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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.68 no.248 Ciudad de México may./ago. 2023  Epub 20-Ago-2024

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2023.248.76055 

Dossier

La falsificación de la historia y el delirio identitario: el contexto español

THe Falsification of History and Identity Delirium: the Spanish Context

Jesús Turiso Sebastián* 

*Instituto de Filosofía, Universidad Veracruzana, México. Correo electrónico: <jturiso@uv.mx>.


Resumen:

El presente trabajo representa una reflexión acerca de cómo la historia, utilizada como instrumento de propaganda de la identidad, se manipula convenientemente desde los nacionalismos identitarios excluyentes. Para ello, la relevancia de la historia para los fines de construcción de una nación imaginada e imaginable se evidencia desde el nacionalismo, para luego ejemplificarlo a través de los casos de la “filosofía” nacionalista del ser vasco y catalán. Así, la historia de la construcción de España como nación en el siglo XIX contará con importantes obstáculos de carácter identitario que perduran hasta el presente. Esta construcción tuvo la dificultad de conciliar las nacionalidades étnicas españolas con la idea moderna de nación política. El complejo proceso de la unificación estatal española careció muchas veces de la sensibilidad para acomodar la propia necesidad de construir un Estado moderno con la existencia de la singularidad lingüística y cultural de algunas regiones de su territorio. La imposición de un proyecto estatal, que desde estas regiones comenzo a considerarse desfavorable a sus intereses, originó un rechazo del mismo y un repliegue de éstas en la tradición, sustentada en el mito de la autoctonía, y en la cultura propia. ­

Palabras clave: historia; manipulación; identidad; nacionalismo; revisionismo

Abstract:

This paper analyzes how History is manipulated by exclusionary nationalisms that use identity as propaganda. Firstly, I will highlight the relevance that History has for the nationalist agendas. I will then set examples of cases related to the nationalist “philosophy” of the Basque and Catalonian being. The history of the construction of Spain as a nation in the 19th century had important identity obstacles that persist to this day. This construction had difficulty reconciling the Spanish ethnic nationalities with the modern idea of a political nation. The complex process of Spanish state unification often lacked the sensitivity to accommodate the need to build a modern state with the existence of a linguistic and cultural singularity in some regions. The imposition of a state project, which began to be considered unfavorable to these regions’ interests, led to a rejection of it and a retreat to tradition based on the myth of autochthony and their own culture.

Keywords: history; manipulation; identity; nationalism; revisionism

“pero uno es escribir como poeta, y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser;

el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir y quitar a la verdad cosa alguna” (Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha)

Introducción

Cuando Julio Quesada (2015) se pregunta por qué hay tantos heideggerianos en España, especialmente en Cataluña, el País Vasco y en Galicia, su respuesta es abrumadora: porque Heidegger viene ad hoc para justificar identidades excluyentes al ser “trasformado en el patrón de las diferencias” (Quesada, 2015: 203-204). Más adelante, en la misma línea, Quesada se cuestionó por qué la hermenéutica heideggeriana de la facticidad histórica del ser ha calado tanto en los intelectuales nacionalistas periféricos españoles, y su respuesta también es meridiana: “lo que une a esta interpretación con la hermenéutica nacionalista anticonstitucional no es otra cosa que la ontología del Boden, la ontología de lo autóctono como prioridad ontológico- lingüística contra la Constitución Española” (Quesada, 2015: 203-204). La Constitución Española -que se asienta en la igualdad de los pueblos de España a través de la política y la democracia- es el instrumento que deconstruye cualquier intento de justificar la singularidad mediante el ser diferencial de la cultura (Kultur). Esta deconstrucción viene dada por el título preliminar de la propia Constitución española en el que se asientan las bases de la nación.1 De ahí, la lucha desde distintos estamentos nacionalistas por cambiar la constitución para que se reconozca lo que denominan “el hecho diferencial” -revelado en la lengua y la cultura, es decir, lo que Quesada advierte en Heidegger: “la historicidad del Dasein = Sprache = Boden = Volk = Staat” [Ser = Lengua = Suelo = Pueblo = Estado] (Quesada, 2015: 203-204). Precisamente, el reconocimiento al “hecho diferencial”, es decir al Dasein, los lleva indefectiblemente a discurrir por los siguientes estadios: lengua, suelo (territorio), comunidad y, finalmente, Estado.

¿Por qué traer a colación a Heidegger? Porque es una figura clave que expresa un nacionalismo esencialista justificado por la historia, situando el problema ontológico de la historia en un plano existencial: “El Dasein tiene fácticamente en cada caso su “historia”, y puede tenerla porque el ser de este ente se halla constituido por la historicidad” (Heidegger, 2003: 398). De ahí la necesidad de un relato histórico para justificar el Dasein nacional autóctono. Cuando la historia no es beneficiosa para los fines de construcción de una identidad nacional, los nacionalismos tienen la necesidad de inventarse una nueva, mediante su tergiversación o, directamente, su falsificación. Como expone el historiador francés del siglo XIX Ernest Renan (1882) en Qu’est que c’est la nation?: para ser una nación, uno de los elementos esenciales es interpretar la historia de una manera equivocada. Por ello, el nacionalismo necesita elaborar una conciencia histórica de la comunidad, porque la conciencia histórica es la conciencia de la historicidad que se va a manifestar en cada objetivación cultural, y este sentido, la historia sería una de las manifestaciones de dicha conciencia histórica (Heller, 2005: 49 ).

La historia de la construcción de España como nación, sobre todo a partir del siglo XIX ayudó bastante a esta situación. En la construcción de la unidad de España no siempre se supo conciliar a las naciones étnicas con la idea moderna de nación política.2 Este proceso de unificación, en muchos casos, fue coactivo e insensible con las realidades de las minorías étnicas, así como de su diversidad lingüística y cultural. Históricamente, el modelo que se impuso fue el castellano, modelo inscrito en una mentalidad castellana que no necesariamente coincidía con la cosmovisión de otras realidades culturales españolas con peculiaridades propias. La imposición de este modelo, junto con una desfavorable coyuntura política y económica a finales del siglo, originó el rechazo del proyecto colectivo español y el retiro en la tradición y la cultura propias por parte de, hasta entonces, algunos regionalistas, quienes comenzarán a abrazar el mito de la autoctonía y la identidad única e irrepetible. Con respecto a esta tradición nacionalista, es pertinente el análisis del pensamiento nacionalista periférico de Enric Prat de la Riba, Sabino Arana y Pompeyo Gener -estos dos últimos, paradigmas del pensamiento racialista en el País Vasco y Cataluña- como representativos del pensamiento en el que se originará el reino de la cultura3 en esas dos regiones españolas; estos autores nos parecen fundamentales para entender el desarrollo del pensamiento originario nacionalista en el presente a partir del revisionismo tanto histórico como pseudohistórico. Con el concepto de reino de la cultura, se retoma la noción de Gustavo Bueno (2016) para quien la idea homóloga a la “idea de cultura moderna u objetiva” es la idea de la gracia, del reino de la gracia, que fue la gran revolución del cristianismo, ya que constituye un reino sobreañadido a la naturaleza, dado que la gracia tiene un carácter sobrenatural. La gracia que soplaba el espíritu de Dios sobre los hombres se eclipsa cuando a partir de la Ilustración el espíritu que comienza a soplar sobre los hombres será el del pueblo, lo que los alemanes llaman el Volkgeist. Este nuevo espíritu sopla en la cultura de los pueblos que es la base que organiza toda la vida política, y surge así el reino de la cultura. Pero cuando se pone en relación este reino con la idea de naturaleza, Gustavo Bueno encuentra que se abre la disyuntiva de concebir la cultura o bien como una creación dentro de la naturaleza, o bien como un proceso inmerso desde el principio hasta el fin en los procesos del mundo natural. De tal manera que la primera alternativa representaría el espiritualismo de la cultura, mientras que define a la segunda como un materialismo de la cultura. Si se hace la sustitución de espiritualismo por idealismo se concluye en la propuesta de Fichte (Bueno, 2016: 114).

Sobre la importancia de la historia para el nacionalismo

Una viñeta publicada en el diario El País (23 de noviembre de 2013) del dibujante El Roto podría resumir la relevancia que tiene la escritura de la historia para el nacionalismo: en la viñeta, remedando el famoso afiche norteamericano de 1917 en el que aparecía la figura del Tío Sam llamando al alistamiento en el ejército con un explícito I want you for u.s. Army, aparecía un catalán con barretina con una leyenda debajo que decía “Historiador. Tu patria te necesita”.

