De pronto, cuando desaparece la sumisión y surge el reto abierto,
nos encontramos ante un momento raro y
peligroso en las relaciones de poder.
Introducción
Discutir sobre los diferentes movimientos que se suscitaron a finales de la década de 1960 en varias latitudes del mundo y que en 1968 alcanzaron su punto más alto y significativo constituye una tarea fundamental para dar cuenta de las configuraciones contemporáneas de los órdenes de dominación y de sus formas de realización espacial. El conflicto representó un abierto cuestionamiento de las clases populares a la racionalidad política del capital y a sus excesos como eje de sociabilidad y paradigma de vida democrática. No solamente increparon al Estado moderno capitalista y sus formas de legitimación, sino también buscaron construir una praxis política emancipatoria sustentada en la posibilidad de los sectores medios y populares de descolocarse del lugar asignado por el orden hegemónico, es decir, de construirse subjetivamente desde su propia concepción de dignidad.
Los movimientos del 68 evidenciaron el carácter intrínsecamente enajenante del capital y su necesidad fundamental de la agencia de las distintas dimensiones de la violencia (estructural, simbólica y directa) para mantenerse vigente y reproducirse. Por momentos, los diferentes 68, con sus propias especificidades históricas y geográficas, lograron develar las formas de coerción de clase, en las cuales se sostenía y reelaboraba la legitimidad de los estados; sin embargo, los 68 también significaron un aprendizaje para las clases dominantes, mismas que no sólo reprimieron y desarticularon las movilizaciones, sino que avanzaron y desarrollaron modos más intensos y extensos de control material y simbólico.
Hubo una reacción de clase, con distintos grados de brutalidad, que desarrolló estrategias de gubernamentalidad1 no sólo para vigilar y disciplinar posibles disrupciones, sino para sujetar a los individuos a nuevas formas de producción de subjetividad subordinada. De esta manera, los 68 no pueden tener una sola lectura; representan momentos cruciales tanto para las prácticas y representaciones políticas de los subalternos, como para el desarrollo de dispositivos y técnicas de regulación por parte de las élites de poder. Pero, al mismo tiempo, los 68 representan una revolución mundial, una sola, compuesta de diversas facetas, con confrontaciones estratégicas diferenciadas, que únicamente cobran un sentido verdaderamente revolucionario cuando se les observa en la totalidad.
Bajo dicha ecuación de confrontación de clases, nos interesa examinar el carácter estratégico de la espacialidad social como dispositivo de dominación productiva y reproductiva, que, en nuestra consideración, se caracteriza por la normalización de formas de violencia estructural concretizadas en procesos de militarización y seguritización.
La tesis principal que planteamos es que, frente a la crisis de orden político y de legitimación que representaron los movimientos del 68, la respuesta de las élites se realizó mediante la instrumentalización de los espacios y, dentro de ellos, los espacios urbanos como dispositivos de control, regulación y dominación; es decir, se operó una solución espacio-temporal basada en el anclaje territorial de la militarización y la seguritización como proceso constitutivo de la vida cotidiana.
Este ejercicio reflexivo implica recuperar el potencial analítico de la espacialidad social como clave epistemológica para la comprensión de la dominación y sus momentos disruptivos. En esta dirección, el texto se divide en cuatro apartados. En el primero planteamos aspectos mínimos generales sobre el espacio como un recurso estratégico en la reproducción social y, por lo tanto, como forma de realización del poder. En el segundo desarrollamos una aproximación básica a los 68 como cuestionamiento a los excesos políticos de la modernidad, lo cual nos permite orientar, en el tercer apartado, la reflexión sobre la espacialidad de la dominación hacia el 68 mexicano y, en el cuarto, sobre la producción estratégica de espacio mundial en el capitalismo tardío y la función de la militarización y la seguritización como estrategias de producción de una espacialidad dominante en las diversas escalas del espacio social.
La espacialidad dominante
El espacio es un bien estratégico en la realización de cualquier proyecto político-social, por lo que se encuentra en constante disputa, pero no sólo para su uso y disfrute, sino fundamentalmente como un recurso que estructura y regula la forma como vivimos a través de la reproducción de tramas materiales y simbólicas que signan nuestras prácticas cotidianas y la manera como las significamos. Podemos decir que la espacialidad es una mediación que desdobla y resuelve las tensiones y conflictos entre distintas lógicas de organizar la vida social.
El espacio es un producto objetivado de las relaciones sociales y es simbolizado y representado intersubjetivamente, condicionando las circunstancias y modos de reproducción de las relaciones sociales. De esta manera:
[… ] en la producción del espacio hay algo más, un lado estratégico y político de vital importancia. La producción de espacio no es una producción cualquiera, añade algo decisivo a la producción, puesto que también es reproducción de las relaciones de producción (Lefebvre, 1976: 231-232).
El espacio, por lo tanto, es político e ideológico (Oslender, 2002) y como tal es instrumentalizado como medio de subordinación; fija en un complejo entramado material y simbólico las jerarquías de clase para su amplificación y profundización, constituyéndose así como el locus de la dominación. Por esta razón, el control de la producción de espacio y de las significaciones de su experiencia representa un dispositivo de poder en tanto conjunto de disposiciones materiales, anclajes institucionales, procedimientos y formas de subjetivación que regulan a los sujetos y sus acciones (Foucault, 2006).
Lo que nos interesa resaltar, en un primer momento, es que la ciudad, como concreción de la praxis espacial, representa el anclaje de las estrategias tanto de acumulación como de regulación social, por lo que las transformaciones en sus formas y funciones, así como en sus representaciones espaciales (la propia geografía desigual de la ciudad), implican la instrumentalización de técnicas de poder donde se combinan modos de vigilancia, disciplina y regulación de los sujetos. La cotidianidad en la ciudad es un conjunto de ritmos espacio-temporales que subordinan los procesos de sociabilización en torno de los intereses de lógica de producción (Lefebvre, 1984) y de las necesidades de legitimar un proyecto específico de dominación. Alessandri lo menciona de la siguiente manera:
El lugar es construido como condición para la producción y para la vida, y al ser construidas, estas condiciones producen un espacio jerarquizado, diferenciado, dividido, contradictorio que se consubstancia como un modo de vida dado, como formas de relacionamiento, como ritmos cotidianos, como ideología, religión y, fundamentalmente como modo de lucha. (Alessandri, 2008: 170).
La ciudad significa la práctica material espacial, la representación del espacio y el espacio de representación2 privilegiado en la organización del sistema, significa el topos de realización de la modernidad capitalista en su versión americanizada, de tal manera que sus discontinuidades, segmentaciones y diferenciaciones no deben ser consideradas únicamente como una expresión, sino como una condicionante de la lógica capitalista. La ciudad es la fijación espacial del poder de clase como proyecto político de ordenación social.
La dominación al territorializarse reproduce la espacialidad de la ciudad por medio de la materialización de los universos simbólicos de las élites, con la finalidad de regular los modos de sociabilización, jerarquizando y delimitando las capacidades de creación y transformación de las diversas clases. De acuerdo con Harvey (2004), la historia evidencia que las élites capitalistas han basado su éxito y viabilidad en su capacidad de producir espacio y dominar a través de este proceso continuo. Sin embargo, siempre hay fisuras, resistencias y luchas que también se realizan espacialmente, tomando por asalto a la propia ciudad o a fragmentos de ella. Frente a las geografías del poder se erigen contra-topografías que buscan pensar, practicar y significar de forma diferente a las tramas espacio-temporales.
