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Secuencia

versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.76 México ene./abr. 2010

 

Artículos

 

De la monarquía católica a la nación republicana y federal. Soberanía y patronato en el Río de la Plata. 1753-1853

 

From Catholic Monarchy to Republican and Federal Nation. Sovereignty and Patronage in the River Plate. 1753-1853

 

Ignacio Martínez*

 

Fecha de recepción: septiembre de 2008.
Fecha de aceptación: abril de 2009.

 

Resumen

En este artículo se revisan los argumentos que justificaban el ejercicio del patronato indiano por parte de la corona española y se analizan las discusiones que surgieron a la hora de legitimar las mismas prerrogativas en manos de los gobiernos que se erigieron tras la crisis de la monarquía en Río de la Plata, hasta la organización constitucional a mediados del siglo XIX.

Se intenta demostrar que las controversias del periodo independiente responden al cambio sustancial en el modo de entender la soberanía experimentado durante ese lapso, entendido como el tránsito de una monarquía legitimada confesionalmente a la constitución de una nación republicana y federal.

Palabras clave: Río de la Plata, siglo XVIII, siglo XIX, Iglesia católica, monarquía, república, federalismo, soberanía, patronato, secularización.

 

Abstract

This article reviews the arguments that justified the exercise of Spanish-American patronage by the Spanish Crown and analyzes the discussions that arose when it came to legitimizing the same prerogatives in the hands of governments that sprang up in the wake of the crisis of the monarchy in River Plate, until the constitution was organized in the mid-19th century.

The article seeks to show that the controversies of the independent period reflect the substantial change in the way of understanding the sovereignty experienced during this period, understood as the shift from a monarchy that had been legitimized confessionally to the constitution of a republican and federal nation.

Key words: River Plate, 18th century, 19th century, catholic Church, monarchy, republic, federalism, sovereignty, patronage, secularization.

 

no era aun tan manifiesto para muchos
de los más entendidos el que fuese una
parte esencial de aquella soberanía el
patronato de las Iglesias, y todas las
regalías que le eran anexas, como lo
era ya para todos el principio político
natural, de que la soberanía era de la
nación y no de persona alguna y que
sólo de la nación podía recibirla todo
gobierno.1

 

Introducción

La crisis de la monarquía católica en 1808 influyó en una multitud de niveles a la realidad rioplatense. En el plano eclesiástico, las consecuencias fueron particularmente drásticas porque la vacancia real fue acompañada al poco tiempo por la disolución irreversible del vínculo con las autoridades religiosas peninsulares. Ello provocó la desarticulación de las jurisdicciones y jerarquías con que se gobernaban las iglesias locales y obligó a las autoridades americanas a reorganizar la administración eclesiástica ajustándola a las dimensiones del espacio que intentaban controlar. En esta tarea los sucesivos gobiernos posrevolucionarios encontraron innumerables obstáculos, no sólo porque no conseguían imponerse sobre un espacio que abarcara los centros de toma de decisiones imprescindibles para el normal funcionamiento de las instituciones religiosas, sino porque el modo de concebir la relación entre autoridades temporales y eclesiásticas comenzó a cambiar. La crisis de la monarquía católica y su posterior desaparición del horizonte político rioplatense obturaron la posibilidad de legitimar el poder soberano apelando a sus fundamentos divinos y debilitaron así los argumentos que ponían en manos de las autoridades civiles las herramientas esenciales del gobierno eclesiástico aglomeradas en torno al ejercicio del patronato. El análisis de esos argumentos a lo largo de un extenso periodo nos permitirá comprender de qué manera el tránsito hacia una nación republicana y federal en Río de la Plata modificó las formas tradicionales de concebir el papel de la religión y, particularmente, de las instituciones eclesiásticas en tanto instrumentos necesarios del poder político.

Es de sobra conocida la importancia que adjudicaban los tratadistas coloniales a las potestades que poseía el rey sobre las iglesias en Indias como herramientas esenciales de su gobierno. La más importante de ellas fue el ejercicio del patronato, es decir, la atribución de que gozaba la autoridad civil para elegir y presentar para su colación canónica a las personas que ocuparían los beneficios eclesiásticos dentro del territorio que gobernaba.2 Esta prerrogativa se combinaba con otras de no menor importancia: la de permitir o rechazar la vigencia de disposiciones emitidas por autoridades eclesiásticas residentes fuera del territorio (pase regio o exequatur), la administración de los fondos provenientes del diezmo y otros recursos económicos del clero en Indias y la facultad de los jueces civiles de intervenir en causas iniciadas en tribunales eclesiásticos a través de los denominados recursos de fuerza.3 Hacia fines del siglo XVIII estas prerrogativas, que en el presente artículo calificaremos como "patronales", tendían a considerarse un conjunto inescindible de atribuciones propias del monarca. A este punto se había llegado tras un largo proceso en el que la monarquía fue consolidando gradualmente su autoridad sobre las iglesias americanas. Este crescendo suele presentarse como formado por tres etapas: la patronal, la del vicariato y la del periodo regalista. En cada uno de estos momentos, el incremento de atribuciones reales sobre las estructuras eclesiásticas estuvo acompañado, necesariamente, por una reelaboración de los fundamentos que legitimaban el uso de tales facultades.4

El origen de las prerrogativas patronales se ubica en el centro de estos argumentos. A medida que se otorgó mayor alcance a la autoridad real, se intentó restar importancia a la concesión papal como punto de partida y único fundamento para el ejercicio del patronato y, en su lugar, cobró fuerza la idea de que las prerrogativas patronales eran una regalía de la monarquía, un derecho adquirido por los monarcas españoles en razón de su soberanía sobre los territorios americanos. En Río de la Plata, este razonamiento fue retomado aún con más fuerza tras la crisis de la monarquía española por quienes se propusieron dotar a los gobiernos locales de las herramientas que consideraban indispensables para construir un nuevo poder político. De acuerdo con esta lógica, al reasumir la soberanía luego de la captura del rey, los pueblos se hicieron cargo del patronato con ella.

Sin embargo, tras dos décadas de gobierno independiente el autor de nuestro epígrafe, que oficiaba como fiscal de la provincia de Buenos Aires, se veía forzado a admitir que la potestad del poder temporal sobre las iglesias rioplatenses no era tan incontestada como los orígenes populares de la soberanía. Si saltamos otras dos décadas adelante en el tiempo, encontraremos al senador de la Confederación Argentina por la provincia de Tucumán, Marcos Paz, afirmando que "nada tenia que ver la soberanía de los pueblos y sus tesoros con las prerrogativas inherentes al patronato";5 o al representante de Córdoba, Severo González, dos días después, defendiendo la opinión de que

por muy retrógrado que pareciese [...] el patronato era de institución católica y no derivado de la soberanía de los pueblos, como lo comprobaba el hecho de que en aquellas naciones donde el catolicismo no era la religión de Estado, el gobierno no ejercía el patronato.6

Incluso medio siglo más tarde, en I9O9, Vicente Quesada, que había sido enviado diplomático de la República Argentina a Roma, publicó un grueso tomo donde reunía gran cantidad de doctrina y legislación hispanoamericana para demostrar, una vez más, que el patronato era una potestad propia del soberano, ya desde los tiempos en que los territorios hispanoamericanos estaban gobernados por la monarquía española.7

¿Por qué, podríamos preguntarnos, si eran tan indiscutibles las atribuciones del poder soberano sobre sus iglesias, los defensores de esta idea creían necesario volver una y otra vez sobre el mismo punto?, ¿por qué, por otro lado, surgían reiteradamente opiniones en contra? Quizá nos sea más fácil responder estas preguntas si tomamos un recaudo metodológico que puede plantearse, también, a modo de interrogante: ¿se estaba hablando siempre de lo mismo cuando intentaban vincularse soberanía y patronato? Creo que no, y este tal vez sea uno de los motivos que explican esa vuelta constante al mismo problema. La intención en este artículo es reconstruir el universo de sentidos disponibles que posibilitó la convivencia y oposición de diferentes formas de pensar el problema. Por lo tanto, recorreremos ciertos documentos y momentos clave que nos ofrecen la oportunidad de delinear las fronteras dentro de las cuales era posible pensar y hablar del patronato en relación con la soberanía.

Y aquí es necesario insertar una segunda precisión metodológica. Patronato y soberanía no pueden considerarse elementos equivalentes en el universo semántico que estudiaremos. El patronato es, a lo largo de todo el periodo, una figura jurídica que engloba siempre las mismas facultades de gobierno. Su sentido, en última instancia, no era disputado. Por el contrario, la forma que debía asumir la soberanía estaba por esos años en el centro del debate político y, por lo tanto, su significado se convirtió en arena de batalla de las posiciones en pugna. En estas discusiones el concepto "soberanía" conservó sentidos tradicionales y, al mismo tiempo, asociado a nuevas ideas auguró todo un mundo diferente a quienes lo utilizaban e intentaban definirlo.8 Puesto que en las discusiones estudiadas se apuntaba a definir si el patronato era un atributo de la soberanía o no, lo que en realidad se estaba discutiendo era la soberanía misma, su forma, sus atribuciones. Este estudio se concentra en las distintas maneras de concebir la soberanía que subyacían a las discusiones en torno al patronato.

