Introducción
Aunque uno de los objetivos más buscados por las ciencias sociales haya sido la elaboración incesante de estrategias de distanciamiento, poniendo en práctica diversas modalidades de teorías, conceptos y metodologías establecidas a través de tradiciones institucionalizadas e identificables por el especialista, en la búsqueda de garantías que procuren una comprensión más competente de los fenómenos sociales, el mundo y sus contradicciones siguen penetrando el ámbito de la ciencia para “empañar” una y otra vez el encuentro con la verdad secular. Sin embargo, la expresión de tales contradicciones no se produce a la manera de un espejo que desde una oscura habitación refleje traduciendo lo que acontece en las avenidas del mundo real. Lo real se expresa en el campo de las ciencias sociales a través de esos vaivenes que pasan por el distanciamiento y que traducen una mundanidad decantada como consecuencia de tratamientos refinados. A pesar de que los niveles de abstracción son notables, las confrontaciones sociales y las controversias político-ideológicas asociadas a los sectores enfrentados, han dejado huella en los debates de las ciencias sociales y de la filosofía. El campo científico no es un universo inmaculado, sus tensiones inmanentes lo constituyen como un campo social en movimiento. En términos de Bourdieu:
El universo “puro” de la ciencia más “pura” es un campo social como otro, con sus relaciones de fuerza, sus monopolios, sus luchas y sus estrategias, sus intereses y sus ganancias, pero donde todas estas invariancias revisten formas específicas. (Bourdieu, 2003: 12 )
Este artículo aborda algunas de esas preocupaciones científicas más emblemáticas, tratando de poner en relación tales polémicas teóricas, producto de la refracción proveniente de fuerzas sociales en disputa, con la empresa de Immanuel Wallerstein.1 Tratamos de imbricar el análisis de los sistemas-mundo, detectando algunas de sus posibles limitaciones y potencialidades, con otras tradiciones que constituyen el patrimonio del saber social; aquí se problematiza algunas de las tensiones que han determinado un desarrollo específico del saber social, tensiones que han contribuido a prefigurar un saldo organizacional instituido. Concentraremos nuestro análisis, en primer lugar, en algunas de las antinomias fundantes del pensamiento moderno y en cómo han sido examinadas por algunas de las perspectivas de las ciencias sociales. En esta misma línea, enfatizaremos dos de las proposiciones más originales sobre este debate: la teoría de la estructuración diseñada por Anthony Giddens y el estructuralismo genético de Pierre Bourdieu. Por último, analizamos los aportes de la obra Immanuel Wallerstein sobre este peculiar desarrollo, subrayando el potencial explicativo relativo a la historizacion del moderno sistema mundial y su relación estructural con la división del trabajo intelectual. Afirmamos, siguiendo a Wallerstein, que el centro del malestar en la constitución del pensamiento moderno es su división epistemológica vertebradora tanto del conocimiento científico como de la filosofía o, en general, de las humanidades. Debatir estos problemas es pertinente en la medida en que el capitalismo histórico atraviesa una crisis, una bifurcación histórica que impacta en la pregunta sobre cómo producimos el saber. En estas circunstancias excepcionales, unas ciencias sociales renovadas deben encarar la pregunta por las alternativas civilizatorias.
El cambio social como problema
Son varias las especificidades que hacen que las ciencias sociales se constituyan como un conjunto de prácticas institucionalizadas considerablemente diferentes a los tratamientos que, desde las ciencias naturales, se efectúan sobre su objeto de estudio. Una de las diferencias es el intercambio de sentido y comprensión que se proyecta desde las dinámicas propias del ámbito social hacia el campo científico, pero también de las teorías y los avances de las ciencias sociales y de la filosofía sobre el mundo social y los sujetos que lo componen. En el mundo social, los individuos otorgan sentido a conceptos y teorías que el saber sistemático redimensiona. Este sentido otorgado proporciona significación cotidiana a su vida, concretamente a sus diversas estrategias de lucha. Giddens se refiere a este intercambio como “doble hermenéutica”, una característica distintiva de estas instituciones, las cuales proporcionan a las ciencias humanas una potencialidad pocas veces advertida y que poco tiene que ver con la posición subordinada que le asigna el “sentido común” respecto a los estudios sobre la naturaleza (Giddens, 2006).
La evolución hacia las diversas conformaciones institucionales de las ciencias sociales ocurren fundamentalmente en cinco países, como refiere Wallerstein: Gran Bretaña, Francia, las Italias, las Alemanias, y Estados Unidos (Wallerstein, 2003a: 16) . Tanto los problemas frecuentes estudiados por aquellas sociedades, las áreas de conocimiento que progresivamente iban a devenir en disciplinas, como sus autores fundamentales, fueron hechos constitutivos de una especie de personalidad específica de los estudios sociales. El componente teórico más significativo, en términos de sus capacidades para establecerse como el conocimiento -y expresión del avance político imperial de Europa fue su aspiración universalista-. De esta forma, la verdad nacida del rigor, de la observación y en todo caso del método científico, llevaba la marca del universalismo; de un universalismo europeo y a la postre provinciano (Wallerstein, 2007). La larga marcha hacia la institucionalización de los estudios sociales recorre el siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX.
Robert Nisbet (2003) , por ejemplo, coloca en el centro de sus estudios dos acontecimientos que aceleraron transformaciones extraordinarias y crearon la emergencia para la formación de las ciencias sociales: la revolución industrial y la revolución francesa, cuyos alcances advierten el resquebrajamiento definitivo del orden social preindustrial. Ambos acontecimientos nutrieron al naciente discurso con los problemas que eran comunes a los intereses de los sectores que intervenían en ambos procesos. Por consiguiente, la radicalidad sociopolítica de estos sucesos le aportó al naciente discurso científico una parte de sus potentes imaginarios que reclamaban tanto la demanda por el cambio social, como la intención por controlarlo o reorientarlo. Las ideologías que conformarían un producto específico de la modernidad fundadas, sobre todo en el siglo XIX, constituyen los problemas clásicos “Los elementos intelectuales de la sociología son producto de la refracción de las mismas fuerzas y tensiones que delimitaron el liberalismo, el conservatismo y el radicalismo moderno” (Nisbet, 2003: 37).
El propio Wallerstein secunda la idea de la determinación de los conflictos, para comenzar a pensar una historia social de las ciencias sociales. Comparte con Nisbet, sobre todo, la centralidad del acontecimiento de 1789 desplegado inicialmente desde Francia, al tiempo en que sostiene la idea según la cual el disturbio revolucionario produjo a la luz de un análisis de largo plazo la triada ideológica característica de la modernidad capitalista: liberalismo, radicalismo y conservadurismo. Sin embargo, Wallerstein se distancia en aspectos sensibles. Por ejemplo, su enfoque considera primeramente la evolución y el funcionamiento del sistema-mundo; en ese contexto se inserta la gestación de las ciencias sociales, vistas como una de las instituciones de nuestro sistema histórico. En consecuencia, ideologías, ciencias sociales y movimientos antisistémicos, se articularían históricamente y sistémicamente, teniendo al liberalismo como centro dominante que subordinó finalmente tanto al radicalismo como al conservatismo, pero también a las ciencias sociales y a los movimientos antisistémicos hasta convertirlos en ámbitos política y teóricamente “determinados” por esta geocultura liberal hegemónica que embiste al capitalismo histórico. Los mismos principios ideológicos que fundamentan la existencia de los estados soberanos modernos, vistos como una red interestatal que hace parte estructural de la economía-mundo capitalista, responde a este imperativo liberal dominante (Wallerstein, 1999: 76).
