“Nuestras semillas traen la esperanza
de comprarnos huaraches nuevos,
una pastilla para el abuelo
y para ayudar al tío que se va al Norte”
Hubert Matiúwàa, “Las semillas”, 2018
En los últimos años, los estudios sobre crimen organizado se han centrado en explicar las alianzas estratégicas entre criminales y agentes del Estado (Chin y Godson, 2006; Flores, 2013; Zavala, 2014); para vincular la esfera de lo legítimo con la de lo ilegítimo (Bataillon, 2015; Paley, 2018); o los vínculos entre actores legales e ilegales (Maldonado, 2012; Passas, 2003). Sin embargo, con algunas notables excepciones (Mendoza, 2017), no se ha profundizado en el arraigo local del narcotráfico. Como señalara Luis Astorga, ahí, como en cualquier otro ámbito, “hay cooperación voluntaria y no sólo coacción” (1996, p. 31). De otra manera, no es posible explicar por qué, por ejemplo, “los campesinos pobres de las serranías no sólo no denuncian a los narcotraficantes que financian la siembra de plantas prohibidas en sus regiones, sino que ellos mismos aceptan formar parte del negocio” (Astorga, 1996, p. 30).
En este texto hacemos un breve repaso de las razones que permitieron que el cultivo de la amapola tuviera lugar en el oriente de la Sierra Madre del Sur: ¿cuál es la función de los cultivos ilícitos dentro de las economías campesinas indígenas? Respondemos esta pregunta a partir de rastrear los efectos de la reconfiguración del mercado de opiáceos entre los grupos indígenas mè´phàà o tlapanecos1 de la región de La Montaña de Guerrero. Profundizamos en las narrativas en torno la prosperidad asociada a la comercialización de los derivados de la amapola o adormidera (Papaver somniferum) -tales como la goma de opio que sirve como la materia prima de la heroína- en un contexto en donde dicho cultivo ilícito ha dejado de ser rentable: ¿cómo se experimenta la caída de los precios de la goma de opio entre comunidades que se dedicaban a producirla?
Este trabajo ofrece algunas respuestas provisionales a esta pregunta a partir de una metodología etnográfica aplicada en una serie de recorridos y estancias de investigación en localidades de los municipios de Tlapa de Comonfort, Acatepec y Malinaltepec, Guerrero durante el mes de noviembre 2019. Esta información fue nutrida con entrevistas a periodistas, cronistas, funcionarios públicos y líderes campesinos con una trayectoria biográfica y profesional en La Montaña, mismas que se realizaron durante 2019 y 2020 en la ciudad de Chilpancingo y Ciudad de México, así como en localidades de los municipios de Tlapa de Comonfort, Chilapa y Atoyac de Álvarez, Guerrero. En todos los casos se trató de entrevistas abiertas que siguieron un formato de conversación libre y que se adaptaban a la situación específica en la que el encuentro tenía lugar. El único elemento de las interacciones que estaba predefinido era el tema a discutir: la comercialización de la goma de opio y su impacto en la vida social.
En este artículo se explora la relación histórica de subordinación política y económica de la población indígena respecto al Estado, así como la adopción de políticas de ajuste estructural y su efecto en las zonas rurales de Guerrero. Posteriormente, realizaremos una aproximación etnográfica a las categorías de prosperidad y escasez en localidades tlapanecas productoras de amapola. Antes de profundizar en los aspectos mencionados, realizaremos una presentación del marco teórico y la metodología, las cuales se presentan a continuación.
El tiempo de todos
En este texto nos interesa explorar la relación entre los ciclos económicos de los cultivos ilícitos y la configuración de las relaciones temporales en las regiones productoras de amapola a partir de las nociones de bonanza y escasez. En ese sentido, recurrimos al concepto de memoria social para mostrar que las formas de interpretar el pasado y presente de un colectivo están asociadas a los vaivenes del mercado internacional de drogas ilegales. Los efectos de la falta de demanda de un producto ilegal entre los grupos sociales que se dedicaban a producirlo sólo pueden entenderse a partir de una mirada diacrónica. Podemos aproximarnos a la crisis de la goma de opio desde la nostalgia; a través de la memoria colectiva que recrea la época en que éste era un producto altamente demandado.
