modos de pensamiento" en que se funda: la cultura es concebida como una totalidad en "homología" con el sistema de la lengua. Su visión hace énfasis en la mediación cultural de todo acto natural y subraya el carácter fundamentalmente comunicacional de la cultura. El contenido significante deriva de las relaciones diferenciales –oposiciones binarias– de los elementos que forman parte de la estructura. Para el estructuralismo la cultura es una forma, no una sustancia, de tal manera que las estructuras (simbólicas) de parentesco o mitológicas se explican desde un supuesto inconsciente estructural. Los procesos mentales están regulados por estructuras inconscientes universales y comunes, que Lévi-Strauss (1968; 1998) intenta encontrar en los distintos sistemas simbólicos.

El "inconsciente estructural" se encuentra en la base de la concepción del simbolismo del autor francés. Se trata de una noción que se asocia con lo social, de ahí que todos los hechos sociales sean entendidos como formas de comunicación simbólica. El inconsciente estructural es el mecanismo encargado de regular y estructurar las formas simbólicas y comunicativas, siendo al mismo tiempo expresión de la mente humana. Como señala Simonis, lo simbólico "reside en la capacidad del hombre para pensar las relaciones biológicas en forma de sistemas de oposiciones" (Simonis, 1969: 73). De este modo, toda explicación en el terreno de la cultura requeriría del a priori del inconsciente estructural como instancia capaz de engendrar estructuras a través de la imposición de formas y contenidos diferentes. Así por ejemplo, en los conocidos capítulos IX y X de Antropología estructural se analiza la eficacia simbólica del canto de un xamán como un reajuste formal de significantes y significados, con la supuesta capacidad de modificar el organismo de la enferma (Lévi-Strauss, 1987). Se observa que aquí son los mitos –como manifestación concreta de lo simbólico–los que se piensan a través de los grupos humanos y no al revés. En el estructuralismo importan más los significados simbólicos que los procesos de simbolización, pues los símbolos significan con independencia de las intenciones de los sujetos.

En estrecha afinidad con esta visión, Jacques Lacan propone una lectura de Freud 4 con importantes implicaciones sobre su noción de lo simbólico. Por la acogida que ha tenido la obra del psicoanalista francés en las ciencias sociales, especialmente en los círculos posestructuralistas, nos detenemos sobre su propuesta. Lo simbólico aparece en Lacan (1982) en el marco de una teoría estructural, junto a lo Real y lo Imaginario. Lo simbólico se configura análogamente al lenguaje tal como es postulado por la lingüística saussuriana, o a la cultura levi-straussiana. Lacan, sin embargo, parece ir más allá que Lévi-Strauss, universalizando el estatus del lenguaje y haciéndolo coincidir con lo simbólico (Heim, 1986: 170). Se constituye así un código universal y el lugar de la ley, cuya función es servir como matriz lógica que actúa en la base de los actos humanos (el Otro lacaniano). Lo simbólico, por tanto, es un orden inconsciente que se antepone a las comunicaciones cuya forma es el intercambio, operando como instancia mediadora. Se impone como constante supraindividual anterior al sujeto, que actúa sobre la experiencia y los significados humanos: en el individuo habla la objetividad abstracta del lenguaje. Es el medio por donde, con la adquisición del lenguaje, se constituye la subjetividad humana. No obstante, vale añadir que esta visión niega todo carácter histórico a lo simbólico, faltando toda referencia al contexto temporal: la subjetivación se define como abstracta y no anclada en procesos sociales objetivos (Lorenzer, 1976b). Como sugiere Wilden, se excluye una "concepción dialéctica o morfogénica de los niveles de organización en la diacronía" (Wilden, 1979: 312), faltando también un tratamiento adecuado a las condiciones materiales, sociales y biológicas de los sujetos.

Con cierta influencia de Lacan, la noción de imaginario social de Castoriadis (1989) se refiere a aquellas significaciones que crean y recrean el mundo social, regulando el decir del mismo, así como la orientación de los comportamientos de los individuos y los grupos. El imaginario social en Castoriadis enmarca las formas de pensar y desear de los sujetos; es algo que sin dejar de ser racional, va mucho más allá, pues actúa incluso sobre los sentimientos. Sin embargo, no debe confundirse esta teoría con una explicación psicológica, pues el autor la sitúa en el ámbito sociológico: lo imaginario sólo se configura en el nivel del colectivo, trasciende a todo individuo e incluso se impone a él. Como Lacan, Castoriadis separa lo imaginario de lo simbólico; dice respecto a éste que es anterior. Aunque al contrario de Lacan, Castoriadis inscribe lo imaginario en la historia, atribuyéndole una doble capacidad: la de lo instituido, que queda estabilizado socialmente, y la de lo instituyente, que representa la capacidad creadora, transformadora de todo imaginario.

Dentro del llamado estructuralismo genético, el simbolismo también ha sido un elemento omnipresente en la obra de Bourdieu. Más allá de las diferenciaciones que ha sufrido dicha noción en la obra del francés (Dubois, Durand y Winkin, 2013), podemos destacar la estrecha relación que se establece entre las estructuras simbólicas (estructuras cognitivas, de percepción y representación) y las estructuras sociales. Lo simbólico en Bourdieu (1991; 1999; 2008) se relaciona con el poder y con la capacidad de dominación de unos grupos sociales sobre otros. El ejercicio de estas capacidades, siendo económico y material, no deja de ser simbólico, en el sentido en que se fundan, en parte, en un acuerdo social, colectivo, con el que los individuos definen una situación como natural. Así es como los sistemas simbólicos, los campos, la violencia y el poder simbólico funcionan: expresando, (re)produciendo y ocultando procesos sociales reales que hacen que las cosas en sociedad sean como son.