Estas aseveraciones fuerzan a una revisión exhaustiva del decurso de las ciencias sociales, consideradas en este planteamiento como una de las instituciones centrales de la economía-mundo moderno, así como de sus relaciones interdependientes con las ideologías y con los movimientos antisistémicos nacidos del acontecimiento de 1789. Al mismo tiempo, invita a “impensar” una idea de la historia que ha estado cargada epistemológicamente de las implicaciones teórico-geopolíticas del patrón de poder mundial colonial-moderno, ya que, si bien el proyecto moderno conllevaba la promesa de la ampliación de las posibilidades de realización humana, pareciera inobjetable que el conjunto de la humanidad ha experimentado el desencantamiento del mundo como la incorporación a un juego donde especialmente para los oprimidos las cartas ya estaban marcadas.
La consecuencia organizativa
Para efectos de contextualizar históricamente nuestra discusión con relación a las antinomias presentes en las ciencias sociales, conviene situar su desarrollo al menos hasta 1914, es decir, situarla en el logro de una división del trabajo intelectual establecida sobre la idea de disciplinas (Wallerstein, 2003a: 15 ). Esta noción no era casual, ya que tenía que ver con la suposición de la existencia de esferas de la realidad cuyas lógicas de desarrollo implican su estudio sistemático a través de enfoques específicos y de metodologías al uso. La larga marcha de su institucionalización se decantó, finalmente, hacia una organización específica que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, comenzó a mostrar limitaciones de diverso orden. El informe de la “Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales”, un trabajo coordinado por Wallerstein y acompañado de un grupo de destacados investigadores, incluye en su recorrido la formación de las disciplinas (Wallerstein, 2003a).
En primer lugar, la estructura política del mundo -cuya crisis en parte había provocado la Segunda Guerra Mundial- se había transformado significativamente. Estados Unidos emergía como potencia con mucha fuerza, cuya capacidad política, económica y militar ordenaría el mundo según lógicas de la Guerra Fría, en conjunto y en tensión geopolítica con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Era inevitable que la potencia estadounidense encabezara la carrera de las innovaciones en el ámbito de las ciencias de la naturaleza y, por añadidura, del saber social sistemático. Por tanto, algunas perspectivas teóricas se legitimarían como paradigmas científicos. El segundo factor tiene que ver con el crecimiento extraordinario que tuvo la población en este lapso, lo que determinó, en tercer lugar, una expansión del sistema universitario y que trajo como consecuencia la multiplicación del número de personas formándose para ser profesionales en las disciplinas científicas. Este hecho produjo una búsqueda de enfoques venidos de otras disciplinas. De tal forma, comenzaron a desmoronarse principios disciplinares que la organización del saber había sostenido en la etapa anterior. A la par del ordenamiento geopolítico sobre el imperativo de la Guerra Fría, entre Estados Unidos y la URSS irrumpía con fuerza el protagonismo del Tercer Mundo, interesado en conquistar cierto bienestar y en ampliar el margen de libertad. Las consecuencias de este nuevo panorama no solo favoreció la aparición de líderes que provenían de las periferias, sino que, en el campo del saber social, también asistimos a una ampliación de esas voces.
Las interrogantes a las formas de organización de la ciencia en general, y las ciencias sociales en particular, provinieron de diversos lugares disciplinares; incluso los historiadores intervinieron en la diversificación de formas más competentes de estudiar el pasado. Las coordenadas que dibujaban el perfil de un historiador convencional implicaban el examen sobre los hechos y acontecimientos de la historia, bajo el mandato de narrar lo que “efectivamente había acontecido”. Se procuraba -a través de estrategias sencillas pero poderosamente eficaces a la hora de institucionalizar tales prácticas- de producir un discurso secular que diera cuenta de la acción de las agrupaciones humanas a través del tiempo. El escenario conveniente para el despliegue de la narración histórica debía suceder a lo interno de los Estados nación modernos. Los historiadores tomaban distancia de cualquier forma de especulación, vista como otra modalidad de la fábula o de la mistificación. Las prácticas investigativas de los historiadores modernos tendieron a ser marcadamente empiristas. Aunque parezca contradictorio, esta búsqueda de “objetividad” se debe a la existencia de una pasión científica que ha marcado el carácter de una cultura moldeada por la disciplina histórica (Wallerstein, 2005: 97). Tales rigideces disciplinares fueron puestas bajo cuestionamiento con frecuencia. Un texto del historiador alemán Jürgen Kocka retoma la disputa de las antinomias fundantes del pensamiento social moderno (Kocka, 2002: 65-86); planteamiento que, si bien tiene el objetivo inmediato de responder a las críticas de quienes él llama “los historiadores de las experiencias o de la cotidianidad” formuladas en contra de los historiadores estructuralistas, recarga su potencialidad crítica en contra de los historiadores historicistas. Este desarrollo conceptual explica, entonces, que los acercamientos polarizados entre las estructuras y las acciones humanas constituyen una simplificación al menos parcialmente superable a través de la historia social.
Para Kocka, la historia estructural es producto de la experiencia de los procesos sociales que conmovieron las formas de conocer establecidas:
El programa de historia estructural extraía deliberadamente las consecuencias de una experiencia que a lo largo de los siglos XIX y XX se fue haciendo ineludible, concretamente la experiencia del poder de las circunstancias. La frecuente falta de coincidencia entre las intenciones y los resultados de las acciones humanas, el condicionamiento de los ámbitos de actuación individuales por procesos económicos, movimientos sociales e instituciones políticas, la comprobación de que la historia nunca se plasma en lo que procuran recíprocamente los hombres, la incapacidad de experimentar muchos acontecimientos o la capacidad de experimentarlos solo deformadamente, la comprensión de la historia no solo en contextos de acciones y experiencias, sino en el marco de relaciones funcionales y causales que se imponen eventualmente contra las pretensiones de los individuos, sin que por la fuerza adquieran conciencia de ello: todo esto conformaba una experiencia basada en la realidad que apenas podía soslayarse, incluso entre las clases altas y medias (a las cuales pertenecen los historiadores), como muy tarde desde el ascenso del capitalismo industrial, desde la irrupción de los movimientos sociales del siglo XIX, desde las grandes y, la mayoría de las veces, mal comprendidas crisis de la economía de mercado, desde las guerras mundiales y las catástrofes del siglo XX. Esta experiencia de la importancia relativa del individuo frente a sus circunstancias había penetrado probablemente mucho antes en las clases bajas. (Kocka, 2002: 71)
Por su parte, la historia de la vida cotidiana era expresión del malestar por retomar el estudio de los sujetos, disueltos o colocados detrás del escenario estructural. Se trata aquí de rescatar una dimensión centrada en el hacer, para dar cuenta del pasado, no como expresión plenamente objetiva alrededor de acontecimientos, sino como experiencia y sentido de un trayecto peculiar (Kocka, 2002: 74). Este enfoque recoge una tradición que toma de otras disciplinas lo que pueda ser útil para encarar el ejercicio de la reconstrucción del pasado, capaz de superar la idea reduccionista del historiador como “sacerdote de la nación”, encargado a destacar lo que Wallerstein llamaría “la singularidad del alma” (Wallerstein, 2005: 99). Con todo, Kocka no coloca en un plano de igualdad epistemológica el análisis de las estructuras al instante de reflexionar sobre la vida cotidiana, los procesos estructurales siguen conservando el primado en el análisis (Kocka, 2002: 77-78).