El periodo recortado está definido por dos hitos legales que cristalizaron la relación entre patronato y soberanía en coyunturas bien diferentes. En 1753 el monarca español, Fernando VI, firmó con el papa un concordato donde se establecían los alcances del ejercicio del patronato regio. Allí se confirmaba explícitamente el patronato universal de los monarcas españoles en sus reinos americanos, tal como lo venían ejerciendo hasta ese momento (art. 5o). Un siglo después, los representantes de las provincias de la Confederación Argentina sancionaban la Constitución nacional. Concebida como ley fundamental a partir de la cual organizar institucionalmente el nuevo Estado, la Constitución incluía al patronato como una de las potestades de las autoridades nacionales. Entre ambos momentos, las instituciones, los discursos y las prácticas del poder político se modificaron profundamente en Río de la Plata y en todo el mundo ibérico.

Intentaré demostrar aquí que, a lo largo de ese periodo, las transformaciones en la manera de concebir la soberanía obligaron a repensar la relación entre el poder temporal y las instituciones eclesiásticas, erosionando los fundamentos del patronato. Si bien estas transformaciones poseían un sentido determinado, que llevaría de la monarquía católica a la nación republicana y federal, el camino recorrido de un momento a otro, e incluso esos mismos momentos, se presentaron a sus protagonistas de diferentes formas. La división de este artículo en dos apartados permite desarrollar las características generales de cada uno de esos momentos y sus matices. El pasaje de uno a otro está ubicado en torno a 1808. La división tajante entre apartados no implica, sin embargo, un rompimiento igualmente drástico en el fenómeno que se estudia. Mucho después de la crisis monárquica, de la revolución y la independencia, mucho después incluso de terminado nuestro periodo, algunos elementos que caracterizaron a la soberanía de la monarquía católica sobrevivieron en las opiniones e incluso en la legislación de la nación argentina.

 

PATRONATO Y SOBERANÍA I

En las polémicas del periodo independiente, aquellos que opinaban que los gobiernos civiles podían ejercer el patronato de pleno derecho, puesto que se trataba de una facultad inherente al poder soberano, citaban frecuentemente a tratadistas hispanos como Juan de Solórzano y Pereira y Antonio Rivadeneyra, o llamaban en su auxilio a la legislación indiana. Por su parte, quienes consideraban que se trataba de una prerrogativa que sólo el sumo pontífice podía otorgar, y que quien deseara ejercerla legítimamente debía procurarla a través de un concordato, recurrían muchas veces a las mismas fuentes.9 Trataremos de entender a continuación por qué fue posible utilizar los mismos textos para sostener posiciones encontradas.

Volvamos entonces sobre esos tratados para reconstruir históricamente la manera en que concebían el poder del monarca, su soberanía, en relación con el gobierno de las instituciones eclesiásticas. Tomaremos aquí los textos que parecen haber persistido más tiempo como referentes para las discusiones posteriores. Por supuesto, la Política indiana de Juan de Solórzano y Pereira. Aunque su redacción antecede en 100 años al inicio de nuestro periodo, constituyó no sólo una fuente ineludible en materia de derecho indiano durante el siglo siguiente, sino que fue consultada luego como una sistematización válida del corpus jurídico indiano por quienes buceaban en la doctrina colonial en busca de antecedentes para construir el nuevo derecho. En segundo lugar, la obra de Antonio de Rivadeneyra y Barrientos, Manual compendio del regio patronato indiano, publicada en Madrid en 1755. Como lo indica su título y la dedicatoria del autor a su rey, esta obra fue confeccionada como un resumen de las principales características del patronato indiano con el fin de servir de material de consulta para los funcionarios reales en las Indias. Con el mismo propósito fue redactada una obra que resultó inédita en su época y que retomamos aquí, menos por su posterior trascendencia —que fue nula— que por su contexto de redacción. Se trata del Syntagma de las resoluciones prácticas cotidianas del derecho del Real Patronazgo de las Indias, redactado por Pedro Vicente Cañete a comienzos de la década de 1780, mientras cumplía funciones como asesor letrado del gobernador del Paraguay. Como lo destaca José María Mariluz Urquijo, exhumador de la obra, el Syntagma no introduce ninguna innovación en la manera de pensar la naturaleza ni el origen del patronato. En ese terreno, se limita a glosar a los tratadistas clásicos —no sólo a Solórzano y Rivadeneyra, sino también a Gaspar de Villarroel, Antonio José Alvarez de Abreu o Pedro Frasso. El tratado es particularmente valioso como caso testigo porque confirma la vigencia de las ideas desarrolladas por los tratadistas clásicos en el contexto rioplatense a fines del periodo colonial.10 De mayor trascendencia fue otra obra, cuya tercera edición consultamos aquí, publicada también en la década de 1780, escrita por José de Covarrubias.11

Aunque el objeto de sus Máximas sobre recursos de fuerza y protección no es el patronato, en el discurso preliminar sobre los límites entre la jurisdicción eclesiástica y la civil encontramos numerosos argumentos que están presentes también en los textos del periodo independiente. Al analizar estos cuatro textos cubrimos un amplio espectro temporal, que va desde mediados del siglo XVII a fines del XVIII. Ello nos permitirá seguir algunos cambios en la argumentación que justificaba el patronato durante el periodo colonial.

En la Política indiana, Solórzano se propone, en primer lugar, fundamentar el derecho del monarca a administrar las rentas de las iglesias en América. El dominio sobre las Indias, argumenta, fue concedido por la santa sede con el encargo de extender la religión católica en los territorios descubiertos. Para sostener la estructura eclesiástica necesaria, los monarcas recibieron también del sumo pontífice el derecho a percibir los diezmos en esas tierras: "esta concesión de Alejandro pasó como en fuerza de contrato', y así haviendo cumplido, como cumplieron nuestros reyes por su parte, quedó mas firme, é irrevocable".12

Esto significa que uno de los derechos más importantes que la corona se arrogaba sobre las iglesias en Indias, la administración de los diezmos, no era inherente a la soberanía, sino que se le había agregado a ella como resultado de un contrato en el que dos partes, el monarca y el papa, intercambiaban derechos y servicios mediante la lógica del don y el contradon. Aclarado y defendido este punto, Solórzano rastrea el origen de otra potestad del poder secular sobre las iglesias americanas, otorgándole un carácter general:

Todos los emperadores, reyes, y príncipes absolutos de la cristiandad por solo ser dueños del suelo, en que se fundan, y edifican las iglesias de sus Estados, toman en si, como por derecho proprio, y real comúnmente la protección, y defensa de ellas.13

A diferencia de lo que ocurría con el diezmo, la protección y defensa de las iglesias del territorio gobernado por la corona no precisaban de confirmación pontificia previa, pero estas atribuciones, sin embargo, no bastaban para asegurar el patronato. ¿Cómo se adquiría entonces esa facultad? "Por fundación, dotación, privilegio de la sede apostólica, ó presentaciones, y otros actos multiplicados [...] continuados por transcurso de largo tiempo."14

Como se ve, las fuentes son varias y, dentro de este conjunto de títulos que poseen los reyes y dan derecho al patronato, algunos pueden prescindir incluso del privilegio papal. Así ocurre con los de fundación, dotación y edificación de iglesias en tierras de infieles, y con el del continuado uso de esa facultad, es decir, el de prescripción. La existencia de esos títulos no hace menos importantes las concesiones pontificias en la argumentación de Solórzano. Las bulas sancionan el derecho de la monarquía a gobernar sus iglesias en el Nuevo Mundo. Pero en la medida en que no se originan en la mera gracia papal, porque son producto de un servicio prestado a la religión, el pontífice no puede ya quitar las prerrogativas que concedió en su momento.15 En algunas páginas más adelante se profundiza la idea del carácter inenajenable del patronato, y extiende a los mismos reyes la prohibición de separar este derecho de la corona. Al hacerlo, deja en claro que el patronato

asi por concesión, y prerrogativa, como por la estimación que siempre han hecho del nuestros reyes, está incorporado en su real corona [...] Lo qual demás de decirlo asi la bula de Julio II... lo declaran expresamente los mismos reyes.16

Afirmar que el patronato está "incorporado en la real corona" de España, no implica aquí vincularlo a una supuesta soberanía en abstracto sino, simplemente, sumarlo al conjunto de regalías de que goza la monarquía española sobre sus reinos. Regalías que difieren de reino en reino y se originan en una serie de títulos adquiridos por los monarcas a lo largo de su historia. Esta idea queda clara cuando Solórzano defiende la potestad real de erigir diócesis en las Indias, puesto que para ese territorio la prerrogativa fue adquirida no sólo por prescripción sino "principalmente porque esa se hizo en egecucion de la bula de Julio II". El concepto de regalía está, a su vez, cargado de sentidos que pueden remitir a diferentes modos de concebir la soberanía. El Diccionario razonada de legislación y jurisprudencia redactado por Joaquín Escriche, actualizado y ampliado en 1874, define regalía como "La preeminencia, prerogativa ó derecho que en virtud de suprema autoridad y potestad ejerce cualquier príncipe ó soberano en su reino ó Estado" pero, al mismo tiempo, vincula regalía con privilegio, es decir, con el goce de un "derecho o prerogativa adquirido por concesión, sea graciosa, o como consecuencia de un servicio prestado al concedente".17

De este breve recorrido por las páginas de la Política indiana podemos sacar, al menos, dos conclusiones. Primero, que la legitimidad del patronato regio no proviene de una única fuente, sino de varias que, lejos de excluirse mutuamente, se suman para fortalecer el derecho de los monarcas españoles a ejercer esa regalía. De esta manera, las concesiones pontificias conviven en armonía con el derecho que otorga la fundación, dotación y edificación de las iglesias, la jurisdicción sobre el territorio de las Indias y la potestad que resulta de haber abierto un continente a la religión verdadera. La segunda conclusión es que, a pesar de esta diversidad, todos esos títulos ostentados por la monarquía española giran en torno a una condición esencial de la corona: su carácter católico. Este rasgo queda más en evidencia en la obra de Antonio Joaquín de Rivadeneyra.

