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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

Print version ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.63 n.234 Ciudad de México Sep./Dec. 2018

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65556 

Sociedad y cultura en México: el movimiento

1968. La reconfiguración de las fronteras entre intelectuales y el poder en México

1968: Reconfiguration of Frontiers between Intellectuals and Power in Mexico

Xavier Rodríguez Ledesma1 

1Universidad Pedagógica Nacional, México. Correo electrónico: <conequis@hotmail.com>.


Resumen

El artículo aborda la manera en que 1968 fue un momento de definición dentro de la república de las letras, ya que se pueden identificar claramente dos formas de actuar frente a la trágica coyuntura. Por un lado, estuvieron aquellos escritores que sintieron la obligación de ejercer la crítica contra la autoritaria y violenta reacción del gobierno de Díaz Ordaz frente al movimiento estudiantil y, por el otro, personalidades de la literatura que, ya fuera por participar laboralmente en el gobierno o por compartir sus posiciones políticas e ideológicas, dieron su apoyo -activo o silencioso- al régimen. Finalmente, se refieren las consecuencias que dicha disputa tuvo en la reflexión sobre el papel de los intelectuales en la lucha por la democratización de nuestro país.

Palabras clave: intelectuales; poder político; movimiento estudiantil; 1968; México

Abstract

The article examines the way in which 1968 represented a moment of definition within the republic of letters, as two distinct ways of behaving can be clearly identified vis-à-vis the tragic events. On the one hand, there were those writers who felt obliged to criticize the authoritarian and violent reaction of the Díaz Ordaz’ administration against the student movement and, on the other, literature icons who supported the regime -actively or silently- as they had a post within the administration or shared its political and ideological position. Finally, the author refers to the impact this dispute had on the understanding of the role of intellectuals in the struggle for Mexico’s democratization.

Keywords: intellectuals; political power; student movement; 1968; Mexico

… el olvido, la marginación, la exclusión y la burla. Eso lo hemos sentido y

experimentado muchos intelectuales mexicanos, desde varias décadas antes del 68,

por lo que pienso que ese año no es más que el parteaguas histórico de la

lucha entre universidad y gobierno, entre los intelectuales y el gobierno.

Juan José Arreola (citado en Arreola, 1998: 386)

El ambiente intelectual en el México de los sesenta

En 1968 estaban por cumplirse cuatro décadas de que José Vasconcelos encabezara el último intento de la intelligentsia nacional por hacerse del poder político en nuestro país. Después de 1929, año en que sufrió una humillante derrota electoral frente al candidato de los militares, la intelectualidad mexicana vivió un largo periodo durante el cual debió renunciar al anhelo de tomar en sus manos las riendas de la nación. Desde entonces se parapetó al interior de las fronteras de su propia soberanía, la república de las letras, para desde ahí resistir la atmósfera anti-intelectual que se consolidó con el paso de los años.

De manera paulatina se generó una imagen negativa de la vida literaria en nuestro país, que era percibida como un espacio frívolo, cooptado por unos cuantos individuos para los cuales México era una provincia temerosa, desconfiada e ignorante de la modernidad imperante en las metrópolis. La exigencia de algunos escritores y otros creadores artísticos de romper los muros que nos impedían observar lo que había más allá de nuestras fronteras fue una de las características centrales que definieron a un grupo de individuos que, poco a poco y a contracorriente de las concepciones hegemónicas consolidadas al amparo del nacionalismo revolucionario, empezaron a ser figuras protagónicas del medio cultural. La insistencia en la necesidad de ver más allá de la “cortina de nopal” fue una de las razones por las que fueron vituperados desde el establishment político-cultural afín a los gobiernos en turno, generándose así un ambiente anti-intelectual, es decir, una atmósfera cargada de un profundo desdén hacia ese conjunto social que tenía en la cultura, la creación literaria y el ejercicio de la reflexión crítica su razón de ser identitaria.

En la primera parte de la década de 1960 aún no se percibían señales que anunciaran el fin del periodo de crecimiento económico que se había iniciado en nuestro país en los años cuarenta. Además, a pesar del surgimiento de algunos movimientos sociales de resistencia que fueron rápidamente reprimidos, el Estado mexicano podía continuar ufanándose de mantener la estabilidad política necesaria para los afanes de desarrollo económico. En suma, el sistema político posrevolucionario parecía funcionar de manera eficiente.

En esas circunstancias económicas y sociales se fue consolidando la imagen de que los intelectuales eran sujetos frívolos y mundanos que actuaban exclusivamente en defensa de sus intereses editoriales, estéticos y políticos, ajenos a los intereses y anhelos de la población. En 1965, Carlos Fuentes publicó el artículo “No creo que sea obligación del escritor engrosar las filas de los menesterosos” (Fuentes, 1965), el cual fue acompañado por un divertimento de una página y algunos otros recuadros, titulado “Lo que la mafia se llevó” en la que, en formato de fotonovela1, se mostraba a varios escritores, artistas y miembros de la farándula nacional bailando y departiendo en una fiesta. A partir de ambos textos se terminó de construir esa imagen del mundo intelectual como una mafia que, además de llevar una vida llena de futilidades, menospreciaba las publicaciones de otros individuos y ninguneaba cualquier intento de actividad literaria, cultural y artística que estuviera fuera de su ámbito de influencia.

Si bien el grupo existió aglutinado alrededor de la figura de Fernando Benítez, en el suplemento “La cultura en México” que se publicaba en la revista Siempre!, lo cierto es que la actividad cultural nacional de la época no podía ser circunscrita exclusivamente a lo realizado por esa importante e influyente pero pequeña comunidad de escritores que vivía en la capital del país. Pero, tanto el peso de las plumas que ahí colaboraban, como los temas políticos, culturales y artísticos tratados, y los autores internacionales referidos o publicados, convirtió a ese conjunto de intelectuales en referencia emblemática e ineludible para comprender la vida cultural y política de aquella época.

