Introducción
El propósito de este trabajo es delinear el uso de los términos “estabilidad” e “inestabilidad” cuando califican los conceptos unión conyugal (matrimonio, cohabitación), pareja o familia en los estudios demográficos recientes, y examinar la expresión “transmisión intergeneracional del divorcio o de la inestabilidad marital” mediante la revisión de las piezas discursivas presentadas en las Conferencias Mundiales de Población (1954, 1965, 1974, 1984, 1994), y en el Diccionario demográfico multilingüe (IUSSP-Celade, 1959), y la producción académica en lengua inglesa, fundamentalmente en las últimas cinco décadas. Aunque el proyecto parezca excesivamente amplio, resulta viable al partir de los principios metodológicos elaborados para una lectura comprehensiva que enfocan en la influencia analítica del modelo occidental de matrimonio sobre los estudios demográficos contemporáneos; destaca como uno de los posibles resultados que hoy las circunstancias y el significado de las palabras estabilidad (Stabilität) y occidente (Westen) se desarrollan separadamente y la correspondencia inicial entre las circunstancias y el significado no puede mantenerse por más tiempo. Así como sucede con el término Estado (Stat) (Koselleck, 2004: 31), el significado y el uso de las palabras estabilidad (Stabilität) y occidente (Westen) no establecen una relación de correspondencia exacta con lo que llamamos “la realidad”; ambos, conceptos y realidades, tienen sus propias historias y cambian a diferentes ritmos, de modo que en este momento nuestra capacidad de conceptuar la realidad ha sido superada por la realidad conceptuable. Dicho de otro modo, los conceptos y las realidades que se leen mediante el modelo occidental de matrimonio no tienen una relación de correspondencia exacta entre sí.
Entre los referentes que adoptamos para realizar una lectura comprehensiva figura Van de Kaa (1997: 12), quien en su artículo Narraciones ancladas sostiene que las subnarraciones o teorías “encajan unas dentro de otras, de modo que se las puede ordenar jerárquicamente” pues aportan datos que dan una idea de su valor como parte de una narración completa, aunque cuanto más específica es una subnarración, más específico es el anclaje o fundamentación que se requiere para comprenderla; además para este autor las teorías dan cuenta de una parte de la historia, pero en detalle. En este sentido el tópico transmisión intergeneracional del divorcio o de la inestabilidad marital podría considerarse una subnarración que, a su vez, se ensambla con otras subnarraciones, y que todas en conjunto remiten a una narración más compleja que en diversos momentos destaca intereses de la política, la disponibilidad de los datos, el mejoramiento de las capacidades técnicas, los cambios en los ambientes sociales o el grado de satisfacción en relación con la subnarración vigente; por lo tanto deberíamos asumir, como Van de Kaa, que es improbable alcanzar una narración única y consolidada, plenamente satisfactoria para todos los contextos y para todas las épocas.
Dicho de otro modo, al revisar los estudios sobre nupcialidad vinculados con el supuesto tácito de la transmisión intergeneracional del divorcio o de la inestabilidad en las últimas cinco décadas, se advirtió que al menos tres líneas mencionaban el tópico en cuestión: las referidas al modelo occidental de matrimonio, las vinculadas con los conceptos de homogamia-heterogamia social, y los estudios que analizan la transmisión intergeneracional del divorcio. Sin embargo se observó que para cuestionar los supuestos implícitos ligados a la inestabilidad marital en los estudios sobre formación y disolución de las uniones se debía partir del modelo occidental de matrimonio y examinar su influencia analítica en los estudios demográficos, puesto que desde el punto de vista epistemológico se considera que ha determinado ciertos enunciados que operan a modo de ideas en el saber demográfico contemporáneo. Si bien dicho modelo ancla su carácter de representación performativa en su rasgo monógamico, de pareja estable, fundado en el casamiento legal o civil que asegura la estabilidad personal y familiar, adverso a la institución del divorcio que genera inestabilidad personal y familiar, pero favorable a la homogamia social y a la heterosexualidad obligatoria en tanto bisagra intergeneracional, dicha caracterización dista de ser unívoca debido a que absorbe dos “conceptos”.
Desde la perspectiva de la “historia de los conceptos” el término estabilidad (Stabilität), se encuentra cargado de connotaciones particulares diversas, lo que Koselleck (2001) llama un “concepto” se emplea en contextos de experiencia y articula redes semánticas con diversos significados sociopolíticos, con lo cual el término adquiere un carácter inevitablemente plurívoco, y lo propio sucede con el término Occidente (Westen). Ciertamente, como sostiene Koselleck (2004) es sólo con la intermediación de la historia conceptual que se hace posible reconstruir qué realidades solían corresponder a qué conceptos, y de esa manera se comprende la operación que producen dichos conceptos sobre nuestras subnarraciones o teorías en el presente, es decir, sobre nuestros modos de comprender el mundo (Koselleck y Gadamer, 1997), incluso de manera extratextual. Es el caso del término Occidente (Westen), que erige su carácter política, cultural y religiosamente; el Este (Osten) y el Oeste (Westen) funcionan -observados en la historia de los conceptos- como grandes estereotipos que frecuentemente dependen de descripciones históricas persuasivas de sí mismo o del extranjero (Ritter, Gründer, Gottfried, 1998). Por su parte las palabras estable (Stable) y estabilidad (Stabilität) (sustantivo) provienen de la jerga jurídica cotidiana del latín. Con el advenimiento de la ciencia contemporánea se expandieron del campo de la jurisprudencia al de la política y de éstos al uso convencional. A comienzos del siglo XIX los conceptos se instalaron en el vocabulario culto de los especialistas y a mediados del mismo alcanzaron el idioma corriente de manera tal que la política, la ciencia, la técnica y cada una de las ciencias particulares -cada cual desde su perspectiva- pueden tomarlos como referentes. A pesar de que desde entonces el concepto se halla arraigado en el uso habitual, periódicamente adquiere una acepción nueva. Así, adquirió un uso específico en la termodinámica hacia fines del siglo XIX, en la cibernética a mediados del siglo XX, y en los conceptos evolucionistas en el último tercio del mismo (Ritter, Gründer y Gottfried, 1998:84). Debido a que la demografía es sobre todo una búsqueda multidisciplinaria (Pressat, 1983: 13; Vallin, 1994: 8; Caldwell, 1996: 313) cuando se interponen términos como estabilidad y occidente, acepciones de diferente tenor operan, confluyen, tensionan y complejizan el trasfondo de nuestros modos de comprender las categorías de las cuales nos valemos para clasificar a la población; ni qué decir cuando adicionalmente empleamos palabras como transmisión, inestabilidad y alternancia de generaciones, pues esta última es una de las categorías “constitutivas de la formación, del desarrollo y de la eficacia de las historias” (Koselleck, 1997: 85). Cuando todo esto acontece estamos ante lo que se considera un dispositivo tanto en términos foucaultianos como agambenianos, ya que Agamben, generalizando la amplísima clase de los dispositivos foucaultianos, llama dispositivo “a cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes” (Agamben, 2006). Es así que todavía hoy podemos sostener la aporía acerca de la posible transmisión por vía genética del divorcio cuando llevado nuestro razonamiento a un espacio libre de control logramos advertir que la transmisión genética del divorcio suspendería por completo su interposición en el genoma humano ante la posibilidad histórica de retrotraernos a la inexistencia del divorcio; es decir, la supuesta transmisión del divorcio se extingue mediante la imposibilidad administrativa del mismo, como ha sucedido varias veces a lo largo de la historia, al menos, de Occidente (Gonnard, 1972; Gaudemet, 1993; Elias, 1998b [1985]: 201-248). En suma, con este trabajo nos proponemos contribuir a ampliar el conocimiento en los estudios sobre formación y disolución de las uniones sumando una perspectiva hermenéutica que los vincula con la fecundidad y con los factores sociales (Ojeda, 1986).
El problema: varios argumentos, ¿un paradigma?
