Introducción1
Rappaport, a partir de algunos planteamientos de Benjamin (1968, 255), da un significado de historia fuera de la academia. Para ella, articular el pasado históricamente no significa conocerlo como aconteció realmente, significa apoderarse de un recuerdo que destella en un momento de peligro. En esta lógica, la historia puede servir para mantener el poder o puede convertirse en un vínculo para empoderarse (Rappaport 1998, 15-16). ¿Pero las memorias sobre lo sucedido destellan cómo los hechos ocurrieron y desde allí producimos los discursos historias sobre lo que realmente pasó? Ésta será una de las preguntas centrales que trataré de responder a lo largo del presente escrito y alrededor de ella girara mi propuesta analítica.2
En agosto de 2015, en la única plaza del pueblo de Zirahuén, platiqué con Elisa Alcántara, una comunera de poco más de 80 años de edad. En voz alta y firme me comentó que:
Cuando nosotros nos salimos [de la organización comunal] fue pues cuando Capiz entró y anduvo. Ya vino una muchacha, así como ella [se refiere a mí y se dirige a Carlos Ponce y su esposa Rosa, dos comuneros], a platicar de la historia. Me preguntó a mí y Pilar se enojó porque yo le estaba contando, claro la verdad. Sí, porque ellos querían, pero no me pudieron decir a mí que dijera que no la había repartido [la tierra] Antonio, sino que ellos. A mí no me pudo decir porque como me decían a mí. Pero se enojó Pilar porque ellos donde quiera se ponían Marcos es el que repartió la tierra con Capiz […] Sólo yo quedo de las que anduvimos. Ya cuando don Capiz venía y doña Eva, ya dijo. Nosotros por eso no salimos [los Alcántara] porque ella decía, Pilar y Ramoncito, ya todos, Marcos, que no digieran que mi hermano [Antonio] había repartido la tierra sino que Capiz y Marcos. Así escribieron ellos la historia y así la mandaron a Acapulco a que saliera.3
Decidí comenzar el presente artículo con este fragmento de entrevista. En ella se sintetiza la noción central que invito debatir: la historia en producción y disputa. Antes de continuar debo de aclarar que la noción de historia que problematizaré será a partir de los discursos locales.
Así, comienzo con el análisis de la conversación con Eloísa. Antonio, al que ella hace referencia, era su hermano mayor. En 1975, con la participación de un grupo de comuneros y algunos habitantes de Zirahuén, apoyados por el Movimiento Armado Revolucionario (MAR),4 encabezó una acción social locamente conocida como la “recuperación de la tierra”. Se introdujeron en terrenos ubicados en este lugar y que, hasta ese momento, habían sido propiedad privada y los “recuperaron” como bienes comunales.
Para varios comuneros, con los que tuve oportunidad de conversar en mis estancias de trabajo de campo -entre 2012 y 2017-, en ese momento comenzó la comunidad y Antonio era su fundador. Entonces, ¿por qué, a decir de Eloísa, Pilar no quería que dijera que Antonio había repartido la tierra, sino Marcos y Capiz? 5 ¿Qué poder o inconveniencia tiene el decir? Para comenzar a dar respuestas presento los dos últimos personajes.
“Con Capiz”, Eloísa se refería a Efrén Capiz Villegas, fundador y coordinador vitalicio hasta su muerte, en 2005, de la Unión de Comuneros Emiliano Zapata (UCEZ). Esta organización fue fundada por varias comunidades, entre ellas, la de Zirahuén, en 1979, y fue la más importante del estado de Michoacán, con amplias relaciones políticas nacionales e internacionales. Los integrantes de la UCEZ reivindicaban el derecho de las comunidades a los recursos naturales que reclamaban como propios desde “tiempo inmemorial”.
Por su parte, Marcos Martínez, murió en 2011, fue líder del grupo de comuneros por más de tres décadas, participaba con la UCEZ; uno de los hombres más cercanos a Capiz. No todos los comuneros de Zirahuén eran parte de la UCEZ, algunos habían sido expulsados de en distintos periodos y por motivos diferentes, y otros nunca habían formado parte de ella. Sin embargo, ante las organizaciones políticas y los académicos con los que este grupo de comuneros se relacionó entre 1979 y 2011, este grupo era presentado como la “comunidad indígena de Zirahuén”. Esta complejidad se presentará más adelante.
La conversación con Eloísa se realizó durante circunstancias tensas en la organización comunal; varios disputaban el liderazgo y los puestos de representación. Los comuneros estaban divididos en dos grupos, los llamaré: 1 y 2.