Rivadeneyra privilegia abiertamente el compromiso de protección y defensa de las iglesias como fuente del patronato. Este empeño lo lleva a desarrollar mejor el sentido de aquellas figuras. La amenaza contra la que los reyes españoles interponen su protección y defensa en las Indias es la de la esclavitud que proviene del pecado. Según esta lógica no sólo las iglesias gozan de la protección del monarca, sino también las poblaciones americanas que, gracias a la evangelización costeada y defendida por la corona, rompieron las cadenas con que los aherrojaba la falsa religión.18 La acción evangelizadora de la corona había llevado a los americanos "a adquirir en su libertad las funciones de ciudadanos en la Jerusalen celestial".19 Es decir, los había constituido en una sociedad que, bajo los auspicios de la religión, contaba con las herramientas necesarias para constituirse en una comunidad feliz.

A los deberes de protección y defensa como títulos que otorgan el patronato según el derecho civil, Rivadeneyra suma los títulos consagrados por el derecho canónico de dotación, edificación y fundación de las iglesias que mencionaba Solórzano. Agrega también otras fuentes para fundamentar el patronato: la anexión de los territorios de Indias a la "corona de España" y la condición de "dueños del suelo" que ostentaban los monarcas católicos. Aclara, sin embargo, que la sola proeza de haber llevado por primera vez la religión católica a los habitantes de América -que denomina "título de redenciones suficiente para otorgar a la corona el pleno goce de esa facultad. No obstante esto, dedica 20 parágrafos, a lo largo de doce páginas, a demostrar la existencia y validez de varias bulas donde el sumo pontífice concede a los reyes españoles el pleno patronato sobre las Indias.20 En su argumentación se repite la lógica que vimos en Solórzano. Los reyes recibieron del papa no sólo el patronato sobre las Indias, sino la soberanía de estos territorios. Estos títulos, sancionados por la autoridad pontificia, le corresponden a la corona en virtud de la misión providencial, evangélica, de la c enquista. Por ello, Rivadeneyra afirma que la concesión papal es casi testimonial -en sus términos, "sobreabundante"—, puesto que es el creador mismo el que encomendó a los reyes católicos el gobierno de la América y retribuyó el cumplimiento de este encargo con el derecho al patronato.21

De Solórzano a Rivadeneyra se refuerzan los argumentos que prescinden de la autoridad papal para justificar el patronato y se privilegian, en cambio, aquellos títulos que el rey adquiere por fuera de la concesión pontificia. Pero eso no implica que la lógica cambie. Todo suma en el discurso de los tratadistas coloniales. Un derecho se suma a otro, un título refuerza a los demás. Las bulas estaban ahí, eran un testimonio más del derecho adquirido por la monarquía. Eran además una prueba, la más autorizada, para demostrar que las potestades reales sobre las Indias, su soberanía, derivaban del carácter católico de la monarquía.

Este hilo de pensamiento admite todavía un matiz más, que lo acerca a los argumentos que comenzarán a desarrollarse en el siglo XIX, pero que conserva todavía la matriz colonial. Podemos encontrar esta variante en el discurso preliminar de José de Covarrubias a las Máximas sobre recursos de fuerza. Allí, el vínculo entre soberanía y potestad sobre el universo eclesiástico vuelve a plantearse en términos de don y contradon:

En efecto Dios, que hace reynar á los reyes, no les confiere el mando sobre los demás hombres sino para reynar él mismo, ya sobre los reyes, á quienes confia una parte de su autoridad, ya sobre los pueblos por el ministerio de los soberanos.

[...] quando los príncipes profesan la verdadera religion, en este caso redoblan sus obligaciones para con ella. Deben no solo practicarla, y observar las santas reglas que prescribe; sino también sostenerla, y defender con el temor de la autoridad temporal en todo lo que puede á los ojos de hombres carnales parecer débil en la autoridad espiritual.22

Aquí, nuevamente, a las obligaciones que Dios impone al gobernante católico le corresponden ciertos derechos:

El derecho, pues, que tienen los príncipes en promulgar leyes concernientes á la religion, es un derecho fundado en la naturaleza y esencia de la soberanía: y es conseqüencia precisa de su deber y obligaciones.23

Hasta este momento no habíamos hallado en los tratados consultados la expresión 'naturaleza y esencia de la soberanía" vinculada al ejercicio de potestades sobre las iglesias de la corona. Esta novedad es sumamente importante porque será utilizada luego para defender el ejercicio del patronato obviando el consentimiento papal: en la medida en que el gobierno eclesiástico era consustancial a la soberanía, cualquier poder soberano debía contar con esa potestad. Debe advertirse, sin embargo, que Covarrubias habla en todo momento de una soberanía esencialmente católica, que resulta de deberes y obligaciones concretas emanadas, una vez más, del carácter católico de la monarquía.

Dentro del amplio universo católico, que nuestro autor denomina "república christiana", traza una diferencia entre la autoridad pontificia y la real cuyos rasgos fundamentales serán también retomados en el periodo independiente. La primera gobierna de acuerdo con las leyes universales de la religión y sus disposiciones tienen valor en todo el orbe; pero su vigencia está condicionada por la conveniencia de su aplicación en cada caso específico, dada la enorme distancia que separa al papa de los diversos pueblos sobre los que ejerce su apostolado.24 La autoridad del monarca, en cambio, no admite excepciones ni poderes concurrentes dentro del territorio que gobierna. Dada la inmediatez entre el gobernante y los gobernados, las disposiciones del primero no pueden ser contestadas. La cercanía del príncipe a sus súbditos lo convierte, además, en el último reaseguro del bienestar de su pueblo. De allí se deriva que el poder temporal posee la facultad de decidir si una disposición pontificia debe, o no, ser cumplida en su reino.25

Luego es notoria la diferencia entre las leyes eclesiásticas y temporales: aquellas, sin la aceptación expresa, ó virtual del príncipe, no exîgen nuestro cumplimiento: estas [...] al fin no reconocen potestad, que las resista, ni otro juicio de reconvención, que el de Dios. Cuya diferencia entre potestad y potestad, entre ley y ley, gobierno y gobierno, no destruye, sino que maravillosamente afianza las partes esenciales de la república christiana.26

Por lo tanto, la diferencia entre una y otra autoridad no radica necesariamente en los ámbitos donde imperan, sino en la forma en que obliga cada una de ellas a sus súbditos. En este sentido, puede considerarse a Covarrubias como un fiel exponente de la tendencia a concentrar el ejercicio del poder soberano en la figura del monarca que caracterizó el periodo borbónico y que se continuará durante el siglo XIX a través de los sucesivos intentos constitucionales que jalonaron el lento surgimiento del Estado nacional. Tampoco difieren el poder espiritual y el temporal en el origen último de su legitimidad "dentro, pues, de cada parte principal de la Iglesia, como es un reyno católico, sin ofender su unidad, residen estas dos supremas potestades, reconociendo ambas un mismo origen, que es el divino legislador".27

Resumiendo, la legitimidad del patronato indiano y de las facultades anexas en materia eclesiástica se erigió en los textos consultados sobre dos bases arguméntales. Primero, una lógica jurídica donde los derechos y prerrogativas eran adquiridos como retribuciones por servicios prestados. En este caso, el ejercicio del patronato era la potestad que la corona recibía a cambio de asumir la fundación, dotación, edificación y protección de las iglesias en Indias.28 De los siglos XVII al XVIII, las doctrinas sobre el patronato indiano tendieron a eliminar a la figura papal como parte de ese contrato. Debe advertirse, no obstante, que la creciente autonomía del poder civil frente a la autoridad romana fue justificada siempre a partir del carácter esencialmente católico de la corona. Y esto nos lleva al segundo fundamento del patronato. La soberanía de los monarcas españoles era una soberanía católica, cuyas facultades de gobierno emanaban en lo esencial de esa condición.29 Ambas lógicas se complementan: sólo una monarquía providencialmente católica podía prestarle a la verdadera religión un servicio tan caro que mereciera ser retribuido con facultades amplísimas e imprescriptibles para el gobierno de sus iglesias.30 En este contexto, a la corona no le causaba ningún conflicto incluir las concesiones papales como un elemento legitimador más del ejercicio del patronato, siempre y cuando quedara bien claro que, una vez concedido este privilegio, no podía retirarse.31

Las cosas cambiarían radicalmente tras el proceso emancipador en Río de la Plata. Y quizás lo que hace tan opaco este proceso a los ojos del investigador es el empeño que pusieron sus protagonistas por disfrazarlo de continuidad.

