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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.30 no.85 Ciudad de México may./ago. 2015

 

Artículos

 

Maquiavelo y la ciudadanía armada

 

Machiavelli and the Armed Citizenry

 

Roberto García Jurado*

 

* Profesor investigador del Departamento de Política y Cultura, Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Correo electrónico: <rgarcia@correo.xoc.uam.mx>.

 

Fecha de recepción: 31/08/14.
Fecha de aceptación: 10/05/15.

 

Resumen

Maquiavelo planteó en El príncipe la necesidad de que un Estado tuviera ejército propio, de que su ciudadanía estuviera armada. Tal planteamiento, que alcanza niveles de reclamo imperioso, no sólo está presente en este libro, sino en toda su obra. Sin embargo, cuando se analiza detalladamente este hecho se perciben no sólo muchas ambigüedades e incongruencias, sino sobre todo se observa que un Estado moderno, tal como estaba prefigurándose en su época, difícilmente podía basarse en una milicia, en el simple hecho de poner las armas al alcance de la ciudadanía, como pretendía.

Palabras clave: Maquiavelo, milicia, armas, Estado moderno, ciudadanía.

 

Abstract

In The Prince, Machiavelli put forward the idea that a state needed to have its own army, that its citizenry should be armed. This idea, which rose to the heights of an imperious demand, is not only found in this book, but in his entire oeuvre. However, when we analyze his proposal in detail, not only do we observe many ambiguities and inconsistencies, but, above all, we can see that a modern state, such as the one that was emerging in his time, could hardly be based on a militia, on simply putting weapons into the hands of the citizenry, as he proposed.

Key words: Machiavelli, militia, arms, modern state, citizenry.

 

Introducción

La Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos de América dice: "Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido". Aprobado y emitido en una época de revoluciones políticas y profundos cambios sociales, un ordenamiento de este tipo no podía sino fortalecer y pertrechar las libertades del pueblo al cual iba dirigido. Sin embargo, aun cuando tan sólo han transcurrido poco más de dos siglos desde su proclamación, la distancia social, política y cultural de la actualidad con respecto a ese momento parece mayor a la cronológica; si bien la asociación entre armas, milicia y libertad, que se encuentra en el fondo de esta Enmienda, parece completamente natural y válida en un entorno revolucionario o fundacional, no se antoja lo mismo en una situación como la actual.

En el mundo contemporáneo, prácticamente ninguna nación del hemisferio occidental admite o consagra constitucionalmente tal discrecionalidad de los ciudadanos para armarse y constituirse en una especie de milicia en reserva; sin embargo, en el pasado no fue así, y la idea de un pueblo armado que defendiera su soberanía está en la raíz de muchas revoluciones que dieron origen al mundo moderno.

El propio Maquiavelo –considerado por consenso el fundador de la ciencia política moderna y, colateralmente, inspirador de muchas de las instituciones básicas del Estado moderno–establecía la asociación entre armas, milicia y libertad. Una de las ideas más difundidas de su reputada obra, El príncipe, es precisamente la importancia de las armas; la atención que debe prestarles el príncipe; la dedicación a las mismas que tiene que exigirse a los ciudadanos. A partir de ello establece uno de los corolarios más difundidos de esta obra: que todo Estado debe tener su propio ejército, que no conviene confiar en los soldados mercenarios y mucho menos en los auxiliares. Por cierto, la formación de los Estados modernos confirmó la recomendación de Maquiavelo, pues prácticamente todos han construido su identidad y soberanía apoyados en buena medida en un ejército propio, originado muchas veces en las milicias populares.

Como es evidente, los Estados modernos no se basan ya en las milicias populares características de las repúblicas italianas del Medioevo tardío o renacentistas, pues han alcanzado un grado de especialización y profesionalización que los coloca fuera de las posibilidades de participación o control por parte del público en general. No obstante, sería aventurado asegurar que en términos civilizatorios ha concluido la época de las revoluciones; y si bien la rebelión armada parece ser una vía cada vez menos recurrente para acceder al poder estatal, con frecuencia se observan en las democracias más consolidadas eventuales disturbios o revueltas populares de cierta gravedad, los cuales llegan a recurrir a armas rudimentarias, con lo que se actualiza la idea de que la soberanía popular es una mera expresión formal de la fuerza ciudadana, de la capacidad de acción política violenta por parte del pueblo.

Por otro lado, la asociación entre ciudadanía, armas y libertad se mantiene plenamente vigente no sólo en el repertorio histórico o mítico de los Estados modernos, sino que en términos políticos los ciudadanos de la época contemporánea creen que deben defender de manera permanente su libertad y sus derechos constitucionales, aunque para ello lo primero de que disponen son los recursos legales e institucionales dispuestos por las repúblicas democráticas modernas, lo que en todo caso sigue alimentando la imagen simbólica del ciudadano militante.

En este sentido, la idea de Maquiavelo de dotar al Estado de un ejército propio que tenga como base una milicia popular despierta, en términos generales, simpatía y aprobación; sin embargo, examinada minuciosamente, presenta una serie de problemas y complicaciones que Maquiavelo no percibió o no resolvió adecuadamente, los cuales vale la pena analizar para definir más claramente su contribución en este campo al pensamiento político moderno. Ello es precisamente el motivo y la finalidad del presente artículo.

Para realizar tal objetivo se ha analizado el pensamiento militar de Maquiavelo, no sólo en el libro que dedicó especialmente a este fin –Del arte de la guerra– sino también en sus otras tres obras mayores –El príncipe, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y la Historia de Florencia–, al igual que en algunos escritos menores. Asimismo, como se puede constatar en la bibliografía anexa, se ha recurrido también a los más reconocidos críticos de Maquiavelo en esta materia y a los mayores especialistas militares del periodo en cuestión para ilustrar o fundamentar las afirmaciones aquí realizadas.

 

La caballería y el ocaso de la aristocracia

Cuando Cervantes publicó Don Quijote en 1605 el mundo de la caballería armada y los caballeros andantes ya se había perdido; había sido sepultado por la intensa revolución militar que experimentó Europa durante los siglos XV y XVI, en la cual España y su ejército habían sido notables protagonistas. Sin embargo, poco menos de un siglo antes –por ejemplo, en 1516–, cuando Ariosto publicó su Orlando furioso, el régimen social y cultural de los caballeros armados no era sólo una realidad militar, sino que estaba plenamente vigente y creaba todo un entorno social y político muy característico. Maquiavelo, coetáneo de Ariosto, captó también la relevancia de la caballería, aunque en lugar de musicalizar con sus palabras las hazañas imaginarias de los paladines armados, lo que hizo fue señalar su declive y prescribir su sustitución por otro cuerpo del ejército, la infantería.