Siguiendo con Renan, el historiador es necesario para construir una historia nacional, aunque sea equivocada. Más allá, ¿por qué es tan importante la historia para el nacionalismo en la actualidad? La primera respuesta que se puede perfilar es que el pasado se utiliza comúnmente -desde la política, o la instrumentalización política- para justificar las aspiraciones del presente, es decir, se presenta una ideologización de la historia. Si uno hace una revisión de cómo el nacionalismo espaciotemporalmente ha buscado su legitimación en la historia, se convence de que quien controla la historia, controla la verdad y, en nuestros días, también la posverdad, y toma ventaja en la batalla por controlarla. Recurramos a alguna de sus argumentaciones a través de la justificación relevante de la historia que ofrece uno de los proyectos recogidos por la Fundació d’Estudits Històrics de Catalunya:

Todas las sociedades escriben la propia historia para legitimar la propia existencia, fortalecer los vínculos internos y ser y sentirse reconocidos. Cuanto más antiguos son los hechos recogidos por estas historias, más fuerte se convierte en el sentimiento de pertenencia a la comunidad y con más fuerza se plantea la legitimidad de la propia existencia […] El objetivo último de este proyecto es eminentemente práctico: descubrir las raíces históricas profundas que fundamentan la nación catalana y, además, acercar aragoneses, baleares, catalanes, languedocianos, murcianos y valencianos a una misma perspectiva de interpretación de la propia realidad antropológica. (Auladell y Caballero, s.f.)

En el afán por legitimar la propia existencia, el nacionalismo no duda en adaptar el pasado a las exigencias del presente. Para ello no escatimará en el empleo de todos los medios de adoctrinamiento a su alcance. La educación4 será uno de los primeros medios a través de la creación del mito -el mito cultural para ser precisos- para la elaboración de un discurso histórico identitario que derive en nacional.5 Escribía Karl Kraus aquello de “mi meta es el origen”. Este mito cultural viene de la mano de lo originario y este viaje colectivo a lo originario a su vez busca su impronta en la historia. La fuerza del mito radica prioritariamente en ofrecer una realidad alternativa a la historia, usando y abusando de ella mediante maridajes lógicos de supuesta credibilidad. Esto es debido a que el mito, como las religiones, es cuestión de fe y llega a ser una herramienta de conciencia colectiva para reclutar adhesiones a la causa y concitar a las masas.

El ejemplo catalán es paradigmático. En Cataluña, desde la más tierna infancia, los niños aprenden en sus escuelas con libros de texto en los que el mito cultural desempeña funciones pedagógicas, en los que se instruye, entre otras enseñanzas cuestionables, que existió en la Edad Media una “Corona catalano-aragonesa”; sin embargo, la realidad histórica desmiente que Cataluña fuera alguna vez una corona, sino que más bien perteneció a otra corona, a la Corona de Aragón, por lo que en ningún momento existió un rey de Cataluña como tal (Canal, 2014; Corral, 2014). En otras ocasiones se recurre al adoctrinamiento a través de la tradición sustentada en leyendas originadas en mitos fundacionales, también a espaldas de la realidad histórica: el nacionalismo vasco, al carecer de una historiografía ad hoc, se inventará a partir del siglo XIX una tradición sustentada en la mitología,6 cuyo fin último tendrá como objetivo cohesionar la sociedad, dar legitimidad a las instituciones y adoctrinar a la población con un sistema de valores, creencias y usanzas propias. Todo ello sirve para elaborar el paradigma de “ser vasco” (Juaristi, 1986: 27). La tradición opera como sustento de la historicidad, como continuidad de un pasado que se inserta necesariamente en el presente. La “inmaculada bandera” de la tradición -expresión de Sabino Arana-, es necesaria para justificar el objetivo esencial de la existencia de una nación previa en el pasado que legitime las aspiraciones a la consecución de un Estado-nación en el presente. El siglo XIX será fundamental para el surgimiento de comunidades nacionales. Hobsbawm explica este fenómeno situando la causa en la crisis de la conciencia nacional que se va a dar en muchas naciones antiguas: esta conciencia “se hallaba situada en alguna parte del cuadrilátero que forman los puntos pueblo-estado-nación-gobierno. En teoría, estos cuatro elementos coinciden” (Hobsbawm, 1998: 198).

Los nacionalismos periféricos españoles, como veremos más adelante, se fundamentan siempre en una simulación histórica, ya que tanto catalanes como vascos jamás constituyeron una nación, ni han sido producto de una evolución. En tiempos de la dictadura de Franco también se desarrollará una lucha por la historia (Herrero, 1988; García-Cárcel, 1994; Novella, 2007; Peiró, 2013). Esta batalla tiene similares objetivos: la imposición de un nacionalismo, en el caso franquista un nacionalismo españolista unitario de clara orientación culturalista (Una, Grande, Libre, rezaba el lema del escudo de la bandera);7 de esta manera, desde el poder político se tomaba el control de la narración histórica que situaba el reino de los Reyes Católicos como el origen no solo de la patria, sino también de su grandeza. Sin embargo, una diferencia fundamental marcará el desarrollo de sus respectivas historiográficas: el nacionalismo español se asienta en una nación con estado propio, pero los nacionalismos periféricos, al carecer de Estado y de una identidad nacional compartida mayoritaria clara, se manifestará en el carácter fraccionario e inerme como “nación” de aquellos nacionalismos. Esto último conlleva necesariamente a la invención de una historia nacional inexistente que busca asideros en una cultura propia y original, a diferencia del nacionalismo español afirmado en un reino de la cultura que se justifica en una historia milenaria.

Esta necesidad de control de la historia se da porque al nacionalismo le interesa, para su afirmación política, la forma histórica de la comunidad (Volksgeist), es decir, de la cultura del pueblo, concepto a todas luces oscurantista porque es indescifrable: ¿se habla de pueblo con un sentido de “parte de la sociedad” o se habla de él en un sentido de un “todo social”, que diría Bueno. Un paralelismo claro de esto nos lo ofrece la idea de la Alemania heideggeriana que va a enfrentar la Kultur con la civilización y de la que saldrá victoriosa la primera. Es el triunfo de la voluntad de la esencia sobre la convivencia de la diversidad.

En la actualidad, los nacionalismos periféricos europeos se enrocan en esta ontología del ser nacional que se disfraza de democrático para alcanzar sus fines; unos fines donde el individuo o el horizonte individual tiene que estar subordinado a la esencia de la nación histórica e historizada. El mito vital de los alemanes de los años treinta del Volk y la raza, sustentado en una historia manipulada, lo recuperan en nuestro presente los nacionalismos periféricos europeos para reafirmarse frente a los estados de los que dicen “estar sometidos”. Sin embargo, “la nación también es la lengua”, ya que allí donde se habla “mi” lengua, también está “mi” nación (Lebesnraum). Este concepto rosembergiano del espacio vital o Lebesnraum (Rosemberg, 1992) sustentado en el principio de sangre (raza) y suelo (territorio) se reformula para extender los dominios de la nación. De ahí la necesidad de un Boden, un territorio físico y cultural donde desarrollar la nación.8 Para construir este especio vital no se dudará -como hacen los nacionalismos periféricos españoles- en falsificar la historia y sus fuentes para reconstruir un imaginario, sustentado en el mito de Euskalerría o los Països Catalans que responde al mito cultural, necesario para la fundamentación de la nación. Para entender en qué consiste y cómo opera el mito de la cultura es fundamental el libro de Gustavo Bueno El mito de la cultura, en él trata de demostrar que la idea de cultura es falsa, que lo que entendemos por cultura en la actualidad se ha magnificado; y, esto es así, sostiene Bueno, porque la cultura entendida como un todo, como fuente de todos los valores, supone un mito oscurantista, ya que oscurece la realidad y cualquier cosa se va a justificar ya por el simple hecho de ser cultural (Bueno, 2016: 58-68). Otro sugerente y oportuno trabajo que hace referencia a la construcción de las “comunidades imaginarias” de Benedict Anderson (2006) , presentando precisamente a la nación como una “comunidad política imaginada”: es imaginada porque los integrantes de esta, aunque no se conozcan entre ellos, en la mente de cada uno permanece la imagen de su comunión (Anderson, 2006: 6).