 

PATRONATO Y SOBERANÍA II

La crisis monárquica impactó inmediatamente sobre el funcionamiento eclesiástico rioplatense. En 1808 debían realizarse promociones en los cabildos catedralicios de Córdoba y Buenos Aires. Esos nombramientos eran prerrogativa exclusiva del rey y su cautiverio había impedido que firmara las cédulas correspondientes. Los candidatos a ocupar las vacantes comenzaron a presionar al fiscal de la Real Audiencia de Buenos Aires para que autorizara al virrey a realizar los nombramientos, supliendo al monarca en razón de la situación excepcional que lo imposibilitaba. En una nota dirigida al virrey, los interesados sostenían que se hallaba

completa y suficiente en estos dominios la relevante representación q.e recide en v. ex.a de las facultades del soberano: por manera q.e asi como no quedarían sin provision los destinos que vacquen en la constitución politica de la soberania nacional, aunq.e sean de la personal probision de S. M. C, porque quien le represente es quien exerce en su real nombre.32

Haciéndose eco de estos argumentos, el fiscal Manuel Genaro de Villota aconsejó que el virrey, en tanto vicepatrono, librara los nombramientos de los suplicantes.33 En su fundamentación, sin embargo, el nivel de autonomía otorgado al virrey como representante del patrono es considerablemente limitado: puede subrogar al monarca sólo porque existen pruebas manifiestas de la voluntad del rey respecto de ese particular asunto. La cautela del fiscal buscaba prevenir los efectos disolventes que podría ocasionar sobre la frágil situación de la monarquía una mayor autonomía en las colonias americanas, y no a la ausencia de fundamentos doctrinarios que permitieran ampliar las prerrogativas patronales del virrey. De hecho, la imagen del virrey como representante de la soberanía del monarca en materia eclesiástica no era novedosa.34

El dictamen de Villota, por lo tanto, no estaba sancionando una supuesta relación entre patronato y soberanía en términos abstractos. Por supuesto que este dictamen suponía que el patronato no pertenecía a la persona del rey, pero ello no implicaba considerar tal prerrogativa propia de un poder soberano sin más, sino parte de la soberanía de la corona de España, que incluía, como vimos, las facultades adquiridas por concesiones o como contraprestaciones a lo largo de la historia. Lo que resulta novedoso aquí es la situación de vacancia monárquica, mas no la doctrina política con que pretendieron salvarse las dificultades que aquella generó.

En 1810, la junta provisional de gobierno formada en Buenos Aires —que había destituido al virrey, desconocía la autoridad del Consejo de Regencia y pretendía gobernar el virreinato a nombre de Fernando VII— se vio en una situación similar a la que había enfrentado el virrey dos años atrás. Era necesario proveer vacantes en el Cabildo eclesiástico de Buenos Aires. A pesar de que el reglamento de la junta disponía ya desde mayo de ese año que "los asuntos de patronato se dirigirán a la Junta en los mismos términos que a los señores virreyes",35 el gobierno revolucionario consideró necesario consultar a dos teólogos de renombre -el deán de la catedral cordobesa, Gregorio Funes, y el doctor Juan Luis Aguirre, también cordobés— sobre los siguientes puntos:

[primero], si el patronato real es una regalía afecta a la soberanía, o a la persona de los reyes que la han ejercido; [segundo], "si residiendo en esta junta una representación legítima de la voluntad de estas provincias, debe suplir la incertidumbre de un legítimo representante de nuestro rey cautivo, presentando para la canonjía magistral que se halla vacante.36

Tanto la consulta como las respuestas que trataremos a continuación fueron generalmente consideradas el momento en que el patronato se trasladó de la corona española a un gobierno independiente en Río de la Plata. No obstante, su novedad se vuelve menos significativa si consideramos que tal independencia es fuertemente cuestionable, al menos en el plano formal, puesto que la junta provisional creada en mayo de 1810 no hizo más que asumir la soberanía monárquica en depósito.37 Por lo tanto, el primer punto de la consulta no es otra cosa que la reformulación del dilema que ya había sido tratado por Villota —y por muchos otros canonistas y regnícolas antes que él—; esto es: si el patronato era una facultad inherente a la persona del monarca o a su soberanía, tal y como había sido constituida a lo largo de los años, con sus facultades específicas, según vimos en el apartado anterior. De allí que, aunque los consultados se volcaran a favor de la segunda opción —como de hecho lo hicieron—, no estarían habilitando directamente a un gobierno independiente para ejercer el patronato. De todas maneras, en el contexto revolucionario, la redacción de este primer punto era lo suficientemente ambigua como para facilitar en el futuro inmediato interpretaciones un tanto más arriesgadas, que leerían el concepto "soberanía" en su sentido más lato, desprovisto de las especificidades de la monarquía católica.

Con mayor ambigüedad había sido formulado el segundo punto de la consulta. Allí, la junta aparece como representante de dos entidades diferentes: la voluntad general y el rey. ¿Cuál de las "representaciones" le otorga el ejercicio de la soberanía? ¿En virtud de cuál de estas representaciones ejerce el patronato? Los canonistas, con igual o mayor habilidad que la junta, redactaron sus dictámenes esmerándose exitosamente en mantener esa ambivalencia.38 Sin embargo, introdujeron algunas novedades que, como semillas, germinarán con el correr de los años.

En su dictamen, Funes observó que las iglesias fundadas por la corona fueron dotadas con bienes "estatales", y no con fondos personales de los monarcas. De allí concluía que el patronato, que era la contraparte de esa dotación, no podía considerarse patrimonio personal de los reyes.39 En esta senda, el deán fue un poco más lejos al defender el derecho que la nación tenía de reconvenir a su rey si este pretendía resignar el patronato, desobedeciendo las disposiciones de sus antecesores. Nación y soberanía se acercaban en la medida en que aquella se volvía la defensora de las prerrogativas de esta, a pesar, incluso, de la voluntad del monarca.40 Aguirre también retomó un argumento ya existente en la eclesiología moderna, e incluso en la medieval, que cobraría mucha más fuerza en las décadas siguientes: el de las elecciones populares de las dignidades eclesiásticas durante los años de la iglesia primitiva. En ambos casos se advierte una deriva hacia la idea de una soberanía surgida de la representación popular. Pero estos eran sólo esbozos, incursiones a tientas, que no trascendían la contención que ofrecía la soberanía monárquica que la junta ha asumido en depósito.

Con el correr de los acontecimientos, particularmente al agudizarse la guerra revolucionaria, la timidez original se fue diluyendo. Paulatinamente se tomaron medidas que intentaron dotar de un marco institucional a la difusa entidad política denominada Provincias Unidas del Río de la Plata. El hito más importante en este sentido se dio en 1813 al reunirse el primer Congreso Constituyente. Aunque la denominada "Asamblea del año XIII" no declaró formalmente la independencia respecto de la península y no llegó a dictar una Constitución, al erigirse en poder constituyente —abandonando así el ejercicio de la soberanía en depósito- inició un proceso en el que la legitimidad de origen divino que detentaba la monarquía, y que admitía al mismo tiempo diferentes fuentes de derecho para su ejercicio, dejó paso —siempre en términos ideales— a un origen excluyente de legitimidad: la voluntad popular; a una única autoridad: aquella que representaba esa voluntad; y a una sola forma válida de ejercerla: a partir de sus leyes y disposiciones.41 En 1816, el camino iniciado por la Asamblea fue formalmente sancionado cuando un nuevo Congreso Constituyente declaró la independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica. Sin embargo, el propósito fundamental de este nuevo Congreso se vio frustrado cuando las provincias que decía representar rechazaron la Constitución que había elaborado en 1819- Las transformaciones políticas desencadenadas por la crisis de la monarquía no culminaron allí. Tras el fracaso en 1827 del tercer intento de constituir una nación en el territorio argentino y la consecuente caída del poder central residente en Buenos Aires, el mapa político de la región quedó compuesto por estados provinciales autónomos, que se consideraba en pleno ejercicio de la soberanía y que se aliaron entre sí formando una confederación.42

Con todos estos cambios, el complejo universo de derechos que confluían en la corona para justificar el ejercicio del patronato estalló. Dejó de existir la figura de la monarquía católica que concentraba todas estas fuentes de legitimidad. Los fragmentos resultantes se convirtieron en otros tantos argumentos a disposición de las diferentes opiniones que intentaron encontrar un lugar para la dimensión eclesiástica en el nuevo esquema de poder político.

A esta gran ruptura se sumó otro cambio fundamental: la aparición sin mediaciones de la santa sede como autoridad legítima para el gobierno eclesiástico de los territorios hispanoamericanos luego de la emancipación. La intervención romana comenzó a hacerse sentir en Río de la Plata a partir de la década de 1820, al arribar al puerto de Buenos Aires la primera misión pontificia enviada por el papa a instancias de los alarmantes informes que recibía desde las tierras sudamericanas.43 En su viaje desde el puerto atlántico hasta Santiago de Chile, su destino final, el enviado pontificio encontró resistencias, pero también fervientes adhesiones. Estas últimas provinieron de un sector de clérigos y seglares políticamente activos que rechazaban la idea de subordinar las instituciones eclesiásticas a los gobiernos posrevolucionarios. Los defensores de la autoridad papal observaron tempranamente los obstáculos jurídicos que se presentaban a los nuevos gobiernos para ejercer el patronato legítimamente. Aunque las controversias en las que participaron retomaban mucho de los clásicos debates sobre los límites entre jurisdicción temporal y jurisdicción espiritual, el contexto republicano y la activa participación romana sumaron ingredientes a los argumentos esgrimidos.44 Me interesa destacar aquí que, en esos debates, los elementos arguméntales que antes convivían para justificar el patronato en manos de la soberanía monárquica fueron utilizados por posiciones que se enfrentaban entre sí.

