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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.60 Ciudad de México ene./jun. 2019  Epub 04-Dic-2020

https://doi.org/10.22201/iih.24486922e.2019.60.63148 

Artículos

De músicas amenazantes a músicas devocionales. Los sonidos indígenas en el imaginario colonial de Guatemala (siglos XVI al XVIII)*

From Threatening Musics to Devotional Musics Indigenous. Sounds in the Devotional Imaginary of Guatemala (16th to 18th Centuries)

Deborah Singer1 

1Universidad Nacional de Costa Rica deborah.singer.gonzalez@una.cr


Resumen

El artículo explora la construcción de imaginarios de la diferencia a partir de la recepción de las músicas autóctonas. Con base en el análisis de textos coloniales (crónicas de la conquista, relaciones, historias, etcétera) se argumentará que la percepción occidental de los sonidos e instrumentos indígenas estaba ideológicamente orientada, conforme a factores extramusicales. Como contraparte, dichos instrumentos que actuaban como marcadores de etnicidad también afianzaban los lazos comunitarios, permitiendo que la música se transformara en campo de negociación de significados.

Palabras clave: Guatemala; música colonial; imaginarios sociales; percepción y recepción de la música

Abstract

The article focuses on the way Spaniards and Creoles perceived indigenous local sounds during the colonial times in Guatemala. Based on texts written by chroniclers and witnesses, it analyzes to what extent external factors like ethnicity, religion and cultural practices orientated the reception of indigenous music. The lack of knowledge about the other made westerners relate native instruments and sounds to the devil and death, which drove to stereotyped images about the indigenes. Nevertheless, coexistence favored a cross-cultural interchange that made possible approximations and redefinitions of musical practices.

Keywords: Threatening music; indigenous instruments; music perception; reception

[…] y tañían su maldito atambor y otras trompas y atabales y caracoles, y daban muchos gritos y alaridos.

Bernal Díaz del Castillo

Bernal Díaz del Castillo, soldado español que participó en la expedición conquistadora de Hernán Cortés, proporciona una detallada relación de la toma de Tenochtitlán en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Más allá del propósito de veracidad del texto, lo cierto es que esta y otras crónicas de la conquista inauguran el relato que construye América a partir de la experiencia del observador europeo, quien se ve confrontado a un mundo ignoto que fluctúa entre el locus amoenus y el locus terribilis. El resultado fue el surgimiento de un discurso narrativo cuyos juicios de valor entremezclan la estupefacción con la ansiedad, el temor y el rechazo.

En extremo problemática resultó ser la cultura de los nativos, puesto que las creencias, costumbres y prácticas locales entraron en abierto conflicto con la cosmovisión europea. La música indígena no permaneció ajena al escrutinio foráneo, lo que puede observarse en las numerosas descripciones que destacan el vínculo existente entre la música y la danza, la música y los rituales indígenas, o bien, la música y la guerra. El epígrafe de este artículo es un ejemplo de ello: los “gritos y alaridos proferidos por los combatientes en medio de un ceremonial con fines bélicos tienen como fondo acústico el sonido de un “maldito” atambor. A pesar de que prevalece una valoración negativa de las prácticas musicales indígenas, estos textos permiten al lector actual inferir los diferentes usos que se daba a la música y las condiciones que determinaban su recepción.

El foco de análisis de este trabajo será puesto en la construcción de imaginarios a partir de la recepción de las músicas autóctonas. Con base en ello formularé tres preguntas conductoras: ¿qué hacía que un sonido fuera percibido como amenazante por el escucha occidental?, ¿de qué manera intervenía el factor étnico-cultural en la recepción del sonido? y ¿en qué circunstancias los sonidos otros llegaron a ser admitidos en la práctica musical oficial? Para proponer posibles respuestas es necesario establecer frente a qué exactamente se producía el rechazo: ¿frente a los sujetos que producían el hecho sonoro?, ¿a la función que este último cumplía?, ¿a los instrumentos que emitían el sonido?

Referirse a la música en el contexto colonial constituye un gran desafío porque no se sabe a ciencia cierta cómo sonaba la música en aquella época. Los manuscritos musicales resguardados en los archivos y bibliotecas del mundo constituyen un punto de partida para la investigación, pero no proporcionan datos concretos respecto de la interpretación de las piezas, su ejecución “real” o las condiciones de recepción. Los textos coloniales ofrecen ciertos indicios, en la medida en que permiten detectar que el modo de percibir lo ajeno está determinado por los términos en los que se percibe lo propio. Con base en ello me propongo desarrollar el tema de la percepción y la recepción de las prácticas musicales indígenas, en el entendido de que el análisis será abordado prioritariamente desde la ladera occidental.

