“Y quien lea inteligentemente la Biblia
se dará cuenta de que Moisés se vio obligado,
si quería que sus leyes y ordenamientos
salieran adelante, a matar a infinitos hombres,
que se oponían a sus designios movidos
sólo por la envidia”
Discursos sobre la primera década de Tito Livio, III, 30
Introducción: Moisés en Florencia
Dentro de la importante cantidad de personajes que pueblan los escritos de Maquiavelo, Moisés ocupa un lugar de especial importancia. Werner Gundersheimer sostiene, de hecho, que “uno de los héroes sobre los que Maquiavelo se encontraba reflexionando en 1513, y a partir del cual parece haber modelado su príncipe, fue Moisés” (1987: 44).1 Esto no resulta del todo sorpresivo debido a la importante presencia de Moisés en el ambiente intelectual florentino durante los años previos a la redacción de El Príncipe. Dentro de dicho contexto, el líder de los judíos era percibido como el paradigma del gobernante sabio platónico, del legislador que dota de forma política a un pueblo por medio de una Constitución.
Esta interpretación habría sido introducida en la Florencia renacentista por dos vías, o quizá mejor dicho, diásporas distintas: la de los filósofos neo-platónicos bizantinos, por un lado, y la diáspora árabe y judía, por el otro. El principal representante de la primera vía es Gemistos Pletón, filósofo bizantino, cuyo arribo a Florencia en 1438, con ocasión del Concilio de Ferrara, marcaría, de acuerdo a Marsilio Ficino, la entrada de Platón a la ciudad (Blum, 2010: 96). Pletón consideraba al cristianismo y al aristotelismo como los principales responsables de la corrupción que habría conducido a Grecia hacia la descomposición política, dejándola expuesta a la amenaza representada por Mehmed II. A las teologías cristiana y aristotélica, Pletón oponía una tradición teológico-filosófica cuyo origen se encuentra en Zoroastro y que se extendería hasta Platón, la cual incluía en su lista de representantes a Moisés, además de nombres como el de Numa Pompilio y Licurgo.
De acuerdo a esta “teología antigua” (prisca theologia), el contenido de la religión se desplegaría a través de la instauración de una constitución civil. A diferencia, pues, del cristianismo, donde los misterios de la religión revelada son administrados por las autoridades eclesiásticas, según la teología rescatada por Pletón los representantes de Dios en la tierra son los filósofos-legisladores, cuya principal labor consistía en traducir al lenguaje político, a través de la creación de una constitución civil, el contenido de la revelación divina.2 Que Maquiavelo no ignoraba del todo esta literatura, lo demuestra el hecho de que en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (II, 5, a continuación D, seguido del libro y número del capítulo) hace una referencia directa a la “teología antigua” (antica teología): “esto se ve claramente observando el comportamiento de la religión cristiana con respecto a la pagana, pues anuló todos sus ordenamientos y ceremonias, y borró todo recuerdo de la teología antigua” (D, II, 5).3
Además de esta vía “neo-platónica”, Moisés, o más precisamente Moisés en cuanto legislador, habría hecho su ingreso a Florencia por medio también del trabajo interpretativo de la comunidad de rabíes y filósofos judíos asentados en la ciudad. Al respecto, cabe señalar que la influencia de esta comunidad y del pensamiento árabe y judío en general llegó a ser tan grande, que hay quienes afirman que Florencia se convirtió en el terreno de un ‘renacimiento’ de la ‘nación Judía’ (Lelli, 2005). Aunque no suele ser reconocido por los historiadores de las ideas, el renacimiento humanista se habría caracterizado no únicamente por un renovado interés por la antigüedad clásica, griega y romana. La recuperación de ambas habría sido acompañada, en efecto, por un interés creciente en la filosofía árabe y judía.4
Dentro de este contexto, una de las figuras intelectuales más relevantes es la de Johannan Alemanno, residente en Florencia entre 1488 y 1497 y que fuera instructor de hebreo de Pico della Mirandola, quien como se sabe, es una figura clave del renacimiento italiano.5 En su tratado Hai ha-Olamin (El Inmortal), en una sección dedicada al problema del gobernante ideal, Alemmano intenta demostrar que éste es a la vez el rey-filósofo de la tradición platónica y el profeta inspirado por Dios de la tradición árabe y judía.6 Interesantemente, para Alemmano Moisés era el paradigma del gobernante ideal que había asumido las funciones de filósofo, legislador y sacerdote.
Si bien no existe evidencia textual suficiente como para establecer con claridad el grado de familiaridad que llegó a tener Maquiavelo respecto de todos estos escritos, no resulta implausible afirmar que estas discusiones no le fueron del todo desconocidas.7 Más todavía, debido a la fluida comunicación entre el grupo de teólogos e intelectuales judíos y los círculos humanistas florentinos de la época, sería más bien extraño que estas ideas no hubiesen llegado a oídos de Maquiavelo, sobre todo cuando se tiene en cuenta el hecho de que Pico della Mirandola, quien vivió en Florencia a finales del siglo XV, poseía en su biblioteca dos traducciones latinas de la Guía de los Perplejos, de Maimónides.8 Ahora bien, aun suponiendo que el florentino no haya ignorado estas interpretaciones platonizantes de la figura de Moisés, lo que sostendré en lo que sigue, es que el Moisés de Maquiavelo posee características distintivas que lo alejan de este marco de lectura. De hecho, a partir de las referencias directas que hace sobre el líder de los judíos, puede afirmarse que la preocupación principal del secretario florentino, en lo que respecta a la constitución, no es la de su diseño, sino la del aseguramiento del nuevo orden que la introducción de una nueva constitución implica.9
La importante noción de “profeta armado”, que Maquiavelo introduce en el capítulo 6 de El Príncipe, apunta, sugiero, en esta dirección: “Moisés, Ciro, Teseo y Rómulo, no habrían podido hacer observar sus constituciones largo tiempo si hubieran estado desarmados” (P, 6; cursivas mías). Más todavía, en todo este importante capítulo, dedicado a la fundación de un principado totalmente nuevo, Maquiavelo no dice nada acerca del contenido de ninguna de las constituciones creadas por estos grandes fundadores. El florentino se concentra más bien en las dificultades a las que el fundador de un nuevo Estado se enfrenta necesariamente. “Tengamos en cuenta -escribe Maquiavelo- que no hay cosa más difícil de tratar, ni en la que el éxito sea más dudoso, ni más peligrosa de manejar, que convertirse en responsable de la introducción de un nuevo orden político” (Ibídem).