Un buen ejemplo de este enfrenta-miento es la obra publicada por el fiscal de la provincia de Buenos Aires, Pedro Agrelo, en la década de 1830, conocida como Memorial ajustado45 Se trata de una compilación que reúne en su primera parte la documentación correspondiente a una serie de nombramientos hechos por la santa sede en la diócesis de Buenos Aires sin reconocer el patronato provincial y, en la segunda, los dictámenes de teólogos, canonistas y juristas que respondieron a la consulta del gobierno sobre si el poder provincial debía ejercer el patronato o no.

La opinión del fiscal ocupa muchas de las páginas del Memorial. Su intención era probar que el patronato pertenecía de pleno derecho al gobierno de la provincia en tanto soberano. De la batería de argumentos presentada por los tratadistas coloniales, tomaba los siguientes: a) "la alta protección [...] compete á la nación, donde existen [las iglesias] para defender y sostener sus fueros, libertades y disciplina en el ejercicio de su jurisdicción ordinaria, á beneficio de toda la república";46 estos fueros eran caracterizados también por Agrelo como "derechos primitivos", y b) el patronato era "un derecho de los pueblos que habían reasumido su soberanía, puesto que a ellos correspondía la fundación, dotación y manutención del culto y del clero con sus rentas".47 En el primer argumento se combinan los elementos de defensa mencionados por Solórzano y Rivadeneyra con la figura de la iglesia primitiva, de larga tradición episcopalista, para presentar a la "corte de Roma" como una autoridad externa a las iglesias locales, cuya injerencia amenazaba a la soberanía de la nación. De acuerdo con esta lógica, el gobierno debía defender los derechos de la nación preservando a sus iglesias de la amenaza romana.48 Por otro lado, en razón de la jurisdicción que ejercían los obispos sobre los habitantes de la provincia, la obediencia directa de aquellos a la santa sede crearía un poder dentro del poder, independiente de la soberanía ejercida por el gobierno.49 Razones muy similares había utilizado Covarrubias, como se recordará, para justificar la potestad real de examinar las disposiciones pontificias con el objeto de impedir que se lesionaran "la tranquilidad y bien público de sus estados". Pero esta vez tal prerrogativa está desprovista de todo mandato divino. En el segundo argumento aparecen ligados los títulos otorgados por el sustento económico de las iglesias con el ejercicio de la soberanía. Agrelo consideraba como propio del ejercicio soberano el financiamiento de la estructura eclesiástica, invirtiendo de este modo la lógica de los tratadistas coloniales. Mientras que para los regnícolas la soberanía de la corona en suelo americano era consecuencia de su auxilio material a la difusión del catolicismo, Agrelo entendía el sostén material del culto como consecuencia de la soberanía que, en sus términos, provenía de la nación. Las mismas figuras cambian aquí radicalmente de sentido.

Frente a esta posición, algunas de las opiniones publicadas en el Memorial, e incluso las disposiciones del gobierno al que pertenecía el fiscal, consideraban que el patronato sólo podía ejercerse contando con la aceptación pontificia. Así, en el decreto que aceptaba las bulas de institución del nuevo obispo de Buenos Aires, los considerandos aclaraban que "esta provincia no tiene los títulos especiales que favorecían á los reyes de España relativamente al patronazgo que ejercian en las Américas".50 El decreto, redactado por Tomás de Anchorena, ministro de Relaciones Exteriores de la provincia y primo de Rosas, su gobernador, consideraba que el patronato era propio de la corona e inenajenable y que sólo a partir de un concordato firmado con la santa sede podían los gobiernos independientes ejercer el derecho de presentación de los beneficios eclesiásticos.51 Esta postura estaba estrechamente relacionada con la manera en que el funcionario entendía la naturaleza del poder político posrevolucionario. En su respuesta a la consulta del gobierno incluida en la segunda parte del Memorial, Anchorena rechazaba la idea de la retroversión de la soberanía del rey a los pueblos tras la crisis monárquica, puesto que consideraba que la República Argentina detentaba una soberanía mucho "mas pura y de un origen y carácter mas noble que la que ejercian en estos países los reyes católicos de España".52 Tanto Agrelo como Anchorena compartían la idea de que la nueva soberanía era radicalmente diferente a la de la monarquía española. Interesa destacar aquí que Anchorena podía formular esta ruptura con más claridad en el contexto de esta discusión, porque no encontraba ningún obstáculo para desprenderse de todos los atributos de la vieja soberanía de la monarquía católica española. Aunque la soberanía de la nación fuera "más noble" que la del monarca, no contaba entre sus potestades con aquellas que habían sido concedidas a los reyes católicos para extender el evangelio en América.53 En el mismo sentido se pronunció Francisco Silveira. No sólo consideraba imprescindible el consentimiento papal para ejercer el patronato, sino que advertía además que ese consentimiento era altamente improbable en el caso de Buenos Aires tras la sanción de la tolerancia religiosa, puesto que uno de los puntos que había acordado la santa sede para otorgar este derecho a la corona era el de no admitir en sus reinos otra religión que la católica.54

A esta discusión fundamental se sumó otra provocada por la organización confederal, que dio como resultado la existencia de varias soberanías territoriales —las provincias—, dentro de una misma jurisdicción eclesiástica —las diócesis. Esta situación agudizó el estallido de derechos patronales iniciado a partir de 1813 porque, en la confederación, la identidad entre sostén económico de las iglesias y soberanía se disolvió al existir provincias soberanas que no sostenían a las autoridades de las diócesis en las que estaban incluidas porque esas autoridades residían en otra provincia. Frente a esta situación los consultados se plantearon los siguientes interrogantes: el patronato y sus facultades anexas ¿se originan en la defensa que todo gobierno soberano debe asegurar al bienestar de su población, incluyendo la preservación de la paz y la moral religiosa?, ¿o provienen de los gastos efectuados por el Estado para sostener las iglesias en su territorio? Según se privilegiara uno u otro origen, las conclusiones diferirían en muy alto grado.

Quienes defendían el derecho de las provincias a ejercer el patronato de manera independiente en sus respectivos territorios sostenían el primer argumento. En estas opiniones, el ejercicio del patronato prescindía totalmente de la consideración del sustento material: se ponía en primer plano la idea de retroversión de la soberanía a los pueblos y, con ella, la reasunción del ejercicio del patronato.55 Pero para otros la pretensión de ejercer la soberanía parecía no ser suficiente. Mariano Zavaleta, por ejemplo, rechazaba la idea de que cada provincia pudiera ejercer por su propia cuenta el patronato, puesto que muchas de ellas, por riqueza y población, jamás podrían formar naciones independientes. De esta manera, Zavaleta negaba el patronato a las provincias sin separar esta prerrogativa de la soberanía, pero cuestionando la potestad soberana de poderes que no podían asegurar su independencia económica.56 Sobre la misma base, Gregorio Gómez ofreció una conclusión algo distinta.

á virtud de hallarse situada en esta capital [por Buenos Aires] la iglesia y silla episcopal; y ella, el prelado, el Senado eclesiástico, y los demás ministros que la sirven, estar sostenidos con solas las rentas de la misma, de cuyos fondos se deducen también las considerables expensas que demanda el culto; estas circunstancias dan un derecho especialísmo al Patronato que debe ejercer su gobierno, mucho mas fuerte y preferente al que pudieran ejercer en distinto caso los gobiernos de las otras provincias, cuyos territorios integran la diócesis.57

En definitiva, si se privilegiaba el argumento del sostén material de las iglesias, la idea del patronato como inherente a la soberanía, entendida esta meramente como expresión de la voluntad popular, podía flaquear. Pero las circunstancias cambiaron con los años y los mismos elementos comenzaron a desempeñar, una vez más, un papel totalmente diferente.

En febrero de 1837 Juan Manuel de Rosas, que detentaba a la vez los títulos de gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores de la confederación, firmó un decreto ordenando que toda disposición pontificia debía contar con su autorización para regir en cualquiera de las provincias confederadas.58 Aunque no se trataba aquí del ejercicio del patronato, sino de la facultad del pase regio o exequatur, en los hechos el uso de esta atribución le otorgaba a Rosas la última palabra en el nombramiento de los obispos, porque las bulas de institución no tendrían validez sin su consentimiento. Esta potestad no podía justificarse alegando el sostén material de las iglesias, porque la magistratura de Rosas no estaba asociada a un aparato fiscal que abarcara a todas las diócesis y sostuviera el culto. Tampoco podía justificarse esta facultad a partir del ejercicio de la soberanía, que el mismo Rosas insistía en atribuir en su totalidad a las provincias.59 Pero en el menú de títulos de legitimidad disponibles tras el estallido de la soberanía monárquica quedaban todavía opciones a las cuales recurrir. Rosas fundamentó su decreto en la idea de la conservación del orden público, puesto que la aplicación de bulas en el territorio de la confederación sin el visto bueno del encargado de Relaciones Exteriores había provocado "entre algunos pueblos de la república y sus habitantes discordias y divisiones que amagan extenderse con rapidez".60

Más allá de sus fundamentos, el decreto pretendía poner fin a los numerosos conflictos jurisdiccionales causados por la indefinición del ejercicio del patronato. La solución de Rosas fue erigirse en árbitro de las disputas. Y aquí, nuevamente, aparecen fragmentos de la idea de soberanía monárquica. La figura del rey como juez supremo, última instancia de apelación para dirimir los conflictos, ejerciendo la equidad entre los diferentes sujetos de derecho de sus reinos, es uno de los elementos que legitimaban la soberanía real en la lógica de antiguo régimen.61 De esa manera, el encargado de Relaciones Exteriores consiguió, con relativo éxito, regularizar el gobierno eclesiástico en las diócesis argentinas. Pero los problemas de fondo sólo se aplazaron. Tras la caída de Rosas en 1852, en pleno proceso de organización institucional de la Argentina como nación federal, las nuevas autoridades centrales debieron lidiar con la herencia de conflictos pretéritos.

