Al estilo clásico de las Vidas paralelas de Plutarco, en las que se contaron las historias entrecruzadas de personajes ilustres, los autores de estas vidas nos ofrecen un repaso un tanto detallado de las ocurrencias entre el comandante virreinal José Gabriel de Armijo y el líder insurgente Vicente Guerrero, quienes mantuvieron una pugna entre la fidelidad al rey y la lucha por la independencia. No nos presentan biografías convencionales, donde se estudia la temporalidad completa de la vida del personaje, sino abordajes biográficos centrados en un periodo particular de sus acciones políticas y militares, específicamente entre 1814 y 1821, cuando su protagonismo fue más determinante.
Con su obra Por el rey y por la independencia mexicana, Eduardo Miranda y José Magaña nos muestran a personajes “que pertenecieron a distintos bandos y defendieron diferentes causas[;] militares que, teniendo el mismo origen como americanos, desempeñaron un papel protagónico en esta contienda”, en una región y temporalidad en específico, como la comandancia del sur, podría agregarse (p. 9). Se trata, pues, del estudio de dos protagonistas cuyos contextos los determinaron para actuar decididamente en favor o en contra del orden establecido, pero cuyas fidelidades fueron defendidas hasta las últimas consecuencias, aunque desafortunadamente no se ahonda en estas motivaciones que, necesariamente, surgieron en el periodo previo al que abarca el estudio.
En la historiografía de la última década, ha habido una constante preocupación e interés por biografiar a destacados personajes, de trascendencia nacional o regional, dentro del proceso de independencia novohispano. Como lo muestran los estudios de Carlos Herrejón sobre Hidalgo y Morelos, Juan Ortiz sobre Calleja, Gustavo Pérez sobre Mina, Moisés Guzmán sobre Rayón y los miembros del congreso insurgente, las trayectorias personales de los participantes de la contienda armada han levantado interés entre los historiadores, con intenciones de observar, desde la vivencia individual, los grandes procesos que determinaron el triunfo o la derrota de los bandos en pugna.
Asimismo, desde estos esbozos biográficos, la obra hace eco al estudio de uno de los periodos menos conocidos y más obviados de la guerra, la llamada resistencia insurgente o el sexenio absolutista virreinal, del que se repite genéricamente que “los rebeldes habían sido derrotados y condenados a vivir en la desorganización, escondidos en los montes y barrancas” (p. 9), sin hacer un estudio detenido de las estrategias desarrolladas por el gobierno del virrey Juan Ruiz de Apodaca o de parte de los líderes guerrilleros. De ese modo los autores aportan al entendimiento de personajes e instituciones poco conocidos y paulatinamente van integrando sus hallazgos a las investigaciones del proceso en general. Ejemplo de ello son la Junta Subalterna y el Supremo Gobierno Provisional Americano, las fortificaciones de Barrabás y La Goleta, entre otro más, como el papel del propio coronel Armijo y la contrainsurgencia en el sur.
El capítulo inicial, denominado “En el gobierno de Calleja”, narra el primer enfrentamiento entre los mencionados comandantes, el cual se suscitó en enero de 1814 en las cercanías del Río Balsas, lo que marcó el inicio del largo periodo en que antagonizarían. Por un lado, quedó Armijo, nombrado comandante del sur en la primavera de ese mismo año, y por el otro, Guerrero, enviado por el cura Morelos al cuidado de la Mixteca Baja. Según Miranda y Magaña, la estrategia de ambos personajes por esos años partió de procurar atraerse a los pobladores de la región por medio de la política y la diplomacia, sin omitir en ocasiones la coacción cuando las primeras no funcionaban.
En este apartado, si bien se ofrece un respaldo archivístico para narrar las acciones de Armijo, es muy notoria la ausencia de documentación de primera mano para seguir las de Guerrero, subsanándose con un rescate más bien historiográfico de Carlos María de Bustamante y otros autores contemporáneos. Al final, lo cierto es que se logra contextualizar el inicio de la contienda entre los protagonistas, donde Armijo tomaría la delantera por medio de la dispersión del enemigo y una primera campaña de invitación exitosa al indulto; no obstante, se carece de un contexto, por más sucinto que sea, de las motivaciones de ambos comandantes de cara a su participación en el inicio de la lucha armada.