Hasta mediados del siglo XV los ejércitos europeos habían estado compuestos fundamentalmente de dos divisiones: la infantería y la caballería, predominando de manera indiscutible esta última. Durante la baja Edad Media los caballeros fueron el arquetipo del hombre de armas, del soldado. Desde finales del Imperio Romano la infantería, que fue la base de sus legiones, comenzó a ser relegada a un segundo plano por la caballería, ya que sus distantes y extensas fronteras hacían necesario recorrer grandes distancias, lo cual implicaba necesidades de transporte y movilidad más propias de la segunda que de la primera (Rogers, 2004; Montgomery, 1968).

Aunque no podría establecerse una línea de continuidad directa entre la caballería romana y la del Medioevo tardío, ya que durante la alta Edad Media se produjo una especie de eclipse de la caballería, se dio un resurgimiento posterior, sobre todo entre los siglos XI y XV, cuando las órdenes de caballería vivieron su máximo esplendor (Huizinga, 1996; Keen, 2008).

En términos tecnológicos, se registraron dos innovaciones relevantes que le dieron a la caballería una ventaja decisiva. La primera ocurrió muy temprano, durante el siglo VIII, cuando se generalizó en Europa occidental el uso del estribo y se le usó con propósitos militares; este recurso le dio al jinete mayor seguridad y movilidad sobre su montura, gracias a lo cual pudo desempeñarse de manera mucho más efectiva en el combate. La segunda fue la transformación de la cota de malla que usaron los soldados medievales hasta el siglo XII en una armadura de placas, prácticamente blindada, que comenzó a emplearse en el siglo XIII y se perfeccionó hacia finales del XIV, cuando la armadura cubrió prácticamente todo el cuerpo del caballero con placas metálicas. Aunque la nueva indumentaria hizo más lento y pesado al caballero, lo cual le restó una buena parte de movilidad y rapidez, a cambio le brindó una defensa casi imbatible, sobre todo frente a la infantería, cuyo armamento no le permitía producir mayor daño en un caballero acorazado de esta manera (Ayton, 2005).

La Batalla de Hastings (1066) fue el primer gran enfrentamiento en el que la caballería pesada demostró su gran utilidad y efectividad en contra de la infantería, a partir de lo cual muchos ejércitos europeos comenzaron a incorporar divisiones (Montgomery, 1968).

En una sociedad como la medieval, en la que se consideraba que la participación en la guerra formaba parte del servicio militar que un vasallo debía a su señor, el costo del armamento y equipo debía correr a cargo del soldado, por lo que el predominio de la caballería representó no sólo la introducción de una diferenciación técnica, sino también social, pues quienes podían adquirir una montura, una armadura y la asistencia personal que un caballero armado requería, eran básicamente los integrantes de la clase superior, los señores (Salvemmini, 1972). De este modo, el caballero armado se convirtió, además de en la figura emblemática del ejército, en el protagonista indiscutido de la vida social, política y cultural de la época (Huizinga, 1996).

En Italia, el protagonismo de la caballería se vio potenciado por dos ingredientes. En primer lugar, el declive de las instituciones políticas comunales significó también el debilitamiento de las milicias populares que las defendían, cuya base eran los infantes; ello las obligó a buscar alternativas de defensa, las cuales fueron precisamente estos cuerpos de caballería emergentes. En segundo lugar, la proliferación y auge de la actividad industrial, comercial y financiera a partir del siglo XIII enriqueció de tal manera a algunos Estados italianos que cada vez se hizo más difícil encontrar reclutas que desearan prestar servicios militares; muchos entre quienes podían, preferían pagar antes que prestarse a la guerra, lo cual fue creando una relación de oferentes y demandantes de servicios militares (Waley, 1968; Ancona, 1973).

La caballería que comenzó a sustituir a la milicia popular era también peculiar porque estaba compuesta generalmente de soldados ultramontanos, de soldados que los Estados italianos contrataban provenientes de otros Estados europeos del norte, en donde la finalización de algunos conflictos armados o las reducciones temporales de las necesidades de éstos los dejaba en libertad y necesidad de buscar un empleador, que encontraban al cruzar los Alpes. Así, capitanes como el catalán Roger de la Flor, el alemán Walter de Brienne o el inglés John Hawkwood adquirieron un gran renombre en el siglo XIII. Para fines del XIV los mercenarios extranjeros comenzaron a verse desplazados por los condotieros italianos (Mallet, 2009).

De esta manera se creó toda una industria en torno a la profesión de las armas en Italia, proliferaron las compañías de ventura –como se les comenzó a llamar– junto con sus capitanes, los populares condotieros, que con su nombre significaban precisamente la sustancia de esta actividad, ya que condotta significa "contrato", un contrato que en el caso de estos militares especificaba una prestación de servicios por parte de ellos hacia un contratante, que podía ser un príncipe o una república, por un tiempo determinado y a cambio de una paga o de ciertas concesiones, como botines de guerra o entrega de posesiones territoriales (Ancona, 1973).

Este es el sistema militar de mercenarios que Maquiavelo ataca y critica tan vehementemente en todos sus escritos. Claro que responsabiliza en primera instancia a los propios príncipes italianos de haber recurrido a él y de desprenderse así de una facultad que considera esencial: la de conducir y controlar al ejército. Cuando Maquiavelo exalta las virtudes del ejército propio y denuesta los vicios de los mercenarios lo hace a partir de una serie de argumentos y consideraciones generalmente explícitos, aunque en algunas ocasiones implícitos a lo largo de casi toda su obra:

1. Los mercenarios corrompen la actividad militar en tanto que sólo están interesados en obtener la paga y el botín, por lo cual llegan incluso a alargar los conflictos para seguir percibiendo ingresos.

2. Los mercenarios son desleales y no tienen un interés real en defender el suelo y propiedades del Estado contratante, lo que se debe a que una buena parte de ellos son extranjeros: ultramontanos o de otros lugares de Italia.

3. Los mercenarios han hecho una profesión de una actividad que no debe serlo, ya que el servicio militar es la máxima expresión de la virtud cívica de los ciudadanos, la cual implica en última instancia la defensa armada de su libertad y de su patria.

4. Los mercenarios y su caballería han dejado de ser un arma efectiva en contra de la infantería, ya que ésta ha demostrado que con una buena organización puede derrotarla.

5. Los mercenarios significan una amenaza para la seguridad del Estado, ya que si tienen éxito en la empresa militar para la que han sido contratados pueden valerse de ello para desplazar de sus puestos a los príncipes o magistrados que los emplean.

6. Los mercenarios y su caballería representan real o simbólicamente a una clase social, a la clase acomodada, lo cual impide o limita el acceso a las armas de todo el pueblo, especialmente del popolo minuto.