El estructuralismo genético de Pierre Bourdieu y la teoría de la estructuración de Anthony Giddens
Las ciencias sociales centraron su búsqueda del saber en la pregunta por el orden social en sus diversas formas subyacentes, a partir de las cuales se han establecido sus pautas de funcionamiento y el grado en el que las transformaciones establecen cambios en determinado ordenamiento. Al interior de estos mundos sociales, los sujetos establecen estrategias de incorporación social y reconocimiento, y contribuyen a la producción de sentidos específicos a lo largo del tiempo. Las propuestas estructuralistas, por ejemplo, tan eficaces en evidenciar el carácter de ausencias estructurales captadas “desde afuera” y al mismo tiempo “invisibles” a la mirada corriente, no contemplaron la complejidad de la producción incesante de subjetividades, sin las cuales no sería posible la aspiración de una ciencia de la sociedad (Giddens, 2006: 37). Las críticas hacia esta “física social” se basaron en la conformación de otra “versión” de la antinomia constituida por la fenomenología, cuyas premisas anuncian -como sostiene Peter Burke- el “retorno del actor” (Burke, 2007: 196) , es decir, existe una centralidad de los actores sociales y su voluntad preconsciente de realizar el mundo (Baert, 2001: 86).
En este sentido, buscamos escapar de la lógica binaria que ha supuesto el debate estructural, el cual tuvo implicaciones en la evaluación crítica de otras antinomias arraigadas en el pensamiento social provenientes de la ciencia: objetivo-subjetivo, micro-macro, mecanismo-finalismo, individuo-sociedad. Para ello, recurrimos a las teorías de la estructuración de Anthony Giddens y del estructuralismo genético de Pierre Bourdieu. Ambas propuestas se interesan en superar las dicotomías integrando las virtudes de ambas tradiciones del debate. Estas dos posturas plantean un desacoplamiento hacia las disciplinas y, en consecuencia, buscan redimensionar la organización del saber. Ambas parten del principio de reconocer un carácter constrictivo de las estructuras pero, al mismo tiempo, emprenden una revalorización del saber práctico logrado en encuentros sociales por parte de los sujetos. Giddens y Bourdieu colocan al sujeto y su hacer social como uno de los núcleos para su construcción crítica.
Ambos postulados teóricos revalorizan el poder más como un poder social disperso desigualmente, como fuerza capaz de trastocar las dinámicas fluctuantes en el que los actores están inmersos. El poder, según estos dos autores, es una fuerza variable que actores competentes -en su conjunto, pero también cada uno de ellos como individuos- utilizan como estrategia tanto para conservar su posición y quizá mejorarla a lo largo de una vida. Tanto Bourdieu como Giddens se establecieron como tradiciones cuyos aportes en buena medida ya están decantados en las ciencias sociales, así como sus debilidades o contradicciones, lo cual no quiere decir que estén agotadas como herramientas analíticas. En todo caso, no es el propósito de esta investigación traer a colación toda la discusión en este respecto. El objetivo principal es relacionar sus aportes respecto al proyecto wallersteniano. Con todo, aquellas dos empresas intelectuales tienen profundas diferencias, teniendo en cuenta que la perspectiva de Bourdieu ya estaba desarrollada diez años antes que se conociera la teoría de Giddens. Además, las fuentes filosóficas de los autores no confluyen: por ejemplo, la teoría de la estructuración se refiere fundamentalmente a cuestiones de ontología social. Giddens ha trabajado una amplia gama de conceptos que difieren ampliamente del estructuralismo genético, más relacionado con una preocupación epistemológica.
Pierre Bourdieu
El objetivo de Bourdieu es proponer una “ciencia social total”, ya que su interés es ampliar los ámbitos sociales, integrar las tradiciones de una sociología objetivista -que privilegia en todo momento el análisis sobre las estructuras materiales con las variantes de una fenomenología constructivista de las formas cognitivas (Bourdieu y Wacquant, 2008: 28). El propósito bourdiano es la presentación de una ciencia más adecuada para captar lo social, es decir, plantear un sistema bidimensional que contemple, al mismo tiempo, las fluctuaciones de relaciones de poder imbricado con relaciones de significado. A esa ciencia constituida, que en la mayoría de las ocasiones llamaba “sociología”, se tendría que efectuar una doble lectura que lograra capturar estas dos dimensiones de lo real que la división del trabajo intelectual se había empeñado en conocer en fragmentos. En Bourdieu, el conocimiento mundano relacionado con la constitución subjetiva y la adopción de amplias destrezas prácticas tienen un concurso vital en la realización de la vida social. Sin embargo, muestra sus reservas en cuanto a que la debilidad de la tradición fenomenológica se concentra al menos en creer que las estructuras sociales se conciben como la mera agregación de estrategias y actos de clasificación individuales. Por consiguiente, se tornaba confusa una narrativa que desconoce, por ejemplo, el carácter restrictivo del mundo exterior y las distintas estrategias que diseñan los actores. Por su parte, Bourdieu no deja de contemplar reparos para la tradición objetivista:
Una ciencia total de la sociedad debe desembarazarse tanto del estructuralismo mecánico que pone a los agentes de vacaciones, como del individualismo teleológico que solo reconoce a la gente en la forma trunca de un adicto cultural supersocializado o en la guisa de las reencarnaciones más o menos sofisticadas del homo economicus. Objetividad y subjetividad, mecanismo y finalismo, necesidad estructural y agenciamiento individual son falsas antinomias, cada término de estas oposiciones refuerza al otro, y todos ellos se confabulan para ofuscar la verdad antropológica de la práctica humana. (Bourdieu y Wacquant, 2008: 31)
El punto de partida para encontrar la vinculación en esta relación fundante del mundo social es la premisa de que las estructuras sociales se corresponden, se modelan, se imbrican, son constitutivas de las estructuras cognitivas de los sujetos sociales. Bourdieu coloca esta premisa en la base de su planteamiento. A través de los sistemas escolares, la familia, la cultura y los medios de comunicación se conforman los principios subjetivos que los actores deberán portar a lo largo de sus vidas. En otras palabras, las divisiones sociales y los esquemas mentales son estructuralmente homólogos, los segundos no son otra cosa que la encarnación de las primeras. Otra implicación está relacionada a las estructuras sociales, es decir, a la existencia constitutiva de distinciones históricamente estipuladas y que, al ser elementos constitutivos de los esquemas mentales, terminan por naturalizarse. De ahí que tal correspondencia suponga la existencia de funciones políticas estratégicas en los sistemas simbólicos, vistos por Bourdieu como instrumentos de dominación.
