Introducción1
Uno de los temas sobresalientes de la educación a nivel mundial es el debate acerca de cómo llevar a cabo una evaluación integral de los profesores que resulte útil para generar estrategias de perfeccionamiento de su labor; en contraste con este enfoque, las políticas gubernamentales de evaluación docente se han caracterizado históricamente por instrumentarse con fines de control o de recompensa.
Por esa razón, se considera de vital importancia contribuir a la reflexión teórica que favorezca el aprendizaje social sobre la materia ante el contexto de nuevas políticas resultantes de los cambios de gobierno. Lo anterior en vista de que los procesos de formación, capacitación y evaluación del desempeño docente frecuentemente han estado desvinculados y no han arrojado resultados claros para favorecer el perfeccionamiento del quehacer en el aula. Este texto pretende hacer accesible el conocimiento especializado sobre las dimensiones de las iniciativas que se plantean como formativas y sus consecuencias, ante la importancia de contar con información clave sobre este tema. Es una labor de balance para dar elementos de análisis sobre el tema y recuperar las perspectivas de algunos de los representantes teóricos clave de la evaluación formativa. La propuesta que se presenta se construyó principalmente a partir de un documento de la Red Iberoamericana de Investigadores sobre Evaluación de la Docencia (RIIED, 2008) y una tesis de maestría sobre el mismo tema (Ramos, 2018).
Antecedentes del modelo de evaluación formativa
Los tipos de paradigmas en la evaluación
La docencia es una práctica social a la que se le han atribuido muy diversos roles de acuerdo con la época, el contexto y las necesidades locales de las comunidades (Rueda y Díaz-Barriga Arceo, 2004). Así también, se han reconocido tensiones entre los diferentes actores involucrados en esta polémica actividad respecto de sus propósitos, la forma de recolectar la información y de proceder a su análisis para orientar la toma de decisiones. En ese sentido, la evaluación de la docencia, como sucede con la evaluación educativa, ha registrado diferentes tendencias muchas veces contrapuestas, entre las que destacan la dirigida hacia el control administrativo y aquélla orientada a fortalecer la profesión y práctica dentro del aula. La primera se refiere a procesos que principalmente fundamentan juicios de valor, mientras que la segunda pretende contribuir al fortalecimiento de la actividad de los profesores como objeto de reflexión crítica y propositiva para realimentar al docente y mejorar su práctica; en este sentido se propone retomar el proceso más allá del producto, considerando los factores que determinan los resultados para consolidar una reflexión creativa.
Estos enfoques o paradigmas básicos han sido nombrados de distintas formas por los especialistas; por un lado, está el paradigma tradicional, positivista, con enfoque cuantitativo y orientado hacia el control; por otro, el enfoque crítico y alternativo, formativo, orientado al perfeccionamiento. El primero se apega a lo que los especialistas han denominado evaluación sumativa (o de control), en tanto que el segundo coincide con la denominada evaluación formativa u orientada al perfeccionamiento. Entonces, cuando se habla de evaluar la calidad del trabajo se le confiere un uso sumativo, y cuando se busca entender al docente como un profesional en desarrollo, su uso regularmente es formativo (Ramírez y Montoya, 2014).
Desde otra perspectiva, la evaluación formativa aspira al perfeccionamiento del docente a nivel personal y, como consecuencia, a la mejora de las demás funciones dentro del proceso enseñanza-aprendizaje. Estas funciones incluyen el desarrollo social y emocional de los alumnos, la adquisición de conocimientos, la utilización y renovación metodológica y de materiales educativos, de cooperación dentro y fuera del aula y de autodesarrollo (Arbesú, 2004).
Para definir un modelo de evaluación del desempeño docente es necesario diferenciar las actividades relacionadas con la investigación, las tutorías y las acciones de servicio en las que participa el personal docente, respecto de las que se llevan a cabo durante el proceso de enseñanza. Lo anterior alude al término desempeño docente. García et al. (2004) sostienen que la docencia contempla actividades que van más allá de su interacción con el alumno en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Para Fuentes y Herrero (1999) la evaluación del profesorado debe incluir la actividad instructiva (el trabajo en el aula), la investigación, el compromiso con el departamento de la asignatura y la prestación de servicios a la comunidad educativa. En esa misma línea está lo señalado por Rizo (2004), para quien la evaluación del profesorado y, por lo tanto, su desempeño, incluye la impartición de clases, la investigación, la proyección social, la gestión y el desarrollo profesoral. En este sentido, se entiende que la docencia se conforma tanto por las cátedras como por su preparación, la evaluación del alumnado, la realimentación y otros procesos que se dan fuera del aula o de la clase en sí, como la tutoría, la dirección de proyectos de grado y las actividades de beneficio social. En educación básica algunos de estos parámetros no aplican; a pesar de que los debates académicos han logrado precisar el rol del docente a nivel superior para su evaluación, en el nivel básico las investigaciones y trabajos teóricos que abordan las funciones de los profesores son escasos.
En contraposición a las posturas teóricas antes mencionadas, algunos autores consideran otros aspectos para la evaluación del desempeño docente y frecuentemente se limitan a su labor primordial dentro del aula. Cisneros-Cohernour y Stake (2010) señalan que el desempeño es la acción que se lleva a cabo en una situación determinada, por lo que, para calificarlo en una situación particular, debe ser “con base en la comprensión de la calidad del trabajo que ha tenido lugar y tomando en consideración cuánto podría haber mejorado” (Cisneros-Cohernour y Stake, 2010: 220).
