Los que tuvimos el privilegio de tratar al profesor Luis Gil Fernández echamos de menos su partida, ocurrida en Madrid, el 30 de septiembre de 2021, tras sufrir los embates de una prolongada enfermedad que había deteriorado su cuerpo, mas no su espíritu. Según me refirió uno de sus amigos, debido a esos problemas de salud, había llegado a pesar solo 38 kilos; con todo, permanecía con asombrosa lucidez. Don Luis había nacido en 1927 con lo que, colegimos, su vida se apagó pasados los 90 años. En uno de los últimos correos que me enviara, materializado a través de Gonzalo, uno de sus hijos, con humildad y serena resignación, me escribió: “He cumplido 94 años y todo mi mundo ha desaparecido. Los años que me quedan son una propinilla sin sentido” (todavía resuena en mis oídos esa delicada metáfora con la que alude a su paulatino ocaso: “una propinilla sin sentido”). Y, en efecto, su mundo había desaparecido, así, por ejemplo, unos meses antes partía otro helenista de fuste a quien había tenido como compañero de labores; me refiero a Manuel Rodríguez Adrados, uno de los adalides de los estudios clásicos en España; empero, don Luis evocaba siempre a su preciado amigo y colega don Manuel Fernández Galiano, fallecido hacía ya varios años, quien, en diversas ocasiones, lo había invitado a disertar en la Fundación Pastor; junto con R. M. Aguilar coordinó la Festschrift en homenaje a Galiano (Apophoreta philologica, 1984).
Don Luis formaba parte del selecto grupo de filólogos al que, entre otros, pertenecían además de los citados Adrados y Fernández Galiano, Martín Sánchez Ruipérez, José S. Lasso de la Vega y, entre otros, los conocidos latinistas originarios de la Universidad de Salamanca: Antonio Tovar y Agustín García Calvo. Entre otros hechos notables referidos a la labor de don Luis como helenista está el haber coordinado la ya famosa Introducción a Homero (Madrid, Guadarrama, 1963, 558 pp., agotada de inmediato y luego reeditada) que recoge trabajos de Adrados, Galiano, Lasso y del mismo Luis Gil. Dicha obra focaliza la quaestio homérica como un proceso colectivo de narración en el que -siguiendo a M. Parry- lo formulario y lo esquemático son sus rasgos dominantes. Fue tan grande el prestigio de esta obra al extremo de ser celebrada por scholars en las principales revistas inglesas de filología clásica.1 Siguiendo las líneas de Parry, de W. Ong, de E. Havelock y de otros lingüistas, don Luis continuó ocupándose del problema de la oralidad frente a la escritura, aspectos sobre los que dejó su parecer en diversos papers publicados en revistas de la especialidad.
Acerca de su formación profesional, destaco que tuvo el privilegio de ampliar su campo del saber tanto en universidades de Gran Bretaña y Alemania, cuanto en una estancia de investigación en la Biblioteca Nacional de París, circunstancias que en él supieron dar frutos.
Luis Gil fue un escritor muy prolífero que cultivó con originalidad dos campos de estudio: el helenismo clásico y el humanismo español. En los últimos años, aunando lo griego con lo hispánico estaba empeñado en abordar los vínculos de la diplomacia y el comercio de España con el mundo oriental a partir de textos cifrados de los que uno de sus discípulos -J. M. Floristán- había logrado descubrir las claves; resultado de esa labor es el volumen Epistolario diplomático.
De su vasto corpus sobre temas helénicos pongo énfasis, entre otros trabajos, en uno de sus primeros libros donde se aprecia su aguda mirada sobre la Antigüedad clásica, me refiero a Censura en el mundo antiguo (Madrid, Revista de Occidente, 1961). Tras él apareció Los antiguos y la ‘inspiración poética’ (Madrid, Guadarrama, 1967), obra de valía en la que, con agudeza, penetra en el delicado problema de la inspiración. Allí pasa revista a diferentes testimonios, desde el legendario mundo de las Musas en Hesíodo, Píndaro y Demócrito, hasta el parecer del eclecticismo tardío (Mario Victorino y Macrobio). En dicho estudio atiende al poeta Horacio cuando en su Ars (vv. 296-297) consigna “excludit sanos Helicone poetas / Democritus”. Este trabajo pone su acento en el thaûma, ‘asombro’, señalado por los griegos, punto de arranque de la poesía y del cavilar filosófico según consigna Platón en el Teeteto. El thaûma nos conecta con lo inexplicable, con la maravilla, con los sueños y, mediante ellos, con el misterio. En 1969 dio a estampa Therapeia. La medicina popular en el mundo clásico, con elogiosa “Introducción” del conocido médico e historiador P. Laín Entralgo, hoy contamos con su segunda edición (Madrid, Triacastela Ed., 2004, 553 pp., prologada por I. Rodríguez Alfageme).
En cuanto a las obras que competen específicamente al ámbito hispánico evoco Panorama social del humanismo español (1500-1800), ensayo por el que le fue conferido el “Premio Nacional de Historia” (2007). Con antelación, D. Luis había sido honrado entre otras distinciones con el “Menéndez y Pelayo” y, en 1999, con el “Nacional de Traducción” concedido este en particular por su versión de las Comedias de Aristófanes, modelo de traducción. En tal trabajo se demuestra su dominio de la lengua griega al volcar a nuestra lengua matices muy sutiles del helenismo en consonancia con diferentes niveles de lengua de los personajes dramatizados por el comediógrafo.
Respecto de su pensamiento y de la manera como entendió el legado del clasicismo, podría sintetizarlo diciendo que su propósito no fue otro que el de “rescatar el lógos vivo en la letra muerta” como puso de manifiesto en un discurso que, en 1995, pronunció en la Universidad Complutense de Madrid, al ocuparse de “La valoración de la obra escrita en la Antigüedad”.
Fue catedrático de Filología griega en las Universidades de Valladolid, Salamanca y Madrid y, cosa no frecuente, de las tres se retiró honrado como Emérito. Don Luis fue muy valorado por sus colegas y por sus alumnos. Su huella perdura en varios de quienes fueron sus discípulos: profesores y catedráticos hay muchos; maestros, pocos, y don Luis fue uno de ellos.
Conocí a Luis Gil durante el “VII Congreso de la Federación Internacional de Asociaciones de Estudios Clásicos” celebrado en Budapest en 1984 (con antelación había incursionado en parte de su obra), desde entonces seguí su magisterio desde el otro lado del Atlántico, dado que me hallaba en Argentina pero, durante los tres años que viví en España, lo traté con asiduidad. Años ha, tuve el privilegio de que prologara uno de mis libros (El mito del héroe. Morfología y semántica de la figura heroica, Fondo de Cultura Económica, 1a. ed., 1998). Don Luis estuvo a punto de venir a Buenos Aires para dictar un curso al que lo había invitado -y estaba muy entusiasmado al respecto-, pero problemas de salud frustraron ese propósito. Verlo y conversar con él era una fiesta para la inteligencia y para los afectos. Poco tiempo ha, en una nota que me pidieron donde comentara su partida, apunté: “Querido don Luis, aue atque uale”.