Al tomar como ejemplo la nupcialidad legal es posible poner el acento en los matrimonios contraponiéndolos a las uniones consensuales, uniones conyugales o uniones libres. Esto no constituye un problema, puesto que ambos tipos de uniones responden a reglas de constitución; las primeras se adhieren a las normas legales y culturales que las rigen; las otras, a las pautas culturales que las predicen. El problema lógico-conceptual se revela al observar que a los matrimonios se les adjudica la característica de la estabilidad, mientras que a los restantes tipos de unión se les atribuye una estabilidad menor. ¿De qué estabilidad se habla?, ¿cómo se le define? En la mayoría1 de los estudios que hemos consultado no aparece tal concepto (Becker, Landes, Michael, 1977; Charbit, 1987; CEPAL, 1993; NU, CEPAL y Celade, 1996; Quilodrán, 2001; Rodríguez Vignoli, 2005, entre otros). Dos términos susceptibles de ser estudiados emergen al considerar la palabra nupcialidad: homogamia y heterogamia (IUSSP y Celade, 1959). Ciertas investigaciones, que preferentemente ha publicado el Journal of Marriage and the Family, infieren que si las parejas no responden a la regla de la homogamia tienden a ser más inestables (Rockwell, 1976; Meei-Shenn Tzeng, 1992; Rogler, 1989; Schwartz y Mare, 2005). En este sentido se emplea la palabra inestabilidad como sinónimo de fin de la unión o del matrimonio (Becker, Landes y Michael, 1977) y resurgen idénticos problemas lógico-conceptuales: la ausencia de definición del par antitético estabilidad-inestabilidad y la carencia de justificación científica para su aplicación a uno u otro grupo humano. Cuando se trata sobre la transmisión intergeneracional del divorcio se asimila a la transmisión intergeneracional de la inestabilidad, aunque sin mediar conceptos. Algunas investigaciones especializadas han reconocido, de manera insatisfactoria, que al menos tres factores intervienen en la transmisión del divorcio entre padres e hijos: sociodemográficos y de curso de vida, actitudinales frente al divorcio, y problemas de relaciones interpersonales (Bumpass y Sweet, 1972; Amato, 1987, 1988, 1993, 1996, 2004, 2007 y 2010; Kiernan, 1986, 1992 y 1999; Wolfinger, 1999, 2005 y 2011; Ruiz Becerril, 1999 y 2008).2 Actualmente se acepta que la etiología de la transmisión de la inestabilidad matrimonial es psicológica y que en las sociedades económicamente más acomodadas se comprueba la caída de la tasa de transmisión del divorcio (Wolfinger, 1999, 2005 y 2011; Traag, Dronkers y Vallet, 2000; Engelhardt, Trappe y Dronkers, 2002); ¿abre este resultado un paréntesis a la transmisión?, ¿cabría la posibilidad de la no transmisión? (Kalmijn, 2010; Masciadri, 2010). No se trataría, entonces, de un rasgo hereditario, aunque se hallaron trabajos que colocan el factor genético entre las principales causas que operan en la transmisión de la inestabilidad marital o del divorcio argumentando que padres e hijos poseen rasgos heredados comunes de personalidad que dificultan el matrimonio (Traag, Dronkers y Vallet, 2000; Engelhardt, Trappe y Dronkers, 2002; Hobcraft, 2006; D’Onofrio et al., 2007; Dronkers y Harkonen, 2008; Lyngstad y Engelhardt, 2009; Amato, 2010).
Otro aspecto que resulta oportuno interpretar es cómo se interconectan el modelo occidental de matrimonio, la homogamia social y el divorcio conforme a una perspectiva intergeneracional. Se podría suponer que en la práctica cotidiana las personas convalidan la existencia del modelo adhiriéndose a él, es decir, casándose. A partir del momento en que se posibilita el divorcio vincular el modelo se amplía y se hace más flexible. Eso desde la perspectiva de la ley civil. No le sucede lo mismo a aquellos que se adhieren a las leyes divinas -en el caso del catolicismo, la experiencia mayoritaria en la región-, para quienes la práctica del divorcio es inadmisible, pese a que no todos los creyentes consideren que el divorcio lo sea y muchos de ellos lo practiquen. Actualmente en la mayoría, si no en todas las sociedades occidentales, se admite el divorcio vincular. También en esos mismos países las creencias religiosas ejercen notable influencia en la mentalidad de sus poblaciones, y por lo tanto muchas personas no aceptan aún tal práctica. Sin embargo hoy es viable decir que el matrimonio y el divorcio vincular constituyen eventos posibles en la biografía de una persona adulta, pese a que durante mucho tiempo hubo prohibiciones que imposibilitaban el divorcio vincular, por lo cual el matrimonio se consideraba un evento único. Las prohibiciones legales que impedían nuevos matrimonios podrían haber tenido origen en la concepción monogámica en que se asienta el modelo occidental de matrimonio, pero además podría pensarse que amparaban a los matrimonios que habían concertado esposos de la misma condición social. En otros términos, resguardaban la regla de la homogamia social entre esposos, a la que también es posible que se adhieran aquellos que rechazan o no practican el matrimonio civil, es decir, los que optan por la cohabitación. Tanto la regla de la homogamia como el modelo occidental de matrimonio aseguran su reproducción en perspectiva intergeneracional; en otras palabras, se necesita que las generaciones nuevas sean capaces de perpetuar ambos comportamientos sociales. Comparativamente, esto se torna más evidente en ciertas sociedades. En síntesis, los temas se encuentran visiblemente interconectados: la homogamia social, el modelo de matrimonio, el divorcio y las generaciones antiguas y nuevas forman un continuo, si bien necesariamente sometido al juego imperceptible entre el cambio y la permanencia o viceversa, es decir, al proceso histórico.
Cuestiones metodológicas: apuntes para una lectura comprensiva
Para delinear el uso del “concepto” estabilidad y de la subnarración referida a la transmisión intergeneracional del divorcio, se revisaron las Conferencias Mundiales de Población, el Diccionario demográfico multilingüe y la producción académica en lengua inglesa fundamentalmente, pero también algunos textos de habla castellana y francesa en las últimas cinco décadas. Una primera revisión de esas tres piezas discursivas mostró que, en el caso de las Conferencias y del Diccionario el uso del “concepto” estabilidad era limitado y no aparecían alusiones a la teoría de la transmisión intergeneracional del divorcio en ningún caso, lo que condujo a circunscribir el análisis al campo científico alumbrándolo mediante la historia de los conceptos3 y mediante una serie de autores (Elias, 1993 [1977]; Bourdieu, 1996 [1987]) que permitieron comprender el dispositivo aludido (Agamben, 2006). En otros términos, estas tres piezas discursivas fueron abordados como fuentes y su tratamiento nos condujo a entender un estado de cosas textuales y extratextuales (Kosselleck y Gadamer, 1997) que se ubican en los bordes de la multidisciplinariedad y que son concomitantes al uso de los términos estabilidad e inestabilidad en demografía, puesto que se advierte cuando dichos términos califican los conceptos unión conyugal (matrimonio, cohabitación), pareja o familia, y cuando se teoriza acerca de la transmisión intergeneracional del divorcio o de la inestabilidad marital.
Las Conferencias
Es obvio que las Conferencias Mundiales de Población son la expresión de los intereses de la política en esa materia, pero al mismo tiempo reflejan ciertos elementos que aluden a la disponibilidad de datos, al mejoramiento de las capacidades técnicas, a los cambios en los ambientes sociales o al grado de satisfacción en relación con el desarrollo de los conocimientos. De acuerdo al objetivo planteado y debido a que las Conferencias establecen las bases comunes para la acción mundial en cuestiones de población, se revisó el uso que se hace de los tópicos individuo, mujer, pareja, familia, matrimonio y divorcio en relación con el término estabilidad y con el tópico transmisión intergeneracional del divorcio. Las dos primeras conferencias, por su carácter científico, expresaron el grado de desarrollo de los conocimientos y el curso que tomaron las investigaciones demográficas; los participantes actuaron como expertos y no a título de representantes de los estados miembros de Naciones Unidas, motivo por el cual no se adoptaron resoluciones o recomendaciones, aunque es innegable su influjo. En torno a la transmisión, si bien las dos primeras conferencias fueron eco de ciertas producciones con base en lo que en aquella época se consideraba como genética de la población, en las sucesivas conferencias no sucedió lo mismo. En efecto, en la Conferencia de 19544 se interponía el factor genético para explicar las diferencias en la movilidad social hacia determinadas ocupaciones donde las migraciones selectivas de gran escala operaban en la distribución de la frecuencia de genes y en la diversidad en las esferas emotiva y adaptativa, en la inteligencia y en la fecundidad (NU, 1954: 119); así ocurrió con los estudios que pretendían comprender la naturaleza de los cambios en la frecuencia de los genes entre las poblaciones naturales en equilibrio genético neutral5 (con uniones sexuales al azar o con variaciones en la unión sexual al azar), estable (con mutaciones periódicas o en situación ventajosa del heterocigoto) o inestable (en situación desventajosa del heterocigoto y con ciertos tipos de selección social) (NU, 1954: 118). En 19656 el espacio que se destinó a la discusión sobre genética de la población fue limitado (UN, 1965: 45) debido a que dichas teorías fueron superadas. En cambio, el curso que tomó la política en materia de población condujo a que las Conferencias de los años 19747 y 19848 aludieran a la necesidad de proteger los derechos de ambos esposos y de los hijos en caso de terminación o disolución del matrimonio, aplicándose términos imparciales y universales, con lo que se garantizaba un cierto margen de consideración por los países del mundo en esta materia. No se percibe lo propio en el informe de la Conferencia del año 19949 con la consiguiente pérdida de universalidad del programa de acción que redundó en un acuerdo con reservas. Ciertamente, aunque en 1974 y en 1984 los términos “parejas” e “individuos” habían sido aprobados por consenso, en 1994 varios países musulmanes, la Santa Sede y algunos estados de raigambre católica rechazaron la consideración de las parejas del mismo sexo en tanto familia, aludiendo al pensamiento político conservador, en el cual desde 1830 se emplean giros en torno al concepto de estabilidad (Ritter, Gründer y Gottfried, 1998: 86). En efecto, la Conferencia de 1994 recomienda “elaborar políticas de población y leyes que presten mayor apoyo a la familia, contribuyendo a su estabilidad y considerando la pluralidad de formas, en particular en lo referente al creciente número de familias monoparentales”. Dicho de otro modo, en el uso del “concepto” estabilidad se expresa, como se verá luego, lo que sostiene Lefaucheur (2003) en relación con las acciones propiamente políticas que fundamentan el carácter institucional de la familia. Actualmente la Asamblea General de las Naciones Unidas propicia la “prevención y tratamiento de las enfermedades de transmisión sexual”, pero en ningún caso se ocupa de los desarrollos que aluden a la transmisión intergeneracional del divorcio. En síntesis, el análisis de las Conferencias indica que entre los intereses de la política en materia mundial de población no hay una tendencia a invocar el modelo occidental de matrimonio, aunque en el año 1994 se expresaron resistencias que aluden al carácter modélico de la heterosexualidad obligatoria en tanto bisagra intergeneracional.
