Introducción
El dinamismo de los idiomas amerindios ha crecido significativamente desde 1992, tras el polémico quinto centenario del “descubrimiento” de América.1 En 1999, la UNESCO reconoció oficialmente el valor de la lengua materna y veinte años después, en 2019, la ONU declaró el Año Internacional de la Lengua Materna para fijar cada 21 de febrero como el día de la conmemoración “No hay lengua sin pueblos”. Siendo México uno de los diez países del mundo con mayor variedad lingüística, el gobierno federal ha secundado tales medidas e impulsado políticas de preservación.2 Sin embargo, las condiciones actuales y la celebración oficial no eliminan las percepciones sociales ni el proceso histórico que hoy siguen marginando y discriminando a más de siete millones mexicanos, cuya lengua natal es una de las sesenta y ocho de origen mesoamericano aún vigentes.3
Si en 2010, Chiapas ocupó el tercer lugar nacional con mayor número de idiomas indígenas, en 2020 se ha colocado como el estado con más hablantes; superando el 30 % de la población estatal.4 Actualmente se habla tseltal, tsotsil, chol y zoque, mientras en inminente desaparición están las lenguas mayas mochó (o motozintleco), cakchiquel, quiché, jacalteco, lacandón y el tojolabal.
Los estudios sobre el fenómeno lingüístico de Chiapas se remontan a la década de 1950, cuando arqueólogos, antropólogos, historiadores y lingüistas empezaron a explorar distintos aspectos de esta riqueza sociocultural.5 No obstante, aun falta cuestionar y analizar relaciones histórico-culturales que instrumentalizan el lenguaje con fines de poder y control social.6 Mi propósito es abrir tal brecha, considerando a este actual estado mexicano como un territorio de pugnas centenarias entre la pluralidad lingüística mesoamericana y la imposición del castellano. La siguiente es una historia conflictiva; ya que los frailes de la orden de Santo Domingo cooptaron y usaron a su favor la diversidad de lenguas de la región como una doble herramienta en cuanto a la población indígena: Por un lado, la herramienta de la comunicación, para así inferir en las maneras de captar y modificar la nueva realidad que se impondría a ésta. Por otro lado, la herramienta de la identidad, estableciendo parámetros colectivos de pertenencia y alteridad afines al sistema colonial.
A continuación, iniciaré con aspectos conexos entre el plurilingüismo y la diversidad natural del territorio chiapaneco desde tiempos antiguos. Posteriormente, me centraré en las cambiantes estrategias emprendidas por la orden dominica entre los siglos XVI-XIX. Como es sabido, la orden dominica alcanzó una supremacía incontestable en términos religiosos, socioculturales y político-económicos desde fines del siglo XVI. Desde 1545, logró el control de una nutrida feligresía indígena a través de su trabajo misionero, además de la administración de sus propios conventos y capillas, así como de trapiches, fincas y prósperas haciendas agrícolas y ganaderas. Su poder en Chiapas fue indiscutible hasta la desamortización llevada a cabo por la Guerra de Reforma en el México independiente (1855-1859).
Por ello, más allá de la labor encomiable e intenciones de los primeros frailes, me interesa destacar que el hábil manejo lingüístico de los Predicadores les permitió alcanzar, ampliar y conservar sus cotos de poder sobre la numerosa población india (tributaria) de Chiapas. ¿Qué beneficios obtuvieron estos frailes como primeros intermediarios entre los pueblos de indios y las autoridades coloniales en esta región? ¿Por qué desde el siglo XVIII, a la par del proceso más intensivo de secularización, esta orden fue dejando atrás el monolingüismo y se inclinó por el castellano? ¿Cómo repercutieron estos antecedentes en el proceso de alfabetización en México, con el cual el español se elevó como signo nacional y se profundizó la exclusión de la diversidad lingüística mesoamericana?
Chiapas: diversidad natural y plurilingüismo
La riqueza lingüística de Chiapas concuerda con la diversidad biológica del territorio (75,634 km2). En su accidentada orografía que une América del Norte y Centroamérica, se generan hasta treinta tipos climáticos de incomparable importancia ecológica para el país y el mundo.7 Con base tanto en variaciones del paisaje, como en interacciones humanas, se identifican cuatro grandes zonas y respectivas subregiones histórico-culturales (Viqueira 1995) (mapa 1).
La intrincada fisiografía de Chiapas es factor crucial en el devenir histórico-cultural de la entidad; ya que la accidentalidad del terreno crea áreas de complementariedad ecológica que han beneficiado a grupos humanos desde los intercambios más antiguos. Puesto que diferencias de altitud, tipo de suelo y climas han propiciado rasgos particulares en cada región, la transversalidad de la distribución lingüística es constitutiva de tal diversidad y responde tanto a condiciones de producción, como a relaciones interétnicas religiosas, políticas y comerciales (mapa 2).
Cuatro antiguas familias lingüísticas mesoamericanas han confluido en territorio chiapaneco: A la familia mixe-zoqueana corresponde el zoque; a la familia maya pertenecen el chol, el choltí, el tseltal, el tsotsil, el cabil, el tojolabal y (o) el coxoh; de la familia otomangue provino la extinta lengua chiapaneca y el náhuatl es parte de la familia utonahua (Viqueira 1997, 1).
