La leyenda de Hero y Leandro y su pervivencia
En la actualidad, parece haber en la academia un vívido interés por la historia de Hero y Leandro. Apenas en 2020, la helenista Silvia Montiglio publicó en Routledge una edición crítica del poema de Museo “Gramático”, Τὰ καθ̕ Ἡρὼ καὶ Λέανδρον (literalmente, “Lo relativo a Hero y Leandro”), con el texto griego, su traducción al inglés, una orientadora introducción (valiosa en particular por su recorrido a través de los principales tópicos literarios de la tradición que se congregan en este poema y el rastreo de influencias de otros autores en Museo) y un comentario filológico sucinto —más prolijo que el de Neil Hopkinson en la antología Greek Poetry of the Imperial Period (42-54 y 136-185), pero mucho menos profuso que el alemán de Karlheinz Kost (Bouvier-Verlag, 1971), el cual alcanza las seiscientas páginas—, sin embargo, suficiente para poder seguir el texto original. La misma estudiosa publicó en 2018 un libro sobre la historia y la recepción de esta leyenda en la propia Antigüedad, la Era Bizantina y la Edad Media: The Myth of Hero and Leander: The History and Reception of an Enduring Greek Legend. Por su parte, en 2019, el filólogo comparatista Brian Murdoch publicó en la editorial Brill otro libro sobre la influencia de esta historia clásica en la cultura occidental, llamado The Reception of the Legend of Hero and Leander. Finalmente, dentro de la filología hecha en español, destaca la traducción en versos alejandrinos del poema Hero and Leander de Christopher Marlowe que realizó Luis Ingelmo y publicó en la editorial Cátedra en 2017, con una introducción muy puntual y bastante crítica de algunos aspectos filológicos en torno a la historia del texto.2
Pese a que en primera instancia Hero y Leandro no parece ser una historia tan conocida como otras que provienen de la antigüedad grecolatina, los dos libros recientes mencionados que han abordado su recepción alcanzan las 304 y 424 páginas respectivamente; y no obstante su exhaustividad, uno puede seguir hallando textos literarios que se refieren a ella y no están incluidos en estos estudios, lo que obliga a reconsiderar aquella primera concepción. Por ejemplo, he encontrado una mención en la novela de caballerías española de mediados del siglo XVI Leandro el Bel, la cual fue probablemente escrita por el sevillano Pedro de Luján de acuerdo con los estudios más recientes.3 En los capítulos XIX-XX se narra la llegada del caballero Leandro el Bel al Castillo de Cupido, una hermosísima fortificación erigida en medio del mar y constituida por cinco torres, cada una de ellas consagrada a un estado amoroso diferente: la castidad, la desesperación, el descanso, la pasión y el desengaño (esta última, el recinto particular del dios Cupido). Dentro de la segunda torre, la de la desesperación amorosa, se encuentran estatuas de mujeres de la mitología grecolatina que atravesaron por esta situación: “a la redonda de aquella cuadra avía muchas figuras de mugeres que murieron por desastres de amores, como Tisbe por Píramo, y Hero por su amigo Leandro, y la sabia Medea por el cruel Jasón, todas tan tristes que no se quisieron (sc. Leandro el Bel y sus acompañantes) allí detener mucho” (50).4
No sólo la referencia directa en este pasaje a los nombres de los personajes son indicios de la presencia de la leyenda en esta novela; también parece haber muchos otros, aunque el argumento general sea totalmente diferente: 1) la acción transcurre en Constantinopla, que es prácticamente el mismo territorio físico donde ocurre la historia de Hero y Leandro; 2) hay un tratamiento preponderante del espacio marítimo, mucho más que en otras novelas de caballerías, como sucede en la leyenda;5 3) las torres que constituyen la fortaleza del dios del amor recuerdan de algún modo la torre en la que habita la legendaria Hero, que también se encuentra rodeada por el mar; 4) la disposición artística del Castillo de Cupido semeja la del templo de su madre, Venus, en la historia que nos interesa abordar aquí, que es atendido por Hero día con día y cuya descripción ecfrástica es ampliamente explotada en la versión de Marlowe;6 5) por último, lo más evidente: que el autor de esta novela eligió el nombre de “Leandro” para su protagonista, quien, por cierto, al ser llamado posteriormente “Caballero de Cupido”, devendrá en símbolo del amor, precisamente como ocurre con el Leandro legendario.