Tras la idea de la Gran Vasconia, como afirma Juaristi (1999), estaría el modelo nazi de la Grosse Deutschland; el Lebensraum vasco se integraría por la gran Vizcaya, que incluirá los elementos vascongados de Castilla la Vieja y Navarra además de otros elementos de Aragón, del Bearn francés, la Ribagorza y la Gascuña implícita en Guipúzcoa más Labort (Juaristi, 1999: 306). Paralelamente, el mito cultural del nacionalismo catalán les induce a considerar que los Països Catalans lo constituyen no solo Cataluña, sino además otros territorios al margen, autónomos, como las Islas Baleares, Andorra, la Comunidad Valenciana, la región histórica francesa del Rosellón, la zona de Aragón limítrofe con Cataluña denominada Aragón Oriental, la comarca murciana de Carxe y el Alguer en Italia. El fundamento de todo ello se sustenta en un relato histórico nacional, una comunidad imaginaria, originado en los materiales elaborados por el mito de la cultura , y apuntalado por una cultura idiosincrásica, que poco tiene que ver con la realidad histórica pero que es necesaria para elaborar una imagen colectiva del “nosotros”. Esta imagen colectiva del “nosotros”, extendida a todos los catalanes -estén o no conformes con una ideología nacional- que no contempla siquiera la posibilidad de una intersubjetividad disidente, se moldea a través de una narrativa elaborada de supuestos agravios históricos que justifican las aspiraciones del presente:

Portem ja 298 anys aguantat el que cap poble civilitzat del mon no ha aguantat mai. Passen els anys, i les dècades, i els segles, i Espanya continua exercint sobre nosaltres el dret de conquesta talment Felip V -“el pitjor enemic de Catalunya”, va definirlo Joan Coromines- va proclamar. Ens tracta com el que som, els derrotats d’una guerra, i encara hi ha qui se’n sorprèn; ens vexa en el mes profund de la nostra ànima, i encara hi ha qui li somriu i li dona suport; ens humilia amb el menyspreu mes descarnat, i encara hi ha qui demana que ho faci amb mes duresa […] Sabem que no es tracta només d’enlairar una bandera i una pancarta, sinó que cal que compartim un esperit, uns valors i un relat, i una xarxa consistent a la societat civil […] Si som catalans és que no podem ser una altra cosa, si som uns més que formen la pà̀tria catalana és que no podem serne part d’una altra. Davant la pà̀tria toca escollir: terra, bandera, llengua, història, formes de vida, humor. Pà̀tria és un estat d’esperit i una determinada manera de ser part del món. (Torra, 2015)9

El texto del presidente de la Generalitat termina con una ilustración del sentido filosófico del catalanismo actual: Quina alegria tornar a la casa! [¡Qué alegría volver a casa!]. Retomando a Heidegger, la “vuelta a casa”, la vuelta al origen, la entendemos como el regreso al ser, en este caso, el ser catalán.

Sobreinterpretación, falsificación y extrañamiento de la historia

García-Cárcel (1994) acierta cuando afirma que la adulteración de las fuentes es el resultado de una interpretación histórica dirigida a habilitar una opción ideológica determinada (García-Cárcel, 1994: 178): en este caso se trataría de la del Lebensraum nacionalista del párrafo anterior. De esta manera, la historia “adaptada” será una pieza fundamental en el discurso esencialista de la identidad, para lo cual no es de extrañar que se recurra a “la exaltación narcisista del pasado glorioso apoyado casi siempre en una visión arcádica de las propias instituciones y la permanente explicación de los problemas propios en función del enemigo exterior, vinculado, en estos casos, al Estado” (García-Cárcel, 1994: 181). Se asume una identidad histórica de nuestros antepasados sin rupturas ni prescripciones, aunque sea de larga data. “Cataluña” o “el País Vasco” como entidades políticas y culturales no existían hace mil años; políticamente, en poco nos parecemos a los hombres de la Edad Media que estas regiones habitaban debido a las profundas transformaciones que han experimentado los grupos sociales a lo largo del tiempo. Sin embargo, nos asimilamos -o mejor dicho, se nos asimila- con total naturalidad y desprecio del rigor histórico con ellos. Como explica con claridad Américo Castro (1985) “Hace dos mil años, ni en España, ni en Francia, ni en Italia, ni en otros muchos países había un común denominador de conciencia colectiva sobre el cual quepa situar a los habitantes de hoy, y también a quienes moraban hace milenios en aquellas tierras. A lo largo de ese tiempo hubo diferentes unidades de vida colectiva, es decir, sentidas por diferentes personalidades de vida colectiva. Cada una de éstas trató de subsistir, de continuar hablando o escribiendo la misma lengua, de denominarse del mismo modo, de sentirse una. Pero la unidad de conciencia colectiva duró más o duró menos, abarcó mayor o menor extensión territorial, y a la postre se desvaneció. Ya no hay ligures, ni etruscos, ni romanos, ni galos, porque serlo no se funda en ninguna característica biológica o psíquica, sino en saberse estar perteneciendo a un grupo de gentes que se llaman como uno, en estar incluso en una dimensión de vida que rebasa el área de la persona individualizada en un yo” (Castro, 1985: 126-127).

Sin embargo, el nacionalismo se vincula con estas identidades pasadas con el fin de cimentar una conciencia nacional en el presente, que hinque (afirma) su legitimidad de Ser en unas raíces históricas reales o imaginarias. Esta vinculación se lleva a cabo a través de un proceso de analogía y semejanza entre la realidad histórica y las necesidades prácticas, ya que la imagen, el concepto y la verdad son observadas como signo de “desplazamiento analógico”, en un universo de semejanza en el que el intérprete tendrá el derecho de considerar el significado de un signo como un significado adicional (Eco, 1997: 58). Desde la perspectiva emic, es decir, desde el enfoque interno del grupo, el significado es diametralmente diferente que el interpretado desde la posición etic, es decir, desde afuera. De ahí que, a través de las analogías y la progresión de semejanzas interminable, resulte sencillo interpretar o sobreinterpretar la historia de manera similar a los sueños identitarios.

La identidad es considerada como un efecto óptico que cambia según el punto de vista, el lugar y la diferencia desde donde se aprecie el conjunto (Campillo, 1995: 91 ). No obstante, si no existe un denominador común y pretendemos un horizonte de infinitas visiones de la historia e interpretaciones del hecho histórico, todas presunta e igualmente válidas, el relativismo se impondrá: así, por ejemplo, se podría decir entonces, que es admisible y correcto “interpretar” que la muerte de millones de judíos, gitanos, comunistas, etc., en la Segunda Guerra Mundial en los hornos de la muerte del Tercer Reich fueron fruto de la casualidad, fueron “fruto de la casualidad”, “de los caprichos de la historia” o “de los efectos colaterales de una guerra”.

Si vivimos en un mundo de infinitas interpretaciones y todas ellas son igualmente válidas, lo que habría que preguntarse es si existen interpretaciones “mejores” que otras. La respuesta que como historiador daría es: sí; y aunque no se podría sostener que hay reglas que nos señalen qué interpretaciones son las mejores, sí existe al menos una regla que nos señala cuáles son las malas (Eco, 1997: 63 ). En historia se habla de la búsqueda perseverante de la verdad histórica. La historia verdadera es la historia real, diría Agnes Heller. Por tanto, la verdad histórica se define como el atributo del entendimiento que se corresponde con la realidad de los hechos comprobados a través de pruebas fiables y contrastables. La verdad histórica corresponde al sentido de res gestae, es decir, debe existir una congruencia entre la verdad y el hecho.

La manera de proceder dentro de la historia en el momento de identificar verdad con correspondencia se respalda en encontrar enunciados básicos de hechos indiscutibles que no pueden ponerse en tela de juicio (Walsh, 1998: 98-99 ). Por ejemplo, un hecho que no se puede discutir será el enunciado “Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado en Francia el 18 de brumario, tras lo cual se convirtió en Primer Cónsul”, dado que corresponde el acontecimiento con la realidad del suceso y tuvo sus consecuencias totalmente evidenciables. La “obligación del historiador con la verdad” hay que situarla en confirmar la existencia del golpe del Estado de Napoleón. Pero no se detendrá ahí, sino que también se analizarán y verificarán todos los datos relevantes que organizan la composición histórica de ese acontecimiento, en un proceso de reciprocidad continua entre los hechos y su interpretación. De la historia verdadera se puede comprobar una verdad sometida a escrutinio de los profesionales y admitida por el consenso académico para que sea aceptada como una historia real.

De esta manera, el consenso histórico no podrá tomar como serio y verdadero -como se afirma desde una parte de la historiografía actual catalanista- que Cataluña fue un reino independiente, debido a que la afirmación de que Cataluña fue estado soberano en el sentido de la acepción moderna de la palabra, no es verificable. Por lo tanto, este enunciado es una “falsedad histórica” y debe ser considerado desde el rigor histórico como tal. La diferencia basal entre la historia verdadera y la ficticia reside en que en la primera se puede confirmar y en la segunda no; a través de la verdad histórica -de lo que realmente aconteció- se puede develar la falsedad de las historias manipuladas al realizar un contraste comparativo de la historia con los hechos esenciales narrados,10 y comprobar que estos no se produjeron exactamente así. Si bien los relatos históricos tradicionales del nacionalismos vasco y catalán comparten la idea del hecho diferencial respecto del resto de comunidades españolas, sin embargo, los relatos divergen en cuanto a la construcción de sus reinos de la cultura. El relato vasco está determinado por la existencia de históricos privilegios forales desde antes del XIX, mientras que el relato catalán está influido por la estrategia de pacto político y reconocimiento como nacionalidad histórica por los gobiernos centrales, relato condicionado precisamente porque históricamente los catalanes nunca ostentaron dichos privilegios forales.

