Cincuenta años atrás, el mundo fue sacudido por la aparición de movimientos estudiantiles. Éstos fueron antecedidos por las protestas surgidas en 1966 en la Universidad Libre de Berlín, que exigían la democratización de la estructura jerárquica de la universidad, la flexibilización de los procesos de aprendizaje y el fin del autoritarismo en la educación, gatillados también por la protesta de los estudiantes de la Universidad de Nanterre, en Francia, ante la prohibición de que los estudiantes varones entraran en las habitaciones de las chicas, lo que representó la más importante, masiva y extendida movilización social de la segunda mitad del siglo XX.
Si bien la efervescencia de dichas revueltas tuvo su epicentro en París durante el mes de mayo de 1968, las protestas juveniles se extendieron como reguero de pólvora a las calles de Estados Unidos, Italia, España, Checoeslovaquia, Polonia y México, entre otros países, ligadas por un factor común: la profunda crítica al statu quo y la rebelión frente a formas cristalizadas y asfixiantes de autoritarismo -fuesen del capitalismo o las del entonces vigente bloque socialista-, aunque respondían también a problemas y procesos internos de cada país. Así, por ejemplo, en Europa occidental, las revueltas juveniles enfilaron sus dardos contra el capitalismo y la sociedad de consumo; sumado a ello, en Estados Unidos las protestas se dirigieron también contra la segregación racial y la guerra de Vietnam; en Checoslovaquia y Polonia, las revueltas juveniles representaron un esfuerzo por aflojar la camisa de fuerza impuesta por el Partido Comunista, bajo la égida del régimen soviético; en España, las protestas fueron un intento de las nuevas generaciones por clausurar la guerra civil y poner fin al franquismo y, en México, por alcanzar mayores libertades políticas en un país que se había modernizado, pero cuya estructura política era aún profundamente autoritaria.
Casi todas las movilizaciones del 68 tuvieron su punto de partida en las universidades, lideradas por un grupo social hasta entonces ausente de la escena pública: los jóvenes, muchos de los cuales formaban parte de la primera generación familiar que, por efecto de la expansión educativa de la posguerra, llegaban a la educación superior. Las rebeliones estudiantiles sorprendieron a las sociedades en las que estallaron, al menos en los países occidentales, en los cuales el capitalismo experimentaba décadas de expansión sostenida, el Estado de bienestar garantizaba la democracia y el bienestar, la educación se ampliaba y el futuro aparecía como promisorio.
Sin embargo, las movilizaciones estudiantiles no surgieron de la nada. Ya desde principios de la década de 1960 soplaban vientos de cambio: el impacto de la generación beat y la contracultura, la guerra de Argelia, los nuevos movimientos en pro de los derechos civiles, las protestas contra la guerra de Vietnam, el Concilio Vaticano Segundo convocado por el Papa Juan XXIII para sacar a la Iglesia de su estancamiento, las nuevas expresiones artísticas reflejadas, por ejemplo, en la música y que tuvieron un gran impacto en la cultura popular, la aparición de la píldora anticonceptiva y la lucha por la liberación sexual, el movimiento hippie, la revolución cubana que alentó en América Latina la formación de movimientos políticos armados, entre otras manifestaciones.
1968 tradujo ese “espíritu de los tiempos”, en una revolución cultural, libertaria y antiautoritaria en la que los jóvenes, convertidos en un nuevo sujeto histórico al margen de los actores políticos tradicionales -como ya lo había teorizado Herbert Marcuse- e imbuidos de un impulso contestatario y lúdico y de un vértigo de transgresión, pusieron en tela de juicio a la familia, al Estado, la escuela, los partidos políticos, la empresa, los sindicatos, etc., y pugnaron no sólo por transformar a la sociedad (en el sentido marxista clásico), sino también por cambiar la forma de vivir en el mundo.
El torbellino desatado en 1968, que comenzó como una protesta estudiantil, se filtró y permeó todos los ámbitos de la vida social y cultural, sacudió las relaciones entre hombres y mujeres, transformó la familia y la enseñanza, rompió con los valores patriarcales, modificó las formas de ser, de hablar y de amar, reivindicó el valor de la sexualidad, alentó la conquista de nuevos espacios para la mujer, legitimó la conciencia de los derechos civiles y los derechos de las minorías sexuales, religiosas o étnicas (hasta entonces ausentes de la agenda del movimiento obrero y la izquierda tradicional), expandió los márgenes de la libertad personal y permitió la manifestación de nuevas subjetividades y nuevas maneras de imaginar el porvenir.