Pero no es éste el lugar para tales disquisiciones; tan sólo ofrecemos aquí este ejemplo para reafirmar, junto con los dos estudios de recepción recientemente publicados, que la leyenda de Hero y Leandro de ningún modo ha sido marginal en la historia de la literatura, que ha resurgido tanto entre los grandes poetas como entre los menos célebres y, por tanto, que su trascendencia en la cultura occidental, aunque se muestra discreta, parece ser cercana a lo inagotable.
Es posible que este tránsito sigiloso y a la vez persistente a lo largo del tiempo se deba a que esta historia constituye lo que hoy definiríamos propiamente como una leyenda, es decir, una narración ficticia popular anclada en elementos reales de tiempo y espacio que la hacen a su auditorio más asible y veraz que otro tipo de historias; esto, a pesar de que, justo por su popularidad, sea excluida, en principio, del arropo de los “grandes” géneros literarios y, en general, del de la literatura escrita: una narración oral que aborda un hecho que, por más maravilloso que resulte para quien lo oye, es considerado como algo que de verdad pudo haber acontecido alguna vez en un lugar determinado, pues ese sitio parece arrojar pruebas contundentes de su veracidad. Esto es justamente lo que ocurre con Hero y Leandro, una historia que parece derivar de la construcción de un faro, semejante al de Alejandría, en la ciudad de Sestos hacia el siglo iii a. C.7 Los geógrafos del siglo I Estrabón y Pomponio Mela, en sus descripciones de las tierras de Sestos y Abidos, patrias respectivas de los protagonistas, aluden a la leyenda, y ello pone de manifiesto el fuerte afianzamiento local que tenía esta historia.8 Museo mismo adopta el tono propio de una leyenda cuando rompe la cuarta pared de su narración para invitar directamente al lector a buscar la torre de Hero y el mar de Abidos en el que nadaba Leandro (vv. 23-27):
[…] σὺ δ̕ εἴ ποτε κεῖθι περήσεις, δίζεό μοί τινα πύργον, ὅπηι ποτὲ Σηστιὰς Ἡρὼ ἵστατο λύχνον ἔχουσα, καὶ ἡγεμόνευε Λεάνδρωι· 25 δίζεο δ̕ ἀρχαίης ἁλιηχέα πορθμὸν Ἀβύδου, εἰσέτι που κλαίοντα μόρον καὶ ἔρωτα Λεάνδρου (Musaeus 1994: 42-43).9
[Y tú, si un día pasas por ahí, búscame una torre, donde alguna vez la sestiada Hero se paró sosteniendo una antorcha mientras le indicaba el camino a Leandro. Busca también en la antigua Abidos el estrecho que resuena con el mar y que quizá todavía llore la muerte y la pasión de Leandro].
Unos versos atrás (vv. 4-5), Museo ya había apelado a la oralidad de la historia. Dice que él ha escuchado (“ἀκούω”, v. 5), en Sestos y Abidos, de la boda nocturna de Hero (“γάμον ἔννυχον Ἡροῦς”, v. 4) y del nado de Leandro (“νηχόμενον Λέανδρον”, v. 5). La narración del poeta se sostiene, entonces, según sus propias palabras, en lo que dice la gente de ese lugar; lo que él relatará es lo que ha oído al pasar por ahí y lo que cualquier otra persona puede escuchar cuando transite por esas ciudades, donde incluso hallará pruebas fehacientes, como la torre con su luz (tal vez, el faro) y el mar resonante.