Proponemos pensar la bonanza y escasez como categorías que marcan las maneras en que se experimenta el tiempo y se dota de sentido al devenir económico de una región. De esa manera, más que referir a la historia contemporánea de La Montaña, el interés es observar cómo es que el proceso de construcción de la memoria social está constituido por un antes y un después en las condiciones de comercialización de la goma de opio. Dicho de otra manera, el objetivo es observar cómo es que las comunidades de opiáceos hacen de las crestas y las depresiones del mercado de drogas una forma de periodización del tiempo. En esa lógica, postulamos que las maneras en que se experimenta el tiempo están marcadas por los ritmos y ciclos de las tendencias internacionales en materia de consumo y venta de sustancias psicoactivas.
Este planteamiento hace eco de una literatura sociológica que ha examinado cómo se ubica la vida social tanto en un tiempo como en un espacio social. Esta bibliografía explora cómo las personas experimentan el tiempo y cómo ajustan sus experiencias y acciones a los ritmos impuestos por relaciones estructurales e instituciones (Coser, 1967; Massey, 1994; Merton, 1984). A pesar de que estos trabajos son eficaces al plantear que el tiempo es una relación social imbuida de significado y dinamismo, no necesariamente enfatizan el rol del cuerpo en la producción de tiempo. Pretendo hacer frente a esta omisión a través de la introducción del concepto de memoria social.
La noción de memoria social fue acuñada por Maurice Halbwachs (1994). La idea central de autor es que la memoria sólo puede comprenderse en un contexto social. Esto le permite establecer un vínculo entre grupos sociales, sus pasados y actos colectivos de conmemoración. La gran aportación de Halbwachs consiste en señalar que la capacidad de recordar está ligada a la adhesión a un grupo. Aquél que recuerda es quien pertenece. Adquirir recuerdos y traerlos al presente es un fenómeno social, en tanto cada una de estas memorias es parte de un ensamblaje de marcas temporales -fechas o eventos emblemáticos, por mencionar un par de ejemplos- que se significan colectivamente. Muchos de nuestros recuerdos son invocados en el marco de interacciones sociales; de la misma manera, nuestra capacidad para atribuir sentido a experiencias pasadas es parte de un proceso cognitivo que se desarrolla en el seno de un grupo.
En 1989, el concepto de memoria social fue recuperado por Paul Connerton. A diferencia de Halbwachs, Connerton se interesa en observar cómo es que el acto de recordar colectivamente es transmitido de una generación a otra ¿cómo es que la memoria social se hace posible? En ese sentido, su investigación se centra en los actos conmemorativos y prácticas corporales o, dicho en otros términos, en la cualidad performativa de la memoria. Así, su trabajo profundiza en la memoria social corporal a través de: 1) ceremonias conmemorativas altamente ritualizadas; 2) y hábitos naturalizados. Los ejemplos a los que recurre para ejemplificar el primer caso son rituales religiosos o actos conmemorativos de carácter público; mientras que en el segundo se trata de conocimientos incorporados, tales como leer o andar en bicicleta.
Recuperamos el concepto de memoria social para señalar que las relaciones temporales tienen una dimensión material, visible u objetivada, y corporeizada. Asumimos que rastrear los recuerdos asociados a la bonanza derivada de la comercialización del derivado de amapola arrojará pistas sobre el lugar que ocupa el narcotráfico en las economías indígenas y campesinas de La Montaña. Más que adherirnos a una noción estrecha de memoria social nos interesa explorar la relación entre las personas, grupos sociales y sus pasados. En concreto, nos interesa dotar a las categorías de prosperidad y escasez de contenido etnográfico al situarlas dentro de la trayectoria social de una región.
Al hablar con los habitantes de pueblos productores de amapola de La Montaña es notorio que la configuración de tiempo se subordina a los vaivenes del mercado de amapola. La escasez y la abundancia, que se ligan a los picos y caídas de los precios de la goma de opio, se experimentan como fases o puntos de inflexión en la trayectoria de la comunidad. Consecuentemente, la amapola sintetiza la experiencia comunitaria en torno a la prosperidad. El dinero proveniente de la comercialización de la goma de opio permite consumir y regalar alcohol, así como participar de actividades rituales comunitarias. En ese sentido, la prosperidad, o lo que hemos llamado bonanza, está asociada a la capacidad de expandir las relaciones espacio-temporales a través del intercambio de regalos y de la realización de ritos que vinculan el pasado y presente de la comunidad.