Los integrantes del grupo 1 seguían reivindicando el liderazgo de Marcos Martínez y Efrén Capiz. En sus discursos, anclaban el “origen de la comunidad” y sus derechos en “tiempos inmemoriales” que demostraban que los purépechas habían sido los primeros y legítimos dueños de las tierras que los comuneros actuales reclamaban como propias, pero de las que fueron despojados por los españoles y sus descendientes. Prueba de ello, afirmaban, era el amparo de posesión virreinal que la Real Audiencia de la Nueva España expidió a favor de su comunidad en 1733 por 21,500 hectáreas.
En cambio, para los integrantes del grupo 2, el “origen de la comunidad” tenía una fecha precisa: 1975, con la “recuperación de la tierra”. Además, no legitimaban sus derechos comunales a partir de una ascendencia indígena, sino por la participación activa, ya fuera propia o de sus padres y abuelos, o de los que consideraran aliados en momentos claves de la organización comunal.
A partir de estos dos “orígenes”, los comuneros trataban de que sus interpretaciones, sobre lo que había sucedido en la comunidad, predominaran por encima de los argumentos de los que cada uno de ellos producían como “contrarios”. Este recurso era necesario para que estuvieran en posibilidad de “ejercer sobre los otros discursos una especie de presión y de poder de coacción”; para legitimar su voluntad de verdad (Foucault 1992 [1970], 11) y, a su vez, justificar los derechos comunales propios y de sus aliados y, al mismo tiempo, descalificar a los “contrarios”. Debo aclarar que la constitución de estos grupos era sumamente volátil, su formación también dependía de conflictos personales que surgían durante los acontecimientos. Ello influía directamente en los cambios que su memoria pudiera sufrir y, por tanto, su recreación sobre la “historia de la comunidad”.
En otras palabras, lo que “realmente pasó” estaba en constante producción y disputa al igual que la participación de cada uno de los comuneros en momentos claves de la llamada “lucha comunal”. Sus interpretaciones podían tener diferencias e incluso ser contradictorias, según quien estuviera narrando, ya fuera considerado aliado o contrario. Para ello, era necesario que se apropiaran del poder de nombrar al otro, de apuntarlo, de definirlo (Barthes 2004 [1970], 51).
Lo que propongo es que las distintas interpretaciones sobre la historia de la comunidad eran una herramienta política indispensable para cada uno de los comuneros, en un ambiente de abierta confrontación por la tierra, la membresía y los liderazgos. Por eso era importante que lograran convencer a distintos públicos de que la historia que estaban narrando era la verdadera (Foucault 1992 [1970]).
Yeh, que a su vez recurre a los estudios de Michael Warner (2008), nos advierte que “no existe discurso ni manifestación dirigida a un público que no trate de especificar por adelantado […] el mundo vital de su propia circulación” (Yeh 2016, 80 y 94). Para Yeh, un público es “el espacio social creado por la circulación reflexiva del discurso” que esboza la imaginación de la circulación del discurso y de las personas que participan en su producción (Yeh 2016, 83). A partir de esta propuesta analizó al público como un protagonista fundamental que condicionó este tipo de discursos.
De manera específica, analizo los símbolos, significados y significantes de estos discursos como aspectos de creatividad ideológica que reflectan (en el sentido de que moldean e interpretan) lo que algunos o muchos coincidíamos en considerar como eventos o acontecimientos “que realmente sucedieron” (Volóshinov 1976 [1930], 7-8). Además, entiendo que lo simbólico de estos discursos “tiene una existencia tan concreta y una entidad tan manifiesta como lo material” (Geertz 1973, 10), que hacemos públicos a través de nuestras memorias que en este escrito entenderé como “psíquicas en su proceso, anacrónicas en sus efectos de montaje, de reconstrucción o ‘decantación’ del tiempo”. Así, estas memorias son el resultado de un complejo proceso interpretativo anacrónico (Didi-Huberman 2006, 40).
Cuando empecinarme en narrar lo que “realmente paso” se convirtió en un obstáculo para entender las reconfiguraciones que estaba sufriendo la organización política de la comunidad indígena de Zirahuén, recurrí a las propuestas de Didi-Huberman para entender que las memorias que los sujetos, de los que me ocupo, producían no dejaban de reconfigurarse, pues, en ellas coexistían diferentes tiempos y devenían en anacronismos. En esta lógica, entiendo la historia como intriga; “una retórica del tiempo explorado” (Didi-Huberman 2006, 12 y 41).
Ricoeur, plantea que, al esquematizar la atribución metafórica, la imaginación se difunde en todas direcciones, “reanima experiencias anteriores, despierta recuerdos dormidos, irriga campos sensoriales adyacentes” (Ricoeur 2002 [1986], 202). Por mi parte, propongo que de esta manera funcionan las memorias, los relatos que compartimos al otro y, al mismo tiempo, se desplazan hacia otros medios de comunicación, incluso el académico, generando nuevos contextos. Por ello, al igual que De Certeau, defiendo que “la memoria es ejecutada por las circunstancias”, producto de una actividad llevada a cabo en momentos específicos (2006 [1975], 52-53).