Tengo la impresión de que, en general, al pensar en la literatura grecolatina de ficción, con mucha frecuencia se nos vienen a la mente —sin referirme a ningún género literario en particular— sólo las narraciones mitológicas, es decir, las historias etnorreligiosas que hablan de los héroes o las heroínas y sus aventuras, ya sean éstas bélicas, ya sean amorosas; las historias de los dioses, de las fundaciones de ciudades o del origen de los componentes de la naturaleza. Raro sería que nuestro primer referente fuera una leyenda, o bien, una fábula o un cuento. Y sin embargo, stricto sensu, tanto lo que entendemos hoy por “mito” como lo que entendemos por “leyenda”, por “fábula” y por “cuento” respondían a un mismo término para los griegos antiguos: μῦθος [mythos] —fabula, para los latinos—;10 esto es, una narración oral, ficticia y popular.11 Se trata de una manera de referirse a “la palabra, el relato en su acepción ‘fabulosa’”, ya que “a diferencia del logos, que es el discurso racional, el mythos alude al conocimiento y la expresión de una realidad que excede los límites de la experiencia y la razón” (Anna Trocchi: 144).12
El argumento convencional de la leyenda es sencillo y, en términos generales, es el siguiente: Hero es una doncella bellísima que vive en Sestos, ciudad situada en la costa europea del mar Helesponto (hoy llamado Estrecho de los Dardanelos); aunque se desempeña como sacerdotisa de Afrodita (Venus, para los romanos) —diosa de la sexualidad—, hace voto de castidad y permenece virgen a causa de la reverencia y el temor que tiene del poder de esta deidad y del de su hijo, Eros (Amor o Cupido, en la nomenclatura latina): una contradicción rotunda.13 Justo en la costa asiática del Helesponto, en Abidos, la ciudad geográficamente opuesta, vive Leandro, un joven apuesto que cierto día, siguiendo la costumbre de todos los muchachos de la región, acude a Sestos a las festividades de Adonis, amado mítico de Afrodita, para apreciar a las doncellas que participan de ellas. Ahí queda deslumbrado por la belleza de Hero y decide abordarla con un ingenioso discurso (μῦθος) que tiene el propósito de convencerla de que renuncie a la castidad y ceda con él a los placeres del amor que la diosa a quien ella rinde culto les demanda en realidad. Pese a que de inmediato siente una fuerte atracción por Leandro, Hero se resiste en un inicio a sus palabras, que no obstante le resultan igualmente atractivas; comienza a debatirse entre su deber, preservar su virginidad, y su deseo, rendirse ante las insinuaciones de aquel bello joven. Finalmente, se decanta por lo segundo y concede que él cada noche la visite en la torre donde habita, una torre a la orilla del mar en la que, por decisión de sus padres, ella está aislada del mundo con el fin de mantenerse casta; sólo una sirvienta la asiste y acompaña. Para poder encontrarse ahí sin que la gente se entere y ella no pierda su buena reputación, acuerdan que él nadará cada noche desde Abidos hasta Sestos (una distancia aproximada de 1 km 300 m), estará con ella en su torre y nadará de vuelta a su patria antes del amanecer; ella, por su parte, sólo tendrá la encomienda de encender, en cuanto el día llegue a su ocaso, una antorcha que lo guíe en su viaje nocturno. Con este plan, los dos logran disfrutar de los placeres sexuales por algún tiempo sin que ella pierda su respetabilidad: Hero sigue siendo considerada una sacerdotisa virgen durante el día, mas por la noche rinde a Afrodita el verdadero culto que ella le exige. Pero llega el periodo invernal y con él las tormentas, y la viabilidad de las aguas marítimas se vuelve sumamente difícil; los barcos dejan de navegar, pero esto no obsta para que los dos jóvenes continúen con sus encuentros. Una noche, a pesar del tiempo desfavorable, Hero enciende la antorcha y Leandro emprende su trayecto a través del mar; las tempestades encrespan las aguas al tiempo que hacen titubear la luz de la lámpara de la doncella hasta que la apagan, lo que provoca que él naufrague y pierda la vida. Llega el amanecer, y Hero, inquieta por no saber en toda la noche qué ha ocurrido con su amado, se asoma desde lo alto de su torre y lo busca con la vista por el ancho mar, pero no es sino al pie del recinto donde lo halla, desmembrado. Incapaz de soportar esta tragedia, la doncella se suicida arrojándose desde lo alto y cae al lado de Leandro para unirse a él por la eternidad, en las oscuras sombras de la muerte.