En este trabajo coincidimos con lo expuesto por García et al. (2004: 17), para quienes la evaluación de la docencia “…considera una amplia gama de actividades que las instituciones demandan, como son la docencia, la asesoría, las tutorías, la elaboración de materiales didácticos y la investigación”. Y, por su parte, la evaluación del desempeño docente se refiere a “lo que el docente hace antes, durante y después de que ocurre el episodio didáctico: sus labores de planeación, impartición de clases, revisión de trabajos, tareas y evaluación de los aprendizajes” (García et al., 2004: 17).
La revisión de la literatura
En esta revisión se incluyeron los materiales de autores autodenominados partidarios de la evaluación formativa, o bien, los que ofrecieron alguna definición del enfoque formativo de la evaluación o del desempeño docente. Es importante recordar que a esta corriente se le ha llamado también evaluación para el perfeccionamiento (Rueda y Díaz-Barriga Arceo, 2004). Durante la historia de la evaluación formativa se han hecho modificaciones a este término que han implicado avances. En el caso de la evaluación “del” aprendizaje, avanzó hacia evaluación “para” el aprendizaje, es decir, fue puesta a su servicio. Del mismo modo hubo un avance entre la evaluación “para la mejora” que evolucionó a evaluación “para el perfeccionamiento”; este último término implica que ya no se trata de una evaluación para medir cuantitativamente, calificar o clasificar con un dejo de suspicacia hacia el evaluado (asumiendo que debe mejorar), sino que se dirige a detectar aquellas zonas en las que, en el caso del desempeño docente, el profesor necesita reforzar para mejorar su labor en el aula. Es importante señalar que la teoría de la evaluación formativa como tal es insuficiente y se ha enfocado especialmente al aprendizaje, por lo que habrá que sumar esfuerzos para construir una caracterización propiamente dicha de ésta.
Algunos representantes de la evaluación formativa son Scriven (1966), Sadler (1989), Abrecht (1991), Alwyn (1995), Allal y Mottier (2005), Andrade y Cizek (2010) y Martínez (2012). Para este trabajo se localizaron más de 120 artículos, incluyendo trabajos de estos autores y otras obras bibliográficas dedicadas al estudio de esta corriente de evaluación, mismas que se utilizaron para perfilar sus dimensiones.
La historia del desarrollo de la evaluación formativa no ha sido exclusiva de una región. A partir de la segunda mitad del siglo XX ha ido creciendo en diferentes países, nutriéndose de los aportes que ofrecen los teóricos, y ha respondido a las necesidades de sus contextos particulares. Así, encontramos su origen en la literatura anglófona, seguida de oleadas importantes de aportes de teóricos francófonos y de una corriente iberoamericana. La evaluación formativa surge entre las corrientes cualitativas y comprensivas como reacción a las evaluaciones superficiales, de raíz positivista y con fines sumativos. Paulatinamente la investigación en esta línea fue abarcando cada vez más aspectos del fenómeno educativo, sin embargo, trazó inicialmente sus líneas teóricas generales en la evaluación del currículo (Scriven, 1966) y, posteriormente, en otros aspectos, como los procesos de aprendizaje más allá de la labor de los profesores. Lo mismo sucedió con las investigaciones sobre evaluación formativa inmediatamente posteriores, por lo que hay menos reflexiones teóricas de este tipo de evaluación aplicada a los docentes. No obstante lo anterior, se puede identificar una tercera línea teórica iberoamericana que, si bien no se autodefine en todo momento como formativa, sí se considera partidaria de ella y promueve trabajos en esa línea. En este conjunto de investigadores se encuentra un nutrido grupo que ha generado redes de investigación, estudio y análisis en torno a la evaluación de los docentes.2 Uno de los aportes más importantes de esta línea es que ha enriquecido a la evaluación formativa al realizar múltiples estudios de caso, pero, en especial, por sus aportes a la evaluación de la docencia y el desempeño docente. Cabe destacar que estas tres corrientes de pensamiento (francófona, anglófona e iberoamericana), han sido identificadas arbitrariamente y sólo con fines expositivos y para facilitar la búsqueda de los elementos constitutivos de la evaluación formativa.
La revisión de los materiales empleados estuvo orientada a partir de panoramas previos que dan cuenta del desarrollo de la evaluación: en el caso de la corriente de pensamiento francófono principalmente el trabajo de Allal y Mottier (2005), y para el anglófono la contribución de Brookhart (2009), Andrade y Cizek (2010) y de Moss y Brookhart (2009), además de las publicaciones de Martínez (2009; 2012).
Con la revisión de Brookhart (2009) del desarrollo de la definición de evaluación formativa se reconstruye la historia y aportes de este grupo de autores. Scriven (1966) acuñó el concepto de evaluación formativa como opuesto a la evaluación sumativa, sin embargo, se refería al estudio del currículo y otros programas educativos y a la utilización de la información para mejorar dentro de un proceso, y no precisamente para la toma final de decisiones respecto de un programa. Esta noción fue rápidamente aceptada, pero se mantuvo en el discurso y quedó lejos de la práctica. No pasó mucho tiempo (un año) para que se retomara el término, pero ahora con un giro hacia los estudiantes, al enfatizar la utilidad de la información obtenida para uso de los docentes en el aula. Posteriormente, Sadler le dio un nuevo giro al significado de la palabra, a lo que el maestro puede hacer con la información, y al uso que le pueden dar los propios alumnos para mejorar y gestionar su propio conocimiento (Brookhart, 2009).