Desde el siglo XIX la historia -así como otros ámbitos de la cultura y de las ciencias sociales- tiene significativas implicaciones políticas, por lo que la falsificación de la historia responderá casi siempre a fines prácticos. Para Sabino Arana Goiri, la historia sólo representa “lo bueno de la tradición” y su sentido de trascendentalidad supone

la afirmación (política) de una historia independiente de la que se deduce el derecho a la independencia, por encima de la exposición de anécdotas históricas. La trascendencia dada a la historia exige ocultar ésta, la historia concreta, bajo los principios: la historia “auténtica” es la independencia, lo demás (la realidad histórica) son detalles. (Corcuera, 1998: 58 )

En el ADN del discurso nacionalista está la tergiversación de los hechos y de la realidad de las cosas, de tal forma que, si la historia no nos beneficia, se inventa una que sí lo haga. Así se imagina la existencia de una supuesta “comunidad humana originaria” -en el sentido de Gemeinschaft- con rasgos sustantivos identificativos como la lengua, la raza, el espacio vital, etc., que construyen el hecho diferencial suficiente y necesario en oposición a otras comunidades. De esta forma se construye una memoria histórica, un “subjetivismo” del recuerdo colectivo, que se asimila como historia verdadera, proscribiendo la verdadera historia a una situación de extrañamiento.

Los intereses políticos en épocas de convulsión o zozobra -sobre todo a la hora de generar estados de conciencia social, construir o cimentar identidades y diferencias-, hacen de la historia la víctima propiciatoria de intervenirse para llevar a cabo estos propósitos. Constataba Julio Caro Baroja (1992) que “cuando una sociedad está preocupada por algo que se da en el tiempo con notas muy distintivas y fuertes, ese algo, produce falsificaciones” (Baroja, 1992: 20). En nuestros días de deriva nacionalista esa preocupación es la búsqueda de una identidad propia, un Dasein (ser-ahí) que justifique la existencia de una nación y luego su independencia.11 Es por eso por lo que, “una falsificación deliberada trae otra menos ajustada a la intención individual, a un curioso proceso de personalización bastante lento, pero con gran influjo durante muchos en la conciencia histórica del país” (Baroja, 1992: 36): una mentira repetida infinidad de veces termina convirtiéndose en verdad.

Las falsificaciones en la historia responden básicamente al sistema de valores de una época que ha primado desde la época de Grecia clásica: durante la Antigüedad se buscaban pruebas para justificar la unidad política, así como la unidad religiosa desde unos valores generales; pero también se encuentran valores particulares del tenor de búsqueda de dignidad para la patria chica o nobleza para la familia o linaje (Baroja, 1992: 5). Caro Baroja explica también que en el pasado han existido épocas en que la necesidad de conocer la historia ha provocado un delirante proceso de escribirla, lo cual en ocasiones ha producido no sólo falsificación de los datos, sino también la de su interpretación (Baroja, 1992: 198). Justamente, nuestra época es un tiempo en el que los seres humanos están siendo más conscientes de la historia y se está pensando más en términos históricos.

Los nacionalismos -las narrativas nacionalistas- son conscientes del poder de la historia como generadora de conciencia colectiva y personalidad identitaria, además de ser una “panacea” dotada de importantes propiedades balsámicas sociales y políticas, las cuales se intentan encauzar de la manera más adecuada a los intereses identitarios desde el poder político nacionalista. De esta forma, las causas políticas e ideológicas se benefician de la historia cuando se recurre a ella: Hobsbawm (2004) se pregunta si incluso se puede negar que el nacionalismo ha sido favorecido por la propia investigación erudita, aunque para el nacionalismo sea igual de útil la falsificación de la historia que la investigación escéptica pero comprometida (Hobsbawm, 2004: 141). Entre verdad y ficción se opta por la segunda, ya que para las narrativas identitarias, la ficción es más conveniente que la verdad y, por lo tanto, es más verdadera que la propia historia. El relato histórico nacional exige a que se ponga en práctica una revisión de la “historia real” adaptada a las necesidades identitarias del presente.

Revisionismo histórico, etnicismo y nacionalismo

El revisionismo es un acto fundamental de todo historiador, dado que esta disciplina no es definitiva, se encuentra en continuo progreso; a la luz de nuevos documentos y fuentes, y sobre una base crítica, se reescribe la historia en función del presente. Ésta responde a la existencia de un diálogo permanente entre pasado y presente y viceversa; a partir de nuevas evidencias materiales, cada generación académica reescribe la historia. La mirada crítica se basa en el continuo cuestionamiento de las fuentes, y se debe establecer un equilibrio entre el hecho y la interpretación. Sin embargo, el revisionismo histórico, realizado desde la parcialidad ideológica y la mala práctica de la historia, puede llevarnos a la degeneración del pasado histórico.

Un problema fundamental del revisionismo histórico es que corre el peligro de desembocar en el negacionismo (Rodríguez, 2000: 375-385 ). Muchas corrientes posmodernas han relativizado la disciplina, negando su estatus de cientificidad relegándola al mero relato a causa de una (mal entendida) “subjetividad” que permite negar el estatus ontológico de la historia. Sin embargo, más allá del grado de subjetividad que se pueda tener, es incuestionable que el hecho ocurrido es objetivo porque, si bien la historiografía puede falsificar o entender mal esos hechos, nunca podrá alterar su propio estatus ontológico, y esto es así porque el fin último de la historia es acercarse lo más posible a la verdad (Thompson, 1981: 7 ). Contrariamente a lo que exige el rigor de un revisionismo científico, en ocasiones se impone la reescritura de la historia con propósitos políticos. Por ejemplo, en su afán revisionista de la historia que responde a unos más que evidentes fines ideológicos, el Institut de Nova Història12 se apoya en pseudohistoriadores que afirman cosas como que Miguel de Cervantes era catalán:

Cervantes lo escribió -se refiere a El Quijote-, pero en catalán. Él era catalán. A los autores de los siglos XVI y XVII les obligaron a traducir su obra al castellano, por una obligación del Rey. Sabemos por muchas fuentes que había traducciones sistemáticas concertadas por el Estado. Casualmente las ediciones catalanas originales desaparecieron. Cervantes lo dice bien claro: “Nos han prohibido la lengua pero no la pluma”. (Bonet, 2013)

¿A qué lengua se refiere? Está claro.13

Si acudimos a la historia real, apoyada en documentos oficiales del siglo XVI-por ejemplo, la partida de bautismo- llevará al consenso académico admitiendo que el origen del autor de El Quijote es Alcalá de Henares que, hasta la fecha, aun no pertenece a la comunidad autónoma de Cataluña. Esto que puede parecer extravagante o esperpéntico, analizado desde el rigor histórico tiene más relevancia de lo que parece debido a que la construcción de un relato falso repetido muchas veces se convierte en verdadero. En este sentido, se ha atribuido la frase “Ladran, luego cabalgamos” al hidalgo de La Mancha, pero sería ocioso buscarla a lo largo de las páginas de la universal obra de Cervantes sencillamente porque no viene escrita. Es una “mentira histórico-literaria” que, a fuerza de repetirse, se ha instalado en el inconsciente colectivo como propia de don Quijote.

En otros casos, los historiadores profesionales imponen una interpretación distorsionada de los hechos, sustentada en los supuestos agravios históricos cometidos sobre Cataluña por parte de España. El nacionalismo catalán y los historiadores a su servicio llevan siglo y medio manipulando deliberadamente la historia elaborando un enfoque esencialista del pasado para construir una identidad nacional basada en falsos ultrajes pretéritos. Ricardo García-Cárcel (1994) da una explicación clara y contundente sobre este fenómeno de manipulación:

La historiografía nacionalista -de cualquier signo- ha colaborado incondicionalmente, con escasas excepciones, en la labor de aporte de legitimaciones históricas a operaciones políticas de celebración de cincuentenarios, centenarios, milenarios […] ayudando a los poderes establecidos, sea cual sea su ideología, a evocar efemérides rentables. La manipulación de la historia no se queda en la simple selección del recuerdo a evocar. Se ejerce de manera más grosera, ya en la utilización de los textos o fuentes de base, ya en la interpretación -escogida entre las diversas opciones posibles- de la realidad histórica. (García-Cárcel, 1994: 176 )

En el País Vasco se ha denunciado en numerosas ocasiones la manipulación de la historia desde los primeros niveles educativos. En el año 2001, un informe de la Alta Inspección educativa detectó el adoctrinamiento nacionalista vasco en diferentes textos de primaria, secundaria y bachiller a partir del revisionismo histórico. Este revisionismo se daba con un carácter parcial y tendencioso con el objetivo de exaltar la nacionalidad vasca (ABC, 2001), y si bien es cierto que el nacionalismo tiene su construcción ideologizada de la historia, historiadores vascos como Manuel Montero (1998: 172) sostienen que de ahí no se debe deducir un supuesto adoctrinamiento del nacionalismo vasco a partir de la educación.

