1. Política y academia
En el vocabulario político contemporáneo, “populismo” se ha transformado en un término que se utiliza casi exclusivamente en sentido adversativo (los “populistas” siempre son los otros, con las excepciones que señalaré después). Se podría afirmar que el término ha perdido capacidad analítica y vocación comprensiva para los fenómenos políti-cos y se ha transformado en una etiqueta para nombrar en un lenguaje moderno de “tolerancia y pluralismo” aquello que, hoy como ayer, se tipifica como el enemigo político (interno y externo). Asociado como adjetivo a palabras con aura pecaminosa (“la tentación” o “el peligro”), es notable advertir como aún se predica de manera indiscriminada de gobiernos, regímenes políticos, formas de Estado, políticas económicas, movimientos, estilos y rasgos personales de líderes políticos. A veces parece usarse como sinónimo de demagogia; otras veces parece ocupar el lugar vacío del otrora temido “peligro comunista” (D’Eramo 2013).
Más que un concepto clasificatorio, una herramienta heurística o un tipo ideal con ambiciones explicativas y de captación de sentido, la sobrecarga valorativa implícita lo ha transformado en un insulto. Por ello, una de las ideas de este trabajo es que los esfuerzos teóricos por restituirle una dimensión analítica más “objetiva” o incluso un sentido positivo (el populismo como la dimensión más democrática de las democracias liberales; el populismo como expresión plena de la soberanía popular) constituyen novedades teóricas relevantes para pensar la política contemporánea que, sin embargo, no alcanzan a disipar la fuerza denigratoria que ostenta el término desde hace tiempo.
Desde la perspectiva de la teoría y la filosofía política, a primera vista podría parecer saludable dejar de lado los usos “político-profanos” y volvernos hacia la claridad y el rigor de la academia para encontrar en los lenguajes especializados una guía para iluminar la confusión con-temporánea: cotejar autores, revisar bibliografía, ubicar debates. Tratar de separar la paja del trigo, la lucha ideológica del debate académico, la pugna política coyuntural de la caracterización objetiva, la compren-sión política del fenómeno del prejuicio refractario a la reflexión. Sin embargo, los resultados de tal empresa distan de ser auspiciosos, por-que aun si aceptamos el carácter eminentemente debatible de casi todos los conceptos políticos significativos (y no todo el mundo lo hace), pareciera que con el término “populismo” surgen problemas adicionales que dificultan la distinción entre su uso especializado o técnico y su uso profano.
Por un lado, desde la academia parece haber existido siempre una tensión entre quienes subrayan rasgos en el concepto presentes “desde siempre”, características transhistóricas (como el liderazgo carismático, la apelación demagógica al pueblo, el componente autoritario) y quienes tratan de acotarlo y ligarlo a experiencias históricas concre-tas (los populismos clásicos latinoamericanos, por ejemplo) o a ciertos rasgos histórico-estructurales tales como un tipo de relación entre el Estado y las masas, políticas de inclusión social o determinados patro-nes de acumulación (Viguera 1993, p. 62). En la segunda variante (la de las experiencias históricas concretas) el populismo pudo entenderse durante mucho tiempo como una suerte de tipo ideal histórico, que podía nombrar y abrir el camino para la interpretación de momentos políticos de movilización de masas o de etapas político-estatales de las sociedades nacionales y arriesgar enfoques comparativos a partir de esas realidades particulares y diferentes. En cambio, por la vía de las características transhistóricas parecía inevitable terminar asociándolo con formas corruptas del ejercicio del poder, con peligros inmanentes a los órdenes legítimos o con designios personales inconfesables.
Con todo, hay otras razones que explican esa dificultad para separar en forma nítida los usos profanos y especializados. Remiten a las también particulares y diferentes relaciones entre academias y situaciones y tradiciones políticas regionales. No es casual que, en México, las intervenciones académicas orientadas a dilucidar el significado de la democracia culminen (o comiencen) con una diatriba contra lo que se considera el peligro del populismo vernáculo, o que investigadores europeos en Estados Unidos se sientan obligados a recordar a una joven izquierda americana la valoración gramsciana “ambivalente” del bonapartismo o los paralelos entre el fascismo y el populismo (Urbinati 2015, pp. 4- 7). O, a la inversa, que una joven generación de académicos considere posible reivindicar un valor positivo al populismo considerándolo el im-pulso que expresa en forma cabal la dimensión de la soberanía popular en la democracia representativa (o en oposición a ella), como si fuera posible separar al populismo de sus capas de sentido sedimentado en diferentes tradiciones políticas.