El zoque es el idioma más antiguo de Chiapas (años 2,000 a. n. e.); emparentado con el mixe y el popoluca de los actuales estados de Oaxaca, Veracruz y Tabasco. Un milenio después llegó del Petén una rama maya subcholana, de la cual derivó el chol que aún se habla al norte del estado, así como el choltí que hablaron los antiguos habitantes de la Selva Lacandona (desaparecidos en el siglo XVIII). Del chol original (o Gran Cholana) derivó el tseltalano en el umbral de nuestra era, surgiendo después el tseltal y el tsotsil entre los siglos V y X. Más emparentado con la familia maya Cluj (o Gran Kanjobalana), el tojolabal pudo haber llegado desde Guatemala entre los años 200 y 700 d. n. e. No es claro si el cabil (también llamado chicomulceteco o motozintleco) o el mochó se tratan de una sola lengua, o son dos muy emparentadas que llegaron a Chiapas hacia el año 1100 d. n. e., guardando similitud con el huasteco del norte del Golfo de México.
Salvo su procedencia maya entre los años 200 y 700 d. n. e., tampoco se sabe si el extinto coxoh derivó del tseltal, o si tuvo un mayor parentesco con el tojolabal (o el chanabal). Por su parte, la lengua chiapaneca se introdujo por un grupo otomangue que de la actual Nicaragua se estableció desde los años 600 d. n. e. en la Depresión Central de Chiapas. Finalmente, el náhuatl es el idioma mesoamericano más tardío en tierras chiapanecas: se difundió en la zona del Soconusco, a través de pueblos zoques como corredor entre el valle de México y Centroamérica (como Tecpatán, Amatán y Pantepec), y por el cacicazgo de Zinacantán como guarnición de la Triple Alianza del valle del Anáhuac en Los Altos de Chiapas.
Empresa colonial: entre imposición e incomprensión
El castellano como vehículo de imposición del orden político-cultural imperial español inició a fines del siglo XV.8 Debe decirse que entre los siglos XVI y XVIII incluso las variantes ibéricas también tuvieron un proceso de adecuación en América; ya que, si en Nueva España primero predominó el andaluz, en Chiapas destacó desde el inicio el castellano (Álvarez 2017, 304). Por otro lado, si bien las autoridades españolas vieron a las numerosas lenguas americanas como signo de inferioridad y caos, desde 1521 se vieron obligados a recurrieron a “indios-lengua” o traductores principalmente entre náhuatl y castellano (Cunill 2018). En el reino de Guatemala, a tales indios que entendían y podían firmar “en castilla” se llamó “ladinos”, a partir del adjetivo para designar una “cosa latina” (Nebrija 1495, 118-1).9
La incursión española en el actual territorio chiapaneco inició en 1522: con saqueos y cacerías de esclavos por conquistadores instalados en Coatzacoalcos, así como la expedición de Pedro Briones desde Oaxaca (Ruz 1994, 59). En 1524, el capitán Luis Marín combatió a los aguerridos chamulas e imaginó una fundación en el valle de Jovel. Sin embargo, sólo en 1528 se fundaron dos villas casi simultáneamente: San Cristóbal de los Llanos (cerca de la actual Comitán) y Villa Real a orillas del río Grijalva (actual Chiapa de Corzo). Al contar Diego de Mazariegos con el apoyo del Tesorero de México, Pedro de Portocarrero renunció a su villa y regresó a Guatemala. El 31 de marzo de 1528, Villa Real se trasladó al valle contemplado por Marín. De 1536 a 1829 dicho lugar ostentó el título de Ciudad Real (actual San Cristóbal de Las Casas).
Los conquistadores detectaron cuatro “naciones” a través de la diversidad lingüística indígena. A partir de ellas definieron cuatro incipientes provincias (Viqueira 1997, 3): 1) La provincia de Zoques se trazó con hablantes de dicha lengua en las montañas al noroeste y hacia la vertiente del Golfo de México; 2) La provincia de Sendales incluyó hablantes de tseltal desde la franja oriente de la vertiente norte del Macizo Central, hasta los márgenes del actual río Grijalva; 3) La provincia de Quelenes correspondió a la franja poniente de esa misma vertiente con hablantes de tsotsil; 4) La provincia de Llanos cubrió el sureste de la Depresión Central con hablantes de lenguas mayenses (coxoh y tojolabal o chanabal), cuyo origen y parentesco -como se dijo antes- son confusos (mapa 3).
Fuera de las provincias de Zoques, Sendales, Quelenes y Los Llanos quedaron otras lenguas mesoamericanas. El náhuatl, la lengua franca de esa gran región geográfico-cultural, conservó su antiguo predominio especialmente en la gobernación del Soconusco, colindante de la provincia de Chiapa desde 1526. Por su parte, los chiapanecas comenzaron a adoptar lengua, vestimenta y otros rasgos de españoles tras su derrota en 1534, aunque su referencia como los “más grandes guerreros de la Nueva España” (Díaz del Castillo 1634, 199) quedó en sucesivas denominaciones territoriales: Provincia de Chiapa (en singular, 1532-1577); alcaldía mayor de Chiapa (1577-1768); intendencia de Ciudad Real de Chiapa (1786-1821) y, finalmente, estado de Chiapas -en plural-, tras la independencia de España (1821) y la federación a México (1824).10 En cambio, las lenguas más antiguas de la familia mayense en Chiapas quedaron relegadas en zonas inaccesibles, desde las cuales los indios resistieron al primer siglo de dominio español: el chol predominó en el extremo nororiental entre las provincias de Chiapa y Tabasco; el choltí en las profundidades de la selva oriental hasta la desaparición de los lacandones al iniciar el siglo XVIII, así como el cabil o chicomulteco (de aproximadamente el siglo XII, emparentado con el huasteco) permaneció aislado en lo alto de la Sierra Madre de Chiapas.