Con respecto al primer punto, en el capítulo XII de El príncipe, refiriéndose a los soldados mercenarios, Maquiavelo dice: "La razón de todo esto es que dichas tropas no tienen otro incentivo ni otra razón que las mantenga en el campo de batalla que un poco de sueldo, siempre insuficiente para conseguir que mueran por ti" (Maquiavelo, 2010: 96). Y es que el sistema de los condotieros funcionaba de una manera que propiciaba casi espontáneamente la conducta que Maquiavelo les reprocha, pues era muy común que se les contratara sólo por una corta temporada –por ejemplo, tres o seis meses–, a veces con la posibilidad de extensión, pero no siempre con la certeza. Sucedía así porque se había hecho costumbre en Italia respetar la temporada de guerra, la cual correspondía aproximadamente a la primavera y el otoño, ya que se intentaba evitar los rigores del clima durante el verano y el invierno. De este modo, muchos Estados trataban de ahorrarse el pago por los servicios continuos de una compañía de ventura, lo cual ciertamente colocaba a sus miembros en una posición económica muy comprometida, por lo que procuraban prolongar el contrato de alguna manera.1 Florencia en especial llevó al extremo este rasgo del sistema, pues no estableció nunca relaciones duraderas con los diferentes condotieros que le sirvieron, mientras que otros Estados trataron de alargar estas relaciones, como Milán –que tuvo a su servicio a Jacopo dal Verme por treinta años– o Venecia –la cual empleó a Bartolomeo Colleoni durante veinte años. Florencia no pudo hacerlo o no quiso –entre otras cosas para no cargar a los ciudadanos con impuestos destinados a este fin–, lo cual no dejó de tener repercusiones negativas (Mallet, 1988; McNeill, 1988).

Por lo que se refiere al segundo punto, en Historia de Florencia Maquiavelo narra que cuando esta ciudad intentaba adueñarse de Lucca encontró la resistencia del duque de Milán, quien envió en su apoyo al conde Francisco Sforza. No obstante, los florentinos, "sabiendo bien lo eficaz que era la corrupción de los soldados mercenarios [...] ofrecieron dinero al conde a condición de que no sólo se alejara de allí sino que les entregara la ciudad" (Maquiavelo, 2009: 219). Sforza, para guardar las apariencias, no les entregó la ciudad, pero la abandonó a su suerte a cambio de cincuenta mil ducados.

Como dice Maquiavelo, era proverbial la deslealtad de los condotieros, aunque para contrarrestarla se incorporaron frecuentemente en el contrato cláusulas que les prohibían emplearse en el periodo inmediatamente posterior a la finalización de un contrato con un enemigo del Estado contratante o, de manera más efectiva, muchos Estados les entregaron a algunos de sus condotieros fortalezas o posesiones ubicadas en sus fronteras, con la intención expresa de que al defenderlas protegieran también la integridad de todo su territorio. Florencia no hizo nada de esto, lo cual ciertamente dio como resultado que ningún condotiero desarrollara bases materiales de lealtad hacia la ciudad (Mallet, 2005).

En relación con el tercer punto, en Del arte de la guerra Maquiavelo dice que "un hombre de bien no puede ejercer las armas como oficio", y que en ello los modernos debían imitar a los romanos, quienes disponían el mando de su ejército de manera que "los generales, satisfechos de su victoria, retornaban gustosos a su vida privada" (Maquiavelo, 2000: 18). Para este autor no debía haber separación alguna entre la vida civil y la militar; su idea era la de un ciudadano armado, un ciudadano-soldado, por lo cual en su vida y obra ocupa un lugar muy destacado su afán por crear una milicia florentina.

Se trata de un notable error en la apreciación de Maquiavelo sobre la realidad de su época. La revolución militar que estaba experimentando Europa en esos momentos tenía como uno de sus rasgos relevantes la profesionalización militar y la creación de un ejército permanente, no miliciano. Francia y España, los dos verdugos de Italia en ese momento, ya habían dado pasos muy importantes en este sentido a mediados y a fines del siglo XV, respectivamente. El imperativo de la concentración del poder político emergente hacía necesario que el conjunto del ejército dependiera de las órdenes y las arcas del monarca; además, los destinos lejanos y hostiles a los que debían ser enviadas las tropas obligaban a que estuvieran compuestas por soldados profesionales y no por milicianos. La irrupción de las armas de fuego portátiles, cuyo manejo resultaba de mayor complejidad que una simple pica o un arco, exigió que las operara personal profesional y especializado, no campesinos y gente común poco familiarizada con ellas (Gilbert, 1944; Rogers, 2004).

El propio Maquiavelo, tan severo y puntilloso con sus contemporáneos, se torna del todo benevolente y acrítico con los antiguos romanos, pues reconoce y acepta como una necesidad que el Imperio tuviera que remunerar a sus soldados con el fin de emprender guerras más prolongadas y distantes, imprescindibles para su expansión, lo cual no acepta de ningún modo para los Estados italianos renacentistas, lo cual es una inconsistencia evidente (Maquiavelo, 2005: 158, 211).

Sobre el cuarto punto, Maquiavelo dice en Discursos sobre la primera década de Tito Livio que quien desee ordenar un buen ejército "debe fundar su estrategia más sobre la infantería que sobre la caballería [...]. Y si se apoya sobre los infantes adiestrados de la forma que he dicho, inutilizará completamente la artillería" (Maquiavelo, 2005: 246, 247). Como ya he mencionado, uno de los ingredientes más importantes de la revolución militar de los siglos XV y XVI fue la recuperación y revaloración de la infantería, la cual –habiendo sido relegada y suplantada en la estrategia militar por la caballería en los siglos anteriores– comenzó a repuntar en el siglo XV para sobreponerse a la caballería. En efecto, durante la decimoquinta centuria los ejércitos europeos comenzaron a recurrir de forma exitosa a la infantería, y los suizos y españoles se pusieron pronto a la vanguardia en ello. Lo que Maquiavelo pasa por alto es que a partir de esa época la mayor efectividad de la estrategia militar se logró no por basarse en una sola división, sino por realizar una adecuada formulación de las tres principales divisiones del ejército de tierra: infantería, caballería y artillería.

En relación con el punto cinco, Maquiavelo dice en El príncipe que "Los jefes mercenarios o son hombres eminentes o no; si lo son, no te puedes fiar de ellos, porque siempre aspirarán a su propio poder, o bien oprimiéndote a ti –su propio patrón–, o bien oprimiendo a otros en contra de tus propósitos" (Maquiavelo, 2010: 96). El autor tenía a la vista muchos casos en los cuales príncipes o repúblicas habían caído en manos de condotieros que, habiendo comenzado como empleados y subordinados, llegaron a convertirse en soberanos, sometiendo a todo el Estado a su mando y arbitrio. Probablemente uno de los casos más sonados fue el de Francisco Sforza, que de ser conde y condotiero de Gian Galeazzo Visconti, lo sucedió luego en el cargo, transformándose en duque de Milán.

