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Revista de la educación superior

versión impresa ISSN 0185-2760

Rev. educ. sup vol.38 no.152 Ciudad de México oct./dic. 2009

 

Ensayos

 

Perspectivas y retos actuales de la autonomía universitaria

 

José Narro Robles*, Martiniano Arredondo Galván**, David Moctezuma Navarro***, Juan Aróstegui Arzeno**** y Luis Raúl González Pérez*****

 

* Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México. *Correo e: rectoria@servidor.unam.mx ; ** Correo e: victorag@servidor.unam.mx ; *** Correo e: davidmn@servidor.unam.mx ; **** Correo e: arostejf@servidor.unam.mx ; ***** Correo e: lrgonzalez@servidor.unam.mx

 

Ingreso: 22/10/09
Aprobación: 29/11/09

 

Resumen

Conmemorar los 80 años de la autonomía de la Universidad Nacional Autónoma de México es una oportunidad para evocar y recordar los procesos para su obtención formal, para reflexionar y tomar conciencia de sus implicaciones actuales. En un primer apartado, se vierten algunas ideas sobre la significación actual de la autonomía universitaria y la especificidad académica en que se sustenta. Después, se hace una reflexión sobre la responsabilidad y el compromiso con la sociedad que implica la autonomía universitaria; problemas y retos a los que actualmente se enfrenta. A manera de conclusiones, se precisan algunos de los rasgos especiales de la autonomía universitaria, en la vertiente de autogobierno; se hace una referencia a su significación en la UNAM con motivo de los 80 años de haberla obtenido y se alude a la necesidad, para que sea completa, de que las universidades públicas puedan contar con un presupuesto básico, por mandato de ley.

Palabras clave: Autonomía, UNAM, universidades públicas, presupuesto.

 

Abstract

To commemorate 80 years of the autonomy of the Universidad Nacional Autónoma de México is an opportunity to evoke and to remind the processes to obtain its attribute, to think and to be aware of the current implications. In the first part, some ideas are spilt on the current meaning of the university autonomy and the academic specificity in which it is sustained. Later, a reflection is done on the responsibility and the commitment to the society implicit on the university autonomy; problems and challenges which nowadays are faced. As a conclusion, some of the special features of the university autonomy are placed, in the slope of self–government, a reference is done about the deep meaning of this institution to the society.

Key words: Autonomy, UNAM, public universities, budget.

 

Conmemorar los 80 años de la autonomía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) es una oportunidad para evocar y recordar los procesos para su obtención formal, así como es también una ocasión privilegiada para reflexionar y tomar conciencia de sus implicaciones actuales.

En este ensayo se pretende analizar, en un primer apartado, algunas ideas sobre la significación actual de la autonomía universitaria y la especificidad académica en que se sustenta; se alude a los antecedentes de la autonomía tanto en la región latinoamericana como localmente y, de manera sucinta, también al proceso seguido en la UNAM; se distinguen las dimensiones o vertientes que implica la autonomía universitaria y se plantea, como condición de posibilidad, su relación con la democracia.

En un segundo apartado, se hace una reflexión sobre la responsabilidad y el compromiso con la sociedad que implica la autonomía universitaria; se plantean algunas de las vicisitudes, problemas y retos a los que actualmente se enfrenta; se presta especial atención a la relación entre autonomía y financiamiento, y se hace referencia también a su relación con la cobertura de la educación superior y, de modo particular, al análisis que realizó la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la dimensión de autogobierno de las universidades públicas autónomas y a la resolución que adoptó, emitida el 24 de junio de 2009.

En un tercer apartado, a manera de conclusiones, se precisan algunos de los rasgos especiales de la autonomía universitaria, en la vertiente de autogobierno; se hace una referencia a su significación en la UNAM con motivo de los 80 años de haberla obtenido y se alude a la necesidad, para que sea completa, de que las universidades públicas puedan contar con un presupuesto básico, por mandato de ley.

 

El significado actual de la autonomía universitaria

En un nivel teórico conceptual

El término autonomía evoca nociones como soberanía, emancipación, autorregulación y autogobierno. Autonomía, viene de dos palabras del griego: autós, de uno mismo y, nomos, norma o ley. Se opone al de heteronomía, que supone una actuación con base a criterios y normas impuestos por otros, que son externos o ajenos o que provienen de fuera. Implica la no dependencia de otros y la no subordinación.

La "auto–nomía" indica la capacidad de las personas, las instituciones o los Estados de darse a sí mismos su propia ley y gobernarse por ella, de ordenar su propio mundo y de configurar, en suma, su forma acostumbrada de ser, pues autos, ciertamente quiere decir, "sí mismo" y actuar por sí mismo como "autor", en este caso de su propio nomos. Por esto, significa autoconciencia, autodeterminación, independencia y, en definitiva, libertad (González, 2004).

Normalmente, con connotaciones e implicaciones políticas y jurídicas, se aplica a colectividades como municipios, provincias, regiones u otras entidades a las que, dentro de un Estado, se les reconoce la potestad para regirse mediante normas u órganos de gobierno propios.

El término se refiere también a individuos, sobre todo a partir de la ética kantiana, como la capacidad de tomar decisiones por uno mismo y normar la propia conducta en base a la deliberación racional. No está por demás recordar que la noción de autonomía, históricamente cobró preponderancia en la época de la Ilustración, en la que se proclamaba a la razón como la norma suprema de la sociedad y de los individuos, y que se puede caracterizar por la lucha contra el despotismo, la ignorancia, el paternalismo y la supertición, así como por promover la universalización de los derechos del hombre, el establecimiento del principio de laicidad y la instauración de la secularización de la sociedad y de las creencias y valores.

El propio Kant al referirse a la Ilustración, la define como la superación de una minoría de edad, que estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento y estar sujeto a la dirección de otro. Esto lo atribuye a la falta de decisión y de ánimo. Por ello, con su famosa alocución sapere aude, que se convirtió en divisa de la Ilustración, exhorta a tener el atrevimiento y la audacia de saber y de usar la razón.

En esta época, también concebida como de la Modernidad, se consolidaron los Estados Nación y se empezaron a establecer los sistemas educativos nacionales que en algunos casos afectaron a las universidades, al convertirlas en universidades de Estado, como en Francia con la universidad napoleónica que, por cierto, fue un modelo de referencia para el desarrollo de la universidad latinoamericana.

El surgimiento de los estados nacionales puede atribuirse a múltiples causas, entre ellas al desarrollo del comercio y de la producción de bienes y servicios, pero también a la evolución social y al desarrollo de la conciencia. La Ilustración contribuyó a ello con la revolución copernicana del conocimiento, el surgimiento de la ciencia y el dominio creciente de la naturaleza por la técnica, el desplazamiento de la visión teocéntrica por una visión antropocéntrica, así como con la difusión de ideas libertarias frente a regímenes impuestos.

El concepto moderno de autonomía apunta a la emancipación o liberación de la conciencia del estado de ignorancia y error por medio del conocimiento, a disponer del ejercicio de la razón y del pensamiento para llegar a adquirir la capacidad de darse normas a sí mismo, sin intervención de autoridad alguna.

Juliana González ha señalado que pocos conceptos tienen más significado para la Modernidad (de la que somos herederos) que el de autonomía, tanto en sentido jurídico como ético, político, antropológico y cultural en general, donde es evidentemente inseparable de los valores y derechos inalienables de la libertad y la igualdad. La concepción moderna de lo que es el hombre incluso considera que la autonomía es nota distintiva y definitoria de lo humano en cuanto tal (González, 2004).

Con relación al relieve que cobraron en esa época la autonomía y la racionalidad cabe hacer una digresión sociológica en el sentido que apunta Niklas Luhmann, de que en los intentos por caracterizar a la modernidad —que la asocian al mundo conceptual de la Ilustración racionalista y a la importancia que se da al individuo que se autodetermina– hace falta una teoría sociológica de la sociedad, que analice la continuidad en el plano de los desarrollo socioestructurales (sistema financiero, política organizada en forma de Estado, investigación que apunta a la modificación del saber, medios de comunicación de masas, derecho exclusivamente positivo, educación para toda la población, todos ellos fenómenos específicamente modernos).

Este autor señala que es entonces, como resultado del proceso evolutivo de diferenciación de la sociedad, que surgen y se constituyen distintos tipos de racionalidad específica, entre ellos: la racionalidad económica, la racionalidad política, la racionalidad jurídica y la racionalidad científica. Tipos de racionalidad que tienen consecuencias para lo que puede entenderse por racionalidad en la sociedad moderna, y que corresponden a la autonomización de sistemas parciales de la sociedad orientados y diferenciados por funciones especializadas: de la política, de la economía, del derecho, de la educación, de la ciencia, entre otros. La comunicación fundamental en la sociedad se estructura alrededor de estas funciones, y los problemas de la sociedad se tratan en el nivel de cada sistema parcial, que produce sus propias tipologías y soluciones de problemas (Luhmann, 1997: 14–20).

Con relación al sistema educativo, resulta interesante la observación que hace Luhmann, en el sentido de que la autonomía, como un valor y un espacio de libertad por el cual luchar, es a la vez una presión estructuralmente impuesta, como condición necesaria de la diferenciación de sistemas funcionales específicos y la eliminación de tareas operativamente ya no continuables para otros sistemas funcionales (Luhmann, 1993: 128).

La especificidad académica de la autonomía universitaria

Diversos autores han señalado que la universidad tiene fines propios que, a lo largo de la historia, la hacen ser la misma, pero a la vez diferente. Ha mantenido sus rasgos distintivos, aunque sus objetivos puedan expresarse en diferentes formas, en razón de los cambios y circunstancias de sus entornos socioeconómicos y políticos. "La universidad es la institución que ha conservado sus pautas fundamentales y sus funciones y papel social básicos en el curso de la historia" (Ruegg, 1994: XIX).

La universidad, como una constante a lo largo de más de ocho siglos, puede definirse como un espacio de vida intelectual, de cultivo del conocimiento. Como una instancia o institución de naturaleza académica. El cultivo del saber forma parte de la función y razón de ser de la universidad, lo que implica preservar la cultura, enriquecerla y recrearla, transmitirla y difundirla.

Por esta misión y vocación, por el saber y la cultura, se distingue la naturaleza y especificidad de la institución universitaria en su inserción en el conjunto social y en el servicio singular que presta a la sociedad.

Sin embargo, la investigación, la docencia y la extensión pueden adoptar criterios y modalidades distintos, según las circunstancias y condiciones sociales e históricas y, por ello, la expresión de los fines y objetivos de las universidades puede ser diversa.

La tarea fundamental de cultivar el saber define entonces a la universidad. Como organización y espacio social (de relaciones sociales), que tiene como eje de sustentación la cultura y, en alguna forma, lo que podría entenderse como la alta cultura, requiere de libertad como condición necesaria para realizarla; libertad de pensamiento, de búsqueda de la verdad y de expresión. Históricamente ha habido un reconocimiento de las diversas sociedades a esta tarea singular de la universidad, como espacio social que condensa expectativas diversas en relación al conocimiento, considerado socialmente necesario.

La autonomía universitaria implica ciertamente la autenticidad, o sea la fidelidad a la propia misión académica. La autonomía, inherente al quehacer académico, no significa una introversión y un repliegue de la universidad sobre sí misma que la incomunique del resto de la sociedad y la convierta en una "torre de marfil", sino al contrario: la actividad académica implica de manera esencial la comunicación del saber y de la cultura. Y es en el desempeño de esa misión académica como la universidad interactúa con la sociedad, y es en ella donde procesa con sus propios criterios internos las demandas y requerimientos que la sociedad le hace.