El tratamiento discreto de la leyenda era ya propio de la Antigüedad. A pesar de que podemos encontrar sutiles (a veces dudosas) alusiones a ella en varios autores latinos, a saber, Horacio, Propercio, Séneca, Lucano, Marcial, Estacio, Frontón, Ausonio o Sidonio Apolinar; o en autores griegos, como Antípatro de Tesalónica,14 además de los pasajes de Estrabón, Pomponio Mela y Virgilio a los que ya hemos hecho referencia, son sólo dos autores antiguos quienes abordaron la historia propiamente: Ovidio (43 a. C.-17 d. C.), en sus Heroides XVIII y XIX (dos cartas en dísticos elegiacos: la primera escrita por Leandro para Hero; la segunda, la respuesta de Hero a Leandro) y Museo (ca. siglos V-VI d. C.), en su epilio ya señalado. Esto, siempre y cuando nos decantemos, con mucha laxitud, por agrupar a este último poeta entre los escritores antiguos y no ya entre los bizantinos, pues, de este otro modo, Ovidio sería el único referente relevante de esta leyenda en la época antigua. Por lo demás, es preciso decir que, mientras que las Heroidas (Heroides, en latín) XVIII y XIX fueron la fuente más importante de esta historia para Europa durante la Edad Media, el poema de Museo lo fue para el Imperio romano de Oriente durante toda la Era Bizantina (ver Silvia Montiglio: 1-14).15 Habrá que esperar hasta el Renacimiento para que otro gran poeta, de talla universal, inspirado en aquellos dos, emprenda un nuevo tratamiento, propio y formal, de la leyenda. Me refiero evidentemente a Christopher Marlowe.16 Así pues, en las siguientes páginas abordaré las características más sobresalientes para mí y algunos problemas textuales de estas tres versiones —acaso las más importantes para acercarse a la historia—, con el fin de promover su lectura y de coadyuvar en la difusión de esta bella historia grecolatina; tres furtivos encuentros que tres grandes poetas, con su pluma, les propiciaron a Hero y Leandro.
Ovidio
Ovidio no nos ofrece una narración total de los hechos que componen la leyenda; es más, ni siquiera una versión parcial de actos reales. Él más bien exterioriza en sendas cartas los sentimientos de los amantes; los hace hablar en primera persona sobre el amor que sienten el uno por el otro. Gracias a las características del género epistolar, Ovidio decide, no que un narrador ajeno cuente en tercera persona la historia de estos jóvenes —a fin de cuentas, ¿quién supo en realidad de su amorío?—, sino que ellos mismos manifiesten su recíproco amor con sus propias palabras, con el carácter de intimidad, confianza, familiaridad y secrecía que suponen las cartas amorosas. Al leer las cartas de Hero y Leandro —y puede decirse que en general todas las Heroidas—, uno tiene la sensación de estar invadiendo la privacidad de los amantes, la sensación de haber abierto involuntariamente una cortina, para luego, lleno de curiosidad, cerrarla sólo un poco con el fin de poder husmear en los sentimientos más profundos de los personajes sin que ellos lo perciban.
En la valoración general que hace del estilo de las Heroidas, el filólogo mexicano Antonio Alatorre —quien, con tan sólo veintisiete años, en 1950 realizó una magistral traducción de estos poemas ovidianos para la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana— afirma en el prólogo de su edición:
Son irreprochables los enlaces de ideas, los encadenamientos de frases, el recorrido armonioso que hace (sc. Ovidio) de la gama infinita de los matices pasionales, y no de una manera fría y académica, sino palpitante de vida […] Así en todas las cartas; una idea tiene en germen otra idea, y el poeta pasa a ésta; cada pensamiento se exprime —se expresa— hasta su última gota (Alatorre: XVII).