Brookhart (2009) señala que autores como Black y William (1998) han hecho aportes importantes desde la psicología, en especial la integración del aspecto motivacional para aprender. Así, el concepto de evaluación formativa fue enriqueciéndose ya no sólo a partir del insight cognitivo que conlleva este tipo de evaluación, sino, además, del fenómeno motivacional. De acuerdo con Moss y Brookhart (2009), la evaluación formativa cobra sentido en la medida en la que pone en manos del evaluado un sentimiento de poder y control sobre su desarrollo. También encontramos en estos autores un término importante para la evaluación formativa, el de aprendiz intencional (intentional learners), expresión para denominar a evaluados y evaluadores comprometidos con su aprendizaje a partir de un proceso de evaluación formativa llevado a cabo correctamente.
Martínez (2009) ofrece un breve resumen de los aportes generales de la línea anglófona a través del tiempo en donde reconoce la originalidad del planteamiento de Scriven, al distinguir la evaluación durante el proceso o al final; la explicitación de la evaluación formativa aplicada al aprendizaje, y no sólo al currículo o los programas, promovidos por Bloom; el señalamiento de los alumnos como destinatarios clave de la información, con Sadler; y la consideración de la dimensión afectiva, con Brookhart, Black y Wiliam y Stiggins (2008, cit. en Martínez, 2012). Este mismo autor llama la atención sobre la ausencia de publicaciones sobre el tema entre 2001 y 2007, cuando el interés sobre el mismo era tan fuerte en los medios anglosajones (Martínez, 2012). Por el contrario, del 2000 al 2016 el número de publicaciones provenientes de Iberoamérica fue en aumento.
La línea teórica francesa se desarrolló a partir de la preocupación de los investigadores en instrumentarla. Sin embargo, hacía falta un desarrollo teórico que superara la mera instrumentación. Mottier (2010) identificó la psicología del aprendizaje, la didáctica de las disciplinas y los abordajes pluridisciplinares. En efecto, un desarrollo teórico encontrado por este autor es el abordaje mediante el campo de la didáctica. Aquí la evaluación formativa toma la condición de “componente del sistema didáctico que pone en relación con el docente, al educando y el saber que se debe enseñar”. Otro más es el de las investigaciones de evaluación formativa de habla francófona que “argumentan un abordaje pluridisciplinario para estudiar la evaluación formativa” (Mottier, 2010: 48).
A pesar de que existe información acerca del desarrollo de las primeras dos corrientes teóricas (anglófona y francófona), hay un vacío de investigaciones sobre los aportes de la corriente iberoamericana. Por esta razón se recolectó un grupo de documentos3 que permiten llegar a la conclusión de que, si bien hasta la primera mitad de la década de los noventa, la teoría de la evaluación docente en Iberoamérica fue modesta, a partir de la segunda mitad de ese decenio la producción académica de la región se incrementó hasta alcanzar un nivel similar al de las dos primeras. Este crecimiento coincide con el desarrollo de la Red de Investigadores sobre Evaluación de la Docencia, creada en México entre 1995 y 1996. El grupo inicial de investigadores que conformaron la Red fueron convocados bajo dos criterios principales: realizar trabajos de investigación sobre evaluación de la docencia o el análisis de la práctica docente universitaria; y el compromiso manifiesto con la investigación y la disposición para compartir su trabajo con el grupo recién conformado.
Esta red estuvo enfocada en un principio al estudio de la evaluación de la docencia en el ámbito universitario, sin embargo, se han incluido otros niveles educativos. De esta red original nació, en 2008, la Red Iberoamericana de Investigadores sobre Evaluación de la Docencia (RIIED, 2014). Ya conformada como tal ha organizado coloquios internacionales4 y está integrada por casi un centenar de miembros pertenecientes a más de 30 universidades de diferentes países. Uno de los primeros logros de esta red fue reunir a una parte significativa de los investigadores iberoamericanos especialistas en el tema con el fin de lograr intercambios de información y redes colaborativas. Esto ha supuesto un avance notable en la producción de investigaciones hispanas sobre la cuestión.
Si bien no todos los integrantes de la RIIED se ubican exclusivamente en esta corriente, la inclinación general está encauzada hacia la evaluación formativa, lo que se expresa a través de sus trabajos de investigación. En ellos, la docencia es uno de los agentes centrales del desarrollo educativo, así como la evaluación de su práctica, con un enfoque formativo y de perfeccionamiento, y la vía de acceso para su mejora permanente (Rueda y Luna, 2008). Esto convierte a la línea iberoamericana en una corriente de pensamiento con contribuciones significativas. Además, es claro que en la RIIED se priorizó el conocimiento desde la perspectiva de los profesores, fundamentalmente con el objetivo de producir información útil para ellos y para la mejora de la atención a los estudiantes, sin olvidar la atención a las diferentes audiencias y a los involucrados en los procesos evaluativos; todo lo anterior son características clave de la evaluación formativa.