Generalidades de la percepción y la recepción

El campo de la percepción aún es fuente de discusión entre teóricos e investigadores.1 En lo que concierne a la música hay cierto consenso en que, para que haya percepción de un hecho musical, debe existir una comunidad a la que éste le haga sentido. Eso indica que en el proceso entran en juego conocimientos adquiridos por el escucha a lo largo de su experiencia en el entorno y -aunque no sea consciente de ello- esos conocimientos le permiten identificar elementos de la música que transforma en significado.2 Dicho en otras palabras, percibir un hecho sonoro y comprenderlo en tanto música exige una familiarización con las estructuras que regulan su flujo; para ello el escucha debe conocer los niveles previos de significación de los signos acústicos, así como también los estándares y reglas que los rigen:

Estos estándares y reglas son las diversas convenciones y tradiciones de una cultura musical, tales como los sistemas tonales, modos, escalas, patrones rítmicos y melódicos, prácticas performativas y técnicas, maneras de cantar, gritar, llorar, ornamentación, principios de construcción formal, reglas para combinar secciones, fórmulas iniciales y cadenciales, timbres y su mezcla, comportamiento del tempo, etcétera.3

Según se ve, estos estándares apuntan al comportamiento social del grupo, a procedimientos compositivos variados y a códigos de performance que exceden los límites de la acústica y las leyes que rigen el sonido. Decodificar implica entonces poner en acción valores, creencias, usos y nociones extramusicales que direccionan las estrategias para interpretar y producir sentido a partir del hecho sonoro.4 Así, la (correcta) respuesta frente a la música requiere de la participación de un escucha competente en las convenciones socialmente compartidas.5

Los significados asociados a la música son efecto de sistemas convencionales de interpretación construidos históricamente y que guían la actitud del receptor respecto de la obra.6 Si la distancia estética del escucha frente al hecho sonoro es excesiva, se produce una crisis que interfiere en el proceso comunicativo; no obstante, la música -al igual que cualquier práctica social- está sujeta a avatares sociales e históricos que modifican las respuestas de los receptores y se produce un cambio de horizonte. Más adelante se analizará este proceso en el caso de América durante el periodo de colonización española.

El acuerdo social respecto del tipo de constructos sonoros que merecen ser denominados “música revela que en la producción de ésta intervienen jerarquías de poder que incluyen y excluyen. Así se explica -por ejemplo- las reacciones adversas que ciertos grupos manifiestan frente a las preferencias musicales de las subculturas urbanas, o bien el permanente conflicto existente entre lo local y lo global.7 Al hablar de mecanismos de inclusión y exclusión me refiero tanto a la acción que produce el hecho sonoro (“musicar”) como al producto generado (la música propiamente tal), puesto que creación y ejecución dependen de regulaciones establecidas que ya han sido consagradas por las elites hegemónicas. Existe así un efecto normativo en la música que se traduce en la expresión y la reconfiguración de las relaciones sociales.

Otro aspecto que debe ser considerado en este análisis es la función que cumple la música en contextos específicos. Los propósitos para los que una pieza es creada y las condiciones de su ejecución determinan el tipo de recepción que tendrá. Aquí entran en juego factores adicionales, como los agentes involucrados en el hecho musical y la presencia (o no) de un texto verbal. En cierta medida, es posible afirmar que los niveles de decodificación de una pieza musical son previstos desde el momento de su creación, de manera que es factible aventurar que la pieza tiene inscritas instrucciones de escucha.8

Cada cultura prioriza determinadas formas de hacer y percibir la música, en desmedro de otras. La red de relaciones y eventos que crean los símbolos musicales media la percepción y eso va de la mano con el modo en que las sociedades construyen un sistema para interpretar el mundo. El rechazo a la música surge cuando sus componentes entran en conflicto con los valores culturales del escucha, fenómeno que se intensifica en un contexto de interacción étnica. En tales circunstancias, la alteridad potencia la crisis.9

Alteridad y sonidos otros

Es sabido que el choque cultural entre españoles e indígenas también se manifestó en el campo sonoro y de eso dan fe los textos escritos por los cronistas de la conquista. Según consta en el Diario de abordo de Cristóbal Colón, el Almirante regaló a los nativos de la isla Guanahani cuentecillas de vidrio, cascabeles y sonajas de latón, “porque otra cosa tanto no deseaban como cascabeles”.10 Sabemos que los españoles otorgaban a estos objetos sonoros muy poco valor, por lo que -visto desde una perspectiva actual- las palabras de Colón constituyen un relevante indicador de la variedad de ámbitos en los que se construyó la diferencia colonial. Ya de entrada el conquistador europeo define al sonido como factor de subalternización: los indígenas se contentaban con baratijas sonoras; por lo tanto, aún se encontraban en la era de la inocencia (¿ignorancia?) y en un estadio evolutivo “anterior”.11 Esta percepción se fue consolidando al quedar demostrado que los indígenas de América no poseían instrumentos musicales tan sofisticados como los europeos.

Años después de la llegada de Colón, Hernán Cortés escribió al rey de España que entrando a Churultecal fue recibido por una delegación indígena “con muchas trompetas y atabales”. Es difícil dilucidar la función que cumplió la música en esa ocasión. Una posibilidad es interpretarlo como un acto de bienvenida para promover el diálogo diplomático en términos amistosos (Cortés lo interpretó de esa forma). Sin embargo, también es factible plantear que el sonido de las trompetas y atabales constituía un modo alternativo de confrontar y negociar relaciones de poder entre sujetos de estatus sociopolítico equivalente; no hay que olvidar que los jefes indígenas eran quienes decidían qué iba a escuchar Cortés, en qué momento y durante cuánto tiempo. La exhibición de poder es significativa porque ofrece el marco extramusical que encauza la recepción de la música por parte de los asistentes al acto.12 La música participa así en la reafirmación de las jerarquías locales. En lo que respecta a Cortés, sólo tomó nota de un par de instrumentos genéricos (trompetas y atabales), reafirmando así el discurso que sitúa a la música indígena en el campo de la alteridad y en un nivel rudimentario de desarrollo.