Una de las consideraciones más sugestivas del planteamiento de Bourdieu es que sus proposiciones fundamentales sólo se comprenden desde una lógica relacional. Se distancia de formas de pensamiento propios del sentido común, las cuales recurrentemente tratan lo real a través de formas autoritarias que reifican dinámicas que deben conocerse a través del juego de sus interdependencias. El lenguaje que sentencia las supuestas diferencias esenciales entre actor y actividad, entre estructuras y procesos, entre teoría y práctica, se ha establecido como un presupuesto naturalizado. De esta forma, se pierde la centralidad “verdaderamente objetiva” de las relaciones en la constitución de lo social, sin embargo, al mismo tiempo, en la constitución de los individuos. Sin este principio cardinal centrado en la relación no se podría entender el postulado bourdiano y, por consiguiente, tampoco se podría ponderar la eficacia de los conceptos centrales con los cuales este sociólogo construye su ciencia: habitus, campo y capital, cuyas claves distintivas deben entenderse dentro de un sistema de lógicas interdependientes y no de manera aislada.
Bourdieu no considera el concepto de “sociedad” como útil en la medida en que designa una instancia cuyas fronteras estarían poco claras y su integración es las más de las veces un recurso de la retórica política. En buena medida, esta sociedad es más un voluntarismo que descansa en la fe que una unidad cultural relevante para las ciencias sociales. En su lugar, el concepto de campo detalla escenarios más acordes, ya que permite una ampliación de las esferas de interés científico, en la medida en que el mundo social se compone de una variedad de “campos de lucha” dotados de autonomía relativa. Al interior de cada campo -artístico, religioso, intelectual, deportivo, científico- se establecen procesos y regularidades propias al objeto de observación. Su definición parte de la idea de una configuración de relaciones objetivas entre posiciones en el que están situados los actores sociales. La posición, en función de un espacio siempre tensionado, la determina la estructura de asignación de capital distribuido desigualmente (que en los términos de Bourdieu debe traducirse en formas de poder). Campo es un espacio de luchas libradas por agentes dispuestos a la elaboración incesante de estrategias que les permitan elaborar y acumular capital para mejorar el posicionamiento en un espacio social incesantemente disputado.
La visibilidad de una acumulación notable de capital la determina su relación objetiva con otras posiciones a lo interno del mismo campo y su “destreza” para utilizarlo. Se trata de microcosmos sociales signados por lógicas específicas en el que los agentes establecen juegos -o luchas- y se proyectan estratégicamente a través de un saber pocas veces verbalizable. Estos campos logran incidir sobre la marcha de otros y consiguen debilitarlo en la medida en que afecte su propia autonomía relativa. El campo económico o el financiero, puede penetrar en las regularidades del campo científico, por ejemplo, para vulnerar su autonomía. Es un espacio estructurado pero también estructurante y reorganizable en función de las luchas establecidas por los agentes. Estas disputas son expresiones de búsqueda de cierta hegemonía dentro del espacio social.
En otro sentido al marxismo clásico, estas disputas pueden considerarse otras versiones de la lucha de clases. La existencia de poder simbólico distribuido desigualmente no implica que el universo de las tensiones generadas por los agentes no permita reestructurar el campo en función de una reorientación en la apropiación del capital (Lahire, 2005: 31-32). No estamos en presencia de una realidad estructural inmutable, sino que interviene la historia modelada por el capital en disputa:
En cada momento, es el estado de las relaciones de fuerza entre los jugadores lo que define la estructura del campo. Podemos representarnos a los jugadores como si cada uno de ellos tuviera una pila de fichas de colores y cada color correspondiese a una especie dada de capital, de manera tal que su fuerza relativa en el juego, su posición en el espacio de juego como así también los movimientos que haga, más o menos arriesgados o cautos, subversivos o conservadores, dependerán tanto del número total de fichas como de la composición de las pilas de fichas que conserve, esto es, del volumen y estructura de su capital. (Bourdieu y Wacquant, 2008: 136)
Los agentes tienen un interés particular en intervenir en el juego -lo que, en la teoría bourdiana, se denomina illusio- que implica que no experimentar el juego no se produce de manera desinteresada, aunque existan estrategias que se orienten a dar esa impresión; el campo artístico o el universitario, tan “reflexivo” a la hora de reproducir las pautas convencionales propias del mundo ordinario, por ejemplo. Subyacen estrategias refinadamente elaboradas que buscan la apropiación de capital cultural o artístico, al tiempo que se establecen distancias con cierta mundanidad integrada. ¿Cómo se adoptan estas estrategias que expresan la interiorización de un conjunto de leyes o pautas específicas de un campo? ¿Cómo se genera este conocimiento a través del cual los actores se conducen a partir de la generación de prácticas vinculadas estructuralmente con el campo, pero estructurantes en tanto que proporcionan la génesis misma del orden social?
A partir del conjunto de destrezas, los actores sociales establecen estrategias de emprendimiento que se acoplan a requerimientos sociales complejos y específicos de un campo. A cada uno de ellos le corresponde un habitus, es decir, una variedad de disposiciones que los sujetos “portan”, las cuales son integradoras de una subjetividad históricamente cimentada que denota la interiorización de un saber práctico hecho cuerpo. Por ello, no es posible entender los mundos sociales que componen nuestro universo de sentido sin pretender comprender a los sujetos concretos que la integran y que la constituyen; tampoco es posible conocer los fenómenos que envuelven la vida de los sujetos sin dar cuenta de las vinculaciones históricamente consideradas entre agentes y su propio campo de acción. Estas vinculaciones históricas reproducidas en un espacio-tiempo han generado instituciones, formas culturales, etc. El habitus no debe entenderse como una “marca” que la sociedad le “implanta” a los individuos, mediante la cual ya estarían limitados a reproducir su destino y, así, convertirse en un depositario de principios normativos reactivados de forma incesante; esta sería una lectura estructuralista. El carácter reproductivo de las funciones relacionadas con el campo mantendría prevalencia para el investigador; la noción de adaptación aparece como tendencia para la continuidad del orden social arbitrario, se enuncia especialmente en las orientaciones de clase a través de las cuales el habitus se despliega. Por consiguiente, la clase social no se define como consecuencia del lugar que se ocupa en el proceso de producción, sino en la configuración de un habitus de clase, producto de su relacionamiento con un campo, cuya composición es marcadamente jerárquica. No se trata de entender la relación entre actor y campo como una concordancia entre sujeto y objeto, sino como una relación de complicidad ontológica. (Bourdieu y Wacquant, 2008: 46).