Uno de los factores de identidad del grupo era la concepción del ser intelectual que compartían muchos de quienes lo conformaban. Ellos consideraban que era su deber y obligación expresar públicamente sus apreciaciones políticas, tanto por ser ciudadanos como, sobre todo, por ser intelectuales, pues tenían una responsabilidad histórica fundamental: ser los voceros de la sociedad. Carlos Fuentes lo escribió así:

En gran medida, el escritor, en México, le da una voz a quienes no pueden hacerse escuchar. Pero, también, al hablar públicamente le da una voz a la cultura en general y a la literatura en particular: opone el lenguaje de la pasión, de la convicción, del riesgo y de la duda a un lenguaje: el secuestrado por el poder para dar cimiento a una retórica del conformismo y el engaño (Fuentes, 1992: 64-65).

Frente a esta convicción de que eran los poseedores del uso legítimo la crítica, surge de forma natural una pregunta: ¿quién garantiza que lo que esos individuos pensaban y opinaban era lo que la sociedad afónica quería y necesitaba decir? De cara a la inexistencia de espacios reales para la expresión de la ciudadanía en virtud de la cooptación de los medios de comunicación, la ausencia de partidos políticos independientes, la censura imperante en el ámbito cultural y noticioso, y demás características sociopolíticas del sistema posrevolucionario, es posible entender que esos intelectuales se asumieran como una de las pocas posibilidades de expresión de opiniones y crítica política.

Para comprender aquella agobiante atmósfera en la que se desarrollaba la actividad cultural basta recordar los escándalos suscitados a partir de la exhibición de la película Los olvidados (1950), dirigida por Luis Buñuel, y la publicación del volumen de Oscar Lewis Los hijos de Sánchez (1967). Ambas obras, aunque realizadas con casi dos décadas de diferencia, constituyen un ejemplo claro del acoso sobre las expresiones artísticas y académicas que asumían una mirada distinta respecto de los afanes modernizadores en búsqueda del anhelado progreso enarbolado por el Estado.

En esta atmósfera autoritaria y represiva de una sociedad descolorida, opaca, unidimensional, para la cual la adultez en la forma de pensar, de vestir, de bailar, de amar, de imaginar el mundo y el futuro era sinónimo de haber alcanzado la madurez, se llegó a 1968. El largo periodo de consolidación de una concepción económica, política, social y cultural sobre la modernidad y el camino que habría que transitar para alcanzarla llegaron a su fin ese emblemático año, dando paso a una nueva apreciación de nuestro ser, de nuestro tiempo, de nuestra nación. Súbitamente el peso de las palabras se evidenció, la demagogia mostró su carácter paternalista y despótico, mientras que la fuerza y la violencia harían sentir su peso sobre la razón.

La república de las letras frente al movimiento estudiantil

En el verano de 1968 sectores sociales que durante décadas habían jugado el papel de observadores apacibles de los afanes en busca del progreso, pero cuyas posibilidades reales de intervención en la toma de las decisiones políticas eran prácticamente inexistentes, súbitamente se encontraron con la posibilidad de hacerse oír, de expresarse, de exigir la apertura de niveles mínimos de participación política. Su espacio fue la calle; sus medios, las manifestaciones y los mítines; sus escritos, las pintas y el volanteo. Hablaron, marcharon, gritaron y en su momento guardaron un ensordecedor silencio. Se dejaron ver. Recuperaron algo que creían haber perdido o, por lo menos, parecía inservible: la voz. Décadas de silencio roto esporádicamente por gritos aislados llegaron a su fin. El país no volvería a ser el mismo.

La coyuntura de movilización social posibilitó que la palabra, el lenguaje convertido en literatura y crítica en voz de los escritores viviera a plenitud su doble carácter, así como la singularidad social y política a la que dio pie. Por una parte, su alejamiento de las grandes masas, pues, dado que la lectura en particular y la cultura en general no eran artículos de primera necesidad no eran consumidas de forma cuantiosa. Por el otro lado, a pesar de esa escasísima demanda de libros, revistas y suplementos culturales, desde el poder se cuidaba con especial atención cualquier tipo de expresión que difiriera de las concepciones ideológicas oficiales. El temor del poder a la palabra escrita, a la crítica pública, sumado a sus afanes autoritarios, construía esa enorme ironía que caracterizaba a la relación entre cultura y política en nuestro país: los escritores eran prácticamente ignorados por la sociedad, pero eran muy vigilados y censurados desde el Estado.

En 1968 la crítica dentro de los espacios naturales para su ejercicio era prácticamente inexistente, pues aquéllos estaban cooptados por opinadores y plumas afines al poder. En el océano de los medios de comunicación, “La cultura en México”, suplemento cultural del semanario Siempre!, se convirtió en una isla. Junto con los periódicos El Día y Excélsior, este último dirigido por Julio Scherer -en el cual cada ocho días aparecía la columna de Daniel Cosío Villegas- completaban la tenue y exigua voz discordante a la que la población interesada en acceder a otras opiniones distintas a la oficial podía tener acceso.

La historia del verano del año olímpico en nuestro país es bastante conocida. Un asunto menor, una pelea entre estudiantes de dos escuelas de bachillerato, escaló rápidamente hasta convertirse en un movimiento social con resonancia nacional, a partir de la intervención violenta de los aparatos represivos estatales. De una golpiza por parte del cuerpo de granaderos a estudiantes y profesores de las escuelas involucradas en la querella se llegó, en el transcurso de unos cuantos días, a la utilización por parte del ejército del poder de fuego de una bazuca para derruir la puerta de la Preparatoria Número 1 de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a fin de detener a los adolescentes que se habían protegido ahí después de una manifestación de protesta por la represión contra sus compañeros de las otras escuelas. La huelga entonces se generalizó entre las principales instituciones educativas de la capital. Las formas de lucha y resistencia implementadas por los estudiantes hicieron remontar el conflicto hacia otros espacios urbanos y sociales.

Casi de manera unánime, los medios se encargaron de asumir como suya la versión oficial sobre el movimiento y, posteriormente, su trágico fin. Las descalificaciones y asignación de responsabilidades por parte del Estado dieron cuerpo a lo que Federico Campbell definió como la novela del poder, la narración e imposición de su verdad.2 En esa labor fueron muy útiles algunos intelectuales renombrados que tenían acceso a la tribuna pública en virtud de ser articulistas en diversos medios o que directamente eran empleados del gobierno mexicano.