Pero aun tratándose de músicas “atrasadas”, lograban despertar una voz de alerta, sobre todo debido a los diferentes niveles de aceptación y rechazo que durante las primeras décadas de la colonización española los indígenas mostraron frente al proceso de occidentalización. Mantener vivos los cantos antiguos fue una de las estrategias que les permitía subvertir la cristianización forzosa, en la medida en que el texto remitía a significados ancestrales imbricados, imposibles de comprender para el escucha occidental.

El misionero franciscano fray Bernardino de Sahagún, investigador sempiterno de la lengua y la cultura nahuas, desconfiaba de la sinceridad de la fe cristiana de los indígenas “porque en los cantares antiguos, por la mayor parte se cantan cosas idolátricas en un estilo tan oscuro, que no hay quién los pueda entender, sino ellos solos”.13 Los cantos resultaban particularmente sospechosos cuando se realizaban en el contexto de un ritual, tal vez por eso en el Concilio Mexicano Primero se indica a los religiosos “revisar” que los cantares antiguos no tuvieran contenidos deshonestos. A pesar del celo que se puso en reemplazar los cantos tradicionales locales por himnos cristianos, combatirlos reveló ser una meta imposible de alcanzar, sobre todo si se piensa en el estrecho lazo que unía al canto con la danza y otros actos ceremoniales indígenas. La parafernalia desplegada en estos actos solía tener componentes que remitían a la religión antigua, lo cual despertaba sospechas acerca de los significados que “escondían” los sonidos propiamente tales.

Fray Juan de Torquemada afirma que los indígenas cantaban sus alabanzas bailando alrededor de dos atabales: “A tiempos tañen sus trompetas y unas flautillas no muy entonadas; otros dan silbos con unos huesezuelos que suenan mucho”.14 Lo cierto es que los bailes, acompañados de estos instrumentos extraños al oído occidental, prevalecieron durante toda la era colonial e impregnaron ámbitos diversos de la vida cotidiana. En el Archivo General de Centroamérica (AGCA) y en el Archivo Histórico Arquidio-cesano de Guatemala (AHAG) hay textos que documentan la existencia de plegarias y conjuros que mencionan instrumentos musicales con resabios de creencias de origen precolombino y africano.15

Sahagún indica que cuando los indígenas cantaban y bailaban en honor a sus dioses, “tañían caracoles como cuernos y tañían atambores y teponaztli, que son atambores de madera; y traían en las manos unas sonajas con que hacen un son al propósito de cantar”.16 El misionero franciscano prosigue diciendo que “comenzaban luego a tocar flautas, trompetas, caracoles y a dar silbos y a cantar”.17

Otra referencia a la música en el marco de estas ceremonias proviene del fraile dominico Francisco Ximénez, quien en el capítulo XXIX de la Historia de la provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala escribe: “Componían sus ídolos para estas fiestas con mucho oro y piedras y envolvíanles infinitas mantas ricamente labradas; poníanles en unas andas y traíanlos en procesión con mucha reverencia acompañándolos con gran música de atabales y otros instrumentos musicales de que ellos usaban”.18

El esplendor estético y la solemnidad que Ximénez observa lo llevan -involuntariamente- a establecer paralelismos entre el ritual indígena y las ceremonias eclesiásticas que él conoce y que tienen como componente primordial la procesión, también acompañada por instrumentos musicales. La costumbre de los cronistas de equiparar las prácticas culturales autóctonas con los referentes europeos fue bastante usual en aquella época. Serge Gruzinski lo explica en los siguientes términos:

los cronistas del siglo XVI y sus sucesores, a partir de analogías más o menos discutibles, distribuyen en rúbricas y subrúbricas occidentales -religión, dios, panteón, santuario, sacrificio, mito, etcétera- unos rasgos a los que arrancan arbitrariamente de su contexto amerindio. Ahora bien, esta visión presupone la existencia de un modelo subyacente, universal e intemporal, aunque definido en Occidente, llamado religión, y compuesto de puntos de referencia idénticos independientemente de las épocas, las regiones y las sociedades.19

Este modelo “universal” instaura la noción de procesiones cuando los miembros de la comunidad indígena se trasladan de un lugar a otro, generalmente en medio de ceremonias que tenían fines religiosos. La presencia de instrumentos musicales autóctonos determinaba el tipo de percepción de la música por parte del testigo foráneo. En el capítulo vi del primer libro de la Recordación florida (1690), el historiador guatemalteco Francisco Antonio Fuentes y Guzmán describe que los nativos caminaban “con mucha música de flautas melancólicas, atabales, pitos y caracoles, que hacían esta composición destos instrumentos una música más aína y molesta que armoniosa […], cantando en desentonada y triste voz”.20

Cabe señalar que Fuentes y Guzmán percibe el sonido indígena en los mismos términos en que lo había hecho fray Diego de Landa cien años antes. Este misionero franciscano y obispo de Yucatán escribió en el capítulo XXII de la Relación de las cosas de Yucatán: “Tienen atabales pequeños que tañen con la mano, y otro atabal de palo hueco, de sonido pesado y triste, que tañen con un palo larguillo con leche de un árbol puesta al cabo; y tienen trompetas largas y delgadas, de palos huecos, y al cabo unas largas y tuertas calaabzas; y tienen otro instrumento [que hacen] de la tortuga entera con sus conchas, y sacada la carne táñenlo con la palma de la mano y es su sonido lúgubre y triste”.21

Si bien los ejemplos señalados hasta el momento se refieren a la música indígena en un contexto religioso, es importante destacar que también se la hacía con fines bélicos, sobre todo en el campo de batalla. El historiador dominico fray Diego Durán escribe en el capítulo XVII de la Historia de las Indias… que el sonido de los atambores enardecía a los combatientes y los hacía proferir gritos y silbidos que aterrorizaban al enemigo. Independientemente de los efectos sicológicos que pueda tener un sonido, me interesa subrayar que el atambor adquiría en este contexto un sentido adicional, ligado al componente identitario. El atambor se transformaba en símbolo del afianzamiento de la idea de comunidad y de los lazos de pertenencia, en la medida en que los combatientes se sentían unidos no sólo por la existencia de un enemigo común, sino también porque compartían rasgos culturales de los cuales el sonido constituía un ejemplo.