El Diccionario demográfico multilingüe
Desde el punto de vista epistemológico resulta fácil reconocer que el Diccionario emplea el concepto estabilidad en la nupcialidad10 en dos casos: 1) cuando se refiere a las uniones entre hombres y mujeres que no son equiparables al matrimonio, es decir, cuando al aludir a las expresiones “unión consensual”, “unión conyugal” o “unión libre” comenta que las dos primeras se emplean preferentemente en las sociedades donde ese patrón está difundido, y la última expresa implícitamente la coexistencia de ese tipo de unión con otro o varios otros no desprovistos totalmente de formalismo, pero en el caso de las uniones libres se menciona que a veces implican una estabilidad menor que las restantes y se concluye que la unión consensual y la unión conyugal son generalmente estables mientras que las uniones libres pueden ser temporales con o sin cohabitación; 2) cuando define a la pareja como el “conjunto de dos individuos de distinto sexo que viven en una unión estable” (IUSSP-Celade, 1959: párr. 503). En síntesis, esta obra no necesariamente adjudica una “estabilidad menor” a las uniones libres, no contrapone el término “estabilidad” al de “inestabilidad” y define a las parejas de distinto sexo como una “unión estable”. Cabe aclarar que actualmente muchos trabajos emplean la expresión “unión libre” como sinónimo de “unión consensual” y esto nos conduce a mencionar que, lamentablemente, las definiciones que se dan en el Diccionario reflejan un uso conceptual que alude a la etapa de 1950-1970.11 En nuestro estudio emplearemos en lo sucesivo la expresión “uniones conyugales” abarcando a los matrimonios y a las uniones de hecho, pero excluyendo a otras formas (visiting, living apart together y demás). Según esta obra “el estudio de la nupcialidad comprende principalmente el de los fenómenos cuantitativos que resultan de la existencia de matrimonios o uniones legítimas, es decir, de uniones entre personas de diferente sexo realizadas en la forma prevista por la ley o por la costumbre, y que confieren a las personas involucradas determinados derechos y obligaciones”. Sin embargo hoy los estudios comprenden en forma incipiente a las parejas del mismo sexo (Cherlin, 2001; Black et al., 2000; Andersson et al., 2006; Moral, 2011; Gallego, 2009 y 2011). En síntesis, a partir de la lectura de esta obra fundamental se concluye que el concepto “estable” y “estabilidad” restringido a la pareja alude a la heterosexualidad obligatoria que asegura la alternancia generacional, pero que los cambios en los ambientes sociales lo han desmantelado al señalar la historicidad de nuestros conceptos en relación con las parejas del mismo sexo y con la fecundidad asistida.
La producción académica
Estas primeras observaciones condujeron a circunscribir la lectura comprensiva a la producción académica, lo que nos lleva a mencionar que en el título de este trabajo figura el término “consideraciones” y con ello se señala por adelantado el carácter necesariamente fragmentario de su exposición. En efecto, existe un importante caudal de estudios que remiten al tema. Para Amato (2010: 650) el tópico “divorcio” continúa recibiendo mayor interés académico en las ciencias sociales, como lo indica su búsqueda en ISI Web of Science Bibliographic Database, que listó 1 980 artículos publicados desde agosto de 2009 incluyendo el año 2000. Al utilizar la base de datos referencial Scopus y acotar la exploración por área temática -Social Sciences and Humanities- y periodo -2000 a noviembre de 2011- se contabilizaron 1 415 artículos que incluyen entre sus palabras clave el término divorce; pero si la búsqueda se limita mediante la expresión marital instability el número de artículos desciende a 287. Como se aprecia en el cuadro 1 el debate: a) remite a cuatro grandes áreas del conocimiento -ciencias sociales en general; psicología; economía, econometría y finanzas, y medicina-; b) se difunde por intermedio del Journal of Marriage and the Family (n=45) y en tercer lugar en Demography (n=19); c) históricamente se ha ampliado en la primera década del siglo xxi -con 78% de la producción del periodo contra 17% en la última década del siglo XX-, y d) la mayoría de las publicaciones sobre esta temática se refieren a Estados Unidos. Estos cuatro elementos diagnósticos han sido parcialmente advertidos por la literatura demográfica, en parte porque el lenguaje técnico que emplea los términos divorcio e inestabilidad marital ha sido capturado históricamente como parte del dispositivo: el modelo occidental de matrimonio.
Dos autores nos dieron una pista anticipada de la situación: Caldwell (1996) y Vetta y Courgeau (2003). El primero observó a finales del siglo XX que el saber demográfico poco se había ocupado de abordar la nupcialidad como variable central; aseveró que la revista Population Studies12 dudó en incluir la nupcialidad y sus tendencias entre los temas centrales del siglo XX, y esa producción se volcó a las revistas Demography y Journal of Marriage and the Family (Caldwell, 1996: 319). Siguiendo a Caldwell se revisó lo que publicó principalmente ese marco editorial, que efectivamente marcó el debate sobre la transmisión intergeneracional del divorcio y que, según lo indica la base referencial Scopus, se ha extendido a las revistas Population Studies y Demographic Research. Los estudios sobre divorcio se refieren en su mayoría a Estados Unidos, donde el basamento conceptual de la psicología aplicada al estudio del divorcio ancla mayormente en la psicología experimental, en la corriente neoconductista de Eysenck13 y en los principios que articulan la relación entre personalidad, divorcio y genética (Cramer, 1993; Jockin et al., 1996). Vemos que el trabajo de Vetta y Courgeau se conecta con ellos, pero para advertirnos sobre los problemas que persisten cuando no se ha dado un cambio completo en un sistema de teorías que, dicho sea de paso, nunca acontece por completo (Gonnard, 1972; Viera Pinto, 1975; Van de Kaa, 1997; Vetta y Courgeau, 2003). Es sabido que tanto la demografía (Caldwell, 1996: 311) como la genética del comportamiento14 y algunas corrientes psicológicas -principalmente las cognitivo-conductuales- se nutren del positivismo del siglo XIX, y por tal motivo la oposición entre la naturaleza y la cultura se retomó en el trabajo “Personality and Divorce: A Genetic Analysis” que publicó el Journal of Personality and Social Psychology a fines del siglo XX con el aval de la American Psychological Association; en contraposición con los trabajos “Comportement démographique et génétique du comportement” y “Nature, culture et génétique du comportement” que publicaron a comienzos del siglo XXI la revista Population y el Institut de Demographie de la Université de Louvain, respectivamente. Ciertamente Vetta y Courgeau (2003) nos advierten sobre ciertos estudios que postulan que los métodos estadísticos cuantitativos provenientes de la genética del comportamiento15 se aplican al comportamiento demográfico (fecundidad, éxito en las parejas y divorcio, entre otros) debido a que existiría un componente genético en los rasgos de conducta, y la contribución de ese componente a la varianza del rasgo en la población puede medirse confundiendo los términos herencia (inheritance) con transmisión genética (heritability) (Vetta y Courgeau, 2003: 5),16 situación que se potencia dado que tampoco diferencian la práctica estadística de la genética (Vetta y Courgeau, 2003: 1-14) y sus resultados. Pero el debate se intensificó en “The abc of Demographic Behavior: How the Interplays of Alleles, Brains and Contexts over the Life Course Should Shape Research Aimed at Understanding Population Processes” (Hobcraft, 2006), donde se advierte la disputa: “the genetics of behaviour is much too important a topic to be left to geneticists!” (De Plomin, 2001, citado por Hobcraft, 2006: 175), que nos aleja de la solución.
Cabe mencionar que para Foucault un dispositivo es un conjunto heterogéneo de cosas que incluye lo lingüístico y lo extralingüístico, la red que se establece entre elementos que tienen siempre una función estratégica concreta y se inscriben en una relación de poder donde se incluye la episteme, que es aquello que en determinada sociedad permite distinguir lo que se acepta como un enunciado científico de lo que no es científico (Agamben, 2006). Pero aunque hoy se acepte el enunciado de la transmisión, el término no está exento de problemas ni en psicología ni en psicoanálisis, situación que repercute en el campo multidisciplinario. Ciertamente, algunos estudios psicoanalíticos contemporáneos (Kaës et al., 1996) muestran cómo la idea de la degeneración17 -que nutre el debate sobre lo heredado-, la del modelo médico-social de la epidemia y de la inmunidad18 y la del contagio mental19 -que se articula con la segunda- operan en el concepto de transmisión dentro de la obra freudiana.20 Pero lo interesante de esto es que dichas ideas no sólo operan en psicoanálisis, lo hacen también en psiquiatría, criminología, psicología y sociología, y extienden su dominio hacia los estudios sobre transmisión intergeneracional de la inestabilidad o del divorcio, en demografía.