Sobre este último punto es necesario tener presente que históricamente en nuestro país han existido por lo menos dos formas de justificar la participación laboral de los intelectuales dentro de las instancias estatales. Algunos esgrimían argumentos en el sentido de que así se abrían la oportunidad de actuar directamente en los espacios donde se tomaban las decisiones para, desde ahí, tener la posibilidad de influir positivamente en ellas. Sin embargo, existía otra razón más veraz, pragmática y simple: trabajar en la administración pública permitía contar con las condiciones dinerarias y de disposición de tiempo para poder dedicarse a leer y escribir. De tal forma, es conocida la participación de una enorme cantidad de escritores afamados (y no tanto) dentro del organigrama burocrático oficial, siendo el servicio diplomático su oficina más socorrida.

Para 1968 muchos eminentes escritores e intelectuales habían participado en labores de gobierno, entre ellos José Vasconcelos, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Enrique González Martínez. En ese año la Secretaría de Educación era ocupada por Agustín Yáñez, quien había designado a Mauricio Magdaleno como subsecretario, a José Luis Martínez como director del Instituto Nacional de Bellas Artes y a Martín Luis Guzmán como presidente de la Comisión de Libro de Texto Gratuito. Por su parte, Octavio Paz era el embajador de México en la India.

Los acontecimientos de 1968 confirmaron por enésima vez la tesis de que el ámbito cultural es un espacio cruzado por los conflictos y contradicciones existentes en la sociedad. Es decir, se mostró con toda claridad la falsedad y error de sostener que la cultura debiera ser un espacio libre de contaminaciones políticas e ideológicas, en donde imperan únicamente las reflexiones y disputas de índole estético. La cultura está atravesada por la política y así se demostró con la participación abierta de intelectuales, de escritores prestigiados, en ambas trincheras. El movimiento estudiantil iniciado ese verano no fue la excepción, los acontecimientos obligaron a los intelectuales a tomar partido, ya fuera participando abiertamente en la discusión a favor de uno u otro contendiente, o absteniéndose de hacerlo, como forma de expresar su apoyo a la postura gubernamental.

Frente al movimiento estudiantil, la intelectualidad que decidió tomar partido activamente desde sus tribunas y espacios se dividió claramente en dos bandos. Por una parte, estaban aquellos que por sus vínculos tanto laborales como ideológicos con el gobierno diazordacista asumieron una posición de denostación a los jóvenes, repitiendo los argumentos y las descalificaciones provenientes de las oficinas estatales. En la otra trinchera se ubicaron aquellos que gradualmente empezaron a involucrarse a favor de la exigencia y necesidad de apertura de mínimas condiciones de democracia y de libertad de expresión, cuestiones que estaban siendo enarboladas por el movimiento estudiantil. En este segundo grupo los escritores que tenían su foro en “La cultura en México” jugaron un papel protagónico.

A lo largo de los acontecimientos, Gustavo Díaz Ordaz, quien veía con desdén y temor a los intelectuales, se encargó de hacer saber a la sociedad en general y a sus colabores en particular que él era el poseedor del poder del Estado, el cual, desde una perspectiva autoritaria, es incuestionable. Cuando en pleno auge de los acontecimientos de aquel verano Agustín Yáñez presentó su renuncia a la Secretaría de Educación Pública, pues no estaba completamente de acuerdo con la política represiva ejercida contra los estudiantes, recibió toda la furia protocolaria de su superior:

El presidente leyó el papel, lo rompió en cuatro pedazos hacia el secretario y alzó la voz:

-Se ha tardado usted más de la cuenta. Y ya debería saberlo: a mí ningún hijo de la chingada me renuncia. ¡De qué forro le salió! [... ] ¡váyase a cumplir un poco mejor su cometido! (Volpi, 1998: 411-412).

Por su parte, Martín Luis Guzmán, el prestigiado autor de La sombra del caudillo y El águila y la serpiente, desde su cargo como responsable de la Comisión Nacional de los Libros de Texto, fue tan solo un mudo testigo de los acontecimientos de aquellos meses. El reconocimiento oficial a ambas actitudes fue ejemplar: además de la humillación recibida directamente del presidente, meses después Yáñez sería motivo de mofa y escarnio en las páginas del libelo El Móndrigo; en comparación, al bien portado Guzmán dos años después se le reconocería su gesto de abstenerse de decir cualquier cosa al otorgársele una senaduría que habría de ocupar de 1970-1976.

El silencio cómplice -ya fuera obligado o por convicción- de algunos contrastó con la participación activa de otros en apoyo a Díaz Ordaz. Salvador Novo, quien en 1965 había sido nombrado Cronista de la Ciudad de México y que en 1967 había ganado el Premio Nacional de Literatura, a través de sus columnas semanales en la revista Hoy y en El Heraldo de México externó claramente su opinión en el sentido de que los estudiantes estaban siendo manipulados por intereses y fuerzas oscuras que tan solo anhelaban la destrucción por sí misma. Son “instrumento ciego de consignas oscuras”, afirmó. Asimismo, en su discurso de aceptación del Premio Nacional de Literatura, señaló: “Prometo continuar mis trabajos con ferviente anhelo, para así sumarme a las tareas de un país que ve en usted, señor Presidente, al guía que infatigablemente realiza, en todos los campos de la vida nacional, los sueños redentores de la Revolución” (Campbell, 1984: 51).

Simultáneamente a la denuncia sobre la utilización infame de los jóvenes mexicanos por parte de intereses sórdidos, Novo se volcaba en elogios y halagos a la figura del presidente, quien incluso lo había honrado aceptando la invitación para festejar el cuarto aniversario de su toma de posesión con una comida en la casa del escritor. Exultante por tan grande honor, el cronista no escatimaba adjetivos positivos en su crónica del acontecimiento:

Lo que no puedo expresar es el afecto, el impulso de servir de algo a su lado y a sus órdenes, que despierta la sinceridad, la sencillez, la inteligencia y la humanidad de este hombre magnífico -y la irritación que causa pensar que haya quienes se obstinen en cerrar los ojos o en volver la espalda y apretar los puños mezquinos ante su mano ante todos tendida (Novo, 1998: 406).