Las localidades estudiadas, a las que nombraremos Santa Cruz y Pueblo Nuevo, están ubicadas en el municipio de Acatepec2. Aunque hemos mantenido los nombres de los municipios, hemos decidido modificar los nombres de los pueblos y los habitantes de las localidades, así como algunos detalles que pudieran identificarlos, con el propósito de no contribuir a la estigmatización de las comunidades que producen cultivos ilícitos. La selección de las localidades de estudio estuvo guiada por la trayectoria, por demás conocida, de dichas poblaciones en el cultivo de amapola. Vale la pena decir que ambas comunidades son mayoritariamente tlapanecas y tienen una población que no sobrepasa los mil habitantes.
El opio en Guerrero
De acuerdo con lo señalado por Ospina, Hernández y Jelsma, el cultivo de amapola comenzó a introducirse en Sinaloa, Durango y Chihuahua durante el siglo XIX. A mediados de la década de los setenta, los productores sinaloenses buscaron diversificar sus zonas de cultivo, lo que los llevó a introducir el cultivo de amapola a La Sierra de Guerrero (2018, pp. 8-9). Sin embargo, la adormidera llegaría a La Montaña hasta el decenio de los ochenta, presumiblemente, a través del Ejército Mexicano. Se dice que la introducción de la amapola en la región justificaría “la permanencia de las fuerzas armadas en la vida cotidiana de los pobladores […], creando condiciones encaminadas a detonar procesos de fragmentación social” (Mora en Gaussens, 2018). Por ejemplo, a fines de la década de los noventa, la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA) tenía alrededor de 3000 soldados desplegados, de modo permanente, en distintas zonas del estado. Sin embargo, las comunidades indígenas de Guerrero han denunciado que el verdadero objetivo de la ocupación militar era, no la erradicación de cultivos ilícitos sino, la implementación de "una política de exterminio étnico" (Gutiérrez en Hernández-Corchado, 2014, p. 4).
Aunque no ponemos en duda que el cultivo de amapola haya sido incentivado por las fuerzas armadas para justificar acciones de contrainsurgencia, este argumento no alcanza a explicar del todo por qué, más allá de su introducción, la adormidera fue acogida en el medio campesino indígena con tanta fuerza. Así, para comprender el arraigo de la adormidera es necesario referir a las particularidades económicas y socioambientales que caracterizan a La Montaña.
La Montaña constituye la parte más accidentada de Guerrero. En esta región es posible encontrar montañas que superan los tres mil metros sobre el nivel del mar (msnm). La región está dividida en diecinueve municipios administrativos, cubriendo un total de 306,614 hectáreas. La tenencia de la tierra se divide en tres tipos de regímenes: ejidos, tenencia comunal y tenencia privada. Tiene una composición cultural diversa: los tlapanecos y los ñn’anncue ñomndaa (amuzgos) se concentran en las regiones de La Montaña y la Costa Chica; el pueblo ñ’u saavi (mixteco) se ubica entre las regiones de la Montaña y la Costa Chica (ver Mapa 1).
Los suelos de La Montaña se caracterizan por “procesos de erosión, pérdida de nutrientes, pérdida de la estructura del suelo y salinización” de la tierra. Del mismo modo, es preciso considerar “la pérdida de la biodiversidad, la deforestación, el agotamiento de cuerpos de agua y los cambios en el uso de suelo” (Landa et al., 1997, p. 25). Otro de los factores relevantes para entender las particularidades de la región es que se trata de una zona altamente vulnerable al cambio climático -completamente expuesta a huracanes y tormentas tropicales (Hernández-Muciño, 2016)- y a la variabilidad de las precipitaciones, lo cual impacta negativamente a la productividad agrícola.
En La Montaña, la migración tiene una profunda trayectoria histórica (Dehouve, 2015), aunque el fenómeno migratorio trasnacional se agudizó a inicios de la década de 1990 (Boruchoff, 1998). En esos años se gestó la ruta migratoria que llevaría a muchos varones originarios de La Montaña a trabajar como lavaplatos, cocineros y ayudantes de meseros en restaurantes de Nueva York (Hernández-Corchado, 2014, p. 45). Igualmente, es posible rastrear un movimiento constante de la zona norte de Guerrero hacia la ciudad de Chicago3. En 2004 había cerca de 350 mil descendientes de guerrerenses o personas nacidas en Guerrero trabajando en dicha ciudad (Mönge, 2009, p. 8). La mayor parte de estos migrantes se empleaban como trabajadores en la industria de la construcción y en la provisión de servicios.