 

Los sistemas simbólicos en la fenomenología y la antropología de lo imaginario

Apartándose de los objetivos y los presupuestos estructuralistas, desde la sociología fenomenológica y otras corrientes interpretativas se han desarrollado visiones sobre el simbolismo más centradas en la comprensión subjetiva de los significados simbólicos. Con estas perspectivas el simbolismo queda conectado, siguiendo los postulados comprensivistas de Weber (1964), por un lado, con los actores sociales y sus prácticas, y por otro, con los significados que los mismos actores atribuyen a los símbolos. Su interés recae en cómo éstos construyen y ordenan sus realidades sociales, atribuyendo a los sistemas simbólicos un relevante papel en dicho proceso.

Autores como Alfred Schutz (1974) vinculan lo simbólico con la capacidad semiótica de la apercepción de Husserl; así, lo simbólico posibilita que algo ausente aflorase o se hiciese presente a través del símbolo. Los símbolos son objetos sociales en tanto que producidos intersubjetivamente, en los que se destaca su componente cognitivo asociado al conocimiento común, compartido entre sujetos. Según el autor, los símbolos tenderían a trascender la experiencia de los sujetos, en la medida en que harían referencia a una realidad solamente accesible como imagen significativa (Schutz, 1974: 296). De aquí que lo simbólico tan solo tenga existencia por los símbolos –imágenes, objetos– aunque éstos, ciertamente, abrirían la posibilidad de conectar distintos niveles de realidad. Los símbolos no solamente posibilitan la existencia de tales ámbitos de sentido "trascendentes", sino que también conectarían dichos espacios de experiencia con el nivel cotidiano de la realidad. Aquí el simbolismo es una suerte de matriz de acciones intersubjetivas y conocimientos compartidos que se configuran en la práctica social, y como tal tiene diversos niveles simbólicos que posibilitan la realización de experiencias significativas y de comunicación entre sujetos en distintos niveles de realidad: sea el mundo de la vida cotidiana, sea en experiencias de tipo religioso, fantasías, etcétera.

Ligada a esta visión de matriz, encontramos la función de legitimación de lo que Berger y Luckmann (1986) llaman universos simbólicos. Éstos representan marcos significativos objetivados socialmente, que contribuyen a garantizar la integración en el orden social, así como a dotarlo de sentido para los sujetos que viven y se desarrollan en él. Los símbolos concretos, y de modo especial el lenguaje simbólico, tendrían un papel fundamental en la socialización de los individuos, ordenando roles y delimitando marcos de referencia comunes.

El interaccionismo simbólico se cuenta entre las perspectivas que sitúan el simbolismo en el centro de su propuesta de análisis. En el modelo interaccionista el simbolismo se encuentra estrechamente ligado con la práctica social. Las interacciones sociales que desarrollan los actores constituyen el espacio privilegiado de la producción simbólica, en la medida en que se entiende que es allí donde se configuran sus significados. Al igual que Schutz y Berger y Luckmann, para George H. Mead (1968) las interacciones intersubjetivas se consideran simbólicas en la medida en que implican la comunicación entre actores a través del intercambio de símbolos. ¿Y qué serían los símbolos? Objetos sociales, gestos, que implican un significado compartido, común, entre emisor y receptor. Los gestos vocales, es decir, el lenguaje, son los símbolos con mayor probabilidad de convertirse en símbolos significantes. El significado de lo simbólico, por tanto, remite siempre a la práctica interactiva de los actores y se crea en las interpretaciones que ellos mismos realizan de su propia interacción. La realidad social deviene, de este modo, una realidad simbólica, pues se define y se aprehende por la significación que se le asigna (Blumer, 1986).

Los símbolos en esta perspectiva son usados por los actores sociales, pero los factores macro y externos a los sujetos, como pueden ser las posiciones en la estructura social, se juzgan irrelevantes para la formación de símbolos. Los sujetos, en su interacción micro, son quienes activamente dotan de sentido a la realidad que viven. Esto, empero, no implica que los significados simbólicos sean estáticos, fijos e inmutables, sino que cambian en función de las interacciones sociales y de las transformaciones de los sujetos.

También Mircea Eliade, desde la fenomenología, ha relacionado los símbolos con lo religioso. Su interés se encuentra conectado con la posibilidad de interpretación que éstos ofrecen, siendo la clave para alcanzar las significaciones de los fenómenos religiosos. Para Eliade (1961) los símbolos siempre tienen un valor religioso y representan la paradójica coincidencia entre lo sagrado y lo profano. Sirven para representar algo ausente, dando continuidad a la significación de lo sagrado que de otra forma no sería posible, como hemos visto que ocurre en Schutz (1974). El simbolismo vincula la experiencia humana con las estructuras cósmicas, lo que permite a los sujetos –por ejemplo, en los pueblos primitivos– familiarizarse con su mundo y objetivar sus experiencias. El símbolo, de este modo, partiría del individuo, aunque no se entendería como una irracionalidad psíquica del mismo, sino que trataría de exhibir o mostrar su ser más profundo. Como sucede en la sociología fenomenológica, para Eliade el simbolismo pondría en relación distintos niveles de la realidad, y siempre adquiriría una significación que va más allá de la experiencia cotidiana. Los ritos iniciáticos o los mitos en los que se relatan acontecimientos primordiales serían formas concretas de simbolismo (Eliade, 1961).

Encontramos perspectivas actuales que circunscriben lo imaginario dentro del registro de lo simbólico. Cercana en algunos aspectos a la visión de Eliade y contrapuesta al objetivismo y el formalismo estructuralista, la concepción del imaginario de Durand (2005) se desarrolla como respuesta a la dimensión transcendental de la experiencia. El simbolismo aludiría a una suerte de metafísica referida a los enigmas de la experiencia humana que, a su vez, serían fuentes inacabables de creatividad. Lo imaginario, así, daría un sentido específico a la experiencia, constituyendo de este modo la realidad social y proporcionando significaciones específicas en los distintos ámbitos de la cotidianidad. Lo inconsciente colectivo –tomado de Jung–, lo transcendente, lo que va más allá de la razón y que encuentra dificultades para expresarse de otra forma (por ejemplo, el lenguaje común), serían los fundamentos de lo simbólico que se manifiestan en imágenes, mitos, fantasías, etcétera. Sin embargo, lo imaginario en este autor encuentra su génesis en lo antropológico, mediante formas culturales constantes, más que en lo histórico, social y colectivo.