Chiapas fue parte del reino de Guatemala de 1532 a 1821. En 1821, perteneció al primer imperio mexicano; de 1823 a 1824, fue un territorio neutro (“Chiapas Libre”) y, finalmente, en 1824, se federó definitivamente a la República Mexicana. A estas divisiones se sobrepusieron las eclesiásticas: en 1538, se erigió el obispado de Chiapa y Soconusco; sufragáneo del arzobispado de México desde 1546, salvo el periodo de 1743 a 1838, en que lo fue del arzobispado de Guatemala.
Dominicos y plurilingüismo en Chiapas
Tras dos capellanes llegados con las huestes españolas en 1528, más tres mercedarios arribados en 1537, la evangelización de Chiapas sólo inició en 1545. El obispo Bartolomé de Las Casas y veintidós frailes dominicos desarrollaron dicha labor espiritual con una profunda reconfiguración regional. Con la obligatoriedad de “congregaciones”, “reducciones” o “pueblos de indios”, desmantelaron las estructuras territoriales prehispánicas y descartaron deliberadamente condiciones socioculturales que no consideraron favorables a la imposición del nuevo orden español.
El factor lingüístico, en cambio, fue considerado esencial en la división territorial dominica. Los frailes aprendieron rápidamente algunas lenguas para poder evangelizar a los naturales.11 Sus logros fueron notables en sólo cuatro años: en 1549, cuando llegó a Ciudad Real el juez visitador encargado de liberar a los indios y tasar la tierra, se asombró al ver a los frailes “dividir por sus lenguas” a los indios, para predicarles “a cada nación por sí, en la lengua que era de su patria” (Remesal 1616, 237). El mismo criterio de división lingüística fue básico para la fundación de primeros pueblos (mapa 4). Por ejemplo, con hablantes de tseltal se fundaron Ocosingo, Bachajón y Yajalón; con hablantes de tojolabal los pueblos de Copaltenango, Zapaluta, Coneta, Copanaguastla y otros de la provincia de los Llanos, mientras numerosos tsotsiles fueron obligados a concentrarse en pueblos cercanos -y al servicio- de Ciudad Real. Ante una dramática caída demográfica debido a epidemias, la gobernación del Soconusco conoció una mayor castellanización. Por su parte, las zonas choles sólo empezaron a ser evangelizadas a fines del siglo XVI.
Elaborado por LRBH, 2011. Publicado en Bermúdez Hernández (2017, 62). Basado en Flores Ruiz (1985, 16).
Con todo, la consolidación de los pueblos de indios de Chiapas fue lenta y difícil. Comprensiblemente, la población natural rechazó ser removida de sus espacios y modos de vida previos, más aún cuando se les hacinaba en sitios invivibles, con climas insalubres propagadores de enfermedades. Por encima de esas razones, la población natural rehuyó la concentración en pueblos para evitar quedar a expensas como tributarios del régimen colonial. Las evasiones de los pueblos fueron constantes durante décadas.
Al margen de esa ardua resistencia, los dominicos abanderaron su aprendizaje y prédica en lenguas de Chiapas para confrontar y a la larga aventajar a otras autoridades españolas; tanto políticas (miembros del cabildo ordinario y alcaldes mayores) como eclesiásticas (clero secular y otras órdenes religiosas). Entre estas últimas, mercedarios, franciscanos y algunos agustinos se ampararon en Chiapas con la cédula real de 1550, que ordenó la doctrina a los indios primeramente “en idioma de Castilla” (o, en su defecto, náhuatl). En cambio, los dominicos defendieron el plurilingüismo mesoamericano que empezaban a dominar y antepusieron quejas de indios contra curas hablantes de “mexicano, que pocos lo entienden” (AGI 1578).12 De tal modo, los Predicadores azuzaron la falta de comprensión como razón principal para impedir en los pueblos la presencia de clero hablante sólo en castellano (o náhuatl como lengua “india”), así como de otros españoles y, en general, de individuos ajenos a los pueblos.
Tras dos primeros concilios eclesiásticos mexicanos (1555 y 1565) y dentro de la larga rivalidad que nacía entre el clero regular y secular (entonces todavía minoritario), el tercer concilio (1585) porfió que sólo doctrineros hablantes de lenguas respectivas podían acudir a pueblos de indios. De tal modo, a pesar que desde principios del siglo XVI la Corona determinó al castellano como “muy conveniente para [la] educación cristiana y civil [de los indios]”, la Iglesia novohispana apoyó la evangelización en lenguas “de la tierra”; concediendo plazos de aprendizaje de seis meses prorrogables una vez, so pena de remoción. Así, las principales órdenes religiosas de Nueva España y el reino de Guatemala aseguraron su control en zonas respectivas.13
No obstante, a la par de apoyar al multilingüismo mesoamericano, el tercer concilio mexicano impulsó la llamada secularización de doctrinas (es decir, el pase de éstas de manos del clero regular, al clero diocesano). La medida amenazó los jugosos beneficios económicos que en menos de cincuenta años ya gozaban los dominicos en el obispado de Chiapa y Soconusco. Entre ellos, por ejemplo, la llamada “ración” que denunciaron las autoridades rivales del control sobre los indios.14 Con intereses más allá de la evangelización, los Predicadores de la provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala retrasaron la secularización de doctrinas gracias a su manejo de “lenguas bárbaras”; con lo cual escudaron su hegemonía contra otras órdenes religiosas, el clero episcopal y funcionarios reales (AGI 1599). Del mismo modo, para negar la formación de “americanos” en sus conventos, los dominicos solicitaron constantemente el envío de frailes desde España a Guatemala, Chiapas y Verapaz.
