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Estudios políticos (México)

Print version ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  n.46 Ciudad de México Jan./Apr. 2019  Epub May 27, 2020

https://doi.org/10.22201/fcpys.24484903e.2019.46.68287 

Artículos

Hans-Georg Gadamer: la historicidad de la comprensión de la historia

Hans-Georg Gadamer: Historicity of the comprehension of history

Julio Amador Bech* 

*Doctor en Estudios Arqueológicos, en la línea de Arqueología de la identidad, por la Escuela Nacional de Antropología e Historia del INAH, México. Profesor de tiempo completo, adscrito al Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Política y Sociales, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).


Resumen

En este artículo se presenta una síntesis crítica de los lineamientos más generales de la hermenéutica filosófica, fundada por Hans-Georg Gadamer. Comienza por mostrar la manera en la cual Gadamer se basó en la fundamentación ontológica de la hermenéutica, llevada a cabo por su maestro, Martin Heidegger, en su obra Ontología (hermenéutica de la facticidad) de 1923. Expone los conceptos básicos de Gadamer acerca de la comprensión y la interpretación, para luego situarlos en el marco de la comprensión de la historia, la cual es, a su vez, histórica. Se muestra que la sociedad está inmersa en tradiciones, y la manera en la cual nuestra pertenencia a una tradición específica orienta la interpretación de los textos y de las obras de arte.

Palabras clave: Hans-Georg Gadamer; hermenéutica filosófica; historicidad; comprensión; interpretación

Abstract

The article presents a critical synthesis of the general guidelines of philosophical hermeneutics, founded by Hans-Georg Gadamer. It begin by showing the way in which Gadamer based his work on the ontological foundations of hermeneutics, laid by his mentor, Martin Heidegger in his essay Ontology (hermeneutics of facticity) of 1923. Gadamer’s basic concepts about comprehension and interpretation are exposed and, then, situated within the framework of our understanding of history, which is, at the same time, historical. It is shown that we are always immersed in traditions, and that the way in which we belong to a specific tradition guides our interpretation of texts and works of art.

Keywords: Hans-Georg Gadamer; philosophical hermeneutics; historicity; comprehension; interpretation

La hermenéutica filosófica: interpretación y comprensión

Hans-Georg Gadamer sigue a Heidegger al cuestionar el carácter epistemológico de la hermenéutica anterior, para continuar comprendiéndola en su radical carácter ontológico; es decir, como condición misma de nuestra existencia. Se dedicará, así, a ampliar, detallar y profundizar los principios hermenéuticos esbozados por su maestro. Al respecto, Gadamer hace explícita la importancia que cobró para el desarrollo de su hermenéutica filosófica la obra temprana de Heidegger, Ontología. Hermenéutica de la facticidad (2000): “Nuestras consideraciones sobre el significado de la tradición en la conciencia histórica están en relación con el análisis heideggeriano de la hermenéutica de la facticidad, y han intentado hacer ésta fecunda para una hermenéutica espiritual-científica” (1999: 380).

La reflexión de Gadamer sobre la hermenéutica parte de la conciencia de la universalidad del problema hermenéutico, la cual, -se nos dice- va con sus preguntas por detrás de todas las formas de interés por la historia. Gadamer quiere destacar que este problema se presenta, inicialmente, en toda experiencia vital, pero se manifiesta de manera palmaria en el lenguaje: “La constitución lingüística de nuestra experiencia del mundo está en condiciones de abarcar las relaciones vitales más extensas” (1999: 538). Más adelante, agrega: “La lingüisticidad de nuestra experiencia del mundo precede a todo cuanto puede ser reconocido e interpelado como ente” (1999: 539). Por medio de estas afirmaciones, Gadamer indica que nuestra relación con el mundo, con nuestros semejantes y con nosotros mismos, está mediada por el lenguaje, tanto al nivel de la comprensión como de la expresión.

Así, el problema hermenéutico queda situado, también, de cara a la interpretación de los discursos, los textos y las obras de arte. Al respecto afirma: “La lingüisticidad le es a nuestro pensamiento algo tan terriblemente cercano, y es en su realización algo tan poco objetivo, que por sí misma lo que hace es ocultar su verdadero ser” (1999: 457). La polisemia del discurso vuelve necesaria la práctica hermenéutica de la interpretación. Refiriéndose a la etapa exegética de la hermenéutica, nos recuerda que “en origen y ante todo la hermenéutica tiene como cometido la interpretación de textos” (1999: 471). Enfrentando el problema general de la comprensión, plantea:

También la comprensión de expresiones se refiere en definitiva no sólo a la captación inmediata de lo que contiene la expresión, sino también al descubrimiento de la interioridad oculta que la comprensión permite realizar, de manera que finalmente se llega a conocer también lo oculto. Pero eso significa que uno se entiende con ello. En este sentido vale para todos los casos que el que comprende se comprende, se proyecta a sí mismo hacia posibilidades de sí mismo (1999: 328).

En función de esta manera de ver las cosas, Gadamer hará referencia a Ser y tiempo, en particular a aquellas partes de la obra en la cual Heidegger expone el hecho de que al nacer hemos sido arrojados a la existencia; nuestro ser es un ser-en-el-mundo. Por ello, la interpretación es un proyecto de comprensión que se da en el existir mismo:

Heidegger se mantiene con razón en lo que él llama “arrojamiento”, y lo que es “proyecto”, lo uno está en función de lo otro. No hay comprensión ni interpretación en la que no entre en funcionamiento la totalidad de esta estructura existencial, aunque la intención del conocedor no sea otra que la de leer “lo que pone”, y tomarlo de las fuentes “como realmente ha sido” (1999: 326).

Confirma, así, que en la interpretación entra en juego toda nuestra experiencia de vida y, a la vez, desmiente la falsa idea de que es posible lograr una comprensión “objetiva” de un texto, ciñéndose a lo estrictamente escrito en las fuentes originales. Con ello, sin proponérselo, lleva a cabo una crítica radical de la ingenua concepción de la semiótica estructuralista, que pretende -valiéndose de su método- poner de manifiesto el significado “objetivo” de todo escrito o discurso, en virtud de un análisis que considera a textos y discursos como estructuras cerradas sobre sí mismas, las cuales existen, para el estructuralismo, autónomamente, independientemente de su contexto existencial, de su contexto práctico e histórico-cultural.

Conviene recordar las prevenciones con las que Gadamer da inicio a su magna obra Verdad y Método: “El fenómeno de la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico” (1999: 23). Más adelante amplía su argumentación al afirmar que: “las ciencias del espíritu vienen a confluir con formas de la experiencia que quedan fuera de la ciencia: con la experiencia de la filosofía, con la del arte y con la de la misma historia. Son formas de experiencia en las que se expresa una verdad que no puede ser verificada con los medios de que dispone la metodología científica” (1999: 24). A las señaladas por Gadamer, debemos agregar la experiencia religiosa, la cual -definitivamente- no puede comprenderse desde una perspectiva científica. Acerca de este horizonte de pensamiento que se enuncia como punto de partida del proyecto hermenéutico de Gadamer, Jean Grondin señala: “Verdad y método llevará a cabo una crítica de fondo de la obsesión metodológica y su preocupación por la cientificidad de las ciencias del espíritu” (2002: 160).

De ahí que Gadamer proceda a “la recuperación de la especificidad hermenéutica de las ciencias del espíritu” (Grondin, 2002: 162). Tal como señala Grondin:

La obsesión epistemológica del [historicismo] sólo se terminó con la revaloración husserliana del mundo [de la vida (Lebenswelt)] y con los principios de la hermenéutica de la facticidad de Heidegger.1 Ellos constituyen la base sobre la que Gadamer desarrolla […] las “características fundamentales de una teoría de la comprensión hermenéutica” (2002: 162).

Para Gadamer, la interpretación es algo consustancial al ser humano, es la condición ontológica del ser humano, su particular modo de ser. Por ello, la hermenéutica no puede ser una mera epistemología. En lo que se refiere a esta cuestión, Gadamer sigue a Heidegger. Asimismo, señala que “en la interpretación trascendental de la comprensión por Heidegger, el problema de la hermenéutica gana un rasgo universal” (1999: 329). Más aún: “La pertenencia del intérprete a su objeto, que no lograba encontrar una legitimación en la escuela histórica, obtiene ahora por fin un sentido concreto y perceptible, y es tarea de la hermenéutica mostrar ese sentido” (Gadamer, 1999: 329). De esta manera, se cuestiona radicalmente la oposición y separación entre “objeto” y “sujeto”, propia del objetivismo cientificista.