El elemento productivo de los discursos no lo concibo como distorsiones o faltas a una pretendida verdad histórica, sino como un elemento que me permitió analizar las dimensiones sociales implicadas en los distintos argumentos en disputa y en la confrontación sobre los pasados comunales (Rufer 2010, 34). En otras palabras, al igual que Geertz, mi objetivo es analizar el discurso social (1973, 36).
En su obra Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida, Friedrich Nietzsche habla de tres tipos de historia: monumental, anticuaria y crítica. En este artículo sólo me ocuparé de la primera y la tercera porque creo que eran los dos tipos de historia que estaban en disputa entre los comuneros. A decir de este filósofo, para la historia monumental es necesario que los individuos ubiquen en cadena sus grandes momentos de lucha y esta historia debe ser eterna. Sin embargo, siempre hay otras consignas que tratan de imputarla a través de la historia crítica (Nietzsche 2004, 49 y 51-52).
Entre la década de los 1980 y 2011, el discurso predominante, sobre todo, entre públicos externos a la comunidad era el que producían los integrantes de la UCEZ y que era el reivindicado por el grupo 1. Este discurso lo analizo como la historia monumental (Nietzsche 2004) y los argumentos del grupo 2 como la historia crítica.
Desde este posicionamiento, entenderé a la comunidad no como una entidad jurídica -aunque no niego su importancia-, sino como una organización política que está en constante reconfiguración al igual que su pasado histórico que tenía “una función vital en la construcción de la identidad comunitaria”, pues, defenderé que la historia, como narrativa, está fundada en la realidad y a través de ella tratamos de producir una imagen que trame pasado, presente y futuro (White 2010, 14 y 210).6
Contexto económico
Zirahuén es tenencia del municipio de Salvador Escalante, Michoacán, con una población cercana a las tres mil personas, poco más de 21,500 hectáreas situadas alrededor de un lago cuya superficie está entre los 9.3 y 10.48 km2. Aquí coexisten tres formas de representación con sus respectivas jurisdicciones: la jefatura de tenencia, dependiente del ayuntamiento municipal, y dos sujetos colectivos de derechos agrarios, el ejido (fundado en 1921) y la comunidad agraria. Esta última, desde fines de 1963, ha tenido, como uno de sus referentes jurídico-territoriales, la dotación de tierras compuestas de 604 hectáreas que el gobierno federal reconoció a su favor.
Dentro de la organización comunal hay tres tipos de membresía: los comuneros de derecho, de hecho, y los de derecho y hecho. Los primeros, comuneros cuyo nombre aparece en el censo comunal, reconocidos por el Registro Agrario Nacional (RAN) en distintos años a partir de 1970. Los segundos, aunque su nombre no estuviera en ese documento, se hacían merecedores a dicho reconocimiento gracias a su participación política en beneficio de la “comunidad”. Los terceros, cumplían con estos dos requisitos. Así, sólo los comuneros de derecho pertenecían a la comunidad agraria, mientras que a la reivindicada como indígena también la integraban los comuneros de hecho.
La constitución de la llamada “comunidad indígena de Zirahuén” -de la que me ocuparé en este escrito- era compleja debido a que aproximadamente dos terceras partes de la población no formaban parte de ella, pero podían llegar a serlo por distintos lapsos de tiempo, según se transformaran las condiciones históricas, tanto personales como sociales. Ello influía directamente en la constante transformación de los dos grupos antes mencionados, pues, la constitución de éstos estaba condicionada por alianzas y conflictos tanto personales como grupales, que podían cambiar de un día para otro y que a su vez influían en sus discursos sobre la historia de la comunidad. Esta complejidad la desarrollaré más adelante.
Además, aunque el comisariado de bienes comunales tenía su sede en Zirahuén, otros comuneros radican en localidades cercanas, organizadas como comunidades indígenas anexas a Zirahuén: Copándaro, Agua Verde, Santa Ana, Turián Bajo y Turián Alto, cuya ubicación muestro en el mapa siguiente. Éstas a su vez coexistían con las encargaturas del orden que dependían de la tenencia municipal de Zirahuén.