No puedo dejar de mencionar la presencia del atambor en la realización de ceremonias fúnebres: “salieron con su atambor ronco y destemplado y empezaron a cantar aquellos doloridos y lamentables cantares […]. Puestos todos en orden, empezaron a bailar y llorar juntamente con un aullido extraño. Los viejos todos, alrededor del atambor”.22 Según puede observarse, la música operaba como actividad social regida por códigos de performance. La clave para concluir esto es que se la ejecutaba en medio de actos ceremoniales en los cuales los códigos de performance “informaban” al escucha local cómo debía actuar frente al hecho sonoro, conforme a los significados adscritos y a su funcionalidad. El problema radica en que el testigo occidental -quien finalmente construye el relato- no poseía ni las competencias ni la motivación ideológica para comprender los procesos que se estaban llevando a cabo, de manera que el resultado es un discurso en el que priman juicios negativos respecto de las prácticas musicales del otro.

Con esto regreso a la tesis expuesta anteriormente: toda obra musical se abre a la percepción remitiendo a significados extramusicales que tienen que ver con la experiencia de las personas y su visión de mundo. El musicólogo francés J.-J. Nattiez agrega a ello que el significado existe cuando los objetos son situados en relación con un horizonte.23 Veamos por ejemplo el caparazón de la tortuga al que hace referencia Diego de Landa. Su valoración en tanto instrumento musical está sujeta a la función que cumple en ese entorno específico, al margen del objeto en sí mismo y de su capacidad de emitir sonidos. El caparazón de la tortuga se funde con los atabales y las trompetas largas en un ritual cuyo fin es “idolátrico”, de manera que el efecto del conjunto resulta chocante, más aún por el vínculo que se establece en la ceremonia con fuerzas sobrenaturales. Es así como los códigos culturales del observador occidental encauzan la recepción de la música local en una dirección ideológicamente orientada.

El efecto de lo anterior es que los textos coloniales instauraron en el imaginario de Occidente dos principios básicos respecto de las músicas indígenas: que se encontraban en un bajo nivel de desarrollo (así lo indicaría la precariedad de sus instrumentos musicales) y que se las hacía con fines ceremoniales sospechosos. Por eso el testigo externo solía percibir el sonido autóctono como “ronco”, “destemplado”, “no muy entonado”, “dolorido”, “pesado y triste” o “lúgubre y triste”.24 Fuentes y Guzmán fue más lejos aun al concluir que la música de los indígenas es “más aína y molesta que armoniosa”. Parece dudoso que las prácticas musicales de los nativos hayan sido consideradas “música” en el estricto sentido de la palabra porque -para los cánones europeos- el resultado sonoro debe haber parecido demasiado primitivo, ruidoso y desorganizado.

Con base en lo expuesto hasta el momento puedo afirmar que los atributos de las prácticas musicales indígenas no fueron los elementos determinantes en la percepción del escucha foráneo. Su sentido real más bien lo determinaba el contexto de ejecución y de recepción.

Sonidos diabólicos

Quienquiera que esté familiarizado con los textos coloniales habrá encontrado referencias a lo diabólico asociadas a los ritos ancestrales. En esta ocasión me interesa destacar algunos casos en los que el instrumento musical representa el componente amenazante del ritual, ya sea por las características propias de dicho instrumento o por invocar a fuerzas “demoniacas”. Un ejemplo de esto lo proporciona el historiador guatemalteco Francisco Antonio Fuentes y Guzmán al referirse al baile del Oxtum, “en que intervienen las trompetas largas, de maderas negras […]; en este Mitote o baile, invocan al demonio con semejantes trompetas”.25

Por su parte, el cura de San Antonio de Suchitepéquez menciona un baile llamado Tum que representaba el sacrificio de un indígena; éste era embestido por cuatro figuras humanas, todas ellas representando animales diferentes. Al cura lo perturbó sobremanera la escenificación “y las demás ceremonias y alaridos del dicho baile, movidos de un son horrísono y triste que hacen unas trompetas largas y retorcidas a manera de sacabuches, que causa temor oírlas”.26 Este baile fue muy combatido. A fines del siglo XVIII el arzobispo de Guatemala Pedro Cortés y Larraz indicó que, a pesar de que el Tum había sido prohibido en 1749 por los “abusos y supersticiones intolerables” que provocaba, él dudaba de que se hubiera interrumpido la costumbre de representarlo.27

Además de las trompetas largas hay otros instrumentos indígenas que aparecen vinculados con prácticas de brujería. Un cura de Guatemala le escribió al obispo que sus feligreses celebraban un baile antiguo en el que se pintaban como demonios y tocaban un caracol de modo “tan espantoso que no parecía sino que condenados lo tocaban; dando tantas voces que se estremecían las carnes”.28 Insisto en que lo relevante aquí no necesariamente es el instrumento propiamente tal, sino el contexto en el que se lo hacía sonar. En el ejemplo anterior, el sonido del caracol probablemente despertó en el testigo occidental respuestas corporales estremecedoras que él procesó conforme a una cadena de inferencias derivadas de información ya conocida: los indígenas hacían rituales, en los rituales se invocaba al demonio con instrumentos extraños, éstos parecían ser tocados por condenados, los condenados se encuentran en el infierno; conclusión: el sonido es infernal. La carga ideológica del texto tiende a homologar la música indígena con lo demoniaco.