Además de la migración al norte, también ha existido una migración de nativos hacia la región de La Sierra. Aunque ambos territorios se encuentran en el estado de Guerrero, tienen particularidades físico-geográficas y culturales que las distinguen. Mientras La Montaña es una región indígena; La Sierra es predominantemente mestiza. El territorio serrano es por comparación mucho más fértil y propicio para el cultivo de una variedad de productos agrícolas, tales como café, maíz, frijol, jitomate, sandía, pepino y ajonjolí (González y Santana, 2016). Por lo menos desde la década de 1980, ha habido una migración temporal de jóvenes de La Montaña que se emplean como peones en zonas donde antes se cultivaba café y, más recientemente, amapola (ver Mapa 2). Estos criterios nos permiten afirmar que tanto la producción de amapola como la migración estacional son estrategias que se elaboran en un contexto ambiental deteriorado e impredecible.
Fuente: Elaboración propia. Se trata de la región de La Sierra, entre las regiones de Costa Grande y Tierra Caliente; y del lado oriental, en La Montaña, en los límites entre Puebla y Oaxaca.
La expulsión de migrantes originarios de La Montaña hacia Estados Unidos, el norte del país y otras zonas de Guerrero coincide con las reformas neoliberales del Estado y la consecuente reestructuración del campo mexicano. Es preciso señalar que las zonas rurales de México se transformaron de modo fundamental a fines de siglo debido a tres factores: 1) la crisis de la economía nacional llevó al Estado a limitar el gasto público destinado a impulsar la actividad agropecuaria e iniciar un proceso de apertura comercial a partir de la participación de México en el Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio (conocido como GATT por sus siglas en inglés) en 1986. 2). Los productos agrícolas comenzaron a valorarse a partir de una política comercial que imponía estándares de calidad internacionales que no todos los productores podían cumplir. 3) El establecimiento de un esquema mundial de ventajas comparativas favorecía la generación de bienes con un costo bajo de producción y la importación del resto (De Grammont, 2001).
Además de los aspectos mencionados anteriormente, la reestructuración del campo mexicano de fines de siglo está ligada a la reforma al artículo 27 constitucional. Desde 1992 la Constitución Mexicana otorga derechos de propiedad a los titulares de las tierras ejidales y comunales, además de poner fin al reparto agrario4. Del mismo modo, la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994 complementó el proceso iniciado por la reforma agraria, al favorecer la agricultura comercial sobre la de subsistencia (Hernandez-Corchado, 2014, p. 16). Estas reformas estructurales incentivaron una transición productiva que daba preferencia a la agroindustria sobre otras formas de aprovechamiento de la tierra. Algunos estados como Michoacán y Sinaloa se transformaron en verdaderas potencias agroindustriales a través de la exportación de productos como el aguacate y tomate; mientras que geografías como Guerrero o Oaxaca, con altos índices de población indígena, se convirtieron en los proveedores de mano de obra de dichos enclaves agrícolas (Granados, 2005; Posadas, 2018; Muñohierro, 2004). En ese sentido, bien puede decirse que la implementación de políticas neoliberales refuncionalizó el proceso histórico de desposesión de la población indígena de México.
El cultivo de amapola en La Montaña fue una respuesta entre tantas -como la migración temporal o permanente a polos agroindustriales de México y Estados Unidos (Zabin, 1997, p. 342; Palerm, 1994, pp. 20-21; Rivera Salgado, 1999, p. 1445)- a una crisis en la economía campesina e indígena de subsistencia asociada a la degradación y contaminación del terreno cultivable; a las reformas estructurales del Estado; y al recorte del gasto público dedicado al fomento agropecuario. El opio permitía complementar una economía familiar basada en una insuficiente producción de alimentos con capital proveniente de la comercialización de un cultivo cuyos precios superaban, por mucho, los de la mayor parte de los productos agrícolas comerciales que pudieran cosecharse en la región5.
Desde mediados de 2016 a la fecha, el aumento dramático de la demanda de fentanilo -un potente opioide sintético de origen asiático- en Estados Unidos está generando un colapso en la demanda de opioides naturales, tales como la goma de opio que se extrae de la amapola (Le Cour Grandmaison et al., 2019). La contracción del mercado ilegal del opio de origen mexicano habría puesto en entredicho las estrategias de subsistencia de los habitantes de la Sierra Madre del Sur. Es urgente indagar en los efectos de las contingencias económicas en un escenario de profunda adversidad. Esto último es particularmente relevante considerando que La Montaña de Guerrero está situación de pobreza extrema (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social [CONEVAL], 2019).
En las siguientes páginas presentaremos algunos apuntes derivados de nuestras incursiones etnográficas. En particular, nos centraremos en aspectos que han sido severamente impactados por la crisis del opio mexicano: el consumo e intercambio de cerveza y la capacidad de cumplimiento de las obligaciones rituales.