Sin embargo, aunque las movilizaciones estudiantiles crearon el espejismo de que se podían remover los cimientos del poder y hacer estallar el orden reinante, las revueltas juveniles fracasaron políticamente, aunque sus conquistas culturales han perdurado en el tiempo. 1968 tuvo un final distinto al que soñaron los jóvenes en ese año mágico. En las elecciones legislativas francesas de fines de junio de 1968, la derecha arrasó. En agosto de ese mismo año, los tanques soviéticos entraron en Praga. En octubre, se produjo en México la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco y, en noviembre, Richard Nixon ganaba las elecciones presidenciales estadounidenses. En 1973 estalló la crisis del petróleo y comenzaron lo que serían frecuentes crisis económicas, en tanto que, a fines de esa década, se desató la violencia política en Italia y en Alemania, con grupos terroristas como las Brigadas Rojas y Baader-Meinhof.
Por otra parte, paulatinamente algunos de los elementos del ideario de los jóvenes estudiantes del 68 (libertad sexual, autonomía del individuo, hedonismo, entre otros) fueron fácilmente asimilados por el capitalismo e insertados en la esfera del consumo masivo, mismo que se convertía en el anhelo de una sociedad cada vez más renuente a cambios profundos. Al mismo tiempo, la generación del 68 ponía fin a sus sueños revolucionarios, integrándose a instituciones académicas, medios de comunicación, el periodismo y, ciertamente, también a la política.
A cincuenta años y en el vértigo de las conmemoraciones que evidencian que todavía no se ha pasado página en relación con lo que significó el año de 1968, son muchas las preguntas que surgen: para las nuevas generaciones que crecieron en un entorno totalmente diferente (globalización, Internet, redes sociales, precarización del trabajo, desterritorialización física y cultural, migraciones, xenofobia, etc.), ¿la fecha mítica de 1968 significa algo? ¿Para estas generaciones el 68 es una fecha tan distante en el tiempo como lo pudo haber sido 1914 para los estudiantes que vivieron la magia de las barricadas y los anfiteatros universitarios colmados de debates e imaginación? ¿Es 1968 una fecha todavía presente para quienes viven un presente en el que los márgenes para cuestionar la realidad y transformar la vida son mucho más limitados? ¿Cómo nos interpelan hoy los acontecimientos del 68? ¿Cómo pensar 1968 desde un presente marcado por el escepticismo y en el que se han desvanecido las utopías y la confianza en el futuro? ¿Existe alguna conexión entre las revueltas de entonces y los movimientos sociales de hoy? ¿Están inventando los jóvenes de hoy nuevas formas de rebelión?
Ciertamente, a lo largo de cincuenta años los acontecimientos sucedidos en 1968 han generado una nutrida bibliografía: testimonios, memorias, narraciones de los hechos, creación literaria, análisis comparativos, interpretaciones y aproximaciones críticas que abarcan los más diversos puntos de vista. A todo ello se han agregado este año numerosos títulos orientados a analizar la trascendencia que tuvo el movimiento estudiantil no sólo en Francia, sino en el mundo entero.
El libro de Joaquín Estefanía, escritor y periodista español, es uno de aquellos que analizan los fenómenos sociales, culturales y políticos derivados de mayo del 68. Estefanía traza el recorrido histórico de las grandes movilizaciones sociales protagonizadas fundamentalmente por jóvenes, durante el último medio siglo (la de 1968 en París, Praga y México; la del movimiento antiglobalización que, surgido en 1999, encontró su epicentro en Seattle, en 2001, y el de los “indignados”, estallado en Madrid y Nueva York en 2011), y plantea como tesis fundamental que a cada uno de ellos le siguió, como juego de espejos, una oleada reaccionaria y conservadora. En sus palabras:
A cada Mayo del 68 le ha sucedido un Mayo del 68 en sentido inverso; a cada avance progresista, una revolución conservadora; a la formación de una izquierda alternativa, la creación de una derecha neo(conservadora); a cada paso socialdemócrata, una oposición neoliberal (p. 9).