Para Maffesoli (2007) la característica central de lo imaginario es la evocación de lo transcendente de nuestras sociedades posmodernas (el mito) y la vinculación simbólica de aquellos grupos que comparten dichas expresiones. El neotribalismo es entonces una concreción de estos fenómenos sociales fundados en lo simbólico. Como Durkheim (1968), Maffesoli (1990 y 2007) concibe los mitos y los objetos simbólicos compartidos como metáforas de la identidad y de la cohesión social de los microgrupos posmodernos. Sin embargo, como en Durand (1966), lo imaginario se genera por la necesidad de trascender lo real y afirmarse en lo afectivo, gozoso, y en el juego de las apariencias con el que nos mostramos a los demás. De ahí que el factor explicativo no se encuentre –según este autor francés– en lo social, sino más bien en un imaginario ideacional que parte de una fuerza difícilmente contrastable y sin prácticamente ninguna relación con las estructuras histórico-sociales (Alonso y Fernández Rodríguez, 2007).

 

La antropología simbólica británica

Dentro de la tradición interpretativa, Clifford Geertz ha sido una de los representantes de la denominada antropología simbólica. Su noción de símbolo se inscribe en la crítica a los modelos formales y en la apuesta por enfocar el estudio de la vida social y cultural desde los significados simbólicos, entendiendo por éstos la atribución de sentido que los sujetos y los grupos realizan de su experiencia. Los símbolos, para el autor, están estrechamente asociados con la cultura, entendida como "un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas, por medio de las cuales los hombres [preferimos: las personas], comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida" (Geertz, 1981: 88). Los símbolos pueden ser objetos, acontecimientos, emociones, entre otros elementos que tienen como papel principal crear significados, vehicular información sobre procesos externos a los sujetos que los ponen en juego y, en definitiva, organizar significativamente la experiencia y los procesos sociales y psicológicos. Coincidiendo con autores como Schutz (1974), los símbolos son para Geertz modelos de realidad, en virtud de los cuales se estructura la vida humana; y modelos para la realidad, en la medida en que "son mecanismos extra-personales para percibir, comprender, juzgar y manipular el mundo" (Geertz, 1981: 92 y 188). En esta perspectiva, la génesis de los símbolos se mantiene relacionada con el uso que los individuos y los grupos hacen de los mismos. No obstante, esto no significa que no formen estructuras de símbolos; es decir, conjuntos de símbolos ordenados que deben leerse y entenderse en el contexto de la relación con otros símbolos. Cabe añadir el carácter no unívoco y diferencial que para el autor tienen los símbolos. Son los individuos y los grupos en contextos concretos los que significan de forma también concreta y distinta a los símbolos. Las culturas y los individuos tienden a particularizar y concretar a los símbolos en sus prácticas sociosimbólicas.

Como otros autores, Geertz (1981: 118-129) obtiene algunas de estas características de sus análisis de los sistemas simbólicos religiosos. Observa cómo éstos entremezclan los mundos práctico e imaginario (ideal) y expresan aquellos elementos más subjetivos, afectivos de los sujetos. Según el antropólogo, los símbolos religiosos son utilizados para expresar el ethos de una cultura, sus aspectos morales y estéticos, así como también los aspectos cognitivos y emocionales de sus concepciones del mundo. Sin embargo, también sitúa el siempre amplio y escurridizo concepto de ideología dentro de los sistemas estructurados de símbolos culturales; la religión, de hecho, podría proyectarse como sistema ideológico. Más allá de las visiones que vinculan ideología con deformación, aquí se entiende como integración por su capacidad constitutiva en la construcción de significaciones. De este modo, se encuentra también vinculada con el poder, de tal manera que los sistemas simbólicos expresan una dimensión propiamente política de los sujetos.

Si bien la perspectiva del antropólogo británico nos parece crucial por la posibilidad de referir los símbolos a los recursos retóricos de los discursos (Ricoeur, 1989: 278), cabe la crítica a su visión exclusivamente semiótica de la cultura y los símbolos. Autores como Raymond Williams (1974) ya han señalado que la cultura es, más bien, un modo de vida global de una sociedad, partiendo la cultura y lo simbólico del mismo proceso social material.

Dentro de la escuela británica, aunque incorporando algunos elementos que implican cierta ruptura con la misma, se encuentra la concepción sobre el simbolismo de Mary Douglas. En ella el simbolismo se asocia con la noción de cultura, y recibe influencias del legado durkheimiano al relacionar el sistema social con la actividad simbólica. Según la autora, los sistemas simbólicos tienen como papel principal estructurar concepciones de los medios sociales concretos, así como representarlos y clasificarlos. Los símbolos son la base de una ordenación concreta de la experiencia, sin la cual ésta no sería posible. Así, por ejemplo, los tabúes alimentarios expresan simbólicamente, como clasificaciones prácticas, distinciones entre categorías sociales (Douglas, 1973). Los símbolos, en el caso de las mercancías, son vistos por la autora como elementos para el intercambio comunicativo, que no sólo implican la diferenciación entre sujetos y grupos sociales, sino también la organización significativa del medio social y la integración/exclusión del mismo. El consumo de bienes, en tanto que bienes simbólicos, refleja la densidad de las relaciones sociales (Douglas e Isherwood, 1990; Douglas, 1996). En la obra Símbolos naturales Douglas (1988) concibe el cuerpo humano como un espacio para el desarrollo simbólico. En función de los individuos y medios sociales en los que aquéllos se encuentran insertos, las imágenes del cuerpo humano se utilizan de una u otra forma, reflejando así, de modo simbólico, el espacio social y la experiencia que tienen los sujetos. Vemos, por tanto, que se mantiene la idea de que existe un vínculo entre las estructuras o medios sociales empíricos en los cuales los individuos viven y se desarrollan, con las formas de pensamiento y conducta social, que no serían sino la expresión simbólica de dicho vínculo. Sin embargo, no queda del todo claro si las orientaciones culturales y simbólicas, en la medida en que desembocan en marcos cognitivos, expresivos y de acción, son achacables a los individuos o son sociales, aunque siempre actúen en relación (prácticamente metafórica) con la dimensión propiamente social. Tampoco se concreta el vínculo entre lo simbólico y aquellas condiciones sociales que se encarga de simbolizar (Thompson y Ellis, 1997).