La historicidad de la comprensión y el problema de la tradición

Gadamer partirá de la exposición heideggeriana del haber previo como surgido de la experiencia, del existir mismo, del ser ahí, para desarrollar una hermenéutica fundada en “el descubrimiento de la preestructura de la comprensión”:

Heidegger sólo entra en la problemática de la hermenéutica y críticas históricas con el fin de desarrollar a partir de ellas, desde el punto de vista ontológico, la preestructura de la comprensión. Nosotros, por el contrario, perseguiremos la cuestión de cómo, una vez liberada de las inhibiciones ontológicas del concepto científico de verdad, la hermenéutica puede hacer justicia a la historicidad de la comprensión (1999: 331).

De aquí se desprende la idea central de que la historicidad de la comprensión deba elevarse a principio hermenéutico fundamental. Retoma de Heidegger el principio hermenéutico de situar la comprensión de todo tema a investigar dentro de la tradición a la que éste pertenece (Gadamer, 1999: 337). Continuando con lo desarrollado por su maestro, para Gadamer, el reconocimiento de la tensión básica existente entre tradición y presente histórico será el punto de partida de la hermenéutica, de la historicidad de la comprensión (1999:331-377). El intérprete “realiza siempre un proyectar”, proyecta un sentido pre-existente sobre lo que interpreta, sentido que está determinado por su horizonte cultural (Gadamer, 1999:333). Gadamer abunda en la cuestión, subrayando que:

El que quiere comprender un texto realiza siempre un proyectar. Tan pronto como aparece en el texto un primer sentido, el intérprete proyecta enseguida un sentido del todo. Naturalmente que el sentido sólo se manifiesta porque ya uno lee el texto desde determinadas expectativas relacionadas a su vez con un sentido determinado […] la interpretación comienza siempre con conceptos previos que tendrán que ser sustituidos progresivamente por otros más adecuados […] Elaborar proyectos correctos y adecuados a las cosas, que como proyectos son anticipaciones que deben confirmarse “en las cosas”, tal es la tarea constante de la comprensión. Aquí no hay otra objetividad que la convalidación que la que obtienen las opiniones previas a lo largo de su elaboración (1999: 333).

En relación a estas orientaciones hermenéuticas de Gadamer, Grondin comenta:

Gadamer no se adhiere, por tanto, al llamado positivista de negar la estructura del prejuicio, para hacer hablar a las cosas mismas despojadas de todo enturbiamiento subjetivo. Porque la cosa sólo puede llegar a hablar por medio de los proyectos subjetivos del entender e incluso por medio del propio hablar subjetivo. Lo que Gadamer reclama es sólo un entender críticamente reflexivo que procure “no simplemente llevar a cabo sus anticipaciones, sino hacerlas conscientes para controlarlas y obtener así la comprensión adecuada de las cosas (2002: 163-164).

Gadamer llama tradición al horizonte que determina y orienta la interpretación, y muestra como ésta “forma parte en verdad de la historia misma” (1999: 334). Para ello, recupera lo dicho por Heidegger, respecto de la interpretación del existir en la conciencia histórica:

El carácter de objeto del pasado, tema de la conciencia histórica, está en la determinación fundamental: ser expresión de un algo de algo. La trama del ser-así, caracterizada en ese su así por el hecho de ser-expresión, está de tal manera sujeta a la determinación de orden cognoscitivo que se entiende siempre en función del tipo de figura que el ser-expresión adopta en cada ocasión, esto es, del estilo […] La conciencia histórica se sitúa, sin embargo, de modo fundamental, es decir, sobre el fundamento de la predeterminación objetiva del pasado en cuanto ser-expresión, delante de toda la multiplicidad de lo que es así ente (Heidegger, 2000: 72-73).

Queda ahí claramente expresada la historicidad de la conciencia histórica misma, la cual está sujeta a un horizonte de pensamiento que es propio de su tiempo. En tal sentido, Gadamer amplía su reflexión hermenéutica:

En nuestro comportamiento respecto al pasado, que estamos confirmando constantemente, la actitud real no es la distancia ni la libertad respecto a lo trasmitido. Por el contrario, nos encontramos siempre en tradiciones, y éste nuestro estar dentro de ellas no es un comportamiento objetivador que pensara como extraño o ajeno lo que dice la tradición; ésta es siempre más bien algo propio, ejemplar o aborrecible, es un reconocerse en el que para nuestro juicio histórico posterior no se aprecia apenas conocimiento, sino un imperceptible ir transformándose al paso de la tradición (Gadamer, 1999: 350).

Muestra que aún la tradición más venerable no es algo fijo, “es también un momento de la libertad y de la historia […] necesita ser afirmada, asumida y cultivada” (1999: 349). Y a continuación agrega: “En todo caso la conservación representa una conducta tan libre como la transformación y la innovación” (1999: 350). Sobre esta cuestión, en particular, conviene atender a las observaciones de Jean Grondin:

La historia de la [tradición] no está bajo nuestro poder o nuestra disposición. Al contrario, estamos sometidos a ella hasta un extremo que escapa a nuestra conciencia. Siempre que nos proponemos entender algo, está obrando la historia de la [tradición] como un horizonte que no podemos interrogar hasta tal punto que podamos obtener una clarificación definitiva acerca de aquello que para nosotros puede tener sentido o parecernos cuestionable. De esta manera, la historia de la [tradición] adquiere las funciones de una instancia que opera como soporte y resulta determinante para cualquier acto de entender, y ciertamente también allí donde no se está dispuesto a tomarla en serio. Después de Verdad y método, Gadamer encontró la fórmula sugerente de que la conciencia de la historia de la [tradición] de hecho sería “más que conciencia”. Se entreteje con nuestra “substancia” histórica de una manera que no nos permite llegar a una precisión y una distancia definitiva respecto de ella (Grondin, 2002: 166).2

Gadamer constata que: “el poder de la historia de la [tradición] justamente no depende de si se le reconoce o no […] La historia sigue ejerciendo su influencia incluso cuando creemos estar por encima de ella” (citado en Grondin, 2002: 166). Así, podemos concluir que: “La investigación espiritual-científica no puede pensarse a sí misma en oposición absoluta al modo como nos comportamos respecto al pasado en nuestra calidad de vivientes históricos” (Gadamer, 1999: 350). Queda claro que resulta imposible sustraernos por completo a la tradición, dentro de la cual hemos crecido y sido formados. Nuestro proceder hermenéutico comienza por cobrar conciencia de la profundidad de la tradición a la que pertenecemos, y nos obliga a ser capaces de explicitarla y reflexionar sobre ella. “La tradición, a cuya esencia pertenece naturalmente el seguir trasmitiendo lo trasmitido, tiene que haberse vuelto cuestionable para que tome forma una conciencia expresa de la tarea hermenéutica que supone apropiarse de la tradición” (Gadamer, 1999: 16).

A manera de principio hermenéutico del proceso de interpretación, Gadamer propone:

En el comienzo de toda hermenéutica histórica debe hallarse por lo tanto la resolución de la oposición abstracta entre tradición histórica e investigación histórica, entre historia y conocimiento de la misma. Por tanto, el efecto de la tradición que pervive y el efecto de la investigación histórica forman una unidad efectual cuyo análisis sólo podrá hallar un entramado de efectos recíprocos (1999:351 [cursivas en el original].3

En tal sentido, el comprender debe entenderse como “un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en continua mediación” (Gadamer, 1999: 360 [cursivas en el original).

Lo que da forma al círculo hermenéutico, en el curso de la interpretación, es el constante ir y venir de nuestro horizonte de pensamiento, al horizonte de pensamiento de los autores y obras que estudiamos; eso es lo que posibilita el constante rectificar y precisar el rumbo de nuestra investigación. Ese proceso es lo que nos permite llevarla a la concreción. Por eso Gadamer afirma: “la descripción y fundamentación existencial del círculo hermenéutico por Heidegger representa un giro decisivo” para la hermenéutica contemporánea (1999: 362-363). Más aún, señala que Heidegger “describe este círculo en forma tal que la comprensión del texto se encuentre determinada continuadamente por el movimiento anticipatorio de la precomprensión. El círculo del todo y las partes no se anulan en la comprensión total, sino que alcanza en ella su realización más auténtica” (Gadamer, 1999: 363). Concluye que:

La anticipación de sentido que guía nuestra comprensión de un texto no es un acto de la subjetividad sino que se determina desde la comunidad que nos une con la tradición. Pero en nuestra relación con la tradición, esta comunidad está sometida a un proceso de continua formación. No es simplemente un presupuesto bajo el que nos encontramos siempre, sino que nosotros la instauramos en cuanto que comprendemos, participamos del acontecer de la tradición y continuamos determinándolo así desde nosotros mismos. El círculo de la comprensión no es en este sentido un círculo “metodológico” sino que describe un momento estructural ontológico de la comprensión (1999: 363).