Además de los integrantes de la RIIED, dentro de la corriente iberoamericana de evaluación formativa para la docencia y el desem- peño docente se considera a autores como Rockwell, Perrenoud y Stake que, si bien no se dedican exclusivamente al ámbito de la evaluación, han publicado sobre la corriente formativa vinculada al desempeño docente.
La definición de modelo empleado en el estudio
En este apartado se rescatan líneas generales y propuestas compartidas por la corriente francófona, la anglófona y la iberoamericana, para contribuir a la conceptualización de la evaluación formativa y orientar las prácticas de evaluación docente. En otras palabras, a falta de un grupo homogéneo dedicado a la evaluación formativa, se identifican las características generales que permiten definirla como un proceso activo, continuo y conciliado de reflexión crítica y análisis a nivel individual, colegiado e institucional, encaminado al perfeccionamiento del desempeño docente, así como al acrecentamiento de sus competencias profesionales mediante el compendio de información diagnóstica, cualitativa y útil; todo ello con el fin de tomar decisiones para su formación permanente y su integración en un proceso de evaluación que impulse al profesor a trazar nuevas rutas a partir de su autorregulación.5 En palabras de Tejedor (2012: 319), “el criterio básico será conseguir una utilidad efectiva del conjunto del proceso como recurso de perfeccionamiento docente haciendo buenos los propósitos de la evaluación formativa”.
Por otro lado, para analizar una propuesta de evaluación del desempeño docente es necesario segmentarla en partes accesibles que sirvan como elementos de análisis; en ese sentido, recurrimos a dimensiones que iremos caracterizando y que surgieron a partir de tres documentos: RIIED, 2008; Stufflebeam y Shinkfield, 1993; y Nevo, 1986. Para efectos de esta investigación, las dimensiones son los rasgos distintivos a considerar en la reflexión de los proyectos evaluativos.
Stufflebeam y Shinkfield (1993) propusieron cuatro criterios para juzgar una acción evaluativa: utilidad, viabilidad, honradez y precisión. Nevo (1986) dividió en diez áreas el estudio de las evaluaciones (abordadas a modo de preguntas): ¿cómo se define la evaluación?, ¿cuál es la función de la evaluación?, ¿cuáles son los objetos de evaluación?, ¿qué tipo de información debe ser recolectada para estudiar cada objeto?, ¿qué criterios deben ser usados para juzgar el mérito y trabajo del objeto evaluado?, ¿quién debe beneficiarse de una evaluación?, ¿cuál es el proceso para hacer una evaluación?, ¿cuáles son los métodos que deben ser usados en una evaluación?, ¿quién debe hacer la evaluación?, y ¿bajo qué estándares debe ser juzgada la evaluación?
La RIIED (2008) publicó un artículo con datos y recomendaciones para la reflexión sobre el diseño e implementación de programas de evaluación del desempeño docente, que fue la guía principal para definir las dimensiones en este estudio. En ese artículo, el grupo de investigadores de la red se posicionó a favor de la evaluación con enfoque formativo y de perfeccionamiento permanente. Estas recomendaciones se dividieron en cinco grandes dimensiones: política, teórica, metodológica y procedimental, y la de uso y evaluación de la evaluación.
Las dimensiones identificadas en la evaluación formativa
Cada una de las dimensiones intenta responder a una pregunta o elemento en particular. Se eligieron siete a partir de las propuestas ya mencionadas:
El papel de los actores (dimensión social) busca determinar el rol de los implicados en el proceso de evaluación, su actuar, su sentir y el nivel de participación.
Las razones o intenciones (dimensión política) que responden a la pregunta de por qué evaluar.
La pregunta sobre quién debe beneficiarse en una evaluación formativa y qué estándares deben ser considerados (dimensión ética).
El papel del sustento teórico, que intenta responder a las preguntas ¿cómo se define la evaluación?, ¿qué criterios deben ser considerados?, ¿bajo qué modelo educativo? Y, quizá lo más importante, ¿qué perfil docente se necesita para formar al ser humano y ciudadano ideal a partir de la propuesta plasmada tanto en el modelo educativo como en el proyecto general de nación?
La respuesta a la pregunta: ¿qué proceso se debe seguir para lograr una evaluación integral, participativa y eficaz para la mejora? (dimensión procedimental).
La dimensión metodológica, que responde a las preguntas ¿cómo se practica una evaluación formativa?, ¿qué herramientas deben usarse?, y ¿cómo debe procesarse la información?
La dimensión de uso que plantea el reto de la utilidad de los resultados obtenidos.
Cabe aclarar que las dimensiones elegidas son interdependientes y no pretenden tener un carácter de exhaustividad; sólo auxilian en el análisis integral de un fenómeno tan complejo como lo es la evaluación formativa.
Lecciones aprendidas a partir de la evaluación para la permanencia en educación básica en México
En lo que va de este siglo, diferentes organismos internacionales como el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), entre otros, han insistido en la urgencia de enfrentar los problemas de los sistemas de educación, por lo que han formulado recomendaciones. En el caso de México, la OCDE dictó lineamientos identificados a través de distintas publicaciones (Isoré, 2009; Marcelo, 2012; Barber y Mourshed, 2008; Mancera y Schemelkes, 2010, entre otros), que hacen énfasis en mejorar los programas de capacitación y formación docente, pero integrados de forma particular a un sistema de evaluación eficazmente dispuesto y rigurosamente aplicado.