Finalmente, sobre el sexto punto, en Del arte de la guerra Maquiavelo pone en boca de su principal personaje –Fabricio Colonna– la afirmación de que para reclutar a la caballería "imitaría a los romanos. Los elegiría entre los más ricos" (Maquiavelo, 2000: 39). Ello resulta congruente con lo que había establecido en la Causa de la ordenanza y la Provisión de la ordenanza de 1506 (Maquiavelo, 2002), donde había sostenido que la infantería debía reclutarse del campo florentino, la región más pobre; y la caballería, en cambio, de la ciudad, el territorio más rico. Incluso en la Provisión planteaba que la magistratura que debía crearse para decidir todo lo referente a la milicia y la guerra debía estar compuesta por nueve integrantes, de los cuales siete serían elegidos de las artes mayores –las más ricas e influyentes– y sólo dos de las menores –las menos poderosas y reconocidas–, lo que evidentemente confirma la inclinación de entregar el mando del ejército al sector social más pudiente (Maquiavelo, 2002: 245).

En el mismo sentido, las compañías de ventura reproducían en su interior el mismo orden jerárquico de las sociedades renacentistas, pues para llegar a ser condotiero no era necesario distinguirse por grandes méritos o habilidades militares. La mayor parte de los que contaban con alguna reputación se lo debían más al hecho de pertenecer a una familia de abolengo que a logros o afanes individuales. Pertenecer a una estirpe ya acreditada en el arte de la guerra –como los Sforza, Orsini, Vitelli o los mismos Colonna, a cuya familia pertenecía Fabricio, el principal protagonista en Del arte de la guerra– era la forma más directa y segura de adquirir fama y fortuna como condotiero (Mallet, 1988).

Cabe conjeturar que, al atribuir mayor virtud a la infantería que a la caballería, la pérdida de virtud militar que Maquiavelo identificaba como la causa principal de la ruina de Italia se debía precisamente a que el peso y privilegio de las armas se había depositado en los linajes acomodados, y no en las clases más amplias y sencillas pero más virtuosas de Florencia. Maquiavelo no era un demócrata, pero sí un republicano. Concebía un sistema que descansaba en la idea de un equilibrio de clases sociales en el que ninguna se sobrepusiera a las otras, aunque en este caso, claramente atribuía mayor virtud militar al pueblo que a los ricos.

No obstante, se debe admitir que esta caracterización puede relativizarse con un pasaje de Historia de Florencia, en donde Maquiavelo da cuenta de la revolución popular que dio origen a los Ordenamientos de justicia de 1283, los cuales entregaban el poder al pueblo y lo negaban a los nobles; radicalización popular que Maquiavelo reprobaba, entre otras cosas, porque "[...] ello fue causa de que Florencia perdiera no sólo su ardor guerrero sino también su índole generosa" (Maquiavelo, 2009: 137). Es posible reforzar tal apreciación si se recupera lo que el autor afirmó en el controvertido capítulo XXVI de El príncipe, en donde se lamenta de que la virtud militar italiana se haya extinguido. Sin embargo, conviene advertir que en los siglos XIV y XV no fue el pueblo, en su acepción más amplia, el que gobernó la ciudad, sino la oligarquía, así como tampoco los valores culturales y sociales imperantes eran populares o democráticos, sino también oligárquicos. Más aún, pese a que Maquiavelo señala que luego del triunfo del pueblo sobre los nobles los distintos segmentos de aquél –alto, medio y bajo– se repartieron casi por igual las magistraturas –y, con ello, la influencia–, a la postre fue el segmento alto –el de la oligarquía– el que ejerció más consistente y duraderamente su poder, convirtiéndose así en el foco de su crítica.2

 

La artillería y el dinero de la guerra

Dos de los rasgos más relevantes de la revolución militar que experimentó Europa en los siglos XV y XVI fue el desarrollo de la artillería y el mejoramiento en las técnicas de fortificación (Murray y Knox, 2001; Mortimer, 2004).

Los más tempranos indicios del surgimiento de la artillería datan de 1326, año al que corresponde la primera ilustración en papel de un cañón y también una orden –emitida precisamente por el gobierno de Florencia– para la construcción de una serie de ellos. En esta ciudad la industria de la fundición, principalmente la de campanas, fue una base muy propicia para el desarrollo de la construcción de cañones, pues los primeros se hicieron de bronce y eran cargados con balas de piedra. Aunque progresaron rápidamente durante los siglos XIV y XV, los primeros cañones eran muy pesados, aparatosos y costosos. Debido a ello, muchas veces había que armarlos en el mismo lugar donde se iban a usar, o bien acarrearlos con ingentes recursos de transporte. Se registró, por ejemplo, que uno de los mayores cañones de Mahomet II, utilizado en el sitio de Constantinopla, requería de sesenta bueyes para ser arrastrado y eran necesarias dos horas para cargarlo; igualmente, en 1472 los 18 cañones del duque de Milán requerían 522 pares de bueyes y 227 carretas para ser transportados (Howard, 1976; Montgomery, 1968; Fuller, 1963).

No obstante estos aparatosos comienzos, durante el siglo XV el desarrollo de la artillería fue vertiginoso, y para fines de la centuria ya se había convertido en un arma revolucionaria e indispensable en la estrategia militar.

Hasta el siglo XII, las fortalezas se habían construido esencialmente de palizadas, las cuales bastaban para dar protección apropiada a los sitiados, al grado de otorgarles una ventaja decisiva sobre los sitiadores. Con estas defensas, las fortalezas resultaban casi inexpugnables, de suerte que el único recurso efectivo para los sitiadores era establecer un cerco aislante a su alrededor con el fin de rendirlas por hambre, lo cual podía tardar varios meses, significando costos económicos y humanos muy elevados. Desde el siglo XII el mejoramiento de las máquinas de asedio, sobre todo de las catapultas, forzó el cambio de las técnicas de fortificación y se comenzaron a construir con piedra, lo que hizo que el equilibrio retornase a su posición original, que daba una ventaja notable a las fortalezas bajo asedio (Jones, 2005).

La artillería alteró nuevamente este equilibrio y desde el siglo XV perdieron la ventaja los sitiados y la ganaron los sitiadores. El ejemplo paradigmático de tal vuelco lo constituyó la caída de Constantinopla, la cual –pese a sus formidables dispositivos de fortificación– cayó bajo el fuego de la artillería turca (Fuller, 1963: 575-598). El mismo Maquiavelo refiere y hace propia una ironía –al parecer común en su época– relativa a la falta de resistencia y oposición que presentaron los Estados italianos a la marcha imperturbable que emprendió el rey francés en su paso hacia Nápoles, diciendo que "a Carlos VIII de Francia se le había dejado hacerse dueño de Italia sólo con tiza" (Maquiavelo, 2010: 96). No obstante, Maquiavelo parece no tomar apropiadamente en cuenta que para esta incursión Carlos había reunido a un poderoso ejército, dentro del que sobresalía la artillería, tal vez la más poderosa con que hasta entonces hubiera contado un ejército, por lo que ciertamente cualquier resistencia ante tal potencia parecía inocua.