“Antes eran Modelo, cartones de cerveza, caguama, charolas”
En este apartado nos centramos en el consumo social de cerveza como un elemento que remite a bonanza. El planteamiento se inscribe en la tradición antropológica que resalta los efectos integradores del alcohol (Uzendoski, 2004; Van Wolputte y Fumanti, 2010; De Garine, 2011; Douglas, 2013). En ese sentido, se postula que la cerveza de origen industrial es un vehículo para la convivencia masculina en contextos festivos, la cual permite generar una forma de reciprocidad suscitada en el intercambio e ingesta de esta bebida en contextos rituales y festivos (Uzendoski, 2004). Desde esta perspectiva, la falta del dinero derivado de la comercialización de la goma de opio mina la cualidad celebratoria de las fiestas, los significados culturales asociados a ellas y, sobre todo, la capacidad de generar vínculos sociales a través de regalar alcohol.
Como subraya acertadamente Paul Connerton, "el intercambio de regalos precipita una forma de recuerdo cultural [...] porque […] se basa en una obligación triple: la obligación de dar, la obligación de recibir y la obligación de corresponder” (la traducción es mía, 2009, p. 53). Por lo tanto, el regalo refiere a la capacidad de un acto para extenderse o expandir el espacio-tiempo intersubjetivo, es decir, a la ampliación de las coordenadas espacio-temporales que se crean a través de actos y prácticas sociales (Munn, 1986, p. 8). Por ejemplo, la entrega de alimentos a un extraño no solo refiere a hospitalidad, sino que también puede significar alianzas u obligaciones o la futura adquisición de bienes ceremoniales. En resumen, el regalo es transformador en tanto tiene el poder de crear relaciones sociales más allá del aquí y ahora. En este apartado nos interesa rastrear el consumo e intercambio de alcohol como una práctica social derivada del trabajo en la producción de amapola.
Es sorprendente que, tanto en Santa Cruz como Pueblo Nuevo la crisis económica se medía en charolas de cerveza. Una y otra vez, nuestras interlocutoras e interlocutores nos explicaban que en los contextos festivos o rituales era común que cuando el kilo de goma de opio se vendía bien las personas de las localidades mencionadas “te invitaran […] una charola6. De una charola estamos hablando como de cuatro six [dos docenas de cervezas]”, nos diría una joven maestra de educación básica. Un amigo originario de Tlapa agregaría: “incluso yo me acuerdo que hasta tiraban la cerveza, le daban dos tragos y la dejaban de tanta que había” (comunicación personal, Santa Cruz, 15 de noviembre). En estas conversaciones se hizo claro que las charolas de cerveza no eran una mercancía que se adquiriera con una finalidad únicamente práctica. El hecho de que la unidad de medida -la charola, en este caso- del consumo de alcohol superara lo que es posible consumir de modo individual, no hace sino enfatizar que el acto de regalar una charola de cerveza es un acto que va más allá de los propósitos utilitarios, es decir, tiene un valor significativo en la creación de relaciones sociales.
La capacidad transformadora del regalo no sólo actúa de manera prospectiva, sino también retroactiva. Regalar una charola de cerveza no sólo refiere a vínculos futuros, como deudas que se saldan con favores, sino a formas de recordar y traer acontecimientos al presente. Así, nos diría Estrella -la maestra rural que mencionamos antes- en 2015 y 2016, todavía era frecuente que los jóvenes que se iban a trabajar a la sierra como peones en los campos de amapola regresaran y les dieran una o más charolas de cerveza a sus antiguos profesores como una forma de agradecerles por la educación recibida. Lo mismo sucedía con los migrantes estacionales a la sierra que, al llegar a sus lugares de origen con regalos para sus madres, generaban un ánimo celebratorio tal en sus localidades, que incluso los roles de género se suspendían temporalmente. En ese contexto, se aceptaban conductas que normalmente no eran tolerables, tales como el hecho de que las mujeres se emborracharan en espacios públicos, tolerando el relajamiento del cuerpo y la actitud festiva entre un sector de la población que normalmente está excluido de las experiencias etílicas.