Maquiavelo ofrece dos razones para explicar esta dificultad. La primera es más o menos obvia. El innovador se encuentra con la resistencia de aquella parte del cuerpo político cuyo deseo es mantener el actual orden de cosas: “todo innovador tiene como enemigos a cuantos el viejo orden beneficia” (ibídem). De aquí que “cada vez que los que son enemigos tienen ocasión de atacar, lo hacen con pasión facciosa” (ibídem). La segunda razón que ofrece Maquiavelo al hablar de la dificultad para introducir un orden nuevo, es la tibieza (tepidi) del apoyo que el innovador recibe de quienes se beneficiarán con las nuevas leyes.
Dicha tibieza tendría, a su vez, también un doble origen. Una primera causa es la “incredulità” de los hombres, “que en realidad no confían en las novedades hasta que la experiencia no se las confirma” (ibídem).10 El fracaso de la experiencia republicana bajo el liderazgo de Girolamo Savonarola es explicado por Maquiavelo enfatizando este punto. Savonarola, según Maquiavelo, “se hundió junto a su nuevo orden, tan pronto como la multitud empezó a no creer en él” (ibídem). El fraile dominico, escribe, “no tenía medios para retener a los que habían creído en él ni para hacer creer a los incrédulos” (ibídem). Si bien resulta relativamente fácil convencerles de algo, es bastante difícil mantener a los hombres en dicha convicción, por lo que “conviene estar preparado de tal manera que, cuando dejen de creer, se les pueda hacer creer por la fuerza” (ibídem). Además de la “incredulità”, la otra causa de la “tibieza” entre quienes debían servir de apoyo a quien busca introducir una nueva constitución es el miedo (paura), más precisamente, el “miedo a los adversarios” (ibídem). En efecto, en un escenario en el cual no existe certeza acerca de la derrota de los adversarios del nuevo orden, quienes debieran apoyar las nuevas leyes lo hacen tímidamente, temiendo futuras represalias en caso de que el intento de innovación fracase.
Ahora, hacia el final del capítulo, insistiendo sobre “las muchas dificultades” y “peligros” que deben afrontar estos innovadores, Maquiavelo hace referencia sólo a aquellas generadas por los enemigos de la nueva constitución. El florentino afirma, además, que tales “dificultades y peligros” tienen su origen principalmente en la “envidia”, y escribe que sólo “habiendo destruido a todos cuantos podían envidiar sus cualidades [los innovadores] se mantienen potentes, seguros, honrados, felices” (ibídem). De forma interesante, la referencia a los peligros asociados a este afecto es repetida en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio III, 30, en donde Moisés ocupa nuevamente un lugar preponderante. En este capítulo, el florentino vuelve a asociar la resistencia a la introducción de un nuevo orden con la invidia, e insiste en que “para vencer esta envidia el único remedio es la muerte de los envidiosos” (D, III, 30).
Cuando la muerte de los envidiosos se presenta por causas naturales, escribe Maquiavelo, el creador de una nueva constitución “llegará a la gloria sin escándalo” (ibídem). Sin embargo, como esto no ocurre casi nunca, “le conviene pensar en el modo de quitárselos de en medio, y antes de hacer nada, conviene que tenga medios para superar esa dificultad” (ibídem). A esta afirmación le sigue una referencia directa al texto bíblico, en particular al incidente del becerro de oro, narrado en el libro del Éxodo: “Y quien lea inteligentemente la Biblia [E chi legge la Bibbia sensatamente] se dará cuenta de que Moisés se vio obligado, si quería que sus leyes y ordenamientos salieran adelante, a matar a infinitos hombres, que se oponían a sus designios movidos sólo por la envidia” (ibídem). Comentando este importante pasaje, Harvey Mansfield (1979) sostiene que el hecho de que Moisés se viera obligado a matar a infinitos hombres, significa que “todos los hombres” eran sus rivales.11 Lo que a continuación propongo es que la apelación a la noción de envidia como marco de interpretación del pasaje bíblico nos conduce hacia conclusiones distintas a las que derivan de la lectura de Mansfield.