Existían situaciones en las que el rechazo a las prácticas musicales autóctonas se exacerbaba aún más, sobre todo cuando prevalecían condiciones de caos y violencia extrema. En esas ocasiones el fantasma de la aniquilación transformaba a la música en sí misma en símbolo de muerte. Para ilustrar esta afirmación regreso a Bernal Díaz del Castillo: “tornó a sonar el atambor muy doloroso del Huichilobos, y otros muchos caracoles y cornetas, y otras como trompetas, y todo el sonido de ellos espantable”.29

El sonido “espantable” de estos instrumentos musicales fue el preámbulo de uno de los momentos más dramáticos de la batalla por la conquista de Tenochtitlan, cuando Díaz del Castillo se vio obligado a presenciar el sacrificio de los soldados españoles que habían sido capturados por los mexicas. Tras ser arrastrados a golpes hasta lo alto del gran templo, en medio de un macabro ritual que tenía como fondo acústico el resonar del atambor, el gran sacerdote les extrajo el corazón para ofrecerlo a sus dioses. El cronista ya había afirmado que el atambor era “el más triste sonido, en fin, como instrumento de demonios, y retumbaba tanto, que se oyera dos leguas, y juntamente con él y caracoles y bocinas y silbos”.30

Aparte del contexto de horror y muerte hay factores adicionales que podrían haber intensificado la experiencia traumática: el volumen del instrumento ejecutado, su registro, el pulso o los patrones rítmicos utilizados. Lo relevante es que el sonido caló en lo más hondo del sujeto, no sólo porque iba ligado a imágenes apocalípticas, sino también porque experiencias bélicas previas le habían enseñado que la presencia de tales instrumentos indicaba la inminencia de la muerte.31 Desde esta perspectiva, cada vivencia auditiva constituye para la persona un descubrimiento y actualización de lo ya “conocido de antemano”.

Hasta el momento he argumentado que la alteridad también se manifiesta por medio del sonido de los instrumentos musicales del otro. En el siguiente apartado abordaré el uso de los instrumentos musicales occidentales por parte de los indígenas. Según podrá verse, sus efectos también podían resultar problemáticos.

Instrumentos sacros e instrumentos “a extirpar”

Conforme se consolidó el proceso de colonización, diversos instrumentos musicales europeos fueron introducidos en América de manera más o menos sistemática. La Iglesia se transformó en el principal mecenas de la música occidental, incentivando la formación de coros y capillas instrumentales en las que se tocaban chirimías, trompas, bajones, arpa, órgano y otros instrumentos europeos.

El Concilio de Trento (realizado entre 1545-1563) dio instrucciones muy generales respecto del uso de la música en el ámbito sacro: los oficios tenían que hacerse con himnos y cánticos y las “músicas lascivas” debían ser expulsadas. Si bien la incorporación de instrumentos musicales en la iglesia no estuvo exenta de polémica, se impuso la posición de privilegiar el uso de músicas que apelaran a las emociones de los feligreses; era mucho más fácil atraerlos si se los hacía vivenciar corporalmente la religiosidad. Como resultado de esta práctica hubo una creciente producción de música destinada a las celebraciones de las fiestas del calendario litúrgico (Corpus Christi, Navidad, Anunciación, Semana Santa, día de los santos tutelares, etcétera).

El uso de la música se extendió por todo el continente americano para facilitar el proceso de evangelización de los pueblos originarios. El Primer Concilio de México (1555) dio instrucciones precisas de enseñar canto llano y dotar a las iglesias de cantores para atraer a los fieles a los oficios divinos. Para ese entonces las capillas musicales de las iglesias deben haber estado fuera de control porque el mismo Primer Concilio Mexicano ordenó moderar el uso de la música e instrumentos. Según se indica, en el arzobispado había demasiadas chirimías, flautas, trompetas y “vigüelas de arco”, además de un exceso de cantores e indios que se ocupaban “de tañer y cantar”. Esto tiene sentido si se toma en cuenta que los indígenas que hacían música en las iglesias estaban liberados del pago de tributo y de prestar servicios personales a los españoles. Formar parte de la capilla musical de la iglesia constituía un privilegio al que muchos aspiraban, aunque ello significara un perjuicio económico porque entraba menos dinero a las arcas del poder colonial.

La orden de extirpar las vihuelas de arco y otros instrumentos (probablemente de cuerdas) puede haberse relacionado con la connotación profana que se atribuía a esos instrumentos y al riesgo que suponía dejarlas entrar en el espacio sacro. Lo cierto es que esta disposición tampoco se cumplió. Como testigo cito nuevamente a Thomas Gage, quien indica que, mientras realizaban las danzas en honor al Santísimo Sacramento, los indígenas bailaban en círculo y cantaban coplas acompañándose de sus guitarras.32

Sumado a lo anterior menciono el villancico A tejer una guirnalda, de fray Dionisio de Romero. La obra data de la segunda mitad del siglo XVII y está escrita para cuatro voces con acompañamiento de “harpa o vigüela”.33 El villancico de negros Apalta tula Guinea para tiple sola indica que es una obra con guitarra a 6, aunque hasta el momento sólo se ha encontrado la parte vocal.34 El hecho de que en el Archivo Histórico Arquidio-cesano de Guatemala además haya un cuaderno de cifras para guitarra permite conjeturar la presencia de dicho instrumento, aunque no tenemos certeza de que se haya ejecutado en un contexto litúrgico, puesto que podría tratarse de material perteneciente al maestro de capilla Manuel José de Quirós, quien donó a la catedral varias piezas de guitarra, muchas de ellas aún pendientes de catalogar.