Y en efecto, el gran distintivo de estas epístolas ovidianas es que rezuman pasión, vida —vida que se extingue y por tanto más intensa—: deseo amoroso. En estas líneas, Antonio Alatorre, con la perspicacia y la sensibilidad literaria que lo caracterizaron, hace referencia al flujo impetuoso —en incesante cambio— de pensamientos y sensaciones que muestran las y los autores mítico-legendarios de estas cartas ovidianas; una zozobra emocional, irracional, que en el caso de la carta que Hero escribe a Leandro se relaciona íntimamente con las borrascas, el movimiento del mar, y la fuerza y la debilidad entre las que se debate la antorcha de la heroína.
Si bien, por un lado, las cartas XVIII (“Leandro a Hero”) y XIX (“Hero a Leandro”) pertenecen a la colección general de veintiún epístolas ovidianas que tradicionalmente han sido llamadas Heroidas, por el otro, junto con las cartas XVI y XVII (“Paris a Helena” y “Helena a Paris”) y las XX y XXI (“Aconcio a Cídipe” y “Cídipe a Aconcio”) conforman un subgrupo: el de las “cartas pareadas”, donde los dos personajes involucrados en el conflicto amoroso escriben y, por tanto, donde también los amantes hombres hacen sonar su voz. Sin embargo, precisamente porque las quince primeras están escritas exclusivamente por mujeres y sus destinatarios son únicamente hombres, que no responden a las cartas, muchos filólogos a lo largo de la historia han considerado que las cartas pareadas no son auténticas. Esta cuestión, pienso, debería estar ya zanjada por completo, pues, entre muchas otras evidencias que legitiman estas epístolas como verdaderamente ovidianas (ver Ovidio 1996: 18-27) (pensemos tan sólo en el hecho de que las pareadas aparecen junto con las simples en todos los manuscritos), en términos generales, el estilo de estas cartas —que comparten entre sí el tema del matrimonio, y tal vez por ello en cada par de ellas los dos personajes involucrados hacen expresa su voz— (Ovidio 1996: 18) es sin duda el mismo que el de las primeras. En caso de que la pluma detrás de las cartas XVI-XXI fuera realmente la de un imitador del poeta, tendría que reconocerse entonces que el imitador era más ovidiano que Ovidio mismo, como ya insinuaba sardónicamente un antiguo estudioso: “It is strange that the genuineness of these poems was debated so long; if they are not from Ovid’s pen, an ignotus has beaten him at his own game” (Rand: 27). No entraremos más en estas minucias académicas; aquí asumimos que las cartas XVIII y XIX son auténticas.17
Museo
Por su parte, el poeta tardoantiguo (o bizantino) Museo, del que solamente conocemos su nombre y su profesión como maestro de literatura (Γραμματικός: “Gramático”),18 en el siglo v o siglo vi, en su poema Lo relativo a Hero y Leandro (Τὰ καθ̕ Ἡρὼ καὶ Λέανδρον) dotó a esta leyenda de una perfecta unidad textual escrita, con la narración detallada, en verso hexamétrico —el verso de los grandes géneros de la literatura grecolatina—, y cronológica de los sucesos principales de la historia: los antecedentes al primer acercamiento de los amantes y el delineamiento de sus caracteres; luego, su enamoramiento, sus encuentros furtivos y, por último, su trágica muerte. El estilo de Museo, el propio de un “gramático” y de un autor heredero de la estética helenística e imperial, abunda en elementos retóricos y en usos preciosistas de la lengua griega, que la enaltecen; gusta de las asonancias, las repeticiones, el tono sentencioso y la erudición léxica.19 Estas cualidades fueron valoradas muchos siglos después por uno de sus más grandes compatriotas, el poeta griego moderno Constantino Cavafis, quien, en una revisión que hizo de sus predecesores bizantinos, afirmaba: “Museo, al tratar el tema de Hero y Leandro, enriqueció los tesoros poéticos de nuestra lengua con una obra muy bella y conmovedora” (Kavafis: 118). Por lo demás, es bastante probable que Museo, un erudito en toda la palabra, haya sabido latín y haya podido conocer y leer las Heroidas de Ovidio, y en general la obra completa de este poeta, como deja ver en varios de sus versos (cfr. Torres y Montiglio: 4-5).