Maquiavelo, lector de la Biblia
Como señala correctamente John Geerken (1999), este marco interpretativo resulta llamativo, ya que la envidia se encuentra ausente del relato bíblico sobre el becerro de oro.12 El propio Geerken, no obstante, descubre en la Biblia un evento en donde la envidia sí tiene un rol fundamental. Se trata de “Números 16”, donde es narrada la rebelión de Coré, Datán y Abiram -y “su congregación”- en contra del liderazgo de Moisés, suceso que es resumido más adelante, en el libro de los Salmos, de la siguiente manera: “tuvieron envidia de Moisés en el campamento […]. Entonces se abrió la tierra y se tragó a Datán, y cubrió la compañía de Abiram. Y se encendió fuego contra su grupo; ¡la llama quemó a los impíos!” (Salmos 106: 16-18). Así pues, que Maquiavelo interprete “Éxodo 32” como un conflicto entre Moisés y “quienes se le oponían”, producido por la envidia, es una modificación importante de las interpretaciones tradicionales de este pasaje, centradas sobre todo en la cuestión de la guerra entre los servidores de Dios y los impíos.13
De acuerdo al relato bíblico, mientras Moisés se encontraba en el Monte Sinaí recibiendo las Tablas de la Ley, los israelitas habían construido un becerro de oro, el cual adoraban en el momento en que él descendía con las Tablas de la Ley. Una vez que vio el becerro y las danzas a su alrededor, Moisés entró en cólera “y arrojó las tablas de sus manos, y las hizo pedazos al pie del monte” (Éxodo 32: 19). Tras haber destruido las tablas y el becerro de oro,
se paró Moisés a la puerta del campamento, y dijo: El que esté por el SEÑOR, venga a mí. Y se juntaron a él todos los hijos de Leví. Y él les dijo: Así dice el SEÑOR, Dios de Israel: ‘Póngase cada uno la espada sobre el muslo, y pasad y repasad por el campamento de puerta en puerta, y matad cada uno a su hermano y a su amigo y a su vecino’. Y los hijos de Leví hicieron conforme a la palabra de Moisés; y cayeron aquel día unos tres mil hombres” (Éxodo 32: 26-28).
Respecto de esta cita bíblica existe una larga historia exegética. Como ya indiqué, Éxodo 32 fue citado con frecuencia en los extensos debates acerca de la persecución religiosa y la guerra santa” (Walzer, 1968: 4); esto es, en las discusiones sobre la perpetua batalla entre los miembros de la civitas Dei agustiniana y los habitantes de la ciudad terrena. Mientras existan las Dos Ciudades, consideraba Agustín, necesariamente habrá conflicto entre ellas. La persecución religiosa no es sino una de las formas que adquiere esta lucha sempiterna. “La verdad es -escribe Agustín en su correspondencia- que así como los injustos siempre han perseguido a los justos, los justos habrán de perseguir también a los injustos” (citado en ibíd.: 5).
Agustín invoca el libro del Éxodo para dar cuenta de esta ‘doble persecución’. Del mismo modo como Faraón persiguió y oprimió al pueblo de Dios, Moisés habría actuado respecto de los impíos. Ahora, si bien tanto Faraón como Moisés hicieron uso de los mismos métodos, sus objetivos, Agustín consideraba, los diferenciaban. Mientras Faraón era movido únicamente por el ansia de poder, Moisés lo era, según Agustín, por el amor. En lo que es una clara referencia al incidente del becerro de oro, Agustín escribe que mientras Faraón “oprimió al pueblo de Dios con dura servidumbre; Moisés afligió al mismo pueblo pero con el objetivo de corregirlo una vez que éste se hizo culpable de impiedad” (citado en ibídem).14
Una interpretación alternativa de este pasaje, que no se funda sobre el conflicto entre Ciudades, la podemos encontrar en Spinoza ([1670] 1976), para quien el uso de la violencia por parte de Moisés tenía como propósito transformar a una multitud desordenada en un pueblo sometido a las leyes. Una vez en el desierto, liberados del yugo de Egipto, los hebreos podían darse a sí mismos sus propias leyes e instituciones. Sin embargo, sostiene Spinoza, “para nada eran más incapaces que para establecer una legislación sabia y gobernarse por sí mismos; el genio de esta nación era grosero y las miserias de la esclavitud habían enervado casi todas las almas” (p. 125). Por ello, razona Spinoza, “fue preciso que el poder se concentrase en manos de un solo hombre, y que este hombre tuviese autoridad sobre todos y los hiciese obedecer por la fuerza” (ibídem). Abraham Melamed adhiere a esta interpretación cuando afirma que el hecho de que Moisés “haya sido un profeta armado capaz de infligir violencia, fue vital para la realización de sus objetivos, entre los cuales destacaba el de convertir a una multitud salvaje y desordenada en una nación respetuosa de la ley” (2003: 158).
En lo que sigue sostendré que la lectura de Maquiavelo de este pasaje bíblico toma distancia de ambos tipos de interpretaciones. En primer lugar, al referir la cita bíblica a la oposición entre Moisés o, más precisamente, “sus ordenamientos” y aquellos que se le oponían “movidos sólo por la envidia”, el florentino transforma la lucha intemporal entre el bien (cristianismo) y el mal (herejía) en una lucha por hacer perdurar el estado en el tiempo. Así pues, en contra de Agustín, Maquiavelo reinterpreta el pasaje sobre el becerro de oro no como un conflicto entre dos Ciudades, la divina y la terrenal, sino como el enfrentamiento entre Moisés y sus seguidores, por un lado, y los enemigos de los nuevos órdenes (nuovo ordini), por el otro.
Su interpretación difiere también en aspectos importantes de la ofrecida más tarde por Spinoza en el Tratado teológico-político. Como vimos, para Spinoza, a diferencia de Agustín, lo que vuelve necesaria la violencia de Moisés no es la oposición entre las Ciudades divina y temporal sino aquella que existe entre una multitud desordenada, incapaz de autogobernarse, y la unidad del pueblo, la cual sólo es concebible a través de la instauración de la Ley. Contrariamente a esta lectura, para el florentino, el pasaje no gira en torno a la escisión entre el desorden y la unidad producida por la introducción de una constitución. La oposición que los incidentes narrados en Éxodo 32 expresan es más bien, sugiero, aquella que inevitablemente existe entre las dos partes en que se encuentra dividida toda ciudad o república: “en todas las ciudades existen estos dos tipos de humores; que nacen del hecho de que el pueblo no quiere ser gobernado ni oprimido por los grandes; y en cambio los grandes desean dominar y oprimir al pueblo” (P, 9).