Su apoyo a la política represiva del gobierno le valió que en una ocasión la fachada de su casa amaneciera pintarrajeada con insultos y consignas (“Novo con los soldados”, “Novo: escribe la crónica de la toma de la UNAM” y “Popular entre la tropa”).

En contraste con estos escritores afines y colaboradores del régimen, los acontecimientos de aquel verano olímpico obligaron a que paulatinamente el grupo de escritores conformado por Fernando Benítez, alrededor de “La cultura en México”, se involucrara en las discusiones sobre el significado del movimiento estudiantil y las respuestas que el gobierno estaba dando. Si bien el último número de julio publicó un largo artículo testimonial de Carlos Fuentes sobre el mayo francés, acompañado de otro texto sobre la invasión a Checoslovaquia por el ejército de la Unión Soviética, fue hasta finales de agosto cuando podemos encontrar los primeros comentarios respecto de los hechos que estaban aconteciendo en nuestro país.

El ejemplar 340, publicado el 21 de agosto con el título de “México 1968 ¿represión o democracia?”, fue una auténtica declaración de inicio de hostilidades. Firmado con las iniciales de Fernando Benítez, justificaba así dedicar prácticamente todo el número al conflicto: “La unanimidad con que la llamada ‘prensa nacional’ practicó la anti-información o la noticia ficción acerca de los sucesos de julio, es una de las razones por las cuales hemos creído conveniente dedicarles nuestro suplemento” (Benítez, 1968a). Aparecieron ahí textos de Pablo González Casanova, Víctor Flores Olea, Juan García Ponce, Rosario Castellanos, Ricardo Guerra, Carlos Monsiváis, José Carlos Becerra, María Luis Mendoza, Raúl Cosío, José de la Colina, Gustavo Sainz, Julieta Campos, Gerardo de la Torre, Parménides García Saldaña. Además, se reproducía el discurso que el rector del UNAM, Javier Barros Sierra, había dado el 1 de agosto, al concluir la marcha de desagravio por la violenta violación de los recintos universitarios durante la madrugada del 31 de julio, en la cual el ejército había hecho al volar con un bazukazo la entrada de la Preparatoria 1.

Fue hasta el 11 septiembre cuando los autores del suplemento decidieron que a partir de esa entrega comenzarían a publicar de manera sistemática una serie de testimonios sobre el movimiento estudiantil. Paulatinamente, la cantidad de páginas dedicadas a analizar los acontecimientos se incrementaría. El 18 de septiembre se publicaron tres artículos, mientras que el del 25 septiembre se dedicó por entero a abordar los hechos, presentando una cronología de los mismos, la reproducción del pliego petitorio, así como diversas reseñas de marchas y mítines efectuados hasta ese momento.

El número 346, publicado justamente el miércoles 2 de octubre, contenía cuatro artículos sobre el movimiento estudiantil. De forma premonitoria, el texto de Carlos Monsiváis se tituló: “Notas a partir de una brillante campaña militar”. Lo acompañaba un escrito en el que Juan García Ponce hacía una fuerte crítica a los argumentos oficiales que intentaban justificar la actividad represiva del ejército contra los jóvenes estudiantes en las calles de la Ciudad de México.

La masacre en la Plaza de las Tres Culturas, con la consecuente persecución y encarcelamiento de multitud de personas, modificó drásticamente el panorama político. Juan García Ponce, miembro de la Asamblea de Intelectuales y Artistas, fue detenido el 4 de octubre, después de haber entregado en Excélsior un manifiesto de protesta por la masacre ocurrida dos días antes. En tal atmósfera, Fernando Benítez comentó a José Emilio Pacheco y a Carlos Monsiváis la necesidad urgente de protestar frente a lo sucedido en Tlatelolco: “Tenemos la obligación de denunciar este crimen monstruoso, aunque sea el último número del suplemento que hagamos” (Monsiváis, 1978). A pesar de la urgencia coyuntural y la convicción política de los responsables de “La cultura en México”, debieron pasar tres números para que aparecieran en sus páginas tales reflexiones y análisis críticos.

Mientras aquel grupo discutía y decidía cómo armar el ejemplar dedicado a denunciar la masacre, el 7 de octubre se publicaron en la primera página de El Universal las declaraciones de Elena Garro, en las que acusaba a muchos intelectuales de ser los responsables directos de haber contaminado con sus ideas extranjerizantes y textos sediciosos e infamantes a la sana juventud nacional que virginalmente se preparaba para hacer su entrada a la modernidad. Entre los nombres que salieron a relucir estaban: Luis Villoro, José Luis Ceceña, Jesús Silva Herzog, Ricardo Guerra, Rosario Castellanos, Roberto Páramo, Víctor Flores Olea, Francisco López Cámara, Leopoldo Zea, José Escudero, Eduardo Lizalde, Jaime Shelley, Sergio Mondragón, José Luis Cuevas, Leonora Carrington y Carlos Monsiváis.

La escritora concluía su incendiaria declaración a la prensa de forma contundente:

Yo culpo a los intelectuales de cuanto ha ocurrido. Esos intelectuales de extrema izquierda que lanzaron a los jóvenes estudiantes a una loca aventura, que ha costado vidas y provocado dolor en muchos hogares mexicanos. Ahora, como cobardes, esos intelectuales se esconden [... ] Son los catedráticos e intelectuales izquierdistas los que los embarcaron en la peligrosa empresa y luego los traicionaron. Que den la cara ahora. No se atreven. Son unos cobardes (Ortega, 2006).

Con sus afirmaciones, la autora de Los recuerdos del porvenir reforzaba la explicación oficial que asignaba la responsabilidad de la revuelta a la república de las letras, pues, afirmaba, diversos intelectuales, profesores universitarios y escritores eran los causantes de haber enturbiado y corrompido las diáfanas y saludables mentes de los jóvenes. A partir de ahí la ofensiva contra la intelligentsia se agudizó.