No obstante, durante el Renacimiento, Museo fue identificado con el mítico poeta arcaico homónimo que, junto con Orfeo, se erigía como uno de los padres de la poesía lírica para los griegos antiguos (Marlowe, que al parecer creía también en esto, o al menos gustaba de pensarlo así, lo llamará en su poema “divine Musaeus”, v. 52). Esto sin duda influyó, aparte de sus evidentes cualidades artísticas, en que su epilio fuera ampliamente leído en aquella época. El famoso impresor veneciano Aldo Manucio, que en 1494 publicó la editio princeps del poema, fue el causante de esta confusión —quizá de forma intencionada— cuando afirmó que estaba publicando realmente la obra de ese antiquísimo poeta, si bien es posible que ya en su tiempo el propio Museo pretendiera esta asociación de su persona con la del vate mítico arcaico (Montiglio: 28). Además, en una reedición hecha entre 1497 y 1498, Manucio, con el objetivo de ganar en ventas a otra edición, la de Juan Láscaris, que surgió por aquellos años en Florencia, tradujo el poema al latín, con lo cual dotó a la obra de más elementos para su extensísima difusión por Europa (Montiglio: 28-29).20 De aquí proviene con toda seguridad la versión española de Juan Boscán, titulada “Leandro” y publicada en 1543, una traducción muy libre en verso, además de extensa (2, 793 versos, en comparación con los 343 del original), del poema de Museo, la cual, al tratarse de una traducción o adaptación de la obra de este poeta griego, no constituye precisamente una versión propiamente original.21
El poema de Museo constituye el relato más completo de esta leyenda en la época antigua. Pertenece, en sentido lato, al género literario que la filología clásica moderna ha denominado “epilio” (ἐπύλλιον, esto es, un “epos pequeño”). En principio, en este género, que es propio de la literatura griega helenística e imperial (y de la latina, como su heredera), se inscriben los poemas de mediana extensión compuestos en hexámetros dactílicos —por excelencia, el metro de la épica (epos)— que tratan de algún episodio en la vida de un personaje mítico (ver Baumbach y Bär),22 si bien su definición es problemática, pues se han barajado como rasgos fundamentales otros que van más allá de esta primera concepción, a saber: 1) que este género parodia a los héroes épicos, 2) que aborda más bien a personajes femeninos o 3) que necesariamente contiene una historia de amor (Baumbach y Bär: IX-XI). Como ejemplos se consideran frecuentemente la Europa de Mosco de Siracusa, poema del siglo II a. C., o bien, La toma de Ilión de Trifiodoro o El rapto de Helena de Coluto, dos obras de dos poetas relativamente contemporáneos a Museo. Controversial resulta incluir sin más también Hero y Leandro en esta categoría, pero nos ceñimos aquí a la última (y de algún modo también a la penúltima) de las características señaladas: la de la historia amorosa narrada en el metro de la épica.