Las formas en que sus habitantes se han ganado la vida han variado a lo largo de los años. Antes de 1980, destacaba el uso de la tierra para la siembra, principalmente de maíz; se relacionaban con el lago mediante la pesca, y del bosque obtenían leña, tierra y resina que vendían en Zirahuén, Pátzcuaro o Santa Clara del Cobre; o madera para fabricar bateas y cucharas que después vendían en Pátzcuaro y, principalmente, en Quiroga. Otra forma importante de obtener el sustento era migrar a distintas partes de Estados Unidos o de la república mexicana. Desde mediados del siglo XIX, varios han viajado de manera constante a la zona conocida como Tierra Caliente de Michoacán para laborar en distintas actividades. Con este espacio han mantenido relaciones económicas, de parentesco y, en general, culturales. Otras actividades importantes han sido el comercio informal y las bandas musicales de viento.
A partir de los 1980, este espacio también ha sido un importante atractivo turístico. El empresario y burócrata moreliano Guillermo Arreola -fallecido en 2010- fue el primero en construir un desarrollo turístico a la orilla del lago. Ello ocasionó una revaloración y resignificación de la tierra, el lago y el bosque. Algunos comuneros construyeron pequeñas fondas rivereñas para ofrecer alimentos a los turistas. Por último, a partir de los primeros años del siglo XXI, comenzó un importante auge de la siembra de aguacate, principalmente por personas externas a Zirahuén, aunque los mismos habitantes, incluyendo a algunos comuneros, de manera paulatina, fueron sustituyendo los distintos usos que habían hecho de la tierra para sembrar árboles de aguacate.
“Tiempos inmemoriales”
Los comuneros, que eran liderados por Capiz y Martínez, a través de su discurso étnico identitario forjaron importantes redes de alianzas políticas. Como miembros de la UCEZ, en 1980, fueron parte de los fundadores de la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), organización campesina nacional. En 1986, fortalecieron su red al participar en la creación de la Coordinadora de Universitarios en Lucha (CUL), junto con organizaciones campesinas y obreras, así como los habitantes de once casas del estudiante ubicadas en Morelia y Uruapan, Michoacán. Posteriormente, el primero de enero de 1994, se declararon adherentes al Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el mismo día que sus integrantes lo dieron a conocer a la luz pública. De este movimiento surgió el Congreso Nacional Indígena (CNI), del que los integrantes de la UCEZ fueron miembros fundadores.7
En 2009, platiqué varias horas con Marcos Martínez en el patio trasero de su fondita familiar “La Sirena”, ubicada en el muelle general, al borde de la laguna. Al despedirme, me regaló un cuaderno rústico con hojas escritas a máquina y unidas por tres grapas con el título Porque luchan los comuneros de Zirahuén, editado en diciembre de 1993 en Morelia, Michoacán, sin especificar por quién. Al extender su mano, para que yo lo tomara, me dijo que éste me ayudaría a saber todo lo que habían luchado por conservar lo que él defendía; sus bienes comunales. Este escrito no tiene autor, quien o quienes lo hayan elaborado, estructuraron sus argumentos para que se entienda que los comuneros son los que narran. En éste, la “comunidad” es la única voz autorizada (María Alonso 1988, 36). Dicho texto lo comienzan de la siguiente manera:
Este es un documento que habla de nuestra historia, de cómo hemos luchado por nuestras tierras y nuestros recursos naturales. Porque cuando las tierras se pierden es como si nos fueran quitando pedacitos de nosotros mismos, porque ya no tenemos un territorio en donde podamos vivir en paz y morir tranquilos […] porque la tierra es nuestra vida y la de nuestros hijos y quien no la defienda perderá poco a poco su libertad y su vida.8
Además, en un apartado de este cuaderno: “Cómo se originó nuestra lucha”, se remontan a la época prehispánica y recrean un pasado glorioso en donde los indígenas que habitaban estos espacios vivían en armonía y hacían uso responsable del lago, el bosque y la tierra. Además, argumentan que sus “anteriores” trabajaban y se repartían los distintos productos de su labor, “pero su felicidad terminó un día, cuando supieron que iban a llegar unos hombres bárbaros, cuando el cielo se obscureció presagiando grandes peligros”. Esos “bárbaros” eran los españoles. A partir de ese momento dejaron de ser libres, comenzaron a pagar tributo y a trabajar para otros las tierras que antes habían sido de ellos. Además, argumentaban que, a pesar del amparo de posesión virreinal -que mencioné en la introducción de este texto-, los hacendados siguieron poseyendo la mayoría de los bienes comunales.
En este cuaderno estructuraron una conexión directa entre los españoles, hacendados y propietarios particulares que ostentaban propiedades que los comuneros reivindicaban como parte de sus bienes. A través de esta conexión trataban de deslegitimar la pertinencia de dicha propiedad, pues, los ascendientes de estos comuneros, que narraban el contenido del cuaderno, ocuparon esas tierras mucho antes “desde tiempo inmemorial”.