Es importante señalar que no pensamos el espacio urbano como un simple resultado o un reflejo de los procesos sociales; más bien, lo estamos trazando como una mediación estratégica y, por tanto, coincidimos con Garnier (2006) en que es una fantasía pensar que se puede transformar la vida cotidiana sólo planeando cambios materiales en la ciudad, como si éstos fueran independientes de los órdenes simbólicos que orientan las prácticas sociales. Al respecto, Garnier agrega que:
[… ] desde esta perspectiva la [exclusión], la marginalización, la desaparición de la solidaridad y la pérdida de sentido de comunidad no serían más que la consecuencia de la metropolización, de la periurbanización, de la fragmentación espacial de la producción, de la zonificación monofuncional, de la dispersión de las zonas residenciales (Garnier, 2006): 95).
De esta manera, las transformaciones en la estructura urbana no son inocentes modificaciones de las tramas materiales de una ciudad; son instrumentos fundamentales de regulación de la dominación, que establecen las prácticas materiales y los órdenes simbólicos de los sujetos.
Harvey (2004) explica que uno de los procesos más importantes son las soluciones espacio-temporales a las crisis de sobreacumulación3 (que, en términos estrictos, más que una solución es un aplazamiento de las crisis derivadas por las propias contradicciones internas de la lógica de reproducción del capital), mediante las cuales el capital realiza su actividad revolucionaria de “destrucción creativa” y fija en el espacio nuevas condiciones de reproducción. Este proceso ha sido ampliamente discutido en sus implicaciones sobre formas, nuevas o renovadas, de acumulación por despojo, de acumulación ampliada y de generación de condiciones diferenciales de renta; sin embargo, consideramos que también puede ser planteado y desarrollado en términos de gubernamentalidad, es decir, como la fijación espacial de una serie de mecanismos y representaciones que reconfiguran el poder de clase y renuevan las técnicas de regulación y control social, aspectos que se generan para hacer frente e intentar destruir, o al menos contener, disrupciones y rupturas en el entramado establecido y normalizado de la dominación, y que ello no solamente acontece en la escala urbana, sino en realidad en todas las escalas del espacio social, como argumentaremos más adelante.
Las crisis del capital son también de legitimación y, por lo tanto, de regulación política; son cuestionamientos a su proyecto de dominación. Se trata de momentos en los cuales la praxis política de los subalternos desborda los espacios de la infrapolítica4 para confrontar directa y visiblemente con las formas y discursos de la dominación, haciendo evidente que no existe un sistema estable de regulación y control, por más que los discursos políticos de la hegemonía así lo señalen. De esta forma, al igual que hay una reacción y una reestructuración del modo de acumulación, el proyecto de dominación también requiere de redibujarse y transformarse para reafirmar su vigencia, necesita vaciar de contenido y, por lo tanto, de referencias significativas al discurso y la acción política de los subalternos.
Lo anterior implica que en el discurso público (el de la dominación) se adjetiven los principios del discurso oculto (el de los subalternos) como perniciosos y contrarios al bien común (Scott, 2000), reafirmando el interés de clase como eje de integración de la comunidad imaginada y corporalizando al subalterno como el otro/peligroso o el otro/enemigo para el control y erradicación de su palabra y de su cuerpo. Pero la reacción y el arreglo de clase también pueden intentarse mediante la resignificación de las demandas, incorporando al discurso las palabras, pero reconfigurándolas como medios de amortiguamiento que le den continuidad a la dominación.
Como toda disputa política, el alcance y los impactos de las disrupciones de los subalternos, así como la forma y eficacia de las reacciones y revanchas de las élites están condicionadas por los procesos histórico-espaciales que moldean cada coyuntura específica; sin embargo, sí podemos establecer como principio de reflexión que nuestras realidades cotidianas son, en parte, el resultado dinámico y nunca acabado de dichas disrupciones y sus respuestas.
Los movimientos del 68: aspectos generales
Imannuel Wallerstein ha definido a 1968 como una revolución mundial, la segunda de gran envergadura desde 1848 en el sistema-mundo moderno. Como aquélla, la del 68 representó un rotundo fracaso, pero, como su antecesora, sentó las bases para grandes transformaciones en las dinámicas sociales en escala mundial. Si a mediados del siglo xix se gestaron corrientes y movimientos antisistémicos que buscaban transformar el acomodamiento progresivo entre conservadores, liberales y radicales (Wallerstein, 2010), para la segunda mitad del siglo XX la gran revolución del 68 conjuraba una suerte de descontento de larga data con respecto a dichos movimientos y corrientes, para entonces bastante instrumentalizadas en la propia forma del sistema mundial en una suerte de transformismo (Gramsci, 2000), así como una protesta generalizada en torno a la configuración del sistema-mundo, la confrontación bipolar, la consolidación de una modernidad en sentido y forma represivas, acompañada de unas capacidades técnico-científicas que, en lugar de procurar el potencial y la emancipación humanas, se habían consolidado en la forma por excelencia de la negación de la libertad y en el obstáculo para la trascendencia de la realidad imperante (Marcuse, 2000; Echeverría, 1998).
La Revolución de 1968 cuestionó las verdades [y las praxis] liberales, en todas sus manifestaciones. Cuestionó, por encima de todo, la creencia de que el Estado era un árbitro racional de la voluntad colectiva deliberada. Los revolucionarios de 1968 no sólo desafiaron a quienes ostentaban el poder en los “aparatos ideológicos” del Estado, sino también a todos los movimientos antisistémicos clásicos, precisamente porque […] ya habían alcanzado el poder, y estaban utilizando para sus propios fines el mito del Estado como árbitro racional (o encarnación) de la voluntad colectiva deliberada. Reducir el Estado al papel de un mero “actor” político entre otros muchos se convirtió en el objetivo implícito de los “nuevos” movimientos antisistémicos. Se deducía de ello que la estrategia histórica de la “vieja izquierda” -la obtención del poder del Estado- ya no se consideraba la estrategia crucial para la transformación de la sociedad; de hecho, para muchos, estaba totalmente contraindicado (Wallerstein, 2007: 22).
Como el mismo Wallerstein ha afirmado, al 68 hay que observarlo en su dimensión y trascendencia mundial, no solamente en sus manifestaciones particulares. “La revolución de 1968 fue una revolución; una única revolución” (Wallerstein, 1989: 431). Ésta se produjo y se extendió por alrededor de tres años por todo el mundo y cuestionó formas similares de sociabilidad imperante, pero con demandas precisas de acuerdo con cada contexto. En ello estriba su complejidad y su riqueza, como también sus carencias y debilidades.
No queremos afirmar que los distintos 68 no posean su especificidad y que no tengan una trascendencia toral en las escalas de lo estatal/nacional e incluso de la vida cotidiana; lo que afirmamos es que la propia trascendencia del 68 cobra un sentido revolucionario únicamente cuando se observa en la escala mundial, cuando el 68 mexicano, el Mayo francés, la Primavera de Praga y las movilizaciones en Chicago y en tantas otras partes del mundo se transforman en expresiones concretas de la configuración de una crisis en el sistema mundial, tanto como en manifestaciones de hartazgo a las formas específicas de regulación de la vida, de negación de la libertad y determinación de la normalidad.