En 1633, el obispo franciscano Marcos Ramírez de Prado elogió los avances dominicos en siete lenguas; recriminando por el contrario a clérigos que no podían ni confesar a los indios, por hablar únicamente castellano. Dicho prelado decidió aplazar la secularización de doctrinas dominicas, confiando en el control de los frailes gracias al “natural respeto” mostrado por los indios.15 Su opinión fue respaldada en 1655 por el alcalde mayor, Felipe de Lugo, y un año después por el visitador Luis de las Infantas. De tal modo, desde mediados del siglo XVII, los dominicos fueron interlocutores indiscutibles entre los pueblos de indios y el gobierno colonial de Chiapas. Por otro lado, el alto clero novohispano -en su mayoría “peninsular” o llegado de la metrópoli- cerraba filas para evitar el ascenso del clero criollo en la estructura eclesiástica.
Siglo XVIII: Reveses y ataques de castellanización
Al auge dominico en Chiapas, siguió una nueva oleada de castellanización. Sin embargo, a fines del siglo XVII, el obispo regalista Marcos Bravo de la Serna (1676-1680) recibió súplicas de pueblos de indios a favor de sus doctrineros dominicos, explicando que nuevos clérigos seculares además de no hablar su lengua, les pedirían “mucha limosna” (AGI 1683).16 En 1685, el procurador de la provincia dominica ponderó “la pacificación” de más de ciento cincuenta mil tributarios en Chiapa y Guatemala gracias al manejo de hasta trece idiomas (AGI 1685).17 A pesar de su velada advertencia sobre que la paz de la región era sostenida por los Predicadores, en 1695 la Corona española ratificó la vieja cédula real de 1550 para castellanizar a los indios.
El siglo XVIII comenzó con el último obispado de un dominico en Chiapa y Soconusco. Durante más de dos décadas (1682-1706), Francisco Núñez de la Vega se dedicó a reforzar el ejercicio teológico y el celo inquisidor de su orden para combatir la “perniciosa idolatría” que observó y denunció en su feligresía. En su doble calidad de obispo y dominico, este prelado inició un sorprendente giro dominico hacia la castellanización en Chiapas. Para recriminar a los propios indios por el fracaso evangelizador de su diócesis, atacó frontalmente a las lenguas mesoamericanas como contrarias al catolicismo. Con ello fisuró la férrea defensa plurilingüista que por casi siglo y medio habían pugnado sus antecesores y compañeros de orden en Chiapas. Este obispo reprendió la oralidad mesoamericana como nociva vía de transmisión de saberes, creyendo ver en libros antiguos “que la superstición de los indios está puesta por arte […] escrit[a] en idioma que sólo el Demonio lo entiende y los mismos indios que lo aprenden” (Ruz 1989b, 113-116). Igualmente supuso “cláusulas en lengua hebrea” para establecer inquietantes vínculos mesiánicos del Antiguo Testamento (Bermúdez 2013, 118).
El cambio de actitud que tomó Núñez de la Vega no impidió el cierre de los conventos dominicos de Socoltenango y Chapultenango poco antes de su muerte (Bermúdez 2017, 60). Así mismo, su apoyo al castellano fue vio muy pronto interrumpido por el mayor conflicto de la época colonial en la región. En efecto, la sublevación tseltal de 1712 hizo que las autoridades olvidaran sus mutuas asperezas y se unieran para reprimir en pocos meses a los sublevados. Para mediados de 1713, los dominicos volvieron a colocarse como “pacificadores” de indios gracias a su comunicación “en lengua”. El franciscano Juan Bautista Álvarez de Toledo (obispo de Chiapas al momento de la sublevación, promovido a Guatemala por haber ayudado a “restaurar la paz”), dictó en 1715 seguir adoctrinando y administrando sacramentos en las lenguas de Chiapas y Guatemala (Álvarez 1715). Una vez más, la capacidad multilingüística de los dominicos les ayudó a recuperar su control sobre la población tributaria.
En 1743, el obispado de Chiapa y Soconusco quedó sufragáneo del recién promovido arzobispado de Guatemala. Asimismo, en 1749, llegó a Nueva España la cédula real de secularización de parroquias para inferir un mayor regalismo a toda la organización eclesiástica (y cuyos efectos también llegaron al arzobispado de Guatemala).18 En 1768, la alcaldía mayor de Chiapas se escindió en dos, con respectivas sedes en Tuxtla y Ciudad Real. De 1786 al fin del periodo colonial, ambas alcaldías mayores y la gobernación del Soconusco formaron la Intendencia de Chiapa.