 

La perspectiva cognitivo-afectiva del simbolismo

La revisión realizada sobre las distintas concepciones del simbolismo nos permite entresacar las características principales de los símbolos o del simbolismo que entroncan y se complementan con la perspectiva que presentamos a continuación. Algunas de ellas pueden ser parcialmente coincidentes con los signos de la lingüística estructural; en el siguiente apartado se abordan las distinciones entre ambos.

El simbolismo o los símbolos responden y/o se caracterizan por los siguientes puntos:

• Una capacidad específicamente humana que, por vía de la personalización, penetra en la vida social y se extiende más allá de la experiencia inmediata.

• Son primordialmente creaciones y expresiones de las relaciones y procesos sociales que se abren a la realidad extralingüística.

• Dotan a la interacción social de una dimensión comunicativa y transubjetiva.

• Son constituidos y también constituyentes de la realidad social.

• En tanto que asociados con procesos sociales, para aprehenderlos es necesaria la interpretación; es decir, responden a hermenéuticas sociales más que a codificaciones cerradas.

• Son signos multívocos o polisémicos: tienen multiplicidad de sentidos y admiten distintos niveles de interpretación.

• Siempre se encuentran inscritos en sistemas de símbolos, pertenecientes a sistemas socioculturales e históricos específicos. En tanto que espacios de significación, pueden jugar papeles diversos: integración, comunicación, expresión (del ser y de lo trascendente), creación innovadora; o incluso contribuir a la dominación.

• Siempre implican una dimensión cognitiva y una afectiva o emocional.

 

La dimensión sincrónica: el papel de los símbolos

La perspectiva que aquí presentamos no constituye un corpus teórico estrictamente homogéneo, cerrado y bien estructurado, sino más bien una articulación de distintos modelos teóricos que han dado cuenta de la cuestión del simbolismo de un modo que entendemos complementario. Como afirman los anteriores modelos, también aquí el simbolismo se define como un fenómeno específicamente humano. No solamente en el sentido de que las personas construyen y responden a símbolos y los animales lo hacen a señales, sino también porque, como observa Cassirer (1975: 41), la complejidad de los elementos culturales humanos hace imposible abordarlos únicamente desde la razón. Sussane Langer (1969: 41 y ss.), influyente autora de esta perspectiva, sitúa la creación simbólica al nivel de las necesidades básicas, como moverse o comer; al hacerlo, se inspira en los postulados freudianos, pues afirma que las producciones simbólicas obedecen a determinadas necesidades interiores. El modelo psicoanalítico y su primera teoría del simbolismo (Wilden, 1979: 74) han inspirado la perspectiva cognitivo-afectiva, especialmente con la idea de reconocer la importancia de los procesos inconscientes en la determinación de algunos elementos simbólico-culturales. En cierta medida, esta perspectiva recoge la idea –más o menos legítima– de Elias (1994) acerca de los límites de las ciencias sociales en la elaboración de un modelo de cómo es el ser humano, proponiendo una teoría del símbolo como primer paso hacia su configuración.

La contribución básica del psicoanálisis a esta perspectiva ha sido la de situar en un ámbito exterior a la conciencia del individuo, y fuera de la realidad lingüística el significado de los símbolos; es decir, aquello que los símbolos sustituyen. En este sentido, introduce una dimensión energética, libidinal o afectiva como factor genético de los procesos de simbolización. Tal como el mismo Freud consideró a lo largo de su obra –y Ricoeur (1974: 209) nos recuerda– la pulsión es aquello que ha de simbolizarse. Así, el papel fundamental de la actividad simbólica consiste en la reproducción o expresión desfigurada de determinados placeres o dolores que se encuentran fijados en el aparato psíquico humano. Deseos –más o menos conscientes– o ansiedades, por tanto, que son consecuencia de las vivencias e interacciones5 pasadas de los sujetos y/o de imágenes fantasmáticas que buscan realizarse o expresarse a través de sustitutos.

El fundamento psicoanalítico de esta perspectiva parte de las últimas obras de Freud y de los autores de la psicología del yo, para desarrollar una renovada concepción sobre el simbolismo. Se piensa que el yo y el ello tienen papeles dominantes y complementarios en distintos niveles psíquicos. Por una parte, una psicología de las pulsiones, con el ello como potencial energético; por otra, una psicología del yo, donde éste es quien elabora los contenidos inconscientes, siendo también la instancia que tiene el control sobre los procesos mentales. Así, el proceso de simbolización se produce desde la "organización primaria", lo cual implica que el yo opera en distintos niveles en la formación de los símbolos, encargándose de la armonización de los deseos o estímulos energéticos del ello con los procesos cognitivos involucrados en la formación de símbolos. Se produce, de este modo, una ligadura de los representantes pulsionales con elementos conscientes como imágenes o fantasías conscientes investidas libidinalmente. Cuando tales imágenes quedan sobrecargadas afectivamente como sustitutas de los objetos de deseo reprimidos es cuando se constituyen como formaciones simbólicas (Lorenzer, 1976a: 60-91). Los mecanismos psicológicos de la proyección y la transferencia, entendidos en un sentido no restringido, serían claves para la vinculación entre el nivel libidinal-afectivo y los elementos significativos externos, ya sean representaciones culturales, imágenes, conductas, etcétera. Se considera que los sujetos perciben y responden a su medio social en función de sus deseos, intereses o estados afectivos, poniendo de manifiesto su personalidad (Laplanche y Pontalis, 1993: 306-312).