En sus múltiples manifestaciones, el 68 contiene numerosos ejes de protesta y las resistencias que se gestan giran en torno a ellos, en mayor o menor medida dependiendo del contexto en donde se producen:
Contra la hegemonía estadounidense, el americanismo (Gramsci, 2000) como forma hegemónica de socialización -extendida junto con el modelo de sociedad industrial entonces vigente- y la modernidad americana (Echeverría, 2011b), que para entonces se encuentra ya bastante consolidada en una gran parte del mundo;
El descontento, desconfianza y desilusión con la llamada “vieja izquierda” y, por lo tanto, también con la Unión Soviética y el socialismo realmente existente, que se muestran o bien como vías reformistas o como nuevas formas opresivas no muy alejadas de la modernidad imperante en Occidente (Marcuse, 2000);
Una percepción generalizada sobre la forma represiva y contraria a la libertad y a la posibilidad del surgimiento del sujeto libre y emancipado (Echeverría, 1998), manifiesta en la forma realmente existente de modernidad imperante (Echeverría, 2011a), no importando si ésta es de cuño capitalista o pretendidamente socialista;
La necesidad de rebelión frente a las formas de regulación biopolítica, de normalización y disciplinamiento social e individual, en la gubernamentalidad moderna inaugurada desde el siglo XIX (Foucault, 2008), pero que cobra en la racionalidad técnica y productivista una lógica unidimensional de cierre del universo político y su reducción a una sola forma de realidad (Marcuse, 2000);
Un rechazo a la violencia que se presenta en otras partes -llámese la zona colonial o neo-colonial del sistema mundial- con una racionalidad (irracional) de negación absoluta de la existencia de ciertas formas culturales y de vidas reducidas al grado de supervivencia (Fanon, 2001; Agamben, 2014; Marramao, 2010) que se producen como forma diferenciada y como correlato de las realidades en los centros industriales avanzados.
Estos múltiples ejes de protesta y resistencia social, si bien, como hemos expresado, se muestran en forma diferenciada y con particularismos en cada caso, más la rápida extensión de las mismas manifestaciones por diversas partes del mundo, demostraron pronto su potencial radical, aunque no se tratara de un movimiento unificado, o quizá precisamente por ello. Como plantearan Lefebvre, Sartre, Lacan, Blanchot, Roy y otros, en una declaración a favor del Mayo del 68:
[… ] frente al sistema establecido, el movimiento estudiantil [los movimientos de protesta en general, añadimos nosotros] es [son] de una importancia capital y quizás decisiva, ya que, sin hacer promesas y, por el contrario, descartando toda afirmación prematura, opone[n] y mantiene[n] una potencia de rechazo capaz, creemos nosotros, de abrir un porvenir (citado en Marcuse, 1968).
Esa apertura de un porvenir resulta potencialmente disruptiva frente a una realidad que se cierra ante sí misma, que plantea en términos generales la imposibilidad de trascendencia, que para entonces se encuentra enmarcada en una unidimensionalidad (Marcuse, 2000) que encuentra su correlato espacial en las formas de producción desiguales y diferenciadas, generadas por el propio capitalismo histórico en su escala mundial (Smith, 2008), en un espacio unidimensional que no consigue en momento alguno borrar los espacios históricos (Lefebvre, 2013), pero que, sin duda, los subsume a su propia dinámica y los transforma en espacios y sociabilidades subalternas, secundarias, periféricas.
En términos generales, quizá una de las mayores contradicciones reveladas por el 68 sea aquella inherente a la forma democrática que, tanto en sus versiones ligadas al libre mercado como las que se autodenominan como populares, es decir, la democracia realmente existente, contiene en su seno la configuración de un gran peligro en torno a su estabilidad y su forma consolidada: el peligro de la propia vida democrática, es decir, el exceso de política en lo político. Como afirma Rancière:
[… ] el gobierno democrático se encuentra amenazado no por otra cosa más que por la vida democrática. Esta amenaza se presenta a sí misma en la forma de un perfecto doble constreñimiento [double bind]. Por una parte, la vida democrática llama a la implementación de la visión idealista del gobierno del pueblo por el pueblo. Ello implica un exceso de la actividad política que infringe los procedimientos de buena política, autoridad, pericia científica y experiencia pragmática. En este caso, la buena democracia parece requerir de la reducción de este exceso político. Sin embargo, una reducción de la acción política conlleva al empoderamiento de la “vida privada” o “búsqueda de la felicidad”, lo cual, a su vez, conduce a un incremento de las aspiraciones y demandas que trabajan para minar la autoridad política y el comportamiento cívico. Como resultado, la “buena democracia” refiere a una forma de gobierno capaz de domesticar al doble exceso del compromiso político y del comportamiento egoísta inherentes a la esencia de la vida democrática (Rancière, 2015: 55).
A partir de este planteamiento, podemos afirmar que el 68, como forma revolucionaria, cuestiona una doble contradicción. Por una parte, aquélla referente a que, lo que hasta entonces -y desde entonces- se hace llamar “gobierno democrático”, independientemente del adjetivo que le acompañe, es en realidad una forma que contraviene la propia sustancia democrática, al constituirse como negación del exceso de actividad política que infringe el orden establecido mediante la violencia y es sostenido por ella (Benjamin, 2012). Por la otra, el hecho de que, si bien, como indica Rancière, “la buena democracia” busca domesticar ese exceso político, así como el comportamiento egoísta que también aflora con ella, sin duda es el primero el que se presenta como la forma más disruptiva para el propio orden democrático, aun cuando el segundo es el que es más alentado por la propia configuración democrática real, más aún cuando la síntesis neoliberal entra en escena.
Es decir, que mientras la actividad política que se engendra en lo político, entendido como “la capacidad de decidir sobre los asuntos de la vida en sociedad, de fundar y alterar la legalidad que rige la convivencia humana, de tener a la socialidad de la vida humana como una sustancia a la que se le puede dar forma” (Echeverría, 1998: 77-78), es la que más se combate, siendo el 68 la representación máxima tanto de ese exceso político como del combate al mismo, por el contrario, el exceso egoísta no es suficientemente contenido y con el arribo del neoliberalismo demostrará ser la forma imperante de esencia de la democracia por excelencia.
El movimiento del 68 y la Ciudad de México
El movimiento de protesta de 1968 en México, si bien tiene en los estudiantes a sus participantes más visibles y protagónicos, no debe limitarse a una disputa sectorial o exclusiva de dicho grupo, ya que al igual que otros movimientos registrados en otras latitudes del mundo, se trató de un profundo cuestionamiento al orden democrático propio y necesario de la modernidad americana y sus excesos de política, que logró enunciar -aunque fuera de manera coyuntural y después brutalmente aplastada tanto corporalmente como en su significación- una contratopografía que colocaba a la dignidad de los subalternos como eje racional del discurso político a partir del cual construir otro proyecto de democracia.