El Primer Concilio Mexicano prohibió tañer trompetas durante los oficios, permitía su uso únicamente en las procesiones fuera de la iglesia. Asimismo, se dispuso que cesaran en los pueblos “los estruendos” de las chirimías y las flautas, a excepción de las celebraciones de los santos tutelares y únicamente en los pueblos de cabecera. ¿Hasta qué punto se cumplieron estas disposiciones? Aparentemente no mucho, puesto que la música instrumental continuó cumpliendo un rol significativo en el ámbito sacro, según se deduce de la real cédula del 29 de julio de 1565 (diez años después de la realización del concilio), que ordena suspender “los grandes excesos y superfluidad de la música en las iglesias”.35 Recuérdese que “excesos” significaba que se incurría en gastos que la Iglesia consideraba demasiado onerosos.

Las trompetas y chirimías no fueron del todo expulsadas de la liturgia catedralicia guatemalteca. En el Fondo de Libranzas del Cabildo hay un acta de pago con fecha 29 de diciembre de 1598 y 6 de enero de 1599, donde queda consignado que se pagó a los indios trompeteros por tocar trompetas (corneto) y chirimías.36 Fuera del ámbito de la capital del reino de Guatemala también siguieron sonando tales instrumentos. Thomas Gage observó durante su estadía en Guatemala que, dependiendo del tamaño del pueblo, la iglesia tenía “un cierto número de cantores, trompetas y tocadores de oboe o fagote”.37

El panorama que encontró el arzobispo Pedro Cortés y Larraz durante la visita que hizo a los pueblos de la diócesis de Guatemala (1768-1770) fue más bien desolador. Según él indica, en los pueblos no había escuela porque los indígenas se negaban a aprender el castellano y la doctrina cristiana. Ni siquiera admitían recibir los sacramentos. No obstante, sí celebraban a sus santos mediante ceremonias que en el arzobispo despiertan desconfianza:

Estas fiestas consisten en que los indios que las hacen tienen las imágenes de escultura (sobrado indecentes y mal vestidas muchas de ellas) a la entrada de sus casas, con aparato de altar y candelas. El día que se hace la fiesta las llevan por lo regular a la iglesia con tambores y clarines; y hecha la fiesta las vuelven a su casa y aquel día es el de sus huelgas, bailes y embriagueses, lo que es tan connatural a los indios, que me parece no tienen los parroquianos derechos más bien hipotecados.38

Cabe señalar que a los ojos del arzobispo la música iba de la mano con las zarabandas,39 comida y bebida en exceso, lo que inevitablemente conducía a “embriagueses, escándalos y deshonestidades”.

Si bien el Concilio Primero de México puso límites al uso de instrumentos de viento, alentó que en todos los pueblos hubiese órgano, “que es el instrumento eclesiástico”. La definición del órgano como instrumento eclesiástico es meramente convencional, puesto que no hay nada en dicho instrumento que lo haga más sacro que cualquier otro, sea autóctono o europeo. Esto refuerza la tesis de que el sonido está estrechamente ligado a nociones extramusicales que no tienen nada que ver con el fenómeno físico propiamente tal. La prescripción de que suenen órganos sí parece haber sido cumplida porque Thomas Gage afirma que en los pueblos indígenas (al menos aquellos que él visitó) la misa se celebraba tocando órgano y otros instrumentos musicales, “y lo hacen tan bien como los españoles”.40

Hasta el momento se ha visto que las comunidades indígenas adoptaron los instrumentos musicales europeos, al menos así lo atestiguan los cronistas. Muchos de ellos eran misioneros que tenían un especial interés en demostrar que el proyecto de colonización y evangelización se estaba llevando a cabo de manera exitosa en todos los ámbitos de la cultura. Respecto de los instrumentos autóctonos, los textos que datan del último periodo del dominio colonial español dan cuenta de su utilización en las fiestas cívico-religiosas, tanto en los pueblos indígenas como en las ciudades con mayor presencia hispano-criolla. A ello me referiré en el siguiente apartado.

Instrumentos autóctonos en las celebraciones cívico-religiosas

Una de las referencias al uso de instrumentos indígenas en el marco oficial proviene del reporte que el cura de Jutiapa hizo de los festejos realizados en 1680, con motivo de la inauguración de la nueva catedral de Santiago (actual Antigua, Guatemala). El texto señala que los indígenas de la zona participaron activamente en la celebración, presentando su música, bailes y escenificaciones teatrales, con el acompañamiento de cajas, atabales, clarines, trompetas, marimbas y otros instrumentos no especificados.41

Sesenta y cinco años más tarde la catedral fue elevada al rango de metropolitana y se llevó a cabo una fastuosa celebración. El evento fue descrito por Antonio de Paz y Salgado, abogado de la Real Audiencia, quien afirma que la ciudad se había engalanado para la actividad “y yá los acordes, que sonaban acompañados del regional, y sonoro de las Marimbas, hazía todo un conjunto tan festivo, que poco le faltaba para igualar al recido [sic] que sonaba en los corazones el afecto para justo tributo de tanta dicha”.42 El autor agrega que se escuchó un gran número de atabales y marimbas “diestramente tocadas por los Naturales de este Valle”.