Al inicio del sexenio presidencial 2012-2018, el presidente de la República y los representantes de los tres partidos políticos mayoritarios (PRI, PAN y PRD) firmaron el Pacto por México, en el que se planteó una serie de reformas estructurales dirigidas a distintos sectores: social, económico, energético y educativo, entre otros. En materia educativa se presentó una reforma que incluía leyes secundarias muy coincidentes con las recomendaciones de la OCDE (Silas-Casillas, 2014). Con la Reforma Educativa se creó el Servicio Profesional Docente, que insertaba a todos los profesores desde su ingreso a un sistema evaluativo, e incluía la evaluación para la permanencia aplicada a los docentes en servicio.
La Reforma Educativa trajo consigo modificaciones a los artículos 3º y 73 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Dicha Reforma se aprobó el 6 de febrero del 2013 y se publicó en el Diario Oficial de la Federación el 26 del mismo mes. La rapidez de su anuncio y aprobación proyectó una imagen de urgencia que dejó mucho que desear en cuanto a la reflexión necesaria que debe anticipar a un cambio de esa magnitud.
En términos generales, la evaluación a la que se refería la Ley General del Servicio Profesional Docente tenía características sumativas, pues establecía juicios de valor y comparación, lo que más que una función de mejora corresponde a una de rendición de cuentas. En opinión de algunos académicos, en lo que respecta al Servicio Profesional Docente la reforma se limitó a “regular las condiciones laborales del magisterio a través de procedimientos de evaluación que, lejos de contribuir a la mejora docente, conforman un apartado abigarrado de control y vigilancia” (Gilly y Ordorika, 2015: s/p).
La aplicación de la evaluación del desempeño para la permanencia dejó una serie de lecciones importantes que se retoman para la construcción del modelo de evaluación formativa. Por principio de cuentas, un plan de evaluación de docentes debe surgir como una necesidad percibida no sólo por la sociedad, sino por el mismo gremio magisterial en busca de herramientas para perfeccionar su práctica y cubrir sus necesidades formativas. En el caso de la evaluación propuesta por la Reforma, emergió de una evidente presión de organismos internacionales y de un pacto de los partidos políticos mayoritarios, lo que resultó en una intervención poco afortunada.
Una de las características más importantes de la evaluación formativa es que en todo momento procura relaciones no sólo horizontales, sino plenamente colaborativas, en donde el núcleo del trabajo desde la planeación está en los profesores que serán evaluados. En ese aspecto, rescatamos de la evaluación para la permanencia que la relación no puede ser vertical ni de imposición, porque si es así sólo logrará provocar resistencia y tendrá como resultado el fracaso del objetivo primordial, que es el perfeccionamiento de la labor de los profesores, fruto de su participación plena.
A diferencia de lo sucedido en el desarrollo de la evaluación del desempeño para la permanencia, se considera que es fundamental que antes de iniciar el proceso para definir una propuesta para evaluar la labor de los profesores se tengan completamente claros los objetivos finales y, en el caso de que entre ellos se encuentre la mejora de la calidad educativa, que antes de comenzar a evaluar se llegue a un acuerdo entre las partes involucradas respecto a qué se entiende por calidad y qué características tienen los perfiles idóneos.
En cuanto a la coherencia entre los elementos y fines del sistema educativo entero con los de la evaluación del desempeño docente, sabemos que, como sistema, la educación pública en su conjunto debe tener objetivos en común, y apuntar a la formación de cierto tipo de persona, ciudadano y profesionista que satisfaga las necesidades y visión compartida del país, por lo que es necesario contar con planes y programas de estudio que ofrezcan líneas generales en las que los docentes coincidan.
Un asunto que debe destacarse es el papel empobrecido y la omisión de las necesidades de las instituciones en la evaluación para la permanencia, al grado de sólo presentar a las autoridades escolares (no a las instituciones) como las personas encargadas de dar información y asegurar la participación de alumnos, profesores y otros actores educativos (Gobierno de México, 2013).
Sobre la contextualización, la lección aprendida es que, si se busca una evaluación formativa ésta deberá planearse meticulosamente para crear instrumentos que permitan atender efectivamente las distintas realidades del país en las que los docentes desarrollan su labor.
Dado que la Coordinadora Nacional del Servicio Profesional Docente fue la encargada de construir y proponer los instrumentos, componentes e indicadores de la evaluación para la permanencia, pero que se utilizó al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) para darles validez, queda la lección elemental de asegurar la autonomía de los organismos evaluadores para que sean los principales encargados de exigir a las autoridades el cumplimiento de su responsabilidad.
En el ámbito político queda un aprendizaje importante respecto a la comunicación oficial y no oficial de parte de las autoridades educativas que, en todo momento, deben conducirse con respeto hacia los docentes y su trabajo.
El modelo de evaluación formativa
En este apartado se hace una recopilación de las características, reglas y recomendaciones para desarrollar propuestas de evaluación formativa del desempeño docente a partir de la revisión de los aspectos teóricos y la experiencia de evaluación para la permanencia, agrupadas bajo las dimensiones ya mencionadas.