El reformismo español volvió contra las lenguas de origen americano. En 1769 y 1771, el obispo de Chiapa y Soconusco (el mercedario regalista Juan Manuel García Vargas y Rivera) debió informar lo hecho “para acabar con los diferentes idiomas y que sólo se hable castellano” (AGI 1771). Ese último año, el cuarto concilio mexicano definió la castellanización en Nueva España.19 Por su parte, en 1787 y 1790, el arzobispado de Guatemala recibió cédulas indicando la obligación de traducir vocablos en idiomas tales como “el quiché, el quecchí, el poconchí, el zutuhil, el cakchiquel, el pocoman, el popoluca, el zotul, el tsendal, el chanabal, el zoque, el subinha, el chapaneca y el mam” (AGI 1787-1790).
Fue entonces cuando otro dominico retomó el previo ejemplo del obispo Núñez, para volver a atacar la pluralidad lingüística cuyo manejo había caracterizado -y beneficiado- a su orden religiosa desde dos siglos atrás. Se trató de Matías de Córdova y Ordónez, criollo nacido en la Gobernación del Soconusco, quien, en 1797, siendo maestro del convento de Nueva Guatemala, ganó el certamen científico-literario de la Sociedad Económica de Amigos del País de Guatemala. Entre sus argumentos sobre la aculturación del indio como medio “eficaz” de explotación, Córdova declaró que la diversidad de lenguas en la provincia dominica de Chiapa y Guatemala era “un fuerte muro entre ellos [los indios] y nosotros, tan pernicioso que desune el vínculo de la sociedad” (Córdova 1798, 17).
Viejo partidario de la castellanización, el clero secular secundó el reanudado liderazgo dominico contra el multilingüismo mesoamericano. En 1809, el presbítero criollo Domingo Juarros señaló los “tantos y tan diversos” idiomas de la capitanía de Guatemala como causa de inconvenientes y un “castigo divino lanzado contra los pueblos alejados de la religión católica” (Juarros 1810, 32-34). Según este canónigo, la castellanización hasta a los indios más “renuentes” no sólo acabaría con las más de veintiséis lenguas existentes, sino sobre todo daría ventajas al clero especialmente criollo como él mismo. Juarros argumentó que, al hablar los indios en castellano, “hasta los seculares [podrían instruirlos] en los misterios de nuestra Santa Fe”, sin tener que aprender “tan dificultosos idiomas, con asperísima pronunciación gutural”. Además, propuso aprovechar mejor las rentas hasta entonces destinadas a (muy pocas) cátedras de lenguas mesoamericanas. A favor de los indios, agregó que éstos prescindirían de traductores en sus litigios (para no “desfigur[ar] sus razones [y] extrav[iar] el curso a los procesos judiciales después de haberles sacado el dinero a [estos] miserables”), así como también podrían incursionar en un comercio que no fuera “sólo entre españoles” (Juarros 1810, 32-34).
En 1813, Antonio de Larrazábal también declaró que, si bien los indios eran “capaces de un grado de ilustración y cultura en el orden político y moral”, con la castellanización remediarían “cierto abismo de grosera ignorancia [que los hacía] rudos, groseros, inciviles y muy dados a la superstición y la embriaguez” (apud en Contreras 2001, 45). Este diputado guatemalteco en las Cortes de Cádiz propuso abolir las lenguas indias de la capitanía general de Guatemala, considerándolas “ni aptas ni suficientes por sí solas para que [los indios] salgan de la agreste y ruda situación en que casi todos se hallan”. El también canónigo ponderó el castellano como referente “dominante y universal en todos los dominios de la monarquía española [que] es y siempre será [el] más proporcionad[o] para producir estos efectos [de supuesto beneficio]”. En su opinión, con la castellanización las costumbres indígenas también deberían “suaviza[rse y] adquirir con el tiempo un grado de civilidad y cultura…” (apud en Contreras 2001, 45).
Coincidente con Córdova y Juarros, Larrazábal propuso eliminar “tantos dialectos que han servido constantemente de barrera a su cultura y civilidad [de los indios]” (apud en García 1980, 195). Bajo la óptica jerarquizante del pensamiento ilustrado, las lenguas mesoamericanas eran señaladas como causa del atraso indígena. Tal cuestión pasó por encima de los debates que oponían a los ilustrados guatemaltecos sobre razones más profundas de la explotación, las injusticias y el aislamiento en pueblos de indios desde el siglo XVI.20
Castellano y el melting-pot chiapaneco
Al final del periodo colonial, autoridades y grupos sociales influyentes de Chiapas desvalorizaron y recriminaron la diversidad lingüística mesoamericana, inculpándola como uno de los principales factores de estancamiento y excesiva división entre la población indígena.