El segundo apartado, “En la administración de Apodaca”, se concentra en el referido periodo de resistencia o sexenio absolutista, específicamente, entre 1816 y 1819, donde la acometida virreinal no pudo seguir llevándose a cabo por el cambio en la estrategia promovida por el nuevo virrey, Juan Ruiz de Apodaca, quien llamó al endulzamiento de los mecanismos de contrainsurgencia. Por su parte, Guerrero se trasladó a la Tierra Caliente, donde estuvo más cercano a diversos líderes de la rebelión que se habían organizado en sus alrededores, logrando el padre Manuel Izquierdo tomar el Cerro de Barrabás, donde Guerrero se sumó en 1818, así como el de La Goleta el año siguiente, en donde estaba posesionado Pedro Asencio.
Durante estos años, Guerrero dio muestra de su fidelidad y adhesión incondicional a los gobiernos insurgentes, a la constitución jurada en 1814 y a la idea republicana de gobierno, resguardando inicialmente al gobierno provisional para luego rescatar la institucionalidad del movimiento por medio de la Junta del Balsas (p. 94). Mientras tanto, Armijo perdía los adelantos logrados para la pacificación al no dotarlo el virrey de fuerzas suficientes para cubrir su jurisdicción, en tanto que los comandantes de los alrededores, según nos dicen los autores, no le brindaron apoyo para coordinar sus campañas. A pesar de que no se presenta mucha evidencia sobre este último punto, lo que sí se deja ver claramente es que en vísperas de la restitución constitucional ambos bandos se encontraban debilitados, dispersos e impotentes. La documentación oficial producida por la comandancia del sur es la que permite dar un seguimiento de estas acciones.
En “Acciones y diálogos políticos en la esfera constitucional”, tercera parte de la obra, se relatan las consecuencias que trajo el regreso al régimen gaditano en cuanto a las estrategias llevadas a cabo por el gobierno de Apodaca, quien ordenó a sus comandantes que persuadieran a los rebeldes sobre las ventajas que el nuevo orden les traería; en cuanto a Guerrero, se acercó más estrechamente a Pedro Asencio y se negó a acogerse indignamente al indulto ofrecido por las autoridades. Ahí sobresalieron las labores de convencimiento que maquinaron Moya, Armijo, Rafols y Aguirre, logrando tentar al padre Izquierdo y a Pablo Campos, pero más llama la atención la respuesta que dio Guerrero para negarse a aceptar, bajo el argumento de que no existía la igualdad donde la población negra quedaba excluida de la ciudadanía, además de que su lucha no era más que a favor de la independencia de un Estado que debía regirse republicanamente (p. 129).
En esos primeros meses de 1820, como muestran los autores, el virrey maniató militarmente a los oficiales virreinales, pues dejó de lado la ofensiva militar y se concentró en las labores diplomáticas, que en el caso de Guerrero fueron llevadas a cabo tanto por su padre como por el cura Epigmenio de la Piedra, Moya y Armijo. Todos fracasaron, pues como Guerrero señaló a los últimos, rechazaba un indulto por ser ignominioso, lejano al reconocimiento que en la Península habían logrado otros dirigentes en resistencia como Riego y Quiroga, además de que los invitaba a sumarse a sus filas y liderar la defensa de la patria, que era la de ambos igualmente (p. 135). Se asoma un tema comúnmente desdeñado que es el sistema contrainsurgente que el gobierno virreinal tenía implantado al momento de la instauración del trienio liberal, así como las modificaciones que ello obligó a introducir. Es un tema por explorar aún.
El último capítulo, “El fin de la guerra”, aborda la incorporación de Agustín de Iturbide a la comandancia del sur en sustitución de Armijo, aunque sin dedicarse realmente a desentrañar las motivaciones de éste para hacerse a un lado y sin problematizar tampoco el propio nombramiento de Iturbide. Lo que sí es muy acertado es el seguimiento que hacen Miranda y Magaña a las campañas del nuevo comandante, el análisis de la reacción que tendrían Asencio y Guerrero ante ello, atacándolo entre los meses de diciembre y enero, así como el estudio de las medidas tomadas por esos viejos insurgentes dentro de la trigarancia. Sobresale el interés por retratar la reacción que ayudó a desarrollar Armijo una vez que regresó a su antiguo puesto, cuando se había proclamado el Plan de Iguala, por medio de lo cual queda demostrado el papel de peso que tuvo el coronel para las autoridades virreinales, ya que se mantuvo fiel hasta el final, trasladándose a la ciudad de México en el mes de julio, donde el nuevo virrey, Francisco Novella, lo nombró vocal de la junta de notables que organizó (p. 182).