Hemos procurado recoger las nociones principales de las tres líneas teóricas de las que hemos hablado, y para ello retomamos a los siguientes autores representativos de cada una:
a) Dimensión social
La evaluación como un proceso democrático y participativo, cuya cualidad primordial es la cooperación entre los actores, el fomento del trabajo colectivo para la mejora y la toma común de decisiones; los evaluados son incluidos en el proceso y cuentan con el apoyo de los demás participantes (Alwyn, 1995; Rueda y Díaz-Barriga Arceo, 2004).
La evaluación es explícita y abierta. Los evaluados tienen una idea clara de los estándares; pueden comparar su nivel actual y comprometerse con llevar a cabo acciones para alcanzarlos (Sadler, 1989), además de colaborar en la definición de los perfiles.
La evaluación es gestionada y desarrollada por personas que cuentan con cualificaciones, habilidades y autoridad inapelables, en tanto que los evaluadores deben comportarse profesionalmente, con amabilidad y cortesía (McKenna et al., 1998). Debe ser planeada, desarrollada y aplicada con la comunidad educativa del profesor, enriquecida por la interacción entre pares y academias.
b) Dimensión política
La evaluación toma en cuenta la finalidad última del sistema educativo, los propósitos a nivel regional e institucional, es decir, no se invisibiliza el lugar del centro educativo y se da espacio a los distintos niveles de concreción por los que atraviesa un plan de evaluación gubernamental. Cada institución con sus profesores aporta elementos evaluativos acordes con su propia misión, filosofía institucional (RIIED, 2008) y objetivos curriculares.
La evaluación considera la experiencia adquirida en la práctica y el desarrollo profesional de los evaluados (Loredo, 2000, cit. en Rueda y Díaz-Barriga Arceo, 2004); los resultados de los alumnos es sólo uno de los factores tomados en cuenta. Aspira a consolidar atributos como ser participativa (no jerárquica), positiva (promueve la autoestima) y propositiva (alienta la auto-reflexión), para garantizar el diálogo equitativo entre evaluadores y evaluados (RIIED, 2008).
Para lograr la viabilidad política se recomienda que el sistema de evaluación sea desarrollado y supervisado colaborativamente y así garantizar la cooperación permanente dentro del programa de evaluación (Mckenna et al., 1998). Derivado de lo anterior, emplea modelos que relacionan la forma de concebir la labor docente con la manera de evaluarla (García et al., 2004), lo que lleva a recalcar la necesidad de cuidar la credibilidad, llevando a cabo un proceso transparente, congruente y pertinente. Sobre la consideración del contexto, es conveniente desarrollar modelos locales de evaluación en donde se pase de la inspección y la orientación punitiva, al acompañamiento y solución de problemas reales (Rockwell, 2015).
c) Dimensión ética
La evaluación conlleva el atributo de propiedad, uno de sus objetivos primordiales. Los estándares de propiedad exigen que las evaluaciones se lleven a cabo ética y legalmente; la prioridad es el bienestar de todos los involucrados, y por ello el acceso a los informes se limita a los individuos que tengan una necesidad legítima para usar la información de forma adecuada y provechosa (Mckenna et al., 1998). El trato que se da a los evaluados es un elemento importante, y se espera que la conducta de los evaluadores sea amable y respetuosa.
d) Dimensión teórica y filosófica
Esta dimensión se refiere a la concepción de los paradigmas sobre la evaluación y sus componentes, y a su congruencia con el tipo de educación que se está promoviendo y con los fines de su modelo educativo. El sustento teórico es la visión del mundo que se adopta, el paradigma que guía a todo el sistema hacia un mismo fin, y es de vital importancia, ya que define el perfil de egreso del estudiante (el tipo de ciudadano que se forma), los atributos del docente y los estándares pedagógicos. La importancia de la postura teórica en la evaluación reside en la necesidad de asumir una postura clara respecto a los fundamentos teóricos que establecerán el proceso, empezando por definir la labor docente, su perfil ideal, los problemas a los que se enfrenta y cómo se concibe la evaluación de su desempeño (García et al., 2004), así como el concepto de calidad de la enseñanza (RIIED, 2008). Para Mottier (2010), incluso las formas de pensar la evaluación formativa se precisan y extienden en función de la concepción de aprendizaje que se haya definido, ya que la enseñanza requiere identificar los modelos de referencia que orientan la evaluación. El sustento teórico está relacionado con el trasfondo filosófico de la propuesta evaluativa, es decir, la dimensión teórica abarca también la dimensión filosófica impresa en la evaluación desde el proyecto educativo de nación. Las propuestas de evaluación deben estar fundamentadas a partir de los modelos educativos y de aprendizaje vigentes.
e) La dimensión de fines y usos
Los propósitos de la evaluación deben ser precisados desde el inicio, y el programa debe pensarse para lograr una mejora y ser construido para beneficiar a la sociedad (Rizo, 2004). Sin embargo, en la práctica el sentido de la evaluación docente raras veces es formativo y planeado con la suficiente claridad y cuidado como para servir a la generación de propuestas de mejora, tanto para el perfeccionamiento de la calidad del aprendizaje como de la docencia (RIIED, 2008).