La relación entre el espacio de deliberación académico e intelectual y el espacio público y político es, en ciertas circunstancias, también una vía de doble sentido. Algunos académicos son en ciertas situaciones pu-blicistas, y los publicistas y políticos, a veces, leen textos académicos. Por ello no sorprende que en los discursos políticos y periodísticos apa-rezca la connotación retardataria, restauradora, providencialista, opor-tunista o en favor del totalitarismo atribuida a los adversarios “popu-listas” como si ello fuera resultado de la investigación académica y no parte de un posicionamiento en la confrontación política. O que polí-ticos y funcionarios adopten un discurso experto según el cual el po-pulismo se liga con políticas de gasto público desmesurado, irrespon-sabilidad fiscal, intervención estatal excesiva, clientelismo y mediación corporativa de los sectores populares. Es decir, hay ocasiones en que la producción académica suele ser un insumo más para las interpela-ciones, identificaciones y la confrontación política, sobre todo si se cree que la articulación entre la teoría y la política pasa por la función ex-clusivamente prescriptiva de la primera, y hay ocasiones en las que el sentido sedimentado a partir de experiencias políticas particulares y el sentido que otorgan la comunicación mediática y un determinado posicionamiento político se toman como el único insumo para la elabo-ración de un concepto que pretende ser universal.1
Lo cierto es que después de un periodo de relativo olvido o de latencia en los ámbitos académicos y políticos, la apelación al populismo volvió con fuerza a finales del siglo pasado. En un primer momento, se le añadió el prefijo “neo” para rehabilitar negativamente un término viejo y utilizarlo para explicar fenómenos y procesos novedosos, en general ubicados en la periferia. Con las transformaciones de la llamada globalización neoliberal, el fenómeno, peligro o amenaza populista se instaló en el centro del diagnóstico de la modernidad política occidental. Ya no era un fenómeno emergente en los países periféricos ni un rasgo del subdesarrollo ni un riesgo de las situaciones con débil raigam-bre liberal, sino que pasó a ocupar un lugar central en los diagnósticos y pronósticos de la política democrática moderna. Las últimas eleccio-nes norteamericanas, la situación de Hungría, Polonia y Checoslovaquia han vuelto a poner el término sobre la mesa. Otro tanto ocurrió con la aparición de los cuestionamientos “soberanistas” a la Unión Europea y con las proclamas antimigratorias en los países europeos, que encuentran a menudo su caracterización conceptual en el populismo, ahora de izquierda o de derecha.
Sin embargo, casi todos los esfuerzos teóricos por estipular un concepto operativo que integre cierta especificidad del fenómeno y la conceptualización de algunos rasgos, de modo que se pueda aplicar empíricamente a otras situaciones, parten aún del reconocimiento de su equivocidad, de sus dificultades para la referencia y denotación, de su limitado alcance descriptivo, etcétera. Es decir, parten de sus limitaciones como concepto clasificatorio de las experiencias. Aún así, a pesar de la amplitud de la referencia y la equivocidad, proliferan desde la academia los esfuerzos por definir y encontrar “la esencia” del populismo o el núcleo del populismo como tal, como si ese carácter eminen-temente controversial o debatible de los conceptos políticos relevantes pudiera ser salvado mediante una definición operativa que nunca llega a ser tal. Así, hay textos que llevan por título “¿Qué es el populismo?” (Müller 2016) o enfoques que se pretenden novedosos y que propo-nen definirlo como un estilo de los líderes políticos y que presentan más de 25 subtipos o casos cuyo parecido de familia se construye a partir de elementos como las bad manners (Moffitt 2016).
Si como concepto clasificatorio ha resultado problemático, sospecho que “populismo” tampoco puede tomarse como emblema de una doctrina política, una teoría o una ideología consistente que pueda contraponerse a otras. Los “análisis químicos” elaborados a partir de las diferentes formas de declinar principios fundamentales (como la autonomía y la participación republicana, la libertad individual liberal, la soberanía popular democrática) y de resaltar las posibles hibridaciones prácticas (la democracia liberal occidental como articulación entre principios liberales y democrático-sociales) o teóricas (la democracia participativa como combinación de liberalismo y republicanismo) no parecen haber servido para iluminar la “anomalía” populista. Entre otras cosas, por-que en la práctica los procesos políticos a los que se pretende aplicar la etiqueta no son ni meras “puestas en acto” de tradiciones que puedan reconstruirse en forma coherente ni sólo la realización práctica de prin-cipios normativos dictados en términos racionales, sino experiencias relativamente contingentes (pero no fortuitas) en las que se articulan tradiciones políticas, experiencias previas, acción colectiva, iniciativa política, formas de constitución de subjetividades, etcétera. Por supuesto, ello no significa que esas experiencias sean impenetrables o incom-prensibles. Se trata más bien de volvernos conscientes de la complejidad de la relación entre las experiencias concretas y las teorizaciones, o entre los conceptos y la historia.
Hay otras razones por las que el concepto “populismo” no parece comparable con otros “ismos” políticos relevantes. Al analizar la tem-poralización de los conceptos políticos, Reinhart Koselleck hablaba de “conceptos de movimiento”, aquellos a los que el sufijo “-ismo” otorga, en su origen, una proyección hacia el futuro (liberalismo, socialismo, republicanismo, constitucionalismo). Su tesis (cabe aclarar que la re-ferencia problemática es otra) es que esos conceptos se acuñaron origi-nalmente como respuesta a un déficit de experiencia para enfrentar los fenómenos y procesos que desafiaban categorizaciones y sentidos co-munes anteriores (Koselleck 1993, p. 255). Pero no se trataba sólo de la “ciencia política nueva para un mundo nuevo” de la que ya hablaba Tocqueville. Si entiendo bien, su idea es que ese déficit de experien-cia parece equilibrarse a través de una producción compensatoria de expectativas con un “momento” de proyecto político a futuro. En una reutilización muy pragmática de la función de las ideas regulativas, Koselleck parecía dar a entender que con estos conceptos se efectuaba tanto una proyección al futuro como una guía o mandato para la ac-ción. En muchas ocasiones, esos “ismos” eran apropiados por unidades políticas (partidos, grupos, movimientos) para autoidentificarse, para marcar un “nosotros” frente a los otros: nosotros los liberales, los de-mócratas, los republicanos, los socialistas, frente a los conservadores, los autoritarios, los monárquicos, los capitalistas. Que “los otros” acep-taran o no esta nominación dicotómica remitía a una cuestión compli-cada, al carácter simétrico o asimétrico de esos contrarios (Koselleck 1993, p. 206), a la porosidad y a la posibilidad de que esas fronteras fueran traspasadas y al alcance normativo de las distinciones (en el par de opuestos liberales/conservadores, o socialistas/liberales, resulta más fácil pensar las combinaciones o “contaminaciones” que, por ejemplo, en el par democráticos/autoritarios).