Montero argumenta que los historiadores vascos de las últimas décadas no se han distinguido precisamente por escribir una historia condicionada por la política para llevar a cabo una historia nacional, moviéndose “al margen de los esquemas conceptuales que se plantean la existencia de caracteres nacionales, sean vascos o españoles” (Montero, 1998: 173). Coincidimos totalmente con este autor -y ésta es una diferencia fundamental entre los historiadores vascos y algunos catalanes-, que el debate historiográfico en el País Vasco ha estado siempre más del lado del rigor académico que de la ideología, entre ellos Antonio Elorza, Juan Pablo Fusi, José Luis de la Granja, Santiago de Pablo, Gaizka Fernández Soldevilla o Manuel Montero. En Cataluña, sin embargo, la ideología nacionalista ha presidido gran parte del relato dominante en muchos historiadores, el cual ha oscilado desde el “neorro-manticismo patriótico conservador de Ferran Soldevilla, al nacional-comunismo romántico de Josep Fontana, sin olvidar a Antoni Rovira i Vigil o Jaume Sobrequés” (Canal, 2018).

Por su parte, el revisionismo llevado a cabo desde una perspectiva adoctrinadora -que sin duda existe- tiene que ver con las malas prácticas del historiador y la falsificación de la historia. Las narrativas de la historia que exige el poder político entran en conflicto con la historia profesional cuando le urgen a distorsionar los hechos en función de unas necesidades, como por ejemplo la justificación de una identidad y la construcción de su relato histórico. La falsificación vendría dada por la deformación de los hechos históricos, la narración sesgada de hechos que convienen narrarse u ocultados en función de los propósitos nacionales. Así sucede que, cuando una narrativa nacionalista entra por la puerta, la historia salta por la ventana.

Hannah Arendt en La condición humana(Arendt, 1993) hablaba de dos modalidades de ideología que, desde el siglo XIX, habían tenido la pretensión de ser la explicación de la historia: aquella ideología que explica la historia determinada por la economía y otra que señala que la historia está determinada por la raza. La segunda ha sido la que más ha pretendido moldear la disciplina, de tal manera que la literatura romántica del siglo XIX, aliada con la mala práctica profesional de los primeros nacionalistas periféricos españoles, no va a ser ajena a las modas etnicistas europeas de la época. El pensamiento racialista y la doctrina de las razas será lugar común en las reflexiones antropológicas y sociales de esta época y constituirán la base de las teorías biopolíticas posteriores en Europa. El conde de Buffon, Renan, Le Bron, Taine, Gobineau o Chamberlain ejercerán su influencia en los nacionalistas catalanes y vascos. Adentrados en este frenesí etnicista, se abrazará la ideología de la raza con la finalidad de marcar sus diferencias frente al “otro”, al que no se considera dentro del “nosotros” y prestará un servicio esencial al aparato ideológico del nacionalismo. Pompeyo Gener, por ejemplo, manifestaba la existencia de radicales diferencias entre los catalanes y los españoles originarios del centrosur de la península, con influencia de razas inferiores y muestra la fascinación por la raza aria:

En el Centro y en el Sur, exceptuando varias individualidades, hemos notado, que, por desgracia, predomina demasiado el elemento semítico ó bereber con todas sus cualidades: la morosidad, la mala administración, el desprecio del tiempo y de la vida, el caciquismo, la hipérbole de todo, la dureza y la falta de medios tonos en la expresión, la adoración del verbo. Y esto nada grave tendría, pues otras naciones hay en Europa que tienen elementos de civilizaciones extrañas inferiores a la indogermánica; pero los individuos, sus ideas y costumbres sobreponiéndose a la inferior. (Gener, 1903: 20)

Más adelante Gener -comparando la primacía de los elementos raciales eslavos en Rusia y helénicos en Grecia frente a los elementos “inferiores” que se manifiestan de otras razas, con la situación que se da en España- afirma: “Pero aquí es todo lo contrario. España mira hacia abajo. Lo que aquí priva son las degeneraciones de esos elementos inferiores importados de Asia y del África” (Gener, 1903: 21).

La idea de degeneración aplicada a un pueblo hay que comprenderla en el sentido en la que era definida por Arthur de Gobineau en 1853 en su Essai sur l’inégalité des races humaines: una nación dejaba de tener el valor que tenía antes de adulteración producida por la mezcla de su población con otras razas; así, de la misma manera que el “hombre degenerado” es un ser diferente, una nación sometida al mestizaje ya no sería el mismo que a la de su momento originario (Gobineau, 1999: 24). La mezcla de razas supondría, pues, la degeneración de la “prístina” autoctonía. Por el contrario, Gobineau consideró al ario como el prototipo de la pureza y la nobleza aristocrática: la raza por excelencia. Estas ideas están inscritas en la esencia y gestación de los movimientos nacionalistas decimonónicos que hicieron como suya la noción de raza. Por lo tanto, la muerte de las naciones llegaba cuando estaba compuesta por elementos que la degeneraban (Gobineau, 1999: 24).

Esta doctrina racial fue también conocida en España y, sin duda, sentará un precedente en la fundamentación que algunos científicos catalanes llevaron a cabo: en 1898, el Dr. Bartolomé Robert ofreció una conferencia con el título de “La raza catalana” en el Ateneo Barcelonés, el hecho diferencial catalán partiendo de la morfología craneal (La Vanguardia, 1898: 4).14 Encontramos un hecho paralelo del primer nacionalismo vasco en el mito de Aitor, inventado por el escritor francés Joseph-Augustin Chaho (1810-1858), quien defendió el origen identitario único de los vascos, descendientes de un patriarca ario: Aitor.15

La cuestión racial es muchas veces el hilo conductor de los nacionalismos del XIX. En el caso comparativo del nacionalismo español decimonónico, Ángel Ganivet, por ejemplo, considera la raza como espíritu constitutivo del ser español. Influido por el filósofo francés Hippolyte Taine en la concepción esencialista de la raza, en su libro Idearium español (1897), Ganivet condesó su ideario racialista que explica cada recodo existente de la evolución histórica de la humanidad. Este autor partió de la idea de situar al cristianismo como esencia de la civilización, el cual es propio de las razas superiores e impropio de los pueblos primitivos (Ganivet, 1905: 26). Igual que muchos coetáneos, como Menéndez Pelayo, Ganivet comparte esa idea finisecular de España reserva espiritual del catolicismo: “en España no hay un hereje que levante dos pulgadas del suelo. Si alguien ha querido ser hereje ha perdido el tiempo, porque nadie le ha hecho caso […] España se halla fundida con su ideal religioso, y por muchos que fueran los sectarios que se empeñasen en ‘descatolizarla’, no conseguirían más que arañar un poco la corteza de la nación” (Ganivet, 1905: 28). Un segundo pilar -y quizá más importante- sobre el cual se asiente la construcción del “espíritu español”, debe gravitar sobre la tradición, ya que de lo contrario sería una traición y una humillación con nuestros antepasados someterse, dice, “a la influencia de las ideas de nuestros vencedores” (Ganivet, 1905: 30). El tercer pilar -más importante que la religión- es la tierra, ya que la religión puede transformarse a lo largo del tiempo, pero el “espíritu territorial” subsiste (Ganivet, 1905: 33). En este concepto -o pseudoconcept- de espíritu del territorio podríamos encontrar paralelismos evidentes con el herderiano Volkgeist o espíritu del pueblo que se expresaba en la cultura de una nación.

Estos mismos argumentos racialistas se repiten ciento treinta años después en Cataluña. En un texto de los años ochenta del siglo pasado se recurría a estas corrientes etnicistas como argumento de autoridad desde el nacionalismo racial, básicamente con similares términos y argumentos, para subrayar no sólo las supuestas diferencias entre los “catalanes” y los “españoles”, sino también la superioridad fundamentada en la inteligencia de los primeros:

A Espanya (entenén com a tal el territori que existeix al sud de l’Ebre, exceptuant clar està̀ el País Valencià̀) […] ha sigut considerable malgrat que no definitiva la influè̀ncia d’à̀rabs i moros que s’han barrejats amb els autòctons, en especial al Sud, tot donant un mestissatge que es reconeix per uns carà̀cters morfològics externs (cabells més foscos i riçats i color de la pell més fosc i que es degut a major poder pigmentari i no al sol), a més l’angle anterior mandibular és inferior al del català̀.

Es pot considerar 1’espanyol com un element de la raça blanca en franca evolució cap al component racial africà̀-semitic (arab). El Coeficient d’Inelligencia (sic) d’un espanyol i un català̀ segons les estadístiques publicades pel Ministeri d’EducacióiCiè̀ncia espanyol dona un clar avantatge als catalans.