Uno de ellos, originado en la muy inestable diócesis de Cuyo, generó en la Cámara de Senadores de la Confederación Argentina una discusión interesante.62 El problema surgió cuando, en junio de 1855, los senadores se propusieron formar las ternas de candidatos que elevarían al poder ejecutivo para ser presentados como obispos para las diócesis vacantes de la confederación.63 El senador por la provincia de Mendoza, Gerónimo Espejo, observó que la diócesis de Cuyo no podía ser provista de obispo porque no había sido erigida siguiendo los pasos correspondientes. Por un lado, objetaba que el pase otorgado por Rosas a las bulas de creación no era válido porque su título de encargado de las relaciones exteriores no le otorgaba la soberanía de las provincias en cuestión y, por lo tanto, no podía considerarse patrono de sus iglesias. Por el otro, los gobiernos de las provincias de Mendoza y San Luis, que según las bulas de erección debían quedar incluidas en la diócesis, se habían opuesto manifiestamente a los términos de la erección.64

A partir de aquí se desarrolló una discusión donde se planteó el siguiente dilema: si el patronato era un atributo inherente a la soberanía, y el sistema federal que se estaba construyendo suponía que las provincias conservaban parte del poder soberano y delegaban otra parte en el gobierno nacional, era necesario saber qué del patronato pertenecía a las provincias y qué al poder nacional. Nuevamente, en defensa de las diferentes posiciones aparecieron las viejas fuentes de legitimidad del patronato.

Como si se tratara de un lento proceso de decantación, algunos argumentos pesaron más que otros y tendieron a constituirse, finalmente, en fundamentos sólidos para resolver los dilemas del patronato. Uno de ellos fue el del sostenimiento del culto:

Aun cuando prescindiésemos de los derechos anexos á la soberania de la confederación y que le competen como á nación libre é independiente: —aun cuando se le negare el derecho de suceder en todas las regalías que sobre el patronato de estas iglesias ejercía su antigua metrópoli, quedarian sin embargo en firme apoyo del patronato nacional, las leyes positivas tanto civiles como canónicas, que designan como un origen irrecusable de este supremo derecho, la dotación y edificación de las iglesias sobre que se debe ejercer.65

Este argumento otorgaba una buena herramienta al gobierno nacional para erosionar las aspiraciones provinciales en materia de patronato. La sanción de un presupuesto de culto para toda la confederación, sustentado con fondos nacionales, y la pobreza de muchas provincias debilitaban las pretensiones regionales.66 La resolución final del Senado en este conflicto concreto refleja en parte esa tendencia: a pesar de los reclamos de Mendoza, esta provincia, junto con San Luis, quedaban sujetas al obispado de Cuyo, con sede en San Juan. Y sigue:

Dichas provincias, como todas las demás de la confederación que dependan de la jurisdicción eclesiástica de otra, si juzgasen conveniente ser erigidas en diócesis separadas, organizarán y remitirán al gobierno nacional el expediente necesario para formalizar la debida postulación y provision canónica.

Art. 3. El gobierno dará seguimiento á estos expedientes á proporción que lo permita la situación del tesoro nacional.67

Tal disposición no resolvió definitivamente el problema. Durante las deliberaciones que desembocaron en esta ley se expresaron las opiniones de Marcos Paz y de Severo González que cité al comienzo del artículo y que reflejan, respecto del ejercicio del patronato, más perplejidades que certidumbres.

La pregunta de fondo que deberíamos plantearnos para comprender estas perplejidades es: ¿hasta qué punto podía pensarse la soberanía prescindiendo de su componente religioso? Se había recorrido un complejo camino para desvincular al cuerpo político hispano y a su soberano del carácter inherentemente católico que lo había justificado desde sus orígenes. La declaración de la libertad de cultos, consagrada en 1853 para todo el territorio nacional, apuntaba al corazón de la unanimidad religiosa, condición básica de esa identidad: ahora el ciudadano, el soberano, podía ejercer un culto diferente del católico. Pero el poder soberano, el Estado, no podía prescindir de él como atributo de su autoridad: la religión católica, en las expresiones de los diputados y ministros de este periodo, era artífice de la cohesión y orden social, nutría la virtud moral imprescindible para el desarrollo de la vida en comunidad. No podía el Estado soltar los hilos de la religión porque se consideraba, aún, responsable directo y garante del bienestar de sus súbditos, incluso en ese plano.

Allí donde la concepción de la soberanía borbónica, en lo que tenía de "absolutista", mostraba su irreductible inercia, debemos apelar a la maleabilidad de la idea de religión para comprender los cambios conceptuales que posibilitaron las profundas reformas —llamadas liberales-de la segunda mitad del siglo XIX en Argentina. EI catolicismo perdió su relevancia pública en tanto verdad revelada y, por lo tanto, única admisible, pero mantuvo su papel como elemento moral fundamental para la vida social. Muy atentos al desarrollo constitucional y político estadunidense, los legisladores locales buscaron otorgar a la católica el estatus de religión civil que sus pares del norte habían sabido dar al conjunto de denominaciones cristianas protestantes que profesaba la gran mayoría de su población.68 Pero fundamentar esta hipótesis, que dejo aquí abierta, es ya tarea de otro estudio.

 

CONCLUSIÓN

En definitiva, antes y después de la crisis de la monarquía española el patronato se ejerció, de hecho, como un atributo de la soberanía. El drama de este periodo consistió en que la forma de concebir y ejercer esa soberanía varió radicalmente. La monárquica, entendida como un cúmulo de derechos y regalías diferenciadas, pactadas y acumulables, contenía al patronato como una de sus herramientas de gobierno, adquirido en virtud de la misión providencial de la corona en Indias. La soberanía republicana, monista, toleraba peor el carácter proteico de las normas y las estructuras jerárquicas de aplicación del poder que habían caracterizado al patronato indiano. Su origen esencialmente secular, además, le restaba un argumento fundamental para justificar el ejercicio del patronato. A esta dificultad se sumaron los arduos conflictos y polémicas que acompañaron a la formación del Estado federal argentino. Por último, la aparición de la autoridad romana, decidida a concentrar la toma de decisiones en materia de gobierno eclesiástico, introdujo una variable más a la complejidad de este panorama.

Aunque se negaran a aceptarlo, los defensores del patronato nacional debían reconocer, como lo hacía Vicente López, que "los reyes de España ejercian la soberanía con derechos habidos y reconocidos, y nuestra nueva soberanía tiene aun que ir recabando el reconocimiento de los suyos.69

Claro que, para que esto fuera posible, debía primero definirse esa "nueva soberanía". A mediados de siglo, la tarea estaba aún inconclusa.

 

FUENTES CONSULTADAS

Archivos

AGN Archivo General de la Nación (Argentina).

 

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NOTAS

* Agradezco a los participantes de la mesa Instituciones, Ideas y Prácticas Religiosas en Iberoamérica: Cambios y Continuidades entre 1750 y 1850, organizada en el marco de las XI Jornadas Interescuelas/ Departamentos de Historia (Tucumán, Argentina, 2007) por sus observaciones a una primera versión de este trabajo, y especialmente a Nancy Calvo, quien estuvo a cargo de los comentarios. Debo mucho también las observaciones de Noemí Goldman quien me orientó como docente en un seminario doctoral sobre historia conceptual. Las hipótesis de este trabajo fueron discutidas y repensadas en un diálogo constante con Roberto di Stefano a quien agradezco su generosidad. Marcela Ternavasio no sólo me ayudó a reflexionar sobre los dilemas políticos que abrió la crisis monárquica, también me facilitó la tarea de presentar el proceso rioplatense a lectores no interiorizados en el tema.

1 Agrelo, Memorial, 1834, p. 11.

2 En términos similares lo definía, por ejemplo, el concordato firmado el 11 de enero de 1753 entre Fernando VI y Benedicto XIV.

3 Sobre el destino de esta figura en la historia de la Argentina independiente puede consultarse Levaggi, "Recursos", 1977, y Lida, "Recursos", 2004.

4 La bibliografía al respecto es muy abundante. Para un panorama a escala hispanoamericana, véase Hera, Iglesia, 1992. El trabajo de Hermann, Eglise, 1988 es muy completo y desarrolla con más detalle la situación de la península. Sobre el ejercicio del patronato en Río de la Plata, existe el clásico de Legón, Doctrina, 1920. Desde un punto de vista más afín al ángulo aquí adoptado tratan el tema Ayrolo, Funcionarios, 2007, y Stefano y Zanatta, Historia, 2000.