Esta apretada síntesis me permitirá formular algunas pistas para mis intuiciones acerca del problemático carácter político y conceptual del populismo.
En primer lugar, esos conceptos de movimiento se piensan hoy como tradiciones; es decir, que el impacto ante la novedad y la producción compensatoria de expectativas han dejado paso a la aplicación de mo-delos más o menos basados en experiencias anteriores o a afirmacio-nes de tipo doctrinario legitimadas por esa tradición (liberalismo, repu-blicanismo, socialismo). Si volvemos al populismo, pareciera que éste no fue nunca un concepto de movimiento en el sentido mencionado, porque nunca fue con claridad un “proyecto” político a futuro (ni como fenómeno ni mucho menos en su sentido atribuido por la teoría). Tam-poco fue un término para la autoidentificación o la constitución identi-taria de unidades políticas (según Tim Houwen, en el populismo ruso y en el People’s Party nortemericano esta “autoidentificación” parece haber sido, en todo caso, episódica). Es más, en determinadas circuns-tancias se utilizó más bien como el opuesto asimétrico de la autoiden-tificación. Con esto quiero decir que el adjetivo “populista” al parecer se utilizó políticamente, de modo explícito o tácito, en oposición a un contrario, fuera éste “revolucionario”, “democrático”, “liberal”, “cosmo-polita”, “republicano” o “socialdemócrata”.
Muchas veces se acepta que estamos ante la presencia de un objeto “anexacto” (Arditi 2011) o ante un a-concepto. Es decir, se lo recono-ce como un objeto de pensamiento de contornos difusos y fronteras mudables. Así, los esfuerzos teóricos más lúcidos aceptan la necesidad de poner un límite a todo intento de especificar plenamente el “como tal” del populismo, y han instado a reconocer lo borroso de sus con-tornos conceptuales y el hecho incómodo de que hay elementos, antes asociados de manera negativa al populismo, presentes en el funciona-miento real de regímenes democrático-liberales y en la competencia de partidos: representación personalizada, contacto directo con la gente, necesidad de articular demandas insatisfechas (Canovan 2012, Arditi 2011). Es por ello que reivindicar las experiencias sudamericanas recientes (Bolivia, Argentina, Ecuador, Brasil y Venezuela) en términos de su especificidad populista frente al formato democrático-liberal resulta una empresa de éxito improbable.
Es así que resulta razonable suponer que una aproximación rápida a esas sedimentaciones de sentido y a las diversas experiencias políticas a las que el término “populismo” pretendió encuadrar nos permite entender un poco su carácter polémico y la relación de asimetría y oposición en la que parece haber estado ubicado siempre el término. Quizá también nos diga algo más sobre la compleja relación entre el lenguaje de los actores y el de los observadores. A ello apunta la segunda par-te de mi trabajo.2
2. Las experiencias y su elevación a conceptos: movimientos, sensibilidades y regímenes
Quisiera referirme a tres experiencias históricas privilegiadas con las que el término “populismo” ingresa al lenguaje político y en las que, desde su origen, parece haber tenido un alcance polémico. Parto de varias intuiciones que utilizo en un sentido pragmático como guías o como interrogantes para la reconstrucción de los usos del término. En primer lugar, se trata de un término “preñado de historia” (al igual que “democracia”, “república”, “liberalismo”) y, por ende, su formalización o generalización teórica resultan problemáticas. En segundo lugar, en él coexisten estratos temporales diferentes y no está de más presuponer una imbricación no lineal entre la experiencia de los actores que finalmente lo tomaron o no como un referente para la autoidentificación y la nominación por parte de los observadores y los adversarios. Es decir, en esos usos es posible encontrar experiencias colectivas sedimentadas, situaciones vividas y reflexivamente reapropiadas y también evaluacio-nes positivas y negativas que provienen tanto de los adversarios políti-cos como de las reconstrucciones académicas ex post. En tercer lugar, parto del supuesto de que en las tres experiencias es posible verificar una relación entre el uso público-profano (en el análisis y la lucha polí-tica e ideológica) y el uso teórico-especializado, y que los parecidos de familia que es posible detectar entre estas tres experiencias llevaron a que después se subrayaran, alternativa o conjuntamente, uno u otro de los elementos señalados.
2.1. El movimiento populista ruso
Si bien se señala a este movimiento político-intelectual de la Rusia de la segunda mitad del XIX como uno de los orígenes del término “popu-lismo” en su sentido moderno, pareciera que las ambigüedades, hibri-daciones e impurezas que luego se atribuirían al populismo estuvieron presentes desde el comienzo. Algunos historiadores han señalado que una historia semántica del término narodnichestvo indica dos signifi-cados del término. El primero, más estrecho, se refiere a una postura surgida en el seno de la intelligentsia rusa que preconizaba la hege-monía de las masas populares campesinas sobre las élites ilustradas. En un primer momento, esta invocación general encerraba diversas po-sibilidades en cuanto a las salidas estratégicas y programáticas en el marco del incipiente socialismo revolucionario en Rusia. En su momen-to, este primer uso permitió aplicar el término a toda forma de crítica al elitismo a partir de una referencia a lo popular (un rasgo que caracte-rizaciones académicas posteriores intentaron retomar como algo típico del populismo). Pero un segundo sentido, más “objetivo” y amplio, se refiere en específico a una visión sobre las posibilidades del socialismo en Rusia y a la apertura de una vía nacional que permitiera omitir la etapa del desarrollo capitalista del modelo manchesteriano.