La progressiva degradació racial espanyola pot contagiarse als catalans degut a la forta immigració, els fruits es poden veure si observen la difè̀rencia caracteriològica entre l’home del camp, no contaminat per la nissaga espanyola, i el de les ciutats.

El carácter treballador i europeu del català̀ és un factor animic ben contrari al gandul i pro-africa espanyol.

Per tot això tenim. que considerar que la configuració racial catalana és més purament blanca que l’espanyola i par tant el català̀ és superior a l’espanyol en l’aspecte racial. (Quaderns del Separatisme, 1980)16

La argumentación de la especificidad racial, que viene dándose desde finales del siglo XIX en autores como Chamberlain o Gobineau, no es baladí, ya que valdrá para confirmar la historia diferencial con respecto del resto de los españoles. De la misma manera, Sabino Arana (Elorza, 2005, 2016) recoge esa influencia y va más allá en su intento de ligar las raíces étnicas del ser vasco, del hecho diferencial del prototipo racial existente entre vascos y maketos (españoles):

La fisonomía del bizkaíno es inteligente y noble; la del español inexpresiva y adusta. El bizkaíno es de andar apuesto y varonil; el español, o no sabe andar (ejemplo, los quintos) o si es apuesto es tipo femenil (ejemplo, el torero). El bizkaíno es nervudo y ágil; el español es flojo y torpe. El bizkaíno es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos. Preguntádselo a cualquier contratista de obras, y sabréis que un vizcaíno hace en igual tiempo tanto como tres maketos juntos. (Arana, 1965; Solís, 2008)

La conducta racialista es propia de “doctos” nacionalistas de la Península y, con la migración, cruzó el Atlántico y tuvo cierto predicamento entre las colonias de emigrantes españoles en América. La “diáspora” nacionalista vasca en América hace eco fielmente de estas ideas en sus publicaciones al otro lado del océano: en abril de 1909 en la revista Euzkotarra, publicada en México venía el siguiente anuncio en español e inglés:

Estamos autorizados por el Comité Nacionalista vasco de la República Argentina, para ofrecer un premio de cien mil pesos moneda nacional argentina, al que de modo indiscutible pruebe, que la raza vasca y española es la misma. (Euzkotarra, 1909)

Los colectivos de emigrantes de ultramar, pues, también recibieron la llamada de la identidad, de una identidad que excluía a aquellos que de alguna manera no eran como ellos. Un par de siglos antes, ese “saberse” diferente, aunque de manera tangencial, se encuentra en alguna manifestación: en 1707, el jesuita vascofrancés Pierre Lhande Heguy escribía de manera inocente -algo que realmente era dogma de fe en el nacionalismo racialista- que “pour être un Basque authentique, trois choses sont requises: porter un nom sonnant qui dise l’origine; parler la langue des fils d’Aïtor, et […] avoir un oncle en Amérique” (Lhande, 1907: 609), es decir, un auténtico vasco se definía fundamentalmente por tener apellido vasco, hablar euskera y, finalmente -introduciendo aquí el tema recurrente de la emigración vasca-, tener un tío vasco en América.

La doctrina racial de Sabino Arana se va a adelantar en algunos años a la ideología racial nazi, pero se engarza perfectamente con ella o, al menos, sus paralelismos son muy evidentes:

¿Qué es, pues, lo que respecto de la pureza de la raza se contiene en el programa nacionalista?

Puede reducirse en los puntos siguientes:

  • 1) Los extranjeros podrán establecerse en Bizkaya bajo la tutela de sus respectivos cónsules; pero no podrán naturalizarse en la misma. Respecto de los españoles, las Juntas Generales acordarán si habrían de ser expulsados, no autorizándoseles en los primeros años de independencia la entrada en territorio bizkaino, a fin de borrar más fácilmente toda huella que en el carácter, en las costumbres y en el idioma hubiera dejado su dominación.

  • 2) La ciudadanía bizkaina pertenecerá por derecho natural y tradicional a las familias originarias de Bizkaya, y en general a las de raza euskeriana, por efecto de la confederación; y, por cesión del poder (Juntas Generales) constituido por aquéllas y éstas, y con las restricciones jurídicas y territoriales que señalara, a las familias mestizas euskeriano-extranjeras.

Si nos dieran a elegir entre una Bizkaya poblada de maketos que sólo hablasen el castellano, escogeríamos sin dudar esta segunda, porque es preferible la sustancia bizkaina con accidentes exóticos que pudieran eliminarse y sustituirse por los naturales, a una sustancia exótica con propiedades bizkainas que nunca podrán cambiarla. (Arana, 1965: 82 )

Si hiciéramos un pequeño ejercicio de sustituir algunas palabras como Bizkaya por Alemania o maketos por judíos, sin saber el origen del texto, podríamos asignarlo con facilidad a la ideología nacionalsocialista. Valga el siguiente párrafo de Rosemberg (1992) para continuar con este ejercicio de aventurada analogía:

La relacionada con la falta de sentido del honor y de coraje, y aún cuando todo ser humano carga sobre sí un gran número de mentiras, ningún germano podrá considerar la mentira como “buena” en sí, precisamente porque contradice al más íntimo valor del carácter que solo nos hace fecundos. La mentira no es, por lo tanto, sólo un pecado volitivo, sino simultáneamente también orgánico. Ella es el peor enemigo de la raza nórdica; el que se entrega a ella desenfrenadamente, sucumbe interiormente y se aparta también por su voluntad exteriormente del entorno germánico. Buscará necesariamente trato con bastardos sin carácter y judíos. Aquí se evidencia un interesante contra-juego, que también puede observarse en todos los otros terrenos: si la mentira volitivo-orgánica es la muerte del ser humano nórdico, en cambio, significa el elemento vital del judaísmo. Expresado paradójicamente: la constante mentira es la verdad “orgánica” de la contra-raza judía. El hecho de que le es ajeno el verdadero contenido del concepto del honor trae como consecuencia el fraude a menudo hasta ordenado por la ley religiosa, tal como esto se ha asentado en el Talmud y en el Schulchan-Aruch de un modo sencillamente monumental. “Grandes maestros en el mentir” los llamaba el brutal buscador de la verdad Schopenhauer. “Una Nación de mercaderes y defraudadores”, enfatizó Kant. Porque esto es así, el judío no puede llegar al dominio en un Estado que es sostenido por acrecentados conceptos del honor. (Rosemberg, 1992: 164 )

Efectivamente, las correspondencias son evidentes. El judío de Rosemberg es el maketo de Arana, por lo que se observa con claridad el carácter tribal de este tipo de nacionalismos. Son nacionalismos que se sienten agredidos y agraviados por el otro que pone en peligro su identidad, una identidad que “insiste siempre en que su propio pueblo está rodeado por un «mundo de enemigos», «uno contra todos»” -esos todos que no son como yo, en que existe una diferencia fundamental entre este pueblo y el resto: no son nosotros; por lo tanto, hay que negar la intersubjetividad para salvaguardar el yo, y combatir si fuera necesario al otro (digresión mía)- reivindicado a su pueblo como único e incompatible con todos los demás y se niega teóricamente la simple posibilidad de una humanidad común largo tiempo antes de ser empleado para destruir la humanidad del hombre” (Arendt, 1998: 194-195 ). Es el mismo enfrentamiento del “yo” de la nación alemana de Fichte opuesto al “no yo” que es distinto a mí y, por lo tanto, mi enemigo. Esto nos lleva a establecer la existencia de una profunda relación de los nacionalismos, de cómo desde estos se cuentan las historias y se establece la autoposición del yo del idealismo fichteano; en este caso, se trata de la autoposición operacional del yo = yo en donde los otros no pueden existir en este contexto identitario.

El hilo conductor de todas las “interpretaciones” raciales se centra en el peligro que supone para el ser el mestizaje y otras alteridades raciales. Amartya Sen (2007) afirma que, cuando se divide a la gente por identidades nacionales, “el poder disgregador de ese sistema clasificatorio se emplea en forma implícita para ubicar inflexiblemente a los individuos dentro de un conjunto único de casilleros rígidos. Otras diferencias […] están ocultas por esta forma primaria de ver las diferencias entre las personas” (Sen, 2007: 35). Esta constatación opera de igual manera para otras realidades; la historia es útil para encontrar estas diferencias, por más peregrinas o inexistentes que sean, y reinventar la historia a través de un relato propio que entiende reafirmar la identidad frente a las otras identidades “diferentes” y asumir la singularidad irrepetible.