Desde esta perspectiva, el símbolo ejerce como mecanismo mediador entre los contenidos libidinales, individuales y fundamentalmente inconscientes, y los contenidos ideacionales, fundamentalmente conscientes y dados socioculturalmente en un marco histórico concreto (Lorenzer, 1986). Lejos de cualquier reduccionismo, las formaciones simbólicas se conciben así como respuestas personales –afectivas, libidinales– a los contextos socioculturales e interpersonales; por ello Ortí (1993: 184) habla de simbolismo transferencial. En esta concepción difícilmente puede inscribirse el símbolo en un nivel estrictamente individual u holístico-colectivo. Más bien expresa el momento de síntesis en el que el simbolismo es creado a partir de elementos personales, individuales –incluso recogiendo el nivel biológico–, pero siempre situados en posición de cultura y, por tanto, en contextos significativos sociohistóricamente concretos y definidos.

Existe una visión no psicoanalítica donde los símbolos expresan una actividad innovadora y renovadora, que ve, primero en los conflictos de la personalización y después en los relativos al medio social más inmediato, la posibilidad de cambio y superación de los mismos. Esta concepción es propia del psicólogo Phillipe Malrieu (1971), si bien encuentra una influencia destacada en Bachelard (1982), quien entiende que el imaginario responde a la expresión de nuevas posibilidades para la subjetividad de las personas.6

Aunque diferentes, ambas concepciones no se excluyen y pueden funcionar alternativamente, según el caso. No obstante, si nos preguntamos por la cuestión de la formación simbólica y aquello que caracteriza a los símbolos, las coincidencias se imponen.

 

La dimensión diacrónica: el proceso de simbolización

El proceso de simbolización se ha entendido, en la mayoría de las perspectivas revisadas, como una capacidad dada, una cuestión sin explicar o una constante antropológica que no requiere mayor atención. En cambio, la perspectiva que aquí desarrollamos se propone atender a esta cuestión, situando el origen y la génesis de la capacidad de simbolización de los seres humanos en la etapa infantil, así como en las formas concretas de personalización desarrolladas en contextos sociales específicos. Se parte de la confrontación de algunas hipótesis de Jean Piaget, resultado de sus trabajos empíricos de los años cuarenta, con aportaciones de la psicología evolutiva y del psicoanálisis.

Desde una perspectiva cognitiva, Piaget (1984) concibe el desarrollo del "conocimiento en la acción" a través de sucesivas etapas y procesos en los cuales se (trans)forman los esquemas mentales de los infantes (periodo sensorial-motor). La coordinación de los principios de asimilación, entendida como actividad de incorporación de los objetos y acontecimientos exteriores a los esquemas mentales propios, y de acomodación, referida a las transformaciones producidas en los esquemas mentales una vez realizada la adaptación a nuevas situaciones reales (Thinès y Lampereur, 1978: 10 y 73), posibilita el paso inicial del infante –para quien sólo existen objetos de forma pasiva– hacia "objetos de conocimiento permanentes"; es decir, a la posibilidad de poseer mentalmente la imagen de un objeto que no se encuentra presente de forma inmediata. A partir de esta formación de "objetos permanentes" Piaget (1984) elabora la hipótesis del desarrollo de una función semiótica basada en la emisión, recepción y respuesta de significaciones anterior a la adquisición del lenguaje. El significante lingüístico aparece así como la prolongación de esta práctica semiótica, fundada en los gestos corporales. Muy resumidamente Piaget distingue varias etapas en esta evolución: la ecopraxia, el simulacro, el juego simbólico y la progresiva introducción en la etapa verbal. Con la adquisición del lenguaje, alrededor del segundo año de vida, los niños y niñas empiezan a organizar un mundo propio de objetos y deseos que comienzan a expresar a través del lenguaje. Lo que aquí resulta fundamental es la importancia de formar objetos psicológicamente presentes, dado que ello es lo que proporciona la capacidad de simbolización: imágenes mentales, imaginación, fantasías, lenguaje hablado o interno, etcétera.

Algunos autores han criticado parcialmente esta teoría por ser una concepción exclusivamente lógico-formal del simbolismo. A Piaget se le objeta la explicación de las etapas basada en la "continuidad funcional", en la medida en que el móvil de los infantes aducido por el investigador es una supuesta tendencia egocéntrica del principio biológico de la asimilación, relacionada con el carácter lúdico y los placeres que el infante obtiene del juego simbólico. Autores como Malrieu (1971: 108) o Furth (1992: 54 y ss.) han considerado la falta de atención en la teoría de Piaget a los afectos y las relaciones interpersonales en los procesos de personalización donde se genera la capacidad de simbolización. Estos críticos proponen añadir al sujeto epistémico piagetiano una concepción social y afectiva, considerando así toda una psicología inconsciente y preconsciente como base para los procesos de simbolización. Lorenzer (1978) desarrolla una perspectiva muy cercana a la de estos autores, inscribiendo las interacciones madre/hijo en la infancia como momentos clave para la simbolización, en el marco de la sociedad de clases.

Furth se propone desarrollar la formación de los símbolos a través de una explicación motivacional –del porqué– y formal cognitiva –del cómo. Parte de la tesis piagetiana de la formación del objeto permanente como prerrequisito indispensable para la formación de símbolos. Aunque este proceso, según él, se inscribe en la fase del complejo de Edipo, concebida aquí entre los dos y los seis años, en la cual los niños y las niñas intentan darse sentido a sí mismos como personas en relación con el mundo que viven. La formación de objetos permanentes, pues, coincidiría con un momento en el que la vida psíquica se rige por deseos intensamente afectivos, cuando los infantes empiezan a orientarse hacia los demás como objetos de deseo. Si en un primer momento la energía pulsional (libido) se inviste sobre objetos de acción concretos, posteriormente el afecto es desplazado hacia los objetos de conocimiento, convirtiéndose así en símbolos. Este cambio de orientación de la carga afectiva constituye las imágenes mentales en sustitutas de los objetos de deseo (Furth, 1992: 70-94). De tal manera, las relaciones de las y los niños en el proceso de personalización se conciben como elementos generadores del sustrato libidinal o afectivo preconsciente o inconsciente de la formación de símbolos, la objetivación de los cuales se produce con el desarrollo cognoscitivo del infante como nivel formalizador del simbolismo (Ortí, 1993: 181).