Si por el primer sentido el populismo fue un fenómeno histórico (como movimiento y como ideología difusa) y un término con el que algunos grupos radicales se autodesignaban, en el segundo sentido fue una herra-mienta polémica, creada y defendida por los publicistas marxistas de la socialdemocracia rusa en 1890, que no tuvo “correlato histórico” y que fue rechazado de plano por aquellos a los que se pretendía etiquetar. (Pipes 1964, p. 445)
Según esta interpretación, en el primer sentido (que pudo ser apropiado para la autodescripción del movimiento) “populista” funcionaba como una suerte de sinónimo de “democrático”. El pueblo (al que había que ir, del que se tenía que aprender, al que había que educar o al que había que representar) era el depositario del mandato para el cambio revolucionario. Ello suponía una relación particular entre los intelectuales y la comunidad campesina, y la recuperación de una tradición y una forma de trabajo, la obschina, en la que se ejercía tanto la propiedad colectiva como el autogobierno (Taggart 2000, p. 48).
El hecho de que ello supusiera una visión del “atraso” como situación privilegiada para acelerar el proceso histórico sin replicar el modelo capitalista manchesteriano se convirtió en uno de los ejes de la lucha interna del incipiente campo socialista ruso, porque parece haber sido a partir de la transformación del populismo en herramienta polémica “que el marxismo reinterpretó de una determinada manera todo el pa-sado de la sociedad rusa, llevando a que en la lucha política posterior el movimiento quedara descalificado o clausurado” (Aricó 1995, p. 32). Según la interpretación de Richard Pipes, fueron los polemistas mar-xistas quienes se apropiaron del término extrayéndolo de su contexto original, y lo utilizaron para describir a sus adversarios como aquellos que creían en la posibilidad de alcanzar el socialismo sin pasar por la etapa de desarrollo capitalista.3
Más allá de lo que la investigación histórica puntual sobre el movimiento populista ruso pueda develar, resulta interesante señalar la manera en que el término adquirió muy pronto una connotación peyo-rativa en el debate interno de los revolucionarios rusos. Lo destacable es que el término pasó a formar parte del vocabulario político tamizado por la crítica marxista y después leninista. Si en su uso amplio aparecían elementos como la exaltación romántica de la vida rural, la reivindi-cación de la comunidad campesina como base de la organización del socialismo y la relación compleja con la figura de la intelligentsia, en su formulación como “concepto” político a partir del marxismo encon-tramos elementos que convergieron luego en las caracterizaciones aca-démicas del populismo que gestaron en los años sesenta y setenta del siglo XX la sociología académica y del marxismo de esos tiempos.
La combinación de elementos protoanarquistas, socialistas, liberales y de lo que hoy llamaríamos comunitaristas en el movimiento populista ruso (y las divergencias político-organizativas posteriores) desafiarían por sí solos todo intento de construcción de tradiciones nítidas y puras. En cambio, es interesante señalar en el debate ideológico del socialismo ciertos rasgos problemáticos que reaparecen en otras coyunturas y que quedan adheridos como sentidos sedimentados a uno de los usos po-lémicos del término “populismo”. Entre ellos podemos citar la crítica a una idea romántica o culturalista de pueblo (fincada en sus tradiciones, costumbres y cultura), la denuncia de la idea de pueblo como totalidad homogénea que no reconoce la división de clases, la crítica a la equiva-lencia entre el pueblo y la nación o el prejuicio de que el populismo no reconoce la división de clases ni la lucha entre ellas. Varios intentos de definición académica avanzarán por esa vía “negativa” y lo caracteriza-rán como policlasista, reformista, estatista y nacionalista (Incisa 1983,
1247-1253), críticas que aparecerán en algunas caracterizaciones de izquierda, coetáneas a la experiencia de los llamados “populismos clásicos latinoamericanos” a los que el marxismo criticará justo por re-formistas, burgueses, nacionalistas y estatistas.