Por otro lado, a partir de la pedagogía del autocontrol, este último se ha convertido en uno de los fines más trascendentes de la evaluación formativa (Mottier, 2010). Su valor se funda en la premisa de que cualquier acción de aprendizaje está incompleta en tanto no haya una realimentación que ayude al evaluado a analizar la pertinencia de su actuar (Aylwin, 1995) y llevarlo hacia la autorreflexión que genere el convencimiento de perfeccionar su desempeño, teniendo claridad de los aspectos en los que puede o necesita hacerlo.
Otra de las finalidades de la evaluación formativa es la ponderación que se le da a la estrategia para el logro de objetivos, ya que las estrategias se mueven conforme las necesidades van siendo detectadas. De ahí que frecuentemente se necesite una gran cantidad de herramientas de evaluación diferentes.
Al final, como tema medular de la dimensión de fines y usos, resulta fundamental tener claridad respecto al uso que debe darse a los informes de resultados. En palabras de Tejedor (2012: 321), la evaluación, dependiendo de su finalidad, puede “impulsar la realización profesional, la autonomía y la colaboración entre los docentes, o bien puede invertirse y promover recelos, miedos y rechazo expreso del profesorado”.
f) La dimensión procedimental
La evaluación formativa debe ser, en sí misma, un proceso aplicado en distintos momentos de la vida profesional y responder a un plan oportunamente estructurado que sea producto de una reflexión construida con el propio docente acerca de su labor. Por lo tanto, no es un proceso que deba o pueda abarcarse con un solo instrumento y en un periodo (Aylwin, 1995). Las etapas mínimas que deben ser consideradas son:
Evaluación de viabilidad de la propuesta. En donde se enfatiza la revisión de las condiciones reales para llevar a cabo los procesos, considerando que los tiempos y recursos son siempre limitados. La propuesta es que los sistemas de evaluación sean eficientes, sencillos, económicos y viables en el ámbito político (Mckenna et al., 1998), dado que, en la planeación, la comunicación es una parte esencial. El proceso de evaluación debe pensarse también como una negociación y renegociación, tanto de los propósitos como de las políticas adoptadas, que deberán llegar hasta las propias instituciones escolares (Darling y Millman, 1990).
Elección del personal evaluador. Uno de los requisitos para que las evaluaciones provean información útil a los docentes es que sean llevadas a cabo por personas experimentadas y con credibilidad (McKenna et al.,1998), que cuenten con la capacidad de dar una realimentación significativa que comprometa a los profesores con su mejora. Lo anterior es indispensable si se busca consolidar un sistema fidedigno de evaluación (Danielson, 2011).
Valoración de condiciones específicas de cada docente. Para asegurar que la evaluación de la labor de los profesores sea llevada a cabo con éxito y de una forma justa, se necesita previamente favorecer las condiciones necesarias para el cumplimiento de sus funciones (Nava y Rueda, 2014).
Definición de características de calidad docente. Para esto es primordial ofrecer habilitación en estrategias de evaluación a los sujetos que serán evaluados, es decir, se debe de crear un ambiente de fomento a la evaluación para evitar el riesgo de establecer objetivos artificiales con estándares pasajeros o erróneos, y se requiere procurar una evaluación explícita en la que los docentes tengan un concepto común de los estándares de referencia, del concepto de calidad (Sadler, 1989) y de las buenas prácticas en su labor (Danielson, 2011).
Enunciación de fuentes de información. La evaluación del desempeño docente es una tarea compleja que precisa una revisión planeada y sistemática del docente sobre su propia labor. Es por esto que deben tomarse en cuenta diferentes herramientas de obtención de información y elegir a distintos actores que puedan ofrecer una abundante gama de visiones.
Planeación de estrategias de comunicación pública y consulta de criterios de evaluación. Para impulsar un fin tan importante como es la motivación (Aylwin, 1995; Mottier, 2010), que hace que el evaluado pueda distinguir errores y lagunas en su desempeño, es necesario contar con criterios de pertinencia que permitan apreciar su calidad y eficacia. Esto sólo sucede cuando se ofrece la información apropiada a la audiencia idónea, y se toma en cuenta qué es lo que cada actor necesita saber y con qué fin, por lo que es importante planear desde el inicio informes diferenciados.
Concepción y seguimiento de estrategias (periodicidad, duración, obligatoriedad). Una característica de la naturaleza misma de la evaluación formativa es que es continua (Aylwin, 1995), por lo que debe preverse como un proceso permanente dentro del ciclo educativo. Desde el inicio debe tenerse claro cuándo, cómo y con qué estrategias se dará seguimiento a los resultados.
Evaluación de la evaluación. Esta parte del proceso es sumamente importante porque permite analizar los resultados de todo el proceso evaluativo y explicar sus resultados y los factores que los determinaron, además de tener acceso a valoraciones mejor elaboradas (Stufflebeam y Shinkfield, 1993; RIIED, 2008). Al final cada institución escolar deberá hacer un análisis de sus resultados para determinar qué parámetros cumple y qué asuntos deben resolverse o mejorarse. Scriven (1979) señalaba su fascinación respecto a la naturaleza autorreferencial de la evaluación en el sentido de que es una obligación realizarla a sí misma porque la evaluación tiene el compromiso de comenzar por la casa.
g) La dimensión metodológica
La dimensión metodológica está compuesta por aquellas herramientas que serán utilizadas para llevar a cabo la evaluación. Para saber qué métodos usar en cualquier tipo de evaluación, antes se debe de tener claro qué es lo que se quiere valorar y para qué. La evaluación formativa utiliza una variedad de herramientas que permiten develar el grado de avance hacia un objetivo específico; los resultados son la brújula que determinará los pasos a seguir, y por ello deben ser construidos en coordinación con el evaluado y con elementos resultantes de su autoevaluación y de la heteroevaluación (Mottier, 2010).