El fervor religioso fue exaltado al máximo en aquella ocasión, por eso se entiende que la inclusión de los grupos subalternos buscara proclamar la universalidad de la fe católica. Puesto que los indígenas de la zona habían sido convocados a participar conforme a sus propias prácticas culturales, el observador occidental ya no percibe sus instrumentos musicales como “destemplados”, “lúgubres” o “infernales”, sino que más bien los presenta a la manera de “conjunto festivo” capaz de producir “alegres ruidos”. No creo que esto se haya debido a un paulatino proceso de adaptación de los oídos hispano-criollos a los sonidos indígenas. La descripción del evento me hace pensar en propósitos ideológicos en los que la música es insertada en el relato triunfante de la colonización.

Resulta interesante el hecho de que Paz y Salgado destaque la destreza de los indígenas en la ejecución de las marimbas, puesto que supone una ruptura con la tradición discursiva que primaba hasta el momento: hablar de “destreza” en la ejecución de un instrumento autóctono implica reconocer en el indígena a un músico competente. Con esto, es situado en una posición equivalente (aunque no igual) a la del ejecutante de instrumentos de origen europeo. A su vez, la marimba (el instrumento local) es dignificada en la medida en que se le reconoce la suficiente complejidad como para requerir un ejecutante que demuestre destreza y dominio técnico.

La presencia de instrumentos indígenas en el marco de las fiestas coloniales (entre ellos, el caracol, el caparazón de una tortuga y diversos instrumentos de percusión) indica que los sonidos autóctonos que antaño remitían a imágenes diabólicas, podían perder el carácter amenazante. Su integración en un imaginario social más conciliador ocurría al ser sometidos a un largo proceso de resignificación mediante el cual se los despojaba de sus sentidos tradicionales para insertarlos en un marco de significación católico, eminentemente occidental.43 Es posible que los colonizadores no hayan logrado del todo imponer su visión de mundo a los pueblos conquistados, pero sí fueron capaces de articular los rasgos culturales otros en un universo de significaciones que neutralizaba los efectos disruptivos.44

Conclusiones

Según pudo observarse, en el periodo de colonización española la música autóctona fue valorada a partir de factores extramusicales que orientaban la percepción y la recepción del escucha occidental. Si bien se trata de un fenómeno complejo, podemos destacar como elementos significativos el contexto en el que se realizaba la práctica musical, la finalidad que ésta cumplía y el tipo de instrumentos empleados en su ejecución; de esta manera, el rechazo del colonizador no se debió únicamente a criterios europeos respecto de cómo debe hacerse (o sonar) la música, sino también al choque en el modo de comprender el mundo que suponía la ejecución de las músicas otras.

La diferencia cultural quedó de manifiesto en los textos coloniales debido al desconocimiento que los autores tenían del sentido de las prácticas performativas indígenas, lo que condujo rápidamente a aproximarlas a dos de los fantasmas que más temía Occidente: el demonio y la muerte. En contraposición a esto, podemos afirmar que los grupos autóctonos utilizaron la música como estrategia de empoderamiento. Ejemplo de ello es el sentido identitario que cumplía el atambor en el afianzamiento de los lazos comunitarios y en la movilización frente al invasor; este instrumento se transformó en símbolo de la diferencia, dando pie a una noción de etnicidad que marcaba la frontera entre el colonizador y el colonizado.

Pero el éxito de cualquier proyecto colonial depende de la creación de espacios para la integración de los grupos subalternos. Incorporar prácticas musicales autóctonas en los festejos oficiales constituyó una opción relativamente segura, en el sentido de que no representaban una forma (abierta) de sedición. Los instrumentos musicales indígenas lograron insertarse en el imaginario occidental, pero pese al cambio de percepción del que fueron objeto, continuaron formando parte de la categoría “indio” en la medida en que constituían un rasgo identitario que diferenciaba y a la vez consolidaba la diferencia. Esto nos lleva a visualizar la compleja dinámica desarrollada en las relaciones transculturales: si bien los instrumentos indígenas operaban como marcadores de etnicidad, el festejo público propiciaba la difuminación de la frontera cultural, permitiendo que la música en sí misma se transformara en campo de negociación de significados.

Es necesario subrayar que se trata de una redefinición y no de la destrucción de prácticas ancestrales. A pesar de que siglos de dominación colonial favorecieron que se institucionalizara la manera europea de hacer música, ello no implicó una pérdida u olvido del universo precolombino, cuyas estructuras musicales condensaban principios cosmogónicos fundantes de la cultura. De hecho, el contexto de los ceremoniales católicos permitía incorporar esos sonidos otros que ampliaban el horizonte de significaciones, precisamente porque remitían a realidades otras. De esta manera, el culto cristiano se apartaba de los modelos europeos para dar pie a nuevas formas de vivir la religiosidad. Por su parte, cada vez que los indígenas producían (y percibían) el sonido según la tradición ancestral, llevaban adelante una forma de autoafirmación que desestabilizaba los sistemas de dominación.

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1 De manera muy general, Pierre Bourdieu sostiene que, para que sea visible una propiedad distintiva de algo, ésta debe ser percibida por alguien capaz de establecer la diferencia, puesto que ese alguien “no es indiferente y está dotado de categorías de percepción, de esquemas clasificatorios, de un gusto, que le permite establecer diferencias, discernir, distinguir”. Véase P. Bourdieu (2007, p. 21).