También Malrieu (1971) sitúa la génesis del simbolismo antes del lenguaje, en un tipo de comportamiento alterocéntrico. Este investigador profundiza más que Furth 7 en las etapas y apremios por los que transcurre el proceso de socialización. Conflictos personales, contradicciones emocionales, ansiedades y frustraciones, así como el establecimiento de modelos de identificación, se constituyen como fuentes motivacionales y mecanismos para la formación simbólica. El infante, de este modo, resuelve a través de los símbolos los conflictos y las ambivalencias emocionales generadas en el proceso personalizador. Son los procesos proyectivos –como hemos dicho– los que establecen el movimiento afectivo del símbolo, traduciendo los estados emocionales de los sujetos. Los símbolos, a diferencia de los signos, designarían "el objeto y las reacciones del sujeto frente al objeto [–afirma Malrieu–, dado que en la proyección] no se trata de prepararse para la acción, sino de vivir dos situaciones al mismo tiempo, la una a través de la otra" (1971: 151). Así es como determinados estímulos –objetos, situaciones socioculturales– sirven primero al niño y luego al adulto para evocar y revivir sentimientos derivados de las relaciones con los otros y encarnar así "nuevas subjetividades" no articuladas hasta al momento.

Después del periodo infantil se inicia la etapa en la que el conocimiento se apoya en las emociones; y así, la simbolización se presenta como una actividad constante a lo largo de la vida, con el acceso del sujeto al universo simbólico establecido en su realidad cultural (Furth, 1992: 101-103). Se produce de este modo una vinculación entre deseo y realidad social, sobre la que autores como Anzieu (1981) han subrayado la importancia también en el adulto y para el conjunto de su práctica discursiva, entendida como forma simbólica concreta de la doble dimensión del lenguaje: un registro lingüístico, regido por el orden y uso de significantes, y un registro prelingüístico de la expresión corporal que sostiene la palabra. La hipótesis del autor, por tanto, afirma que el sentido nace del cuerpo (real o fantaseado del infante). Añadimos con Lorenzer (1978) que el cuerpo se inscribe y desarrolla en el marco de formas de interacción concretas dentro de la estructura social global, siendo el lenguaje una forma simbólica de dicha interacción.

 

Símbolo lingüístico, discurso e interpretación: la hermenéutica en Ricoeur

De acuerdo con lo anterior, Lorenzer (1986: 113) señala que con la formación de símbolos las personas obtenemos el terreno de la "lingüisticidad". Entendiendo el lenguaje como forma simbólica, Langer (1969: 79 y ss.) propone distinguir el simbolismo discursivo, que define como textual, articulado en el lenguaje más o menos formal, del simbolismo presentativo, aquel que pertenece a "un más allá lógico", al ámbito de lo que no puede articularse con palabras, y que tiende a escapar a cualquier reducción significativa, siendo capaz de evocar múltiples significaciones. Esta última dimensión expresa de forma más clara la realización de deseos y la proyección de fantasías en la realidad exterior al sujeto (Langer, 1969: 206). Podríamos establecer una relación de grado entre las dos dimensiones del simbolismo: definir a los símbolos del lenguaje en relación con los signos, en un proceso dinámico en el que en función del uso que los hablantes hagan de los mismos y de sus interpretaciones –dar sentido a la realidad social, expresar elementos personales, etcétera– las prácticas lingüísticas y los universos de sentido derivados corresponderían más a sistemas de símbolos o a sistemas de signos.8 Por poner un ejemplo: sería posible afirmar que un artículo científico o periodístico tendería a estar más cerca del signo que del símbolo, o en todo caso, de un simbolismo muy objetivado e intelectualizado; en cambio, con una obra de arte o con un discurso social sucedería, aunque con diferenciaciones, lo contrario. En la Tabla 1 pueden verse las principales características de los símbolos y de los signos.

Podemos entender el lenguaje –y en concreto los discursos– como estructuras simbólicas, más que como un sistema de signos al modo de la lingüística estructural. Presentando importantes correspondencias con esta visión, la concepción del simbolismo del filósofo Paul Ricoeur nos ayuda a desarrollar algunos de los elementos apuntados, con el objetivo de fundamentar el análisis de los símbolos dentro de una propuesta hermenéutica válida desde el análisis sociológico del discurso.

A partir del reconocimiento de la no inmediatez para llegar a la aprehensión del ser, Ricoeur (1965) sitúa al símbolo como mediador fundamental entre el ser y lo real; es decir, como signos en los cuales el ser tiende a objetivarse, abriéndose así la posibilidad de interpretación. Sin embargo, para el autor no todo signo tiene un papel de mediador, sino tan sólo las expresiones de sentido múltiple, que expresan una realidad extralingüística. Éstas constituyen los auténticos símbolos, en la medida en que remiten a una estructura intencional que responde a la capacidad de referirse a lo simbolizado, a lo que está fuera de los símbolos "como fuerza que se esfuerza para expresarse en ellos" (Calvo Martínez, 1991: 121). Es pues la intencionalidad de todo símbolo lo que reclama su interpretación. A diferencia de la arbitrariedad de los signos, los símbolos mantienen algún tipo de vínculo con lo designado, aunque sea de una forma no transparente que impide captar su sentido de manera inmediata. De ahí que Ricoeur defina los símbolos como "toda estructura de significación en que un sentido directo, primario, literal, designa por exceso otro sentido indirecto, secundario, figurado, que no puede ser aprehendido nada más que a través del primero" (Ricoeur, 1975: 17).