5 Cámara de Senadores de la Nación Argentina, Actas, 1883, sesión del 10 de julio de 1855, p. 99

6 Ibid., sesión del 12 de julio de 1855, p. 103.

7 Quesada, Derecho, 1909, t. 1.

8 La polivocidad y la fuerte carga programática de la palabra soberanía y sus asociadas son dos de las características que Reinhart Koselleck adjudica a aquellos términos que se convierten, en una coyuntura determinada, en conceptos políticos. El estudio de estos conceptos nos permite comprender, según el autor, el modo en que quienes participaban en las disputas por el poder daban sentido a su experiencia y modulaban al mismo tiempo las formas de ejercerlo para construir un futuro. Koselleck, Futuro, 1993, pp. 99-103.

9 Debido a que los gobiernos rioplatenses defendieron en casi todas las oportunidades la idea del patronato como atributo de la soberanía, entre los documentos oficiales se advierte una abrumadora mayoría de expresiones a favor de esta posición. El carácter incipiente del espacio público rioplatense y su fuerte vinculación con los grupos gobernantes quitaron visibilidad a los voceros de la posición contraria.

10 Sobre Pedro Vicente Cañete y su Syntagma escribió Mariluz Urquijo en dos oportunidades, véase Mariluz, "Libro", 1949; y luego, al publicar finalmente la obra, la prologó con un extenso estudio preliminar. Véase Cañete, Syntagma, 1973.

11 Covarrubias, Máximas, 1788. Deseo agradecer a Wilfrido Lianes la referencia del texto completo de Covarrubias, que pude consultar on line en el sitio de la Biblioteca de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla: <http://bib.us.es/guiaspormaterias/ayuda_invest/derecho/pixelegis.htm>.

12 Solórzano, Política, 1776, t. II, libro IV, p. 4. (cursivas mías). El desarrollo previo en pp. 2-3.

13 Ibid., p. 8.

14 Ibid.

15 Ibid., p. 10.

16 Ibid., p. 15. Cursivas mías.

17 La cita de Solórzano en ibid, p. 25. El Diccionario escriche se halla digitalizado y disponible on line: <http://bib.us.es/guiaspormaterias/ayuda_invest/derecho/pixelegis.htm>.

18 Aquí nuevamente es menester prestar atención al sentido que poseían ciertos conceptos en el momento de ser formulados. Puesto que "iglesia", a fines del siglo XVIII, solía remitir más a la comunidad de fieles católicos que a la estructura eclesiástica en tanto institución, la defensa de las iglesias en Indias podía ser inmediatamente identificada con la defensa de su población. Sobre los sentidos de "iglesia" en la sociedad rioplatense colonial, véase Stefano, "Cristiandad", 2000.

19 Rivadeneyra, Manual, 1755, p. 54.

20 Se trata de una extensión considerable si se la compara con los cuatro parágrafos destinados a defender los títulos anteriores.

21 Rivadeneyra, Manual, 1755, pp. 56-65, y, particularmente, pp. 71-72. Advierte C. Hermann que la santa sede nunca reconoció la labor evangelizadora como cuarto título para la adquisición del patronato llamado "perfecto" o "de derecho" (los tres primeros son los de fundación, dotación y edificación). Véase Hermann, Eglise, 1988, p. 44.

22 Covarrubias, Máximas, 1788, pp. 6-8.

23 Ibid.

24 De esta manera, Covarrubias concibe a la autoridad papal con los mismos límites que la tradición escolástica en el marco del casuismo jurídico de antiguo régimen, adjudicaba a las autoridades temporales, cuyas disposiciones podían dejar de obedecerse cuando su aplicación implicaba un acto de injusticia. Al respecto, véanse Tau, Casuismo, 1992, y Hespanha, "Categorías", 1994-1995.

25 "La regla general, pues, que señala la extension y límites verdaderos de la potestad temporal, es el bien y utilidad pública. Qualquiera cosa que ordene la potestad espititual contra esta sagrada ley, es opuesto á la regalía y debe resistirse". Covarrubias, Máximas, 1788, p. 15. La figura de la "jurisdicción económica", que permitía al patrono expulsar al clérigo que escandalizara y perturbara la tranquilidad de los súbditos está presente en los autores citados y en otros, como Gaspar de Villarroel en su Gobierno, [1656-57], cuest. 1, art. 8. Véase también Hermann, Eglise, 1988, p. 27.

26 Covarrubias, Máximas, 1788, p. 17.

27 lbid., p. 5.

28 "el derecho canónico se lo concede generalmente al patrono, para retribuirle los beneficios recibidos en la dotación, etc. con los beneficios dados en la presentación, etc." Rivadeneyra, Manual, 1755, p. 72.

29 Las reflexiones más agudas sobre esta vinculación entre catolicismo y monarquía hispana que se han publicado recientemente pertenecen a Roberto di Stefano y a José María Portillo Valdés. Es de destacar que ambos autores llegan a conclusiones muy similares siguiendo caminos bastante diferentes. Véanse de Stefano, "Cristiandad", 2000; "Dios", 2000, y Púlpito, 2004; de Clavero, Portillo y Lorente, Pueblos, 2004, y de Portillo, Crisis, 2006.

30 A las páginas citadas, se puede sumar una exposición de este argumento en Rivadeneyta, Manual, 1755, pp. 83-84.

31 Todavía en 1807 las cédulas reales nombrando dignidades para las iglesias en Indias, repetían la siguiente fórmula: "Bien saveis que asi por derecho, como por bulas apostólicas me pertenecce la presentación de todas las dignidades, canongias, y beneficios eclesiásticos de ell, y delias demás delias Indias, islas, y tierra firme del mar occeano." El rey nombrando a Francisco Javier de Mendiolaza chantre de la catedral de Córdoba, fechada en Aranjuez, el 16 de abril de 1807. Archivo General de la Nación (en adelante AGN) sala IX-31.9.2, exp. 1512, fs. 4-4v. Más tarde, todavía en la década de 1870, el Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, de Joaquín Escriche, citando a Solórzano, decía del patronato indiano: "El patronato eclesiástico corresponde á la corona de España en aquellos paises por haberlos descubierto y adquirido á su costa erigiendo y dotando sus iglesias y monasterios, razón por la cual los sumos pontífices han expedido bulas de motu propio para la conservación de esta regalía" <http://fama2.us.es/fde/ocr/2006/diccionarioEscricheT4.pdf>, entrada: Patronato indiano. Es claro que, avanzado el siglo XIX, poco preocupaba ya a la corona disputar con la santa sede el gobierno de iglesias que hacía rato había petdido en manos de las naciones independientes en sus ex colonias.

32 "Nota dirigida al virrey por Domingo Estanislao Belgrano y José Manuel de Roo", fechada en Buenos Aires el 27 de agosto de 1808, en AGN, IX-31.9.2, exp. 1512, fs. 23v-24.

33 La descripción pormenorizada de la situación puede verse en Tonda, "Ejercicio", 1975. Miranda Lida analiza este episodio como antecedente del primer dictamen en materia de patronato emitido durante el periodo revolucionario. Véase Lida, Dos, 2006, pp. 128-130.

34 Pedro Vicente Cañete, en su Syntagma, había afirmado que los virreyes son "la inmediata representación de la soberanía" real y, por lo tanto, debían ser inmunes a la censura eclesiástica de los obispos, al igual que el rey. Véase Cañete, Syntagma, 1973, p. 182.

35 Peña, Historia, 1916, t. 1, p. 141.

36 Citado en Tonda, "Deán", 1965, p. 55.

37 Tomamos a continuación las muy sugerentes ideas de José María Portillo Valdés sobre las diferencias entre gobiernos que asumen la soberanía en depósito y aquellos que se consideran en posesión de un poder soberano constituyente. Véase al respecto, Portillo, Crisis, 2006, pp. 53-60, y su participación en Clavero, Portillo y Lorente, Pueblos, 2004, pp. 53-99. También una discusión al respecto en <http://foroiberoideas.cervantesvirtual.com/foto>.

38 En razón de esta indeterminación, los dictámenes ofrecieron a los historiadores la posibilidad de interpretaciones opuestas. A la clásica lectura que los ubica como claros exponentes de la doctrina del patronato como elemento de la soberanía, a secas, puede oponerse el análisis de Américo Tonda que advierte que la consulta de la junta y las respuestas de los teólogos no salieron del marco de la soberanía de la corona española, y que sólo a partir de la "Asamblea del año XIII" los términos de los argumentos comenzaron a cambiar. Con ciertos matices, adopto aquí esa interpretación. Véase Tonda, "Deán", 1965. Los dictámenes de Funes y Aguirre fueron publicados en Peña, Historia, 1916, pp. 278-285.

39 No olvidaba Funes mencionar como origen legitimante del patronato a las bulas apostólicas de concesión.

40 La idea de que sólo el reino a través de sus representantes, y no el monarca, podía resignar los derechos patronales de la corona era antigua en la tradición jurídica hispana. Véase Hermann, Eglise, 1988, p. 44.