Sin embargo, los autores caen en un grave error al repetir los lugares comunes sobre la supuesta conjura anticonstitucional llevada a cabo en La Profesa, lo cual no se pone a discusión ni se abona a su entendimiento, además de asegurar que la primera carta entre Iturbide y Guerrero data del 10 de enero de 1821, cuando ya se ha dado a conocer que sus comunicaciones comenzaron en el mes de noviembre anterior. Esto se debe seguramente a que siguen los señalamientos de la historiografía clásica de la primera mitad del siglo XIX, que con base en las obras de Bustamante y Zavala perpetró esa visión, pero ignorando las interpretaciones hechas por William Robertson en 1952 y las más recientes de Jaime del Arenal y Rodrigo Moreno, ya en este siglo, que dan indicios de todo lo contrario.1 Sorpresivamente, salvo la obra de Moreno, las otras dos se encuentran citadas por los autores, pero sus planteamientos y evidencias son pasados por alto.
Finalmente, los autores decidieron presentar un epílogo, evitando dejar en vilo el futuro de los personajes después de conseguida la independencia, el cual nos muestra lo que sería de sus vidas dentro del Imperio mexicano y la república federal. En esta parte es donde se concretan las imágenes del fiel comandante Armijo y del jurado defensor de la independencia que fue Guerrero. Del primero se destaca su papel como ayudante del emperador hasta su muerte en 1828 en defensa del vicepresidente Anastasio Bustamante; en tanto que del segundo se pondera su lucha incesante contra los errores políticos de Iturbide y en favor del partido yorkino, que lo llevó primero a asumir la presidencia en 1829 para morir dos años más tarde.
Esta parte desafortunadamente carece de las referencias bibliográficas o documentales de las que se nutren los autores para dar seguimiento a la etapa ulterior de los dos personajes, lo cual evidencia un tema crucial: la ausencia de trabajos en donde se bosqueje el devenir de los protagonistas de esta historia una vez independizada la nación. Con la sola excepción del periodo como presidente de Guerrero, entre 1829 y 1831, se mantienen las lagunas sobre la postura que éste asumió una vez caído el Imperio; en tanto que de Armijo no se nos explica cómo fue que pasó al bando trigarante, su papel durante los primeros gobiernos nacionales y sus ideas políticas.
Podemos señalar, para concluir, que gracias a estas modernas vidas paralelas ahora se puede conocer un poco más a detalle a dos personajes que se mantuvieron fieles a sus convicciones e ideologías desde su incorporación a la guerra y hasta la coyuntura del pacto de Iguala, ya sea desde una posición tendiente a la estabilidad centralizada y tradicionalista o desde una postura más claramente republicana e igualitaria. Por un lado, con un Armijo que fue “el militar más leal a la monarquía española y un gran obstinado por preservar la estructura virreinal”, ya fuera bajo los postulados absolutistas o los ordenamientos constitucionales (p. 195), y por el otro, un Guerrero que fue igualmente obstinado y “leal a la causa de la independencia mexicana”, que no sólo protegió y defendió con las armas a la causa, sino también a sus instituciones constituidas, encauzándose como “principal dirigente [insurgente] hasta el final de la guerra” (p. 196).
Dos personajes inmersos en el conflicto armado, los que bien vale la pena repensar y reestudiar en el marco del bicentenario de la consumación de la independencia, pues gracias a su participación es que ambos contendientes, el virreinal y el insurgente, pudieron mantenerse en pie de lucha al sur del virreinato, hasta que el pacto de Iguala vino a desatar el nudo que ellos mismos no lograron desanudar. Que sirva esta obra para incitar a los investigadores a realizar pesquisas que complementen, y desafíen, lo que hasta el día sabemos de estos dos protagonistas del proceso de independencia.