No obstante, Gadamer insiste en que, para la hermenéutica, cada obra debe ser entendida desde sí misma: “Todo encuentro con la tradición realizado con consciencia histórica experimenta por sí mismo la relación de tensión entre texto y presente. La tarea hermenéutica consiste en no ocultar esta tensión en una asimilación ingenua, sino en desarrollarla conscientemente” (1999: 377). En consecuencia, “el comportamiento hermenéutico está obligado a proyectar un horizonte histórico que se distinga del presente. La conciencia histórica es consciente de su propia alteridad y por eso destaca el horizonte de la tradición respecto al suyo propio” (1999: 377). La continua interacción de los horizontes históricos da lugar a su fusión, a su integración en el proceso de la comprensión: “En la realización de la comprensión tiene lugar una verdadera fusión horizóntica que con el proyecto del horizonte histórico lleva a cabo simultáneamente su superación” (1999: 377). Más adelante concluye:

Habíamos mostrado que la comprensión es menos un método a través del cual la conciencia histórica se acercaría al objeto elegido para alcanzar su conocimiento objetivo que un proceso que tiene como presupuesto el estar dentro del acontecer tradicional. La comprensión misma se mostró como un acontecer, y filosóficamente la tarea de la hermenéutica consiste en inquirir qué clase de comprensión, y para qué clase de ciencia, es ésta que es movida a su vez por el cambio histórico.

Seguiremos siendo conscientes que con esto se exige algo bastante inhabitual a la autocomprensión de la ciencia moderna (1999: 380-381) [cursivas en el original].

Podemos agregar a la crítica del objetivismo cientificista, las siguientes reflexiones:

La conciencia de la historia efectual es en primer lugar conciencia de la situación hermenéutica. Sin embargo, el hacerse consciente de una situación es una tarea que en cada caso reviste una dificultad propia. El concepto de la situación se caracteriza porque uno no se encuentra frente a ella y por lo tanto no puede tener un saber objetivo de ella. Se está en ella, uno se encuentra siempre en una situación cuya iluminación es una tarea a la que nunca se puede dar cumplimiento por entero. Y esto vale también para la situación hermenéutica, esto es, para la situación en la que nos encontramos frente a la tradición que queremos comprender. Tampoco se puede llevar a cabo por completo la iluminación de esta situación, la reflexión total sobre la historia efectual; pero esta [limitación] no es defecto de la reflexión sino que está en la esencia misma del ser histórico que somos. Ser histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse (Gadamer,1999: 372).4

El lenguaje como hilo conductor del giro ontológico de la hermenéutica

En la tercera parte de Verdad y método, que trata del lenguaje como hilo conductor del giro ontológico de la hermenéutica, Gadamer propone que veamos a la interpretación de los textos desde la perspectiva de la conversación. A pesar de que se trata de una conversación diferida en el tiempo y en el espacio y no de un diálogo cara a cara, Gadamer afirma que si bien los textos son manifestaciones vitales fijadas duraderamente, deben ser entendidos, “lo que significa que una parte de la conversación hermenéutica, el texto, sólo puede llegar a hablar a través de la otra parte, del intérprete” (1999: 466). Agrega que: “en la resurrección del sentido del texto se encuentran ya siempre implicadas las ideas propias del intérprete” (1999: 467). En consecuencia: “Todo comprender es interpretar, y toda interpretación se desarrolla en el medio de un lenguaje que pretende dejar hablar al objeto y es al mismo tiempo el lenguaje propio del intérprete” (1999: 467).

Sostiene que de la misma manera que en la conversación, el asunto común es el que une entre sí a las partes; el intérprete participa del sentido del texto y lo hace hablar. Sin embargo, no debemos perder de vista el hecho ya destacado de que “en la resurrección del sentido del texto se encuentran ya siempre implicadas las ideas propias del intérprete” (1999: 467). Asimismo, el horizonte de éste “resulta de este modo siempre determinante” (1999: 467). “Ahora podemos reconocer en ello la forma de realización de la conversación, en la que un tema accede a su expresión no en calidad de cosa mía o de mi autor, sino de la cosa común a ambos” (1999: 467).

Esta última observación hermenéutica resulta fundamental no sólo para la comprensión de la lectura como forma de comunicación, sino como modelo de toda comunicación mediada instrumentalmente y diferida, ya sea espacial, temporal o espacial y temporalmente. Es decir, sirve también de orientación hermenéutica para la interpretación de lo producido y trasmitido por los medios modernos de comunicación masiva (radio, cine, televisión, internet), pues su recepción por cada actor social no es nunca una mera recepción pasiva, sino ya una recepción interpretada desde una perspectiva concreta, desde una perspectiva orientada a partir de un horizonte de pensamiento determinado, histórica y culturalmente. Más adelante, Gadamer afirma:

Igual que en la conversación, la interpretación es un círculo encerrado en la dialéctica de pregunta y respuesta. Es una verdadera relación vital histórica, que se realiza en el medio de un lenguaje y que también en el caso de la interpretación de textos podemos denominar “conversación”. La lingüisticidad de la comprensión es la concreción de la historia efectual […] El que la esencia de la tradición se caracterice por su lingüisticidad adquiere su pleno significado hermenéutico allí donde la tradición se hace escrita (1999:467-468).5

Afirmación que se sustenta en el hecho de que bajo la forma de la escritura; “todo lo trasmitido se da simultáneamente para cualquier presente” (Gadamer, 1999: 468). En lo escrito -continua-se presenta “una coexistencia de pasado y presente única en su género, pues la conciencia presente tiene la posibilidad de un acceso libre a todo cuanto se ha trasmitido por escrito” (Gadamer, 1999: 468). Más aún, allí donde nos alcanza la tradición escrita, “no sólo se nos da a conocer algo individual sino que se nos hace presente toda una humanidad pasada, en su relación general con el mundo” (Gadamer, 1999: 469). Por tal razón: “Todo lo que es literatura adquiere una simultaneidad propia con todo otro presente. Comprenderlo no quiere decir primariamente reconstruir una vida pasada, sino que significa participación actual en lo que se dice” (Gadamer, 1999: 470). Participamos de lo que el texto nos comunica. Esa comunicación está disponible para todo aquel que esté en condiciones de leer (Gadamer, 1999: 471). Hay que tener claro, no obstante, que “la lectura comprensiva no es repetición de algo pasado, sino participación en un sentido presente” (1999: 471).

A manera de conclusión, resulta decisivo advertir que la lectura comprensiva, la interpretación de un texto, no es un mero campo de la subjetividad libre y pura, requiere -tal como se ha subrayado- de un cuidadoso y sistemático proceder hermenéutico, por lo cual, concluimos con Gadamer que no toda interpretación es válida, lo que importa es la comunicación del verdadero sentido del texto. Así, su interpretación se encuentra sometida a las orientaciones hermenéuticas que nos permiten realizar una lectura crítica, siguiendo los lineamientos arriba expuestos. Sobre esta cuestión, Gadamer precisa: “La comprensión sólo alcanza sus verdaderas posibilidades cuando las opiniones previas con las que se inicia no son arbitrarias” (1999: 333). De ahí que se deban examinar las opiniones previas, propias y ajenas, “en cuanto a su legitimación, esto es, en cuanto a su origen y validez” (1999: 334).

Por tal razón, no debemos “introducir directa y acríticamente nuestros propios hábitos lingüísticos […] Por el contrario, reconocemos como tarea nuestra el ganar la comprensión del texto sólo desde el hábito lingüístico de su tiempo o de su autor” (1999: 334). Esto nos lleva a reconocer, en primer lugar, la variabilidad que existe en los usos del lenguaje, lo que nos obliga a “detenernos y atender a la posibilidad de una diferencia en el uso del lenguaje” (1999: 334). Más aún, esto vale no sólo para los hábitos lingüísticos, sino especialmente para el contenido del texto: “No se puede en modo alguno presuponer como dato general que lo que se nos dice desde un texto tiene que poder integrarse sin problemas en las propias opiniones y expectativas” (1999: 334). Por ello debemos poner atención a lo que se dice en el propio texto: “Lo que se exige es simplemente estar abierto a la opinión del otro o a la del texto […] Una conciencia formada hermenéuticamente tiene que mostrarse receptiva desde el principio para la alteridad del texto” (1999: 335).