Uno de los aportes de la literatura francófona a la evaluación formativa es que ésta ya no concibe un solo responsable de la evaluación (la autoridad o el docente), sino que integra al evaluado en el compromiso de su formación y establece, a la vez, formas más claras de autorregulación mediante tres modalidades: autoevaluación, coevaluación (que confronta los resultados de la autoevaluación con el evaluador) y evaluación mutua entre pares (Mottier, 2010). Esto deberá ser considerado a la hora de establecer las herramientas a utilizar. En este sentido, Stufflebeam y Shinkfield (1993) recomiendan un “método ecléctico” en el que los evaluadores tengan dominio completo de una amplia gama de herramientas.
Todo lo anterior nos lleva a reafirmar que la evaluación formativa es un procedimiento sumamente complejo para evaluaciones a gran escala, es decir, para diagnosticar las condiciones macro de un sistema educativo o para evaluar a todo un amplio sector de una sola vez.
Algunos de los instrumentos más recomendados por los autores investigados son: el portafolio de evidencias (Stake, 2008; Darling-Hammond, 2012), la autoevaluación (Danielson, 2011; Nava y Rueda, 2014), la coevaluación (Nava y Rueda, 2014) y las observaciones hechas en aula por evaluadores expertos a lo largo del año (Darling Hammond, 2012). Abrecht (1991) afirma que es necesario poner en práctica procesos de evaluación variados en función de las diferencias individuales del evaluado.
Es importante señalar que en última instancia no son los instrumentos en sí los que hacen a la evaluación formativa, sino más bien sus fines, usos y su visión pedagógica, sus paradigmas científicos y las concepciones sobre lo que es importante en la educación. Una evaluación sumativa puede usar instrumentos iguales o parecidos a una formativa (aunque por lo general ésta aplica una gama de instrumentos más variados y complejos) pero sus fines son distintos (Howe, 1991).
Consideraciones para su aplicación
El conjunto de características identificadas en la evaluación formativa puede conducir a la sensación de que es imposible instrumentarla, sin embargo, la intencionalidad de tal enumeración es muy distinta. Se trata de mostrar la complejidad de la actividad docente y rechazar las visiones simplistas que la ubican como un modelo único, válido para toda circunstancia; y, como consecuencia de tal conceptualización, fácil de evaluar y materia dúctil para establecer juicios inapelables. Colateralmente, se propicia la idea de que la docencia es una actividad sencilla que cualquiera puede ejercer, y con ello se abona a considerarla como una actividad profesional menor que no requiere una formación especial.
Otra percepción errónea es la idea de que no se requiere de un adiestramiento profesional para diseñar y conducir un proceso evaluativo, ni para planear y llevar a cabo las etapas de formación derivadas de la información obtenida por los procesos de la evaluación. Numerosas experiencias evaluativas de docentes reconocen que muchos problemas técnicos se derivaron de la falta de instrucción específica de quienes tuvieron el encargo de diseñar y aplicar estos programas.
El conjunto de características mencionadas también es una invitación a reflexionar y analizar los programas de evaluación vigentes para someterlos a un escrutinio que naturalmente lleve a identificar los puntos débiles y las oportunidades de perfeccionamiento. El modelo de evaluación formativa ofrece una oportunidad para la reflexión y discusión de lo que es la docencia y el papel que cada uno de los involucrados en el proceso de la enseñanza y el aprendizaje deben de jugar; la evaluación será el recurso para señalar el rol de cada uno y las condiciones institucionales que harán posible alcanzar las metas comprometidas. En la medida que las sociedades y las instituciones se encuentran en continuo cambio, las funciones asignadas a la docencia también irán modificándose y con ello las distintas formas de valorarlas.
El impacto crucial que puede tener la evaluación formativa sin duda será la orientación que sea capaz de arrojar sobre las iniciativas institucionales en la elaboración y puesta en práctica de los programas para la formación profesional de los docentes. Queda mucho camino por recorrer en la ruta del perfeccionamiento de la evaluación formativa, pero un primer paso es comenzar a reconocer las características que le son propias y cuáles de ellas son esenciales para garantizar su influencia en la mejora permanente de la actividad de los profesores.
Comentarios finales
Con el recorrido realizado por los paradigmas de evaluación, la literatura especializada y el análisis de una experiencia evaluativa se espera haber contribuido a perfilar las características de la evaluación formativa y, con ello, poner a disposición de quienes están involucrados en el diseño y la puesta en práctica de programas de valoración del desempeño docente una herramienta útil. Quienes han estado encargados de conducir este tipo de procesos saben de las múltiples dificultades que tienen que sortearse para llevar a buen puerto la encomienda. Para quienes estarán involucrados en el futuro en este tipo de tareas se espera que este documento pueda hacer un poco más ligera la iniciación en esta compleja e importante labor.
Sin duda fortalecer el reconocimiento social de la labor de los maestros es una consigna que siempre tendrá vigencia, y la evaluación de esta actividad deberá contribuir notablemente a ello. Ese es el compromiso.