Esta línea temporal les permitió reivindicar los recursos naturales, económicos y de liderazgo en disputa como “nuestros”, de la “comunidad”; que eran ellos y de los que habían sido desposeídos. Es decir, propongo que en sus discursos producían lo que De Certeau llama “lugares comunes” y, por medio de ellos, trataban de influir en los posibles públicos (2000, XXIV) y así desplazar sus reivindicaciones a otros espacios fuera de la comunidad. Ellos esperaban que aprobaran sus argumentos, los reivindicáramos, fortaleciéramos y difundieran.9
La “recuperación de la tierra”
Para 2012, la UCEZ estaba seriamente debilitada, casi extinta. Las redes de apoyo con las que estos comuneros habían contado ya no existían.10 Además, Marcos Martínez había muerto un año antes, por lo que algunos comuneros se estaban disputando el liderazgo de esta comunidad y estaban formando nuevos grupos.
El 10 de agosto de ese año fui a presentarme con Gabriel Leal, el entonces presidente del comisariado de bienes comunales. Él me habló de Jesús Maldonado, un comunero de 90 años, y quien, a decir de Leal y algunos otros comuneros, era el que “sabía la historia de la comunidad porque había participado desde el principio en ella”. Gabriel se ofreció a acompañarme a casa de Jesús.
Una vez en dicha vivienda, Jesús me comenzó a narrar una serie de acontecimientos que no tenían orden cronológico. Entonces, su nieto Rogelio, de poco más de treinta años de edad, intervino y me preguntó: “¿pero usted quiere saber cómo empezaron?” Se dirigió a su abuelo y le dijo: “empiécele a contar de cuando recuperaron las tierras […] y allí va ir agarrando el hilo”. Entonces, Jesús comenzó a narrar lo que para él y Rogelio era “el principio de la comunidad”.
Vino un compañero que se llamaba, ese era de una organización, pero no era con ésta (UCEZ) […] Entonces se juntó esa gente, eran de Morelia, vino una brigada y nos dice “vamos a recoger los terrenos de nosotros” […] Ya también andaba yo de comunero, y se repartió el terreno […] Y de allí Antonio se quedó viendo del Ranchito para el lado de Tepamio y le dije, “¿qué estás viendo?” y dice “me está gustando para que le brinquemos a Tepamio, a agarrar las tierras […] son comunales y ellos las tienen.11
Para Jesús, al igual que para otros comuneros y comuneras que entrevisté posteriormente, fue a partir de este movimiento que sus participantes pudieron acceder a fracciones de tierra ubicadas en los siguientes predios: Tapimba, Tepamio y Japito, cuyos dueños eran Ignacio Mora, David Zamora, Eloísa Guido y Alfredo Manríquez, además de Choro, Santa Ana, El Cerrito Colorado y algunas fracciones ubicadas en Copándaro y Agua Verde.12 Por eso, para estos comuneros, “el principio de la comunidad” se ubicaba en 1975 y no necesariamente en los “tiempos inmemoriales”.
Fuente: con base en un mapa de los comuneros de Zirahuén con datos de la propiedad agraria actual. INEGI.
Además, Jesús reivindicaba a Antonio Alcántara como “el fundador de la comunidad”. Alcántara era originario de Zirahuén, pero a mediados de los 1960 tuvo que migrar a Pátzcuaro debido a que él, junto con uno de sus hermanos y padre, protagonizaron un enfrentamiento violento con cuatro hermanos de apellido Navarro -importantes propietarios privados en Zirahuén-. Una vez en Pátzcuaro, Antonio comenzó a construir vínculos con otros activistas sociales.
De manera breve, en los años 1970, tuvieron importancia significativa algunos movimientos armados en varios estados de México, que reivindicaban el socialismo como el sistema político y económico adecuado para conducir al país. En esas condiciones, un grupo de comuneros y de habitantes de Zirahuén y de sus rancherías anexas, liderados por Antonio Alcántara, llevaron a cabo dicha “recuperación”. Ellos fueron apoyados por los integrantes del MAR y por la Central Campesina Independiente (CCI), fundados en 1963 por iniciativa del Partido Comunista Mexicano (PCM).
Sin embargo, durante mis estancias de trabajo de campo, sobre todo, a partir de 2014, algunos comuneros me comentaron que los Alcántara habían decidido mantenerse al margen de la organización comunal a partir de los ochenta, debido a que no estuvieron de acuerdo en las decisiones que Efrén Capiz y Marcos Martínez estaban tomando y, sobre todo, porque los desplazaron de la dirigencia comunal. Ante la muerte de Marcos Martínez, los Alcántara -hermanos, hijos y sobrinos de Antonio, quien había muerto hacia 10 años- comenzaron a reclamar de manera sistemática el lugar que para ellos merecía Antonio en la “historia de la comunidad” como su fundador, así como el acceso a fracciones de tierra, ellos fueron parte de los comuneros que encabezaban el grupo 2.