Por su parte el “concepto” estabilidad, por sus derivaciones filosóficas y científicas, opera en economía y ciencias sociales de la mano del uso de las matemáticas y de la episteme. Partiendo de la doctrina de Arquímedes, hacia fines del siglo XVII, la estabilidad (S) se convierte en una potencia explicativa entendida como idea de equilibrio en la entonces desarrollada estática de los cuerpos en reposo: S de un cuerpo se define como el equilibrio resultante en estado de quietud como efecto de diversas fuerzas.21 Alrededor de 1765 Diderot extiende el concepto de estabilidad a la propiedad de todo aquello que está firme e inamovible (“stabilité d’une convention, du caractère, de l’esprit, des vues, des vertus”). En los siglos XVIII y XIX se progresa en el discernimiento matemático de las ciencias naturales y de la mecánica,22 entre ellas la mecánica celeste, con conocidos problemas en torno a la estabilidad.23 P.S. Laplace demuestra que las irregularidades son periódicas en la denominada excentricidad de las órbitas elípticas de los planetas y de su mecánica; la estabilidad del universo aparece como un supuesto fuera de toda duda.24 En 1827 parecía evidente un perfecto orden matemático del universo y se asomaba el uso en el pensamiento político conservador. Un aporte importante para el desarrollo del concepto contemporáneo de estabilidad lo provee la termodinámica. De acuerdo con formulaciones del principio primero (R. Mayer, 1842) y del principio segundo (R.J.E. Clausius, 1850) de la teoría del calor, se piensa que se está sobre la huella de un principio natural de alcance universal. Un sistema cerrado tiende permanentemente a su equilibrio termodinámico, y los estados respectivos del sistema son absolutamente estables. El famoso teorema H de L.P. Boltmann aporta, como la antecitada estática de segundo principio, una esfera de observaciones a escalas microscópica y macroscópica para la reversibilidad y la irreversibilidad. G.T. Fechner se apoyó en el principio de tendencia hacia la estabilidad y en la recuperación de Leibniz (Teoría atómica, 1855) para proyectar sus desarrollos. En 1873, en un estudio crítico sobre la teoría darwiniana de la evolución de las especies, “Fechner formuló su principio de tendencia a la estabilidad, principio teleológico universal que trataba de completar el principio causal” (Ellemberger, 1976: 257): luego del principio del placer y de la ley de la psicofísica básica, el de tendencia a la estabilidad fue el tercer principio universal que formuló. La influencia de Fechner -a quien se considera el padre de la psicología experimental- sobre el psicoanálisis es indudable: de él tomó Freud el concepto de energía mental, el concepto topográfico de la mente, y los principios de placer-displacer, de constancia y de repetición (Ellemberger, 1976: 258). En “Mas allá del principio del placer” (1920), el escrito que fundamenta la teórica freudiana de un instinto o pulsión de muerte que propende a la calma de lo inorgánico, se mencionan los principios de placer y de constancia (principios de cambio y de mitigación de la excitación) como un “caso especial del principio de Fechner de la tendencia a la estabilidad” (Ritter, Gründer y Gottfried, 1998: 87). Aunque resulte contradictorio, la psicología experimental y el psicoanálisis están emparentados en sus orígenes epistemológicos, pues ambos adoptaron los desarrollos sobre la estabilidad de Fetchner. Es decir, entre los siglos XVIII y XIX se consolidó la episteme en torno al “concepto” estabilidad. En efecto, aún en reflexiones críticas hacia el positivismo empírico se emplean modelos conceptuales extraídos de la física, relacionados con fenómenos constantes y con la economía de las fuerzas en la construcción de la realidad; en el camino hacia lo duradero, Petzoldt postuló los estados de duración y de calma donde S adquiere el rango de una ley de desarrollo general tanto en el terreno de lo inorgánico y lo orgánico como en el humano y psicológico. Cerca de 1930 conceptos vinculados a la estabilidad se aplican de manera global en filosofía, psicología, ciencias económicas, mecánica, termodinámica y matemática (Ritter, Gründer y Gottfried, 1998: 87 -88).
Pese a que la pregunta inicial de esta investigación se vinculó al tópico transmisión intergeneracional del divorcio, la interrogación hacia el tópico estabilidad marital conduce a advertir dos aspectos que forman parte de la complejidad del conocimiento en los estudios sobre nupcialidad. El primero y más general remite a que en la sociedad occidental la consigna indica que su movimiento de colonización es el de la civilización (Elias, 1993 [1977]) con lo cual se estima que no es suficiente dominar con las armas, sino que es necesario fomentar la civilización de los pueblos dominados, dominando a los seres humanos parcialmente por medio de sí mismos, modelando su superyó, tarea en la que la sociedad y la familia interponen sus pautas de formación de parejas, sus dispositivos. En el continente americano los rasgos característicos de comportamiento, el esquema de regulación emotiva impuesto, la organización de las pulsiones y del superyó variaron en cada nación conforme al patrón común de la colonización sellada por el signo eclesiástico. Pero en ese proceso civilizatorio se traspuso, asimismo, la noción de que el ser humano, para poseer un superyó más estable y civilizado debía, entre otras cosas, casarse bajo el signo del rito occidental. El matrimonio era la institución y la convicción que signaba la relación entre hombres y mujeres a ambos lados del Atlántico, aunque en América en ningún tiempo rigió hegemónicamente. Así como el monopolio de la violencia se fue circunscribiendo paulatinamente en los estados, así también las pautas regulatorias de la sexualidad pasaron a su égida “heredando” precisamente su carácter civilizador y facilitador de estabilidad personal. Es así como los custodios de las prohibiciones fueron gestando la noción según la cual las otras formas de unión conyugal eran menos civilizadas y podían ser fuentes de inestabilidad, pues no propiciaban la generación de un aparato de autocoacción favorable a la cultura occidental donde la regulación de impulsos individuales dependía cada vez más de la existencia de un poder estatal fuerte y externo que aseguraba el equilibrio emotivo y el autocontrol; modelo que se imponía en la clase alta del imperio colonial para su difusión al resto del conjunto.25
El segundo y más específico, pero que no se desvincula del primero, cristaliza tanto en los componentes metodológicos como en los conceptuales propios de los estudios sobre nupcialidad. Es sabido que en nuestros días el ámbito intelectual es uno de los campos de producción simbólica (Bourdieu, 1996 [1987]: 164-166) que contribuyen en una parte importante a la construcción de ciertos instrumentos simbólicos que conforman y regulan las prácticas sociales, y es por eso que ciertas veces impone e inculca principios de clasificación según el género o el estado civil (conyugal), entre otros. En efecto, las estadísticas demográficas se elaboraron por primera vez en los países de cultura cristiana donde prevalecía la monogamia estricta y donde los tipos de estado civil eran solteros, casados y viudos, pese a las dificultades que se presentaron al aplicarse a otros entornos culturales, como los países sudamericanos (NU, 1954: 56). Tanto es así que en la región se han soslayado en los distintos tiempos históricos las uniones de hecho y la población separada o divorciada (Lattes y Recchini de Lattes, 1975; Viera Pinto, 1975; Camisa, 1977; Pantelides, 1995; Rodríguez Vignoli, 2005; Moreno, 2007; Torrado, 2007). Dicho de otro modo, si América constituye una parte de las denominadas sociedades occidentales como fruto del proceso de colonización, ¿cuál sería el corolario de esa diseminación cultural en materia de nupcialidad?, ¿cabría esperar características similares a las anticipadas en el continente europeo? Acaso esto pueda resultar más claro en los casos estadounidense y canadiense, mientras que los estudios provenientes de la demografía latinoamericana nunca han abandonado el análisis de la consensualidad: cómo desconocerla si desde México hasta el extremo sur del continente las uniones consensuales o “ilegítimas” se renuevan. Es claro que “la legitimidad de la unión es una convención contractual normada socialmente a través de procedimientos legales y, no obstante que ella puede variar entre grupos sociales, se ha detectado que, en partes de América Latina, las mujeres inicialmente unidas de modo consensual tienden a modificar su estado por razones de prestigio o de legitimación de sus descendientes” (Alcántara, 1983: 100). Pero esta necesidad de legitimación (Roberts y Braithwaite, 1961; Ojeda, 1986 y 2009) por medio del matrimonio civil o religioso católico no ha logrado que las uniones de hecho hayan dejado de existir, puesto que en amplias zonas pervive el matrimonio de prueba o sirvinacuy que permite la convivencia para el conocimiento mutuo en cuyo transcurso puede o no surgir descendencia, y finalizado dicho periodo puede o no formalizarse la unión; según Alcántara, en la literatura especializada el tópico estabilidad conyugal se liga al estudio de la legitimidad de las uniones y de la fecundidad, pues amplios sectores de la población andina no desaprueban socialmente las relaciones sexuales ni los embarazos prematrimoniales. Para Alcántara (1983: 102) “las uniones consensuales, en tanto fruto de un ámbito cultural propicio, tienden a un mayor grado de estabilidad que cuando ellas son excluidas de las formas de comportamiento sancionadas legalmente”; en conclusión, las considera legítimas y dotadas de estabilidad y pone en tela de juicio la inestabilidad que se les adjudica cuando el contexto sociocultural las predice, como acontece en las comunidades indígenas, en el entorno rural o en las barriadas urbanas latinoamericanas -hoy se reconoce su extensión a una amplitud mayor de sectores poblacionales- (CEPAL, 1993; NU, CEPAL y Celade, 1996; Quilodrán, 2001a y b; López, 2001; García y Rojas, 2002; Rodríguez Vignoli, 2005; Torrado, 2007).26 En síntesis, Alcántara (1983: 100) sostiene que las parejas originadas en matrimonio o cohabitación propician la estabilidad conyugal entendida como el “grado de duración temporal de las uniones”, mientras que si las parejas se deshacen como producto de anulación, separación, divorcio incluso viudez se está ante “la ruptura de la unión con la consiguiente inestabilidad” y esto puede o no dar lugar a otras uniones. Dicho de otro modo, Alcántara supone que la unión (pareja) proporciona estabilidad a los individuos que la componen.