Ante el progreso de la artillería se dio la respectiva reacción en las técnicas de fortificación. Las murallas de las fortalezas dejaron de construirse sólo de piedra para incorporar materiales que resistieran mejor el impacto de los proyectiles, como el ladrillo o la arena; además, en lugar de la cortina plana y vertical que tenían hasta entonces, se comenzaron a construir baluartes redondos o romboides con troneras que permitían instalar cañones defensivos, estilo que desde entonces se llamó italiano, dado que dichas modificaciones se originaron precisamente en Italia (Croix, 1963).

Sin embargo, como ocurre siempre en el terreno de la innovación tecnológica, ante la mejora de las fortificaciones hubo también un adelanto en la artillería, pues los cañones comenzaron a hacerse más ligeros y eficientes y, con ello, más aptos para el asedio, lo que hizo que otra vez la balanza se inclinara del lado de los sitiadores. Además, las armas de fuego dieron otro gran salto, pues hacia fines del siglo XV se comenzaron a usar las primeras portátiles, y para principios del siglo XVI el arcabuz estaba ya completamente integrado a la operación del ejército, dándole a la infantería una fisonomía y eficacia completamente diferentes (Keen, 2005).

Si bien la caballería ya representaba un costo económico muy elevado –al grado de que sólo muy pocos hombres comunes podían adquirir montura, armadura y todo lo necesario para un caballero– la artillería era aún más inaccesible, pues sus altos costos la ponían fuera de las posibilidades económicas de los individuos y la convertían prácticamente en una actividad sólo al alcance de grandes agentes económicos, como el Estado. Si el financiamiento de la guerra siempre fue un asunto complejo y de primer orden para los estrategas militares, a raíz de la revolución militar de los siglos XV y XVI se convirtió tal vez en la cuestión de mayor relevancia, pues los resultados de la guerra comenzaron a depender más directamente de la tecnología y de la capacidad económica de los combatientes (Chabod, 1994).

Sin embargo Maquiavelo, que vivió en persona o muy de cerca todas estas transformaciones, no alcanzó a captarlas o elaborarlas apropiadamente, pues se equivocaba con respecto a tres grandes cuestiones: al minimizar la importancia de las fortificaciones, al subestimar la trascendencia de la artillería y al ignorar la relevancia del dinero en la guerra.

Con respecto a las fortificaciones, Maquiavelo adopta una posición ambigua, aunque en lo general tiende a considerarlas inútiles. Esta interpretación se origina fundamentalmente en el capítulo II.24 de Discursos, denominado "Las fortalezas", donde dice que "por lo general, resultan más perjudiciales que útiles [...]: se edifican o para defenderse del enemigo o para defenderse de los propios súbditos. En el primer caso, resultan necesarias, en el segundo, perjudiciales" (Maquiavelo, 2005: 272). Sin embargo, hacia el final de esta sección dice: "En cuanto a edificar fortalezas para defenderse de los enemigos exteriores, creo que no es necesario si el pueblo o el reino tienen buenos ejércitos, y si no los tienen será inútil" (Maquiavelo, 2005: 279). De donde no se obtiene confirmación alguna del primer planteamiento, sino por el contrario, un desmentido, más acorde por cierto con el conjunto del capítulo, ya que a lo largo de éste Maquiavelo brinda diversos argumentos y ejemplos para defender su idea de que las fortalezas no son útiles ni en el plano interior ni en el exterior.

La ambigüedad al respecto se magnifica si cotejamos lo que plantea en El príncipe. Ahí asevera: "No se puede decir otra cosa que exhortar a los príncipes para que fortifiquen y defiendan su ciudad sin preocuparse del resto del territorio. Todo aquel que tenga bien fortificada su ciudad [...] no será atacado sino con grandes precauciones" (Maquiavelo, 2010: 89). Sin embargo, más adelante asegura: "El príncipe que tiene más miedo a los ciudadanos que a los extranjeros debe construir fortalezas, pero el que tiene más miedo a los extranjeros que a los ciudadanos debe prescindir de ellas" (Maquiavelo, 2010: 139). Aquí se reproduce la misma ambigüedad o contradicción que en Discursos, pues el autor plantea en un primer momento que se deben construir fortalezas para defenderse de los agresores y luego dice que en ciertos casos –temor a los extranjeros– debe prescindir de ellas. Peor aún, también hay contradicción entre ambos libros en lo que respecta a la relación de las fortalezas con los súbditos, pues mientras que en Discursos considera que son perjudiciales, en El príncipe dice que quien teme a los ciudadanos debe construirlas.

Esta segunda ambigüedad podría explicarse por la diferencia de propósitos de uno y otro textos. Mientras en El príncipe Maquiavelo está ocupado planteando los principios fundamentales de gobierno que debe seguir un soberano en cualquier caso, sin atender mucho a su legitimidad, en Discursos se encuentra más interesado en la búsqueda de principios de gobierno legítimos; y como ahí desarrolla ampliamente su idea de que las fortalezas propician o permiten las conductas tiránicas de los gobernantes, por eso las considera perjudiciales.

Sin embargo, para la contradicción acerca de la utilidad de las fortalezas en relación con los enemigos exteriores no hay explicación plausible. Por supuesto, independientemente de la apreciación negativa de Maquiavelo, las fortalezas defensivas se siguieron construyendo en Europa durante todo el siglo XVI, y en ciertas partes incluso más tarde. De hecho, dando la razón a Maquiavelo en lo referente a que las fortalezas fomentan o permiten las conductas tiránicas de los príncipes, en la misma Florencia se comenzó a edificar en 1533 –apenas seis años después de su muerte– la Fortezza da Basso, una construcción de enormes proporciones que dio comienzo un año después de que los Medici habían conseguido instaurar un Ducado hereditario, asentando así una lápida mortuoria sobre la república y sus libertades ancestrales (Hale, 1968; Mallet, 1990).