Es conocido el hecho de que Octavio Paz, quien se desempeñaba como embajador de México en la India, renunció a su cargo a raíz de la masacre del 2 de octubre (Rodríguez, 2015: 101 y ss). La reacción gubernamental contra él no se hizo esperar. Lo primero fue señalar que el poeta no había renunciado, sino que había sido cesado por enjuiciar al gobierno, dando crédito a informes de terceros en vez de consultar directamente con las instancias oficiales. Paz se vio obligado entonces a dirimir públicamente los hechos, señalando que había solicitado a la Secretaría de Relaciones Exteriores ponerlo a disponibilidad, pues dentro de la normatividad de la institución no existía la fórmula de la renuncia.

Mientras la noticia sobre la separación de Octavio Paz de la embajada de la India fue relegada a espacios secundarios en los periódicos, el 23 de octubre El Universal dedicó sus ocho columnas a difundir una carta que Helena Paz Garro dirigía a su padre. El texto era una delirante perorata llena de aseveraciones infamantes que constituían el complemento exacto a los denuestos que Elena Garro había hecho dos semanas atrás.

Con un lenguaje producto de una inestabilidad emocional severa, quizá producida por la persecución sobre su madre, la hija del poeta arremetía contra el exembajador. Para el caso que nos ocupa el texto de Helena Paz planteaba varios puntos que debieron satisfacer al poder, pues ajustaban perfectamente con su narrativa particular acerca de lo sucedido ese verano en nuestro país. La misiva contenía una fuerte denostación al escritor funcionario (el más notable y famoso) del servicio exterior nacional, que se había atrevido a marcar su distancia con las decisiones tomadas por el gobierno al cual había servido. Además, se refrendaba ahí la atribución de la responsabilidad del movimiento a un grupo perfectamente delimitado de intelectuales a quienes se descalificaba de forma burda (El Universal, 1968).3

Coincidentemente, ese mismo día salió a la luz el número 349 de “La cultura en México”, en el cual finalmente se hacía mención, a través del testimonio de un estudiante y de un texto de Benítez, de lo sucedido el 2 de octubre en Tlatelolco. Junto a esos dos documentos, se reproducía una confusa e imprecisa carta escrita por 14 intelectuales franceses, encabezados por Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Jean-Luc Godard, dirigida al gobierno mexicano, en la que pedían que éste reprobara la sangrienta participación policíaco-militar y retomara el dialogo solicitado por los estudiantes.

Una semana después, en su entrega del 30 de octubre, dada la agresiva arremetida de todo el aparato estatal contra Octavio Paz, los responsables del suplemento cultural consideraron necesario asumir la defensa solidaria de uno de los ciudadanos más ilustres de la república de las letras. En ese número, además de reproducir la carta que el poeta había dirigido a los organizadores de la olimpiada cultural y el poema que había escrito exprofeso a partir de conocer la masacre del 2 de octubre, se publicó una editorial titulada: “El intelectual: he ahí el enemigo”, la cual estaba firmada por Fernando Benítez en su calidad de director.

En esas líneas se recordaba el clima represivo y autoritario impuesto contra cualquier voz disidente, ejemplificado con el hostigamiento sufrido por el presidente de El Colegio de México, Víctor Urquidi, quien, por no haber aceptado condenar el paro iniciado por los estudiantes de esa institución en solidaridad con sus compañeros universitarios, había sufrido el ametrallamiento de su oficina durante una noche de septiembre y, posteriormente, había sido objeto de una calumniosa acusación de haber donado un cheque de 50 mil pesos a los estudiantes para apoyarlos. Frente a los intentos estatales de señalar que los instigadores del movimiento eran ciudadanos de la república de las letras, “La cultura en México” expresaba la siguiente declaración de principios y de distinción de su identidad gremial:

¿Es culpable la clase intelectual de lo ocurrido? En el fondo sí es culpable, del mismo modo que fueron culpables los pensadores e intelectuales de la Independencia, la Reforma y la Revolución de 1910. Ellos son los que piensan, los que se informan, los que enseñan, los que transmiten las ideas filosóficas, los conocimientos, las corrientes del pensamiento contemporáneo, la lucha de todos los intelectuales del mundo actual contra la desigualdad, la injusticia, la rigidez de los sistemas autoritarios, la enajenación del hombre (Benítez, 1968b).

El texto terminaba señalando que del lado de los intelectuales estaba la inteligencia y la dignidad, mientras que en el lado del gobierno se encontraba el servilismo, la retórica vacía y el oportunismo. Para no dejar lugar a dudas se recordaba cuáles eran las fronteras soberanas entre las dos repúblicas -la de los políticos profesionales y la de los intelectuales y escritores-, en qué consistía la diferencia cualitativa característica de ambas ciudadanías y, por supuesto, la distinción que caracterizaba a la de las letras. El guante arrojado por el régimen de Díaz Ordaz, similar al de color blanco utilizado por los integrantes del batallón “Olimpia”, había sido recogido por los escritores, quienes lo devolvían poniendo por delante su superioridad ética y moral.

El 6 de noviembre “La cultura en México” dedicó su editorial “Actitudes. Nuestra solidaridad con Octavio Paz”, firmada por Benítez, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Vicente Rojo, a comentar la renuncia del poeta a su cargo de embajador en la India. El texto enfatizaba las incongruencias y contradicciones de las versiones oficiales sobre el cese de Paz y aprovechaba para expresar claramente la concepción que los escritores tenían de su autoridad moral sobre la burocracia. Ahí se exponía:

Octavio Paz [... ] asumió su progenitura de poeta y de mexicano, lo que significa asumir una responsabilidad total. Ahí queda por un lado la prosa burocrática de los que no dimiten nunca, punto final a una honrosa trayectoria de veinticinco años, y por el otro, un breve poema donde la ira y el desprecio han sido expresados con una claridad deslumbradora. Su terrible peso ha inclinado la balanza a favor de la justicia y de la verdad sin equívocos y ya de una manera definitiva, pues tal es el privilegio de un gran poeta (Benítez et al., 1968).