El revisionismo histórico adaptado -y adaptable- a las condiciones históricas de las identidades nacionales ha tenido siempre su lugar preferente dentro de los nacionalismos periféricos españoles, retroalimentado y nutrido en muchos casos por precedentes étnico-nacionalistas. De tal manera, por ejemplo, la resonancia rabiosamente actual de la idea del catalanismo de “Espanya ens roba” [España nos roba], sobre el que se ha sustentado últimamente el nacionalismo catalán, ensarta sus raíces en la manipulación histórica de autores nacionalistas catalanes del siglo XIX como Prat de la Riba (1870-1917):

Doncs aquesta gran forca de la monarquia estava també en contra de Catalunya. Per la provinenca del llinatge en què̀ el poder reial radicava, per la tendè̀ncia natural de tots els poders forts a abusar de la seva forca, per la resistencia de Catalunya a les invasions de la monarquia absoluta i la seva adhesió a les llibertats populars, per la nacionalitat de les families que estava voltada i dels agents i funcionaris que principalment i quasi exclusivament se servia, la monarquia va ésser a Espanya un gran factor d’anullacióde Catalunya […] Quan Felip II va fer de Madrid la Cort d’Espanya, virtualment va è̀sser consumada la subjecció de Catalunya al pensameut i la direcció del poble castellà̀: llarga va è̀sser la resistè̀ncia, però des de llavors la invasiò ha seguit fatalment, i encara avui continua en el sí de la nostra pà̀tria renaixent. (Prat de la Riba, 1930: 12)17

Es curioso observar cómo estos teóricos nacionalistas del XIX y principios del XX sentían una especial fascinación por Alemania -también de nacionalismo tribal- y la cultura alemana. La influencia de filósofos apoyados en una metafísica de la comunidad cultural, como Herder (Ideas para una filosofía de la Historia de la Humanidad ), quien desarrolló la idea del Volksgeist [espíritu del pueblo] que se expresa en la lengua y la literatura de las naciones, o la del absolutismo del yo y el individualismo de la autoconciencia de Fichte (Discursos a la nación alemana), es evidente. Incluso, a la hora de desarrollar el método comparativo acerca de las diferencias de los diferentes pueblos y culturas, se observa el paralelismo con el modelo que desarrolla Kant en el epígrafe “El carácter del pueblo” de su Antropología (Kant, 2010: 253-265).

En el caso catalán, desde el siglo XIX, se ha ido construyendo un relato histórico del ser catalán, puesto al servicio del nacionalismo, que establece que desde la Edad Media, Cataluña se colonizó: se trata de una “Cataluña imaginada”, inventada y creada al margen del resto de España, con etnia, lengua, leyes, gobiernos propios sometidos, primero a Castilla, y luego a España. Es una Cataluña cuyo Estado culmina en 1714 con el triunfo de Felipe v en la Guerra de sucesión y la rendición de los “insurgentes” de Barcelona (Prat de la Riba, 1930). Este relato histórico responde evidentemente a una falsificación de la realidad histórica, ya que Cataluña nunca fue una nación ni nunca tuvo un Estado propio. Sin embargo, ello no impide que esta manipulación del valor de la realidad de la historia concluya en la pérdida de valor de la falsificación, ya que “si satisface los criterios de clasificación de una buena ficción, sobrevivirá como tal; la expresión de esto sería el conocido proverbio italiano: se non évero è ben trovato” (Heller, 2005: 58-59 ), es decir, mientras se crea que una falsificación es real, se considerará como verdad. Sin embargo, la historia real desmiente que en Cataluña y el País Vasco hayan tenido un ser en el sentido heideggeriano, es decir, de comunidad histórica del pueblo (Volk) en su Estado (étnico) por mucho que su autoctonía escarbe en las reliquias del pasado.

A modo de conclusión

En un mundo que se ha ido asentando en los cimientos del pragmatismo, la función de la historia muchas veces ha estado relegada a un papel secundario dentro de nuestra sociedad, sin valorar los recursos que aporta al conocimiento y a las ciencias. Esta subsidiariedad de la historia ha incitado precisamente a muchas ideologías a su manipulación con pocos miramientos y menos escrúpulos. Hemos asistido través del decurso de este texto a cómo la historia ha sido uno de los instrumentos recurrentes y un baluarte que emplean las identidades para legitimarse.

En este sentido, las ideologías identitarias y nacionalistas desde el siglo XIX procuran desenterrar las reliquias del pasado y adecúan la historia a intereses identitarios y la elaboración falsaria partiendo de comunidades imaginadas para acondicionarla a unas circunstancias o un contexto político dado. En estos contextos -como el que hemos presentado sobre Cataluña y el País Vasco- la historia es falsificada para crear unas condiciones ideológico-culturales, imponer una identidad unidireccional que sirva para conservar ciertas relaciones de poder y dominación. En este sentido, se produce una ideologización de la historia, de tal manera que supone un utillaje fabuloso con el convertir la mentira en verdad. Desde el discurso del nacionalismo se nos ha contado una historia que no sucedió amparada en narrativas de lo catalán o lo vasco como si fuera algo metafísico. Esto, sin duda, es el opuesto a la historia real que se puede comprobar en hechos y datos objetivos. Es esta manera de conformar la realidad en la que se significa una totalidad por encima de la consideración de la existencia de las partes.

Esta entendida totalidad exhibe la defensa de la etnia, las culturas únicas e irrepetibles y dentro de ella se elabora un pensamiento uniforme e incontestable en virtud de la “pureza” y autenticidad del ser, su ser; esta forma de entender la identidad cultural, imbuida de un carácter fuertemente comunitario que restringe la libertad individual, supone el paradigma de una metafísica racial del ser. Qué diferencia de lo que en realidad representa la historia, que como disciplina científica, trata de ser un estudio del hombre en sociedad en su igualdad y diferencia porque, como explica Hannah Arendt (1993) , “la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos” (Arendt, 1993: 200).

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Sobre el autor

1En el artículo segundo dice: “La constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas” (Constitución Española, 2000: 27) y en un artículo posterior, el 138.2 se señala que “las diferencias entre los estatutos de las distintas comunidades autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales” (Constitución Española, 2000: 105); este último artículo sistemá ticamente se incumple desde el momento en que se reconoce el hecho diferencial, por ejemplo, de las comunidades vasca y catalana por ser consideradas bajo el oscuro concepto de nacionalidades históricas.

2De especial consideración y necesaria de tener en cuenta son las distinciones que Bueno (2019) lleva a cabo acerca de la Idea de Nación entre nación biológica, nación etnológica (también la llama étnica) y nación política (Bueno, 2019: 90 y ss.)

3Retomamos con este concepto la noción de Gustavo Bueno (2016) para quien la idea homóloga a la idea de cultura moderna u objetiva es la idea de la gracia, del reino de la gracia, que fue la gran revolución del cristianismo, ya que constituye un reino sobreañadido a la naturaleza, dado que la “gracia” tiene un carácter sobrenatural; ésta, que exhalaba el espíritu de Dios sobre los hombres, se eclipsa cuando, a partir de la Ilustración, el espíritu que comienza a soplar sobre los hombres será el del pueblo, lo que los alemanes llaman Volkgeist, es decir, este nuevo espíritu se exhibe en la cultura de los pueblos, que es la base que organiza toda la vida política; surge así el reino de la cultura. Sin embargo, cuando se pone en relación el reino de la cultura con la idea de naturaleza, Gustavo Bueno encuentra que se apertura la disyuntiva de concebir la cultura, o bien como una creación dentro de la naturaleza, o como un proceso inmerso desde el principio hasta el fin en los procesos del mundo natural. De tal manera, la primera alternativa representaría el espiritualismo de la cultura, mientras que define a la segunda como un materialismo de la cultura. Si se sustituye el espiritualismo por el idealismo, la conclusión se acerca al planteamiento de Fichte (Bueno, 2016: p.114).

4Aquí habría que hacer la distinción —gentilmente sugerida por José Arturo Herrera Melo— en los diversos tipos de educación que se pueden dar en la enseñanza: educación tecnológica y científica, educación religiosa, educación artística y educación ciudadana. Esta última es a la que nos estamos refiriendo nosotros, ya que es donde existe mayor facilidad para realizar manipulaciones y adoctrinamientos ideológicos, donde cobran sentido los nacionalismos. La educación ciudadana pondría el énfasis en el individuo formando parte de una comunidad política enfrentada a otras comunidades políticas.

5Desde que las comunidades autonómicas españolas recibieron por parte del Estado las competencias en educación, se comenzó a elaborar, desde las que se consideraron “nacionalidades históricas”, currículas en las que se recurrirá a ahormar una identidad ad hoc para construir conciencias nacionales impostadas. La currícula de los cursos de historia en Cataluña y el País Vasco es paradigmática, ya que se escarbaba en el pasado para subrayar lo que les diferenciaba y enfrentaba al resto de España, como se destaca en un informe publicado por la Real Academia de la Historia (2000). En este informe con respecto al País Vasco, por ejemplo, se señala que “a los centros de enseñanza media del País Vasco, asisten alumnos formados en las ikastolas, en las que la historia que se enseña es de contenido parcial y tendencioso, inspirado en ideas nacionalistas favorecedoras del racismo y de la exclusión de cuanto signifiquen lazos comunes” (RAH, 2020).