Además, entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se evidenció el número e importancia de un sector poblacional con rasgos culturales “a la española”. Tal fenómeno demográfico inició desde el siglo XVI con indios conocidos como naborías o laborías, que adquirieron movilidad como mano de obra “liberada” al servicio de españoles tanto en Ciudad Real, como en fincas y haciendas de Chiapas (véase mapa 5).21 Al evadir tales indios la tributación en sus pueblos debido a desplazamientos cada vez mayores o definitivos, algunos más escaparon para librar dicha obligación y también se sumaron otros trabajadores “desarraigados” (especialmente esclavos africanos, mestizos y mulatos, así como pocos españoles de mala fortuna). Su concentración convirtió a la capital de Chiapas y propiedades rurales en dinámicos centros interculturales, más allá de procesos hoy considerados propiamente de miscegenación (Bermúdez 2017, 438). Mientras la paulatina formación y auto-identificación de este grupo heterogéneo pasó por costumbres hispanizadas -en particular el habla castellana-, la marginación de los pueblos de indios se intensificó a través de una vestimenta unificada (fácil de detectar), así como su monolingüismo en algún idioma mesoamericano (que limitaba su movilidad y comunicación con el exterior).
Elaborado por LRBH, 2017. Publicado en Bermúdez Hernández (2017, 65). Basado en Flores Ruiz (1985, 116-117).
Tal como los primeros indios-ladinos del siglo XVI, los pobladores de calidad no española en Ciudad Real, fincas y haciendas de Chiapas fueron identificados progresivamente como “ladinos” o caxlanes (referente de su habla “en castilla”).22 Desde los siglos XVI y XVII, su multiplicación ocurrió entre la disimulación y la transgresión; generalmente a partir de uniones furtivas o fuera del matrimonio eclesiástico. Su clandestinidad de nacimiento fue tomada con desconfianza y reprobación por las autoridades y minorías privilegiadas. Por ello, algunos ladinos revirtieron vejaciones similares hacia los indios; sobre quienes ufanaron sus propios rasgos culturales hispanizados y condición no tributaria como signo de superioridad (Bermúdez 2017, 409).
Teniendo la provincia de Chiapa una población eminentemente indígena, a mediados del siglo XVIII Ciudad Real mostró un gran salto demográfico que dejó en evidencia su indiscutible población ladina (Bermúdez 2017, 488).23 Esta presencia anuló las pretensiones de separación física que se habían tenido dos siglos atrás, mediante estrictas políticas de separación jurídica entre indios y españoles. Asimismo, para la segunda mitad del siglo XVIII, la rigidez social por “castas” acentuó el confinamiento y la explotación de indios tributarios al fondo de la jerarquización colonial. Crucial en ese proceso -a pesar de sus criterios a menudo arbitrarios y subjetivos, el clero fue encargado de asentar la calidad de las personas en los libros parroquiales de sacramentos (Bermúdez 2017, 438).
La castellanización en Chiapa -pretendida por Núñez e interrumpida en 1712- continuó con altibajos en el resto del siglo XVIII. En tanto, las autoridades aumentaron la vigilancia para seguir segregando a los indios tras sus vestimentas y lenguas distintivas y, por otro lado, incriminar y en lo posible evitar la intensa movilidad social, migratoria y cultural de los ladinos que escapaban de control precisamente al hablar y vestir “a la española”. Los dominicos aun defendieron el multilingüismo ante una cédula reiterativa de 1754, que ordenaba la castellanización para la comprensión de “los misterios de la fe” entre la población indígena. En su negativa coincidieron con el clero regular novohispano, quienes también consideraron al castellano como “primer paso hacia la insolencia [de los indios, quienes se volvían] almas perdidas [ya que] mientras hablaban su propia lengua eran más humildes; acto seguido pasaban a tramar continuamente actos viles, aprender nuevos vicios y malas mañas y no respetar a ningún funcionario ni ministro de Dios” (Israel 1981, 65).
Otro motivo crucial de la jactancia del “don de lenguas” de los frailes nacidos en España fue reprobar el proceso de secularización que ya recaía sobre el clero diocesano, siendo así el centro de su crítica dicho cambio de administración parroquial. Por tanto, su reproche no fue tanto contravenir la castellanización, sino evidenciar las limitaciones lingüísticas de los seculares que en general coincidían con insinuaciones sobre la población criolla como poco apta intelectual y moralmente ante los “peninsulares”.
El aumento de ladinos, la explotación recrudecida en pueblos de indios, así como los resentimientos crecientes de criollos, fueron parte del contexto en que fray Matías de Córdova se rindió a la castellanización y desdeñó el multilingüismo mesoamericano que por más de dos siglos había propulsado su orden religiosa. De hecho, si su inclinación obedeció a las demandas secularizadoras del despotismo ilustrado, más aún buscó abrir una participación más efectiva de los criollos -como él lo fue- en distintos ámbitos del poder colonial entonces restringidos.
Además de Ciudad Real, fincas y haciendas; con el tiempo la presencia de ladinos también llegó a los pueblos de indios más fértiles y prósperos, en cuyos cabildos rivalizaron con las autoridades indias. En 1813, Ciudad Real instauró su ayuntamiento (reconocido un año atrás por las Cortes de Cádiz); así como el pueblo de Tuxtla fue el primero en convertirse en “villa” tanto por el crecimiento de su traza, como por la condición ladina de sus habitantes (después de 1825, siguieron otros como Ocosingo y Chiapa). El habla castellana fue primer criterio de identificación y comunicación de quienes salían de las estrictas calidades de “españoles/criollos” e “indios”. En 1821, el ayuntamiento de ladinos de Comitán substituyó la organización india tradicional (Palomo 2009, 32). Siendo, además, el primero en pronunciar en Chiapas un acta de independencia respecto a España (Acta 1821, 145). La importancia de los ladinos culminó en 1824, con la federación definitiva de Chiapas a México.