La república de las letras cerraba filas junto a Paz. Desde París, inmediatamente después de conocer la noticia sobre su renuncia a la embajada, Carlos Fuentes le escribió para ofrecerle solidaridad, casa, ayuda económica o lo que necesitara, y junto con Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa y José Donoso, acudió a recibirlo a su llegada semanas después a Barcelona.

El poder había mostrado cuáles eran sus atributos, en dónde radicaba su capacidad de decisión y acción sobre la sociedad y de qué tipo era su lenguaje. Frente a él los escritores reafirmaban su convicción de que su monopolio sobre el buen uso de las palabras era su soberanía y que, por ende, la razón les pertenecía. Para los escritores las fronteras estaban delimitadas con precisión y cada uno de esos poderes era ejercido de forma absoluta por sus poseedores particulares en sus respectivos ámbitos. El lenguaje de los gobernantes era burocrático y anquilosado; el de los escritores era de una “claridad deslumbradora” y de un “terrible peso” que inclinaba la balanza de la justicia y la verdad a su favor.

José Revueltas cayó preso en noviembre de 1968. Mientras tanto, Octavio Paz inició un largo periplo por diversas ciudades y universidades europeas y estadounidenses, que significó un exilio de facto que terminaría hasta febrero de 1971, una vez concluido el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.

Con este clima de represión y reflujo concluyó el año olímpico. Una nueva fase, caracterizada por las secuelas de los recientes turbulentos acontecimientos, estaba por empezar. Las consecuencias del 68 serían de larga duración, tanto así que treinta años después altos representantes de ambas repúblicas de nueva cuenta polemizarían acremente sobre el deslinde de responsabilidades de aquellos trágicos acontecimientos.4

La mañana siguiente. Encuentros, cooptaciones y desencuentros

En los primeros meses de 1969 empezó a circular subrepticiamente en México el célebre libelo titulado El Móndrigo, que fue un intento gubernamental por combatir a los escritores en su propia arena, en las letras, en las publicaciones. El libro, editado bajo una firma inexistente (Editorial Alba Roja, S.C.L.), se distribuía de manera gratuita por correo. Pretendía ser el diario de un estudiante muerto (del cual nunca se daba el nombre), el 2 de octubre, en el Edificio Chihuahua de la Unidad Habitacional Tlatelolco, quien traía atado a su cintura un portafolio donde, además de 3 587 pesos, cantidad bastante respetable para esa época, había cargado un legajo de 250 páginas que constituían esas crónicas personales.

El panfleto presenta una estrambótica versión en la cual el movimiento estudiantil había sido una operación organizada por diversos grupos e intereses nacionales e internacionales (desde la CIA hasta políticos autóctonos que habían colaborado en gobiernos anteriores, pasando por intelectuales y diversas organizaciones políticas de izquierda) que tenía como objetivo final el derrocamiento del gobierno de Díaz Ordaz, mediante un golpe de Estado para imponer una dictadura afín a los intereses estadounidenses. En sus páginas desfilaban los nombres de una multitud de personajes de la política y de la cultura, a quienes se responsabilizaba de haber instigado al movimiento estudiantil. De estos últimos, además de los señalados meses atrás por Elena Garro, ahora se agregaban a la lista: Juan José Arreola, Daniel Cosío Villegas, Julio Scherer y Excélsior, Rosario Castellanos, Mario de la Cueva, Eli de Gortari, Alonso Aguilar, Leopoldo Zea, Víctor Flores Olea y Luis Villoro, entre otros.

A través de esa pluma anónima el poder despotricaba contra la traición y cobardía de la república de las letras e, incluso, aprovechaba para mofarse del elemento central que la distinguía, así como de algunos aspectos de la imagen estereotipada que los caracterizaba. Ahí se leía:

Me río de los escritores, de los periodistas y de los filósofos que, para expresar su pensamiento, su emoción y su ciencia, acuden a la palabra que es la deformación del pensamiento y tienen que recurrir al tormentoso trabajo de escribir… ¡qué horrible es eso de escribir!... Debe de ser muy malo como para que les paguen por eso [… ] ¡Oh!, los lentes de mis amigos que son para algo elegante y que les da aspecto de intelectualidad [… ] Compadezco a los hombres que tienen sonrisas de triunfo después de un mal artículo, o de un peor libro, o de un infame cuadro (Anónimo, s.f.: 154-155).

En septiembre de 1969, Carlos Monsiváis decidió abordar directamente el hecho de que en los últimos meses se responsabilizara y acusara a los intelectuales de todos los males existentes en nuestro país y, sobre todo, del movimiento del 68. Lo primero que el autor de Días de guardar se preguntó fue de qué se les acusaba, concluyendo que todo se remitía al simple hecho de ser intelectuales, ya que:

Un “intelectual” es -y procederé sin jerarquizar- dentro del mundo de las fantasías populares mexicanas el enemigo innato, el desprecio a lo espontáneo y lo puro, el desafío a nuestras tradiciones, la negación de nuestro modo de ser, el demonizador de la realidad guadalupana, el blasfemo, el perverso, el pervertido, el hombre que nos desprecia, la burla orgánica hacía todo lo que somos y constituimos. Para el político, por ejemplo, el intelectual ha sido [... ] la oportunidad de corporeizar su culpa (popsicología) o el reproche que un académico impertinente le arroja, no advirtiendo que la política es asunto de toma y retención del poder, no de la sabiduría, o, finalmente, la forma en la que se manifiesta el resentimiento de los-que-no-llegaron (Monsiváis, 1969).