En ese sentido es posible agregar que la mayoría de los estudios sobre nupcialidad en Occidente han sido marcados por su modelo de matrimonio, cuya característica nodal ha remitido por siglos a la creencia en torno al carácter estable e indisoluble del vínculo matrimonial; el término estabilidad se ancla en el dispositivo epistemológico que lo comprende, de ahí que se dé por sentado lo que se entiende por estabilidad e inestabilidad, a qué colectivo se aplican en tanto atributos, y probablemente esto explique por qué los especialistas se interrogan acerca de la transmisión intergeneracional del divorcio o de la inestabilidad, omitiendo examinar su equivalente y prescindiendo explicitar los criterios de adjudicación, cuando es sabido que todos los estados civiles y conyugales son renovables, excepto el de soltero. En consonancia con esta dificultad, las nociones de estabilidad y de inestabilidad, de orden y desorden, han sido empapadas por los valores cristianos. Y acaso dichos valores condujeron a imponer e inculcar principios de clasificación y de adjetivación que se dejan ver en los estudios sobre nupcialidad porque se encuentran vinculados a la convicción cristiana que la precedió y que los marcó en su origen científico, pero hoy el eje de la discusión científica se concentra en la inestabilidad,27 lo que permite distinguir la aporía. Ciertamente, las voces stabilis, stabilitas, stabilimentum aparecen en la Vulgata -traducción al latín de la Biblia que realizó San Jerónimo en 404 después de Cristo-, y al comienzo de la Edad Media adquiere carácter programático entre los monjes benedictinos en referencia a la capacidad de mantener la calma local (stabilitas loci). En el vocabulario de la política de los siglos XV, XVI y XVII reaparecen los conceptos “estabilizar” y “estabilización” como sinónimos de un llamado al orden o como una exigencia de organización, una declaración de principios o una apelación al poder, y apoyado sobre la expresión coloquial y popular28 el concepto ingresa al contexto de surgimiento de las ciencias modernas. Pero hoy sabemos que junto a la estabilidad, la inestabilidad se erige como indicador conceptual decisivo para fenómenos en desarrollo (Ritter, Gründer y Gottfried, 1998: 85 y 88). Como sostiene Ilya Prigogine (1997: 14-15), si bien la introducción del tiempo en la ciencia clásica fue un gran avance, empobreció su noción al no distinguir entre pasado y futuro. Como es sabido, la posición de Platón y la aspiración de la física clásica era descubrir lo inmutable, lo permanente, más allá de las apariencias de cambio: las nociones de suceso y de azar eran excluidas de la descripción, aunque con su exclusión se chocó con grandes dificultades, es decir, con el afán de descubrir lo inmutable se erigió la noción de “leyes de la naturaleza” que elimina el tiempo e introduce el elemento teológico en las leyes naturales. Pero hoy la noción de caos nos obliga a repensar esa postura y a introducir en tales leyes los conceptos de probabilidad e irreversibilidad debido a que el caos es siempre consecuencia de inestabilidades -el péndulo sin fricción es un sistema estable, pero la mayoría de los sistemas de interés físico y humano son inestables-. En efecto, en todos los fenómenos que percibimos, ya sea en la física macroscópica, en la química, en la biología o en las ciencias humanas, el futuro y el pasado tienen papeles diferentes.
La impronta del modelo occidental de matrimonio en los estudios demográficos
Transmisión intergeneracional de la inestabilidad marital y del divorcio
Algunas líneas de investigación analizan, por un lado, los determinantes del divorcio (White, 1990), y por otro sus consecuencias (Kitson y Morgan, 1990); en este sentido la transmisión intergeneracional de la inestabilidad marital podría entenderse como causa y como efecto del divorcio. Ciertas investigaciones (Feng, Giarrusso, Bengtson y Frye, 1999: 451-454) estiman que la transmisión del divorcio es más pronunciada entre las mujeres,29 y que los adultos provenientes de familias de padres divorciados perciben sus matrimonios como inestables, independientemente de su felicidad matrimonial. Paul Amato (1996: 629) propone un modelo donde sitúa al divorcio de los padres como causal del divorcio de los hijos, mediatizado por variables sociodemográficas y de curso de vida, actitudes frente al divorcio y problemas de relaciones interpersonales entre los cónyuges, siendo estos últimos los más predictivos en relación con la transmisibilidad. Como observa Ruiz Becerril (1999: 372), estos conocimientos se han estructurado en cuatro vertientes teóricas o subnarraciones. El “modelo racional del rol” supone que el mejor patrón transmisible a un hijo es el de una familia intacta, con un sistema racional y apropiado, donde el hijo se forma una imagen de la familia y el matrimonio interiorizando, a través del proceso de socialización, los roles matrimoniales que durante la adultez se han de cumplir. Según esta perspectiva, cuando un matrimonio se disuelve el hijo sufre un impacto negativo debido a la falta de continuidad en el proceso de socialización y, al no aprenderse los roles maritales exitosamente, aumenta la probabilidad de que su propio matrimonio se quiebre ante los conflictos. Al hallar inconsistencias en el modelo se introdujeron las variables de “selección de pareja” y resultó que la edad al casarse y la educación de ambos miembros producen diferencias significativas en la transmisión, esto es, cuando las variables se asemejen la incidencia de la ruptura del matrimonio de los padres sobre los hijos será menor. La perspectiva que articula las variables divorcio de los padres, actitudes hacia el matrimonio y vida familiar, se basa en un diseño de investigación experimental que compara la disposición hacia la inestabilidad en un grupo experimental, el de hijos con padres separados o divorciados, y en un grupo de control conformado a su vez por el colectivo de hijos con familias intactas y el de familias donde uno o ambos cónyuges habrían fallecido (Geenberg y Nay, 1982, en Ruiz Becerril, 1999: 346-348); a posteriori el grupo de hijos de familias intactas se desdobló en hijos de familias felices e infelices, y se concluyó que la diferencia entre los grupos experimental y de control se refiere a las actitudes hacia el divorcio, pues entre los hijos de padres separados o divorciados se percibe un efecto desinhibitorio en dicha actitud; en aspectos como el romanticismo, el idealismo o el pesimismo sobre la relación de pareja no se presentan diferencias pronunciadas entre los hijos de familias rotas y los de familias intactas (Jones y Nelson, 1986, en Ruiz Becerril, 1999: 347). También se comprobó que el subconjunto de hijos que viven en familias intactas pero que consideran que sus padres tienen un matrimonio infeliz aproxima las puntuaciones con las de los hijos de padres separados o divorciados en los ítems que exploran el grado de familiaridad con escenas de conflicto conyugal; la única diferencia entre ambos es la actitud hacia el divorcio.30 Finalmente, al concluir el siglo XX se identificó a los “problemas interpersonales de los padres” como el factor más influyente en el divorcio de los hijos durante la adultez, y controlando su efecto decrecía el riesgo de divorcio en los hijos. En conclusión, aunque el análisis es causal se considera que el efecto de la ruptura del matrimonio de los padres sobre el matrimonio de los hijos nunca es una relación directa, sino que está intermediada por factores psicológicos, variables sociodemográficas presentes al casarse y actitudes hacia el divorcio (Amato, 1996; Wolfinger, 1999, 2005 y 2011; Ruiz Becerril, 1999). Recapitulando, es pertinente indicar que en todas estas subnarraciones no se define la expresión transmisión intergeneracional del divorcio o de la inestabilidad, lo que Ruiz Becerril (1999: 389) intenta subsanar definiéndola como “el grado en que un matrimonio es propenso a disolver su unión incluso aunque la ruptura no llegue a efectuarse”.31
A comienzos del siglo XXI, cuando los estudios del genoma adquirieron un fuerte impulso, el estudio de Engelhardt, Trappe y Dronkers (2002: 295) ausculta en Alemania el alcance de las políticas de familia y de las leyes de divorcio sobre los mecanismos sociales subyacentes tras la “herencia” del divorcio. Postula que la transmisión intergeneracional del divorcio es inferior en Alemania del Este en relación con Alemania del Oeste, advierte la reducción diacrónica de la transmisión intergeneracional del divorcio en ambos países y concluye que las disparidades en las políticas de familia y en las condiciones sociales existentes han contribuido al desarrollo de menor incidencia de transmisión en Alemania del Este, donde la filiación religiosa es una de las variables explicativas de las diferencias. Conceptualmente Engelhardt, Trappe y Dronkers (2002: 300-301) resumen en cinco los mecanismos causales que vincularían la “transmisión del divorcio” con las políticas de familia: 1) el estrés que acompaña al divorcio de los padres puede considerarse un factor expulsor (push factor) que induce a los hijos a dejar su hogar de manera más temprana, a casarse y a tener hijos a edades más jóvenes, incrementando así el riesgo de divorcio (stress argument); 2) la socialización en el seno del hogar favorece el desarrollo de actitudes y comportamientos que impiden a los hijos de padres divorciados mantener una relación de pareja, o los impulsa a dejar una relación insatisfactoria más rápidamente que en otros casos (socialization argument); 3) las condiciones económicas desfavorables, concomitantes con el divorcio de los padres, afectan negativamente la biografía de los hijos en el plano educativo y en el laboral, e incrementan el riesgo de divorcio durante la adultez (economic deprivation argument); 4) el estigma del divorcio de los padres menoscaba las oportunidades sociales de los hijos (stigmatization argument); 5) los padres y los hijos poseen rasgos heredados comunes de personalidad que favorecen o dificultan el divorcio (genetic argument). Para Engelhardt, Trappe y Dronkers estos cinco mecanismos interactuarían en distintos momentos del curso de vida, aunque el factor genético sería el primero, seguido de la socialización, y luego intervendrían simultáneamente la estigmatización y la privación económica y, eventualmente, el estrés podría extender su influencia. Siendo que el divorcio es una institución reconocida en numerosos países del mundo, ¿cómo convertirla en parte distintiva de las características de la personalidad? Actualmente, al tiempo que los estudios especializados la admiten como un hecho innegable, hay coincidencia en que los mecanismos subyacentes a través de los cuales se transmite la inestabilidad marital distan de haberse esclarecido (D’Onofrio, 2007; Amato y DeBoer, 2001; Amato, 2004, 2007 y 2010).