2.2. El populismo americano
El derrotero particular del término populismo en los Estados Unidos de América ha generado recientemente desencuentros (no sólo lingüísti-cos) en la academia y en la política. En relación con el nuevo interés por el populismo que se relaciona con la última campaña electoral estadou-nidense y el triunfo de Trump, bien vale recordar una anécdota famosa. En una reunión conjunta con el entonces presidente Barack Obama y el primer ministro Justin Trudeau, el presidente de México, Enrique Peña Nieto, desplegó una de sus ya acostumbradas diatribas antipopulistas, reservadas hasta entonces para discursos internos. En esa ocasión se trataba de subrayar el papel de México como emblema de la democra-cia frente a Venezuela y a otras experiencias “populistas” latinoameri-canas, pero también se incluía una tímida alusión a lo que comenzaba a nombrarse como “el populismo” de Trump. En su respuesta, Obama advirtió sobre los riesgos del uso irreflexivo del adjetivo “populista” (di-jo algo así como “no debemos llamar ‘populista’ a todo aquel que surge en situaciones de ansiedad y dice cosas controversiales para ganar vo-tos”) e instó a reservar el término para las personas que se preocupan y luchan “for the people” (que puede traducirse como “las personas”, el conjunto de los individuos, pero también como “los trabajadores”, los más pobres o los más vulnerables ). “I myself might be considered a populist, or Bernie Sanders”, pero no Trump. Éste, en cambio, podía caracterizarse como un “cínico”, no como un populista. Al día siguiente, los intelectuales públicos mexicanos que desde hacía tiempo agitaban el fantasma del populismo vernáculo (el populismo “es” estatista, pobrista, antiintelectual, demagógico e irresponsable) simplemente aclararon que, “en Estados Unidos, ‘populismo’ significa otra cosa”, y que Obama, aunque admirable estadista, desconocía el populismo como concepto político fuera de Estados Unidos. Un año después, si seguimos las ca-racterizaciones políticas y periodísticas del fenómeno Trump, daría la impresión de que Peña Nieto fue más certero en la caracterización del futuro presidente: si bien el populismo termina por decantarse como un rasgo, virtud o vicio del carácter del político individual (como pensaba Obama), ya ha dejado de interpretarse como la preocupación moral por los más desfavorecidos para identificarse en forma exclusiva con la retórica exasperada antiestablishment.
La academia norteamericana puede, en efecto, afirmar que el popu-lismo fue una formula política que se inventó en Estados Unidos y que luego se exportó al resto del mundo (Judis 2016, p. 4). No sería la primera vez que esa nación se afirma como la cuna de la innovación política. Lo cierto es que el populismo norteamericano se conecta histó-ricamente con el desenlace de la Guerra Civil y, en sus orígenes, estuvo ligado a una base social resentida con el liderazgo de las élites liberales: los farmers y demás sectores rurales desfavorecidos por los costos de la industrialización norteamericana. Es decir, en su génesis, el fenómeno aparece ligado a una base social delimitada y a una coyuntura histórica específica (el surgimiento del People’s Party, la industrialización acelera-da, luego la crisis de la década de los treinta). Un determinado conteni-do social (los “perdedores” que surgieron de una transformación social sustantiva) y la movilización impulsada por el resentimiento contra las élites liberales son elementos que reaparecerán en las caracterizaciones de Trump como líder populista.
En la experiencia norteamericana, la integración de las demandas a través de los canales partidarios y del escenario democrático liberal llevó a que los rasgos más negativos (nativismo, antiintelectualismo, resentimiento, racismo e incluso xenofobia) fueran predicados casi ex-clusivamente de los políticos individuales y se entendieran como ras-gos personales o vicios morales, o como “corrientes culturales” subte-rráneas (o no tanto). De ahí que no lograra estabilizarse del todo la connotación peyorativa y que el término “populista” pudiera conservar todavía algún sentido de virtud moral (solidaridad con los más desposeídos, sensibilidad social). De ahí también que se lo relacionara con perspectivas keynesianas, el proteccionismo económico, el intervencio-nismo estatal y, en general, con políticas de protección y bienestar so-cial. Así, por ejemplo, hay caracterizaciones que incluyen el ciclo roose-veltiano en el rubro del populismo. Y, como vimos, Obama mismo pudo autodefinirse todavía como populista. En un análisis histórico más fino, también es posible detectar momentos en los que el People’s Party utilizó la noción no sólo como un concepto descriptivo, sino como un concep-to de movimiento, es decir, como una nominación capaz de movilizar hacia un futuro mejor y, por ende, susceptible de ser retomado para la caracterización de la fuerza política propia (Houwen 2011, p. 12).
Es decir, en la tradición norteamericana el populismo no se desarro-lló en su origen como una ideología alternativa al liberalismo o como un enemigo externo de la democracia, sino más bien como una fór-mula política definida por sus rasgos antielitistas, solidaria con los de abajo o con los más desfavorecidos por las políticas del establishment. Por ello, en las caracterizaciones más contemporáneas, lo propio del populismo “como tal” estaría en su alcance movilizador contra el status quo y su compleja compatibilidad con la institucionalidad democrático-representativa. Este desafío al establishment se reduciría a la lectura política más o menos oportunista de un malestar social generalizado y a su articulación con los canales de representación política de la demo-cracia representativa. La desactivación del potencial disruptivo de ese malestar provendría de la capacidad de las instituciones y de los parti-dos para incorporar y resolver las demandas de esos sectores excluidos, o directa y negativamente afectados, por las políticas de los grupos en el poder. Más que la ruptura y la desestabilización, el populismo apa-rece como una fórmula “por la cual los ciudadanos pueden cuestionar las desigualdades sociales y económicas sin poner en tela de juicio el sistema en su totalidad” (Kazin 1995, p. 17).
Por ello, desde la experiencia americana, el populismo se pensó como una fórmula política centrada en una lógica diádica entre los de abajo y los de arriba y que tiende a adoptar un lenguaje moralizante: unos son puros, sencillos, cívicamente abnegados, simples y austeros y los otros corruptos, hipócritas y demoniacos. La dicotomía entre arriba y abajo, y sobre todo la moralización de las identidades de unos y otros, se transformaron en rasgos adjudicados al populismo como un tipo ideal construido por las ciencias sociales, y el malestar y el resentimiento también se identificaron en términos teóricos como elementos que sur-gen en situaciones de crisis generalizada y de declive de legitimidad de las élites dirigentes. En todo caso, más que un tipo de régimen, una forma de Estado o una orientación política redistributiva, el populismo se identificó, en el seno de esta vertiente, de manera progresiva con un estilo político personal y con una retórica antiestablishment.