Así pues, desde el punto de vista que aquí propongo, la interpretación maquiaveliana del texto bíblico emparenta este pasaje con aquellos lugares de los Discursos dedicados al problema del mantenimiento de un orden recién constituido. En Discursos I, 16, Maquiavelo sostiene al respecto que el “que se hace cargo de una multitud, en régimen de libertad o de principado, y no toma medidas para asegurar su gobierno frente a los enemigos del orden nuevo, constituirá un estado de muy corta vida”. En otra parte escribe de manera similar, que “los que lean las historias antiguas se darán cuenta de que, después de una mutación de régimen político, de república en tiranía o de tiranía en república, es necesaria una persecución memorable de los enemigos de las condiciones actuales” (D, III, 3).
En ambos lugares, Maquiavelo repite la advertencia de que el único modo de asegurarse en contra de los “envidiosos” es mediante el uso de la fuerza. Refiriéndose en particular a un “estado libre”, más precisamente, a un estado que se convierte en libre dejando atrás la tiranía, escribe que “se volverán sus enemigos todos los que se aprovechaban del estado tiránico” (Ibídem). En efecto, al verse privados de las riquezas y privilegios de los que gozaban en el anterior régimen, “no pueden sentirse satisfechos, y se ven forzados a intentar, cada uno por su parte, traer de nuevo la tiranía, para retornar a su antiguo estado” (Ibídem). Para enfrentar este problema el único remedio, concluye enfáticamente Maquiavelo, es “matar a los hijos de Bruto”: “[quien] instaura un estado libre y no mata a los hijos de Bruto, se mantiene poco tiempo” (Ibídem).
Pero ¿quiénes son los hijos de Bruto? En nuestro caso, ¿quiénes son los enemigos del nuevo orden instaurado por Moisés? Es decir, ¿quiénes son aquellos que, ‘movidos sólo por la envidia’, se rebelaron en contra de la constitución mosaica? Como ya dije, contrariamente a la tesis de Mansfield, quien señala que Moisés tenía como rivales a todos los hombres, por mi parte sostengo que en la interpretación del florentino los enemigos de “sus ordenamientos” pertenecían a una parte bien identificable del cuerpo político, a saber, los pocos -o grandi, para utilizar el lenguaje de Maquiavelo. Esto último, en mi opinión, resulta claro cuando leemos Discursos III, 30 a la luz del texto bíblico, específicamente a través de “Números 16”, donde es narrada una rebelión en contra de Moisés (“y sus ordenamientos”) producida por la envidia.
En “Números 16”, en efecto, se cuenta cómo Datán y Abiram, junto con Coré, “se levantaron contra Moisés con doscientos cincuenta varones de los hijos de Israel, príncipes de la congregación” (Números 16: 2). El motivo de su rebelión era que consideraban que Moisés y Aarón gozaban de una preeminencia que resultaba injustificable al interior de la congregación: “Y se juntaron contra Moisés y Aarón y les dijeron: ¡Basta ya de vosotros! Porque toda la congregación, todos ellos son santos, y en medio de ellos está Jehová; ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación de Jehová?” (Números 16: 3). Lo que reclamaban a Moisés estos ‘doscientos cincuenta hombres’ era el haberse puesto por encima de toda la congregación, tiranizando de este modo, según ellos, al resto de sus miembros.15
Comentando este capítulo, Martin Noth sostiene que “en este pasaje se nos señala claramente la existencia de una facción” (1968: 125).16 A pesar, pues, de hablar en nombre de toda la congregación, Darán, Abiram y Coré representarían en realidad los intereses de tan sólo una parte de ella. Sobre esto, Noth resalta que el texto bíblico haga referencia, en más de una ocasión, para referirse al grupo de hombres en rebeldía, a su congregación, esto es, la de Coré, distinguiéndola de modo implícito de la congregación conformada por todo el pueblo de Israel:
Cuando oyó esto Moisés, se postró sobre su rostro; y habló a Coré y a toda su congregación, diciendo: Mañana mostrará Jehová quién es suyo, y quién es santo, y hará que se acerque a él; al que él escogiere, él lo acercará a sí. Haced esto: tomaos incensarios, Coré y toda su congregación, y poned fuego en ellos, y poned en ellos incienso delante de Jehová mañana; y el varón a quien Jehová escogiere, aquel será el santo (Números 16: 4-7 [Las cursivas son mías]).
Para Noth, el uso repetido de la palabra congregación es evidentemente intencional. “Con su séquito -escribe-, Coré ha creado de modo arbitrario un remedo de ‘congregación’, creyendo además que puede hablar en representación de la verdadera ‘congregación’ en su conjunto” (1968: 124). Ahora, puesto que no hablaban en nombre de toda la congregación, ¿a qué parte de la comunidad representaban estos “varones de renombre” (Números 16: 2)? ¿Los intereses de quienes se proponía defender esta particular “congregación”?