La propuesta de este filósofo al análisis del doble sentido de los símbolos admite una doble aproximación complementaria. Por una parte, a través de aquello que lo constituye, asequible mediante el análisis estructural de la multiplicidad de significaciones y contextos de su actualización. Por otra parte, mediante lo que se interroga sobre lo que el símbolo quiere decir, sobre el sentido intencional (Calvo Martínez, 1991: 124).

En la primera aproximación nos situamos en la distinción saussuriana entre lengua y habla que desarrolla Benveniste (1972: 118 y ss.) al considerar a la lengua como estructura, sistema cerrado de signos, sin sujeto ni interlocutor, diferenciada del discurso, entendido como espacio para el habla, expresión subjetiva de los hablantes y actualizada a través de la frase y el acontecimiento. Lo que propone Ricoeur es que, en el discurso, el sistema virtual de la lengua se convierte en acontecimiento actualizado en el habla, siendo también el espacio donde el lenguaje se abre a la realidad extralingüística. Así, el discurso puede entenderse como una secuencia de elecciones –o procesos de nominación– por las cuales los signos de la lengua se actualizan como palabras en la frase, en función de los usos concretos que los sujetos hacen de la palabra.9 Así, a través de la frase y el discurso se realizan nuevas significaciones dentro de los límites sincrónicos que marca el sistema de la lengua. A esto Ricoeur (1975: 105) lo llama polisemia reglamentada. Los sujetos, en sus prácticas discursivas, escogen y combinan procesos de nominación que suponen nuevos y con diversos contextos de sentido, aunque siempre dentro de campos semánticos estructurados. Ello nos permite comprender, desde una visión abierta a lo social, cómo el simbolismo del lenguaje adquiere distintos sentidos en función de sus contextos sociales de actualización.

La segunda aproximación responde al análisis del símbolo desde su sentido intencional, que Ricoeur busca en el deseo y en los elementos pulsionales inconscientes que –ya hemos visto– se expresan a través de símbolos, coincidiendo con las visiones ya comentadas sobre la dimensión emocional o proyectiva del simbolismo (Ortí, 1994: 63). También aquí cabrían valores e intereses sociales interiorizados, los cuales podrían simbolizarse en la cultura, por ejemplo, como proyecciones de los habitus, utilizando el término de Bourdieu (1991). Ahora bien, siguiendo con Ricoeur (1975: 17), la pregunta por el sentido intencional es el ámbito propio de la hermenéutica y la interpretación. Ésta se entendería como "el trabajo de pensamiento que consiste en descifrar el sentido oculto en sentido aparente, desplegar los niveles de significación implicados en la significación literal. [Porque la interpretación es] el punto de unión entre lo lingüístico y lo no-lingüístico, del lenguaje y de la experiencia vivida" (Ricoeur, 1975: 75). Este contexto, denominado por el autor semántica del deseo, traduce la cristalización de las fuerzas deseantes y sociales en expresiones simbólicas y culturales, en imágenes sociales que sitúan en el espacio supralingüístico de los signos fuertemente condensados -objetos simbólicos: religiosos, imágenes de consumo- el espacio infralingüístcio de la dinámica intencional del deseo (no solamente consciente) de los sujetos (Benveniste, 1972: 86). Así, el análisis de los discursos se orienta a dilucidar qué expresiones verbales, simbólicas, se encargan de estructurar el campo de significaciones, cómo lo hacen y qué capacidades evocativas y afectivas ponen en juego.

Como colofón metodológico, cabe indicar que los universos simbólicos que analiza la sociología cualitativa responden a las articulaciones de los usos preconscientes del lenguaje que realizan sujetos y grupos en una sociedad concreta, relacionándose dialécticamente con sus estructuras social y material (Barbeta, 2015). De esta forma funcionan –como advertían algunos autores fenomenólogos– como matriz significativa de dicha sociedad. Existen, por tanto, interpretaciones diversas sobre los procesos sociales, en función de los sujetos y los grupos sociales que los protagonizan. Este papel generador de los universos simbólicos concretos desemboca en la constitución de discursos sociales que, en gran medida, se componen de representaciones simbólicas de las que se sirven los sujetos concretos para significar la realidad; es decir, para dotar de sentido sus vivencias y los procesos sociales. El acceso al universo simbólico por parte del sociólogo se da, fundamentalmente, por su actualización en el sistema de discursos sociales dados en un espacio temporal determinado. Además, como hemos señalado, la articulación de un universo simbólico en el nivel individual se encuentra también mediada por las estructuras afectivas, deseantes, de los sujetos, configuradas en sistemas de interacciones biográficas específicas.

Quien probablemente ha ejercido como principal articulador de esta perspectiva en la sociología, Alfonso Ortí (1994), ya ha insistido en su pertinencia metodológica para la tarea de captar las estructuras simbólicas que definen las representaciones y las imágenes sociales, lo que supone inscribir el enfoque cualitativo del análisis sociológico en un marco hermenéutico10 orientado a la interpretación de los procesos de simbolización social, entendidos en una relación de apertura con sus determinantes sociales –materiales, culturales, ideológicas– y afectivas.

 

Conclusiones

En el presente trabajo hemos expuesto la diversidad, amplitud e incluso ambigüedad con las que el fenómeno del simbolismo ha sido conceptualizado desde diferentes perspectivas en las ciencias sociales. Si convenimos en decir que todo fenómeno social es, al menos en una de sus dimensiones, un fenómeno también simbólico, de producción de sentido, la cuestión del simbolismo seguirá siendo relevante para las ciencias sociales en general, y para la sociología en particular; de ahí que la discusión sobre su concepción sea pertinente.