Sin embargo, una de las diferencias más relevantes del 68 mexicano respecto de otras experiencias en Europa y Estados Unidos radica en que el movimiento se gesta en y frente a un Estado con un carácter más abiertamente autoritario, corporativizado y coercitivo cuya legitimación ya presentaba importantes señales de agotamiento (Echeverría, 2011b). Por lo tanto, no se trata del enfrentamiento entre dos proyectos sustantivos de democracia; tampoco es una simple (o compleja) negociación sobre los distintos posibles caminos de encauzar y dar solución a la americanización de la modernidad dentro de la formación estatal nacional. Más bien, se trata de poner un freno al tren de la historia (Benjamin, 2008) e intentar colocar las formas populares de la economía moral como herramienta política de ruptura frente al orden de dominación.
En este sentido, partimos de una lectura del 68 mexicano como una apuesta subalterna de enunciación política frente al orden de la policía, en el sentido que lo plantea Rancière (1996), como un intento de deslocalización del lugar asignado dentro del orden de dominación, lugar que es empírico y material, pero también simbólico y epistemológico. Así, el 68 mexicano es un rechazo a los discursos de legibilidad del poder y sus formas de anclaje espacial (Scott, 1996), es decir, es una confrontación a la topografía de la dominación. Lo anterior nos permite plantear a la espacialidad como ejercicio de afirmación de política y, por lo tanto, como instrumento de dominación (Smith y Katz, 2005).
En esta dirección, la policía como ordenamiento dominante de los modos de ser e interactuar (Rancière, 1996) se había realizado en la Ciudad de México a partir del modernismo funcionalista, mismo que la había reconfigurado imponiendo un patrón de desarrollo urbano acorde con las necesidades de acumulación del modelo de sustitución de importaciones (Davis, 1999). En consecuencia, el crecimiento de la urbe, la reestructuración de su infraestructura y equipamientos, así como de la distribución y organización de las actividades productivas y reproductivas en la entidad durante las décadas de 1950 y 1960 apuntaron a reafirmar el disciplinamiento de los sectores populares a la industrialización y a la legitimación del orden político vigente (Ward, 2004). La producción y regulación de la vida cotidiana citadina, tanto en sus tramas materiales como simbólicas, fue uno de los fundamentos de gubernamentalidad más importantes donde se disputaban y definían las relaciones de mando/obediencia y, por lo tanto, donde se realizaba el espacio dominante como reafirmación del poder de clase.
La Ciudad de México fue uno de los ejes básicos del proyecto nacional posrevolucionario del Estado mexicano -encarnado en el Partido Revolucionario Institucional (PRI)- y se constituyó en la punta de lanza y principal agente en la modernización del país (Davis, 1999), de tal manera que su morfología urbana y sus representaciones dominantes jugaron un papel estratégico en el anclaje y desarrollo de la modernidad en su fase americanizada (Echeverría, 2011b). La administración política, económica y social de la Ciudad de México implicó estructurar las formas y funciones espaciales de acuerdo con los requerimientos del proyecto de acumulación y su consiguiente dominación.
Durante la administración del regente Ernesto Uruchurtu (de 1952 a 1966), la Ciudad de México se modernizó, con obras de infraestructura vial y de transportes, la ampliación de equipamientos de abasto y comercio, el desarrollo de unidades habitacionales para la creciente burocracia, el impulso de urbanizaciones para los sectores obreros y el acceso a nuevos asentamientos como herramienta de control a las grandes y constantes oleadas de migraciones de todo el país hacia la capital (Ward, 2004). Es decir, se territorializó el orden de sentido y material de la policía, y el espacio de la ciudad reelaboró y reafirmó su papel como medio de control y regulación, a la vez que se enajenó la violencia estructural y dominación que dichos procesos implicaban.
Estos espacios urbanos modernizados bajo los rituales de la dominación “quiebran” los vínculos entre los sujetos y los lugares, y fracturan la apropiación de los lugares en el momento en que éstos se orientan a la satisfacción de las necesidades de la acumulación y de legitimación de un orden de subordinación de clase, de tal suerte que:
[… ] la racionalidad exacerbada en las metrópolis modernas es marcada por los mecanismos de planeación que se materializan en el trazado de las ciudades y en las limitaciones de uso que imponen control del espacio a toda la sociedad urbana (Alessandri, 2004: 85).
Hacia finales de los sesenta la política de la Ciudad de México era la policía de la ciudad; las transformaciones de Uruchurtu habían desarticulado los barrios populares, violentando en sus formas de vida y reproducción. Dentro de este proceso, Bolívar Echeverría (2011b) señala que las dos acciones más significativas en la estrategia de adecuación de la ciudad y su vida cotidiana a la modernidad americana, en relación con el impacto que tuvieron en el movimiento del 68 por los agravios que significaron para la población de la ciudad, fueron:
La transformación de las zonas populares del centro de la capital (en especial de la Colonia Guerrero) por medio del desarrollo arquitectónico y urbanístico de la Unidad Habitacional de Tlatelolco y la prolongación del Paseo de la Reforma;
La destrucción del centro como barrio universitario, con la creación de Ciudad Universitaria, en el lejano sur, separando y fracturando el principal nodo de actividad intelectual y científica de la vida popular, del encuentro y la interacción con los subalternos.
La Ciudad de México se reconfigura material y simbólicamente en su vuelco a la modernidad americanizada, rompe con sus referentes populares y muchos de los espacios más significativos para los subalternos son arrebatados para su articulación funcional con la acumulación. Al respecto, Echeverría señala que:
La Ciudad de México queda desde entonces desarticulada. Empieza un proceso de descomposición, de desarreglo urbanístico de la ciudad, y sus habitantes lo experimentan en su vida cotidiana sin saber bien lo que acontece con ellos cuando ven un vacío allí donde antes estaba uno de los núcleos principales de su orientación (Echeverría, 2011b: 222)
Los anteriores son ejemplos concretos del quiebre intencionado entre los habitantes y sus lugares cotidianos de reproducción; se trata de la concreción de una espacialidad dada como dispositivo de ordenamiento material y simbólico que opera un vaciamiento territorial de las clases populares como técnica de gubernamentalidad. Se orquestó otro “asalto” a la ciudad para el despojo de los bienes colectivos, a la vez que la propia estructura urbana reafirmaba la lógica dominante de organización de la vida social mediante la regulación de las prácticas espaciales y las formas de significar la experiencia de las mismas (Harvey, 2013).
Es frente a este proceso de reconfiguración espacial como se gesta el movimiento del 68, cuyas demandas5 se colocaban a contracorriente del orden material de policía de la ciudad6 y sus excesos. El movimiento se piensa y realiza en la ocupación de la ciudad, como un intento de posicionar a la razón política de los subalternos como un eje válido de propia subjetivación. Fue un movimiento de dignidad frente a la soberbia y el autoritarismo del capital y sus órdenes simbólicos.
Sobre el movimiento del 68 y la Ciudad de México, Echeverría explica que:
El movimiento del 68 no es solamente un movimiento estudiantil. Como lo sabemos por tantos recuentos y documentos, es un movimiento que prende en la población de la Ciudad de México. Es estudiantil pero es igualmente ciudadano, en el sentido de que sólo es pensable como perteneciente a la población comprometida con lo que sucede con su ciudad, la Ciudad de México. La ciudad “se ve y se siente” involucrada en aquello que están haciendo los jóvenes; percibe que hay alguna relación, tal vez no clara ni muy precisa, pero de profunda afinidad entre sus propios sueños, deseos, o incluso resentimientos y anhelos de venganza, y lo que están haciendo los jóvenes (Echeverría, 2011b: 221).