Distintas interpretaciones sobre el origen de la comunidad y su historia
Luis Vázquez León asegura que Michoacán siempre fue prodigo para los proyectos utópicos. El más claro ejemplo fue el experimento social de Santa Fe de la Laguna dirigido por el obispo Vasco de Quiroga en 1539 y cuya influencia fue fundamental para que en el siglo XX alimentara una nueva etnicidad local. Para ello fue necesario homogeneizar lo heterogéneo del proceso que etnógrafos, historiadores y sociólogos retroalimentaron. La producción de esta utopía era necesaria para que la concepción de originalidad transitara con facilidad a la titularidad de derechos exclusivos. Sin embargo, esta utopía sólo pervive en los espacios públicos extralocales, como unidades territorializadas, con la denominación de “pueblo indígena originario” (Vázquez León 2010, 11-12 y 285).13
En este marco ubico las reivindicaciones de Marcos Martínez, Efrén Capiz y sus allegados. Sin embargo, entre los años 2012 y 2015, comencé a percatarme de importantes disputas entre los miembros de esta comunidad por el liderazgo, los recursos naturales y económicos. En esas condiciones, se comenzaron a formar dos grupos, que presenté en la introducción y desarrollaré en esta parte del artículo. Por un lado, estaban quienes continuaban reivindicando los liderazgos de Martínez y Capiz y ubicaban el “principio de la comunidad” en “tiempos inmemoriales”. Este grupo estaba dirigido por Gabriel Leal y su suegro, Bulmaro Zavala, quien había sido el presidente del comisariado de bienes comunales en el periodo inmediatamente anterior.
El otro grupo era liderado por Salvador Alcántara, hermano de Antonio y protagonista de la “recuperación”, y Anastasio Martínez, sobrino de Marcos y uno de sus colaboradores más cercanos y con quién había rotó lazos pocos años antes de su muerte por diferencias familiares. Este grupo desconocía la valides de los argumentos del grupo anterior. Ellos sostenían que Marcos y Efrén no habían estado desde el “principio”, es decir, no habían participado en la “recuperación de la tierra”, lo que deslegitimaba sus liderazgos. En este sentido, reivindicaban como su líder a Antonio y argumentaban que los derechos comunales los deberían definir a partir de la participación de cada uno de ellos en actividades políticas a favor de “la comunidad”, y no de una herencia de antepasados purépechas. O sea, para ellos, cada uno tenía que hacerse merecedor a dicha membresía y también la podían perder, lo que ocasionaba que la misma organización estuviera en producción perenne.
En estas condiciones era válido preguntarme: ¿quién había mentido: Marcos, Efrén y sus allegados o los Alcántara y Jesús Maldonado? Considero que la respuesta es no. Más aún, propongo interrogarnos sobre las condiciones que posibilitaban que sus interpretaciones sobre la historia de la comunidad estuvieran en constante producción y disputa.
Desde algunos planteamientos de Nietzsche argumento mi respuesta. Este filósofo nos asegura que la historia pertenece, sobre todo, al hombre de acción que huye de la resignación y para ello necesita a la historia y aspira a un lugar de honor en ella, pues, desde allí, podrá ser maestro de otros que tengan su misma meta. Para ello tiene que apropiarse del pasado mediante la historia monumental, que debe representarse eterna, incuestionable. Sin embargo, es precisamente esta pretensión lo que provoca las luchas, pues, el que quiera liberarse de ella lanzará una contraconsigna y recurrirá a la historia crítica. Esta transición puede traer complicaciones y “retomar el estado salvaje” (Nietzsche 2004, 49-51 y 58), donde distintos hombres de acción entraran en abierta disputa para que su propio discurso sobre la historia llegue a ser el monumental.