Según algunas interpretaciones, la movilización de masas en el fas-cismo, pero también, de manera más acotada, la aprobación popular a las políticas del macartismo, habrían desatado una nueva ola de desconfianza “elitista” frente a las masas populares, lo que generó el contexto para que la sociología norteamericana fuera más allá del popu-lismo americano como fenómeno histórico y formulara un concepto de populismo que lo colocó en oposición radical a la democracia liberal (Houwen 2011, p. 23). Seymour Lipset continuó el ciclo de genera-lización del concepto que, por la vía de la movilización de masas, el liderazgo carismático y el antielitismo, llega a ser intercambiable con el término “fascismo”. El fascismo no se consideró un “caso” de populismo (como ocurrirá después), sino que el populismo encontró su anatomía y su esencia en el fascismo, entendido éste como el enemigo de la de-mocracia. El populismo devino así en el concepto contrario y asimétrico de la democracia liberal: “una es vista como la norma política y el otro como el opuesto negativo que amenaza las condiciones de la democracia” (Houwen 2011, p. 22).
2.3. Los populismos latinoamericanos clásicos
Suele señalarse a Gino Germani y su reflexión sobre el peronismo como uno de los mojones fundacionales del uso del término en el pensamien-to sociológico latinoamericano. Es interesante recordar que, antes de su formulación académica, las experiencias “nacional-populares” (se afir-maba que había rasgos estructurales compartidos entre el varguismo brasilero y el cardenismo en México) habían generado cierto desconcierto teórico y una perplejidad política de efectos perdurables que se expresarían de manera diferente según las realidades nacionales. ¿Eran fascismos vernáculos? ¿Eran una forma de bonapartismo o revoluciones “sólo” políticas? Desconcertaba el carácter disruptivo de la movilización social y la irrupción plebeya. Desconcertaba también la inconsistencia ideológica (no eran liberales ni conservadores ni socialistas en términos ortodoxos, aunque se recuperaran elementos de las tradiciones de los diferentes países). ¿Eran expresiones de izquierda o de derecha? Había elementos que podían acercarlos a la ideología fascista, pero eran justo los que se referían a la movilización, a la presencia de masas y a los estilos de conducción. Y eran profundamente nacionalistas en su afirmación de la soberanía y la independencia económicas. Pero también reconocían derechos sociales, concitaban la adhesión de las clases subalternas y transformaban la trama institucional del orden oligárquico.
Desde la teoría de la modernización, la academia exploró estos fenómenos a partir de una forma específica de transición de la sociedad tradicional a la sociedad de masas. Se trataba de masas que surgieron de la migración del campo a la ciudad (en el caso del peronismo) o de la destrucción del tejido social (en el caso de la Revolución Mexica-na) que quedaban en situación de disponibilidad política e ideológica. En un contexto de ausencia o de debilidad de las formas democrático-liberales, derivado a su vez del carácter atrasado o subdesarrollado de la sociedad, estas masas fueron encuadradas en esquemas movimentis-tas o corporativos. Se destacó así la base social del fenómeno: el pueblo de los populismos después llamados “clásicos” estaba constituido por clases definidas por su reciente inserción en el sistema productivo. El populismo significaría su inclusión o integración a un sistema político, hasta entonces de tipo oligárquico, a través de la satisfacción limitada de ciertas demandas, la representación corporativizada y una política basada en el supuesto de la conciliación de clases.
En la caracterización de Germani (Germani 1962 y Germani 2003) y luego del trabajo de Torcuato Di Tella, esas masas carentes de toda experiencia organizativa autónoma y unas élites desplazadas capaces de manipular a su favor el sentimiento contra el status quo se combi-naron en una suerte de coalición policlasista que tuvo en el liderazgo carismático su rasgo más distintivo (en el caso mexicano se tradujo en la figura de los caudillos como un rasgo de la cultura colonial y preliberal). La idea de una “movilización desde arriba”, desde la convocatoria del líder carismático en el caso de los movimientos y desde el Estado en aquellos casos en los que los movimientos llegaban al poder, reforzaron el paralelo formal con el fascismo. La relación directa del líder con las masas y la apelación al pueblo como totalidad homogénea fueron dos de las características destacadas.
La manera de interpretar el populismo será diferente desde la teoría de la dependencia y en las caracterizaciones posteriores de las ciencias sociales en Latinoamérica. “Populista” se referirá en específico a una forma de relación entre el Estado y las masas y a un modo de acumu-lación económica. Es decir, el término comenzó a utilizarse para hacer referencia a una etapa del desarrollo capitalista dependiente a la que correspondía (no de manera necesaria, sino justo en virtud de la par-ticular conformación histórica de las sociedades) un tipo de Estado y un tipo de políticas económico-sociales (derechos sociales, políticas de inclusión redistributivas, orientación al mercado interno). En algunos análisis latinoamericanos, se hacía énfasis en la inclusión de las ma-sas, en la rectoría y creciente presencia del Estado nacional en la pro-ducción (nacionalizaciones y estatizaciones), en el fortalecimiento del mercado interno y las políticas sociales en el plano nacional, y en el enfrentamiento con los poderes centrales (antiimperialismo) en el plano exterior.