La autonomía de la universidad ha alentado la existencia de los más valiosos principios educativos, como son la libertad de cátedra e investigación, la pluralidad de posturas y creencias, éticas, políticas y religiosas, y de manera destacada la tolerancia y el respeto a la discrepancia.

La autonomía académica y la libertad de pensamiento significan tanto pluralidad como función crítica. La pluralidad y la crítica se manifiestan en todos los órdenes de la vida universitaria y van en paralelo con la búsqueda abierta y diversificada del conocimiento, con clara conciencia de que no hay una verdad única y definitiva y que las posiciones dogmáticas no tienen cabida ni sentido en una comunidad propiamente universitaria, así como que el mundo de la ciencia y la cultura en general es un mundo abierto, hecho de consensos y disensos, por eso vivo y en movimiento (González, 2004).

Estos principios tienen una estrecha relación entre la autonomía institucional y la de las personas que integran la comunidad universitaria. El hecho de que una institución sea autónoma, en alguna forma al menos deseable, implica que las personas que la constituyen también lo sean o que lleguen a serlo. En ese sentido la autonomía es también un ideal que se persigue, especialmente en la formación universitaria de los jóvenes, para que adquieran criterios propios de actuación en su vida adulta y profesional y tengan condiciones para que puedan valerse por sí mismos en forma responsable e independiente. En otro sentido, particularmente en las instancias colegiadas de deliberación y decisión, se requiere que las personas que toman decisiones en una institución autónoma sean ellas mismas autónomas (Dieterlen, 2004).

Autonomía y responsabilidad van de la mano, hay en ellas una implicación recíproca: autonomía implica responsabilidad, responsabilidad supone autonomía. La responsabilidad en las acciones o decisiones sólo pueden ser atribuidas a las personas o entidades que actúan libremente y no bajo la coacción o la sujeción a normas o criterios impuestos. La autonomía implica responder (dar respuesta o dar cuentas) en primer término ante sí mismo, y asumir las consecuencias o efectos de las decisiones adoptadas y de las acciones realizadas, implica también la capacidad de discernir y verificar la bondad o la eficacia de las mismas, con objeto de ratificarlas o, de ser el caso, rectificarlas. Y, dado que la vida en sociedad supone y tiene alcances y limitaciones, derechos y obligaciones, la autonomía implica, además, responderle o darle cuenta de las acciones o decisiones propias, así como responder ante otros, personas, grupos sociales o entidades diversas.

En ese sentido, la autonomía no se adquiere de una vez y para siempre, se va adquiriendo en su ejercicio cotidiano en un proceso siempre inacabado. De alguna manera, es también el resultado de un proceso educativo, de inculcación y de adquisición de determinados valores, en cuanto proceso de aprendizaje implica un esfuerzo de reiteración en el plano de las acciones y decisiones, para hacer de la autonomía un habitus, en el sentido de Bourdieu, como sistema de disposiciones durables y transferibles, y matriz de percepciones, de apreciaciones y de acciones, principio generador de prácticas y de formas de pensar, de ser y de hacer (Bourdieu, 1991).

Antecedentes de la autonomía universitaria actual

La autonomía universitaria se remonta a las primeras universidades medievales, entendidas como "corporaciones" de maestros, de estudiantes, o de maestros y estudiantes. Estas universidades fueron centros de vida intelectual que, para hacerla posible, reclamaron y lucharon por una autonomía con respecto a los poderes locales de los señores feudales, acogiéndose a la tutela y protección, sucesivamente según conviniera, de reyes, emperadores y de los papas. Posteriormente, la lucha por la autonomía se daría contra ellos, por la defensa de la libertad de pensamiento. Un punto de permanente tensión para la autonomía de la universidad, en todas las épocas y latitudes, ha sido el de su financiamiento, desde el Medioevo y el Renacimiento, en que los grandes señores y la Iglesia se comportaban como mecenas de las universidades y de los intelectuales, hasta el presente en que la mayoría de las universidades del mundo son sostenidas por los gobiernos centrales o por gobiernos de las entidades estatales o provinciales.

Se puede afirmar que el principio de autonomía es tan antiguo como la universidad misma. Ha sido una característica fundamental desde las universidades medievales. La autonomía es inherente al quehacer académico que implica y requiere de libertad de pensamiento y de expresión. La libre discusión de las ideas es parte esencial de la vida universitaria. Sin esa libertad no pueden darse con plenitud las actividades académicas. Por eso se afirma que los poderes del Estado más que otorgar o conceder la autonomía lo que hacen es reconocerla.

En la mayoría de los países de América Latina, una vez adquirida la independencia, se adoptó el modelo napoleónico para las universidades, que hasta entonces habían estado supeditadas a los poderes eclesiásticos y monárquicos. De esa manera, incorporadas a los nuevos Estados, las universidades se burocratizaron y perdieron la relativa autonomía que habían tenido, en varios casos se desdibujó la idea misma de universidad al constituirse solamente como escuelas aisladas para la formación de profesionales. Ese énfasis profesionalizante hizo que se postergara el interés y la dedicación a la ciencia misma.

El movimiento de Córdoba en 1918 constituye un antecedente de primordial importancia para la autonomía de las universidades latinoamericanas y, por supuesto, tuvo también una fuerte influencia en México. Fue el primer cuestionamiento a fondo de las universidades en el contexto de la emergencia de las clases medias urbanas que accedían a la universidad. Cabe recordar que en ese mismo año terminó la primera guerra mundial y se inició la revolución rusa.

La Reforma de Córdoba, señala Carlos Tunnermann, replanteó las relaciones entre la universidad, la sociedad y el Estado. Si la república trató de separar a la universidad de la iglesia, mediante la adopción del esquema napoleónico, que a su vez la supeditó al Estado, esa reforma trató de separarla del Estado mediante un régimen de autonomía.

El concepto de autonomía universitaria sustentado por el movimiento reformista de Córdoba era muy amplio: implicaba el reconocimiento del derecho de la comunidad universitaria a elegir a sus propias autoridades, sin interferencias extrañas; la libertad de cátedra; la designación de los profesores mediante procedimientos puramente académicos que garantizaran su idoneidad; la dirección y el gobierno de la institución por sus propios órganos directivos; la aprobación de planes y programas de estudio; la elaboración y aprobación del presupuesto universitario, entre otras cosas. Incluso se llegó a recomendar la búsqueda de un mecanismo que permitiera a la universidad su autofinanciamiento (autarquía financiera), a fin de evitar las presiones económicas por parte del Estado. Con esto, el concepto de autonomía adquirió características que en ese momento no existían en otras partes del mundo (Pantoja, 2008: 273).

El ideario de Córdoba se propagó por toda América Latina, dado que respondía a necesidades y circunstancias similares experimentadas en toda la región, además de la realización de congresos estudiantiles nacionales en diversos países se organizaron congresos internacionales, el primero de ellos en México en 1921, presidido por José Vasconcelos, entonces rector de la Universidad Nacional, y diez años más tarde se llevó a cabo también en México un congreso iberoamericano de estudiantes.

Según Tunnermann son once los principales puntos impulsados por el programa de la reforma universitaria: 1) autonomía universitaria –en sus aspectos político, docente, administrativo y económico– y autarquía financiera; 2) elección de las autoridades por la comunidad universitaria y participación de sus elementos constitutivos, profesores, estudiantes y graduados, en la composición de sus órganos de gobierno; 3) concursos de oposición para la selección del profesorado y periodicidad de las cátedras; 4) docencia libre; 5) asistencia libre; 6) gratuidad de la enseñanza; 6) reorganización académica, creación de nuevas escuelas y modernización de los métodos de enseñanza; 7) docencia activa y mejoramiento de la formación cultural de los profesionales; 8) asistencia social a los estudiantes y democratización del ingreso a la universidad; 9) vinculación con el sistema educativo nacional; 10) extensión universitaria y fortalecimiento de la función social de la universidad, proyección al pueblo de la cultura universitaria y preocupación por los problemas nacionales; 11) unidad latinoamericana, lucha contra las dictaduras y el imperialismo (Tunnermann, 2008: 84).

Al hacer un balance a los 90 años del movimiento de Córdoba, este mismo autor señala que es la iniciativa que más ha contribuido a dar un perfil particular a la universidad latinoamericana. Su acción principal se centró más que nada en el aspecto de la organización jurídica o formal de la universidad –autonomía y cogobierno– y menos en lo referente a la estructura académica, algunos de sus postulados llevados al extremo perjudicaron más bien el quehacer universitario (por ejemplo, la asistencia libre convertida en inasistencia) y propiciaron excesos y desviaciones, particularmente entre los estudiantes.

Como consecuencia del programa de reforma, ubicado entre las dos guerras mundiales, la extensión universitaria y la difusión cultural se incorporaron como tareas normales de las universidades latinoamericanas. Sin embargo, durante esa época, e incluso más adelante, siguió predominando en América Latina el modelo napoleónico profesionalizante de universidad, el cual no fue puesto en tela de juicio por el movimiento reformista, provocando una insuficiente atención de las universidades al desarrollo de las tareas de investigación y, por consiguiente, un severo retraso en la capacidad de la región para realizar investigación científica y tecnológica.

Marco Antonio Dias, académico brasileño que fue titular de la Dirección de Educación Superior de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) de 1981 a 1999, resáltala significación del movimiento de Córdoba al sistematizar y organizar una serie de principios que se convirtieron en marcos de referencia para la acción y en banderas para mejorar las universidades. Señala que, entre otras cosas, le debemos: 1) la consolidación de la idea de autonomía universitaria en la región; 2) la insistencia en la idea de tratar a los estudiantes como adultos, como sujetos y no como objetos de sus destinos; 3) la necesidad de que las instituciones universitarias mantengan vínculos con la sociedad, traten problemas de la sociedad, encuentren en la sociedad la justificación principal de su existencia. También señala que Córdoba fue un referente de líderes del movimiento del 68 en Francia, el cual marcó el fin de una época a escala mundial, en la que la educación podía permanecer reservada a una minoría y ajena a los problemas de la sociedad, y el comienzo de de una reforma universitaria (Dias, 2008: 99–100).

La autonomía universitaria en la UNAM

En el caso de México, en la presentación de la iniciativa para crear la Universidad Nacional, Justo Sierra esbozaba ya una noción de autonomía al señalar que la enseñanza superior al igual que la ciencia no tiene otra ley que el método, lo cual debe estar fuera del alcance del gobierno.

Es importante tener presente el contexto en que se procesó la autonomía universitaria, que se plasmó por primera vez en la Ley Orgánica de 1929. Creada en 1910, todavía en el régimen porfirista, la Universidad Nacional de México pudo subsistir en esa época revolucionaria, sujeta a fuertes presiones y a vicisitudes diversas. Como expresión de las mismas y como antecedentes de la ley de autonomía, cabe mencionar que Victoriano Huerta hizo expedir una Ley de la Universidad Nacional en abril de 1914, que abrogaba la de 1910, y en septiembre de ese mismo año Venustiano Carranza desconoció esa ley y, mediante un decreto, derogó varios de los artículos de la Ley Constitutiva de la Universidad Nacional de 1910.