Volvamos a la conversación con la que comencé este artículo, la que sostuve con Eloísa Alcántara. De ella me interesa destacar cinco puntos: 1) la “verdad” y el haber sido una de las protagonistas en la “recuperación de la tierra”, la autorizaba a hablar de la “historia de la comunidad”. 2) La repetición como una alegoría de poder para convencer a los escuchas (Barthes 2004 [1970], 148). “A mí no me pudieron decir porque como me iban a decir a mí”. Es decir, no la podían desmentir porque ella poseía la “verdad”, gracias a que fue testigo de la “recuperación” del “principio de la comunidad” y contra ello Pilar no podía competir. A decir de Barthes, es en nombrar “hasta el infinito” donde reside la ejecución del discurso. Por ello es necesario producir un modelo constante para llegar a la alegoría del poder (2004 [1970], 48 y 103), poder que Eloísa quería lograr al repetir la no participación de Marcos Martínez y Efrén Capiz en dicho movimiento, Eloísa trataba de convencerme de la impertinencia de que estos dos fueran protagonistas de la “historia de la comunidad” y que así lo plasmara en mi escritura. A través de su voluntad de verdad (Foucault 1992 [1979], 8-9) trataba de excluir a los “contrarios” de mi narrativa, o que los plasmara como los “malos”, los que habían mentido y “traicionado a la comunidad”. 3) Los “contrarios” se podían apropiar de este movimiento en el discurso, sin importar que Martínez y Capiz no hubieran sido los que lo encabezaron o participaron en él, lo importante era que públicos específicos así lo creyeran. 4) Eloísa planteó una historia que no era estática, que se podía manipular según quienes estuvieran predominando en un tiempo específico. Pero, de manera simultánea, era una historia que ella trataba de recuperar y en la que estaba intentando reivindicar la validez del liderazgo de su hermano como el que “le dio tierra a la comunidad”, su “fundador”. Finalmente, 5) la importancia de que las versiones de Marcos Martínez, Capiz, Eva y Pilar se plasmaran por escrito y se desplazaran a otros espacios: “así escribieron ellos la historia, así la mandaron a Acapulco a que saliera”, y actuar en beneficio de los que, en ese momento, Eloísa consideraba sus “contrarios”. Es decir, la mentira podía tener efectos, se podía convertir en verdad, y de esa manera desplazarse en distintos tiempos y espacios. En un momento de nuestra conversación, para ella, mi investigación significaba el medio para contrarrestar dichos efectos, si en mi escrito plasmaba su versión de esta historia, ahora sería ésta la que iría a otros espacios y públicos. Que posiblemente entrarían en el mundo vital (Yeh 2016) en el que habían circulado los discursos de los “contrarios”, me refiero a activistas, burócratas y académicos.
El discurso era un fin en sí mismo en esta conversación, tomando en cuenta que “la palabra es el fenómeno ideológico por excelencia”, como lo aseguró Volóshinov (1976 [1930], 24-26, 31, 37 y 57-58). El fin ideológico de éste, y los demás discursos, que aquí he analizado, era naturalizar el sentido, para que no pudiéramos dudar de que él contenía la verdad. De esta forma, trataban de acreditar la realidad de la historia y, para ello, era necesario “naturalizar su producción y autentificar la ficción, que se escondía bajo la ‘sintaxis natural’” (Barthes 2004 [1970], 21). A partir de naturalizar este sentido, Eloísa era crítica de la historia monumental por lo menos durante las últimas tres décadas, pero, al mismo tiempo, trataba que la versión de ella y su grupo se convirtiera en la historia monumental, pues, era la única manera de que esta prevaleciera.
Nietzsche se pregunta: ¿De qué sirve, pues, al hombre contemporáneo la consideración monumental del pasado, el ocuparse con lo que otros tiempos han producido de clásico y de inusitado? Deduce que la grandeza que un día existió fue, en todo caso, una vez posible y, sin duda, podrá, otra segunda vez, ser posible; anda su camino con paso más firme (Nietzsche 2004, 53). En este sentido, Antonio Alcántara, para algunos comuneros era el ejemplo por seguir, el pasado ideal que querían hacer presente. Pero, para otros, era Capiz y Martínez.
Así, Eloísa, desde su posición, estaba produciendo la historia, hasta cierto punto en el sentido en que lo plantea Villoro, como la posibilidad de trascender su protagonismo y, en especial, el de su hermano, en la vida de la “comunidad”. Al momento en que esta comunera produce su propia interpretación y, parafraseando a Villoro, “le otorga un sentido y, a la vez, le ofrece una forma de perdurar en la comunidad que lo trasciende: la historia es también una lucha contra el olvido, forma extrema de la muerte” (1980, 50), estaba tratando de revivir el liderazgo de su hermano.
Desde allí, Antonio, después de muerto, todavía ejercía acciones a través de quienes lo reivindicaban, al igual que Martínez y Capiz. Ellos eran argumentados como figuras cronotópicas, cuyas biografías estaban en constante reconfiguración y, con ello, la historia de la comunidad; que es lo mismo, la constante transformación de las memorias en las que se abría un abanico de distintos tiempos (Didi-Huberman 2006, 22).