Maquiavelo también se equivoca al menospreciar a la artillería. El autor dedica todo el capítulo II.17 de Discursos a examinar su utilidad, y si bien reconoce su poder destructivo, lo minimiza y relativiza en exceso: "Concluyo pues, para finalizar este discurso, que la artillería resulta útil para un ejército cuando con ella va mezclada la antigua virtud, pero sin ella y contra un ejército virtuoso resultará inutilísima" (Maquiavelo, 2005: 248). Dicho de otro modo, la virtud puede más que la artillería, el ánimo más que la tecnología. La añoranza de los antiguos llega aquí a sobreponerse a los avances de la revolución militar de una manera poco justificable, pues si bien toda fuerza armada necesita ánimo y convicción, el desarrollo científico y técnico de la modernidad ha llegado a reducir este componente para poner en primer término la capacidad tecnológica de los ejércitos. Así es en la actualidad y así era ya en la época de Maquiavelo, aunque él no alcanzara a distinguirlo con claridad.3

El menosprecio del autor se observa también en Del arte de la guerra, cuando en el libro III desarrolla una batalla ficticia para demostrar en el terreno de operaciones sus planteamientos tácticos. En ésta hace disparar tan sólo una vez a la artillería enemiga, luego de lo cual es capturada por la infantería, un escenario muy poco realista e improbable en el primer cuarto del siglo XV, cuando ya las artillerías habían mostrado su capacidad de hacer muchísimo daño en sus objetivos.4

Maquiavelo atribuía una importancia muy reducida a un tipo de arma derivada de la artillería, las armas de fuego portátiles, que también estaban revolucionando las tácticas militares, sobre todo la manera de accionar de la infantería, dotándola de un poder que no le habían dado la pica, el arco largo ni la ballesta. El florentino no les da la relevancia debida: mientras él considera que es suficiente armar con arcabuces a un 10% o 15% de los infantes, los ejércitos españoles de ese momento ya estaban equipando con esta arma a una cuarta parte de su infantería (Maquiavelo, 2000: 48, 57; y 2002: 251).

Maquiavelo le seguía otorgando una gran trascendencia a la virtud porque creía que la lucha cuerpo a cuerpo que se produce cuando dos infanterías se encuentran –en la que el ánimo y convicción del soldado son determinantes– no sería desplazada por la artillería o por las armas de fuego; sin embargo, al paso del tiempo, eso fue lo que ocurrió, y si bien nunca puede prescindirse del espíritu y arrojo de un ejército, la revolución militar se encargó de trasladar la potencia bélica a otros factores.

 

La infantería y la igualdad republicana

Cuando Maquiavelo plantea la preponderancia que debe tener la infantería sobre la caballería lo hace por tres tipos de razones básicas: económicas, políticas y tácticas.

En el primer caso, como resulta evidente, el costo del armamento y la manutención de un caballero eran muy altos, exorbitantes incluso, pues el caballero típico no sólo requería el caballo, sino también armaduras para ambos, así como un asistente o un grupo de asistentes que le ayudaran tanto en los preparativos de la batalla como en el propio desarrollo de la contienda. La misma organización del ejército de esa época refleja la relevancia de los caballeros, pues era frecuente contar el número de efectivos de los ejércitos por sus "lanzas", las cuales estaban compuestas de un caballero armado, un par de jinetes ligeros y dos o tres asistentes de a pie, todos al servicio o dependientes del caballero armado (Huizinga, 1996; Keen, 2008).

Para armarse caballero era necesario, como advierte el propio Maquiavelo, o ser muy rico –para así sufragar los gastos necesarios– o dedicarse a esta actividad con fines lucrativos, recibiendo ingresos con los cuales pagar el equipo y la manutención. La primera opción significaba entregar el ejército, las armas, a los ricos, una distorsión que el autor nunca aceptó, pues su idea de tener un ejército propio implicaba en el fondo un ejército de todo el pueblo, sin que se excluyera de él a los ricos –pero de ninguna manera que se nutriera exclusivamente de ellos. La segunda opción significaba entregar a los mercenarios locales o extranjeros el ejército, lo cual el florentino repudiaba aún más. En este sentido, recogía una crítica muy común en la época según la cual los condotieros habían desprestigiado deliberadamente a la infantería y encumbrado a la caballería porque para que fuera exitosa la primera debía ser numerosa, en tanto que la segunda podía constituirse con un grupo relativamente pequeño. Así, si bien su costo por unidad era mucho más elevado que el de un infante, la inversión total era mucho menor, lo cual permitía a los caballeros mayor viabilidad económica a la hora de buscar posibles contratantes.

En términos políticos, Maquiavelo consideraba que el ejército debía tener como base a la infantería porque ésta podía formarse con relativa facilidad a partir de la milicia, y aunque ciertamente cabía la posibilidad de contratar una infantería extranjera, lo que quería destacar era que la división más próxima y asequible para una milicia es la infantería. Esta asociación garantizaría remediar una de las principales fallas del sistema militar de los condotieros, que era la de la motivación, ya que mientras que los mercenarios estaban únicamente interesados en recibir su paga, los infantes lo estarían por razones más vitales, como la defensa de su familia, sus propiedades y su patria (Mallet, 2009).

Maquiavelo confiaba tanto en la infantería miliciana que aseguraba que sería el ejército más efectivo; y para evitar que se contaminara con ingredientes del sistema anterior –integrado por mercenarios y condotieros– proponía impedir que se formara por voluntarios. Ello se debía a que el florentino tenía una muy mala opinión de los individuos que libremente se alistaban en un ejército, ya que consideraba a los hombres que tenían por profesión las armas, y no por absoluta necesidad y a partir de un mandato público, personas rijosas y perversas. Sin embargo, conjugar ambas pretensiones no era algo muy sencillo de lograr. Si no se aceptaban voluntarios, ¿dónde quedaba la virtud del pueblo, la virtud de la infantería que ante un peligro o una amenaza a la patria correría a tomar las armas para defenderla? No habría tal posibilidad, ese canal de expresión cívica quedaría bloqueado. Por otro lado, si se hiciera el reclutamiento por mandato público, entonces no hay margen para la resistencia o divergencia del individuo: sería forzado a tomar las armas aun cuando no quisiera o pudiera. Ciertamente Maquiavelo trató de resolver el problema recomendando imitar a los romanos, que no obligaban a entrar en la milicia a quien no lo deseara, lo cual abre el paso a una serie de salvedades y consideraciones difíciles de conciliar (Maquiavelo, 2000: 19, 28).

En todo caso, el autor no paraba en elogios y distinciones para este tipo de milicia, ya que pensaba que exigía la mayor virtud, el mayor arrojo, el más grande honor. Era tal su convencimiento que afirma abiertamente que el mejor ejército es el compuesto por soldados libres, es decir, por infantes milicianos de la república. Refuerza este juicio al afirmar que: "Las repúblicas generan más hombres de talla que las monarquías" (Maquiavelo, 2000: 76).