6En el texto de 1892 “Cuatro glorias patrias. Bizkaya por su independencia” escribe Sabino Arana: “Esta pequeña nación euskelduna abarcaba en aquellos tiempos (888) más extensión de la que actualmente le corresponde: por el poniente se extendía tal vez hasta lo que hoy es Castro-Urdiales y valle de Mena inclusive, por el oriente le pertenecía toda la región bañada por el río Deba, y por el mediodía los valles de Aramayona y Ayala. Mas dentro de este territorio se encerraban un estado y una confederación de repúblicas, a saber, el Señorío de Durango y la agrupación pobtica de las demás anteiglesias y valles, independientes e iguales entre sí y que formaban confederaciones menores, origen de las que después se llamaron merindades y gobernadas por asambleas generales” (Arana, 1978: 12).

7La historiografía franquista da un giro sustancial con respecto a la historiografía anterior del siglo XIX y principios del XX al enfoque de la historia: después de la victoria de Franco en la Guerra Civil española, el perfil del concepto de cultura se yuxtapone al de civilización de las épocas anteriores. Destaca Fox (1998) cómo durante la segunda mitad del siglo XIX la preocupación de la historiografía nacionalista se centró en el problema de la unificación del Estado-nación (Fox, 1998: 40-41), problema que “resolvió” de un plumazo el nacionalcatolicismo de Franco construyendo el Reino de la Cultura español con los Reyes Católicos. Sobre la enseñanza de la historia en el bachillero en las primeras décadas franquistas es indispensable el estudio realizado por Esther Martínez (1996).

8 Martin Heidegger (1994) también seguía esta línea, al cuestionarse ¿qué pasaría si la falta de suelo natal del hombre consistiera en que el hombre no considera aún la propia penuria del morar como la penuria? Y responde: “Sin embargo, así que el hombre considera la falta de suelo natal, ya no hay más miseria. Aquella es, pensándolo bien y teniéndolo bien en cuenta, la única exhortación que llama a los mortales al habitar” (Heidegger, 1994: 142).

9[Llevamos ya 298 años aguantado lo que ningún pueblo civilizado del mundo ha aguantado nunca. Pasan los años, y las décadas, y los siglos, y España sigue ejerciendo sobre nosotros el derecho de conquista talmente Felipe V —“el peor enemigo de Cataluña”, definió Joan Coromines— proclamó. Nos trata como lo que somos, los derrotados de una guerra, y todavía hay quien se sorprende de ellos; nos veja en lo más profundo de nuestra alma, y todavía hay quien le sonríe y le apoya; nos humilla con el desprecio más descarnado, y todavía hay quien pide que lo haga con más dureza (…) Sabemos que no se trata sólo de despegar una bandera y una pancarta, sino que debemos compartir un espíritu, unos valores y un relato, y una red consistente en la sociedad civil (…) Si somos catalanes es que no podemos ser otra cosa, si somos unos más que forman la patria catalana es que no podemos ser parte de otra. Ante la patria toca elegir: tierra, bandera, lengua, historia, formas de vida, humor. Patria es un estado de espíritu y una determinada forma de ser parte del mundo.]

10Por esencial se debe entender lo que define Heller (2005: 58) como “el meollo de la cuestión” (die Sache selbst), es decir, los fenómenos históricos nodales del proceso.

11Desde la construcción de los estados modernos en el siglo XIX, estos procesos han sido reiterativos y con muchos paralelismos entre sí que se derivan de las constituciones colectivas nacionales y que van en función de los intereses propios de estas configuraciones. Este proceso está explicado de manera magistral por Eric Hobsbawm (1998).

12La Generalitat de Cataluña, máximo órgano de gobierno de la región catalana, subvenciona el revisionismo histórico y la falsificación de la historia a través de este tipo de instituciones que promocionan la pseudohistoria (Burgen, 2020).

13Para el nacionalismo es fundamental la lengua en la construcción de la identidad, ya que la lengua, en el sentido herderiano, es ante todo el espíritu del pueblo, la “casa del ser”, como diría Martin Heidegger. En este sentido, el espíritu no tendría un carácter universal, como pensaban Platón o Aristóteles, sino una especie de entidad interpretada en el sueño que cada pueblo tiene de él. La lengua es fundamental para dar cohesión al colectivo ya que crea comunidad, como señala Anderson (2016), porque se construye para dar estabilidad a la identidad y, finalmente, porque la necesidad de la elite política la convierte en un mecanismo positivo al darle carácter de oficialidad a través de la enseñanza pública y los medios administrativos. Un ejemplo que se puede poner de esto es la creación en 1981 de la Crida a la Solidaritat “en defensa de la lengua, de la cultura y de la nación catalanas” impulsada por Felip Solé i Sabarís y por el teólogo y activista catalanista Aureli Argemí i Roca, al que se adhirieron un numeroso grupo de intelectuales catalanes. Sobre su origen y desaparición, consultar Calpena (1983).

14Ramón y Cajal posteriormente se refirió Robert como “clínico eminente, luchador de palabra precisa e intencionada, que andando el tiempo, debía sorprendernos a todos dirigiendo el nacionalismo catalán y proclamando urbi et orbi, un poco a la ligera (no era antropólogo ni había leído a Olóriz y Aranzadi), la tesis de la superioridad del cráneo catalán sobre el castellano; opinión desinteresada, pues además de gozar de un cráneo exiguo, aunque bien amueblado, había nacido en Méjico y ostentaba un apellido francés; en fin, al simpático Bonet, quien, gracias a su viveza y habilísima política, llegó a rector de la Universidad, a senador y hasta a barón de Bonet, etc., etc.” (Ramón y Cajal, s.f.).

15 Juaristi (1987) escribió sobre la invención de la tradición —en el sentido que señala Howbsbawm (2002)— en donde se elabora una identidad, la vasca, que se diferencia de lo español. El mito de Aitor ofreció un apropiado argumento al nacionalismo posterior de Sabino Arana que apoyara la idea de la “antilatinización” de los vascos y que justificara consecuentemente la necesidad de desepañolizarse.

16[En España (entendiendo como tal el territorio que existe al sur del Ebro, exceptuando claro está el país Valenciano) ha sido considerable aunque no definitiva la influencia de árabes y moros que se han mezclado con los autóctonos, en especial en el sur, dando un mestizaje que se reconoce por unos caracteres morfológicos externos (cabellos más oscuros y rizados y color de la piel más oscuro y que es debido a mayor poder pigmentario y no al sol), además el ángulo anterior mandibular es inferior al del catalán. Se puede considerar al español como un elemento de la raza blanca en franca evolución hacia el componente racial africano-semítico (árabe). El coeficiente de inteligencia de un español y un catalán según las estadísticas publicadas por el Ministerio de Educación y Ciencia español da una clara ventaja a los catalanes. La progresiva degradación racial española puede contagiarse a los catalanes debido a la fuerte inmigración, los frutos se pueden ver si observamos la diferencia caracterológica entre el hombre del campo, no contaminado por el linaje español, y el de las ciudades. El carácter trabajador y europeo del catalán es un factor anímico bien contrario al gandul y pro-africano español.” Por todo esto tenemos que considerar que la configuración racial catalana es más puramente blanca que la española y por tanto el catalán es superior al español en el aspecto racial.]

17[Pues esta gran fuerza de la monarquía estaba también en contra de Cataluña. Por procedencia del linaje en el que el poder real radicaba, por la tendencia natural de todos los poderes fuertes a abusar de su fuerza, por la resistencia de Cataluña a las invasiones de la monarquía absoluta y su adhesión a las libertades populares, por la nacionalidad de las familias que estaba cercada y de los agentes y funcionarios que principalmente y casi exclusivamente se servía, la monarquía fue en España un gran factor de anulación de Cataluña […] Cuando Felipe II hizo de Madrid la Corte de España, virtualmente va a ser consumada la sujeción de Cataluña al pensamiento y la dirección del pueblo castellano: larga va a ser la resistencia, pero desde entonces la invasión ha seguido fatalmente, y aún hoy continúa en el seno de nuestra patria renaciendo.]

Recibido: 12 de Junio de 2020; Aprobado: 18 de Octubre de 2021

Jesús Turiso Sebastián es doctor en Historia por la Universidad de Valladolid (España). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Investigador de tiempo completo en el Instituto de Filosofía y académico de la Facultad de Historia de la Universidad Veracruzana (México). Sus líneas de investigación son: historia de las ideas y las mentalidades hispano-americanas; emigración y mentalidades en México siglos XVI-XX. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: El ser genuflexo como condición posmoderna. Cultura, identidad y mentalidades (2018) Xalapa: Universidad Veracruzana; “Del mito de la cultura al mito de la raza” (2022) Stoa, 25; Filosofía disidente de lo mexicano (2022) Xalapa: Universidad Veracruzana.

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