El autor señalaba que, paradójicamente, al intelectual se le descalificaba por no tener dinero (es un resentido, amargado, que crítica a los que sí lo han hecho) o por poseerlo (se le desdeña por ganarlo sin esfuerzo). Además, para el poder el intelectual no es un aliado de los obreros y campesinos, sino más bien un ser ingrato y miserable que, dejando de lado los beneficios culturales de la Revolución, se la pasa cuestionando el legítimo ejercicio de mando del gobierno en turno. Finalmente, Monsiváis veía en la furiosa andanada acusatoria contra los intelectuales el reconocimiento implícito de que ellos eran los hacedores de la realidad, ya que, si antes se acusaba a la naturaleza de los desastres que sobrevenían a la nación, el que esa fuerza natural fuera sustituida por los intelectuales los ponía a ambos en el mismo rango:

Todo denigramiento irracional hace las veces de homenaje ferviente. En el presente empeño oficial de adjudicarle a los “intelectuales” (las comillas, insisto, son suyas) la responsabilidad por las desgracias antes atribuida a la Naturaleza, el antiintelectualismo eleva a su mezquino modo a los “intelectuales” al orden de hacedores de la realidad. De este ensalzamiento a la inversa que unos respondan y otros se hagan merecedores (Monsiváis, 1969).

1970 empezó con una atmósfera marcada por el proceso electoral presidencial, que se desarrollaría a mediados de año. Durante los meses de campaña el clima de linchamiento moral contra los escritores se mantuvo incólume. Por ejemplo, en marzo, en las páginas de El Día se publicó una caricatura titulada “La nueva pirámide”, hecha por Alberto Beltrán, en donde se afirmaba que era natural que existieran grupos de intelectuales que se sentaran sobre los demás, de la misma forma en que anteriormente los aristócratas lo habían hecho. En la punta de esa pirámide, por encima de todos, se veía a José Luis Cuevas diciendo: “Mueran los petates y los nopales”; a Carlos Monsiváis exclamando: “Abajo los aztecas”; a Fernando Benítez confesando: “¡Somos genios!”, y a Carlos Fuentes declarando: “Somos aristócratas intelectuales”. Octavio Paz era el único en silencio.

La respuesta en las páginas de “La cultura en México” corrió a cargo de Carlos Fuentes. El autor de La región más transparente apuntaba que era significativo que en esas viñetas los intelectuales se ubicaran en los lugares que antes habrían ocupado los explotadores y represores, y se preguntaba:

¿Cómo hemos llegado a tan privilegiada posición? Sencillísimo: trabajando con independencia del erario público y manteniendo una actitud crítica y libre ante un poder que, en México, todo lo avasalla, todo lo compra, todo lo corrompe, todo lo somete. En efecto, como México no hay dos: sólo que aquí se convierten en opresores del pueblo quienes se oponen a los opresores del pueblo (Fuentes, 1970: II).

El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz llegó a su fin el 30 de noviembre de 1970. Un día después Luis Echeverría Álvarez asumió la presidencia del país, dando inicio una nueva fase en la relación entre el poder político y los intelectuales. A partir de la entrada del nuevo gobierno su estrategia para convivir con la república de las letras se modificó radicalmente. El ahora presidente, quien durante el régimen anterior había sido Secretario de Gobernación, comprendió que el sistema debía abrir ciertas válvulas de escape para aliviar las presiones sociales que se habían evidenciado dos años atrás. En esa estrategia la intelligentsia estaba llamada a jugar un papel central. La modificación planteada ocasionaría fuertes disputas al interior del gremio intelectual, pues el tema de su papel en la sociedad y, en consecuencia, del tipo de vínculos que debían construir con el poder, ocuparía nuevamente su reflexión. Las pasiones hicieron acto de presencia.

La necesidad de reconstruir un tejido social desgarrado pasaba por tener el apoyo, entre otros, de los sectores ilustrados del país. Bajo el aura de la apertura democrática, de la integración y asunción de una serie de banderas y expectativas que habían hecho su aparición en 1968, el nuevo gobierno enfiló hacia esas metas parte de sus esfuerzos. El intento echeverrista de acercarse a los intelectuales y de integrar al gobierno a muchos de los que habían manifestado su descontento y anhelo por construir nuevas formas de participación política tuvo estrategias claras y perfectamente detectables. El reparto de dinero a través de puestos burocráticos, viajes, becas y demás estímulos de esa índole fueron abundantes.

Las consecuencias de lo sucedido el jueves 10 de junio de 1971, cuando grupos paramilitares organizados por el gobierno masacraron la primera marcha de importancia que se realizaba en la Ciudad de México desde 1968, también se dejaron sentir al interior del gremio intelectual. Esa tarde los afanes democratizadores del régimen echeverrista, que apenas llevaba medio año en el poder, se mostraron como una simple mascarada. La versión oficial señaló que la agresión había sido montada por la derecha nacional, en connivencia con las autoridades de la capital del país, con el objetivo de desprestigiar a un presidente que se caracterizaba por su voluntad democrática, por lo cual Echeverría decidió destituir tanto al regente de la ciudad como al jefe de la policía, además de lanzar las consabidas promesas de aclarar con todo detalle el caso y deslindar las respectivas responsabilidades en un plazo máximo de dos semanas.

La sociedad una vez más se estremeció y la república de las letras se enfrentó a una nueva coyuntura que habría de fraccionarla: confiar en los afanes democratizadores de Echeverría pues -decían- el peligro de la imposición de algún gobierno de tufo fascista era real, o mantener la distancia y autonomía necesaria para que el ejercicio de la crítica pudiera realizarse a cabalidad. El gremio se dividió entre quienes consideraban pertinente dar un voto de confianza al nuevo presidente en sus afanes democratizadores de cara a la existencia real de una ofensiva de los sectores sociales y políticos de derecha, y por otra parte los que sostenían la obligación intelectual de mantener la autonomía y distancia del poder gubernamental como requisito fundamental para realizar la actividad intelectual por antonomasia: una crítica libre, independiente, sin compromisos.