En otras palabras, ¿qué grupo social se levantó, ‘movido sólo por la envidia’, en contra del liderazgo y las instituciones de Moisés (y Aarón)? Que los “príncipes de la congregación” equivalen a los “pocos” o grandi se hace evidente en la respuesta de Moisés a sus reclamos:
¿No os es suficiente que el Dios de Israel os haya separado del resto de la congregación de Israel, para acercaros a sí, a fin de cumplir el ministerio del tabernáculo del SEÑOR, y para estar en la congregación para ministrarles, y que se te ha acercado a ti, Coré, y a todos tus hermanos, hijos de Leví, contigo? (Números 16: 9-10 [Las cursivas son mías]).17
Sugiero que el uso del término “separados del resto” nos señala que Coré y su grupo gozaban de una posición especial al interior de la congregación. No satisfechos con este lugar, sin embargo, pretendían un mayor poder al interior de la congregación (“¿Procuráis también el sacerdocio?”-les pregunta Moisés [Números 16: 10]), motivados únicamente, como el pasaje de Salmos deja bien en claro, por la envidia sentida hacia el liderazgo ejercido por Moisés.18
Así pues, Geerken está en lo correcto cuando afirma que para Maquiavelo la matanza de los 3,000 en Sinaí no fue tan sólo una respuesta necesaria a la rebelión, sino que fue también una respuesta necesaria a una de las causas de la rebelión, a saber, la envidia. “En la mente de Maquiavelo -escribe correctamente este autor- no cabía ninguna duda de que las rebeliones comienzan con las facciones, las facciones con el descontento y el descontento con la envidia” (1999: 589).19 Lo que Geerken no percibe, sin embargo, es que la envidia es, para Maquiavelo, un afecto que caracteriza a los ‘grandes’.20
Geerken, por lo tanto, sostiene de modo correcto que la mera presencia de la envidia puede hacer inútiles “los esfuerzos de cualquier legislador, fundador o príncipe a menos que, como a la gangrena en el cuerpo humano, se la elimine mediante la amputación” (p. 590). No obstante, al no distinguir el carácter aristocrático de la envidia, su análisis no llega hasta sus últimas consecuencias. En suma, cuando afirma que la “rebelión en el Sinaí es una instancia del enfrentamiento entre la virtù de Moisés, por un lado, y la necesidad, por el otro, aquí en la forma de una rebelión” (Ibídem), no lleva a su conclusión lógica el vínculo que él mismo descubre entre este incidente y el levantamiento de los ‘príncipes de la congregación’ en contra de Moisés en el desierto.
Para Maquiavelo, ciertamente, Moisés “no tuvo más remedio que recurrir a la violencia con el fin de preservar su governo” (ibídem). Esta afirmación es correcta, sin embargo, solamente cuando se añade que esta violencia estaba dirigida en contra de aquella parte del cuerpo político cuyo deseo es el de oprimir al pueblo. Lo que propongo es, pues, que el pasaje sobre Moisés en Discursos III, 30 adquiere sentido únicamente cuando se lo lee teniendo en consideración esta ‘otra’ rebelión, cuyo contenido aristocrático es evidente, narrada en Números 16.
Moisés o de cómo combatir la envidia (de los grandes)
En un interesante ensayo, Christopher Lynch señala, correctamente a mi juicio, que tanto en la Biblia como en los Discursos, el incidente del becerro de oro representa para Moisés lo que podría denominarse un “momento político de la verdad” (2006: 175). Se trata, en efecto, de un momento de crisis en el que sus instituciones y liderazgo son puestos en entredicho. Si quería que el orden instituido por él pudiera durar en el tiempo, Moisés se vio obligado a actuar violentamente. En lo que no concuerdo con el análisis de Lynch, sin embargo, es en que éste interpreta la amenaza al nuevo orden como producto de la desafección del pueblo. El pueblo, de acuerdo a este autor, habría abandonado a “Moisés al cometer un acto de idolatría” (ibídem). Por mi parte, considero que al convertir dicho evento en una lección acerca del combate de la envidia, Maquiavelo transforma lo que en la narrativa bíblica es ciertamente un acto de desafección, en la forma de la idolatría, en un levantamiento de carácter antipopular. El tema en cuestión, proponemos, no es el de la desafección del pueblo, sino el de la insolencia de los grandes.
Una consecuencia de la interpretación que aquí propongo, ya anticipada líneas arriba, es la de que “las leyes y ordenamientos” de Moisés, esto es, su constitución, no tienen como efecto sancionar, ni mucho menos producir, la unidad del pueblo de Israel -tal como sugieren las interpretaciones derivadas de la lectura de Spinoza. Por el contrario, los nuevos órdenes de Moisés tienden más bien a reproducir la división constitutiva de toda ciudad o república. En su libro Éxodo y revolución, Michael Walzer (1985) afirma, refiriéndose también a los eventos en torno al becerro de oro, que es posible interpretar la pregunta de Moisés “¿quién está del lado del SEÑOR?” (Éxodo 32: 26) como estableciendo una división al interior de la propia comunidad. Este llamado, sostiene Walzer, tiene el efecto de “crear un subgrupo -podría decirse, una vanguardia- cuyos miembros anticipan, al menos en sus propias mentes, al ‘pueblo libre’ del futuro” (p. 61). Obligada por las circunstancias del momento, en particular por la mentalidad esclava aún predominante entre el pueblo judío, esta vanguardia, los “magistrados del futuro”, “debía en el presente -escribe Walzer- gobernar mediante la fuerza” (ibídem).
De modo similar a Walzer, también interpreto el llamado de Moisés como instituyendo, o quizá mejor dicho, sancionando una división dentro de la comunidad. La diferencia entre mi perspectiva y la de este autor es que, en mi lectura, esta división no es la que separa a una ‘vanguardia revolucionaria’ del resto de la población, sino la que divide al cuerpo político en dos partes en conflicto, a saber: grandes y pueblo. De este modo, cuando Moisés exclama “póngase cada uno la espada sobre el muslo” (Éxodo 32: 27) se estaría dirigiendo a los miembros del pueblo, a quienes procede a armar con el objetivo de asegurar las instituciones de la república en contra de la envidia de los grandes.21 Este es justamente, considero, el sentido de la ya aludida distinción entre el “profeta armado” (Moisés) y el “profeta desarmado” (Savonarola) establecida por Maquiavelo. El “profeta armado” es, desde esta perspectiva, aquel que con el objetivo de combatir la envidia de los grandes procede a armar el deseo del pueblo de no ser dominado. Quien, para decirlo de otro modo, se enfrenta a la insolencia de la aristocracia, cuyo deseo es el de dominar al pueblo, con el ánimo del pueblo en armas.