Se ha hecho patente la diversidad de papeles que juegan los símbolos. Los símbolos significan la realidad social, la organizan, la orientan y clasifican los pensamientos y las acciones. Sirven para que sujetos y grupos se comuniquen, expresen su identidad (a veces más íntima) y se cohesionen. Esto se recoge en gran diversidad de fenómenos sociales, desde la religión y el arte hasta los nuevos símbolos del consumo y de la vida cotidiana. Más allá de poner en entredicho estos papeles del simbolismo –sin duda acertados– nuestro objetivo en este trabajo ha sido plantear, más que una teoría bien acabada del simbolismo, una crítica a algunas de las perspectivas más reconocidas en ciencias sociales. Critica que ha ido acompañada del esbozo de los elementos clave de una perspectiva del simbolismo que hemos propuesto llamar cognitivo-afectiva.

De esta concepción pueden destacarse como conclusión tres aspectos centrales:

1. Plantea una visión propiamente psicosociológica del simbolismo, donde símbolo y universo simbólico constituyen un espacio de mediación y síntesis entre los niveles personal –con los componentes libidinal y cognitivo– y sociocultural –con los componentes material, interaccional y semiótico–, en un marco histórico concreto. Se convierte así en una visión abierta, sustantiva, materialista, histórica y sintomática –como lo define Ortí (1994)– del simbolismo, superando los debates acerca de la naturaleza social o individual de los símbolos, su definición idealista, ahistórica y formalista.

2. Propone una explicación –a diferencia de la mayoría de perspectivas– de la génesis del proceso de simbolización en los sujetos, en tanto que sujetos sociales. El proceso de interacción entre infante y entorno, con la evolución pulsional, cognitiva y su desarrollo en contextos sociales concretos –familia y sociedad global–, se sitúa en el proceso de génesis de la capacidad de los sujetos de simbolizar. Por tanto, las relaciones interpersonales, con sus correlatos afectivos más o menos conflictivos, se ubican ya en el núcleo del proceso de simbolización. El desarrollo de los polos emocional y lógico-formal introduce al sujeto, de forma paulatina y dentro de marcos sociales específicos, a los símbolos lingüísticos.

3. Contribuye a fundamentar teóricamente una forma de entender el análisis cualitativo en sociología, cuyo objetivo principal puede definirse por el análisis de los universos simbólicos que, en la vida social, quedan actualizados en los discursos sociales. Dicha fundamentación se concreta en una orientación hermenéutica del análisis. En la medida en que los discursos sociales son, en parte, procesos de simbolización de la vida social, pueden ser sometidos a un análisis interpretativo que interrogue la dimensión significativa e intencional de los símbolos discursivos; el objetivo de ello es someter a análisis el sentido pragmático, intencional y concreto, de los procesos sociales.

 

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Notas

* La frase "el símbolo da qué pensar" es de Kant; Paul Ricoeur (1969: 283) la recoge para hacer referencia a que el pensamiento del símbolo se da "a partir de él" y no por detrás del mismo. En esta línea, pretendemos reflexionar a partir del simbolismo.

1 Como excepciones están los trabajos de sociólogos como Alfonso Ortí (1993; 1994).

2 Referenciamos como literatura sociológica reciente sobre la cuestión del simbolismo y temáticas afines, en lengua francesa, la obra de Patrick Legros et al. (2006), y en español, los trabajos de Sánchez Capdequí (1999) y Carretero Pasín (2005).

3 Existe un debate alrededor de la interpretación idealista de la tesis de Durkheim: el pensamiento simbólico religioso sería la condición y el principio explicativo de la sociedad (Lukes, 1973: 234), o bien –como defiende Giddens (1971: 190)– en el pensamiento simbólico religioso se expresa la autocreación, esto es, el desarrollo autónomo de la sociedad.

4 En la tradición psicoanalítica existía una teoría del símbolo desarrollada principalmente por Stekel, llamada "simbolismo verdadero"; sin embargo, no obtuvo demasiado reconocimiento. Resumidamente postulaba: constancia en los significados de los símbolos e independencia de las condiciones individuales en su formación. Ello derivaba en una ontologización del inconsciente, según la cual los símbolos serían exteriorizaciones del mismo, y una absolutización de los símbolos, cuando se les atribuye significados fijos e inconscientes a determinados objetos, actos o acontecimientos. Una revisión crítica puede encontrarse en Wilden (1979: 73 y ss.) y en Lorenzer (1976a).

5 Sobre las relaciones de esta concepción y la expuesta por el interaccionismo simbólico de Mead (1968), véase Lorenzer (1976a) con su propuesta de interaccionismo psicoanalítico. Algunas posiciones de Elias (1994) se acercan también a la concepción del simbolismo aquí expuesta.

6 Lo imaginario, desde esta perspectiva, es una expresión concreta de lo simbólico, como lo son los mitos, los sueños o el lenguaje. Sin embargo, cada expresión conserva sus particularidades como fenómeno.

7 Ortí (1993: 185) ha señalado la interpretación excesivamente positiva de la relación que Furth (1992) establece entre principio de placer y vida social, desconsiderando en parte los aspectos conflictivos y negativos de las relaciones interpersonales.

8 Con no poca razón, algunos autores han señalado el paulatino proceso de desimbolización de algunos discursos sociales, donde los significantes lingüísticos se acercarían más a los signos en tanto que significantes vacíos, sin cargas afectivas destacables y sin referencias a la praxis social real. Sin embargo, entendemos que es un proceso relativo, y no absoluto y omnipresente.

9 Hjelsmlev (1971 y 1976) se refiere a los usos lingüísticos como hablas diferentes de grupos sociales. No obstante, en este autor los usos tan sólo significan concreciones de la estructura o formas diferentes de ponerla en práctica. Los usos del lenguaje relacionados con la práctica externa, más pertinente para una perspectiva sociológica, se desarrollan en Wittgenstein (1988).

10 Autores como Luis Enrique Alonso (2013) han acuñado el concepto de sociohermenéutica en referencia a una perspectiva cercana a la que aquí se expone en cuanto a la orientación cualitativa de la sociología.

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