La hermenéutica de Gadamer y la interpretación de la obra de arte

En un sentido hermenéutico, la obra de arte puede ser entendida a la vez como manifestación y como revelación de lo que estaba presente pero no podía ser visto sino a condición de ser transfigurado para poder ser re-conocido. Es así como interpreto lo dicho por Gadamer, cuando al referirse a la obra de arte afirma que ésta es “algo único que se nos representa, por lejano que sea su origen, gana en su representación una plena presencia” (1999: 173). Y esta representación deja tras de sí todo cuanto es casual e inesencial (1999: 158).

Podemos completar esta proposición con otra anterior que nos muestra a la obra de arte como revelación de una verdad que conmueve al espectador: “Lo que realmente se experimenta en una obra de arte, aquello hacia lo que uno se polariza en ella, es más bien en qué medida es verdadera; esto es, hasta qué punto uno conoce y reconoce en ella algo, y en ese algo a sí mismo” (1999: 158). Vista desde tal perspectiva, la obra de arte procede de un modo hermenéutico en un doble sentido: interpreta al mundo y a la vez lo expresa de una forma particular que revela su sentido; nos lleva de lo presente mudo a lo manifiesto elocuente. “En el reconocimiento [que propicia la obra de arte] emerge lo que ya conocíamos bajo una luz que lo extrae de todo azar y de todas las variaciones de las circunstancias que lo condicionan, y que permite aprehender su esencia” (1999: 158). A la anterior afirmación podemos agregar la siguiente que la completa de manera excelente: “La obra sólo ‘habla’ cuando habla ‘originariamente’; esto es, ‘como si me lo dijese a mí mismo’. Esto no significa en modo alguno que lo que habla de esta manera tenga que medirse por un concepto ahistórico de norma” (1999: 671).

Gadamer llega a esta conclusión después de haber establecido una comparación entre el juego y el arte, comparación -tras la cual- podemos entender al arte como representación, como construcción y como transfiguración de lo existente. Para Gadamer, la representación a que da origen la obra de arte no es un mero repetir copiando, sino un conocimiento de la esencia que apela al espectador, que lo conmueve. Para llegar a la representación de la esencia, la obra de arte se vale de los medios que son los suyos propios y que son los únicos por medio de los cuales le es posible mostrar lo inefable. Se vale así, dirá Gadamer, de recursos como la abstracción y la exageración mostrativa. Por medio de la transfiguración que crea a la obra de arte “se produce una desproporción óntica insuperable entre lo que ‘es como algo’ y aquello a lo que quiere semejarse” (1999: 159).

Precisamente, es en tal sentido que Gadamer entiende que la obra de arte se transforma en una construcción; es decir, se convierte en una creación autónoma que refiere al mundo de una manera reveladora de su esencia. Al interpretar la vida, la obra de arte busca el sentido interior, hondo e inescrutable de las cosas; y al expresarlo, da a conocer eso interior que estaba oculto. Resulta, desde este punto de vista, perfectamente claro, tal como lo ha mostrado Gadamer, que la obra de arte no se agota en ni se puede definir a partir de lo estético: “el comportamiento estético es más que lo que él sabe de sí mismo. Es parte del proceso óntico de la representación” (1999: 161). Lo estético (transfiguración) es sólo la forma que sirve a la manifestación de la esencia, no la esencia misma. La esencia es este poder mostrar, poder hacer patente, poner ahí delante, como dice Heidegger, al referirse al modo de revelar la verdad que se da en el arte. Hace referencia, en particular, a la noción griega antigua de tekné [τέχvη], de la que deriva el concepto occidental de arte. Para intentar recuperar este sentido que asume la obra de arte en Occidente, debemos remontarnos a la antigua Grecia.

En realidad, lo que llamamos “arte” es un fenómeno que aparece en el mundo griego clásico, y en una época muy concreta: en torno al siglo via. c., que viene a coincidir con el establecimiento de la democracia en Atenas. Toda una serie de “prácticas” que requerían una destreza o habilidad especiales, se engloban en el término tekné[τέχvη], que los latinos traducirán por ars, de donde procede nuestra palabra moderna.

Pero entre todas esas prácticas, que abarcaban un universo muy amplio -la navegación, la caza, la pesca, la medicina, las artesanías..., los griegos, distinguieron un subgrupo específico, asociándolas con otro término: mimesis (traducido tradicionalmente como “imitación”, aunque una traducción más precisa sería “representación”, en el sentido de escenificación)-.

Este subgrupo estaba integrado por la poesía, que iba unida a la música y la danza, la pintura y la escultura. La unidad que se establecía entre todas ellas se cifraba en su asociación con la “mimesis”, con la producción de imágenes, como podemos leer en la Poética de Aristóteles: “el poeta es imitador, lo mismo que un pintor o cualquier otro productor de imágenes”.

Y esto significa que la technémimetiké, el arte, estructura un plano específico de la experiencia humana: el de la imagen, la ficción, producidas por una intencionalidad propia, independiente de los planos político, religioso o moral (Jiménez, 1999: 52).

Acertadamente, Wladislaw Tatarkiewicz, quien parte de la misma etimología greco-latina del concepto actual de arte, nos previene en el sentido de que tales acepciones no tenían el mismo significado del que hoy día tiene la palabra arte.

La línea que une la expresión contemporánea más reciente con las que le precedieron es continua pero no recta. A través de los años se ha alterado el sentido de las expresiones. Los cambios han sido suaves pero constantes, y a través de milenios han hecho que cambie totalmente el sentido de las antiguas expresiones” (Tatarkiewicz, 2004: 39).

Resulta indispensable volver al origen, preguntarnos por el significado de lo que se entendía por teknémimetiké. Esto, además, hará posible acercarnos a una acepción más precisa del significado del concepto de mímesis. Para ello seguiremos la sistemática reconstrucción del concepto que llevó a cabo Tatarkiewicz. Este autor dice que la palabra μίμησις [mímesis] es posterior a Homero y a Hesíodo, siendo obscura su etimología original. Señala que es “muy probable que se iniciara con los rituales y misterios del culto dionisíaco: en su primer significado (bastante diferente del actual), la mimesis-imitación representaba los actos de culto que realizaba un sacerdote -baile música y canto” (Tatarkiewicz, 2004: 301). Se aplicaba, sustantivamente, a la danza, la mímica y la música. “La imitación no significaba reproducir la realidad externa, sino expresar la interior. No era aplicable a las artes visuales” (Tatarkiewicz, 2004: 301). Gadamer también evoca ese antiguo significado: “La teoría antigua del arte, según la cual a todo arte le subyace el concepto de la mimesis, de la imitación, partía también evidentemente del juego que, como danza, es la representación de lo divino” (1999: 157).

En el siglo v a. c. el término ‘imitación’ pasó del culto a la terminología filosófica y comenzó a designar la reproducción del mundo externo. La significación cambió tanto que Sócrates sintió ciertas reticencias en llamar ‘μίμησις’ al arte de pintar y utilizó palabras parecidas […] Pero Demócrito y Platón no sintieron tales escrúpulos y utilizaron la palabra μίμησις [mímesis] para denotar la imitación de la naturaleza (Tatarkiewicz, 2004: 301-302).

A tal acepción se agregará la que compartieron Platón y Aristóteles: “‘Imitación’ significó para ellos copiar la apariencia de las cosas” (Tatarkiewicz, 2004: 302). Surgió como resultado de la reflexión que se llevó a cabo sobre la pintura y la escultura. En adelante, se entendió así la función de tales artes. No obstante, cada autor concibió la teoría de la imitación (o representación) a su manera. Seguiremos, a continuación, la vertiente aristotélica del término, la cual nos servirá para mostrar el punto de vista que nos interesa desarrollar.

Al inicio de su Poética, Aristóteles enumera las artes miméticas y describe algunos de sus aspectos:

Pues así como con colores y figuras algunos imitan muchas cosas tratando de copiarlas (unos por arte y otros por costumbre), mientras que otros lo hacen mediante la voz, igualmente en las mencionadas artes todas realizan la imitación mediante el ritmo, la palabra y la música, bien separadamente, bien mezcladas. Por ejemplo: valiéndose tan solo de la música y el ritmo, la aulética y la citarística, y todas aquellas otras artes que por su función resulten ser del mismo estilo, como el de las siringas; del ritmo únicamente, la coreografía, ya que también los bailarines imitan caracteres, pasiones y acciones a través de los ritmos de las posturas que van configurando (Aristóteles, 2002: 33 [1447a]).