Más allá de la aniquilación física del movimiento con la masacre del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, las élites articularon una estrategia de férreo control de los espacios públicos de la ciudad para intentar eliminar cualquier tipo de vestigio o huella que pudiera articular políticamente a los subalternos, tanto en sentido material como subjetivo. Sin pretender minimizar en absoluto la trascendencia de la matanza del 2 octubre, nuestra intención es enfatizar que fue una expresión brutal de una revancha de clase que marcó el rumbo del orden social y de significación: la eliminación corporal de los enemigos en paralelo a la anulación de sus posibilidades de subjetivación desde su propia razón política, proceso que se articuló mediante la producción de dispositivos espaciales de control y regulación.
Se intensifica la vigilancia de los sectores populares a la vez que se aniquilan los espacios significativos de los subalternos para abrir el camino a procesos de renovación urbana selectiva y especulativa (Davis, 1999). Los subalternos son sometidos mediante la reelaboración de la ciudad, de tal manera que el espacio se constituye como dispositivo de disciplinamiento, al ordenar los procesos de producción y de subjetivación. La seguritización se enarbola discursivamente como forma de control de los excesos políticos, aunque en realidad le da sentido a éstos como técnicas de dominación; así se impone una forma de democracia vaciada de debate político por puro control, por policía (Rancière, 2007).
La reacción al 68 mexicano representó una intensificación del proyecto neoconservador en términos políticos y neoliberal en términos económicos, donde los procesos de legitimación se sustentan cada vez más en la coerción enajenada de la violencia estructural. La seguridad como dispositivo político se ha enunciado como el núcleo de legitimación de órdenes policiacos y medidas de control social (Arteaga, 2012).
En esta dirección el espacio como dispositivo de dominación va dirigiendo un orden neoliberal con base en la fractura del tejido socioespacial, colocando a la realización de la mercancía como valor supremo que quiebra y vacía otros modos de interacción y construcción de comunidad, buscando así imposibilitar, o al menos limitar o contener, posibles disrupciones o cuestionamientos de la infrapolítica en el espacio de lo público, donde se definen e imponen los órdenes de sentido de la vida cotidiana.
En términos de estructura urbana, la espacialidad de la dominación en la Ciudad de México post-68 se ha caracterizado por una sistemática tendencia a la segregación, a la insularidad y la suburbanización difusa como ejes concretos de la espacialidad como dispositivo de control y disciplinamiento que educa a las personas a que se apropien y utilicen ciertos espacios acordes con su condición de clase; se trata de la realización del principio de “cada clase en su lugar y de acuerdo con su lugar”. Para Arteaga (2012) la Ciudad de México va presentando cada vez con mayor intensidad las características de una sociedad de control, donde el espacio juega un papel fundamental en la orientación y dirección de las actividades de la población en función de los intereses de clase.
Así, se efectúa una afirmación empírica y epistemológica de la capital como topos de la dominación, vía la seguritización y una paulatina y sutil militarización como ejes de la policía de la ciudad. En esta dirección, Pradilla señala que:
La ciudad [de México] constituye una entidad colectiva, pero su apropiación y disfrute se privatiza e individualiza. Los costos siguen siendo comunitarios, pero no las ganancias. La metrópoli se fragmenta en mil pedazos aislados en la vida económica, social y cultural, aunque son objeto de los mismos mercados, insertos en la misma trama territorial, dominados por los mismos poderes económicos que determinan su papel en ella (Pradilla, 1998: 180).
Aunque en la Ciudad de México el legado del 68 se manifiesta en la espacialización de nuevas formas de control y regulación social, manifiestas en los procesos que antes hemos analizado, la afirmación que también hemos hecho sobre el 68 como revolución mundial, como una única revolución, debe dirigir nuestra mirada a las manifestaciones y legados que ésta tuvo en el espacio mundial, específicamente en dos aspectos: el potencial subversivo de las manifestaciones y protestas; y las formas autoritarias de gobernabilidad y regulación social, encarnadas en la militarización y la seguritización como ejes de la nueva socialización en el sistema mundo moderno.
El espacio mundial después del 68: revolución, contención, militarización y seguritización en la producción del espacio estratégico capitalista
Afirmamos que el entorno mundial post-68 se dirige a la contención y la búsqueda de eliminación de tal exceso político, con tendencia abiertamente subversiva del orden imperante. Como hemos mencionado, al dirigirse los movimientos configurados en ese momento en contra tanto del establishment político y geopolítico en las distintas escalas de la realidad social, así como también contra aquellos movimientos que aún se decían contrarios o contestatarios, englobados en la imagen de la “vieja izquierda”, las corrientes, movilizaciones y movimientos revolucionarios plantean un nuevo escenario, en donde el Estado y la democracia ya no son concebidos como parte de la solución, sino como parte esencial del problema, y donde las formas de articulación y resistencia, por lo tanto, tendrán que plantearse otros horizontes de acción y de organización, así como nuevas formas de simbolización y representación. He aquí el porqué de la virulenta respuesta por parte de los sectores y clases dominantes.
Como afirmó Foucault (1988), las nuevas resistencias y luchas poseen características que las distinguen de las formas anteriores y que, a pesar de la diversidad con que se presentan, las ubican dentro de aquella configuración que se deriva del 68:
Son luchas transversales, es decir, no se limitan a un solo país y, muchas veces, tampoco a una esfera de actividad;
Su objetivo no son los efectos del poder como tal, sino las relaciones de poder y el control que ejercen sobre la sociedad;
Son luchas inmediatas en un doble sentido: se rebelan contra las relaciones de poder inmediatas, más cercanas a ellas, y buscan la solución en el aquí y ahora;
Cuestionan el estatus del individuo, sosteniendo el derecho a ser diferentes, pero rechazando los intentos de aislar a unos de otros;
Se oponen a los efectos del poder relacionados con el saber, es decir, a la relación histórica conocimiento-poder y sus formas de exclusión, construcción de sujetidades y control y normalización de identidades;
Se mueven en torno a la cuestión “¿quiénes somos?, es decir, “son una forma de rechazo de esas abstracciones, de la violencia estatal económica e ideológica que ignora quiénes somos individualmente, y también un rechazo de una inquisición científica o administrativa que determina quién es uno” (Foucault, 1988: 6-7).
Creemos y sostenemos que dicha forma potencialmente disruptiva del ser realistas y pedir lo imposible, de la apertura a la posibilidad de producir otras realidades, es lo que define, en gran medida, la virulencia con que las fuerzas del orden, los aparatos de Estado, los medios hegemónicos en general, actúan y responden contra la revolución mundial, en cada caso específico y concreto en donde ésta se manifiesta, ya sea en México, Estados Unidos, Francia, Checoslovaquia, Senegal o cualquier otra parte del mundo. A partir de ahí se observará claramente una tendencia hacia la militarización y la seguritización del espacio mundial, la contención de la protesta social y su progresiva criminalización, así como la objetivación de toda forma potencialmente subversiva como parte de una amplia conceptualización de un enemigo interno, que no ha cesado de ser perseguido, pero que tampoco ha parado de emerger en todas partes.