Christopher Marlowe
Más difícil es decir a qué género pertenece la tercera obra que nos interesa otear en este artículo y que, como hemos dicho, es también la tercera que aborda formalmente y de un modo original la leyenda: el poema renacentista Hero and Leander de Christopher Marlowe (1564-1593). Pese a la gran influencia que tiene de los versos de Museo, a quien es evidente que el poeta isabelino conoció y leyó tal vez en la lengua original,23 el poema de Marlowe no constituye una traducción de ellos, como es el caso del de Boscán, sino una versión con una propuesta propia. Resuenan, desde luego, versos e ideas del poeta griego, pero también de Ovidio, a quien por cierto Marlowe tradujo en sus primeros años de juventud (debemos a Christopher Marlowe la primera traducción de los Amores ovidianos a una lengua moderna)24 y cuya huella es asaz visible en los versos pareados (dístico heroico) con los que el poeta inglés estructura Hero and Leander, que claramente recuerdan los dísticos elegíacos del poeta latino.25 Junto con otras composiciones parecidas de su tiempo (como Venus y Adonis de Shakespeare, compuesto en los mismos años que, se cree, Marlowe escribió su poema: 1592-1593), el poema marloviano también ha sido incluido en el género que es difusamente llamado “epilio”;26 sin embargo, esta obra es transgresora en muchos aspectos, tanto de forma como de contenido, y por ello debemos tener en cuenta que también es reacia a recibir esa determinación genérica, especialmente porque, a nivel formal, sus dísticos la vinculan más con el tono elegiaco que con el epílico. Sería interesante revisar hasta qué punto, con ello, Marlowe está fusionando a Ovidio y a Museo en su poema.
Por otro lado, el poema de Marlowe ha enfrentado un problema más debido a que se publicó póstumamente, entre los años 1597 y 1598 (Marlowe murió en 1593). Por casi cuatro siglos, desde su segunda edición en 1598 y hasta prácticamente finales del siglo pasado, se imprimió con una continuación que escribió el poeta George Chapman. Aún en 1981, Fredson Bowers, el editor de la obra completa de Marlowe en la Universidad de Cambridge —universidad de la que fue alumno el propio poeta exactamente cuatrocientos años antes (!)— lo imprimió con ella y mantuvo la división tradicional en “sestiadas”, seis secciones a modo de capítulos que también impuso Chapman a la obra y que toman su nombre evidentemente de la ciudad donde en realidad ocurre toda la leyenda: Sestos, la patria de Hero.27 Las dos primeras sestiadas conforman la auténtica composición de Marlowe: en total, 818 versos; las cuatro restantes son la continuación realizada por el otro poeta y rebasan los 1,600 versos.
Mucho se ha debatido sobre si el poema marloviano original es una obra de verdad acabada o si, más bien, debemos asumir que quedó inconcluso, en primer lugar, porque no termina con la muerte de los amantes, como lo hace el epilio de Museo, pero sobre todo por el curioso hecho de que los 818 versos tienen como colofón desde su primera edición una frase en latín, achacada a Marlowe, que al punto reza desunt nonnulla (literalmente, “faltan algunas cosas”), con la que el poeta estaría aludiendo al trágico final. George Chapman, so pretexto de cumplir con la encomienda que supuestamente Marlowe estaba solicitando con estas palabras, a saber, que alguien concluyera su poema, que quedaría truncado por su muerte en 1593, se propuso escribir la continuación.
Ciertamente la composición original no finaliza con la muerte de los amantes, momento de la leyenda que tanto el editor, Edward Blunt, como George Chapman, que en teoría era “amigo” del poeta, debieron de haber considerado crucial e imprescindible. No obstante, el poema también puede —y todo parece apuntar a que en realidad debe— ser visto como una obra completa, como han empezado a defender algunos filólogos desde hace poco más de cincuenta años. Al respecto, es importante señalar que el propio Marlowe, al afirmar que Museo ya había cantado el trágico final (“whose [sc. de Hero y Leandro] tragedie divine Musaeus soong”, v. 52), podría estar implicando que él ya no cantará la muerte de los amantes porque su predecesor ya lo había hecho. Sea como fuere, el editor Louis Martz fue el primero que, en 1972, se apartó de la estructura convencional del poema;28 lo secundó la académica