En principio, para este breve panorama interesa destacar dos aspectos: en primer lugar, el populismo se sitúa dentro de coordenadas históricas específicas y en el marco de una teoría general del desarrollo capitalista dependiente. No es un “estilo” personal, pero tampoco un fenómeno sólo coyuntural o contingente. Se puede reconstruir como una etapa histórica con sus características económicas, políticas y sociales específicas. En este sentido, no es una anomalía histórica, sino una etapa o periodo de la historia de los países, lo que llevará a una periodización de la historia política y económica (régimen oligárquico, populista, desarrollista, etcétera). En segundo lugar, el populismo se constituye como una suerte de tipo ideal histórico que permite aná-lisis comparados de diferentes países de Latinoamérica (Viguera 1993; Aboy Carlés et al. 2013). El rendimiento heurístico del populismo como concepto político es diferente en diferentes contextos políticos: si algu-nos reconocen en él una etapa o proceso fundacional, otros sólo ven un lastre histórico que superar. El uso del término en Argentina y en Méxi-co, tanto en el espacio público en sentido amplio como en la academia, son un ejemplo de ello.4
3. Otra vez el populismo: innovación teórica y lecturas políticas
La obra de Ernesto Laclau significó una renovación de la reflexión so-bre el populismo y un intento por superar y al mismo tiempo otorgar un sentido a los múltiples intentos de conceptualización anteriores. Si por un lado el populismo se dibujó en el marco de la revisión profunda del esencialismo, el reduccionismo y el economicismo marxistas, por otro lado, a la preocupación antigua por el peronismo se sumó el registro de los llamados nuevos movimientos sociales en Europa, la eclosión de la diferencia, la emergencia de las llamadas demandas posmateriales, etcétera. En un nivel más concreto, el chavismo y el “giro a la izquierda” en América del Sur fueron los primeros escenarios de “traducción” del término desde el lenguaje teórico académico al espacio público político; con toda su carga peyorativa, pero también con una renovada valoración positiva.
En el plano intelectual, la reflexión sobre el populismo parece despe-garse de su ligazón con la sociología de la modernización o la teoría de la dependencia para adoptar la perspectiva de la teoría política contem-poránea, con su énfasis en la cuestión de las diferencias y el problema de las identidades. Ya no se entiende como un tipo de régimen, como un estilo personal ni sólo como un movimiento político del pasado, sino como una “lógica política” que logra, en situaciones de crisis social e institucional, articular una serie de demandas y reclamos fragmentados y dispersos, con lo que configura unidades de nominación y de acción en un proceso simultáneo de diferenciación frente a una alteridad y de una homogeneización (también relativa) interna (Aboy Carlés et al. 2013). Es decir, el populismo no se entiende como la ideología, la mo-vilización o la pura manipulación de un grupo ya constituido, sino una de las formas de constituir la propia unidad del grupo. (Laclau 2005, p. 97). El pueblo, como significante vacío, no posee una identidad sus-tancial anterior a su nominación política ni es una totalidad homogénea independiente del conjunto de operaciones simbólicas e interpelaciones políticas que traman su identidad (Eduardo Rinesi, “Prólogo”, en Aboy Carléset al. 2013, p. 5). Pero tampoco la nominación es un acto má-gico en el que la identidad se constituya de una vez y para siempre (Aboy Carlés et al. 2013). La articulación de demandas fragmentadas, la construcción de cadenas de equivalencias entre esas demandas has-ta constituir “un sistema estable de significación” y la construcción de una identidad popular (Laclau 2005, p. 102) son tareas o resultados de una política con pretensión hegemónica y no surgen de una conver-gencia espontánea o de un milagro discursivo.
La confluencia de diversas tradiciones intelectuales y de autores, así como la novedad de su enfoque en un objeto tan profano como el po-pulismo hicieron que su propuesta teórica se transformara en el eje de discusiones académicas apasionadas y lecturas más o menos hagiográ-ficas entre sus seguidores. El populismo de La razón populista (Laclau 2005) ofrece materiales y argumentos para una discusión teórica rele-vante que hasta cierto punto permanece confinada en los muros de la ciudadela académica. Esta discusión se ha centrado en la consistencia de la teoría, en la apropiación pragmática de autores y corrientes in-telectuales (Villacañas 2015) y en otras dimensiones “internas” de la propuesta teórica. No es mi intención reproducir ni sintetizar dichas discusiones. Mi interés se centra más bien en las reapropiaciones políticas (en general ubicadas en la izquierda), es decir, en las nuevas “formas de decir” el populismo que aparecen en la lucha política.
Una primera conclusión, teórica y políticamente fecunda (pero que ya estaba presente en otros autores) es que el populismo no es “lo otro” de la democracia, como en las caracterizaciones de los sesenta, sino que es una dimensión interna a ella. Ya sea que se lo caracterice como su cara redentora (Canovan 1981), como su espectro (Arditi 2011), como su espejo (Panizza 2005), como la irrupción de la negatividad de lo político en el entramado óntico de la política (Mouffe 2014) o, de manera más modesta, como una forma del transcurrir político deriva-do de la crisis de los partidos y la expansión de los medios digitales (democracias en la era digital), en todo caso se produce una suerte de des-demonización del término, sobre todo en comparación con el uso como contraconcepto asimétrico. Desde el punto de vista político esta des-demonización permite enfrentar o criticar aquellas posturas que ven en cualquier protesta popular, en toda movilización, o de mane-ra más puntual en cualquier crítica al funcionamiento institucional un “peligro” para la democracia. Permite también cuestionar a quienes, al denostar al populismo y ponerlo en el lugar de lo viejo, niegan la viabilidad de políticas distributivas más incluyentes o de instituciones más justas.