Monolingüismo y homogeneización en México
Mientras Chiapas se debatía entre su pertenencia al Imperio Mexicano (1821), o a las Provincias Unidas de Centroamérica (1822-1823), los ladinos con mayores aspiraciones políticas y mejores vínculos socioeconómicos fueron escalando posiciones legitimando tanto su procedencia “americana”, como sus capacidades culturales “a la española”. Los más destacados se colocaron como intermediarios sociales, culturales y políticos entre distintas instancias de gobierno, fuerzas económicas y la sociedad chiapaneca. Esta polémica intermediación se vio, por ejemplo, en municipalidades mixtas de villas como Ocosingo, cuyos integrantes ladinos primaron sobre los integrantes indios y, después, estos últimos también se ladinizaron para adecuarse y librarse de impuestos (Palomo 2009, 34). Otro ámbito fue el eclesiástico, ya que, ante el nulo interés de prebendados españoles por la empobrecida Iglesia de Chiapas, el cabildo eclesiástico aceptó paulatinamente la inclusión de curas “de la tierra”, “americanos” y “naturales” (Bermúdez 2017, 113-124).
Las cualidades reivindicadas por los ladinos de Chiapas -como los mestizos en México- confluyeron con el nacionalismo mexicano y la oficialidad de elementos tales como fronteras, instituciones gubernamentales, símbolos patrios, historia, religión, tradiciones y rasgos culturales (entre ellos, crucialmente el habla). Cada vez más homogeneizantes, a través de estos aspectos se buscó una integración sociocultural de fácil identificación emocional ante ideas abstractas como “nación” y “patria”; por encima de ámbitos cotidianos y apegos afectivos más cercanos.
Una vez más, la lengua fue clave en ese proceso. Si el castellano fue parámetro de cultura, “policía” (urbanidad) y catolicismo hasta el fin de la época colonial, tras la independencia adquirió el papel de vehículo de nuevas mentalidades. En general, los países hispanoamericanos se inspiraron del constitucionalismo gaditano y para entonces también del Catecismo de Estado de la Francia revolucionaria (1793), para procurar una formación eminentemente cívica que, como antaño, se difundió a través de la vieja lengua española, llamada progresivamente “idioma español” o, simplemente, el “español”.
Desde la segunda década del siglo XIX, dicho idioma fue elemento de unicidad tanto en el sentido de lengua “única”, que el de instrumento de “mexicanidad”. Bajo los imperativos de “amor patrio” y “civilización”, su uso se destinó para unificar y uniformar sociedades altamente heterogéneas en amplios territorios. Para fines de ese siglo, las lenguas amerindias comenzaron a ser llamadas despectivamente como “dialectos”, bajo la connotación de “barbarie” y “atraso” de los que tanto rehuía el progresismo de la época. Denigrado el multilingüismo indígena, fueron aún más discriminados sus hablantes. En los pueblos de indios de Chiapas se intensificó el sentido abusador y humillante de “los caxlanes” (hablantes de “castilla”).
Si bien el español ya era la lengua mayoritaria en Nueva España desde fines del siglo XVIII, un siglo después los gobiernos mexicanos seguían considerando dos “problemas”: 1) que gran parte de la población alternaba el español con una o más lenguas mesoamericanas según distintos contextos; y 2) que aun en poblaciones castellanizadas, la gran mayoría seguía siendo iletrada. Por esta última razón se idearon campañas de alfabetización para disciplinar y castellanizar al pueblo, preferiblemente desde la niñez. Antecedente de dichas campañas fueron las órdenes religiosas, ya que desde el siglo XVI desarrollaron técnicas y prácticas tanto para impartir lenguas mesoamericanas como para instruir selectivamente el castellano.24 Desde entonces, los dominicos enseñaron primero la lectura en español para limitar el número de quienes después podrían aprender a escribir (Álvarez 2017, 306). Asimismo, si bien a fines del siglo XVII se ideó el establecimiento de escuelas de primeras letras en la América española, en Chiapas y otras zonas indígenas éstas no prosperaron, porque las autoridades pretendieron financiarlas con los bienes comunales de los sobre-extenuados pueblos indios.25 Para entonces, el iletrismo de las mayorías sociales se compensó con el arte barroco y su uso prioritario de la imagen como vía de aprendizaje y transmisión de información.
A partir de esos antecedentes, dos dominicos de Chiapas destacaron en la alfabetización del siglo XIX. Primero, el ya mencionado Matías de Córdova y Ordóñez; quien después de lograr en 1809 la división de la provincia dominica de San José de Chiapa (separada de Guatemala), entre 1810 y 1814, publicó unas cuartillas de alfabetización en castellano para la población de Chiapas. En 1819, este dominico también fue primer director de la recién creada Sociedad Económica de Amigos del País de Chiapas, así como en 1821 fue promotor principal de la independencia como párroco de Comitán. En 1824, al federarse Chiapas a México, las autoridades educativas advirtieron su participación en una previa convocatoria de castellanización del gobierno guatemalteco.