Marion Campbell, en 1984, con su artículo “Desunt nonnulla: The Construction of Marlowe’s Hero and Leander as an Unfinished Poem”. Luego, Roma Gill, en 1986, tan sólo cinco años después de la monumental tarea de Fredson Bowers en la Universidad de Cambridge,29 editó también la obra completa de Marlowe en la Universidad de Oxford y, para el caso de Hero and Leander, imprimió sólo los versos verdaderamente escritos por este poeta, otorgándoles una “nueva” numeración —continua, sin la división en “sestiadas”—, afirmando: “I can see no justification for including Chapman’s work in a modern edition of Marlowe’s poem” (Marlowe 1986: 185). De la misma postura es Luis Ingelmo en su traducción al español publicada por la editorial Cátedra en 2017 y en cuya introducción puede leerse un detallado recuento de estas cuestiones de transmisión textual.30
Parece poco verosímil, si no es que francamente descabellado, pensar que Marlowe, que fue asesinado de forma inesperada en una reyerta la noche del 30 de mayo de 1593 (ver Marlowe 2017: 21-22),31 presagiara su propia muerte y encargara que su poema fuera “completado” por alguien más. Esto ha llevado a considerar que la frase en latín más bien fue escrita arteramente por Blunt o por Chapman con el fin de justificar la continuación que habrían de añadir a partir de la segunda edición.32 Puede que haya habido razones mercantiles —de ventas, como las de Manucio con el poema de Museo— por parte de Blunt; pero es más probable que la añadidura de esta frase se debiera a una actitud oportunista y moralina por parte de George Chapman,33 pues, como ya decíamos, el Hero and Leander de Marlowe es deliberadamente transgresor34 y explota mucho más que Ovidio y Museo el tema de la sexualidad, que ya por sí mismo es inherente a la leyenda: el poema inglés termina justamente después de que Hero y Leandro han consumado el acto sexual. Como afirmaba el gran filólogo C. S. Lewis, esta obra de Marlowe es una celebración desvergonzada de la sensualidad; según él, la mayor de cuantas pueden encontrarse en la literatura inglesa.35 Y en efecto, podríamos ir incluso un poco más lejos y decir que el poema es una desvergonzada celebración de la lujuria y la sexualidad; y esto es tal vez lo que haya orillado a Blunt y concretamente a Chapman a “completar” el poema —en realidad, intentar “enmendarlo”— no sólo con el episodio “faltante” (esto es, la muerte de los amantes), sino sobre todo con un tono moralizante: Hero y Leandro pasan de ser dos personajes de una oda al deseo carnal en los versos de Marlowe a dos enamorados que sufren el castigo fatal, en Chapman, por no estar bendecidos por el sagrado matrimonio (ver Marlowe 2017: 70-76).36
Así, coincido con la “reciente” manera de aproximarse al texto, pues ¿por qué hemos de considerar que Marlowe debió de haber querido abordar forzosamente la historia de Hero y Leandro de un modo circular, de principio a “fin”, como lo hizo Museo, si tenemos en cuenta que ya desde Ovidio había sido tratada con una perspectiva diferente: desde el género epistolar, que provoca discursos totalmente subjetivos y recurre a un enfoque psicológico e introspectivo; con cartas escritas por los protagonistas mismos, en las que desde luego los lectores nos vemos situados ya in medias res, sin ninguna introducción que nos describa cómo se conocieron y, por supuesto, sin la narración de su propia muerte, lo que sería un absurdo? No: la asunción de la sexualidad es el interés último de Marlowe en este poema y por ello éste termina justo cuando los dos protagonistas la han asumido y consumado. No parece que Marlowe quisiera ser un simple imitador más del poema de Museo, pues, como afirma Roma Gill, su editora en Oxford, “Marlowe was never a conformist”.
Nota final
Hemos revisado a grandes rasgos tres de las versiones más importantes de la historia de Hero y Leandro, como una invitación e introducción a su lectura. Muchísimos otros poetas y artistas la han abordado después de Ovidio, Museo y Marlowe; por ejemplo: entre los escritores, Góngora, Quevedo, Hölderlin, Keats, Byron, Tennyson, Paviç; o bien, entre los pintores, Rubens, Etty, Turner o Keller, por tomar sólo un pequeño puñado. Cada versión y cada lectura permiten a esos amantes legendarios revivir para encontrarse nuevamente en la intimidad; permitámosles nuevos reencuentros.