Como afirmó Benjamin, el “militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines del Estado” (Benjamin, 2012: 179) y al ser este último la forma relacional que espacializa y concentra las relaciones de poder imperantes (Lefebvre, 2009), que orgánicamente vincula a la sociedad con sus formas de dirección política, que condensa la dominación de clase y su normalización y jerarquización a partir de la raza y el género, el militarismo representa entonces esa violencia que media para sostener y permitir la reproducción del orden engendrado por otra violencia, una de carácter fundacional (Benjamin, 2012) que se manifiesta como política que continúa la guerra por otros medios (Foucault, 2006). En otras palabras, al abrir la posibilidad de subvertir el orden imperante, el 68 también propicia la reacción fascista que toda revolución fallida acarrea, según lo observara el propio Benjamin (citado en Žižek, 2014), y ello no solamente en la escala estatal/nacional y de la vida cotidiana, sino como eje de ordenamiento de las relaciones mundiales.
Si por el contexto de la Guerra Fría configurado durante la segunda posguerra, la oposición fundamental se presenta en la forma representacional entre capitalismo y socialismo, entre libertad y opresión -ambas como formas ideológicas que se reproducen en los dos bandos-, como democracia contra represión o enajenación, el 68 revela una trama mucho más compleja, en donde las formas represivas de la modernidad realmente existente (Echeverría, 2011b), ya sea en su versión occidental o en aquélla emanada del sovietismo y el establecimiento de su zona de influencia y sus satélites, eliminan la posibilidad del sujeto libre y emancipado (Echeverría, 1998), más allá del orden unidimensional cerrado en sí mismo (Marcuse, 2000).
Por ello, la militarización del espacio mundial, sus expresiones concretas en diversas regiones y los planteamientos de seguridad, bajo el mismo velo del anticomunismo o el antiimperialismo, objetivarán cada vez más a las formas disruptivas que emanan de lo social, de lo político (Echeverría, 1998), al representar un potencial subversivo que va más allá de la confrontación entre élites político-económicas, ideológico-militares, características de la primera fase de la confrontación bipolar. De esta forma, la población, en términos generales, va recobrando un papel central para los dispositivos securitarios y en los esquemas de militarización globales. Recobrando, porque habrá que recordar que es la población la primera que, durante la etapa de consolidación del Estado moderno, es concebida como un problema de seguridad, un ente que debe ser producido acorde a las necesidades de ordenamiento, disciplinamiento y vigilancia que permitan su adecuada gestión y administración biopolítica, es decir, el dictado de las formas de reproducción de la misma, en pro de asegurar el gobierno de unos sobre otros, una gubernamentalidad efectiva que procure la minimización de los riesgos provenientes del pueblo -como categoría política- para pasar a la producción de regularidades y de formas de control y vigilancia que atraviesen y determinen el propio cuerpo social, la especie y la vida -como categorías biológicas de gestión de la reproducción social (Foucault, 2006; 2008; Agamben, 2014; Scott, 1996).
La unidimensionalidad gestada a partir de la consolidación de la plena sociedad industrial (Marcuse, 2000) se constituye en una forma de densificación y de totalización de relaciones moderno-capitalistas que, no obstante, no llegan a absolutizarse ni a transformarse en la determinante última y única de lo político (Echeverría, 1998), sino que, en su propia totalización, encuentran formas de resistencia y conformaciones históricas que obstaculizan su absolutización (Lefebvre, 2013); así, por lo menos en las sociedades industriales avanzadas y a partir de las formas fascistoides de socialización, parecía haberse minimizado el grado de resistencia efectiva de lo político.
No obstante, con el 68 aflora el agotamiento de los viejos esquemas de legitimación, de regulación y administración poblacional, incluso de producción de identidades y de formas de normalización de sujetidades y relaciones intersubjetivas, lo que prefigura en todo momento la propia crisis de sobreacumulación que estalla en la década de 1970 y que, junto con la gran fractura social, demandará una serie de reajustes espacio-temporales (Harvey, 2004) para conseguir la “vuelta a la normalidad” sistémica. Esos ajustes serán de todo tipo frente a una crisis múltiple y global: económico-financieros, políticos, ideológicos, culturales-identitarios, estratégicos, militares, tecnocientíficos.
La disputa en el espacio y por el espacio, por la apropiación del espacio social, que inaugura el 68, profundiza el conflicto entre clases, entre identidades, entre dominación y subalternidad que son inherentes a la propia producción del espacio dominante (Lefebvre, 2013). Esa disputa es la que, junto con el agotamiento del patrón de acumulación fordista y los problemas acarreados por la progresiva disminución de la tasa de ganancia y el incremento de la competencia intercapitalista en escala mundial, prefiguran las estrategias de reajuste espaciotemporal que en términos genéricos conocemos como “neoliberalismo”, una síntesis de valores y formas liberales que se convierten en formas de socialización mundializadas (Castro-Gómez, 2000).
Por una parte, la progresiva segmentación y luego mundialización de la cadena de producción, el llamado posfordismo, conforma uno de los grandes reajustes que, junto con las inversiones en el ámbito tecnocientífico y la revolución informática, configurarán el nuevo campo de las relaciones productivas y del escenario de confrontación entre el capital y el trabajo, sobre todo porque la relocalización de numerosos componentes de las cadenas de producción conlleva también una lógica disciplinaria contra las y los trabajadores, al eliminar el escenario tradicional de la fábrica y la vieja organización sindical como la forma de negociación y protesta por excelencia (Harvey, 2012).
Por la otra, la progresiva consolidación de una conciencia posmoderna, propia del capitalismo tardío (Jameson, 2009), que va situando a la estética sobre la ética, que fija la mirada en lo específico, lo fragmentario, lo único, lo desunido por lo tanto, lo novedoso y lo efímero, en la experiencia inmediata (Harvey, 2008), borrando entonces toda forma de identificación anterior, específicamente aquellas que se relacionan con la clase como eje articulador, y sustituyéndolas por nuevas narrativas en donde las identidades efímeras, hiperindividualizantes y sumamente pulverizadas se constituyen como el sustento de un nuevo yo totalmente abstraído de cualquier horizonte de posibilidad de construcción de lo social a partir de lo común o de patrones mínimos de solidaridad con los otros (Domènech, 2013), vistos de igual forma en su ensimismamiento.
La precarización de las condiciones materiales de reproducción, del trabajo específicamente, acompañan a estos procesos e inculcan progresivamente en el imaginario colectivo la idea de la escasez constante, de la miseria del presente y su extensión hacia futuro, de la imposibilidad de trascendencia, de la inutilidad de la reflexión sobre las alternativas, del cierre total de la realidad hacia lo que existe. La realidad, en este sentido, se convierte en una forma abiertamente ideológica que plantea que en su miseria no hay más posibilidad que la de aceptación de la misma, a pesar de las formas negativas que ella acarrea para la vida diaria; es decir, es ideología pura porque se representa a sí misma en su forma más cruda, pero como forma cerrada e intrascendible (Žižek, 2007).
Todo ello forma parte del nuevo disciplinamiento social que se inaugura a partir del 68 y que se mundializa progresivamente, totalizándose y densificándose de forma profunda. No obstante, no son procesos autónomos ni tampoco únicos. Todos ellos requieren −y requirieron, desde nuestro punto de vista− de dos elementos interrelacionados y estratégicos para poder materializarse, simbolizarse e interiorizarse como formas por excelencia de la socialización neoliberal: la militarización y la seguritización de los espacios sociales.