Aristóteles refiere así la amplia gama de artes que se basan en la mímesis, entendida como imitación, así como de los recursos específicos de los que se vale cada una de ellas para lograrlo y de las diferencias específicas entre éstas:

Pero hay algunas artes que hacen uso de todos los recursos mencionados -me refiero al ritmo, la melodía y el metro-, como la poesía ditirámbica, el nomo, la tragedia y la comedia; pero difieren en que unas los emplean todos a la vez y otras, en cambio, por partes. Ésas, pues, digo que son las diferencias entre las artes por los medios con los que realizan la imitación (2002: 35 [1447b]).

Tatarkiewicz aclara muy bien la diferencia implícita entre copiar la realidad, mecánicamente, y re-crearla, distinción sustantiva, como hemos visto, para comprender en qué consiste la obra de arte. “Aristóteles sostuvo la tesis de que el arte imita la realidad, pero la imitación no significaba, según él, una copia fidedigna, sino un libre enfoque de la realidad; el artista puede presentar la realidad de un modo personal” (2004: 303). Aristóteles afirma que el artista puede presentar a las cosas no sólo como son, sino también como deberían ser (2002: 35 [1448a]). Debido a su particular inclinación, Aristóteles se preocupó más de la poesía que de las artes visuales. “Para Aristóteles la ‘imitación’ fue, en primer lugar, la imitación de las actividades humanas; sin embargo, fue convirtiéndose gradualmente en la imitación de la naturaleza, de la que se suponía derivaba su perfección” (Tatarkiewicz, 2004: 303). En particular, la teoría aristotélica de la tragedia resulta idónea tanto para ayudarnos a comprender el concepto de mímesis, como para mostrar el modo de darse la revelación de la verdad en la obra de arte; y más aún, para permitirnos poner de manifiesto la forma particular, por medio de la cual se da la revelación de lo esencial de la existencia humana.

Justamente, Gadamer hace referencia a las razones que lo llevaron a tomar a la tragedia clásica como punto de partida para exponer su concepto de arte:

“Incluso las tragedias clásicas, aunque estuvieran compuestas para una escena fija y solemne y aunque hablasen sin duda a su propio presente social, no eran como los accesorios de la escena, determinados para una sola aplicación o guardados en el almacén para aplicaciones posteriores. El que pudieran ser repuestas y que incluso pronto se las empezase a leer como textos no ocurrió sin duda por interés histórico, sino porque eran obras que seguían hablando” (1999: 671).

En la Grecia del siglo v a. c., la tragedia era todavía ese arte total del rito, inmerso en la sustancia mítica, que conjugaba todas las artes: poesía, música, canto, espacio arquitectónico ceremonial, escenografía y vestuario, para lograr su finalidad catártica. Aristóteles compara la epopeya con la tragedia, señalando sus semejanzas como formas de la perfección literaria, siendo ambas composiciones en verso de gran extensión; el tema, las acciones y las personas principales son serios y elevados por encima de lo cotidiano. El filósofo agrega después que la diferencia existente entre los dos géneros es de carácter formal (Aristóteles, 2002: 43-47 [1449b, 1450a y 1450b]; Düring, 1987: 271). En forma sucinta, define a la tragedia como la representación de una acción grave, expresada en un lenguaje poético, representada por actores y que tiene un efecto principal en el espectador: el del placer. Este se deriva de vivenciar las sensaciones y emociones humanas fundamentales, experimentando un efecto final, catártico: el sentimiento y el placer de eliminar esos afectos (Aristóteles, 2002: 45 [1449b]; Düring, 1987: 272-273). Abunda, sobre el carácter de las acciones y su efecto en los espectadores:

Y puesto que la imitación no lo es sólo de una acción completa, sino de hechos capaces de provocar el terror y la compasión, y estos ocurren sobre todo cuando se producen contra lo esperado unos a causa de otros, pues así tendrán el carácter asombroso en mayor medida que si se deben al azar y la fortuna, ya que incluso de entre los sucesos derivados de la fortuna resultan ser mucho más maravillosos todos los que parecen haberse producido expresamente, como, por ejemplo, la forma en que la estatua de Mitis en Argos mató al culpable de la muerte de Mitis cayéndole encima cuando la contemplaba, pues parece que tales sucesos no se producen al azar, de ello se deduce que necesariamente los argumentos de esa especie son los más bellos (Aristóteles, 2002: 55 [1452a]).

Concluye:

Pero el reconocimiento más propio del argumento y más propio de la acción es el que acabamos de decir, pues tal reconocimiento y peripecia acarrearán o compasión o terror, situaciones provocadas por acciones de las que se supone que la tragedia es imitación, puesto que el infortunio y la felicidad dependerán de semejantes acciones” (Aristóteles, 2002: 57-59 [1452a, 1452b]).

Son estas características de la tragedia a las que apelará Gadamer “para ilustrar la estructura del ser estético en general”. Afirma que “lo trágico es un fenómeno fundamental, una figura de sentido, que en modo alguno se restringe a la tragedia”, por lo cual resulta de gran utilidad a la hora de mostrar lo que la obra de arte es (1999: 174).

Aunque parecería obvio, lo dicho así por Gadamer tiene importantes consecuencias: “La tragedia es la unidad de un decurso trágico que es experimentado como tal […] Lo que se entiende como trágico sólo se puede aceptar. En este sentido, se trata de hecho de un fenómeno ‘estético’ fundamental” (1999: 176).

A partir de aquí, Gadamer se propone averiguar qué significan las emociones provocadas por la acción de la tragedia:

“Pues bien, por Aristóteles sabemos que la representación de la acción trágica ejerce un efecto específico sobre el espectador. La representación opera en él por éleos y phóbos. La traducción habitual de estos efectos como ‘compasión’ y ‘temor’ les proporciona una resonancia demasiado subjetiva” (1999: 176).

De ahí que argumente en el sentido de entender de manera más plena las emociones que produce la tragedia, definiendo éleos como “la desolación que le invade a uno frente a lo que llamamos desolador. Resulta, por ejemplo, desolador el destino de un Edipo” (1999: 176). Al interior de la trama de la tragedia, éleos y phóbos se articulan de tal modo que producen un efecto emotivo muy profundo:

En el modo particular como se relacionan aquí phóbos y éleos al caracterizar la tragedia, phóbos significa el estremecimiento del terror que se apodera de uno cuando ve marchar hacia el desastre a alguien por quien uno está aterrado. Desolación y terror son formas de éxtasis, del estar fuera de sí que dan testimonio del hecho irresistible de lo que se desarrolla ante uno (1999: 176-177).

Concluye:

Aristóteles piensa en la abrumación trágica que invade al espectador frente a una tragedia. Sin embargo, la abrumación es una especie de alivio y solución, en la que se da una mezcla característica de dolor y placer […] En ese sentido, la tragedia opera una liberación universal del alma oprimida. No sólo queda uno libre del hechizo que le mantenía atado a la desolación y al terror de aquel destino, sino que al mismo tiempo queda uno libre de todo lo que le separaba de lo que es (Gadamer,1999: 177).

Así, resulta que los sucesos presentados por el mito y la tragedia son profundos y trascendentes, en términos de la experiencia humana y, por eso, mueven las emociones, cuya catarsis deben provocar. Tragedia y mito tienen el mismo fin: que el hombre pueda conocer el thelos divino que subyace y estructura al cosmos. Por ello, dirá Gadamer: “Frente al poder del destino el espectador se reconoce a sí mismo y a su propio ser finito” (1999: 178). Se trata de “una especie de autoconocimiento del espectador, que retorna iluminado del cegamiento en el que vivía como cualquier otro” (1999: 179). Más allá de lo puramente estético, es esto, precisamente, lo que ocurre, en esencia, en toda gran obra de arte; es esta experiencia espiritual a la que nos convoca el arte. A partir de aquí llegamos a un concepto de obra de arte que destaca lo dramático y lo arquetípico como una unidad orgánica, estructurada para presentar sustantivamente los temas universales e imperecederos bajo una forma estética. Puede ampliarse el sentido que tenía en la Grecia clásica, siguiendo la explicación cuidadosa y, desde la filosofía, contundente, de Heidegger:

Antes no sólo la técnica llevaba el nombre de τέχvη. Antes se llamaba τέχvη también a aquel salir lo oculto que trae-ahí-delante la verdad, llevándola al esplendor de lo que luce.