Consecuentemente, regresar a la comunidad con regalos obtenidos por el trabajo en los campos de amapola de la sierra es una manera de establecer conexiones espacio-temporales entre el lugar de origen y el destino migratorio. De alguna manera, los regalos ponen de manifiesto el valor de la migración, en tanto la legitiman como una actividad que permite la creación de un vínculo entre aquél que ha migrado y los que permanecen. El regalo, pues, muestra que el trabajo en la sierra no es una actividad desviante. La materialidad del objeto regalado -la charola de cerveza o cualquier otro objeto- expone que se sigue formando parte de la comunidad y que el dinero ganado en los campos de amapola de la sierra regresa, sintetizado en un objeto suntuario, al lugar de origen. En ese sentido, las charolas de cerveza o los regalos a las madres resignifican un acto negativo, como dejar atrás el terruño, para enfatizar el carácter positivo del fenómeno migratorio, transformando este último en algo que, incluso, es susceptible de ser celebrado.
Esta interpretación del fenómeno se hace más plausible cuando se considera que existe una trayectoria indeseable del dinero proveniente del trabajo en La Sierra. La ciudad mestiza de Chilapa de Álvarez -ubicada en la carretera que comunica Chilpancingo y Tlapa- era un paso obligado para los varones originarios de La Montaña que habían estado trabajando en La Sierra. Antes de regresar a sus lugares de origen con las ganancias obtenidas, pasaban por esta población y, en algunos casos, gastaban el dinero obtenido durante meses de trabajo en prostitutas y alcohol. Volvían a sus casas con las manos vacías. A diferencia del escenario planteado en el párrafo anterior, en este caso la trayectoria del dinero se percibía como desviada. Las narraciones que recogimos sobre las conductas que tenían lugar en Chilapa tenían una cierta cualidad moral. Una profesora jubilada de alrededor de sesenta años nativa de Santa Cruz, por ejemplo, favorecía una visión del dinero como creador de lazos sociales y rechazaba su gasto en beneficios o placeres individuales. Mientras conversábamos sobre las prácticas en tiempos de prosperidad de la goma de opio, nos diría negando con la cabeza: “imagínese, había muchachos que se pasaban meses trabajando y llegaban aquí sin nada, peor que como se habían ido” (Catalina, comunicación personal, Santa Cruz, 19 de noviembre de 2019).
En el presente, los varones se lamentan respecto a la falta de dinero para comprar cerveza. Ahora consumen alcohol de caña y, si pueden costearlo, cigarros de baja calidad. “Los señores ya no tienen de dónde estar sacando para tomar”, diría Estrella. Alfonso, nuestro amigo periodista, agregaría: “ésa es una de las mejores cosas de la crisis”, mientras Estrella asentía (comunicación personal, Santa Cruz, 15 de noviembre). Para muchas mujeres el hecho de que no haya dinero para cervezas tiene una connotación positiva. “El pueblo está más tranquilo”, señalaría Catalina (comunicación personal, 19 de noviembre de 2019); sin embargo, como vimos, para los varones es un elemento importante para la socialización y vinculación con su comunidad. En ese sentido, la escasez está asociada a las restricciones alrededor del consumo e intercambio de cerveza y, por lo tanto, a lo que muchos varones perciben como un empobrecimiento de la vida social.
“Sí ha habido fiestas, pero no ha sido como en otras veces”
En este apartado nos interesa vincular la comercialización de la goma de opio con la reproducción social de Santa Cruz y Pueblo Nuevo. El objetivo de este segmento es comprender cómo es que las transformaciones en los precios de la goma de opio afectaron el cumplimiento del sistema de cargos y la realización del ciclo ceremonial mè´phàà. Existe una numerosa literatura que refiere a la importancia de las jerarquías cívico-religiosas y la vida ceremonial en la continuidad social de la comunidad indígena (Cancian, 1990; Aguirre Beltrán, 1986); sin embargo, de modo particular, nos adscribimos a la corriente que se interesa en observar la reproducción del sentido comunitario en un contexto cambiante (Rodríguez, 2003). Postulamos que, en ciertos contextos indígenas, la economía del narcotráfico es una manera de sostener la reproducción de la organización social y política de la comunidad. Por lo tanto, en La Montaña, la caída de los precios de la goma de opio impactó en la capacidad para llevar a cabo la vida ceremonial.
La memoria de una comunidad se sintetiza en su calendario ritual y festivo, mismo que permite establecer una continuidad entre eventos aislados que de ese modo, se transforman en un tiempo cíclico que marca y delimita el transcurrir de la vida de los habitantes de la comunidad. La naturaleza repetitiva de la ritualidad festiva tiene la función asegurar la transmisión de una memoria colectiva -ligada a las tradiciones y mitos de origen- a través de técnicas performativas; mientras que el ejercicio de los cargos de orden civil y agrario permitiría proyectar una normatividad más pragmática, ligada al presente y al futuro.