Las cartillas del método de Córdova rindieron rápidos resultados por sus simplificaciones gramaticales, reformas ortográficas, eliminación de ambigüedades fonéticas y caligráficas, así como sencillos ejercicios de dicción. Fue tal el éxito, que el gobierno mexicano consideró su aporte en la consolidación nacional y lo nombró el iniciador de la enseñanza fonética de la lectura en México. En 1827, se reconoció su experiencia alfabetizadora en la fundación de la primera Academia de Primera Enseñanza en la Ciudad de México (Tanck 1990, 144). Por su parte, el gobierno chiapaneco designó al dominico como primer rector de la Universidad Literaria de Chiapas y, antes de su fallecimiento en 1828, se inauguró en su nombre la primera escuela normal de todo el continente americano.
Décadas más tarde, en 1840, otro dominico chiapaneco publicó otro método alfabetizador de importancia significativa en México. Se trató de Víctor María Flores, nacido en Chiapa de Corzo y cuyo método silábico permitió el aprendizaje simultáneo para leer y escribir a cualquier edad. Su propuesta fue usada hasta 1921, durante la alfabetización de adultos que emprendió el entonces Ministro de Educación Pública, José Vasconcelos (Tanck 1990, 135).
El español se afianzó en el México posrevolucionario y con él culminó también la apuesta pro-castellanizadora dominica (iniciada por Núñez y concluida con el legado alfabetizador de Córdova y Flores). Por otro lado, desde entonces también, la continuidad y la defensa de la pluralidad lingüística mesoamericana quedó en manos de las propias poblaciones hablantes. Son éstas las que efectivamente aún mantienen y transmiten dicha riqueza histórica y cultural, en espera del reconocimiento histórico que aún es necesario para derribar trabas gubernamentales y prejuicios sociales.
Conclusiones
Más allá del indudable legado lingüístico de la Orden de Santo Domingo en Chiapas, me he enfocado en la instrumentalización lingüística que ejercieron los Predicadores para lograr su hegemonía histórica desde el siglo XVI. Gracias a tal manejo, los frailes trascendieron su labor espiritual y pudieron erigirse como agentes estratégicos del gran engranaje social, cultural, económico y político del sistema colonial en dicha región.
Como otras órdenes religiosas en la América española, entre los siglos XVI y XVIII, los dominicos consideraron a la “lengua castilla” como una causa de perversión en los indios. Por extraño o contradictorio que hoy parezca, los primeros frailes llegados a Chiapas advirtieron que al aprender castellano los indios, podrían burlar su condición de tributarios y así volverse contra el orden establecido. En ese sentido y al margen de fines estrictamente de evangelización, los Predicadores fomentaron desde 1545 distintos monolingüismos mesoamericanos, como medio para coaccionar e incomunicar también a poblaciones enteras de tributarios, que así fueron quedando diferenciadas y rezagadas respecto al resto de la sociedad colonial, cada vez más castellanizada.
Después de los logros gramaticales de los primeros frailes, la instrumentalización lingüística permitió a los dominicos tener un dominio exclusivo sobre la mano de obra de numerosas poblaciones del obispado de Chiapa y Soconusco. A través de distintas lenguas basaron también una profunda modificación demográfico-territorial, de la cual los pueblos de indios fueron bases de control para numerosos tributarios de cuya explotación dependió el sistema político y económico colonial. Asimismo, la instrumentalización lingüística de dicha etapa consistió en eliminar la concurrencia de otras autoridades clericales y políticas en los pueblos de indios. El hábil manejo de “lenguas de la tierra” permitió a los Predicadores imponerse como únicos interlocutores entre indios y el exterior. De tal modo pudieron moldear la otredad indígena como base para sentar su propio poder en Chiapas.
No obstante, a partir del siglo XVIII, los dominicos comenzaron a alternar una doble instrumentalización lingüística. Del obispo dominico Núñez de la Vega a principios de dicho siglo, al ilustrado Córdova y Ordoñez al final del mismo, la orden dominica se fue adecuando al despotismo ilustrado y a una secularización más insistente en la castellanización. Sin embargo, tanto el incremento de la población “ladina” (ni “india”, ni “española”), como las inconformidades y resentimientos de la población criolla (sin acceso a cúpulas de poder), fueron creando una exacerbación social que los frailes aprovecharon para seguir sujetando tributarios en los pueblos de indios, a través de los monolingüismos mesoamericanos.
Tras las independencias (1821) y la federación de Chiapas a México (1824), las lenguas mesoamericanas fueron progresivamente denigradas como reductos de “atraso” y “anti-mexicanidad”. De acuerdo a los nacionalismos hispanoamericanos, así como el estigma de “barbarie” de fines de ese siglo, los sucesivos gobiernos mexicanos acentuaron la supuesta incompatibilidad de las culturas indígenas en los respectivos proyectos de nación. Mientras las lenguas mesoamericanas quedaron excluidas por la modernidad occidentalizante de la época, el español se fijó como lengua nacional y por ello fue objeto de intensas campañas de alfabetización. En dicho proyecto incursionaron dos dominicos-pedagogos, con cuyas contribuciones culminó la instrumentalización lingüística a favor del castellano que viró dicha orden en Chiapas desde el siglo XVIII.
Es necesario revisar y analizar críticamente los argumentos e intereses manejados históricamente por grupos de poder desde el ámbito lingüístico, con el fin de entender la reproducción de mecanismos culturales de estigmatización institucional y rechazo social. Es preciso comprender la valía histórica del multilingüismo en México, así como reconocer la defensa y revitalización cultural que libran sus hablantes para impedir que dicha riqueza perezca entre el desprecio y el abandono.