Antes se llamaba τέχvη también al traer lo verdadero ahí delante de lo bello. τέχvη se llamaba también a la πoίησις[poiesis(creación)] de las bellas artes.

En el comienzo del sino de Occidente, en Grecia, las artes ascendieron a la suprema altura del hacer salir de lo oculto a ellas otorgada. Trajeron la presencia de los dioses, trajeron a la luz la interlocución del sino de los dioses y de los hombres. Y al arte se le llamaba sólo τέχvη. Era un único múltiple salir de lo oculto. Era piadoso, πρόμoς [promos], es decir, dócil al prevalecer y la preservación de la verdad.

Las artes no procedían de lo artístico. Las obras de arte no eran disfrutadas estéticamente. El arte no era un sector de la creación cultural. ¿Qué era el arte? ¿Tal vez sólo para breves y altos tiempos? ¿Por qué llevaba el sencillo nombre de τέχvη? Porque era un hacer salir lo oculto que trae de y que trae ahí delante y por ello pertenecía a la πoίησις [poiesis]. Este nombre lo recibió al fin como nombre propio aquel hacer salir lo oculto que prevalece en todo arte de lo bello, la poesía, lo poético (1994: 36).

En esta aproximación de Heidegger al asunto puede entenderse que en la obra de arte:

“el ente sale al estado de no ocultación de su ser. El estado de no ocultación de los entes es lo que llamaban los griegos άληυεια [alétheia]. Nosotros decimos ‘verdad’ y no pensamos mucho al decir esta palabra. Si lo que pasa en la obra es un hacer patentes los entes, lo que son y como son, entonces hay en ella un acontecer de la verdad” (1985: 63).

Heidegger (1985) opone la noción griega de verdad como develación a la noción racionalista que la concibe como idea o representación. Mientras la forma de saber griega muestra la verdad, el racionalismo la reduce y la violenta. Así, para él, la esencia de la obra de arte sería el ponerse en operación la verdad del ente (1985: 63).

Por medio de la unidad de forma y contenido de la obra de arte se logra su finalidad total, catártica, ya se trate de la literatura, de las artes visuales, de la danza, de la música o de cualquier otra manifestación artística. De ahí que toda obra de arte sea selectiva y esté estructurada por un principio sintético unitario. Por medio de la unidad de forma y contenido, series de sucesos, imágenes, acciones y palabras se convierten en un todo unitario, ordenado y significativo.

Para Leonard P. Wessell (1984), la aspiración humana de experimentar la vida como poseedora de un significado profundo y el deseo de poder vivir la plenitud del ser, son componentes esenciales del mito. Así, por ejemplo, a lo largo de la historia, los dilemas esenciales de la existencia humana han constituido los temas primordiales de los mitos, cuyos relatos adquirieron siempre una forma poética. De acuerdo con el autor, el aspecto estético del mito satisface las aspiraciones espirituales más elevadas.

Un todo estético […] surge cuando el principio sintético generador de la “forma” estética de una configuración objetiva es la unidad espiritual de la subjetividad misma. En otras palabras, un creador poético, en tanto “hacedor”, actúa, produce o construye teleológicamente. La causalidad por medio de la cual un poeta trae a la existencia una obra de arte debe ir más allá del mero mecanicismo. A partir de su verdadera naturaleza, debe buscar la realización de un thelos; esto es, su función debe ser la de producir un todo estético, en los términos bajo los cuales la configuración empírica de las cosas se subsuma a los valores esenciales y sea su medio de expresión (1984: 16 [cursivas en el original, traducción nuestra]).

Desde un punto de vista estructural, obra de arte, mito y visión del mundo (Weltanschauung) son comparables; participan de lo arquetípico, al presentar los temas esenciales de la vida humana desde un punto de vista coherente y estructurado. La acción y la inteligibilidad de la misma son indisolubles y están insertos en la trama del relato, son puestos de relieve por su intencionado carácter dramático y su estructura ordenada. En las artes visuales figurativas puede establecerse una equivalencia entre la trama de la obra literaria y la estructura narrativa de la imagen (Amador, 2017: 189-309). Se pone de manifiesto, así, el modo hermenéutico de operar de la obra de arte. Gadamer muestra que el sentido primordial de la obra de arte es la develación de una verdad que no puede expresarse de otro modo. “La presencia de la obra de arte es un acceso-a-la-representación del ser” (1999: 211). Para el espectador de la obra de arte: “Lo que le arranca de todo lo demás le devuelve al mismo tiempo el todo de su ser” (Gadamer, 1999: 174).

Gadamer también se referirá al cambio de función y significado del arte que aparece con sus manifestaciones contemporáneas y a los nuevos problemas que su comprensión plantea.

Sin embargo, el aspecto hermenéutico me sigue pareciendo ineludible para toda discusión estética de nuestros días. Precisamente desde que el “antiarte” se ha convertido en un lema social y desde que el pop art y el happening, pero también conductas más tradicionales, buscan formas de arte contrarias a las representaciones tradicionales de la obra y su unidad, y pretenden jugársela a la univocidad de la comprensión, la reflexión hermenéutica tiene que preguntarse qué pasa con esas pretensiones (1999: 672).

Al problema planteado, el autor responde que también en estos casos hay algo que comprender, continúa existiendo un problema hermenéutico. En tales casos:

La respuesta es que el concepto hermenéutico de la obra se cumplirá siempre que en este género de producción siga habiendo [la posibilidad de identificar el contenido y de identificarse con éste], repetición y que ésta merezca la pena. Mientras semejante producción, si es que lo desea ser, obedezca a la relación hermenéutica fundamental de comprender algo como algo, esta forma de concebirla no será para ella en ningún caso radicalmente nueva. Este “arte” no se distingue en realidad de ciertas formas artísticas de carácter transitorio conocidas desde antiguo, por ejemplo, el baile artístico. Su rango y pretensión de cualidad también son tales que incluso la improvisación que no se repetirá nunca intenta ser “buena”, y esto quiere decir idealmente repetible y que en la repetición se confirmaría como arte (1999: 672).6

Subraya, sin embargo, que estas manifestaciones contemporáneas deben por lo menos poder distinguirse “del simple truco o del número del prestidigitador” (1999: 672). De no ser así, dirá, citando a Hegel, serán tan vanas como un número de prestidigitación cuyo truco ya se ha descubierto (1999: 672).

El Epílogo de Verdad y método: la hermenéutica y las ciencias

Sobre el epílogo que aparece en la tercera edición de Verdad y método, Gadamer señala en el Prólogo que: “El epílogo extenso toma posición respecto a la discusión que ha desencadenado este libro. Particularmente frente a la teoría de la ciencia y a la crítica ideológica vuelvo a subrayar la pretensión filosófica [comprehensiva] de la hermenéutica” (1999: 22).7 Las aclaraciones que lleva a cabo Gadamer resultan fundamentales no sólo para el momento de la publicación de Verdad y método, sino que continúan estando vigentes de cara al desaforado cientificismo contemporáneo, particularmente para el que se vive desde los años cincuenta del siglo pasado y encuentra sus raíces en el cartesianismo y en el positivismo comteano.

En primer lugar, Gadamer hace referencia al contexto en el cual se suscitó la discusión:

Los signos que anunciaban una nueva ola de hostilidad tecnológica contra la historia se multiplicaban. A esto respondía también la creciente recepción de la teoría de la ciencia y de la filosofía analítica anglosajona y el nuevo auge que tomaron las ciencias sociales, sobre todo la psicología social y la socio-lingüística […] aún dentro de las ciencias del espíritu históricas clásicas se había hecho ya innegable un cambio de estilo en la orientación general, pasando a primer plano los nuevos medios metodológicos de la estadística, la formalización, la urgencia a plantear científicamente y organizar técnicamente la investigación. Se estaba abriendo camino a una nueva autocompresión “positivista” estimulada por la recepción de los métodos y planteamientos americanos e ingleses (1999: 641).