Aquellos fueron los años de:

  • la sentencia “Echeverría o el fascismo” sostenida por Fernando Benítez y avalada por Carlos Fuentes;

  • el “Caso Padilla”, que significó la primera gran ruptura de los intelectuales latinoamericanos con la Revolución cubana, la cual hasta ese entonces tenía un apoyo casi unánime dentro de la república de las letras;

  • el gobierno mexicano financiando apoyos dinerarios directos, becas y viajes al extranjero para los creadores artísticos e intelectuales;

  • el regreso de Octavio Paz a México y la fundación de Plural bajo los auspicios Julio Scherer, director de Excélsior;

  • la consolidación de Luis Spota como el cronista y novelista representativo del régimen;

  • la participación de Octavio Paz y Carlos Fuentes en los trabajos fundacionales del Partido Mexicano de los Trabajadores;

  • el “jet de redilas”, es decir, de los viajes pagados por el gobierno a muchas personalidades de la cultura y la intelligentsia para que acompañaran al primer mandatario a algunas giras internacionales. Paseos que concluían con la necesaria exención de revisiones aduanales para que los viajeros pudieran ingresar libremente la “fayuca” comprada en los lugares visitados;

  • los libelos contra Daniel Cosío Villegas a raíz de sus trabajos críticos sobre la figura presidencial;

  • el golpe al Excélsior de Scherer y el surgimiento del semanario Proceso y el diario Unomásuno;

  • el nombramiento de Carlos Fuentes como embajador de México en Francia, cargo al cual renunció tiempo después, cuando el expresidente Gustavo Díaz Ordaz fue nombrado embajador en España, etc.

Todo lo anterior caminó junto a una infinidad de historias y anécdotas cuyo común denominador fue haberse desarrollado siempre dentro de los ejes reflexivos sobre cuáles debían ser los vínculos y los límites de las relaciones entre los intelectuales y el poder encarnado en el espacio de los políticos profesionales.

1968 permitió atestiguar la división profunda existente en gremio intelectual, que comprobaba que la cultura es un espacio más de la lucha en donde el poder se esfuerza por imponer condiciones de dominio. Asimismo, con las posteriores disputas, acercamientos y coqueteos habidos entre ese poder y la intelligentsia, fue claro que la discusión sobre la ubicación de la línea divisoria de la relación entre la actividad intelectual (el ejercicio de la crítica) y el poder es una definición arbitraria que se consolida de acuerdo con el interés y la necesidad de quien la esgrime, pues cada uno de los ciudadanos de la república de las letras la delinea a conveniencia. Ser asesor, comisionado, proveedor/contratista, amigo, invitado social, consejero, burócrata en distintos niveles, deudor de favores, receptor de publicidad, asalariado, diplomático, becario, militante, corrector de discursos, etc., son algunas de las múltiples facetas que, de acuerdo con quien sea el sujeto que se pretende ubicar, marcan los límites de, por ejemplo, la independencia, autonomía, libertad o compromiso que garantizan que un intelectual siga ejerciendo plenamente lo único a lo que está obligado: la crítica. Así, lo que en unos es deshonra y entreguismo, en otros es reconocimiento a sus ilustres talentos, de acuerdo con quien utilice ese arbitrario y discrecional linde.

En pleno siglo XXI, ya es tiempo de pensar que este anhelo de encontrar una lámpara similar a la utilizada por Diógenes para encontrar a los intelectuales que sí sean virtuosos, honestos, críticos, libres, autónomos, independientes y un grandísimo etcétera no es más que un anhelo imposible de cumplir, en virtud de se trata de un falso problema. 1968 significó, entre otras cosas, el momento en que comenzamos a percatarnos de ello, pues nuestra comprensión de la relación entre intelectuales, poder y sociedad se trastocó paulatinamente al ver el accionar de la república de las letras durante los acontecimientos de aquel verano, así como las crisis posteriores por las que pasó, al tener que definirse de cara a un régimen que anhelaba tener a la intelligentsia de su lado. Es por ello que lo afirmado por Juan José Arreola en el epígrafe elegido para iniciar este artículo, es absolutamente cierto: 1968 constituyó un parteaguas en la lucha entre los intelectuales y el poder político.

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1Las fotografías eran de Héctor García, mientras que se asignaba el pseudónimo de “Walt Disney” al autor de los textos en las viñetas (Disney y García, 1965).

2“En 1968 el Poder novelizó a través de la prensa los acontecimientos del 2 de octubre y estatuyó su verdad de los hechos. En cierto modo Gustavo Díaz Ordaz escribió una mala novela sobre la masacre, pero nadie creyó en su versión y todo mundo dedujo, como en aquella obra de Agatha Christie, que el narrador era el asesino” (Campbell, 1994: 142).

3También se leía: “‘Tus corresponsales’ dotaron de armas de alta potencia, dinamita y odio [... ] tu condena debió dirigirse a esos intelectuales, esos ‘directores del desastre de los jóvenes’.”

4En febrero de 1998, a raíz de la publicación de La presidencia imperial, de Enrique Krauze, el expresidente Luis Echeverría descalificó al autor acusándolo de no ser un historiador, sino tan solo un escritor de panfletos, extendiendo la afrenta hasta Octavio Paz, pues lo responsabilizó de que Krauze hubiera escrito en 1987 un artículo contra Carlos Fuentes con el objetivo de que el director de Vuelta tuviera menos competencia en la disputa por el Premio Nobel. La respuesta de ambos no se hizo esperar, sumándose a la de algunos exlíderes del movimiento y diputados de oposición. Ellos le espetaron a Echeverría que era un calumniador intentando eludir su responsabilidad, al argüir otra vez el absurdo de que, en la tarde del 2 de octubre, los estudiantes habían empezado el tiroteo contra el ejército (Reforma, 1999).

5Xavier Rodríguez Ledesma es licenciado y maestro en Sociología, y doctor en Ciencia Política. Es docente-investigador de la Universidad Pedagógica Nacional (México) e Investigador Nacional. Es autor de múltiples artículos sobre la relación entre intelectuales y poder en el México contemporáneo y acerca de los problemas en la enseñanza de la historia. Entre sus libros se cuentan: El pensamiento político de Octavio paz. Las trampas de la ideología (1996); Escritores y poder. La dualidad republicana en México, 1968-1994 (2001) y El poder frente a las letras. Vicisitudes republicanas (1994-2001) (2003).

6Alguna información presentada en este artículo aparece en dos de mis libros anteriores (Rodríguez, 2001; 2015).

Recibido: 29 de Junio de 2018; Aprobado: 15 de Julio de 2018

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