Moisés, Savonarola y lo “extraordinario”
Esto último resulta claro una vez se tienen en cuenta las dos figuras de la política florentina que Maquiavelo opone a Moisés en Discursos III, 30, Piero Soderini y Girolamo Savonarola.22 Acerca del gonfaloniero, Maquiavelo escribe que “creía poder desterrar la envidia con el tiempo, con su bondad, con su fortuna, con los beneficios” (D, III, 30). “Creía -Maquiavelo continúa- poder vencer a todos aquellos que se le enfrentaban por envidia sin ningún escándalo, violencia ni tumulto” (ibídem).23
Si bien Maquiavelo reconoce que Soderini era consciente de que “la condición y las ambiciones de los que se le oponían le daban motivos para librarse de ellos”, éste nunca “se decidió a hacerlo” (D, III, 3). Suponía, equivocadamente, “que premiando a alguno se eliminaba su enemistad” (ibídem). Por eso, acerca de Soderini, Maquiavelo concluye que, “por no saber asemejarse a Bruto, perdió, junto con su patria, el gobierno y la reputación” (ibídem).
La contraposición de Moisés con Girolamo Savonarola resulta aún más reveladora, puesto que el fraile dominico llegó a identificar su misión reformadora con el primero. De hecho, en sus sermones sobre el libro del Éxodo, en los que insistía en el paralelo histórico entre la Florencia contemporánea -sometida al dominio Médici y al papado romano- y el Israel bíblico, Savonarola llego incluso a autoproclamarse como un nuevo Moisés.24 Gracias a la publicación de su correspondencia, sabemos que Maquiavelo estuvo presente en algunos de estos sermones.25
El florentino señala que al igual que Soderini, Savonarola era consciente de la necesidad de salvaguardar las instituciones de la república de la amenaza encarnada por los “hijos de Bruto”. Ahora, a pesar de que “sus sermones están llenos de acusaciones contra los sabios del mundo y de invectivas contra ellos, pues llamaba así a los envidiosos y a los que se oponían a sus planes”, Savonarola no pudo derrotar a sus adversarios “por carecer de la autoridad suficiente para poderlo hacer” (D, III, 30).26 Así pues, “ambos fracasaron, y su fracaso se debió a no haber sabido o podido derrotar a la envidia” (ibídem).
Ahora bien, lo dicho acerca de ambos personajes no confirma necesariamente la idea de que el modo de combatir la envidia de los grandes es armando el deseo del pueblo de no ser dominado. La crítica del florentino en estos pasajes apunta casi exclusivamente al uso de la violencia en contra de los adversarios del nuevo orden. La enseñanza parece reducirse, en efecto, a que ni la bondad, los beneficios, el tiempo o los sermones, son suficientes para aplacar la envidia de los grandes. En suma, a que la envidia sólo es susceptible de ser derrotada mediante la fuerza, sin especificar nada acerca de la naturaleza o el origen de dicha fuerza.
Maquiavelo, no obstante, complementa su crítica del “profeta desarmado” Savonarola en varios otros pasajes de los Discursos. La que me parece la referencia más relevante para nuestra discusión tiene lugar en el capítulo 45 del libro primero, donde Savonarola es criticado por haber pasado por alto una ley en cuya creación él mismo había jugado un rol relevante. Resistida abiertamente por los grandi, se trataba de una ley de apelación cuyo objetivo era el de dejar en manos del pueblo la decisión última sobre la aplicación de la pena capital. Junto a la creación del Gran Consejo, esta ley es considerada una de las innovaciones institucionales más importantes del período savonaroliano.27
Maquiavelo (D, I, 45) expone del siguiente modo estos hechos:
[h]abiendo Florencia reordenado el estado, después del 94, con la ayuda de fray Girolamo Savonarola, cuyos escritos muestran la doctrina, la prudencia y la virtud de su ánimo, y habiendo hecho los ciudadanos, entre otras constituciones, una ley protectora de la seguridad, por la que se podían apelar ante el pueblo aquellas sentencias que, en asuntos de estado, hubieran dictado los ocho y la Señoría, ley que apoyaron durante mucho tiempo y que obtuvieron con gran dificultad, sucedió que poco después de la confirmación de ésta fueron condenados a muerte por la Señoría, por motivos de estado, cinco ciudadanos, y queriendo éstos apelar, no se les permitió, y no fue observada la ley. 28
Más todavía, Savonarola, “en tantos sermones como hizo después de rota la ley, nunca acusó ni excusó a quien la había roto, porque no podía acusarlo, pues su acción había sido conveniente para sus designios, y no podía tampoco excusarlo” (D, I, 45). Según Maquiavelo, “esto le arrebató más reputación a aquel fraile que ningún otro incidente” (ibídem), ya que si la ley de apelación era algo útil, debió haberla hecho observar; y si no lo era, no habría tenido ningún sentido proponerla.