A tales desarrollos neopositivistas debemos agregar el cientificismo ingenuo de los diversos estructuralismos que surgieron en ese mismo tiempo (Amador, 2015: 154-212), tal como lo describen Gilbert Durand y Jean Duvignaud. Hacia 1964, Durand había denunciado al cientificismo imperante en las universidades:

Esta concepción ‘semiológica’ del mundo será la oficial en las universidades occidentales y en especial en la universidad francesa, hija predilecta de Auguste Comte y nieta de Descartes. No sólo el mundo es pasible de exploración científica, sino que la investigación científica es la única con derecho al título desapasionado de conocimiento” (1971: 28).

Más aún, Durand mostrará que la cibernética y la informática serán los modelos a seguir por las distintas vertientes estructuralistas. Al respecto, escribía en 1979:

Cibernética e informática constituyen las vanguardias victoriosas de las reflexiones lingüísticas y estructurales. A través de un verdadero fenómeno de feed-back, los ordenadores modelan o vuelven a modelar nuestras maneras de pensar. La máquina expresa su más extrema exigencia, que es constreñir al pensamiento al que, no obstante, debe su existencia. De este modo, lo quiera o no, la lingüística moderna contribuye a la edificación de ese universo cibernético en el que la máquina, en cuanto modelo, substituye al hombre (Durand, 1993:40).

El señalamiento de Durand, que permite situar al estructuralismo y a la semiótica dentro de un conjunto de tendencias del pensamiento de la época, puede completarse con la siguiente observación de Jean Duvignaud, que reconstruye la situación histórica y la atmósfera intelectual:

En realidad, todo lo que va a definirse bajo el nombre de semiología o de estructuralismo, el recurso exclusivo a la lingüística para construir una ciencia de lo real, todo esto se produce en esa época […] Semiología y estructuralismo llegan a ser el pensamiento dominante, en circunstancias en que el mundo industrial moderno funciona como una totalidad cerrada de la que cada parte se articula una con otra y en la que los movimientos de rebelión o de transformación acordados se integran en un sistema cada vez más vasto y cada vez más englobante. La “ruptura epistemológica” que permite al estructuralismo ideológico llegar a ser la doctrina oficial de la universidad francesa (a tal punto que se ha hablado de un neopositivismo tan imperialista como el de fines del siglo pasado) y de la intelligentsia misma, es al mismo tiempo una ruptura en un mundo donde las leyes de distribución, de organización, de administración y de tecnoestructura, triunfan sobre las del cambio global (1977 [1973]: 190).

Duvignaud agrega que en las ciencias sociales y en las humanidades, “la búsqueda de la coherencia dominaba sobre la apertura a los elementos imprevisibles de la realidad, y de donde se evacuaba cuidadosamente toda especie de dinamismo colectivo” (1977: 191-192). Así, desde la perspectiva de la hermenéutica y de la antropología se criticaba la embestida del cientificismo ciego y dogmático. Había que recordarles a los neopositivistas de toda índole, que los puntos de partida, sin los cuales no puede existir ciencia alguna, son: el mundo de la vida y la comprensión cotidiana del mismo (Berger y Luckmann, 1967; Gadamer, 1999; Heidegger, 2000 y 2014; Husserl, 2008; Schutz y Luckmann, 2009). En un sentido ontológico, la hermenéutica es la forma, propiamente humana, que reviste nuestra comprensión de la existencia. Sin las formas básicas de comprensión de la experiencia de vida serían impensables las formas más complejas de comprensión como la filosofía y la ciencia.

También resultaba necesario recordarles a los racionalistas, cientificistas y epistemólogos radicales que en el proceder de las ciencias se da primero la construcción del dato científico, pero, una vez que éste ha sido construido por medio de un procedimiento metodológico correcto, el dato debe ser interpretado y, de hecho, ha sido y puede ser interpretado de muy distintas maneras, dependiendo del horizonte de pensamiento de quien interpreta. La interpretación del mismo implica, necesariamente, un problema hermenéutico, aun desde la misma perspectiva de la lógica propia y del lenguaje particular de cada ciencia. Al respecto, Gadamer señala: “pero la hermenéutica es relevante igualmente para la teoría de la ciencia en cuanto que, con su reflexión, descubre también dentro de la ciencia condiciones de verdad que no están en la lógica de la investigación sino que le preceden” (1999: 642). Hace referencia, así, a la pre-compresión que forma parte de toda interpretación. En ese sentido señala: “Pero ni el racionalista crítico más extremado podrá negar que a la aplicación de la metodología científica le preceden una serie de factores determinantes que tienen que ver con la relevancia de su selección de los temas y de sus planteamientos” (Gadamer, 1999: 647). Así queda evidenciado que las ciencias naturales no son del todo autónomas, sino que dependen de las funciones sociales que cada sociedad les asigna en el curso de su historia particular.

En tal sentido, resultaba imperativo destacar la necesidad de que las ciencias naturales y sociales fuesen conscientes de sus propios límites:

En una época en la que la ciencia está penetrando cada vez con más fuerza en la praxis social, la misma ciencia no podrá a su vez ejercer adecuadamente su función social más que si no se oculta a sí misma sus propios límites y el carácter condicionado de su libertad. La filosofía no puede menos de poner esto muy en claro a una época que cree en la ciencia hasta grados de superstición. Es esto lo que hace que la tensión entre verdad y método sea de una insoslayable actualidad (Gadamer, 1999: 642).

De ahí que nos haga ver que “una ilustración total es pura ilusión” (1999: 646). No es la ciencia la que está en condiciones de pensar en profundidad sobre su propio quehacer y acerca del lugar que éste ocupa dentro de la vida social. Han sido la hermenéutica, la filosofía de la ciencia y la sociología, las disciplinas que han estado posibilitadas de realizar tal reflexión de manera crítica. No podemos olvidar que la producción científica se da dentro de un contexto social determinado y en función del horizonte conceptual de una sociedad dada. Esta situación permite poner de relieve que se está en un ámbito hermenéutico:

Lo que en las ciencias de la naturaleza son los hechos no es realmente cualquier magnitud medida, sino únicamente los resultados de aquellas mediciones que representan la respuesta a alguna pregunta, la confirmación o invalidación de alguna hipótesis. Tampoco la organización de un experimento para medir cualquier magnitud se legitima por el hecho de que la medición se realice con la mayor precisión y de acuerdo con todas las reglas del arte. Su legitimación sólo la obtiene por el contexto de la investigación. De este modo toda ciencia encierra un componente hermenéutico (1999: 650).

Al responder a sus críticos, a Gadamer le interesaba, especialmente, aclarar un malentendido, respecto de su punto de vista sobre la metodología de las ciencias naturales; para él, negar su necesidad sería absurdo.

Fue desde luego un tosco malentendido el que se acusase al lema “verdad y método” de estar ignorando el rigor metodológico de la ciencia moderna. Lo que da vigencia a la hermenéutica es algo muy distinto y que no plantea la menor tensión con el ethos más estricto de la ciencia. Ningún investigador productivo puede dudar en el fondo que la limpieza metodológica es, sin duda, ineludible en la ciencia, pero que la aplicación de los métodos habituales es menos constitutiva de la esencia de cualquier investigación que el hallazgo de otros nuevos -y, por detrás de ellos, la [imaginación] creadora del investigador-. Y esto no concierne sólo al ámbito de las llamadas ciencias del espíritu (1999: 641-642).8

Es claro que en todas las disciplinas científicas la inventiva y la imaginación creadora de los investigadores constituyen elementos constitutivos fundamentales de la producción científica. Algo que demostró con sobrada evidencia el proceso de concepción y enunciación la teoría de la relatividad de Einstein, por ejemplo.

En lo concerniente a la historia, vemos con claridad meridiana que quien la piensa y la estudia, es a su vez un ser histórico; un ser inmerso en la historia, en el mundo de su tiempo, en su horizonte de pensamiento. Otro tanto ocurre en las ciencias sociales: el científico social forma parte integral de la vida social misma que trata de comprender.

De las ciencias sociales empíricas puede decirse otro tanto. Aquí es bien evidente que hay una “precomprensión” que guía su planteamiento. Son sistemas sociales ya en curso, que mantienen a su vez en vigencia normas que proceden de la historia que son científicamente indemostrables. Representan no sólo el objeto sino también el marco de la racionalización científico-empírica en cuyo interior se inserta el trabajo metodológico […] Nadie discute que también aquí la investigación científica conduzca a un correspondiente dominio de los nexos parciales de la vida social que se ponen en cuestión; tampoco es discutible, sin embargo, que esta investigación induce también a extrapolar sus resultados a nexos más complejos (Gadamer, 1999: 643-644).