“Sí ha habido fiestas, pero no han sido como en otras veces”, dijo Estrella (comunicación personal, Santa Cruz, 15 de noviembre de 2019). Habíamos escuchado frases similares infinidad de ocasiones tanto en Santa Cruz como en Pueblo Nuevo. Todos coincidían: las celebraciones ya no eran como antes. Se notaba en la calidad de los grupos musicales que se presentaban, si es que había alguno; en la cantidad de cerveza consumida, algo de lo que ya hablamos antes; así como en el ánimo y la asistencia de la gente a las festividades, en fin, en el “ambiente”. Se referían sobre todo a las fiestas patronales, las cuales son financiadas con cuotas que las mismas comunidades definen7. Aunque en fechas recientes la cuota ha disminuido, cubrirla implica un esfuerzo considerable para muchos de los colectivos familiares. Sin embargo, la cooperación para las fiestas patronales se considera un compromiso obligatorio adquirido en la asamblea comunitaria, que garantiza la pertenencia a la colectividad con las obligaciones y derechos que ello conlleva8.
Es importante que la fiesta esté bonita, que tenga “ambiente”, lo que refiere metafóricamente a la unidad y cooperación entre los habitantes del pueblo. La cualidad celebratoria de la fiesta resulta de la colaboración de las unidades domésticas participantes en las distintas comisiones que la hacen posible. Una de las consecuencias más notorias de la crisis del opio en La Montaña es que, además de que las fiestas son deslucidas, aquellos que participan en su financiamiento adquieren deudas cada vez más importantes para poder realizarlas. Si bien este fenómeno no es nuevo, las prácticas de endeudamiento parecen haberse intensificado en los últimos años, lo cual desincentiva la participación en la vida ceremonial. Igualmente, la falta de asistencia por parte de los pobladores remite a escasez, ya que para participar en las celebraciones se necesita de un mínimo de recursos. No poder asistir a la fiesta, o no poder bailar, tomar o divertirse en ella, habla de una falta de circulación de dinero, de bienes de consumo o, en su defecto, de trabajo (Rodríguez, 2003, p. 90).
Además de las fiestas patronales, donde se homenajea a los santos patronos de cada comunidad, tanto Pueblo Nuevo como Santa Cruz tienen un calendario cívico y religioso sumamente nutrido. Cada vez que las autoridades políticas y agrarias se renuevan, se realizan determinadas ceremonias que celebran el cambio de poderes. Lo mismo sucede con los responsables del resto de festejos religiosos que se realizan a lo largo del año. Como si esto fuera poco, existen comisiones integradas por padres de niños y adolescentes que monitorean y toman decisiones de carácter administrativo sobre las organizaciones educativas de sus localidades. Además, los varones jóvenes deben participar en las policías comunitarias de sus localidades cada determinado tiempo. Más que detenernos en las particularidades de los sistemas de cargos cívicos y religiosos de las localidades estudiadas, lo que nos interesa señalar es que éstas representan una demanda de tiempo, dinero y trabajo que es asumida por los jefes y jefas de familia9. A continuación, profundizaremos en este último tema.
Danielle Dehouve, quien ha realizado un extenso trabajo de registro de la actividad ritual en todas las comisarías de Acatepec, señala que las competencias ceremoniales están difundidas entre la población masculina. Es el propio jefe de familia quien se encarga de la realización de los ritos, ya que cualquier proceso, desde sembrar maíz hasta tener hijos, requiere la realización de una serie de protocolos ceremoniales. Los rituales establecen una correspondencia con los ciclos agrícolas del maíz, pero también con la propia trayectoria familiar al pedir por el bienestar de los hijos e incluso, de los animales. En ese sentido, tener muchos hijos, cultivos y ganado es algo que depende de la capacidad ritual del patriarca (2015b, pp. 136-139).
A nivel comunitario, la máxima figura de autoridad política y religiosa es el comisario, quien a su vez es asistido por el xiña’ o “el abuelo”, una especie de especialista o consejero ritual. La duración del cargo de comisario es de un año; durante su mandato es asistido por un cuerpo de regidores, además tiene un conjunto de policías comunitarios a su cargo, lo que lo habilita para imponer castigos y sanciones. Frente a las autoridades municipales de Acatepec, el comisario representa políticamente a su localidad; sin embargo, al interior del pueblo su cargo es, sobre todo, de carácter ritual. “El comisario encabeza varias ceremonias, en principio su propia entronización en enero, la fiesta de ajku o San Marcos el 24 de abril, la del Espíritu en Pentecostés y la de los difuntos entre octubre y noviembre, así como la fiesta patronal en cada lugar” (Dehouve, 2015b, p. 139).