La idea de la autonomía universitaria estaba muy presente en el ambiente de esos años, tanto por la irradiación del movimiento de Córdoba como por la movilización de los estudiantes y la organización de congresos tanto latinoamericanos como nacionales.

El proceso de la autonomía universitaria en México tuvo sus primeros atisbos en la regulación del entonces Colegio de San Nicolás de Hidalgo en el Estado de Michoacán en el año de 1917, así como en la legislación de la Universidad de San Luis Potosí en 1923, para llegar a tener una mayor concreción en la Ley Orgánica de la Universidad Nacional Autónoma de México de 1929.

De hecho hubo varias iniciativas previas para reconocer autonomía a la Universidad Nacional, que se hicieron llegar incluso a la Cámara de Diputados en 1917, 1923 y 1928. Formalmente la obtuvo en julio de 1929, luego de una huelga estudiantil en los meses de mayo y junio, aunque de manera parcial. Era parcial porque entre otras cosas facultaba al Consejo Universitario para designar al rector de una terna de candidatos presentada por el presidente de la República, el cual se reservaba el derecho de vetar resoluciones del Consejo Universitario, y obligaba a rendir informes anuales al presidente, al Congreso y a la Secretaría de Educación Pública (SEP) .

Conviene recordar que la huelga estudiantil y la promulgación de la Ley orgánica de 1929 se dieron en una situación de gran agitación nacional: a mediados de 1928 había ocurrido el asesinato de Álvaro Obregón que provocó una seria convulsión política; Portes Gil fue designado presidente provisional y se convocó a nuevas elecciones presidenciales; estaba en marcha el proceso de concertación de líderes revolucionarios, promovido por Calles, mediante la fundación del Partido Nacional Revolucionario, y paralelamente había ocurrido un levantamiento armado de varios generales que desconocían a Portes Gil y dirigido contra Calles, que fue cruentamente sofocado por éste.

Otras dos circunstancias tendrían gran importancia por sus repercusiones en la Universidad y con relación a la autonomía, por una parte, la campaña de Vasconcelos, que había atraído y movilizado a muchos universitarios, entre ellos algunos de los principales líderes del movimiento estudiantil y, por otra parte, las negociaciones del gobierno con la jerarquía eclesiástica para poner fin a la suspensión de cultos y a la guerra cristera, iniciada en 1926.

Pocos años después, se emitió una nueva Ley Orgánica en 1933, luego de la famosa polémica Caso–Lombardo, en la que se reconocía una mayor autonomía a la Universidad, en particular, la elección del rector directamente por el Consejo Universitario sin intervención gubernamental. Sin embargo, esa nueva ley suprimía su carácter nacional y restringía severamente sus recursos financieros, al otorgarle por única vez un fondo de 10 millones de pesos. Se inició una época muy difícil para la Universidad, con frecuentes conflictos internos y también con el gobierno, que trataba por entonces de promover una orientación socialista a la educación, y que para ello reformó el artículo tercero de la Constitución en 1934.

No fue sino hasta 1945 con la promulgación de la Ley Orgánica, todavía vigente, que se precisaron de mejor manera los mecanismos institucionales que han dado estabilidad a la Universidad, entre ellos de manera importante la Junta de Gobierno y el equilibrio entre cuerpos colegiados para la toma de decisiones y la adopción de normas para el desarrollo de sus funciones.

Con serias reservas en las dos primeras Leyes Orgánicas de la UNAM, y en forma más plena en la de 1945, el Estado implícitamente ha aceptado que sin el atributo de la autonomía, la Universidad estaría incompleta, además de que no podría realizar con eficacia sus labores de investigación, de docencia y de extensión y difusión de la cultura.

De entonces a la fecha la UNAM no ha estado exenta de tensiones y conflictos tanto internos como en su relación con el Estado. No obstante, los principios de la autonomía han hecho posible preservar a la Universidad como un espacio plural donde predomina la diversidad de pensamiento y el respeto a las diferencias, y en donde las soluciones para los problemas de la Universidad son decididas por los propios universitarios.

Esos principios han constituido una fortaleza para el cumplimiento de sus funciones en la medida en que han propiciado el diálogo y la concertación de voluntades no sólo con respecto a posturas ideológicas y políticas distintas sino también entre las perspectivas teóricas y formas de interpretación de la realidad que provienen de la diversidad de campos de conocimiento, académicos y profesionales, que se cultivan en la Universidad.

La UNAM ha logrado avanzar y consolidarse. Su desarrollo actual se ha alcanzado en buena medida gracias a su autonomía. Ésta le ha permitido superar y sobreponerse a las dificultades y a las crisis que ha enfrentado. El ejercicio de la autonomía ha generado un clima propicio para el avance del conocimiento y el crecimiento institucional, para generar nuevos espacios de interés y nuevos objetos de estudio, nuevos campos profesionales y nuevas entidades académicas.

La autonomía de la Universidad Nacional ha sido un proceso, un largo proceso, en el que se ha ido perfeccionando y en el que sus implicaciones saltan a la vista. Como proceso ha de entenderse como algo inacabado, siempre perfectible. Así ha sido, y al paso del tiempo, con sus inestabilidades y embates, ha podido madurar. Por ello, debe entenderse que la autonomía hay que cultivarla en el trabajo diario y por todos los integrantes de la comunidad, en particular los académicos y los alumnos, pero también por sus autoridades y todos sus trabajadores.

Con ocasión del reconocimiento del Congreso de la Unión a la UNAM por sus 75 años de autonomía en 2004, el entonces rector, Juan Ramón de la Fuente, señaló que:

en la Universidad Nacional, en sus luchas y avatares hemos aprendido que disentir es un privilegio de la inteligencia, no un pretexto para la violencia; y hemos aprendido, asimismo, que coincidir es un privilegio de la razón, una consecuencia de la libertad y no de la subordinación... Refrendar la autonomía implica fortalecer las relaciones internas entre los universitarios y también las externas con los poderes del Estado, en un marco de respeto irrestricto, de compromisos compartidos y de colaboración recíproca (De la Fuente, 2004).

Dimensiones o vertientes de la autonomía universitaria desde una óptica jurídica

Es conveniente destacar que la autonomía universitaria es un derecho cuyo fundamento está en la naturaleza misma de la universidad, en ese sentido la autonomía no le ha sido concedida a las universidades públicas sino que les ha sido reconocida por los poderes del Estado. Por otra parte, la adición de una fracción al respecto en el artículo tercero de la Constitución en 1980 no otorgó la autonomía a las universidades públicas, pues ésta les ha sido conferida por sus propias leyes orgánicas, lo que se hizo fue reconocer la autonomía universitaria y consagrarla en el máximo cuerpo jurídico nacional.

Es de destacar que esa adición en la Constitución implica ubicar los fines de las universidades públicas de educar, investigar y difundir la cultura en el marco de principios y valores que postula el artículo tercero: el desarrollo de todas las facultades, el amor a la patria y la conciencia de la solidaridad internacional en la independencia y la justicia; la laicidad; la cientificidad y la lucha contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios; la democracia como sistema de vida; la comprensión de los problemas nacionales; la convivencia basada en el respeto a la dignidad de la persona y el interés general de la sociedad, así como en los ideales de fraternidad e igualdad de todos los hombres, sin privilegiar razas, grupos, religiones, sexos o individuos.

Cabe recordar que la adición al artículo tercero se realizó en el contexto del proceso de sindicalización de los trabajadores universitarios en la década de los 70 y con relación a la necesidad de distinguir lo académico de lo laboral. Por ello, el inciso VII define la autonomía como la facultad y responsabilidad de las universidades de gobernarse a sí mismas; realizar sus fines de educar e investigar y difundir la cultura de acuerdo a los principios del artículo tercero, respetando la libertad de cátedra e investigación y de libre examen y discusión de las ideas; de determinar sus planes y programas; de fijar los términos de ingreso, promoción y permanencia de su personal académico, y de administrar su patrimonio. Se especifica, además, que las relaciones laborales tanto del personal académico como administrativo se regirán por el apartado A del artículo 123 de la Constitución y la Ley Federal del Trabajo, conforme a las características de un trabajo especial, de manera que concuerden con la autonomía, la libertad de cátedra e investigación y los fines de las instituciones.

Desde una óptica jurídica pueden distinguirse varias dimensiones de la autonomía, en cuanto a las libertades, facultades y competencias que implica o puede implicar, precisando que ésta se otorga en exclusiva a universidades e instituciones de carácter público, que en su mayoría tienen el carácter de organismos descentralizados y muy pocos desconcentrados, y que son creadas o establecidas en el orden federal por una Ley del Congreso de la Unión y en las entidades federativas por una Ley del Congreso local.

Conviene aludir aquí a los órganos constitucionales autónomos, a los que la propia Constitución les reconoce autonomía de actuación y de decisión, para el cumplimiento de determinados fines, de los cuales el Estado se sustrae debido a las características técnicas del servicio público que debe prestarse. En esta situación se encuentran, entre otros, organismos como el Instituto Federal Electoral, la Comisión Nacional de Derechos Humanos y el Banco de México. Aunque de un estatus parecido, la situación de autonomía de las universidades públicas en alguna forma es singular, por la naturaleza de sus funciones.

Al respecto, es pertinente señalar que la capacidad de decisión otorgada a las universidades públicas está supeditada a los principios constitucionales que rigen la actuación de cualquier órgano del Estado y que, en el ámbito de sus actividades específicas, deben apegarse a tales principios, de ahí que la autonomía universitaria no significa inmunidad ni extraterritorialidad, como situación de excepción del orden jurídico.

Una primera dimensión de la autonomía de las universidades —ligada al principio de la búsqueda de la verdad sin coacción– es de carácter histórico, técnico y académico, comprende la libertad de cátedra, de investigación y de examen y discusión de las ideas; comprende también autonomía técnica para organizarse académica y funcionalmente para el cumplimiento de sus fines de educar, investigar y difundir la cultura; para establecer planes y programas, y la facultad de expedir títulos profesionales y de grado. Adicionalmente, el atributo de establecer en exclusividad los términos de ingreso, promoción y permanencia del personal académico.

Otra dimensión de la autonomía universitaria es la que corresponde al gobierno institucional, y comprende la facultad y responsabilidad de autogobernarse; la facultad de nombrar a sus autoridades internas y la capacidad de sus miembros para participar en los órganos de gobierno.

Una tercera dimensión de la autonomía de las universidades públicas comprende el carácter legal, administrativo y financiero, que implica entre otras cosas: tener personalidad jurídica propia; la capacidad de establecer su normatividad y reglamentación internas; disponer de patrimonio propio y administrarlo libremente; la dotación de recursos públicos para el cumplimiento de sus fines, administrarlos conforme a prioridades propias y comprobar pública y externamente el uso de los mismos, así como generar ingresos propios, sin alterar sus fines, y disponer de ellos para realizar sus programas.

La autonomía universitaria también podría expresarse en cuatro vertientes de autonomía: autogobierno, autorregulación, auto–organización (académica) y autogestión (administrativa) (González Pérez, 2009).

Autonomía universitaria y democracia

Así como se ha apuntado que una institución autónoma requiere que sus integrantes también lo sean, sobre todo tratándose de una de carácter educativo como la universidad pública, la existencia y reconocimiento de la autonomía universitaria supone igualmente una sociedad con un considerable grado de autonomía y del funcionamiento de un Estado democrático. En un Estado autoritario donde no prevalecen las libertades para los ciudadanos, como lo hemos visto en países de América Latina en épocas no lejanas, tampoco se reconoce la autonomía universitaria.