Florescano nos asegura “que en los tiempos en que se lucha simultáneamente por el pasado y el presente surge también con fuerza la crítica histórica, la revisión de los testimonios en que se funda la interpretación propia y la antagónica del pasado”. Para este historiador, ésta también es una disputa por la legitimación del poder y para tal objetivo se recupera, oculta, revalora, se integra o amputa el pasado (2005 [1980], 96-100). Por su parte, Ricoeur asegura que la referencia propia de la historia está relacionada con la referencia productora del relato de ficción, pues, lo que pasó ya es inverificable y sólo nos podemos referir a él en forma indirecta y es gracias a este juego entre la referencia indirecta al pasado y la referencia productora de ficción que la experiencia humana no cesa de reconfigurarse (Ricoeur 2002, 21 y 22)
Conclusiones
En las condiciones en las que hice mis últimas estancias de trabajo de campo fue en momentos álgidos de conflicto entre los comuneros de Zirahuén por el liderazgo y lo que ello significaba, es decir, el control de los recursos territoriales y económicos que reivindicaban como comunales y sobre los criterios de membresía. En estos conflictos intracomunales, la historia, como discurso, era una herramienta política en constante producción y disputa, y no la recuperación de hechos que estaban en un espacio llamado “pasado”.
En este sentido, y citando a Chesneaux, considero que la historia jamás es neutral ni permanece al margen de la contienda. Así, la historia puede ser un instrumento eficaz para crear las condiciones ideológico-culturales que faciliten el mantenimiento de las relaciones de poder. Por eso, para él, el pasado y el presente son inseparables (2005 [1980], 16, 21, 23 y 25). Yo agregaría que también las perspectivas hacia el futuro y los futuros frustrados, recordemos que uno de los argumentos más poderosos del grupo 2 era que Martínez y Capiz arrebataron el liderazgo y el lugar que Antonio merecía en la historia de la comunidad como fundador. Si lo anterior no hubiera sucedido, otro hubiera sido el camino de la comunidad, camino que, entre 2012-2017, ella aspiraba rehacer y para ello era necesario disputarse la verdad histórica (Foucault 1992 [1970]).
Aunque no hay que pasar por alto que cada individuo está inserto en procesos reales que se desarrollan en condiciones históricas, como lo recuerda Florescano (2005 [1980]). Sin embargo, los comuneros podían reinventar e incluso inventar sus memorias, según los alcances imaginativos del emisor, intereses específicos y los límites sociales en los que éste estuviera ubicado. Ello influía en la porosidad de las fronteras en la conformación de un grupo y otro, en las alianzas y enemistades entre ellos, y en la volatilidad de sus producciones históricas.
En esta constante reconfiguración de las memorias, sugiero que estamos imposibilitados para hablar de la verdad porque nuestro conocimiento sobre ella es inconcluso, no hay forma de que logremos retornar a “lo que realmente pasó” para, a partir de ello, elaborar nuestros argumentos y serle fiel a la llamada verdad histórica. Por ello, concuerdo con Didi-Huberman cuando asegura que, más que hablar del pasado, tendríamos que hablar de las memorias, pues, son éstas lo que el historiador interroga y no el pasado. Ellas son una mezcla entre los resultados de los sentidos que los sucesos dejaron y de las reinterpretaciones que el narrador hace de dichos sentidos. Por lo tanto, esto último tiene la posibilidad de destacar, omitir e incluso reinventar parte de los sentidos, forjados por ellos y otros, sobre sucesos pasados o que fueron reivindicados como tales (2006, 40).
Lo que he intentado defender en este escrito es que no es pertinente analizar la historia como un actante; como un espacio que está allí independientemente de nosotros y, de la que seleccionamos ciertos “hechos”. En lugar de vivir aferrados a la idea de “recuperar lo que realmente paso”, propongo que es más pertinente preguntarnos cuáles son los significados que el narrador buscaba darle al acontecimiento cuando lo nombró y porqué el nombrar también está en disputa. ¿Cuál es el “poder de nombrar”? (Barthes 2004).
Era en este poder de nombrar que posibilita la reconfiguración constante de las memorias de cada uno de los comuneros que, propongo sobre todo, estaban condicionadas por lo proyectos futuros, tanto grupales como individuales de cada uno de ellos. Por ello, sus discursos históricos no podían ser plásticos, pues éstos se debían modificar según cambiaran las condiciones políticas en la comunidad. En ese sentido, memoria, historia y comunidad estaban en constante reconfiguración. Probablemente, la versión que llegue a predominar se convertirá en la historia monumental, pero siempre estará latente la historia crítica.
Así, las disputas que analicé fueron por el poder de nombrar (Barthes 2004) a los sujetos, objetos e instituciones: quién era “comunero”, “aliado” o “enemigo”. En síntesis, quiénes eran la “comunidad”. Este tipo de reflexiones requieren seamos conscientes que nombrar es sujetar y cuanto más genérica es la nominación más fuerte es la sujeción. Por ello, propongo que deberíamos describir el sentido tomando en cuenta su movilidad y transformación, pues, de lo contrario, corremos el riesgo de naturalizarlos y convertirlos en verdad.