Como podemos observar, sobre las ciencias sociales actúa también la tradición, por lo cual el campo de lo social no sólo constituye el tema a comprender, sino que además da forma al propio horizonte conceptual y semántico de los científicos y de las ciencias sociales que se proponen interpretarlo. Al respecto, Berger y Luckmann señalan que los procesos de formación de la identidad personal ocurren dentro de un mundo determinado y sólo pueden ser adoptados al interior de éste. Así, todo proceso por medio del cual se da forma al modo de ser y pensar de las personas tiene lugar dentro de horizontes que implican un mundo determinado (1967: 132). Estos procesos afectan por igual a todo ser humano, incluido el científico. Clifford Geertz sigue un razonamiento semejante cuando afirma que:

El sistema nervioso humano depende inevitablemente del acceso a estructuras simbólicas públicas para elaborar sus propios esquemas autónomos de actividad […] Para orientar nuestro espíritu debemos saber qué impresión tenemos de las cosas y para saber qué impresión tenemos de las cosas necesitamos las imágenes públicas de sentimiento que sólo pueden suministrar el rito, el mito y el arte (Geertz, 1997:81-82).

Al igual que lo que ocurre en las ciencias naturales, los resultados de las ciencias sociales son parciales y provisionales. De ahí que siempre se corra el riesgo de incurrir en el reduccionismo, pretendiendo extrapolar los resultados parciales obtenidos en la investigación a fenómenos sociales más complejos. Los fundamentos científicos de las ciencias sociales pisan un terreno frágil: “Por inseguras que sean las bases efectivas que podrían hacer posible un dominio racional de la vida social, a las ciencias sociales les sale al encuentro una especie de necesidad de fe que literalmente las arrastra y las lleva mucho más allá de sus propios límites” (Gadamer, 1999: 644).

También entran aquí en juego los intereses prácticos: sociales y políticos. Gadamer vislumbra esto con toda claridad:

Si pasamos al terreno de las ciencias sociales, la [posibilidad de controlar] los procesos sociales conduce necesariamente a una “conciencia” del ingeniero social, que quiere ser “científico” y sin embargo, no puede ocultarse nunca del todo su propio partido social. En esto se hace patente una complicación especial que tiene su origen en la función social de las ciencias sociales empíricas: por una parte está la tendencia a extrapolar prematuramente los resultados de la investigación empírico-racional a situaciones complejas, simplemente para poder acceder de algún modo a una actuación planeada científicamente; por otra parte está el factor distorsionante de la presión de los intereses que ejercen sobre la ciencia los partidos sociales para influir a su favor en el proceso social (Gadamer, 1999: 644).9

Gadamer concluye que en ambos casos, trátese de las ciencias naturales o de las ciencias sociales:

la absolutización del ideal de la “ciencia“ ejerce una fascinación tan intensa que conduce una y otra vez a considerar que la reflexión hermenéutica carece de objeto. Para el investigador parece difícil comprender el estrechamiento [de la perspectiva] que lleva consigo el pensamiento metodológico (1999: 644).10

De ahí que proponga: “El retorno a la tradición filosófica práctica puede ayudarnos a protegernos de este modo contra la autocomprensión técnica del moderno concepto de ciencia” (1999: 648).

El siguiente problema hermenéutico que se plantea en relación con las ciencias es el que se refiere a la posibilidad del lenguaje de contener y expresar con exactitud los resultados de la investigación científica. Este es un problema de fondo, pues el lenguaje es una mediación insustituible entre el mundo real y la comprensión del mismo por el ser humano. Gadamer nos recuerda aquí que las ciencias naturales “en el contexto de su propia investigación están sometidas a nexos que pueden ilustrarse hermenéuticamente”. A partir de esta premisa, el autor se pregunta si las ciencias “realmente son del todo independientes de la imagen lingüística del mundo en la que vive el investigador como tal, y en particular del esquema lingüístico del mundo de su propia lengua materna” (1999: 651). Aun en relación al lenguaje científico se plantean varios problemas:

Sin embargo, la hermenéutica entra aquí en juego también en un sentido distinto. Incluso, aunque mediante una lengua científica normalizada, pudieran filtrarse todas las connotaciones de la lengua materna, quedaría en pie el problema de la “traducción” de los conocimientos de la ciencia a la lengua común, que es la que confiere a las ciencias naturales su universalidad comunicativa y con ello su relevancia social.

Sin embargo, esto ya no afectaría a la investigación como tal, sino que sería un mero índice de hasta qué punto ésta no es “autónoma”, sino que se encuentra en un contexto social. Y esto afecta a cualquier ciencia (1999: 651).

Como podemos observar a las ciencias naturales, sociales e históricas, les resulta imposible deshacerse del problema hermenéutico. Esto resulta particularmente válido en el caso de las últimas, dentro de las cuales “el saber precientífico desempeña un papel mucho mayor” (Gadamer, 1999: 652). Ésa es la condición de tales ciencias, para las cuales “el saber precientífico, que queda como triste reliquia de acientificidad, es lo que constituye precisamente su peculiaridad” (Gadamer, 1999: 652). Podemos concluir, así, que:

“el conocimiento previo que se desarrolla en nosotros, simplemente en virtud de nuestra orientación lingüística en el mundo […] desempeña su papel cada vez que se elabora alguna experiencia vital, cada vez que se comprende una tradición lingüística y cada vez que está en curso la vida social” (Gadamer, 1999: 652).

En consecuencia, el hacer conscientes las implicaciones de las palabras conceptuales utilizadas por las ciencias y la filosofía, se convierte en una tarea fundamental de la hermenéutica (Gadamer, 1999: 654). Recordemos que la hermenéutica filosófica: “Sí que tiene que ver con el conjunto de nuestra experiencia del mundo y de la vida, de un modo como no lo hace ninguna otra ciencia, pero sí nuestra propia experiencia de la vida y el mundo, tal como se articula en el lenguaje” (Gadamer, 1999: 654).

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1He cambiado el término “historismo”, de la traducción original, por el de historicismo, el cual considero que es el adecuado. También mundo de la vida por “mundo vivencial”, términos que resultarían de una traducción más precisa del Lebenswelt de Husserl.

2He cambiado el término transmisión, utilizado por la traductora de Grondin, por el de tradición, el cual se emplea en la versión castellana de Verdad y método, para evitar confusión y contribuir a una mayor claridad.

3En este caso interpreto el neologismo “efectual”, inexistente en castellano, y cuyo significado no es del todo claro, en el sentido de tener un efecto y de que ese efecto es el de propiciar una interacción entre los horizontes de la tradición histórica y el de la interpretación de la historia.

4En esta cita entiendo por “historia efectual” tanto la historia fáctica como la historia acontecida: los sucesos históricos ocurridos, inseparables de su significación, así como la historia que, convertida en tradición, continúa actuando sobre nosotros. En segundo lugar he sustituido el neologismo inacababilidad, inexistente en castellano, por el término limitación. Considero que de esa manera el texto resulta más claro.

5Aquí también entiendo por “historia efectual” tanto la historia fáctica, como la historia acontecida y portadora de significación, como la historia que, convertida en tradición, continúa actuando sobre nosotros.

6Sustituyo el neologismo identificabilidad por las palabras entre corchetes: posibilidad de identificar el contenido y de identificarse con éste, las cuales expresan, desde mi punto de vista, con mayor claridad el significado de la oración.

7He sustituido la palabra “abarcante” que aparece en el original, la cual existe en el portugués más no en el castellano, por comprehensiva, la que considero sería la correcta en nuestro idioma.

8He sustituido la palabra “fantasía” del original por la de imaginación, pues esta última constituye una traducción más precisa, más cercana a lo que se propone argumentar Gadamer. El término alemán Fantasie se utiliza tanto para referirse a la fantasía como a la imaginación y a la inventiva. Sin embargo, también se utilizan en el alemán las palabras Phantasie y Vorstellungskraft para referirse a la imaginación, dependiendo del contexto semántico particular. Lo que tenemos en el original es una traducción literal que cambia el sentido de lo que Gadamer quiere mostrar, siendo más adecuados los términos imaginación creadora o, en todo caso, inventiva.

9He sustituido el término “dominabilidad”, inexistente en castellano, por las palabras entre corchetes: posibilidad de controlar. La frase resulta más clara de esa manera.

10En la cita cambié el neologismo “perspectivista” por las palabras: “de la perspectiva”, propias de nuestra lengua.

Recibido: 01 de Agosto de 2018; Aprobado: 06 de Septiembre de 2018

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