La existencia de una sociedad y de un Estado verdaderamente democráticos es la condición de posibilidad de la autonomía universitaria. Y, por otra parte, es en las universidades públicas donde pueden interactuar los diversos sistemas de valores que caracterizan auna sociedad auténticamente democrática. Es allí donde las diversas cosmovisiones científicas y culturales en sentido amplio pueden reconocerse recíprocamente. Es en ese espacio de pluralismo donde los miembros de las diversas identidades que componen una sociedad nacional pueden estructurar su pertenencia social, sin replegarse en forma excluyente en su identidad étnica, regional, lingüística, cultural, religiosa, o de clase.

El significado de la autonomía universitaria tiene que ver con la vida misma del país y con su desarrollo, la creación y recreación de la cultura nacional, con la trascendencia social de sus actividades académicas y la identificación de sus egresados —profesionales, investigadores, profesores y expertos– como ciudadanos autónomos y, por eso mismo, participativos y responsables.

La universidad pública es parte esencial del sistema social, cumple dentro de él una función especial –expresada en los términos de sus fines de educar, investigar y extender la cultura—, pertenece a la sociedad y está a su servicio. Por ello, y porque se sitúa en la esfera pública de la sociedad, el quehacer universitario es un bien público que adquiere sentido dentro de un proyecto de largo aliento que apunta a la construcción de una sociedad justa, democrática y equitativa.

Es una institución fundamental para el desarrollo de la vida social y la búsqueda del bienestar común. Ha contribuido de manera significativa en la construcción de un Estado de derecho, en la promoción y defensa de los derechos humanos y civiles, así como en el reforzamiento de la identidad y la cohesión de la nación.

La universidad pública es, pues, una institución esencial para la vida democrática del país. Ha jugado y juega, mediante el cumplimiento de sus funciones, un papel de enorme importancia en la consolidación de los principios y valores colectivos que sustentan la democracia, entendida como lo señala el artículo tercero constitucional "no solamente como estructura jurídica y régimen político sino como un sistema de vida, fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo".

 

Perspectivas y retos actuales de la autonomía universitaria

Autonomía universitaria: compromiso y responsabilidad con la sociedad

Las funciones de educar, investigar y extender la cultura, no son fines en sí mismos, sino que constituyen medios para responder a la sociedad en la que se ubica e interactúa la universidad. El servicio a la sociedad, en la perspectiva del desarrollo humano sustentable, es un fin último que debe impregnar y dar sentido a las actividades académicas de las universidades públicas. Cumplen su misión de servicio a la sociedad produciendo nuevos conocimientos, formando técnicos y profesionales, profesores e investigadores o expertos, extendiendo la cultura y el conocimiento.

La formulación abstracta del fin último, como ha sido dicho, de servir ala sociedad requiere pasar a precisiones y concreciones. Antes que nada es indispensable reconocer que la sociedad mexicana no es un todo homogéneo, como tampoco lo es el conjunto de las universidades públicas.

Las necesidades sociales, cuando logran ser expresadas como "demandas" a la universidad pueden ser y son, con frecuencia, contradictorias. No todos los sectores y grupos sociales están en condiciones, por otra parte, de formular demandas a la universidad. Lo que sí puede afirmarse, sin duda alguna, es que la universidad pública es objeto de múltiples expectativas, desde las de los propios actores universitarios (profesores, investigadores, estudiantes, funcionarios, trabajadores), hasta las expectativas que el gobierno y los diversos sectores sociales tienen sobre ella.

Las funciones sociales que pueden atribuirse a la universidad en singular y en abstracto, dependerán en cada caso, por un lado, del grado de conciencia y de la intencionalidad que sea expresamente asumida por las instituciones y sus actores y, por otro, de las circunstancias concretas de la realidad geopolítica y social, así como de sus necesidades y requerimientos particulares.

Las situaciones locales de las sociedades específicas, en que están insertas las universidades plantean, en forma explícita o no, necesidades y requerimientos a las universidades que pueden ser muy distintos. Por ello, en el documento "Marco de acción prioritaria para el cambio y el desarrollo de la educación superior" de la Conferencia Mundial de Educación Superior de 1998, se establece que "cada institución debe definir su misión de acuerdo con las necesidades presentes y futuras de la sociedad" (Dias, 2008: 105).

Las características del entorno y de las propias comunidades y grupos sociales locales, pueden ser elementos decisivos para definir el perfil y la vocación institucional de las universidades y, por consiguiente, sus propios fines y objetivos.

Las perspectivas de futuro no pueden generalizarse, de igual manera, para todas las instituciones de educación superior y para todas las universidades. El discurso generalizante de un "deber ser" de las universidades públicas, en cuanto al desarrollo de sus funciones y la organización de sus actividades, resulta cada vez más cuestionado en cuanto a su sentido, su pertinencia y su eficacia.

Es evidente que se produce un proceso de mayor diferenciación entre las universidades en la medida en que cada una asume como misión propia atender, a través de las funciones académicas, las necesidades y demandas de carácter mediato e inmediato, sin que eso signifique excluir o delimitar el horizonte, en cuanto al interés y dedicación a problemas y necesidades del ámbito regional y nacional, o incluso internacional.

En ese sentido, cabe aludir a que la autonomía intrínseca a la naturaleza de la universidad, así como la autonomía formal reconocida por el Estado en el orden constitucional, le otorgan a ésta una capacidad de definición y de decisión en cuanto a sus fines y objetivos. Esta facultad de autodefinición distingue a la universidad pública de otros tipos de instituciones de educación superior.

Es a nivel de cada una de las universidades, y aún de cada dependencia universitaria, en donde corresponde enfatizar la concreción de las respuestas a las necesidades sociales. Es en ese nivel donde ha de haber una reinterpretación de las demandas y requerimientos explícitos, desde la perspectiva de la autonomía universitaria y del campo disciplinario de que se trate. En ese sentido no puede haber respuestas directas y mecánicas, sin la mediación de los criterios, valores y principios de la universidad y de los que son propios de cada campo disciplinario.

El conocimiento de la realidad social, económica y política del país, de la entidad y de la región, es una condición necesaria para responder con pertinencia y calidad a las demandas de la sociedad y es, también, una mediación para la interpretación de esas demandas, con la finalidad de poder traducirlas en ofertas académicas, en programas de formación, proyectos de investigación o acciones de extensión universitaria.

Al analizar el compromiso de las universidades con la sociedad, es oportuno aludir a la Declaración de la Conferencia Mundial de Educación Superior de 1998 que especifica que la educación superior debe reforzar sus funciones de servicio a la sociedad y más concretamente sus actividades orientadas a la erradicación de la pobreza, de la intolerancia, de la violencia, del analfabetismo, del hambre, contra el deterioro del medio ambiente y en oposición a las enfermedades, principalmente a través de un enfoque inter y transdisciplinario para analizar los problemas y las cuestiones planteadas.

En el mismo sentido, cabe aludir a los Objetivos del Milenio establecidos en la Reunión Cumbre del Milenio en el año 2000, organizada por las Naciones Unidas: erradicar la pobreza extrema y el hambre; alcanzar la enseñanza básica universal; promover la igualdad entre los sexos y la autonomía de las mujeres; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; combatir el sida, la malaria y otras enfermedades; garantizar la sustentabilidad ambiental y establecer un acuerdo mundial para el desarrollo.

La autonomía universitaria, implica no sólo un ejercicio permanente de análisis de las tareas propias, sino también de análisis de la realidad del país, de sus problemas y necesidades y, en especial, de sus asimetrías y agudas desigualdades, a las que las universidades públicas deben estar atentas para contribuir a resolverlas o aminorarlas desde sus saberes específicos. En particular, en tanto institución de carácter educativo, implica la reflexión sobre el proyecto educativo del Estado y, sobre todo, del proyecto de universidad pública en nuestro país.

Una responsabilidad fundamental de las universidades públicas consiste en elevar y garantizar la calidad de sus actividades académicas. La necesidad y exigencia de calidad aparece como una consecuencia o derivación del compromiso de la educación superior con las necesidades sociales o, en todo caso, como una condición necesaria para su cabal cumplimiento.

De alguna manera la pertinencia, entendida precisamente como la congruencia, oportunidad y adecuación de las actividades universitarias a las necesidades sociales, sería el componente fundamental de orden cualitativo, en el plano de la racionalidad y la significatividad social. Es evidente que bajo el criterio de pertinencia no pueden reducirse las necesidades sociales al ámbito económico ni éste exclusivamente a la lógica del mercado y al criterio de costo–beneficio.

En esa óptica, no es suficiente la eficacia y la eficiencia académica o administrativa en las tareas universitarias para juzgar de la calidad de las mismas, sino que es imprescindible valorar y apreciar centralmente su sentido y orientación, en tanto que sean respuestas pertinentes a las necesidades y problemas sociales.

La relevancia de las acciones, en términos de la aportación y del impacto en los problemas y necesidades de la sociedad, sería el criterio principal para valorar la calidad de la educación superior. Es conveniente no perder de vista que se puede tener un alto nivel de eficiencia y eficacia en acciones o proyectos que pueden no tener mucho valor o significación social, porque carecen de pertinencia, o bien porque no están inscritos adecuadamente en una racionalidad de fines y medios.

Las perspectivas que se presentan a las universidades públicas, incluida la UNAM, van más allá de las circunstancias que generaron el marco jurídico institucional que las mismas propiciaron. La autonomía universitaria no puede desvincularse de su pertinencia social, concepto que la obliga a responder a la sociedad sobre lo que la universidad genera con sus actividades académicas como resultados o productos sociales.

La autonomía vincula a la institución con el principio de responsabilidad y evita el autoaislamiento universitario, incompatible con su tradición de universidad pública en armonía con las necesidades de la sociedad y las condiciones de su desenvolvimiento. La universidad pública debe hacerse cargo de lo que es en su especificidad institucional y rendir cuentas a la sociedad de lo que hace y produce como bien público.

Con la noción de bien público de la educación universitaria están asociados de manera concomitante el vínculo imprescindible con la sociedad y la importancia de que calidad y pertinencia sean vistas como conceptos que deben estar siempre juntos.

Marco Antonio Dias refiere que en 2003, en una reunión para hacer un balance de la Conferencia Mundial de la Educación Superior de 1998, grupos de presión actuantes a nivel mundial quisieron introducir una adición aparentemente anodina, agregar el adjetivo "global" al término "bien público", a lo que se opuso la delegación latinoamericana. Señala que bien público significa que la educación universitaria debe tener tres principios básicos: i) igualdad, lo que implica que el acceso debe ser garantizado a todos sin discriminación de ningún tipo; 2) la continuidad o permanencia, el servicio ofrecido debe serlo de manera continua, sin interrupción; 3) adaptación o adaptabilidad, que significa que la educación debe tener la capacidad de adaptarse a las nuevas situaciones, a fin de garantizar, cualquiera que sea el contexto, la igualdad y la continuidad. Bien público global, al contrario, trae en su interior la idea de modelo único, modelo que, en la actual estructura de fuerzas en las organizaciones internacionales, representa la adopción de modelos de los países ricos, en particular de los países anglosajones. Bien público global justifica la creación y el desarrollo de principios de reconocimiento de la calidad de las instituciones que se adapten a estos modelos y no de aquellos que respondan a las necesidades de sociedades específicas (Días, 2008: 100–101).