Anthony Giddens
El estudio de los procesos alrededor de la acción de los actores sociales y su conexión con sistemas sociales constituye el ámbito de observación de Anthony Giddens para probar la viabilidad de su teoría de la estructuración. Las claves para una comprensión de la reproducción desigual del mundo, las complejidades que constituyen lo real a partir del obrar de agentes competentes, el análisis de las consecuencias imprevistas de las acciones que emprenden los sujetos entendidos para producir una diferencia; las relaciones constitutivas entre el obrar y los sistemas sociales estructurados al calor de un espacio y de un tiempo; la centralidad asociada a una noción específica de la rutina en la conformación de unas prácticas sedimentadas para generar seguridad ontológica en los individuos, el carácter variable de las constricciones en lo que se refiere a las estructuras sociales; el despliegue de un aparato conceptual que incursiona en diversas tradiciones de las ciencias humanas y la filosofía con la intención de conciliar el encuentro de una ciencia social esta vez no escindida entre enfoques estructural-funcionalistas y los anclados en el examen sobre la conducta humana. Todos estos elementos forman parte de la teoría sociológica de Giddens
El objetivo de este autor es presentar a las ciencias sociales como una dimensión del conocimiento que ha tenido mayor impacto que las ciencias de la naturaleza en el desenvolvimiento de nuestra vida social. Giddens afirma que esta aseveración puede ser cierta, pero a condición de que la tradición positivista -aún con fuerte presencia en el saber social- sea objeto de una crítica severa. En Giddens, el desafío al “consenso ortodoxo” se relaciona con la preponderancia de un plano ontológico que instala en el centro de su comprensión lo que hacen los sujetos durante el transcurso de una vida dentro de la discusión sobre el reto de superar las dualidades. En la reflexión científica debe incluirse esa dimensión subjetiva, la cual se integra a la dimensión estructural -objetiva- de lo social. Giddens se refiere a la existencia de una hermenéutica doble, por medio de la cual la producción del saber social y el mundo que constituye su objeto históricamente han establecido mediaciones que no hacen posible demarcar diferencias tajantes, por ello “los sujetos son teóricos sociales expertos” (Giddens, 2006). Según este autor, las teorías sociales terminan siendo manipuladas por los actores legos para edificar su historia y, en otro sentido, las estrategias de intervención mundanas han estado penetradas por construcciones fundadas en el campo científico. El núcleo de su proposición está puesto sobre el análisis de la acción humana y el ser que actúa en el establecimiento de su relación con instituciones sociales, a partir del estudio de la conexión entre prácticas sedimentadas espaciotemporalmente y un orden social, visto como el producto de actores legos interesados en la intervención-creación de su propia historia (Giddens, 2006: 18).
En este sentido, en la teoría de Giddens encontramos una deconstrucción de la noción de explicación y de teoría social. Ambos términos siempre han estado asociados a establecer generalidades; algunas de ellas son conocidas por los actores legos, mientras que otras son producto de fuerzas que actúan sobre ellos con independencia de lo que los sujetos creen que hacen. Frente a ello, Giddens plantea la necesidad de confeccionar conceptos conectados con el saber de los agentes, al que están inevitablemente ligados (Giddens, 2006: 21). Las formas de conducta social continuadas garantizan la reproducción de sistemas sociales imbricados en un hacer rutinario. El conocimiento al que alude Giddens -lo que los agentes saben- debe ser uno de los “objetos” centrales de una ciencia social reconciliada con la dimensión práctica del mundo que el positivismo expulsó en la larga marcha de su constitución como un supuesto ejercicio de rigor. Este modo de ser con es conceptualizado como “conciencia práctica: Una conciencia práctica consiste en todas las cosas que los actores saben tácitamente sobre el modo de ‘ser con’ en contextos de vida social sin ser capaces de darles expresión discursiva directa” (Giddens, 2006: 24).
El concepto de rutina es otra aportación fundamental de Giddens y está relacionada con el tiempo; éste no solamente es útil para explicar el cambio social, también debe entenderse en su efecto de producir estructura, es decir, es una variable estructurante. La rutina juega un papel preponderante, en tanto que proporciona a los actores una atmósfera de seguridad ontológica para comprender la vida cotidiana. En este sentido, lo que busca el investigador es destacar, a través de estas ideas puestas en juego, “la naturaleza recursiva de la vida social”:
El término cotidiana apresa con exactitud el carácter rutinizado propio de una vida social que se extiende por un espacio-tiempo. La repetición de actividades que se realizan de manera semejante día tras día es el fundamento material de lo que denomino la naturaleza recursiva de la vida social. (Por naturaleza recursiva, entiendo que las propiedades estructuradas de la actividad social -por vía de la dualidad de estructura- se recrean de continuo a partir de los mismos recursos que las constituyen.) Una rutinización es vital para los mecanismos psicológicos que sustentan un sentimiento de confianza o de seguridad ontológica durante las actividades diarias de la vida social. (Giddens, 2006: 24)
El concepto de estructura tiene en la tradición inaugurada por Giddens un lugar no signado únicamente por el principio de la constricción, sino que consiste en discernirla como la base conceptual que reúne para sí reglas -elementos normativos y códigos de significación- y recursos -de autoridad y de asignación- con implicación recursiva en el marco de una reproducción social, es decir, ciertos aspectos institucionalizados de los sistemas sociales contienen propiedades estructurales susceptibles de estabilizarse por un tiempo y un espacio. Giddens parece justificar un continuo que comienza con el concepto de estructura: propiedades estructurales, relaciones estructurales e integración sistémica, partiendo de la categoría de prácticas rutinizadas en la configuración de un orden social recursivo (Giddens, 2006: 32). Es en el carácter recursivo de las prácticas sociales y de los sistemas sociales donde hallamos la superación del dualismo, en la medida en que se las entienda mejor en una lógica de la dualidad de las estructuras.
El dominio primario de estudio de las ciencias sociales, para la teoría de la estructuración, no es ni la vivencia del actor individual ni la existencia de alguna forma de totalidad societaria, sino prácticas sociales ordenadas en un espacio y un tiempo. Las actividades humanas sociales, como ciertos sucesos de la naturaleza que se auto-reproducen, son recursivas. Equivale a decir que actores sociales no les dan nacimiento sino que las recrean de continuo a través de los mismos medios por los cuales ellos se expresan en tanto actores. (Giddens, 2006: 40)
El punto de partida de Giddens es hermenéutico en la medida en que reconoce la necesidad de estar familiarizado con la descripción de las actividades humanas, a diferencia del programa de Bourdieu que sigue favoreciendo el primado de las estructuras. Para este autor, obrar como actividad consiente de los sujetos, y las consecuencias no previstas de la acción, son categorías fundamentales y tienen implicaciones en la concepción de poder y el alcance del constreñimiento social.
La existencia de constreñimiento social y, en consecuencia la imposibilidad de intervenir para producir una diferencia por parte de determinados actores sociales, no resulta en que la acción social quede disuelta (Giddens, 2006: 51). Los “subordinados” pueden ejercer cierta influencia variable en el tiempo que afecte de distinta manera su situación de dominación. En este plano, la constricción de las propiedades estructurales es históricamente mudable, lo que supone que los actores tienen más o menos capacidad de incidencia conforme a determinado contexto social. A diferencia de Bourdieu, para quien el poder está atravesado por relaciones de clase que establecen pero no anulan el juego de los actores sociales dominados, para Giddens el poder no se restringe a la consecución de intereses específicos sino que toda acción social conlleva implícitamente una capacidad de influencia en la dinámica de los asuntos humanos.