Al primero de ellos hemos hecho referencia; no obstante, planteamos que es éste el eje que, en distintas escalas y en diversos ámbitos y contextos, se convierte en elemento ordenador por excelencia de las nuevas relaciones sociales y que va engendrando escenarios e imaginarios securitarios que la revolución fallida del 68 lega hasta nuestros días. La militarización del espacio social en escala mundial y en las diversas escalas que le componen es hoy patente y es muestra clara del ordenamiento que se ha buscado frente a una forma disruptiva que pedía lo imposible para configurar lo real. Como ha apuntado Ceceña:
[… ] el plano sobresaliente del momento que se abre con el neoliberalismo es la universalización de la guerra bajo todas sus formas: económica con la extensión de la economía de mercado y la financiarización del campo de definición de normas y políticas; cultural con la ampliación conceptual -y la criminalización- de lo no civilizado, de lo ingobernable, de los viejos y nuevos bárbaros; disciplinaria con la flexibilización del trabajo y el control del entretenimiento; y, por supuesto, militar.
De hecho, un sistema de organización social como el capitalista, sustentado en la competencia y en la consecuente negación del otro, es un sistema en el que la guerra es un rasgo inmanente y la contrainsurgencia, aunque sea subliminal, es el signo disciplinador permanente. Es decir, las relaciones sociales en el capitalismo, o bien tienden hacia la construcción de una democracia que a la larga elimine la propiedad privada y que, por tanto, niegue el propio capitalismo, o bien son controladas mediante mecanismos variados que inhiban o repriman los excesos de libertad (Ceceña, 2017: 23-24).
Como hemos expresado antes, es justo esa búsqueda por reprimir los excesos de libertad lo que guía los reajustes a partir de la década de 1970. Si la guerra se extiende y se privilegia como eje de ordenamiento y como mediación para la consolidación de los reajustes espacio-temporales, la militarización y la seguritización serán las expresiones máximas de ese campo extendido que busque revertir la capacidad y la potencialidad disruptiva del 68 y su legado.
Esas formas de militarización y seguritización serán diferenciadas, dependiendo de las escalas en donde se presenten. Queremos plantear en esta discusión la propia definición de la escala. Tradicionalmente, ésta ha sido entendida como si fuera acercamiento al espacio o a los territorios, es decir, como una especie de zoom que puede acercarse o alejarse y que tiene la característica de iluminar u oscurecer determinados aspectos de la realidad; también ha sido planteada como si fueran “tamaños” del espacio, es decir, de un gran espacio a uno relativamente pequeño: de lo global al lugar.
Partimos aquí de la propuesta de Neil Smith (2008) para comprender a la escala como un producto social, como parte de la propia producción del espacio social (Lefebvre, 2013). En este sentido, la escala es parte de la producción diferencial del espacio, del desarrollo desigual impreso por la propia dinámica del espacio relativo mundial. Por ello, la escala posee un valor altamente político, al ser lo político lo que la produce, y en ese sentido, como afirma el propio Smith:
La escala geográfica es política precisamente porque se trata de la tecnología de acuerdo con la cual las personas y los eventos son, literalmente, “contenidos en el espacio”. Alternativamente, la escala demarca el espacio o los espacios que las personas “apropian” o producen para sí mismas. En la escala, por lo tanto, se destilan las posibilidades emancipatorias y opresivas del espacio, su muerte, pero también su vida. De igual forma, la escala provee de una expresión destilada de las ideologías espaciales: nacionalismo, localismo, regionalismo, y, en algunas formas, racismo y xenofobia. La producción y representación de la escala por ello reside en el centro de una política espacializada incluso si en gran parte del discurso político la contienda espacial se encuentra a menudo implícita sobre la nomenclatura y el nombre de los lugares, tanto como explícita en los conflictos fronterizos (Smith, 2008: 230).
La escala, por ello, es manifestación política de la producción diferenciada del espacio a partir del conflicto inherente a lo político. En este sentido, retomamos esta comprensión de la escala para plantear que los procesos de militarización y seguritización se diferencian en cada una de las distintas escalas (la global, la estatal/nacional, la urbana, la local) como formas de contención del potencial subversivo heredado por la revolución mundial del 68. De esta forma, sostenemos que ocurren de manera contradictoria, en el momento en que adoptan formas homogéneas al estar basados en intentos de contención del exceso democrático desde lo político, pero son abiertamente diferenciados en cada ámbito, contexto y escala particular.
Es, quizá, en la escala global en donde las manifestaciones de la militarización y la seguritización se hacen más patentes. Como ha indicado Chalmers Johnson (2004), el “imperio global de bases” construido por Estados Unidos desde la guerra con España, en 1898, pero que se profundiza con la Segunda Guerra Mundial y con el desarrollo de la Guerra Fría, es la evidencia más clara de la militarización del espacio global. Si bien ese imperio de bases ha ido incrementándose constantemente, incluso a pesar del momento de retraimiento que se da con la derrota en Vietnam (1973) -que abre un lapso durante el cual se contiene la expansión de instalaciones militares-, no significa en sentido alguno que la militarización y el militarismo disminuyan.
Por el contrario, el apoyo mediante operaciones secretas a los golpes de Estado y las tácticas contrainsurgentes en América Latina, Asia y África representa un viraje en las formas como se ejerce la influencia y el dominio sobre grupos que son representados como comunistas -ahora terroristas o de inadaptados sociales-, pero que en verdad personifican el exceso de democracia que cuestiona las formas oligárquicas y autoritarias sobre las que se sostiene la presencia estadounidense en escala global, pero así también los intereses de las clases dominantes en cada uno de los escenarios donde esa confrontación se va prefigurando (Johnson, 2004). Como resultado de ello, la escala más relevante para observar los procesos de militarización y seguritización ni siquiera es donde éstos se hacen más evidentes, sino donde no se perciben con tanta claridad.
Giorgio Agamben (2014), siguiendo una clara reflexión benjaminiana (Benjamin, 2008), plantea que el estado de excepción se transformó en paradigma global de gobierno, a partir de su extrapolación de la experiencia de la Segunda Guerra. Como afirma Bensoussan (2015) y como se infiere con Fanon (2001), el estado de excepción, a decir de Benjamin, siempre ha sido la norma, si se observa la tradición de los oprimidos, en este caso, tanto las relaciones de clase, la invención de la raza como mediación de valor entre vidas plenas y vidas que no merecen ser vividas (Agamben, 2008), y el género como forma de incorporación subalterna y subyugada de las mujeres y los anormales, dependiendo de los ejes ordenadores de la clase y la raza.
No obstante, el estado de excepción que se globaliza a partir de la segunda posguerra encuentra en el marco de la revolución mundial del 68, y posteriormente, el contexto idóneo para consolidarse y para transformarse en la normalidad de la vida pretendidamente democrática. Como afirma Agamben:
Lejos de responder a una laguna normativa, el estado de excepción se presenta como la apertura en el ordenamiento de una laguna ficticia con el objetivo de salvaguardar la existencia de la norma y su aplicabilidad a la situación normal. La laguna no es interna a la ley, sino que tiene que ver con su relación con la realidad, la posibilidad misma de su aplicación. Es como si el derecho contuviese una fractura esencial que se sitúa entre la posición de la norma y su aplicación y que, en el caso extremo, puede ser colmada solamente a través del estado de excepción, esto es, creando una zona en la cual la aplicación es suspendida, pero la ley permanece, como tal, en vigor (Agamben, 2008: 72).