Retos y problemas de la autonomía universitaria

No se puede soslayar que, en tiempos no lejanos, desde algunos sectores, incluido el gubernamental, se percibía a la autonomía de las universidades públicas como un problema de la educación superior en México.

Es cierto que ha habido episodios y situaciones críticas, así como desencuentros con los poderes públicos, tanto en el caso de la UNAM como de otras universidades públicas, que se han querido achacar o atribuir a la autonomía de estas instituciones. Es falsa esa percepción, la autonomía ha servido para resolver problemas no para generarlos, ha permitido avanzar y nunca se ha usado para retroceder.

La autonomía y los mecanismos para su ejercicio han sido un dique de contención para ambiciones malsanas e intereses particulares, así como un antídoto para la ignorancia y la cerrazón. La autonomía no es un problema de las universidades públicas sino una de sus principales fortalezas.

La autonomía permite a las universidades mantener la independencia necesaria frente al gobierno y otros poderes públicos, pero también frente a otros actores, grupos, partidos políticos, iglesias y organizaciones. Se ejerce respecto de todos ellos (Narro, 2004).

El proceso histórico que ha llevado al reconocimiento de la autonomía de las universidades públicas, y en especial la adición al artículo tercero de la Constitución, que eleva el principio de la autonomía universitaria a rango constitucional, las dotan de una especie de blindaje para que cuenten con condiciones básicas, inmodificables e intemporales, para que cumplan con sus fines (González Pérez, 2009).

No obstante, por su misma naturaleza, la autonomía universitaria es frágil y vulnerable. La experiencia muestra que en diversas ocasiones se ha buscado introducir en ella elementos que la distorsionan o la paralizan y asimismo se ha intentado someterla a intereses ajenos a su propia organización y forma de gobierno. Por otra parte, existen situaciones y problemas que afectan a las universidades públicas en el desempeño de sus funciones sustantivas y en el ejercicio pleno de su autonomía. Muchos de ellos tienen que ver, de una manera u otra, con el financiamiento.

No puede soslayarse al respecto el predominio que durante bastantes años ha tenido la ideología del libre mercado, que ha incidido de manera fundamental en la restricción del papel del Estado y en la esfera de lo público. Igualmente, ha propiciado el cuestionamiento a la concepción y operación de la autonomía universitaria y se extrapola al funcionamiento institucional. De esa manera, ha afectado la noción de bien público y, por ende, el principio de gratuidad, así como los esquemas de financiamiento tradicionales.

Otro efecto grave que ha ocurrido bajo el predominio de la lógica del mercado ha sido, por una parte, la contención del crecimiento de las universidades públicas, al mismo tiempo que se propiciaba la proliferación de instituciones particulares con afanes de lucro y, por otra parte, la descalificación de disciplinas académicas no utilitarias, sobre todo de las humanidades y las artes, de las ciencias sociales e, incluso, las del ámbito científico. Es evidente que ninguna universidad pública puede hacerlas a un lado, y que son necesarias para un desarrollo integral del país.

El fenómeno de la globalización que influye en todos los niveles de vida de la sociedad, y que fundamentalmente se manifiesta en el ámbito económico, plantea problemas y retos a la autonomía universitaria. La globalización, entre otras cosas, ha hecho que la educación, y en particular la educación superior, se convierta en uno de los grandes mercados de los tiempos modernos. La educación ha pasado, incluso, a ser considerada una mercancía, al incluirla en el Acuerdo General de Comercio de Servicios (GATS) de la Organización Mundial de Comercio.

Al respecto, las tendencias a la privatización de la educación superior, impulsadas por los organismos internacionales de carácter económico, han suscitado reacciones intensas de las instituciones de educación superior de diversas partes del mundo que rechazan considerar la educación superior como mercancía y enfatizan que se debe considerar un bien público. La lógica del debate se centra, quizá simplificando, en que si es un bien privado y no un bien público, deben pagarla quienes se benefician de ella. Esta postura ha hecho que en muchos países, en particular en los considerados en vías de desarrollo, los presupuestos para la educación superior hayan quedado estancados o recortados, y se ha presionado a las instituciones de educación superior (IES) para que aumenten sus cuotas de matrícula y sus ingresos propios por la venta de servicios al mercado.

En la Declaración de la Conferencia Mundial sobre Educación Superior, celebrada en 1998, se enfatiza que la educación superior ha de considerarse un servicio público y que ésta es un componente esencial del desarrollo cultural, social, económico y político y elemento clave del fortalecimiento de las capacidades endógenas, la consolidación de los derechos humanos, el desarrollo sostenible, la democracia y la paz, en un marco de justicia.

En América Latina se asumió y ratificó esta posición en la Conferencia Regional de Educación Superior, realizada en 2008, con vistas a la nueva Conferencia Mundial sobre Educación Superior de 2009, en particular con tres señalamientos muy claros y precisos:

El carácter de bien público de la educación superior se reafirma en la medida que el acceso a ella sea un derecho real de todos los ciudadanos y ciudadanas. Las políticas educativas nacionales constituyen la condición necesaria para favorecer el acceso a una educación superior de calidad, mediante estrategias y acciones consecuentes.

La educación superior como bien público social se enfrenta a corrientes que promueven su mercantilización y privatización, así como a la reducción del apoyo y financiamiento del Estado. Es fundamental que se revierta esta tendencia y que los gobiernos de América Latina y el Caribe garanticen el financiamiento adecuado de las IES públicas y que éstas respondan con una gestión transparente. La educación no puede en modo alguno, quedar regida por reglamentos e instituciones previstas para el comercio, ni por la lógica del mercado.

La incorporación de la educación como un servicio comercial en el marco de la Organización Mundial de Comercio ha dado lugar a un rechazo generalizado por parte de muy diversas organizaciones relacionadas directamente con la educación superior, de ahí el pronunciamiento: "advertimos a los Estados de América Latina y el Caribe sobre los peligros que implica aceptar los acuerdos de la Organización Mundial de Comercio... y afirmamos nuestro propósito de actuar para que la educación en general y la educación superior en particular no sean consideradas como servicio comercial".

En la reciente Conferencia Mundial sobre Educación Superior, celebrada en julio de 2009, se reiteran en lo general los planteamientos de la Conferencia Mundial de 1998. En el preámbulo del comunicado, emitido al término de la Conferencia Mundial por los participantes, se enfatiza que: considerada como un bien público y como un imperativo estratégico para todos los niveles de la educación, y como la base para la investigación, la innovación y la creatividad, la educación superior debe ser materia de responsabilidad y de sostenimiento económico de todos los gobiernos. Al referirse a la actual depresión económica, se advierte que puede ampliarse la brecha en el acceso y en la calidad entre los países y al interior de los mismos, y se señala que en ningún otro momento de la historia ha sido más importante invertir en educación superior, como principal fuerza en la construcción de una sociedad del conocimiento inclusiva y diversa, y para avanzar en la investigación, la innovación y la creatividad. Se afirma que la pasada década proporciona evidencia de que la educación superior y la investigación contribuyen a la erradicación de la pobreza, al desarrollo sustentable y al progreso hacia las metas acordadas a nivel internacional, incluidos los Objetivos del Milenio y los de Educación para Todos.

Hay otros problemas y retos para la autonomía de las universidades públicas relacionados con la globalización, uno de los principales y que frecuentemente pasa desapercibido, es la tendencia a una progresiva implantación del modelo anglosajón, que trata de imponerse como modelo único de universidad. Esta tendencia es promovida por los organismos internacionales de carácter económico, e incluso por algunos sectores de la UNESCO. Queda implícita en el planteamiento de la educación superior como un bien público "global" y, en alguna forma, subyace también como paradigma en el proceso de Bolonia para la construcción del espacio común europeo de la educación superior, el cual ciertamente está modernizando el sistema universitario europeo y contribuye a la consolidación de Europa como unidad política y cultural.

La promoción y la mimetización acrítica de ese modelo por las políticas locales de la educación superior evidentemente tienen efectos sobre el ejercicio de la autonomía universitaria de las instituciones. Al respecto, Roberto Rodríguez apunta que la adaptación del arquetipo estadunidense se presenta como la pauta predominante y que más de un autor ha hecho notar que en el terreno de la educación superior el fenómeno de la globalización puede ser descrito mediante el concepto de "americanización universitaria", no sólo en el terreno administrativo sino también el plano académico. Indica que lo que más destaca es la tendencia hacia la estandarización de modelos de gestión, evaluación, acreditación y rendición de cuentas. Los indicadores y parámetros internacionales, a los que cada vez más se recurre, corresponden en gran medida a los elaborados y utilizados por los centros académicos de Estados Unidos y Europa, por lo que se profundiza una fuerte relación de subordinación y dependencia, que hace recordar los modelos de explicación centro–periferia sugeridos por la sociología del desarrollo décadas atrás (Rodríguez, 2005).

Una tendencia que también debe preocupar con relación a la autonomía universitaria, y que se manifiesta particularmente en Europa, y de manera más notable en Francia con la ley de autonomía de 2007, consiste en la instrumentación de la autonomía por parte de los gobiernos como un medio para liberarse de responsabilidades financieras. Hasta la fecha, en Francia se siguen dando reacciones de rechazo a esta ley y se sigue con paros y huelgas en algunas universidades. En América Latina esta tendencia también se ha manifestado de diversas formas y en diferentes momentos.

Autonomía universitaria y financiamiento

Es ilusorio pensar que la autonomía se ha ganado de una vez y para siempre. De manera permanente hay nuevos retos y nuevas tareas para los universitarios en el afán de preservarla y ampliarla en todas sus facetas: la libertad académica, la libertad de gobierno, administrativa y financiera, faceta ésta última que requiere de la asignación adecuada de recursos que debe suministrarle el Estado.

Es difícil concebir una autonomía real mientras las universidades no tengan la seguridad de contar con los recursos necesarios para su adecuado funcionamiento. Es imprescindible garantizarlo y llegar a un punto en el que por ley se les asigne un presupuesto básico, suficiente para posibilitar su trabajo, que no esté sujeto a aspectos coyunturales que generan incertidumbre. Incluso debe considerarse en esa ley la posibilidad, contemplada en el artículo 74 de la Constitución para proyectos de inversión en infraestructura, de contar con presupuestos plurianuales, definidos para un periodo de varios años, para tener una mayor capacidad de actuación y emprender proyectos de mediano y largo plazos. Solamente con la certeza en la disponibilidad de los recursos económicos necesarios, estará completa la autonomía que garantiza el artículo tercero de la Constitución.

Las universidades públicas han dependido, en gran medida, para la dotación de sus presupuestos de la buena o mala voluntad de funcionarios locales o federales, de los diputados federales o de los líderes de partidos políticos. Es evidente que se requiere atender este aspecto de la autonomía. No puede ser una práctica sana que año con año se invierta una considerable cantidad de energía y tiempo en procesos de negociación y "cabildeo" para lograr presupuestos apenas suficientes en la atención de las necesidades y requerimientos de las universidades. Deben establecerse las reglas necesarias, objetivas, claras y transparentes, que trasciendan el ámbito de las disposiciones subjetivas de los actores involucrados en esos procesos.