El abuelo y en menor medida el comisario, definen la fecha de las ceremonias colectivas, los lugares sagrados y los objetos ceremoniales necesarios para cada uno de los ritos; sin embargo, la realización de cada ritual es comisionada a varones de la comunidad quienes, a su vez, son asistidos por los integrantes de su núcleo doméstico y por la comunidad en su conjunto (Dehouve, 2015b, p. 140). Como se ha señalado en relación con otros contextos, los cargos comunitarios están inmersos “en un sistema de reciprocidades que involucra de manera constante a todos los participantes” de la comunidad (Rodríguez, 1995, p. 65).
El sistema de cargos y la compleja ritualidad asociada al ciclo festivo exigen recursos humanos y económicos. La economía de la goma de opio permitía que una parte de la población pudiera permanecer en sus comunidades de origen, cumpliera sus responsabilidades comunitarias y que, paralelamente ganaran un salario como peones o, en su defecto, que vendieran su producción a acaparadores locales10. La crisis del derivado de amapola ha provocado tensión en el sistema de cargos, debido a que la única forma de obtener una remuneración económica es el trabajo jornalero en el norte del país, o en menor medida en Estados Unidos, lo que dificulta que los varones puedan permanecer en sus localidades y cumplir con los servicios a su comunidad. Por lo tanto, bien puede decirse que la producción de cultivos ilícitos ha contribuido a sustentar la reproducción social de la comunidad.
Cuando los padres no emigran, son las hijas o los hijos en edad escolar los que se reubican en ciudades como -Chilapa o Tlapa- para conseguir un trabajo remunerado y así ayudar a su grupo familiar a cumplir con las responsabilidades comunitarias. En algunos otros casos, los hijos migrantes de mayor edad envían a sus parientes parte de los ingresos adquiridos como empleados o trabajadores agrícolas, para que éstos puedan cumplir con las obligaciones rituales. En todo caso, lo relevante es señalar que la crisis del opio ha intensificado las dinámicas de movilidad, lo cual tiene repercusiones en las dinámicas comunitarias y en la reproducción de los ciclos festivos y las obligaciones asociadas a ellos.
La prosperidad, entonces, está vinculada a las condiciones que permiten gozar de la distensión y ruptura con el tiempo ordinario. No participar plenamente en las fiestas indica el empobrecimiento de las relaciones sociales que se generan en el marco festivo. El cumplimiento del calendario ritual es una forma de dividir el continuo temporal en segmentos, a partir de la imposición de límites artificiales (Leach en Rodríguez, 2003, p. 92). La celebración de dichos marcadores temporales implica el mantenimiento de un intercambio ritual entre las personas y sus deidades, así como entre los miembros de la colectividad. El ciclo ritual y festivo refrenda, de este modo, el sentido de identidad y de pertenencia a la comunidad tlapaneca.
Algunos comentarios finales
En este trabajo mostramos los efectos de la crisis del opio de origen mexicano entre poblaciones productoras de La Montaña. Recurrimos a una narrativa etnográfica para ofrecer algunas imágenes sobre el lugar que ocupaba la comercialización del derivado de amapola en las economías de las familias tlapanecas de La Montaña. Ciertamente, es importante comprender las variaciones en el mercado internacional de drogas; sin embargo, es igualmente relevante indagar acerca de cómo es que dichos cambios son experimentados. En ese sentido, la prosperidad y la escasez son conceptos referenciales, que nos permiten comprender la reconfiguración de economías locales desde la trayectoria social de grupos sociales específicos.
Igualmente, el texto demuestra que la presencia de los cultivos ilícitos entre sectores indígenas y campesinos no es un efecto mecánico de la pobreza. Aunque es necesario tomar en consideración dichos factores estructurales, éstos no alcanzan a explicarnos qué estrategias se generan para hacer frente a condiciones adversas. Es imperativo comprender cómo es que la gente significa el narcotráfico; qué prácticas sociales son habilitadas por la comercialización de cultivos ilícitos; y cuál es la función de éstos dentro de contextos particulares. En la medida, en que podamos comprender las singularidades asociadas a la producción de narcóticos estaremos más cerca de aprehender las razones por las que la gente decide participar en economías ilegales.