En este punto el florentino se topa con otro problema no menor; el de la composición social y política de su ciudad, integrada por individuos con diferente estatus jurídico, es decir, por ciudadanos de diversas categorías. Y es que en 1506, año en que Maquiavelo recibe de la Señoría el mandato de integrar una milicia, luego de que él mismo insistiera mucho en ello, Florencia tenía una composición muy peculiar: ya no era la pequeña ciudad-Estado del siglo XI, sino que se había expandido e incorporado a sus dominios a Prato, Volterra, Arezzo, Pisa, Pistoia y muchos otros territorios, convirtiéndose en toda una potencia regional. A principios del siglo XVI era muy común distinguir y dar un trato diferente a los diversos componentes territoriales del Estado; es decir, diferenciar claramente tres categorías: a) la ciudad propiamente dicha; b) el campo, adherido a ella, pero con un estatus jurídico diferenciado; y c) el distrito, en el que se agrupaban las distintas conquistas y anexiones. Cada uno de estos componentes tenía diferentes características y problemas. La ciudad era la médula, la sede de la vida política del Estado; el campo era el territorio donde vivían los campesinos, sometidos al señorío de la ciudad; y el distrito abarcaba todas las ciudades y territorios que habían caído bajo el dominio de Florencia en los años y siglos previos, y los que menos florentinos podían considerarse.5

Ante esta heterogénea composición, ¿cómo conciliar e integrar las diferentes pretensiones y presunciones de Maquiavelo? En Causa de la ordenanza explica por qué no era conveniente reclutar a la milicia del distrito: "No pareció prudente coger el distrito, aunque en él pueda introducirse una milicia a pie, porque no habría sido una decisión segura para vuestra ciudad, especialmente en lo que se refiere a aquellos lugares del distrito en donde hay grandes castillos fortificados en los que un territorio podría hallar una cabeza dirigente" (Maquiavelo, 2002: 238). Lo que pretende Maquiavelo es proteger a la ciudad de Florencia de una rebelión por parte de una milicia organizada y armada por ella misma. Sin embargo, en Discursos diría después que "el mejor modo de engrandecer una república y conquistar un imperio es acrecentar el número de habitantes de su ciudad, rodearse de compañeros y no de súbditos" (Maquiavelo, 2005: 144, 255). Como se observa, estas dos proposiciones no se pueden conciliar fácilmente: o una ciudad se cuida de armar a sus súbditos para no sufrir una rebelión, o cuando se anexiona territorios les otorga a sus habitantes el mismo estatus de ciudadanía que tienen los conquistadores. Cabría pensar que la cuestión se resolvería dando un poco de tiempo a la absorción social de las conquistas, aunque hacia principios del siglo XVI varios territorios conquistados por Florencia llevaban mucho tiempo, siglos incluso, sometidos a su imperio.6

Contradicción similar de principios se presenta cuando el autor aborda el tema del mando del ejército. En Causa de la ordenanza propone iniciar reclutando para la milicia a la infantería, porque ésta debe obedecer a la caballería, ya que "es más sencillo introducir una milicia a pie que una a caballo y [...] es más sencillo aprender a obedecer que a mandar" (Maquiavelo, 2002: 238). Sin embargo, partes sustanciales de El príncipe y de Discursos están dedicadas a exaltar los méritos y ventajas de la infantería con respecto a la caballería, tanto en lo que se refiere a las cuestiones tácticas como a las anímicas, pues "se encuentra más virtud en la infantería que en la caballería". Aquí tampoco resulta sencillo conciliar los dos principios propuestos. No obstante, en este caso habría que decir que sólo en Causa de la ordenanza somete la infantería a las órdenes de la caballería, pues en el resto de su obra donde se ocupa del tema –El príncipe, Discursos y Del arte de la guerra– no lo reitera, y en cambio, dedica numerosos argumentos y extensos pasajes a exaltar las virtudes de la infantería.7

Respecto de tales cuestiones no queda del todo claro si se trata de contradicciones de Maquiavelo o de problemas prácticos que desafían su teoría y su mismo espíritu pragmático; además, Causa de la ordenanza es un documento oficial y los otros escritos no, lo cual deja un margen para especular acerca de qué tanta convicción había por parte del autor en sus afirmaciones (Mansfield, 1996).

En este sentido, conviene considerar que Maquiavelo se enfrentó a una época en la cual el atributo de la ciudadanía se encontraba bastante restringido, a veces circunscrito a un reducido núcleo de la población general, lo cual contrasta con su universalización, que se produjo en los siglos subsecuentes. Más aún, había entonces una propensión natural a considerar diferentes grados de ciudadanía, o distintas categorías, que se correspondían con las prerrogativas conferidas a cada una, y de las que no estaban exentas las funciones militares.

Por lo que se refiere a las razones tácticas, Maquiavelo contemplaba la revolución militar del siglo XVI –que había surgido a mediados del siglo anterior–, cuyas principales modificaciones eran el uso de nuevas técnicas de fortificación, el resurgimiento de la infantería, el consecuente declive de la caballería y –tal vez lo más importante– la utilización de la pólvora en la guerra; es decir, la aparición de la artillería y de las armas de fuego portátiles, que resultaron determinantes en la transformación de la infantería (Keen, 2005; Taylor, 2012).

En el resurgimiento de la infantería también jugaron un papel fundamental los suizos. Desde principios del siglo XIV, cuando tuvieron que defender su autonomía e independencia frente al emperador, se destacaron por su gran valor y determinación. Son legendarias las batallas de Morgarten (1315), Laupen (1339) y Stempach (1386), en las que derrotaron a ejércitos que se creían mucho más poderosos que el suyo, constituidos esencialmente por caballería pesada. Su pobreza y su entorno natural montañoso determinaron que no contaran prácticamente con caballería, por lo cual sus recursos tácticos se cifraron por completo en su disciplinada infantería, armada casi nada más que con sencillas alabardas (Oman, 1991).

Luego de que su prestigio se divulgó, comenzaron a bajar de sus montañas para incorporarse al servicio de incontables príncipes que demandaban cada vez más frecuentemente los servicios de mercenarios; incluso el mismo papa –que en esta época se comportaba como cualquier otro príncipe temporal de la península italiana y de Europa–, quien al frente de los Estados Pontificios emprendió sonadas campañas militares apoyándose frecuentemente en este tipo de ejércitos. Los suizos se convirtieron en sus preferidos, al grado de que en 1506 Julio II –quien pasó a la historia como el Papa Guerrero– instituyó que su guardia personal se compusiera sólo de soldados de dicha nacionalidad.