3 Stockmann (1977, p. 69): “These standards and rules are the diverse conventions and traditions of a musical culture, such as tonal systems, modes, scales, rhythmic and melodic patterns, performance practices and techniques, manners of singing, shouting, crying, ornamentation, principles of formal construction, rules for combining sections, initial and cadential formulas, timbres and their mixing, tempo behaviour, etcetera”. La traducción es mía.

5En un modelo comunicativo, decodificar exige lo que Umberto Eco denomina “competencia circunstancial diversificada, puesto que para producir sentido se ponen en juego varios sistemas de signos que se complementan entre sí (Eco, 2000, pp. 77-78).

6En el campo de la literatura, Hans Robert Jauss se refiere al horizonte de expectativas, la suma de comportamientos, conocimientos e ideas preconcebidas que encuentra una obra en el momento de su aparición y a merced de la cual es valorada”. Véase Rothe (1987, p. 17).

7La música suele ser el símbolo para señalar al otro o para indicar el lugar de la diferencia (de género, de clase, edad, etnicidad, etcétera). Véanse Tagg (2013); Grenier y Guilbault (1990), y Stokes (2004).

8Piénsese por ejemplo en el sentimiento de contrición que genera el Miserere, en contraposición con la exaltación que despierta el Gloria. En este caso, los significantes musicales son portadores de asociaciones semánticas extrínsecas a la música, con lo que se refuerza el poder afectivo del texto. Véase Nattiez (2004).

9Esta interacción da pie a que proliferen estereotipos negativos respecto del “otro”. Véase Fiske et al. (2002); y Bodenhausen y Richeson (2010).

14 Torquemada (1975, p. 307). Torquemada hace una detallada descripción del modo de ejecutar estos cantos: uno de los atabales se tocaba con la palma de las manos (el huehuetl) y el otro, de sonido más grave, se tocaba con palillos (el teponaztle, variante del tun guatemalteco). El canto era conducido por dos cantores a los que se les iban uniendo las voces de todos los participantes. El baile era comunitario y podía llegar a tener más de mil personas, todas moviéndose en forma concertada. Véase el capítulo XXIII del libro IX de Monarquía indiana.

15Véase Ruz (2006)El siguiente canto de “brujería” rescatado por Ruz tenía por finalidad atraer las lluvias: “Tin tin tin, yo me boy (a) alegrar con mi tambor, chinchín y pito, siendo hijo de gran hombre y de visarra mujer, boy a gustar de mi tambor y mi chinchín escurriendo, sobre mis manos, pies, rodías, sobre mi hombro, pecho y mollero. En ayre le abrasé y tuve. En derechura descansé, vagé sobre el bordo y demás afar [sic] de su casa”, p. 305.

24Conforme a lo señalado por Umberto Eco, todos estos adjetivos funcionan como palabras clave “estadísticamente reiteradas y estratégicamente colocadas”, lo que orienta el sentido del discurso. Véase Eco (2000, p. 283).

31En un capítulo previo de Historia verdadera de la conquista de Nueva España el autor escribe que cuando Pedro de Alvarado oyó “el gran ruido de atambores y trompetas y voces e silbos de los indios, bien entendió questaban revueltos en guerra”. Véase Díaz del Castillo (1978, p. 75).

32Gage (1979, p. 131). Nótese que en la representación de La mujer del Apocalipsis de Cristóbal de Villalpando que se encuentra en la sacristía de la catedral de México figuran a la izquierda varios ángeles que tocan instrumentos musicales variados, entre ellos una vihuela de arco. Véase Davies (2009, p. 23).

33Esta pieza tiene la asignatura 826 del catálogo AHAG.

34Asignatura S.788 del catálogo AHAG. Agradezco a Omar Morales Abril por proporcionarme ambas referencias.

36AHAG, Cabildo, Cuentas del Mayordomo Cristóbal Ibáñez. Agradezco a Omar Morales Abril por proporcionarme esta referencia.

37Gage (1979, p. 100).

39Cortés y Larraz hace la siguiente descripción: “Las zarabandas (reduciendo su explicación a pocas palabras) consiste en que desde el principio de la noche se junta en una casa o jacal todo género de gentes, hombres, mujeres, casados y libres; tienen su música y bailes toda la noche hasta el amanecer el día siguiente; hay comidas, bebidas y embriagueces, como también toda especie de deshonestidades sin el menor rubor ni reparo y este gravísimo desorden, que se mira como irremediable, es común en toda la diócesis”. Véase Cortés y Larraz (1958, II, p. 251).

40Gage (1979, p. 100).

41El texto del cura de Jutiapa fue copiado en forma íntegra por el historiador guatemalteco Domingo Juarros (1857, p. 362).

43Prueba de ello es la presencia de instrumentos indígenas como elemento temático de los llamados “villancicos de indios” de la catedral de Guatemala. Véase Singer (2016).

* Este artículo fue elaborado gracias al apoyo de la Dirección de Investigación de la Universidad Nacional de Costa Rica y al proyecto “Rescate y valoración de la música centroamericana”.

Recibido: 18 de Enero de 2018; Aprobado: 01 de Febrero de 2019

Sobre la autora

Deborah Singer es pianista profesional. Doctora en Sociedad y Cultura, académica e investigadora de la Escuela de Música de la Universidad Nacional de Costa Rica

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