Al ser pro-Médici, cinco los conspiradores acusados, la opinión negativa de Maquiavelo referente al rechazo al recurso de apelación en este caso es sorpresiva, ya que parece contradecir lo afirmado en Discursos III, 30 acerca de la necesidad de “matar a infinitos hombres”. En efecto, ¿cómo conciliar esta defensa de los procedimientos legalmente instituidos con la necesidad de desterrar la envidia por cualquier medio? ¿No era el propio Maquiavelo el que criticaba a Soderini por creer que podía derrotar a sus enemigos “sin ningún escándalo, violencia ni tumulto”? Al interior del discurso maquiaveliano, ¿Moisés acaso no representa la necesidad de hacerse con una autoridad extraordinaria en orden a defender las instituciones de la república de la amenaza de los grandes?.
Después de todo, la lección política que parecía extraerse de la crítica a Soderini y Savonarola era que para tener éxito en el combate de la envidia, ambos deberían haber recurrido, tal como hizo Moisés, a métodos extraordinarios para eliminar a los enemigos de sus ordenamientos.29 ¿Y no es la violación de dicha ley justamente un método extraordinario para deshacerse de los envidiosos? Se podría fácilmente sostener que la violación de la ley de apelación estaba motivada por una necesidad similar a la que empujó a Moisés a “matar a infinitos hombres”. Siendo esto así, parecería que hay una tensión, si no es que una abierta contradicción, entre ambos pasajes de los Discursos.
Esto no carece de importancia, ya que de existir esta contradicción, el ejemplo de Moisés corre el riesgo de volverse irrelevante. En efecto, si de entrada el uso de medios extraordinarios está reservado sólo a hombres como Moisés, “dignos de hablar con Dios” (P, 6), el reproche a Savonarola y Soderini, en el sentido de no haber actuado como Moisés, carecería de sentido.30 En “Machiavelli´s Political Trials and the ‘Free Way of Life’”, John P. McCormick (2007) ofrece una salida a este aparente dilema. En este escrito, McCormick parte del reconocimiento de que la contraposición entre los exitosos Moisés y Bruto, por un lado, y Soderini y Savonarola, por el otro, parecería sugerir que estos últimos deberían haber recurrido a métodos extraordinarios para eliminar a los enemigos de sus instituciones.
McCormick, sin embargo, identifica en los Discursos un uso alternativo de los términos “ordinario” y “extraordinario”. Refiriéndose en particular a Discursos I, 16, donde Maquiavelo sostiene que le “parecen desdichados los príncipes que, para asegurar su estado, tienen que tomar medidas extraordinarias [vie straordinarie], teniendo a la multitud por enemiga”, 31 McCormick afirma que únicamente aquellos métodos utilizados en contra del pueblo (“la multitud”) pueden ser catalogados como extraordinarios. “En la definición de Maquiavelo -escribe McCormick-, los ‘procedimientos extraordinarios’ para asegurar un nuevo régimen son los adoptados por los fundadores o príncipes que ‘tienen como enemiga a la multitud’, no por quienes se han ganado la ‘amistad del pueblo’” (2007: 399).
En favor de esta interpretación debe mencionarse que en Discursos I, 7, Maquiavelo efectivamente llama “ordinarios” a los procedimientos que, como las acusaciones políticas en Roma, involucran en la decisión a la “universalidad”, contrastándolos con los métodos “privados”, o “extraordinarios”, así como con aquellos que recurren a “fuerzas extranjeras, que son los que arruinan las libertades” (D, I, 7). Más adelante en el mismo capítulo, el florentino contrasta incluso los buenos efectos, relativos a la estabilidad de las instituciones romanas, producidos por el poder que cada ciudadano romano tenía de realizar acusaciones políticas, con “los incidentes acaecidos en Florencia en torno a Piero Soderini” (ibídem). Maquiavelo resume estos eventos diciendo que “sucedieron únicamente por no haber en aquella república ningún procedimiento de acusación contra las ambiciones de los ciudadanos poderosos” (ibídem). Más precisamente, por haber dejado en manos de los “pocos”, y no en el pueblo, el poder último de decisión: “es preciso que los jueces sean bastantes, pues los pocos siempre obran a gusto de los pocos” (ibídem).
Esta contraposición entre procedimientos ordinarios y extraordinarios es, de hecho, reafirmada más adelante por medio del contraste entre los ordini de Roma y Florencia en lo referente a la aplicación de la pena capital. “Digo que -escribe Maquiavelo-, entre otras cosas que ha de tener en cuenta el que desee ordenar una república, está el ver en qué manos se ha de poner la autoridad judicial que otorgue derecho de vida y de muerte [l’autoritá del sangue] sobre los ciudadanos” (D, I, 49). En Roma, afirma el florentino, este asunto se encontraba “bien organizado”, puesto que “estaba previsto poder apelar al pueblo ordinariamente [si poteva apelare al Popolo ordinariamente]” (ibídem, las cursivas son mías). Florencia, en cambio, “tenía puesta esta autoridad en manos de extranjeros, y era el enviado del príncipe el que cumplía tal función, lo que era sumamente pernicioso, pues aquel hombre podía ser corrompido fácilmente por los ciudadanos poderosos” (ibídem).32
En su lectura de El Príncipe, Leo de Alvarez (2008) llegó a conclusiones similares en lo que hace al uso maquiaveliano de los términos “ordinario” y “extraordinario”. Comentando también la distinción entre el ‘profeta armado’ y el ‘profeta desarmado’, este autor sostiene que mientras que el segundo hace depender el éxito de su empresa de la ocurrencia de algún milagro, es decir, de algo extraordinario, el ‘profeta armado’ procede “ordinariamente”. “El propósito del capítulo 6 -escribe de Alvarez- parece ser el de los innovadores, especialmente de los más notables, ordinarios y razonables” (p. 29). Proceder de modo “ordinario” es, por lo tanto, para este autor, estar armado, mientras que estar desarmado es irrazonable e innatural, por lo que concluye que “el profeta desarmado es aquél que busca innovar apoyándose exclusivamente sobre lo maravilloso” (Ibídem).33
Apoyarse sobre lo maravilloso (o milagroso) significa entonces que en ausencia del ánimo del pueblo como fundamento del Estado, el “profeta desarmado” hace descansar el éxito de su empresa en la Providencia divina. Lo anterior es consistente con lo que dice Maquiavelo en El Príncipe acerca de los fundadores de nuevos Estados, donde señala que para tratar bien el tema, se debe examinar si “tienen fuerza propia o si dependen de otros; es decir, si para llevar a cabo su obra tienen que rogar o pueden forzar” (P, 6, las cursivas son mías). La contraposición entre virtù y fortuna con la que Maquiavelo parte el capítulo se convierte aquí, por medio de la apelación a la oración (preghino), en una referencia a la oposición entre la fuerza y la fe, o como lo plantea Claude Lefort, a la “oposición entre la autonomía del hombre y la dependencia de Dios” (2010: 197).