La autonomía implica responsabilidades con la sociedad y con el propio Estado, entre ellas la transparencia y escrupulosa rendición de cuentas de los recursos económicos. Durante muchos años se interpretó que la autonomía universitaria en la vertiente administrativa no implicaba dar cuentas a los poderes del Estado, sino a las propias autoridades universitarias colegiadas, y hacerlas públicas ante la comunidad universitaria y la sociedad en general.

Sin embargo, es de señalar que ha habido en los años recientes una viva preocupación de que los recursos públicos en general se ejerzan de manera responsable y se han instrumentado medidas al respecto, lo cual es en sí mismo muy adecuado y pertinente.

Entre esas medidas está la disposición de la Cámara de Diputados de sujetar el ejercicio de los recursos económicos de las universidades públicas a una revisión y fiscalización del poder Legislativo a través de la Auditoría Superior de la Federación. Luego de una controversia, promovida por una universidad pública con relación a la autonomía en el año 2000 por la vía del juicio de amparo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió la tesis a fines de 2002 de que:

...dicho principio (de la autonomía) no impide la fiscalización, por parte de dicha entidad, de los subsidios federales que se otorguen a las universidades públicas para su funcionamiento y el cumplimiento de sus fines porque tal revisión no significa intromisión a su libertad de autogobierno y autoadministración sino la verificación de que efectivamente las aportaciones económicas que reciben del pueblo se destinaron para los fines a que fueron otorgadas, sin que sehubiera hecho un uso inadecuado o incurrido en desvío de los fondos relativos... (Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2005: 112).

Desde entonces todas las universidades públicas aceptan sujetarse a la fiscalización que realiza la Auditoría Superior de la Federación. Se ha reconocido que esta disposición, lejos de vulnerar la autonomía universitaria, la fortalece, en la medida en que puede incrementar la credibilidad y la confianza de la sociedad en las universidades.

A ese mecanismo de fiscalización se ha venido a sumar la reforma de mayo de 2008 al artículo 134 de la Constitución, con el propósito de evaluar los programas federales, entre ellos los que están a cargo de la Subsecretaría de Educación Superior de la SEP, y en los que participan las universidades públicas. En la reforma al artículo 134 se señala:

Los recursos económicos de que dispongan la federación, los estados, los municipios, el Distrito Federal y los órganos político–administrativos de sus demarcaciones territoriales, se administrarán con eficiencia, eficacia, transparencia y honradez para satisfacer los objetivos a que están destinados. Los resultados del ejercicio de dichos recursos serán evaluados por las instancias técnicas que establezcan, respectivamente, la federación, los estados y el Distrito Federal, con el objeto de propiciar que los recursos económicos se asignen en los respectivos presupuestos en los términos del párrafo anterior.

En el mismo texto de la reforma se indica, que se dispone lo anterior sin menoscabo del artículo 74, fracción sexta y del artículo 79, reformados ambos también en mayo de 2008, y que tratan respectivamente de las facultades del Congreso y de las atribuciones de la entidad de fiscalización superior de la Federación, de la Cámara de Diputados.

En esa perspectiva se han implementado instrumentos: el presupuesto basado en resultados y el sistema de evaluación de desempeño, que están siendo impulsados por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público para regular y monitorear los recursos de todos los programas federales. Esa Secretaría, conjuntamente con la Secretaría de la Función Pública y la Comisión Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), desde 2007 han elaborado lineamientos para un programa anual de evaluación. Para el programa anual de evaluación de 2009 se incluyen los programas federales del Presupuesto de Egresos de la Federación, sujetos a reglas de operación, entre ellos los destinados a las universidades públicas como el Programa Nacional de Becas (PRONABES), el Programa de Mejoramiento del Profesorado (PROMEP) y el Fondeo para la Modernización de la Educación Superior (FOMES), que implican fondos extraordinarios y equivalen a una quinta parte del presupuesto total para la educación superior.

Es evidente que se corre el riesgo de que estos procesos de evaluación y de control de los recursos públicos contenidos en programas federales puedan generar nuevas tensiones y problemas relacionados con la autonomía de las universidades públicas.

Esto, aunado a las dificultades ya existentes para acceder a recursos extraordinarios para las universidades públicas, en cuanto a requisitos, trámites y sobre todo condicionamientos, sujetos a su vez en cada caso a seguimiento y evaluación, hacen necesario que se preste la debida atención a la pertinencia de esos procesos.

Además de que una instancia externa, como es la Auditoría Superior de la Federación, fiscaliza el ejercicio de los recursos económicos de las universidades públicas, es absolutamente necesario que éstas asuman y fortalezcan su autonomía y, en particular, refuercen y mejoren las prácticas y los mecanismos internos con que cuentan con relación a la evaluación, la transparencia y la rendición de cuentas, entre ellos los informes periódicos a los integrantes de sus comunidades, las auditorías internas y los ejercicios de contraloría, así como en su caso las funciones del Patronato o del órgano correspondiente.

La fiscalización que ejercen los poderes de la Federación sobre los recursos que se otorgan a las universidades públicas, en un sistema democrático y de pleno respeto al Estado de derecho, debería verse como normal. Sin embargo, dado que todavía no se alcanzan tales niveles, es objeto de preocupación y de reservas, en razón de que pueden afectar la autonomía universitaria (Becerra, 2005: 131).

Con relación a la autonomía universitaria y la transparencia, es pertinente aludir al foro recientemente celebrado el 20 de abril de 2009, sobre la reforma al artículo 6° constitucional y las universidades públicas, relativa al derecho de acceso a la información. En ese foro, el doctor Jorge Carpizo planteó que la autonomía universitaria y el derecho a la información son disposiciones constitucionales perfectamente compatibles, que deben ser armonizados en la normatividad que en la materia emitan las universidades públicas en ejercicio de su facultad de autogobierno; que tal normatividad deber consagrarse en un reglamento aprobado por el Consejo Universitario para dotarla de fortaleza y evitar cuestionamientos; en el que debe prevalecer el principio de máxima publicidad en la información a través de medios electrónicos. Por otra parte, que la instancia a cargo para la revisión de la clasificación de la información universitaria no debe estar integrada por funcionarios y que el órgano encargado de sustanciar los recursos en materia de acceso a la información debe ser interno. Empero, advirtió que debe considerarse como información reservada las deliberaciones de los órganos colegiados y los procesos para designación de autoridades.

Es conveniente señalar que, a lo largo de los años, la administración de los recursos ordinarios y extraordinarios para las universidades públicas por parte de la SEP, ha sido un instrumento importante para el mantenimiento de mecanismos de planeación y coordinación, así como para la implementación de políticas en la educación superior. El presupuesto, especialmente de fondos extraordinarios, ha sido un medio privilegiado para inducir políticas públicas, de manera más clara y decisiva en los últimos años. La tendencia ha sido, entonces, la de una mayor centralización en el gobierno federal de los recursos económicos y de las decisiones al respecto, y al contrario de lo que ocurre actualmente en otros países el nivel de intervención gubernamental en las universidades públicas ha sido también mayor.

Roberto Rodríguez, quien se ha ocupado en diversas ocasiones del tema de la autonomía universitaria, señala que el Ejecutivo Federal "a través de un cierto repertorio de métodos e instrumentos, algunos de naturaleza normativa, otros basados en la negociación y la búsqueda de acuerdos, otros más por vía del condicionamiento de recursos presupuestarios, ha dejado en claro su interés por orientar el sistema de educación superior, de manera destacada el subsistema constituido por el conjunto de universidades públicas autónomas". Y, con relación a la autonomía universitaria, tal como está plasmada en la norma constitucional, formula varios interrogantes en torno a si ésta es compatible, afectada o interferida con disposiciones, criterios o normas de programas específicos del gobierno federal para las universidades públicas (Rodríguez, 2007).

El análisis que hace Adrián Acosta, en el libro publicado por la ANUIES en 2009 sobre el gobierno de las universidades públicas en México, afirma que tanto el concepto como las prácticas de la autonomía universitaria se han modificado notablemente a partir de los años 90, con el protagonismo e intervencionismo del gobierno federal. Considera que mientras que en los años 80 las intervenciones públicas se centraron en el paradigma de la planeación, con propuestas indicativas e inductivas, coherentes con el respeto a la autonomía universitaria, en los 90 emergió el paradigma de la evaluación y de la calidad en la elaboración e instrumentación de las políticas federales, disminuyendo los grados de autonomía universitarita.

Acosta considera también que la desconfianza ha sido el motor de buena parte de las políticas y programas que se han implementado; señala que la distinción entre financiamiento público ordinario y extraordinario, que comenzó en los años 80 en el dilatado marco de la crisis económica y financiera de las universidades y que permitió el fortalecimiento del financiamiento federal a las universidades, significó también un fortalecimiento de las capacidades de intervención y regulación del gobierno federal y sus agencias respectivas en el campo de la educación superior universitaria, de la ciencia y de la tecnología. Afirma que, de manera silenciosa, la autonomía tradicional de la universidad cambió de significado y de prácticas, en detrimento de la capacidad de las universidades de determinar sus orientaciones y procesos (Acosta, 2009: 34 y 61).

A partir de los años 70, en que empezó la notable expansión de la matrícula de educación superior, el surgimiento de nuevas universidades e instituciones, y la creación hacia fines de esa década de una subsecretaría en la SEP para las universidades públicas, así como en parte debido a las secuelas reactivas del gobierno federal al movimiento del 68, la participación federal en el financiamiento a las universidades se incrementó progresivamente, al grado de que el esquema de relación de las universidades públicas con las entidades federativas y con los gobiernos locales se fue desdibujando, en algunos casos casi totalmente.

Una perspectiva interesante que ha sido planteada de manera recurrente, pero sin llegar al nivel de la concreción, consistiría en establecer una política de federalización de la educación superior, tendiente a restituir a las entidades federativas capacidades de decisión y de gestión de recursos, como ya ha ocurrido en cierto modo con la educación básica. De darse ese proceso, se establecería un parteaguas en la historia de las universidades y en el desarrollo de la educación superior. Por otra parte, propiciaría que las IES de la entidad se articulen más y se preocupen y ocupen, en sus tareas propias, de los otros niveles de la educación.

Sin la supeditación al gobierno federal para la obtención de recursos, y sin condicionamientos centrales para su gestión, las universidades públicas estatales podrían redimensionar sus fines y objetivos, así como su organización, en función de las necesidades y demandas sociales de su entorno más inmediato. La autonomía formal de la mayoría de las universidades, también tendría que ser redimensionada, en sus relaciones con el gobierno de la entidad respectiva y con la sociedad local. El propio papel de los rectores, alguna vez definido por alguno de ellos como de gestor de recursos ante las dependencias federales, podría ser replanteado, quizá en una vertiente más académica y menos administrativa y política.

Las universidades públicas estatales, al no gravitar presupuestalmente del gobierno federal y al no depender de los condicionamientos inherentes a la noción de "subsidio" federal, podrían vincularse de manera más auténtica para el logro de sus fines y objetivos. Esta posible voluntad de vinculación de las universidades autónomas, donde la autonomía es también extensiva al conjunto, puede redundar en el fortalecimiento de la misión de las universidades.

El gobierno federal tendría que conservar funciones, particularmente referidas a promover un desarrollo equilibrado de la educación superior en todo el país, y que permita garantizar, en respaldo de las entidades que lo requieran, oportunidades de acceso a servicios de calidad en todas las regiones y, por consiguiente, un papel compensatorio, como en el caso de la educación básica. Los recursos especiales de la Federación tendrían por objeto asegurar la equidad y evitar las asimetrías, evidentes actualmente en la educación superior.