En suma, por tratarse de un cultismo que se emplea en múltiples sentidos y aplicaciones resulta difícil delimitar lo que se entiende por transmisión en los estudios sobre divorcio, pues además parece asociarse a las acciones políticas que giran en torno al modelo occidental de matrimonio. Por eso se ha llegado a plantear la siguiente interrogante: “Could a return to fault-based divorce laws lessen the cycle of divorce, as some researchers and policy makers believe?” (Lin, 2006: 359; Wolfinger, 2005). Cabe destacar que dicho planteamiento hace referencia a la dimensión histórica, que nos revela -mínimamente- la aporía de sostener el supuesto de la “transmisión por vía genética del divorcio” cuando admitimos el carácter meramente institucional de ambos: matrimonio y divorcio.
Cohabitación y divorcio
Las producciones científicas que hemos revisado en relación con los temas que encabezan este apartado revelan una concepción -si se quiere epistemológica- de un tipo particular de familia que responde al modelo dominante de matrimonio que rechaza la cohabitación y el divorcio. Ciertamente, abundan los interrogantes sobre el preocupante incremento de los divorcios y la cohabitación (Bumpass y Sweet, 1972; McLanahan y Bumpass, 1988; NU, CEPAL y Celade, 1996; Pollard y Zheng, 1998; Monnier, 1998), sobre lo inquietante que resulta la posible mayor inestabilidad de las parejas que cohabitan (CEPAL, 1993; NU, CEPAL y Celade, 1996; Pollard y Zheng, 1998; Rodríguez Vignoli, 2005), sobre el impacto negativo que provoca en los hijos que sus padres se separen o se divorcien induciéndolos al fracaso escolar, a la drogadicción o a la delincuencia con el agregado de que la separación o el divorcio puede llevar a los adultos al suicidio (Demo y Acock, 1988; Kitson y Morgan, 1990; Archambault, 1998 y 2002).32 Lo innegable es que la noción de inestabilidad se confiere a cierta subpoblación (Heiss, 1972; Muller y Pope, 1977; Booth, Johnson y Edwards, 1983; Kitson y Morgan, 1990; White, 1990; Feng, Giarrusso, Bengtson y Frye, 1999) y lo plausible es que el basamento teórico de las producciones científicas que sostienen dichas hipótesis provenga del family discourse al que Bourdieu se refiere (1997 [1994]: 137) como “un discurso de institución poderoso y actuante, que dispone de los medios para crear las condiciones de su propia comprobación”.
Para rastrear algunas de las razones sociológicas que condujeron a adjudicar la “inestabilidad” a ciertos grupos con determinados estados civiles o conyugales se empleó la obra Las teorías sociológicas de la familia, donde se asegura que “lejos de reflejar exclusivamente el presente, las teorías sociológicas contemporáneas se inscriben también en una tradición” (Cicchelli-Pugeault y Cicchelli, 1999: 87).33 Y en esa tradición es la sociología lepleysiana la que trata la inestabilidad social, pues considera que “los problemas relativos al desorden social, la desmoralización de las clases populares y la difusión de la familia inestable” deberían resolverse mediante el fortalecimiento moral de los vínculos familiares y no mediante el mejoramiento del nivel de vida; es decir, la “estabilidad social” se logra mediante la “familia matriz” que, con el auxilio del espíritu de la ley paterna -que cede a las jóvenes generaciones las fuentes de estabilidad (respeto, obediencia) y que abona la perdurabilidad de los rangos dentro de la fratría, transmitiendo los bienes al hijo mayor- funda un “orden estable” (Cichelli-Pugeault y Cichelli, 1999: 67). Para Le Play la familia cristiana, respetuosa de la autoridad paterna y del decálogo, salvará a la humanidad y a sí misma de la degeneración que implica la “familia inestable” -compuesta por la pareja y los hijos solteros, quienes al casarse abandonan el domicilio paterno y fundan otra familia de dimensiones relativamente limitadas que amenazan con despoblar la sociedad y desaparecer tras la muerte de los padres, pues divide la herencia- propia de las sociedades industriales (Cicchelli-Pugeault y Cicchelli, 1999: 51 y 60). Dentro de las sociologías contemporáneas la tesis de la contracción progresiva del tamaño de la familia occidental, con su nuclearización -atribuida al sociólogo estadounidense Talcott Parson (1902-1979)-, se interpreta a menudo como un complemento de la tradición clásica; herencia que traspuso la supuesta estabilidad de la familia matriz a la familia conyugal cimentada en el ideal de castidad sexual, monogamia, unión temprana y para toda la vida, y una estricta división sexual del trabajo (Cicchelli-Pugeault y Cicchelli, 1999: 90; Furstenberg, 2003). En contraste, a comienzos de los sesenta el grupo de Cambridge, encabezado por Laslett, erigió la crítica a los trabajos de la sociología clásica y a la tesis parsoniana; con fundamento en datos demográficos y etnográficos distinguió cinco tipos de hogares: hogares simples o nucleares, familias extensas, familias múltiples, hogares sin estructura y hogares solitarios. A fines de los setenta y comienzos de los ochenta el denominado shock demográfico ayudó a instaurar en el campo sociológico la idea de “crisis de la familia”,34 imagen que se reforzó mediante el término “inestabilidad”. Además emergieron las expresiones “familias monoparentales” -a finales de los setenta- y “familias recompuestas” -a finales de los ochenta-, donde el análisis económico clásico aplicado a la familia (Becker, Landes y Michael, 1977) no dejó de difundir sus nociones (sociología, antropología, biología, demografía). El auge de la historia social y de las mentalidades marcó su huella en toda la sociología familiar, pues destacados estudiosos se consagraron a la investigación historiográfica, tamizaron el orden burgués y aplicaron esos conocimientos a la tarea de historizar la vida privada de las mujeres. Dicho de otro modo, la sociología no logró soslayar por mucho tiempo más el hecho notable de que la dominación masculina se mantuviera a lo largo de la historia con tal constancia que logró perpetuarse mediante la aplicación de relaciones de fuerza, materiales y simbólicas, que practicaron instituciones como la Iglesia, la escuela o el Estado con acciones propiamente políticas; tales tradiciones fueron estructurantes de los inconscientes masculinos y femeninos (Bourdieu, 2000 [1998]: 140). En síntesis, hoy el debate sociológico se reorienta hacia el carácter institucional de la familia y hacia la noción de expansión de autonomía que se ha puesto de manifiesto en ciertas mutaciones demográficas en relación con el incremento de la cohabitación, de los nacimientos extramatrimoniales y del divorcio, que podrían ser sintomáticas de una desinstitucionalización familiar que obligaría a reflotar el papel de sostén identitario y protector de la familia conyugal que asegura la establidad y la continuidad del grupo; en contraposición se estima que la familia contemporánea no está en crisis y que la estabilidad del grupo familiar se busca en formas de solidaridad al margen de las conyugales (Cicchelli-Pugeault y Cicchelli, 1999: 109).