En esta elaboración conceptual de la teoría de la estructuración, la noción de “estructura” remite a una idea correspondiente a propiedades que participan en una relación desplegada en un espacio-tiempo y, simultáneamente, recrea sistemas sociales, es decir, son aquellas propiedades estructurales cuyo análisis permiten discernir que prácticas sociales rutinizadas a lo largo y a lo ancho de segmentos espaciotemporales favorecen una forma sistémica (Giddens, 2006: 54). Estructura no debe comprenderse como una realidad “fuera” de los agentes, es decir, como una figuración independiente de las ocurrencias de los individuos. En este sentido, para que se posibilite una permanencia de lo estructural es necesaria la repetición de las prácticas sociales rutinarias conformadas como huellas mnémicas que orientan la conducta de los agentes. Estas prácticas -definidas como propiedades estructurales- presentan una organización jerárquica cuya permanencia en el tiempo se convierten en lo que se denomina como instituciones. La teoría de la estructuración supone que las reglas y recursos manipulados por los agentes funcionan como mecanismos para la producción y reproducción de una acción social, pero que se traduce también en una reproducción sistémica, es decir, existe una dualidad de la estructura (Giddens, 2006: 55); la estructura es reconstituida en escenarios sociales donde se establezca una práctica generalizada y durable (Giddens y Turner, 2010: 386).
En resumen, con estos planteamientos se intenta superar buena parte de las antinomias individuo-sociedad o acción-estructura, persistente en las ciencias sociales, las cuales son expresiones dilatadas de confrontaciones ideológicas cuyas tensiones se establecieron como la marca en una configuración histórica dentro las ciencias humanas. Lo anterior contribuyó a organizar el campo de creación disciplinar, las prácticas, los métodos y teorías:
La constitución de agentes y la de estructuras no son dos conjuntos de fenómenos dados independientemente, no forman un dualismo sino que representan una dualidad. Con arreglo a la noción de la dualidad de la estructura, las propiedades estructurales de sistemas sociales son tanto un medio como un resultado de las prácticas que ellas organizan de manera recursiva. (Giddens, 2006: 61)
Capitalismo histórico, relaciones humanas y arrecifes de coral
El primer tomo de moderno sistema mundial alude a una de las ideas discutidas en el desarrollo del trabajo: “El cambio es eterno. Nada cambia jamás. Los dos tópicos son ciertos” (Wallerstein, 2007: 7). En efecto, el análisis de sistemas-mundo plantea que se pueden verificar simultáneamente las dos situaciones relativas al cambio y a la persistencia de un determinado orden, teniendo como objeto de estudio los sistemas sociales históricos. Hasta el momento hemos visto que la teoría de la estructuración y el estructuralismo genético trazan algunas de las más brillantes formulaciones sobre las estrategias para encarar y superar las antinomias. A pesar de que tales problemáticas persistentes no deben comprenderse como enteramente iguales, sí pueden abordarse como expresiones de una evolución intelectual específica. En todo caso, el planteamiento de Wallerstein es marcadamente otro.
En primer lugar, porque va más allá de los campos de la filosofía y de las ciencias humanas y se coloca en la reconstrucción del capitalismo histórico, es decir, en el espacio-tiempo de un sistema social que relaciona esta formulación con la evolución del pensamiento moderno. En segundo lugar, porque, colocado en la trayectoria de la economía-mundo capitalista, es posible detectar la conformación del conocimiento moderno, su organización institucional y la configuración en campos como las ciencias naturales y las humanidades (las dos culturas de las que habló Charles P. Snow). En tercer lugar, porque este ejercicio es funcional para apreciar cómo el estilo de pensamiento de Wallerstein se abre a la consideración fenómenos a través de amplias temporalidades; es por ello que permanentemente analiza los procesos desafiando la organización del saber moderno, hasta hacer discernible las vinculaciones que subyacen en una división del trabajo intelectual, naturalizada por los propios científicos sociales. En otras palabras, la historización -como explicación central de los fenómenos sociales- concuerda con la descripción de relaciones que se van constituyendo en procesos observables. Estamos en presencia de una crítica sobre el establecimiento dualista de las formas específicas de conocimiento de la modernidad capitalista. El desafío sigue siendo la problematización de las antinomias que han restringido el desarrollo del pensamiento social; dicho ejercicio de problematización debe entenderse como historización.
Al institucionalizarse, la división del saber favoreció la generación de antinomias, proceso que data, por lo menos de la Ilustración. Esta etapa histórica secular reclamaba las virtudes en la procura del saber, es decir, de las claves y procedimientos que pudieran develar los “misterios del universo”. El punto de partida teórico más trascendental y políticamente significativo fue aquel que afirmaba que los seres humanos estaban capacitados de razón, es decir, que la conquista de la verdad y del bien provenían de la acción humana y no de alguna fortaleza divina. La observación de los fenómenos y el establecimiento de un orden que les era inmanente, constituía una nueva cosmovisión que expulsaba viejas instituciones de conocimiento. Estos desplazamientos son definitivos ya que describen los marcos explicativos wallerstenianos. En términos políticos, se presentó el desalojo de autoridades religiosas que hasta el momento habían administrado la “verdad” y el “bien”. Las nuevas autoridades insurgentes que se expresaban en nombre de la razón y de la belleza eran filósofos, que se abanderaban para producir conocimiento secular.
Otro reto epistemológico se relacionaba con la necesidad de que el conocimiento estuviera sustentado en fundamentos empíricos, en parte como consecuencia de la expansión de la civilización capitalista asociada con el incremento en la producción de bienes, lo cual implicó una reestructuración temprana del saber orientado al distanciamiento de la especulación filosófica. Tales desplazamientos representaban una ruptura de los científicos hacia la filosofía; tanto teólogos como científicos y filósofos se enfrentarían disputándose la hegemonía del espacio de producción cultural. Los científicos rechazaban el establecimiento de leyes morales como procedimiento para la conquista de la sociedad justa, que se entendía como formas de autocontrol metodológico que redujera las intromisiones del sujeto cognoscente. De esta forma, la procura de la verdad no era producto de una revelación ni consecuencia de especulaciones filosóficas
Los científicos buscarían únicamente la verdad. En cuanto al bien, sugerían que no había ningún interés en buscarlo, afirmando que el bien es incapaz de ser un objeto de conocimiento tal como definía la ciencia el conocimiento. (Wallerstein, 2004: 233)
Este proceso se extendió desde finales del siglo XVIII y hasta principios del XIX. En él, los científicos se constituyeron como los preeminentes constructores de saber. La Revolución francesa, según Wallerstein, contribuyó al establecimiento de este orden específico en la ciencia, ya que, a la luz de sus consecuencias culturales, se consolidó una geocultura del moderno sistema social (Wallerstein, 2003b: 9-26). Esta geocultura representa entonces la cosmovisión del mundo moderno, es decir, la construcción de una cultura global y, en consecuencia, hegemónica de la economía-mundo. Es en este contexto de rupturas donde se forja la emergencia de las ciencias sociales. Wallerstein mantiene que uno de sus cometidos era la reunión de esas dos búsquedas: el bien y la verdad.