En esta línea, el libro rastrea y examina el movimiento pendular entre estas fuerzas sociales y políticas, contrastando de forma detallada cada movimiento de propuestas alternativas con su reacción conservadora, enfatizando avances y retrocesos, fundamentalmente en términos del logro de derechos políticos y sociales. Así, por ejemplo, señala Estefanía, el movimiento del 68 alcanzó grandes victorias, como el “feminismo, ecologismo, teoría de la liberación, igualdad de género, pacifismo, anti-imperialismo, y las distintas heterodoxias del marxismo” (p. 78), en el marco del éxito del paradigma keynesiano y en un momento de enorme desarrollo capitalista; sin embargo, a su entusiasmo libertario le siguió en la década de 1980 la revolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que desreguló la economía, reivindicó la no intervención del Estado en la economía, privilegió lo individual sobre lo colectivo y lo privado sobre lo público, al tiempo que la globalización, sustentada en la revolución científico-tecnológica, minimizaba el alcance las políticas nacionales, alejaba a la ciudadanía de la toma de decisiones, y debilitaba a la democracia.
Como reacción a estas políticas, afirma Estefanía, el segundo gran hito en los movimientos sociales se dio en la segunda mitad del siglo XX: la movilización internacional de los globalifóbicos -formada en su mayoría por jóvenes, pero que incluyó también a organizaciones no gubernamentales, ecologistas, sindicalistas, anarquistas, ciberactivistas, mujeres y homosexuales-, que alcanzó en Seattle, en 2001, durante la asamblea de la Organización Mundial del Comercio, su punto de ebullición y que se convirtió en un símbolo del movimiento de resistencia a una globalización neoliberal que rompía redes de solidaridad social y generaba mayor exclusión.
A este movimiento correspondió como reacción, continúa señalando Estefanía, el pensamiento neo-conservador de George W. Bush en el marco de la guerra contra Irak, la lucha contra el terrorismo y la crisis económica de 2008 que, paradójicamente, obligó al Estado a rescatar con dinero público a los grandes bancos y empresas privadas para evitar el colapso del sistema. El movimiento de los “indignados” surge entonces, asevera Estefanía, como la reacción de una población joven que exige un futuro posible en un entorno de paro, desempleo, reducción de la protección social y precarización de sus condiciones de vida.
El libro de Joaquín Estefanía destaca la persistencia de la revuelta de 1968 en los movimientos posteriores y los rasgos comunes compartidos: la centralidad de la juventud como nuevo actor político (que le he quitado protagonismo a la clase obrera), la rebelión contra la autoridad, la implementación de formas de participación que alientan las emociones colectivas, el carácter lúdico de las protestas y la crítica anticapitalista ante la desigualdad y la falta de oportunidades entre amplios sectores de la población. De igual modo, señala algunas de sus diferencias: el énfasis del movimiento globalifólico en la búsqueda de derechos económicos (algo que fue ajeno a la movilización estudiantil del 68), así como el alcance de las redes sociales para el movimiento de los “indignados”, lo cual modificó sustancialmente las formas de hacer política, al tiempo que esta movilización tuvo un carácter mucho más político en términos de plantearse tomar las instituciones y no sólo las calles.
La estimulante y sugerente lectura del libro de Joaquín Estefanía plantea, sin duda, algunas reflexiones. Si bien el autor destaca las líneas de continuidad entre el mayo del 68 y los otros movimientos sociales protagonizados en los años 2001 y 2011, cabe preguntarse si, aun reconociendo que estos dos últimos hicieron visibles sus demandas en el espacio público y que sus reivindicaciones generaron una amplia notoriedad, ¿por qué suscitaron menos interés y revuelo que el de mayo de 1968? ¿Por qué tuvieron menos impacto y se desdibujaron tan prontamente en la memoria colectiva? ¿Quizá porque el mítico Mayo del 68 fue un cambio civilizatorio que transformó la existencia? ¿Porque significó una exaltación vital que no se ha vuelto a repetir?
En 2018 los jóvenes han desaparecido de la calle y enfrentamos un panorama desolador: la presidencia de Donald Trump, la involución autoritaria en varios países europeos, los populismos de derecha e izquierda, las amenazas a muchas de las más importantes conquistas civilizatorias alcanzadas durante las últimas décadas, etc. ¿Volveremos a ver movilizaciones juveniles que crean, como soñaron los jóvenes en 1968, que todo es posible? ¿Será 1968 irrepetible en términos de la utopía? Los nuestros son tiempos oscuros y de incertidumbre. También de nostalgia. Las respuestas no son, por ahora, nítidas.