En relación con el debate en torno de las acciones propiamente políticas que dan un carácter institucional a la familia, Nadine Lefaucheur (2003: 55) repara en que “la norma básica de las sociedades occidentales ha sido, en mayor o menor medida, la que surgió con la institucionalización del matrimonio, impulsada principalmente por la Iglesia Católica Apostólica Romana alrededor del siglo XII”; dicho de otro modo, la regulación de las relaciones sexuales (heterosexuales) y de la convivencia conyugal, la procreación, la paternidad y la legitimidad mediante el matrimonio, entrelazó cuestiones como el cuidado y la manutención de los niños, las labores domésticas y la herencia. En relación con los niños la norma instituía que sus cuidados y manutención debían ser competencia de sus progenitores; en consecuencia a los niños que habían nacido fuera del matrimonio y que tenían sólo a su madre se les consideraba anormales. Ante esta situación se erigieron los paradigmas del “mal supremo” que se combatieron mediante respuestas “potencialmente menos malas”. Desde mediados de los setenta los padres y las madres sin compañero, divorciados, separados o solteros -muchas veces excohabitantes- empezaron a predominar sobre la proporción de viudas y viudos, y así se reformularon los paradigmas: 1) del “angelismo cristiano o canónico” al “antidesmatrimonio”, donde el mal supremo lo representa el desmatrimonio, es decir, todas las acciones que estimulan o no desincentivan el divorcio y la cohabitación; con ello las madres solteras pueden usarse como símbolo de lo amoral y como metonimia de todos los padres solos “descasados”, aunque la actitud social hacia los “padres solos viudos” no debería ser la misma que hacia los “solos divorciados, separados y solteros”; 2)del “angelismo maltusiano” a la “antidependencia”, en que la imagen del mal supremo son las columnas de solteros que han tenido hijos a quienes no pueden o no quieren mantener, por lo que exigen de la sociedad su sostén; así pues, las madres solteras pobres -también las adolescentes y de raza negra- y dependientes del Estado simbolizan todas las posibles situaciones de progenitores solos dependientes, pero los que enviudaron merecen un tratamiento diferencial pues no escogieron la situación; 3) del “ciudadano saludable”35 a uno de “antipobreza” (o “antidesigualdad social o de género”) donde la madre soltera pobre con hijos representa a todos los hogares de madres solas -incluso a los hogares de progenitores solos- y se erige en el mal superior que amenaza con introducir desigualdades sociales. Son las acciones tendientes a no producir diferencias entre progenitores según estado civil o sexo las que disminuyen el mal; 4) del “ciudadano correcto” al del “antipadre ausente”: se exige el desarrollo de ciudadanos correctos sin los trastornos de personalidad y de conducta que ocasionaría la ausencia de un padre, aunque a raíz de la aceleración del desmatrimonio el paradigma no sufrió una reestructuración específica y quedó poco claro si deberían o no trazarse líneas divisorias entre los distintos tipos de hogares de madres solas con miras políticas, pues no hay consenso respecto a qué males son los peores y cuáles los menores -la muerte del padre, la ausencia de un padre (o padre político) en el hogar, la ausencia de una relación o la mala relación con el padre, o la presencia de un mal padre (padre político) en el hogar-.36 En los países occidentales, como observa Lefaucheur (2003: 64-66), estos paradigmas y sus reformulaciones coexisten en el presente y generan diversas influencias y acciones políticas en lo relativo a las madres solteras y a la monoparentalidad, pues la “maternidad en soltería se utiliza frecuentemente como metonimia de la maternidad sin cónyuge, que a su vez también se utiliza generalmente como metonimia de la monoparentalidad”, dentro del contexto de lo que actualmente se denomina desmatrimonio.
Por cierto, las nociones de pareja, libre albedrío, familia, paternidad, maternidad, división sexual del trabajo, legitimidad, legalidad y herencia se desvinculan cada vez más del dominio absoluto de la institución matrimonial. No obstante, el axioma de la inestabilidad y la estabilidad continúa en pie; el primer término está ligado a efectos indeseados, negativos, desviados, y por lo tanto a la infelicidad y al fracaso; el segundo se asocia a lo deseado, positivo y normal, y por lo tanto a ganancias, felicidad y éxito; el nobel de economía de 1992, Gary Becker, es uno de sus representantes más ilustres. Resumiendo, es posible que la idea sobre la familia inestable -heredera de la sociología clásica- se haya difundido y generalizado en ciencias sociales mediante trasposiciones emplazadas en la intersección de múltiples sistemas teóricos, conjuntamente con ciertas acciones políticas en derredor de la familia alineadas al eje de la historia de la civilización en el sentido que desarrolla Elias. Además, según la historia de los conceptos, las investigaciones que llevó a cabo T. Parsons en ciencias sociales rescatan modelos de sistemas cibernéticos de los años sesenta; desarrollan la sociología de los sistemas sociales donde las preguntas vinculadas con la interacción, la integración y la formación jerárquica o la adaptación son secundadas por reflexiones acerca de la estabilidad de la estructura social. Como si esto no fuera suficiente, para sentar las bases y entramar una sociología exclusivamente basada en la noción de estabilidad, la influencia de Prigogine y la literatura acerca de la autopoiesis consolidaron esta categoría como firme eslabón de los estudios de las ciencias sociales (Ritter, Gründer y Gottfried, 1998: 89).37
Homogamia y heterogamia social
El término homogamia designa la tendencia de hombres y mujeres38 a unirse a un compañero que pertenezca a su propio entorno social. Mediante la obra La familia de William Goode (1966), la sociología estadounidense cimentó la noción de que todos los sistemas de selección de pareja presionan hacia las uniones homógamas. Años después la socióloga y etnóloga francesa Martine Segalen (1977; Segalen y Jacquard, 1971) confirmó la regla y afirmó que la tendencia a casarse entre iguales en el plano social y profesional existió en el pasado y existe hoy. Con el aporte de la socióloga y demógrafa argentina Susana Torrado (2003 y 2007) se concluye que la homogamia responde a una lógica de ordenamiento social39 y es uno de los pilares que aseguran la reproducción de las relaciones sociales de clase y de género. ¿Sucederá lo mismo en relación con la cohabitación? En las sociedades occidentales en general y en las latinoamericanas en particular, la población que se encuentra en pareja -unida o casada- es predominantemente homógama, puesto que tanto la escuela como la familia cimientan habitus que convalidan y hacen evidentes las conductas esperadas (Bourdieu, 1997 [1994]); algunos estudios realizados en España y en la región ratifican estadísticamente la homogamia, cualquiera que sea la forma de unión (Torrado, 2003; Quilodrán y Sosa, 2001; Esteve y McCaa, 2007; Masciadri, 2006; López-Ruiz, Esteve y Cabré, 2009). La mayoría de las parejas se unen en matrimonio para formar una familia que puede o no tener descendencia, y hay otros elementos que tensionan la relación entre los tópicos pareja y familia en paralelo a la teoría de la homogamia. Si se concibe la familia como un principio de construcción social y forma parte del sentido común (Bourdieu, 1997 [1994]: 129), y si además se acostumbra a vivir en familias constituidas hegemónicamente a partir del matrimonio, es lógico que dicho patrón opere a la hora de seleccionar y formar una pareja y establecer una familia; los ritos de institución, actos iniciáticos como son los matrimonios y las uniones de hecho, podrían descubrir su pauta de afirmación previa en la regla de homogamia vigente en el grupo social de referencia, pues aseguraría la estabilidad marital. Ciertos estudios específicos sobre los efectos de la heterogamia socioeconómica en la disolución del primer matrimonio aseguran que la inestabilidad marital aumenta en las parejas heterogámicas; dicho de otro modo, los cambios en el estatus educativo y socioprofesional, principalmente en las mujeres, incrementan la inestabilidad (Bumpass y Sweet, 1972; Becker, 1981; Bitter, 1986; Meei-Shenn, 1992). Una publicación que reúne resultados de investigaciones regionales (NU, CEPAL y Celade, 1996: 52-66) revela que cuanto más joven se inicie una unión o un matrimonio tanto más inestable será; la diferencia de edad entre los contrayentes se asocia al ajuste marital, y cuando las parejas transgreden la norma de la edad40 el matrimonio se torna vulnerable a una ruptura. Resulta sugestivo que sean precisamente los factores diferenciadores (heterogámicos) de los hombres en cuanto a la superioridad de edad y de estatus laboral los que contribuirían a la estabilidad matrimonial. Hay además algunos trabajos que asumen que los efectos de la ruptura del matrimonio de los padres sobre sus hijos se reducen cuando las variables de selección de pareja se equiparan, pues la mitad del proceso de transmisión intergeneracional de la inestabilidad matrimonial se explica por los resultados de la selección (Ruiz Becerril, 1999: 343-346; Wolfinger, 2003); se articulan a la sazón los estudios sobre transmisión, heterogamia y homogamia.
Uno de los problemas que hemos hallado es la adjudicación a priori de los términos estabilidad e inestabilidad; mediante un análisis causal se podría prever que los colectivos son más o menos inestables en la medida en que se alejan o se acercan a pautas homogámicas o heterogámicas en función de la edad al matrimonio, el estado civil anterior, la diferencia de edad, las diferencias en el nivel de estudios y la condición de actividad de los contrayentes; pero ¿resulta suficiente determinar qué variables tienen mayor valor predictivo si acaso no se determina qué se pretende explicar?, ¿cómo se traspondrían los términos cuando se atribuye a las parejas cohabitantes una estabilidad menor? En suma, cuando los analistas sociales elaboramos principios de clasificación y nominamos las clases, categorías o grupos, aplicamos un esquema histórico de percepción que nos lleva a designar en un sentido o en otro y a fijar la posición que ocupan los individuos en una distribución, así que no parece casual que los matrimonios homógamos se consideren más estables; esa lógica reviste una forma apriorística. Los pares antitéticos homogamia/heterogamia, hipergamia/hipogamia, casados/unidos, casados/separados o divorciados, biparental/monoparental, estables/inestables están vinculados con sistemas clasificatorios que a raíz de la asociación entre éstos y la proscripción de las diferencias sustentada por la percepción social dominante ocasionan violencia simbólica y se deberían reexaminar; en demografía la dificultad es mayor debido a que los insumos de la investigación demográfica provienen de la relación entre “Estado y estado civil” en tanto categorías oficiales inspiradas en el “espíritu de la familia” (Bourdieu, 1997 [1994]: 135-138).