Hemos pasado los últimos doscientos años tratando de volver a unir la búsqueda de la verdad con la búsqueda del bien. Las ciencias sociales tal como llegó a establecerse durante el siglo XIX, fue precisamente heredera de las dos búsquedas, y en cierto modo se propuso como el terreno en el que podían reconciliarse. (Wallerstein, 2004: 233)
La división del trabajo intelectual al interior de las ciencias sociales es una muestra de que las oposiciones entre estas dos tradiciones se institucionalizaron. Las tensiones producidas por las disposiciones de las “dos culturas” desgarraron, como sostiene Wallerstein, al saber social. ¿A qué se refiere Wallerstein con la mención sobre las dos culturas? A la división del saber expresada por Charles P. Snow en 1959, en la que daba cuenta de la existencia de dos polos: ciencia y humanidades (Snow, 1988: 116). Cabe preguntarse, por tanto, cómo se expresa en la institucionalización de las ciencias sociales, el “malestar de las dos culturas”.
La organización de la universidad moderna reprodujo esta antinomia fundacional, así como el establecimiento de disciplinas, algunas con epistemologías orientadas hacia las formas practicadas en el campo de las humanidades y otras cercanas a los procedimientos de la ciencia natural, es decir, en términos wallersteinianos: dualismo epistemológico entre disciplinas nomotéticas -encargadas de establecer las regularidades de los procesos sociales- e idiográficas -encargadas de resaltar las particularidades, lo específico de los fenómenos y hechos sociales-; este tipo de ordenamiento imposibilitó la reconciliación entre las búsquedas del bien y la verdad.
Aunque las tensiones al interior del saber social han sido incesantes, Wallerstein las comprende en la medida en que el conjunto de las disciplinas reconocían la superioridad de la ciencia con respecto a la filosofía; aquellas insistían en la conquista progresiva de la objetividad, sin embargo, esta victoria se daba a través de trayectorias diferentes e incluso aparentemente antagónicas. La evolución de los campos fue remarcando tendencias a considerar. En un primer momento, los estudios tendían a ser amplios y generales, sin embargo, en su evolución, las fronteras entre las disciplinas se fueron haciendo más porosas en la búsqueda de originalidad y, por otro lado, el espectro de dimensiones posibles de ser analizadas sistemáticamente se fue reduciendo. En consecuencia, cierta idea que sostenía que la investigación en ciencias sociales podía acceder a más ecuanimidad en los tratamientos si aplicábamos sobre lo social la lógica del microscopio, se fue expandiendo.
El punto central de la argumentación de Wallerstein subraya que la construcción histórica de las ciencias sociales determinó el divorcio entre filosofía y ciencia, con lo cual se creaban condiciones epistemológicas y organizativas para eliminar la búsqueda del bien de las preocupaciones explícitas de los enfoques científicos, en nombre de una idea de rigor (cuestionable). Por consiguiente, podemos recuperar el concepto de impensar que significa -en los términos en que los plantea Wallerstein para problematizar esta herencia- comprender que el saber es una “empresa singular”; que tanto el mundo natural y el mundo humano forman parte inseparable de un mismo universo. Este planteamiento tiene enormes implicaciones e involucraba la inutilidad de la persistente idea de las dos culturas:
El saber siempre será una búsqueda, nunca un punto de llegada. Pero es justamente eso lo que nos permite ver que macro y micro, lo global y lo local, y sobre todo la estructura y la agencia no son antinomias insuperables sino más bien yin y yang. (Wallerstein, 2004: 233)
Wallerstein retoma el debate sobre el libre albedrío y los determinismos, en el cual mantuvo una lógica bastante similar al pensamiento dicotómico planteado a lo largo de este artículo. La respuesta que plantea Wallerstein se centra en el debate de los tiempos operados por los analistas, relacionados con el momento y la profundidad de las perspectivas utilizadas. Con todo, dichas profundidades conservan formas de transversalidad inmanentes a una confluencia compleja:
Me parece que lo que ahora podemos ver con claridad es que esas antinomias no son cuestión de corrección, ni siquiera de preferencia, sino de momento y de profundidad de perspectiva. Para periodos muy largos o muy cortos, y desde perspectivas muy profundas o muy planas, las cosas parecen estar determinadas, pero en la vasta zona intermedia las cosas parecen ser cuestión de libre albedrío. Siempre podemos desplazar nuestro ángulo de visión para obtener evidencia de determinismo o de libre albedrío, según queramos. (Wallerstein, 2004: 246)
El análisis de los sistemas-mundo toma en cuenta la captación de las regularidades propias de los sistemas sociales, sin embargo, es evidente que si pensamos los procesos “dentro” de algo, entonces estamos privilegiando la pregunta por la función, su origen y su evolución. Pero, por el contrario, si volcamos nuestros intereses hacia la crisis estructural de un sistema -el instante de una bifurcación- o bien ponemos el foco en los ciclos de ascendencia o desaceleración económica, entonces estamos privilegiando el cambio social. Bajo esta lógica, las ciencias sociales no se enfocarían únicamente en el estudio del cambio social, ni se concentrarían únicamente en la pregunta por las permanencias, vistas como alternativas en la lógica de otra polarización. El desafío sería, entonces, ubicar estructuras en la larga duración de la economía-mundo, es decir, una totalidad significativa que torne relevante el estudio del capitalismo
El siguiente extracto es útil para mostrar cómo Wallerstein aborda el tema estructura delegación, desde una perspectiva radicalmente holística, capaz de incluir la entera complejidad del conocimiento:
Afirmar que la sociedad está compuesta por individuos dice tanto como afirmar que las moléculas están compuestas por átomos. Es la reafirmación de una taxonomía que no hace sino definir y no la indicación de una estrategia científica. Al afirmar que los agentes “actúan” y que las estructuras no tienen “voluntad” se evita responder dónde podemos ubicar los procesos reales de toma de decisiones. Seguramente, hemos superado la ingenua distinción entre cuerpo y mente. Si la agencia del agente es producto de una interacción compleja entre su fisiología, su inconsciente y sus restricciones sociales, ¿es tan difícil aceptar que la acción colectiva también es consecuencia de un conjunto similar de variables que interactúan? Afirmar que la realidad de la estructura determina los resultados no implica negar la realidad de los actos individuales, del mismo modo que afirmar la realidad de los procesos psicológicos no implica negar la realidad de los procesos fisiológicos. (Wallerstein, 2005: 106)
Para una “contaminación” quijaniana de la idea de totalidad
La discusión en torno a las antinomias tiene, en el planteamiento wallersteniano, una consideración primariamente histórica, como derivación decantada de los conflictos sociales europeos. Su análisis privilegia el modo de organización del conocimiento vinculado a una formación epitemológica escindida; su enfoque se fundamenta en las premisas de la larga duración de la economía-mundo moderna, orientada hacia la evolución de las formas de saber. Sin embargo, muchos analistas la han considerado restrictiva, ya que la propuesta de los sistemas mundiales está anclada dentro de tradiciones estructurales que desestiman teórica y políticamente el obrar de la gente.