La escala del estado de excepción se vincula con el ámbito estatal/nacional y encuentra en las escalas de lo urbano y lo local sus resonancias más fuertes. Plantea entonces una excepcionalidad en la aplicación de la norma, las leyes excepcionales que, en nombre de la seguridad, van configurando un estado policial de vigilancia y control que buscan ante todo prevenir, disuadir y, en caso necesario, eliminar al sujeto disidente, su conformación y sus modos de operación. Este marco político-jurídico-legal que se va conformando a partir de entonces, que en las dictaduras se observa claramente y que, después del 11 de septiembre de 2001, con el Acta Patriota y su desdoblamiento como modelo de legalidad autoritaria, se consolida como forma normal de contención de riesgos en un entorno abiertamente seguritario.
Tanto el ámbito material como su simbolización, es decir, el orden simbólico que le acompaña y que se produce con él, han producido esa reducción de la realidad a lo que hay, significándola en términos dicotómicos y fatalistas: continuar por el único camino posible, por más nocivo que sea, o atentar contra él al plantear otros mundos posibles (imposibles desde la realidad ideologizada). El objeto de la seguritización será siempre el o los sujetos que planteen esa forma disruptiva, por lo que, en nombre de la seguridad, serán también receptáculos de la justicia infinita.
Porque la seguridad no es un campo neutro de definiciones, sino que se encuentra configurada y mediada por las relaciones de poder imperantes y vigentes en cada momento histórico, por la dominación de clase; asimismo, la definición de la inseguridad y de los peligros, riesgos y amenazas que la configuran deviene de posiciones de fuerza dentro de las sociedades y en las distintas escalas. Es decir, que seguridad e inseguridad y, por ello, mecanismos seguritarios y respuestas militaristas que le acompañan, son en todo momento resultado de las interpretaciones provenientes del ejercicio del poder, del gobierno de unos sobre otros (Foucault, 1988) que define, por lo tanto, qué es un peligro y cómo se le combate.
El 68 lega tanto la apertura de un porvenir como la contención ante ese potencial disruptivo. En su compleja y paradójica conformación, la realidad que se configura a partir de la revolución fallida en el sistema mundial contiene, en sí, tanto el potencial liberador proveniente de la forma negativa que adoptan los subalternos como modo de negar la realidad que los niega y oprime -o que incluso busca eliminarlos o reducirlos a las formas más burdas de supervivencia-, así como las formas de control y gobernabilidad autoritaria que buscan contener y negar la posibilidad de emancipación a partir de la subversión. En todo momento, el espacio se presenta como el producto y el productor, la mediación y el campo de disputa entre la dominación y la subalternidad que busca dotarse a sí misma de la posibilidad de trascendencia que le es negada en cada instante.
Consideraciones finales
El 68 ha legado, en los términos que aquí hemos discutido, dos grandes tendencias. La primera, una forma autoritaria de un modelo de democracia global que se basa en la noción de contención de riesgos provenientes de sujetos y sujetidades potencialmente subversivas con respecto a la normalidad unidimensional imperante, a partir de la militarización y la seguritización en la producción del espacio social dominante. Y, en segundo término, la comprensión amplia sobre el hecho de que las tendencias actuales buscan eliminar el exceso de vida democrática y que, por ello, la democracia vigente y el estado actual de cosas que la soportan no son la solución ni parte de ella, sino parte del problema. Tan solo negando lo que nos niega puede plantearse la forma del ser realistas al pedir lo imposible.
Las reacciones al 68 reafirmaron que las reconfiguraciones urbanas representan un recurso fundamental en los ajustes espaciales a los órdenes de dominación al articular dispositivos de seguritización y militarización como ejes de la reproducción de la vida cotidiana, signando las formas de subjetivación de la experiencia material de la ciudad. La seguridad como discurso de sentido ha permitido imponer dinámicas de control de los subalternos a la vez que coloca a los excesos de la democracia como pilar de legitimidad de un proyecto político basado en la violencia del capital (misma que da su carácter intrínsecamente ilegítimo) y que, por lo tanto, debe ser enajenado en la propia práctica espacial. La producción de dispositivos espaciales de dominación reafirma la violencia sistémica que se realiza mediante la ordenación de los cuerpos y sus universos de significación.
Consideramos que las ciudades del espacio capitalista mundial experimentaron una intensificación de los procesos de violencia estructural como una de las estrategias de eliminación de la racionalidad política subalterna emanada, al menos en la esfera pública, de los movimientos del 68. Lo anterior se traduce en formas de moverse, de acceso a bienes, de relacionarse con otros y de significar la vida urbana, y es aquí donde la valorización del espacio muestra su doble condición: como despojo y como mecanismo de control y de disciplinamiento.
Los procesos de renovación y recuperación urbana que se impulsaron como respuesta a los cuestionamientos de los movimientos del 68 fueron procesos de despojo material y simbólico de la propia ciudad como recurso reproductivo de los subalternos, es decir, se trata del “anclaje” espacial de la dominación de la acumulación capitalista.
Paradójicamente, la revolución mundial del 68, al abrir una conciencia amplia sobre un porvenir distinto, no determinado por la realidad vigente que niega la posibilidad de trascendencia, dio entrada a formas de gobierno autoritarias y diseminadas por las distintas escalas del espacio social, que se expresan crudamente y a partir de entonces en la militarización y la seguritización del espacio mundial.
Ambos procesos son distintos de aquellos que se presentaban en la etapa de confrontación bipolar previa al 68. Si bien la carrera armamentista y el despliegue de capacidades militares por numerosas regiones del orbe son una forma de militarización del espacio y responden a modelos seguritarios, la disrupción del orden hegemónico vigente que se plantea a partir del ser realistas y pedir lo imposible cuestiona la viabilidad de los propios procesos de militarización y seguritización vigentes hasta entonces, al plantear la necesidad de contener un nuevo tipo de riesgo y de amenaza que proviene de enemigos internos, la propia población y los individuos que traspasan las formas de clasificación y esquematización desde el poder para plantear socializaciones alternativas. Con ello, la contención social, la criminalización de la protesta, la eliminación de la potencialidad subversiva y de todo disenso, se hace patente en las distintas escalas del espacio social.
Creemos que es también esa gobernabilidad y contención autoritaria la que permite el surgimiento de una conciencia más clara acerca de las posibilidades de trascendencia de la realidad vigente: el Estado y la democracia como parte del problema a resolver y la negación de la propia realidad como forma de trascenderla. Desde ese momento, numerosas movilizaciones, movimientos y formas organizativas plantearán la trascendencia a partir de generar los escenarios de confrontación con el poder y no de adaptarse a aquéllos producidos por él. En este camino, los intentos por densificar y totalizar los espacios que genera el resistir, confrontar y retar al poder han sido muchos y se debaten cada vez más en formas contradictorias pero constantes, en ese avanzar lento pero necio (Bartra, 2008) que caracteriza a la vida que busca trascender el ámbito de la supervivencia (Marramao, 2010).
Para finalizar sostenemos que pensar la espacialidad social desde la teoría social crítica permite aprehender uno de los modos en que se ejerce la dominación y, por lo tanto, visualizar y contextualizar la importancia y relevancia de comprender cómo se realizan los procesos sociales de subordinación.