Cuando se depende de otros, o se tiene que rogar a Dios, “no se llega a ninguna conclusión”, por el contrario, cuando “dependen de sí mismos y pueden recurrir a la fuerza, raras veces corren peligro” (P, 6), afirma Maquiavelo.34 Depender de otros, incluso de Dios, es, pues, condenarse a la impotencia, carecer del poder para producir o, quizá mejor dicho, forzar un nuevo orden de cosas.35 Siguiendo a Alvarez sugerimos, pues, que apoyarse en el pueblo, más precisamente, en el poder del pueblo en armas, es proceder ordinariamente.
De este modo, si los métodos ordinarios son aquellos que empoderan al pueblo, la diferencia entre los profetas Moisés y Savonarola se reduce a que mientras que el primero, en defensa de las instituciones creadas por él, fundó su autoridad sobre el poder del pueblo en armas, el fraile dominico, teniendo a su disposición mecanismos populares de decisión, optó por no observarlos, ofendiendo y alienando con ello al pueblo florentino de su causa.36 Por todo esto, cuando escribe en El Príncipe que “no ha sucedido nunca que un príncipe nuevo desarmara a sus súbditos; mientras que, por el contrario, si les ha encontrado desarmados, les ha armado siempre” (P, 20), Maquiavelo no hace sino insistir en la idea de que el único modo de asegurar los nuovi ordini en una república es armando el deseo de libertad del pueblo.37 Al armarlos, no solamente esas armas “se hacen tuyas”, razona Maquiavelo, sino que de “simples súbditos pasan a ser partidarios tuyos” (ibídem). Pero cuando los desarmas, “muestras que desconfías de ellos o por su cobardía o por su poca lealtad: y tanto una consideración como la otra, les hace concebir odio contra ti” (ibídem).
Conclusiones
En el proemio al libro primero de los Discursos leemos que para lo que el florentino consideraba el “problema moderno”, a saber, el hecho de que mientras que la imitación de la antigüedad era algo corriente en campos como el de la Medicina, el Arte y el Derecho, en lo que respecta a las instituciones políticas “no se encuentra príncipe ni república que recurra a los ejemplos antiguos”, existían dos causas principales: la “debilidad a la que ha conducido al mundo la presente religión”, esto es, el cristianismo, y el “no tener verdadero conocimiento de la historia” (D, I, P). Los hombres de su tiempo, se lamentaba el florentino, se conforman con extraer de la lectura de los escritos antiguos el placer que provoca la variedad de sucesos contenidos en sus narraciones, sin “extraer, al leerlas, su sentido” (D, I, P).
Maquiavelo contrapone a este modo de lectura meramente contemplativo un modo activo, esto es, político, para el cual el principal fin de la lectura, su “sentido”, es el de incitar a la acción. El conocimiento que las diversas historias transmiten es verdadero, desde este punto de vista, únicamente cuando produce en el lector el deseo de intervenir políticamente en el tiempo mediante la imitación de los ejemplos antiguos. Maquiavelo, de hecho, escribe sus Discursos con el objetivo explícito de reanimar en los hombres el gusto por la historia, incitando a leerla desde una perspectiva activa y ya no meramente contemplativa, “de modo que quienes lean esas aclaraciones mías puedan fácilmente extraer aquella utilidad por la que debe buscarse el conocimiento de la historia” (ibídem).
Cuando Maquiavelo insta a leer la Biblia “sensatamente” (D, III, 30), lo que está afirmando es que ésta no se encuentra exenta de someterse a una lectura activa, tal como la que él practicó con la Historia de Roma de Tito Livio. Así, mientras el cristianismo habría espiritualizado el contenido de la Biblia, al proponer una lectura sensata, es decir, política, del texto bíblico, Maquiavelo apunta al modo en que las acciones de los héroes bíblicos pueden llegar a ser imitadas en el presente.
Ahora, el florentino no sólo opone su interpretación de la Biblia a la de la religión cristiana, sino también a la de los humanistas florentinos de su tiempo, influidos por la recuperación del pensamiento político de Platón. El Moisés de Maquiavelo, de este modo, no solamente ejemplifica la enseñanza de que la violencia es necesaria para la fundación y el mantenimiento de cualquier Estado o República. El “profeta armado” Moisés también puede ser contrastado con la figura del “legislador-filósofo”, quien da forma a un pueblo mediante la instauración de una Constitución. En contraste con esta visión, para Maquiavelo el líder de los judíos encarna la figura del líder político que, habiendo reconocido que la principal amenaza de las instituciones en una república proviene de la envidia de los pocos, sabe reconocer también que el único modo de combatirlos es disponiendo el deseo del pueblo de no ser dominado.