Como el enemigo más común y poderoso de la infantería suiza era la caballería, optaron por cambiar su alabarda por una pica, que aunque era mucho menos apta para la esgrima, era bastante más útil contra los hombres de armas –los caballeros–, pues teniendo aproximadamente seis metros de largo y dotada de una afilada punta, era un instrumento fabulosamente efectivo en contra de las cargas de la caballería. Dotados de picas y conservando la disciplina original que mantenía compacta su clásica formación de erizo, los suizos impedían de manera muy eficiente las incursiones de la caballería o de otras infanterías, por lo cual se convirtieron en los guerreros más valorados de la época.8

El enorme prestigio de su infantería siguió creciendo y divulgándose, aunque ya para el siglo XV encontró acompañante y competidor, pues entonces la infantería española también comenzó a destacar. Ésta adquirió su propia reputación no sólo por su disciplina, sino también porque mostró su gran adaptabilidad a las nuevas tecnologías: muy pronto utilizó e incorporó armas de fuego portátiles, lo que le dio una gran capacidad ofensiva (Gilbert, 1944; Villicañas, 2009).

No obstante la innegable disciplina y ardor de la infantería suiza, los progresos de la tecnología militar también la alcanzaron y dieron cuenta de ella. La batalla de Marignano (1515) entre el ejército francés y la infantería suiza puso de manifiesto precisamente las limitaciones de un ejército basado exclusivamente en la infantería, como el suizo, y la ventaja de combinar efectivamente las tres divisiones militares de tierra –la artillería, la caballería y la infantería– como lo hicieron sus oponentes. En este combate los suizos utilizaron la táctica que tantas veces les había dado resultados, pues a partir de una carga densa, ordenada y rápida de sus infantes trató de apoderarse en primer término de la artillería enemiga y luego barrer con el resto del ejército. Sin embargo, en esta ocasión el uso combinado de la caballería y la artillería francesas frustraron el ataque y demostraron cómo la artillería podía ser utilizada de manera efectiva no sólo en los asedios, sino también en batallas a campo abierto.

De igual manera, la batalla de Bicocca (1522) entre los ejércitos español y suizo demostró las limitaciones de este último y la insuficiencia de su táctica básica: la carga frontal y compacta de la infantería. Esta vez no fue la artillería pesada la que dio cuenta de los suizos, sino los arcabuceros españoles, quienes causaron tal número de bajas en las tropas enemigas que éstas ni siquiera llegaron a acometer el combate cuerpo a cuerpo en el que tanto destacaban (Gat, 1988).

Maquiavelo escribió Del arte de la guerra antes de Bicocca y no pudo imaginar en toda su magnitud los cambios que producirían en las tácticas militares las armas de fuego portátiles, pero sí tuvo noticia de Marignano con toda oportunidad, por lo que no deja de sorprender que precisamente en la batalla imaginaria que describe en este libro recomiende el mismo plan de ataque que los suizos habían utilizado allí con los resultados catastróficos obtenidos.

 

Conclusiones

Solamente con afán de puntualizar los señalamientos que se han planteado en este escrito y para destacar los aspectos esenciales del pensamiento militar de Maquiavelo, sobre todo su opinión en torno a la milicia, se enumeran a continuación siete de los más relevantes:

1. Maquiavelo no distingue claramente la diferencia entre profesionalismo y sistema de mercenarios, lo que le impide apreciar la importancia que ya en su época tenía la profesionalización de las fuerzas militares.

2. Acierta al señalar muchos de los vicios del sistema de mercenarios, pero no concibe que éstos fueron magnificados por los errores y sesgos de la administración militar florentina.

3. Menosprecia la función que estaban comenzando a desempeñar la artillería moderna y las armas de fuego portátiles.

4. No percibe la importancia determinante que el dinero y el financiamiento comenzaban a desempeñar en la guerra moderna

5. No alcanza a comprender que la remuneración del ejército podía contribuir a la concentración del poder político, un objetivo esencial para Italia en esos momentos, tal como lo plasmó él mismo en el capítulo XXVI de El príncipe.

6. Maquiavelo se queda anclado en los antiguos con respecto a la relevancia de la virtud y el arrojo de los ejércitos en la batalla, sin percibir que la tecnología militar que estaba desarrollándose desplazaría en buena medida los aspectos anímicos.

7. Finalmente, no alcanza a advertir la enorme complejidad de establecer un ejército propio cuando se tiene como base una ciudadanía con derechos y culturas diferentes, tal como se daba en la Florencia de su época.

Como puede verse, la lucidez de Maquiavelo para analizar la vida política de su sociedad y con ello sembrar las semillas más vigorosas de la ciencia política moderna no parece alumbrar de la misma manera su pensamiento militar.

Incluso el mismo Von Clausewitz, quien declarara abiertamente su admiración por Maquiavelo, no dejó de advertir la poderosa atracción que los antiguos ejercían en su pensamiento militar. En una carta dirigida a Fichte comenta: "En lo que se refiere propiamente al libro de Maquiavelo sobre el arte de la guerra, recuerdo la ausencia del juicio libre e independiente que tan vigorosamente distingue sus escritos políticos. El arte de la guerra de los antiguos lo atraía demasiado, no sólo en su espíritu, sino en todas sus formas" (Gat, 1988: 204).

 

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Notas

1 Geoffrey Parker calculó que en tiempos de paz los Estados de la Europa renacentista gastaban aproximadamente el 25% de sus ingresos en el rubro militar, lo cual se elevaba hasta el 50% u 80% en tiempos de guerra (Parker, 1981: 80).

2 Véase también la crítica de Maquiavelo hacia los mercaderes (Maquiavelo, 2009: 75).

3 No obstante los remanentes heroicos que se encuentran en diversos pasajes de Maquiavelo, su espíritu moderno se impone en muchos otros, como en los Discursos, en donde hablando de la misma materia hace depender a la fortuna del orden y la disciplina: "No puedo negar que la fortuna y la milicia fueran causas del Imperio romano, pero creo que no se dan cuenta de que, donde existe un buen ejército, suele haber buena organización, y así, raras veces falta la buena fortuna" (Maquiavelo, 2005: 41). Véase también un juicio similar en Maquiavelo, 2000: 59.

4 Véase infra lo relacionado con la batalla de Marignano, p. 156.

5 En Causa de la ordenanza, Maquiavelo da cuenta de la complejidad administrativa del Estado cuando enumera sus componentes y divisiones: capitanías, vicariatos, alcaldías, comunas y pueblos (Maquiavelo, 2002: 240).

6 En El príncipe Maquiavelo también sacrifica el criterio de la libertad para todos los ciudadanos al de la integridad del Estado, pues cuando trata el tema de la anexión de un nuevo Estado a un Principado dice que debe comenzar por desarmársele (Maquiavelo, 2010: 136).

7 Pueden encontrarse señalamientos críticos similares en Sasso (1980) y Chabod (1994).

8 En 1476, ya en vida de Maquiavelo, los suizos asestaron sonadas derrotas sobre la caballería de Carlos "El Temerario" en Granson y Morat, lo que confirmó su prestigio y eficacia por toda Europa (Montgomery, 1968).

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