Para el futuro inmediato, el gobierno federal está obligado a establecer una política de Estado de largo alcance sobre la educación superior, la ciencia y la cultura. También será necesario determinar constitucionalmente el derecho de las universidades públicas autónomas a la autonomía financiera en razón de que el Estado tiene la obligación ineludible de proporcionar recursos oportunos y suficientes a las mismas.

Autonomía universitaria y cobertura de la educación superior

La problemática de la cobertura tiene relación con la autonomía universitaria en el sentido de que ésta implica para las universidades públicas la capacidad de autodefinición y autorregulación, y dentro de ésta la atribución de determinar los alcances y condiciones de su crecimiento y desarrollo.

Con la observación de que esta problemática rebasa a las universidades públicas y corresponde atenderla primordialmente al Estado, no está por demás recordar que desde la segunda mitad de la década de los 80, en el círculo de funcionarios encargados de la planeación nacional de la educación superior, se planteaba que las universidades se habían "masificado" y que había que fijar límites a su crecimiento. En esa perspectiva se estimaba que lo prioritario era consolidarlas. A partir de entonces, luego de la notable expansión de los años 60 y 70, se desalentó el crecimiento de las universidades públicas.

El énfasis se puso entonces, de manera casi exclusiva, en la calidad, que habría de reafirmarse poco después en los 90 en la centralidad de la evaluación. Esta posición está presente en el Programa Integral de Desarrollo de la Educación Superior (PROIDES), que fue el último producto en 1986 del Sistema Nacional de Planeación de la Educación Superior, así como en algunos programas subsecuentes del sector educativo del gobierno federal.

Con una visión introvertida, en buena medida basada en el falso dilema de cantidad versus calidad, el incremento de la cobertura de la educación superior pasó a segundo término. Durante varios años hubo al respecto una desatención de las políticas públicas. Las grandes asimetrías en la cobertura de educación superior afloraron particularmente con ocasión del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, así como en la comparación con otros países, incluso de América Latina, al incorporarse México a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

Para dimensionar la situación actual en el contexto internacional, se puede recurrir a datos de la matricula en la educación terciaria de 2007, proporcionados por la UNESCO. Según esta fuente, mientras la cobertura de educación superior en el país era de 27%, en los Estados Unidos ascendió a 82%, en España al 69 y en Canadá al 62%. Países con nivel de desarrollo similar o menor al nuestro, también tienen una cobertura mayor en sus sistemas de educación superior. Este es el caso de Argentina con 67%, de Uruguay con 64% y también el de Perú y Colombia con 35 y 32%, por sólo citar algunos (UNESCO, 2009).

En un estudio recientemente publicado por la ANUIES, intitulado Cobertura de la educación superior en México. Tendencias, retos y perspectivas, se proporciona información muy importante al respecto. De manera muy clara, se manifiesta ahí que la notable asimetría en las tasas brutas de cobertura de educación superior en las diversas entidades federativas de la República, representa al mismo tiempo un indicador de importantes desigualdades sociales entre los jóvenes mexicanos. En el ciclo escolar 2006–2007 la tasa bruta nacional de cobertura en educación superior era de 24.1% de los jóvenes; de las 32 entidades federativas, 15 estaban por arriba, de 24.8 a 47.4%, en tanto que la mayoría de las entidades se encontraban por debajo de la tasa nacional, de 23.8 a 13% de atención a los jóvenes. Conviene recordar que la meta de la política oficial es llegar a una cobertura nacional del 30% de los jóvenes en 2012 (Gil et al., 2009).

Como bien lo señala el coordinador de ese estudio: ampliar la cobertura implica incluir y dar acceso a jóvenes, antes excluidos, a un bien público apreciado, importante y socialmente necesario. La ampliación de la cobertura, más allá de mejorar una estadística, es un proceso de inclusión e integración social que significa dar acceso al saber superior, a la posibilidad de reflexión y crítica fundada, dar paso a ocupaciones profesionales y a especialidades socialmente necesarias que permiten condiciones de vida decorosas y dignas, así como a la participación ciudadana responsable. Significa, por consiguiente, no sólo tener acceso a un nivel educativo superior, sino también la oportunidad de tener movilidad social y de inserción en otros ámbitos, como la cultura, la economía y la política. Ampliar la cobertura de educación superior es de una gran importancia nacional porque contribuye a reducir la enorme desigualdad social y la pobreza, y porque mejora los niveles de competitividad económica y de desarrollo sustentable.

Es pertinente hacer alusión a algunos señalamientos al respecto, contenidos en el Comunicado de la reciente Conferencia Mundial sobre la Educación Superior, organizada por la UNESCO. Se reconoce el esfuerzo hecho en los diez últimos años para mejorar el acceso y asegurar la equidad, igualmente el hecho de que el acceso ha sido una prioridad de la mayoría de los estados miembros, sin embargo, se señala que persisten grandes disparidades, que constituyen la principal fuente de desigualdad. Se recomienda que al expandir el acceso, deben perseguirse simultáneamente metas de equidad, pertinencia y calidad. Ya que la equidad no sólo es asunto del acceso, el objetivo debe ser una participación exitosa y la terminación mientras al mismo tiempo se asegura bienestar al estudiante, lo que implica financiamiento apropiado y apoyo educativo a quienes provienen de comunidades pobres y marginadas. Se exhorta a los Estados miembros a fomentar el acceso, participación y logro de las mujeres en la educación superior, así como a garantizar igual acceso a grupos sub representados como los trabajadores, los pobres, las minorías, los discapacitados, los migrantes, los refugiados y otros sectores vulnerables de la población.

Este es, pues, un gran reto para el país y para las universidades públicas, que para atenderlo de manera adecuada y pertinente requiere reflexión y actuación, así como de imaginación y decisión, no sólo para incrementar las oportunidades de acceso a la educación superior sino también para garantizar en la medida en que sea posible la permanencia y egreso de los estudiantes, particularmente de aquellos que tienen condiciones económicas y socioculturales desfavorables. Este reto, que también implica atender el grave problema de eficiencia terminal, así como el rezago y abandono de los estudios, involucra tanto a las autoridades universitarias como a los profesores, y demanda una revisión de la organización y del funcionamiento de las actividades docentes y de los apoyos institucionales que se proporcionan a los estudiantes.

Autonomía universitaria y jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

Como ya ha sido planteado, la autonomía universitaria puede ser analizada en diversas dimensiones o vertientes. Sin embargo, lo medular de la autonomía, en términos institucionales, radica en la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas, que tienen las universidades y las demás instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía, como enunciado principal en la fracción VII del artículo tercero constitucional. Este enunciado implica las cuatro vertientes de autonomía ya referidas: autogobierno, autorregulación, autoorganización (académica) y autogestión (administrativa) (González Pérez, 2009).

Motivo de preocupación con relación a la autonomía universitaria han sido los casos en que miembros de las comunidades universitarias, a título individual, han acudido a las instancias de justicia para ampararse contra decisiones institucionales, sustentadas en su propia normatividad, que les afectan. La preocupación consiste en que la facultad de autogobierno se vea vulnerada por resoluciones de las instancias judiciales que pondría a los individuos por encima de las instituciones.

En este sentido, el Consejo Nacional de la ANUIES hizo el siguiente pronunciamiento, dirigido a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a las universidades e instituciones autónomas y a la opinión pública, en un desplegado publicado en los periódicos el 26 de marzo de 2009:

Los rectores de las universidades e instituciones de educación superior (IES) públicas autónomas por Ley manifestamos nuestra preocupación por la situación que atraviesan algunas instituciones, con motivo de la interposición de amparos originados por la inconformidad relativa a la designación o remoción de titulares de estas IES.

Los juicios plantean la posibilidad de afectar la prerrogativa constitucional consignada en la fracción VII del artículo 3° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que establece que las universidades e instituciones de educación superior a las que la Ley otorgue autonomía, tendrán la facultad y responsabilidad de gobernarse a sí mismas.

La prerrogativa señalada, permite que las instituciones pueden autonormarse y elegir a sus órganos de gobierno, o bien designar o remover a sus autoridades, en los términos establecidos en sus leyes orgánicas y/o su normatividad interna, con la finalidad esencial de que puedan cumplir cabalmente sus funciones sustantivas de docencia, investigación, extensión y difusión.

Acorde con lo anterior, resultaría grave que esta facultad se restringiera, para dar preeminencia a los intereses de los particulares por sobre los de las instituciones que cumplen la función social educativa de tipo superior.
La facultad de autogobierno podría verse vulnerada irremisiblemente y en consecuencia, cualquier designación o remoción de quienes dirigen estas instituciones, se sometería a un clima de inestabilidad e incertidumbre jurídica provocada por quienes a pesar de tener derecho a participar, cuestionan este derecho cuando no son favorecidos con una determinación de los órganos de gobierno universitario.

Por lo anterior, respetuosos del Poder Judicial de la Federación ante la revisión de los casos atraídos por la Sala Superior, apelamos a la sensibilidad de la Suprema Corte de Justicia de la Nación para garantizar que el precepto de autonomía no se debilite sino que se fortalezca la estabilidad y gobernabilidad de las universidades públicas autónomas. La gobernabilidad de éstas, es parte fundamental de la gobernabilidad del país.

El 24 de junio de 2009 la Suprema Corte de la Nación resolvió que los procesos para elegir rector en las universidades públicas no pueden ser impugnados mediante el juicio de amparo. Esta decisión es de suma trascendencia para las universidades públicas autónomas del país, porque significa dar certidumbre en la designación de sus autoridades, así como afianzar la gobernabilidad de las mismas.

Con esa resolución se refrendaron principios válidos para el conjunto de universidades públicas del país, entre ellos: que son parte integral del Estado mexicano; que no están al margen del orden constitucional; que la autonomía es una garantía del orden constitucional, que no puede ser avasallada por una supuesta violación a las garantías constitucionales de un individuo.

El Consejo Nacional de la ANUIES, con fecha 29 de junio de 2009, nuevamente publicó un desplegado al respecto:

La Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior de la República Mexicana A.C. (ANUIES), a través de su Consejo Nacional y en representación de las instituciones de educación superior autónomas por ley, manifiesta su más amplio reconocimiento por las resoluciones emitidas por el Pleno de la Primer Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), en diversos amparos interpuestos contra la designación de rectores de estas instituciones.

En un notable ejercicio integral y sistemático de interpretación, el máximo Tribunal tuvo a bien ratificar la prerrogativa constitucional consignada en la fracción VII del artículo 3° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que establece que las universidades e instituciones de educación superior a las que la ley otorgue autonomía, tendrán la facultad y la responsabilidad de gobernarse a sí mismas. Con estos criterios de la SCJN, las universidades autónomas reafirman su compromiso ante la responsabilidad que tienen en su propia conducción.

La autonomía en su vertiente de autogobierno, se destaca por la Corte como una autonomía especial que se traduce en garantía institucional, consistente en una protección que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos otorgó a las universidades e instituciones autónomas, ante injerencias externas, de tal forma, que pueden autonormarse y elegir o designar y remover libremente a sus órganos de gobierno, bajo los requisitos y procedimientos que las mismas establezcan, sin que ello represente afectación a derechos fundamentales de los individuos que participan en los procesos respectivos. Por lo anterior, las universidades e instituciones de educación superior autónomas por ley, expresamos nuestro beneplácito ante la sensibilidad mostrada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para garantizar que el principio de autonomía universitaria no se debilite sino que fortalezca la estabilidad y la gobernabilidad de las universidades públicas autónomas de nuestro país.