De los pormenores conceptuales y del abandono de conceptos
Sobre la dificultad inicial
A lo largo de este estudio hemos expuesto algunos elementos que escapan a la complejidad del número; son aparatos yuxtapuestos forjados con la historia; lo social y lo individual se entretejen y se retroalimentan en una trama que en la historia de Occidente tiene que ver con una convicción que se mantiene viva: la superioridad de ciertas culturas, idiomas, credos y formas de gobierno, y la preponderancia de sus doctrinas e instituciones. Una de esas convicciones, que atraviesa de distinto modo a los aparatos, se adhiere al término estabilidad y a la hipótesis determinista.41 En contraposición existe la teoría moderna de la inestabilidad, que postula el indeterminismo y que considera que los sistemas dinámicos estables no tienen nada en común con el mundo circundante, donde se revelan fluctuaciones, bifurcaciones e inestabilidades que tropiezan con la idea de que el mundo es estático, predecible y conducente a certidumbres. A partir del recorrido realizado se desprende, entonces, que quien aspire a cuantificar los fenómenos demográficos y a comprenderlos tropezará con dificultades porque deberá habituarse a destrabar dentro de las nociones propuestas las hipótesis deterministas (o indeterministas) que las sustentan, que por otra parte pueden vincular los conceptos a priori de quien investiga y su sistema de creencias. ¿Es factible cuantificar y comprender los fenómenos asociados, en este caso específico, a la nupcialidad de una población? Cuando se logra sortear la dificultad inicial se advierte que el tema es sumamente complejo por dos razones fundamentales: i) la arista política bosquejada, y ii) la intrínseca del propio objeto de conocimiento; sumado a que ambas no son independientes. Sin embargo es factible estudiar el tema sin abordar la complejidad valiéndose de dispositivos estadísticos descriptivos y, hasta cierto punto, haciendo inferencias sin utilizar conceptos, lo que resulta apropiado según el diseño de la investigación. La situación cambia cuando se relaciona el registro estadístico con el explicativo, y es evidente que se necesita dar ese paso, pero ¿se tienen los elementos conceptuales para hacerlo? En esta temática la revisión bibliográfica parece indicar que no; a la sazón se deben abandonar ciertas nociones y plantear términos específicos: i) el presupuesto de la transmisión intergeneracional del divorcio y de la inestabilidad marital por asociarse a la difusión de ciertas ideas sobre tres representaciones de la transmisión, y a los enunciados provenientes de la genética del comportamiento y al modelo occidental de matrimonio, y ii) el concepto de pareja, concebida ésta como “el conjunto de dos individuos de distinto sexo que viven en una unión estable”, debido a que el uso de la expresión “unión estable” la convierte en una representación muy difícil de hallar o suponer: noción ideada a lo largo del proceso de la civilización, piedra angular en la civilización occidental y cristiana.
Un interrogante: una definición
Dado que en los ambientes sociales han ocurrido cambios42 que han modificado las relaciones entre los miembros de las parejas, es necesario replantear el concepto de pareja en demografía, ya que excluye a una porción de la población adulta. Además, a la luz de la historia de los conceptos se ha notado que los “conceptos” estabilidad, estable y sus derivados lingüísticos están cargados de elementos textuales y extratextuales que se deben reconocer para comprender la operación que ellos producen en nuestros modos de entender el mundo; una de las operaciones que su uso conlleva es la de forjar aporías. Una de esas aporías es reducir la pareja a la familia. Como es lógico, un conjunto de dos individuos puede ser una familia pero no necesariamente lo es: ¿qué hace que un grupo de dos personas, con o sin hijos, cualquiera sea su sexo, sean una familia o se autodefinan como una? Tal interrogante no se aborda en este estudio. A la postre nuestra pregunta es otra.
Una de las conclusiones de esta investigación es que en demografía debemos modificar nuestro concepto de pareja para plantearlo como: “el conjunto de dos individuos no necesariamente de distinto sexo que viven en una unión temporal”; es posible describir sucintamente sus características demográficas por medio de censos, encuestas biográficas y estadísticas vitales mediante la variable relación de parentesco con la persona principal del hogar y a partir de los datos del registro civil de los matrimonios y de las uniones consensuales en caso de que existan. Dado que las parejas forman parte de la población, se les puede reconocer como sistemas cuasi invariantes debido a que las características que las agrupan se han implantado más o menos definitivamente en el sistema social; estas características presumiblemente remitan a las reglas de la homogamia43 y del patriarcado.44 Con el advenimiento de las sociedades industriales, con la urbanización, y principalmente con las modificaciones legislativas en materia de matrimonio se advierten cambios progresivos pero muy lentos en sus características; la variación en la esperanza de vida también interfiere, y se ha conjeturado que en el futuro se podrán adoptar carreras sucesivas y tener varios matrimonios con personas de diferentes generaciones (Bourgeois-Pichat, 1986: 87).
A modo de cierre
Si la pregunta inicial de esta investigación se vincula con el tópico transmisión intergeneracional del divorcio y de la inestabilidad matrimonial, es lógico advertir que el meollo del debate remite al espacio editorial que han generado el Journal of Marriage and the Family y Demography, desde donde se ha concluido paulatinamente (Bumpass y Sweet, 1972; Amato, 1987, 1988, 1993, 1996, 2004, 2007 y 2010; Wolfinger, 1999, 2005 y 2011), que la etiología de la transmisión de la inestabilidad matrimonial es psicológica y no está mediatizada por el bienestar socioeconómico, al tiempo que se asevera que en las sociedades económicamente más desarrolladas se ha comprobado un sustancial descenso en la tasa de transmisión del divorcio (Wolfinger, 1999 y 2011), aunque el tema se halla en discusión (Lin, 2006; Wolfinger, 2011). A esa configuración en red o episteme se suman las publicaciones que han realizado el Centro de Investigaciones Sociológicas (Ruiz Becerril, 1999), la Demographic Research del Instituto Max-Planck (Traag, Dronkers y Vallet, 2000; Engelhardt, Trappe y Dronkers, 2002), y también los trabajos de la Population Studies (Kiernan, 1986 y 1992; Kalmijn, 2010; Dronkers y Harkonen, 2008; Lyngstad y Engelhardt, 2009).45 Como se mencionó, cada disciplina tiene una determinada forma de estructurar su campo de conocimientos, de ahí que cuando se sostiene que la transmisión de la inestabilidad matrimonial o del divorcio es “psicológica” se debe advertir que la interpretación a dicho enunciado puede no ser unívoca. Qué se entiende por inestabilidad y qué por transmisión (Eysenck, 1980; Cramer, 1993; Jockin, McGue y Lykken, 1996; Kaës, Faimberg, Enríquez y Barenes, 1996) son conceptos a debatir. Subyace a dicha cuestión la coexistencia de dos enfoques para el conocimiento de la psique humana: el que proviene de la psicología experimental y de la psicología conductual, que se vale de la cuantificación46 de los fenómenos psíquicos, y el que acentúa la potencia oculta del inconsciente mediante métodos psicoterapéuticos. Tal elemento agrega complejidad al argumento, pues así como la demografía puede considerarse heredera del positivismo del siglo XIX (Caldwell, 1996: 311), la psicología experimental y conductual deja trasuntar el empirismo racionalista (Eysenck, 1980; Cramer, 1993; Jockin, McGue y Lykken, 1996), con el agregado de que el psicoanálisis se encuentra emparentado con la psicología experimental mediante los enunciados de Fetchner. Ésta es una de las partes de dicha cuestión.
La otra indica que es posible observar que si bien cada época pone el acento en determinados elementos de la población, siempre son y han sido algunos los componentes que se han retomado, ampliado o recreado. Y en nuestros días reaparecen elementos recurrentes e inquietudes insistentes. Ciertamente la historia de la demografía revela que el celibato, el matrimonio, la natalidad, el divorcio y las segundas nupcias han sido regulados mediante las distintas formas de gobierno, pero hoy ¿se les regula? La respuesta es obviamente afirmativa, aunque lo llamativo de esta regulación es que parece operar mediante nociones como estabilidad/inestabilidad y transmisión. En efecto, en este trabajo se advierte que las nociones sobre estabilidad o inestabilidad en las uniones y sobre transmisión intergeneracional de la inestabilidad o del divorcio permanecen indiferenciadas aunque naturalmente adjudicadas a ciertos colectivos. La respuesta al interrogante sobre los supuestos que subyacen en demografía al término transmisión puede hallarse en la difusión de ciertas ideas sobre tres de sus representaciones y en los enunciados que provienen de la genética del comportamiento, que nos han conducido a sostener la aporía de la transmisión genetica del divorcio. Se entiende que las huellas de las respuestas a esas cuestiones se deben buscar, por una parte, en la historia del matrimonio y, por otra, en el paradigma de la estabilidad en ciencias y su tradición, debido a que se imbrican y se implican mutuamente en el seno de las ciencias y lo hacen de manera notable en la demografía. Hasta donde sabemos y con el auxilio de las fuentes consultadas, a lo largo de la historia del “concepto” estabilidad sólo dos pensadores han contrapuesto sus esquemas a su idea fundamental: Galileo y Prigogine. Pero, como vemos, la calidad del dispositivo, el “concepto” estabilidad, es suprema y se difunde. Es decir, si se quiere comprender qué implica la falta de estabilidad -inestabilidad- se vuelve necesario definir el vocablo “estabilidad”. Por tal se entiende permanencia, duración en el tiempo; firmeza, seguridad en el espacio. Si permanecer es mantenerse sin mutación en un mismo lugar, estado o calidad; si duración implica la acción y el efecto de durar, continuar siendo; si firmeza es un estado de lo que no se mueve o vacila; si seguridad implica estar exento de todo peligro, daño o riesgo; y si el espacio es el continente de todos los objetos sensibles que coexisten, ¿se podría plantear que existe estabilidad en las uniones? Por oposición, ¿existe inestabilidad en las mismas? Expresiones disyuntivas que aplicadas a las personas las torna sujetos sujetados a una entidad suprasocial como es la familia y al modelo occidental de matrimonio en tanto dispositivo. Como Agamben (2006), llamamos sujeto a lo que resulta de la relación, del cuerpo a cuerpo entre los vivientes y los aparatos.