No obstante, el problema del populismo como tal, de su especificidad y de su valencia positiva subsiste. Si usamos “populismo” y “política” como términos coextensos (lo cual constituye una interpretación posible) no tiene mayor sentido mantener el término. Si lo reservamos para las políticas con pretensión hegemónica (Aboy Carlés et al. 2013), la crítica parece deslizarse hacia la noción de hegemonía (cadenas articu-latorias, constitución política de identidades colectivas, liderazgo como condensación de la unidad, centralización, concentración, verticalismo, etcétera) y entonces volvemos a tener que disociar el populismo del fascismo, del totalitarismo, o a pensar que la alternativa radical surge de la multitud (sin centro articulador y a partir de una convergencia espontánea de las luchas sociales en los bordes). De ahí, el cuidado de algunos académicos por diferenciar a los movimientos de protesta (Occupy, Indignados) del populismo como tal. En ambos casos se movilizan emociones y sentimientos, en ambos se presenta un sujeto popular, en ambos hay un cuestionamiento de las instituciones representativas, pero el paso de un movimiento de protesta con retórica populista al populismo como tal ocurre cuando “pretende ocupar las instituciones representativas y ganar las elecciones con el objeto de transformar la sociedad entera según el modelo de su ideología” (Urbinati 2015). El populismo muestra entonces su verdadero rostro cuando toma el poder y captura las instituciones de la democracia constitucional. Mientras no se dote de una estructura orgánica y de un liderazgo personalizado puede tener una retórica populista, pero no es populismo. No parece que hayamos avanzado mucho en la superación de la antigua oposición entre el populismo y la democracia.
La evaluación positiva de las experiencias democráticas del Cono Sur llevó a muchos a una defensa de los llamados populismos “realmente existentes”. La operación de rescate del término o de su utilización en clave positiva pretendía algo así como aceptar el desafío de la oposición denigratoria y revertir la asimetría. Por un lado, hubo llamados a incluir a los populismos en la agenda de investigación de la ciencia política y a reclamar para su interpretación un enfoque no centrado exclusivamen-te en el institucionalismo o en el individualismo metodológico (Casullo 2014), pero también se quiso erigir a esas experiencias en una suerte de modelo o paradigma que seguir. La cuestión parecía exceder los marcos de la solidaridad política-ideológica para transformar una experiencia novedosa que, al ser tipificada como “populista” en oposición a la de-mocracia liberal, reeditaba la connotación peyorativa de la oposición, pero cargándola sobre el polo democrático.
Sin embargo, pretender estudiar los populismos “como tales” supone volver a otorgarle, en los términos de Laclau, “densidad óntica” a algo que había sido caracterizado como una lógica política y reivindicarlos como paradigma o ejemplo supone que se puede construir un “modelo” de contornos definidos y claramente diferenciados de otros. La empresa no parece haber servido ni para la clarificación conceptual ni para la controversia política.
Podríamos concluir que ante tanta polisemia, es mejor no hablar más de populismo. Diversas fuerzas políticas en distintos momentos histó-ricos prefirieron no hacerlo para autodescribirse y muchos observado-res académicos han tomado una decisión en ese sentido (Adamovsky 2015, D’Eramo 2013). Pero si bien ésta puede ser una decisión perso-nal, no se trata de transformar el concepto en una palabra prohibida. Una salida sería profundizar en la relación entre conceptos, prácticas y creencias políticas. Utilizar al término populismo (u otro) para tratar de comprender, no sólo cómo el mundo social y político afecta los concep-tos políticos de los que disponemos, sino también cómo esos conceptos transforman parcialmente el mundo. Esta cuestión no es sólo el signo distintivo de un campo académico (la historia conceptual, intelectual o de las ideas), sino que debería ser un desafío para todo intento de construir “tradiciones” y para pensar, desde distintos ángulos, la política de nuestro tiempo.
El término “populismo” puede ser una ventana para contemplar la realidad política moderna (hay otras). Ello requeriría la prudencia y la voluntad de no utilizarlo como una excusa intelectual para encu-brir nuestras posturas políticas o como un atajo para no enfrentar las transformaciones en curso. Para quienes aspiran a ubicarlo en el polo positivo, puede servir como una mirilla para afrontar problemas reales que merecen atención y revisión: el funcionamiento de las institucio-nes republicanas y su relación con la soberanía popular, las debilidades estratégicas de los liderazgos excesivamente personalizados, la tensión entre el nombre como condensación simbólica de la unidad imperfecta del campo propio y la conducción de una unidad política internamente diferenciada o la cuestión de la irreversibilidad relativa de la conquista de derechos en situaciones de restauración conservadora, por mencio-nar sólo algunos. Y para los que lo utilizan como insulto supondría dejar de utilizarlo para nombrar al Mal, la irracionalidad o la tiranía, para ver sólo lo viejo en lo nuevo o para atrincherarse en una defensa puramente conservadora del funcionamiento institucional. Quizá también para no restringir la política al funcionamiento y al diseño institucional y, de manera más ambiciosa, para reconectar el ámbito institucional con las aspiraciones, reclamos, creencias, valores e identidades “parciales” que se activan y movilizan en la sociedad.
Al fin y al cabo, está en juego no sólo la posibilidad de otorgar inteli-gibilidad a nuestro pasado histórico, sino también la de construir algún sentido para nuestro presente.