Cabe destacar que en la UNAM, a propósito del asunto de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la Oficina del Abogado General hizo un análisis conceptual del tema, recientemente publicado, sin referirse en específico al caso en particular. Algunos de sus planteamientos se retoman en el siguiente apartado (González Pérez, 2009).

 

A manera de conclusiones

Son destacables dos aspectos de la autonomía universitaria: por una parte, la libertad inherente a la actividad intelectual y cognoscitiva que implica el trabajo académico y, por otra parte, la capacidad de autodeterminación institucional que le ha sido reconocida a las universidades públicas.

En primer término, el cultivo del saber es una finalidad intrínsecamente universitaria. La cultura –entendida como creación humana y como conocimiento sobre la naturaleza, el hombre mismo y la sociedad– es un saber acumulado que debe preservarse, enriquecerse, recrearse, transmitirse sistemáticamente y difundirse extensamente, es el objeto prioritario de la universidad y su razón de ser.

"La búsqueda de la verdad sin coacción", como finalidad de la universidad, es una expresión consagrada, particularmente y como es obvio, entre los estudiosos de la universidad, que enunciada en un cierto nivel de abstracción y en un sentido de deber ser, manifiesta el papel, la misión y la vocación por el saber y la cultura, así como el carácter singular de la institución universitaria y de los universitarios, y que alude a la necesaria autonomía del trabajo intelectual que les es propio.

Particularmente en términos de misión social y de vocación por el saber y la cultura sobre el hombre y sobre la sociedad, e igualmente consagrada, es la expresión que postula a la universidad como "conciencia de la sociedad" y como "conciencia crítica de la sociedad", que manifiesta también un deber ser y que implica al menos tres dimensiones de la conciencia: cognoscitiva, psicológica y moral. Estas dimensiones suponen en la universidad y en los universitarios una percepción lúcida de la realidad en que están insertos y una capacidad de entendimiento y de análisis sobre el mundo social, así como también sobre su propia situación y sobre sus posibilidades y limitaciones, en cuanto a la naturaleza y funciones de la organización. Estas dimensiones suponen, además, la opción por una serie de valores y principios que los comprometen y que asumen responsablemente.

En segundo término, la expresión autonomía universitaria es sinónimo de autodeterminación de la universidad pública. Representa la libre determinación de los universitarios para decidir sobre el derrotero institucional, ya sea en la forma de gobierno universitario y en la designación de las autoridades académicas, como en los contenidos académicos de las actividades que realizan los universitarios. Igualmente, implica la libre decisión respecto al destino que se da a los recursos recibidos del Estado y los autogenerados.

La autonomía universitaria, a partir de su inclusión en la Constitución, proyecta la confianza depositada por la sociedad en la universidad pública, para que ésta decida acerca de los mecanismos a seguir para alcanzar una educación superior de calidad, con compromiso social y coadyuvante en la búsqueda de soluciones a los grandes problemas nacionales.

Dentro del sistema autonómico constitucional, la autonomía universitaria ha sido caracterizada por la Suprema Corte de Justicia como "especial", por su insoslayable vinculación con su misión académica: la libertad de enseñanza, la libertad de investigación y la libertad de difusión de la cultura son consubstanciales al quehacer universitario. La materialización del carácter especial de la autonomía universitaria se refleja en la facultad de autorregulación y de autogobierno reconocida a la universidad pública.

Ahora que la Suprema Corte de Justicia ha vuelto a analizar la autonomía universitaria es oportuno y necesario dar una identificación y naturaleza propia a ese principio constitucional. Por una parte, es de destacar que lo que los constitucionalistas califican como garantía institucional, queda establecida en la Constitución a favor de las universidades públicas, a fin de que cuenten con el blindaje jurídico–constitucional necesario para el cumplimiento de las funciones y responsabilidades asignadas en materia de educación, investigación y difusión de la cultura, comprendidas dentro del derecho de todo individuo a recibir educación.

Por otra parte, para entender de mejor manera la especificidad del autogobierno universitario es necesario precisar dos aspectos: por una parte, debe tenerse en cuenta que la expresión "autoridad universitaria" está indisolublemente vinculada al ámbito académico, es decir, su actuación siempre está circunscrita y condicionada a las actividades relacionadas con los fines propios de la universidad (impartir docencia, realizar investigación, difundir cultura). Si bien la actuación de una autoridad universitaria implica no sólo una gestión académica sino también administrativa, hacía adentro y hacia afuera de la universidad, lo cierto es que en ningún supuesto se aleja de la condición académica de la institución.

En ese sentido, la noción de "autoridad universitaria" no se corresponde con el concepto de autoridad política, que es propio de la administración pública, pues mientras la autoridad política se relaciona con "el poder", la autoridad universitaria se vincula con la "conducción académica".

Por otra parte, se debe reconocer el papel que tienen y asumen los órganos colegiados universitarios en el proceso de decisiones del gobierno universitario. Sus decisiones concertadas expresan la voluntad universitaria, ya que reflejan el sentir y el compromiso asumido por la universidad y por su comunidad.

La conformación y actuación de sus órganos colegiados constituyen una fortaleza fundamental en la vida universitaria, tanto para determinar el rumbo académico como para designar a los responsables de la gestión académico–administrativa institucional.

Los órganos colegiados representan equilibrio en el funcionamiento académico de la universidad, al tomar decisiones sobre planes de estudio, concursos de oposición, aprobación de informes de actividades académicas, reconocimientos académicos, entre otras cosas. Igualmente, deben representar prudencia y mesura en la designación de las autoridades académicas.

En el caso de la designación de una autoridad universitaria, la voluntad universitaria se manifiesta a través del órgano colegiado facultado para hacer la designación. Para mejorar el proceso de designación, de ser el caso, lo que procede es una propuesta de reforma legislativa para ulteriores procesos de designación, pero no modificar la voluntad universitaria. Cualquier pretensión en contrario resulta claramente atentatoria de la autonomía universitaria en la vertiente de autogobierno.

La designación de una autoridad universitaria entra en el esquema de facultades del órgano colegiado y la misma está condicionada por la búsqueda del perfil académico idóneo para asumir la dirección académica de una comunidad universitaria, por lo que atendidos los presupuestos normativos debe atenerse a la voluntad universitaria. En suma, la voluntad universitaria se convierte en el valor superior y representativo de la garantía institucional de la autonomía universitaria.

No está demás subrayar que las universidades públicas y sus respectivas autoridades tienen que cumplir puntualmente con sus propios ordenamientos internos y, de ser el caso, actualizarlos y perfeccionarlos, así como con el mandato del artículo tercero constitucional y también, de ser el caso, hacer propuestas de leyes secundarias que lo reglamenten. De tal manera que las universidades cuenten con toda la normatividad necesaria, interna y externa, para que puedan ejercer plenamente su autonomía académica, de gobierno y administrativa.

Sin embargo, esto será insuficiente si los actores sociales y políticos, tanto en el ámbito estatal como federal, no asumen y respetan igualmente de manera plena las atribuciones de autonomía que el precepto constitucional y las respectivas leyes orgánicas de las universidades públicas les otorgan y reconocen, para que puedan cumplir en forma satisfactoria sus funciones académicas y sociales.

Las organizaciones complejas, como lo son las universidades públicas, se caracterizan por la necesidad imperiosa de estar tomando decisiones prácticamente en forma continua –decisiones ante situaciones nuevas en un entorno cambiante o decisiones nuevas sobre condiciones anteriores— lo cual tiene el efecto, por un lado, de reducir la complejidad, pero por otro, y de manera paradójica, de aumentarla. Lo importante es que esas decisiones puedan realizarse de manera libre y responsable, de acuerdo con los principios y valores universitarios y en el marco de la propia normatividad. Sólo así la autonomía universitaria se convierte en un ejercicio cotidiano y en una forma de ser y de hacer.

Para las universidades públicas, "la autonomía es un requisito necesario para el cumplimiento de las misiones institucionales, a través de la calidad, la pertinencia, la eficiencia, la transparencia y la responsabilidad social", como bien se expresa en el Comunicado de la Conferencia Mundial sobre la educación superior, celebrada este mismo año.

Con motivo de conmemorar en la UNAM los 80 años de haberse instaurado formalmente la autonomía universitaria, parece oportuno aludir a algunos de los conceptos e ideas expresados en el documento Lineamientos de trabajo para el periodo 2008–2011, hecho público en enero de 2008:

Es en las universidades, sobre todo en las públicas, donde pueden interactuar, recrearse y transmitirse los valores que caracterizan a las sociedades democráticas. Es en este espacio de pluralismo y tolerancia donde los miembros de la sociedad pueden estructurar su pertenencia social, sin ser excluidos por su identidad étnica, regional, lingüística, cultural, religiosa, o de clase.

Las universidades públicas son el espacio construido por la sociedad para el cultivo del saber, para el ejercicio de la vida intelectual y el conocimiento. Hay que preservar y fortalecer estos espacios porque los servicios que presta a la sociedad no pueden ser desarrollados por otras instituciones.

En el caso específico de la UNAM, la autonomía ha sido una dimensión fundamental en el desarrollo de la Universidad. Ha hecho a los universitarios más libres, pero también mejores y más responsables. Ha permitido a la institución mantenerse independiente tanto de los poderes públicos como de grupos, partidos políticos, credos y organizaciones. En esencia, es una prerrogativa que implica derechos y obligaciones, entre ellos: gobernarse a sí misma, realizar sus fines propios, administrar su patrimonio, determinar sus planes y programas, fijar los términos de su relación con su personal, fungir como un espacio de libertad intelectual en el que se estimule el libre examen y la discusión de las ideas, interesarse en los asuntos que preocupan a la sociedad mexicana, rendir cuenta pública del uso de los recursos que se le asignan y estar al servicio de todos los mexicanos.

Sin la autonomía, la Universidad estaría cercenada. Es parte de su fuerza vital. Motor de la creatividad y seguro contra el apetito de grupos y sectores políticos, religiosos y de orden económico. Es el principio que le permite la crítica objetiva y la propuesta desinteresada, y que le posibilita ser conciencia de la nación.

Por la responsabilidad social que implica la autonomía universitaria, la Universidad está obligada a mantener siempre vigentes niveles adecuados de competencia científica y tecnológica, a preservar y cultivar los valores del humanismo, así como a promover y desarrollar una cultura de los derechos humanos. De esa manera se expresa su compromiso y su contribución a la sociedad. Mediante el ejercicio de sus funciones sustantivas busca contribuir al enriquecimiento intelectual y ético de la sociedad, así como al desarrollo de un país con mayor equidad y justicia social.

Al cumplir 80 años de haberla alcanzado, la autonomía universitaria debe seguir evolucionando, debe perfeccionarse y consolidarse. No hay duda de que la incertidumbre presupuestal, que obliga a que cada año se tenga que emprender nuevas negociaciones, la limita. Habrá que trabajar para asegurar una política de Estado para el financiamiento de la educación superior. Cuando se cuente con ella y se transforme en ley, la autonomía habrá dado un paso muy importante. Sin contar con certeza en torno a los recursos, la autonomía que tutela la Constitución está incompleta.

 

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