41 Debo a Noemí Goldman la idea del abandono de este depósito en la Asamblea del año XIII tras un comentario en las IV Jornadas Nacionales Espacio, Memoria e Identidad. Rosario 4-6 de octubre de 2006. Sobre las transformaciones que sufrió el poder político y sus instituciones durante el siglo XIX en el mundo hispano, remito nuevamente a los textos de Potrillo Valdés ya citados y Hespanha, "Categorías", 1996. También Antonio Annino trata sobre el difícil tránsito, experimentado tras la crisis monárquica, de una soberanía entendida en términos de gradaciones de poderes y jurisdicciones a una soberanía monista. Annino, "Soberanías", 1994, pp. 229-252. En el plano del pensamiento político, la idea misma de soberanía se asoció a la cristalización de un poder unitario y excluyente sobre un territorio específico, que se ejerce a partir de la sanción de leyes que deben regir para todos sus habitantes. José Carlos Chiaramonte adjudica a la influencia de Bodin la difusión de estas ideas en el mundo iberoamericano. Observa el autor que esta doctrina no abandonaba del todo su matriz escolástica y su concepción organicista de la sociedad, que será más acentuada en el mundo ibérico, incluso en relecturas tardías como la de Francisco Martínez Marina. Véase Chiaramonte, Nación, 2004. pp. 153-160.

42 Sobre las autonomías provinciales en el Río de la Plata, véase Chiaramonte, Ciudades, 1997. Sobre las consecuencias en el plano eclesiástico del surgimiento de poderes soberanos provinciales cuyos territorios no llegaban a abarcar una diócesis han tratado recientemente vatios estudios: Ayrolo, "Patronage", 2005, Stefano, "Justicia", 2003, y Lida, "Fragmentación", 2004.

43 La bibliografía sobre la Misión Muzi (así denominada por haber sido encabezada por Giovanni Muzi como vicario apostólico) es muy extensa. Para una interpretación actualizada, recomendamos la lectura de Ayrolo, "Nueva", 1996. La documentación generada por esta delegación se halla publicada en las obras de Letutia y Batllori, Primera, 1963; y en Gómez, Viajeros, 1970.

44 En estos términos interpreta Robetto di Stefano las discusiones que se abrieron tras la revolución acerca del lugar que debían ocupar las instituciones eclesiásticas y la religión en el nuevo esquema político. Véase Stefano, Púlpito, 2004.

45 Agrelo, Memorial, 1886.

46 Ibid., p. 8.

47 Ibid.

48 Por ello es que el juramento de fidelidad que el obispo prestaba al papa se volvió particularmente intolerable para las autoridades republicanas. Tal juramento establecía compromisos "que son positivamente opuestos á las leyes y derechos primitivos de la sociedad y á la jurisdicción é independencia de las iglesias mismas que sirven y de los gobiernos que ejercen en ellas su patronato y protección." Agrelo, Memorial, 1886, p. 48. Marta Lorente encuentra en la práctica del juramento (de la Constitución) una supervivencia de la lógica estamental del poder de antiguo régimen, que distorsiona la pretendida modernidad política del periodo constitucional, expresada en la soberanía absoluta detentada por el Congreso Constituyente. Véase Clavero, Portillo y Lorente, Pueblos, 2004, pp. 101-142.

49 "y seria por último tan eversivo de todo orden en lo eclesiástico, como lo seria en lo civil y politico, permitir que un ministro ó plenipotenciario de un poder independiente, se entrometiese en el gobierno del país donde fuese diputado". Agrelo en referencia al nombramiento de Medrano como vicario apostólico sin contar con el visto bueno del gobierno. Memorial, 1886, p. 60. Más explícito aún se vuelve este razonamiento en p. 116, donde el fiscal acusa a Medrano de querer constituir "un poder soberano independiente [...] dentro de la república, cuando ha llegado á decir sin embozo por uno de sus oficios en estos expedientes, que no puede faltar d los fueros de la potestad eclesiástica, á quien en su orden y dignidad eminentemente pertenece, sin acordarse que antes que todo pertenecía eminentemente a la nación como un ciudadano súbdito suyo, que esta tiene también sus fueros, derechos y regalías, á que tampoco puede faltar, y que tiene también quien las sostenga contra los que quieran desconocerlas."

50 Agrelo, Memorial, 1886, p. 62.

51 Estos documentos y otros que se basan en los mismos principios están publicados en ibid., pp. 172-182.

52 Ibid, p. 405

53 Ibid., p. 385.

54 Ibid., p. 248. La tolerancia religiosa había sido sancionada por el Congreso Constituyente de la década de 1820 con el propósito de facilitar la firma de un tratado de comercio con Gran Bretaña. Al disolverse el Congreso, desobedecido por las provincias, la tolerancia religiosa siguió vigente en la provincia de Buenos Aires. Sobre las circunstancias en que fue sancionada la tolerancia y el clima de opinión que la rodeó. Véase de Calvo, "Sagrado", 2004 y "Unos", 2006.

55 Véase la respuesta de Miguel de Villegas en Agrelo, Memorial, 1886, p. 227.

56 Ibid, pp. 230-231.

57 Ibid, p. 239- El mismo argumento es presentado por Valentín Gómez en la p. 292. Opinión similar había sostenido el diputado por la provincia de Córdoba, Portillo, en el Congreso Nacional en abril de 1826. Véase Chiaramonte, Ciudades, 1997, p. 485.

58 El encargado de las relaciones exteriores fue una magistratura de carácter supraprovincial en la que las provincias delegaron el manejo de los negocios de paz, guerra y relaciones exteriores. Desde la década de 1830 y hasta su caída en 1852, esta magistratura fue formalmente ejercida por el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas. Sobre el origen y desarrollo de esta figura, y el papel que le correspondió como precedente del estado federal argentino trata, Tau, Formación, 1996.

59 Un dictamen del fiscal Lahitte, en 1848, reconocía que, a pesar del decreto de 1837, las provincias, en tanto soberanas, eran patronas de sus iglesias, de manera que debían estar enteradas de las medidas tomadas en el ámbito eclesiástico dentro de su territorio. Véase Registro, s. a., vol. 28, pp. 135-136. Debo a Miranda Lida la mención de este dictamen. A pesar del pretendido respeto a las soberanías provinciales, durante el episodio que motivó la intervención del fiscal (referente a unas secularizaciones en la diócesis de Cuyo), el encargado de relaciones exteriores actuó con prescindencia total de las autoridades provinciales. Al respecto véase AGN, sala X, legs. 5-8-4 y 17-7-7.

60 Registro, 1837, pp. 125-128.

61 Remito de nuevo a los planteos de Hespanha, "Categorías", 1996. Véase también Garriga, "Orden", 2004; y Cardim, "Religao", 2001. La misma idea es citada por Chiaramonte, Nación, 2004, p. 215, nota 58. En el espacio eclesiástico, Miranda Lida habla del mismo fenómeno que caracteriza como "concepción escalonada de la soberanía", perviviendo en la cosmovisión del deán Funes. Véase Lida, Dos, 2006.

62 Aunque en los documentos oficiales se hablara de Confederación Argentina para referirse a la entidad política que se organizó tras la caída de Rosas, su carta fundamental, sancionada en 1853, dispone para el gobierno de la nación "la forma representativa republicana federal". Puede consultarse el texto original de y la constitución sancionada en 1853 —junto con los anteriores proyectos y constituciones argentinas fracasadas— en <http://www.cervantesvirtual.com/portal/ Constituciones/constituciones.shtml>.

63 De esa maneta había distribuido la Constitución nacional el ejercicio del patronato para el nombramiento de obispos: el senado formaba ternas y el presidente elegía de allí al candidato que presentaría al papa para su consagración.

64 Intervención del senador Gerónimo Espejo en la sesión del 25 de junio de 1855. Cámara de Senadores de la Nación Argentina, Actas, 1883, pp. 68-69, 93. Nótese la confusión, muy usual durante toda la etapa posrevolucionaria, entre el derecho a otorgar el exequatur, el ejercicio del patronato y la soberanía.

65 Informe de la Comisión de Negocios Constitucionales, en ibid., 10 de julio de 1855, pp. 90-100.

66 El artículo 2o de la Constitución obligaba al Estado nacional a sostener materialmente el culto católico, apostólico y romano.

67 Cámara de Senadores de la Nación Argentina, Actas, 1883, pp. 107-108.

68 La idea de "religión civil" en Estados Unidos fue desarrollada por Robert Bellah. Una síntesis de su pensamiento puede encontrarse en Cipriani, Manual, 2004, y en Dobbelaere, Secularización, 1994.

69 Agrelo, Memorial, 1886, p. 276.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

Ignacio Martínez. Profesor y licenciado en Historia, graduado por la Universidad Nacional de Rosario. Docente en la cátedra Historia de Argentina, I, de la carrera de Historia de la Facultad de Humanidades y Artes en esa universidad. Doctorando en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Miembro de proyectos de investigación en el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani de la Universidad de Buenos Aires, dedicados a estudiar problemas de historia política e historia eclesiástica del siglo XIX. Becario doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.

ABOUT THE AUTHOR:

Ignacio Martínez. History professor and graduate of the Universidad Nacional de Rosario. Teaches History of Argentina, I, in the bachelor's degree program in history at the Facultad de Humanidades y Artes at that University. Doctoral candidate in history at the Facultad de Artes-Universidad de Buenos Aires. Member of research projects at the Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani of the Universidad de Buenos Aires, specializing in 19th century problems of political and ecclesiastic history. Doctoral grantholder of the Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.

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