Para reforzar una perspectiva multidimensional de la teoría de Wallerstein, realizaremos un ejercicio comparativo con el trabajo del sociólogo peruano Aníbal Quijano y su noción de totalidad social, vista como una forma de ampliar la proposición wallersteniana, precisamente donde van dirigidos los señalamientos que denuncian las limitaciones del modelo. La producción de Quijano -identificada con una sociología estructural- se inserta en el mismo paradigma trabajado por Wallerstein.
El núcleo del paradigma dentro del cual piensan tanto Wallerstein como Quijano alude a la idea de totalidad como unidad de análisis temporal. En la perspectiva defendida por Wallerstein, por ejemplo, se habla de sistemas históricos, es decir, el estudio de estructuras complejas -esencialmente económicas y sociales- cuya reflexión requiere de una explicación que se refiera a su evolución duradera; la noción de tiempos largos es fundamental, ya que habría que analizarlos en su despliegue a través de escalas espaciales en expansión. Pensar sistemáticamente en la lenta evolución de tales estructuras, constituye un fundamento del esfuerzo intelectual en tanto que determina “nuestro comportamiento colectivo; nuestra ecología social, nuestros patrones civilizacionales, nuestros métodos de producción” (Wallerstein, 2003: 143). En particular, la economía-mundo capitalista atiende a una integración desigual cuya organización política es múltiple; el carácter jerárquico no es imagen de un momento en la vida del sistema-mundo, sino la forma constitutiva de organización fraguada y cristalizada como centro-periferia-semiperiferia desde el mismo momento de su conformación como un mundo. El sentido organizador que le aporta la dinámica capitalista al sistema es la acumulación invariable de capital, organizada a través de la conformación de cadenas de mercancías extendidas geográficamente.
Dentro de las diferencias importantes entre los planteamientos de Wallerstein con los de Quijano, encontramos cuatro que es importante resaltar: 1) el planteamiento de la totalidad quijaniana es social, lo cual implica algunas diferencias con las totalidades sistémicas provenientes de tradiciones de la ciencia natural; 2) el poder en Quijano es una variable constitutiva no aditiva, de toda relación humana y a partir de allí traza una genealogía del poder que es estructurante del moderno sistema mundial; 3) al centrar el poder como una variable que apunta hacia el carácter desigual de toda relación histórico-social, en consecuencia coloca una parte considerable de su análisis en una dimensión cultural; 4) en Quijano la dimensión política -aunque es expresión estructural del capitalismo-moderno colonial- debe verse como una herramienta con la que cuentan los subordinados para contrarrestar una correlación de fuerzas históricamente dada.
Toda explicación que involucra un conjunto de relaciones sociales encuentra sentido si se les remite a un campo de relaciones mayor que el fenómeno percibido a primera vista. En consecuencia, el analista debe ubicar los encadenamientos como articulaciones entre fenómenos a lo largo de la historia. Esa operación intelectual mediante la cual los procesos encuentran su sentido a partir de entenderlos como parte de un campo de relaciones que constituyen otra instancia es lo que Quijano llama totalidad histórico-social (Quijano, 2014) . Esta noción de totalidad sugiere que el todo y las partes se interrelacionan a partir de una misma lógica de existencia. En otras palabras, tales instancias “colaboran” en el movimiento porque comparten una homogeneidad básica que permite la multiplicidad de relaciones; esta imagen de interrelación remite metafóricamente a un organismo. La proposición de Quijano pretende trascender estas simplificaciones cuando plantea la necesidad de imaginar totalidades sociales e históricas animadas por la articulación de elementos históricamente heterogéneos, signadas por relaciones conflictivas, inconsistentes y discontinuas.
Una totalidad histórico-social es en un campo de relaciones estructurado por la articulación heterogénea y discontinua de diversos ámbitos de existencia social, cada uno de ellos a su vez estructurado con elementos históricamente heterogéneos, discontinuos en el tiempo y conflictivos. (Quijano, 2014: 296)
Hallamos, pues, una diferencia teórica en cómo Quijano destaca las especificidades que derivan del estudio de una totalidad histórico-social. Si bien afirma la existencia de un movimiento general del conjunto, le asigna a cada campo de relaciones un orden particular, que incluso podría tornarse conflictivo con relación a la instancia mayor a partir de la cual cobra sentido. En esta reflexión teórica, la noción restrictiva de “parte” tiene una connotación que supera al movimiento caracterizado en el orden de los sistemas. Quijano incorpora, en estas grandes dimensiones de lo real, la complejidad del cambio social, la emergencia, opciones y deseos cuya capacidad de incidencia se consustancian en el proceso como lucha y como historia. Este patrón de poder al que alude el trabajo de Quijano explica el propio funcionamiento del capitalismo como sistema-mundo colonial moderno. No es posible, según este autor, historizar el capitalismo como sistema mundial, si no se subraya su carácter constitutivamente colonial; modernidad, capitalismo y América como primera identidad negativa impuesta por Europa, son acontecimientos que no deben estudiarse separadamente, sino que forman parte de una misma totalidad histórica llamada capitalismo mundial (Quijano, 2000).
Finalmente, habría que resaltar el énfasis del pensamiento quijaniano por el desarrollo asociado a las luchas por la democracia. El ámbito de la política es pertinente en la medida en que se desenvuelve en la historia como estrategias de los individuos por democratizar su vida. Quijano conceptualiza el desarrollo y sus diversas expresiones como la cristalización del capital visto como relación social de producción, con un mayor grado de desarrollo en los países donde la conformación histórica del Estado-nación es más democrática. ¿Qué significa esto? Significa que el esfuerzo comprensivo de Quijano está orientado no exclusivamente al análisis del funcionamiento del capitalismo mundial colonial-moderno; se trata de historizar la capacidad de los sujetos oprimidos por transformar su propia historia, por superar la colonialidad del poder y, en consecuencia, en los términos genuinamente quijanianos, “lograr el desarrollo” (Quijano, 2000).
A manera de conclusión
La empresa histórico estructural wallersteniana fundamenta la discusión en torno a las antinomias, anclando el debate dentro de la evolución del capitalismo histórico. Más que defender una perspectiva específica (Bourdieu-Giddens), la potencia explicativa de su discurso remite al análisis de los límites culturales de una totalidad concreta, que en su desarrollo ha producido formas de saber caracterizadas por una constitutiva escisión estructural. Los límites de las aún vigentes formas de conocimiento solo se han hecho patentes, una vez que nuestro sistema social (el capitalismo histórico) se acerca a un presente caótico e incierto. Estaríamos entonces en presencia de una crisis terminal -como sostuvo Wallerstein-, de lo que se desprende que las estructuras históricamente conformadas como sistema se encuentran en disolución, por lo que las iniciativas de los sujetos cuentan con alcances verdaderamente insospechados.