I. Introducción: el populismo en su laberinto
La obra de Ernesto Laclau se encuentra, indudablemente, entre las más relevantes de la teoría política contemporánea. En particular, desde la publicación de Hegemonía y Estrategia Socialista (HyES) en 1985 junto a Chantal Mouffe, el autor ha ocupado un lugar destacado en los debates del extenso campo de la izquierda hasta nuestros días. Para nosotros, latinoamericanos, su importancia es aún mayor debido al rasgo particular de doble inscripción de autor, inserto en el espacio académico anglosajón y su constante preocupación por los asuntos de su continente natal. 1 En particular a partir de la publicación de La razón populista (LRP) en 2005, que reactivó el debate sobre el uso del término, así como la relación entre populismo y democracia en un contexto de gobiernos en América Latina que fueron caracterizados como populistas en el marco del giro a la izquierda.
Los estudios sobre populismo latinoamericano constituyen casi un subgénero de los estudios sobre la región. Ese contexto se ha establecido una cronología política desde los populismos clásicos (Lázaro Cárdenas, Juan. D. Perón y Getulio Vargas), los neo-populismos (Carlos Salinas de Gortari, Carlos Menem, Alberto Fujimori, Fernando Collor de Melo) y los populismos del siglo XXI o radicales (Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa) con los debidos debates sobre su anatomía y, fundamentalmente, la relación con la democracia y sus consecuencia sobre la cuestión social.
Si bien todos los conceptos de las ciencias sociales pueden considerarse en disputa entre tradiciones, paradigmas y teorías, pocos como populismo han despertado tanta polémica y es un lugar común referir a la polisemia y el desacuerdo entre diferentes perspectivas sobre el status teórico del término. El desacuerdo es evidente, pero es difícil sostener que exista una teoría del populismo desarrollada como tal en otros trabajos que no sea la de Ernesto Laclau. Lo que existe, y es legítimo, son definiciones del concepto, pero incluir la definición de un término no implica una teoría. En efecto, considerar al populismo como una “estrategia” (Weyland, 2001), un “estilo” (Roberts, 1995; Moffitt y Tormey, 2014), una “ideología” (Mudde, 2004), o un “discurso” (Hawkins, 2010), opciones todas válidas en su contexto, no implica necesariamente una teoría al respecto debido a la primacía de la descripción sobre el análisis o el centro puesto en otro problema, para cuyo tratamiento la definición de populismo es subsidiaria.
En este contexto, este artículo tiene un objetivo específico: exponer el itinerario de la teoría de Laclau sobre el populismo en su contexto histórico-intelectual, presentar ciertos problemas internos a la teoría y avanzar en algunas de las críticas que ponen en tensión productiva el desarrollo de la categoría. En la primera parte trabajaremos los estudios iniciales sobre el populismo en sus obras. En la segunda, expondremos los cambios en las condiciones teóricas en la obra de Laclau que le permitieron plantear el problema del populismo en un terreno postmarxista. En la tercera nos enfocaremos en la anatomía de La Razón populista, y finalmente abordaremos las críticas internas al planteo y los posibles caminos para tratarlas consistentemente.
II. Los orígenes del populismo
"…a través del peronismo llegué a comprender a Gramsci"
(ERNESTO LACLAU, 1983, entrevistado por L. Paramio)
La preocupación de Ernesto Laclau por el problema del populismo se originó en el campo político y después se transformó en objeto de reflexión teórica. La experiencia de lectura y activismo político en organizaciones de izquierda marxista argentina 2 que se plantaron qué hacer frente al peronismo, es clave para comprender el tipo de abordaje del “primer Laclau” con respecto al fenómeno populista (Acha, 2013). La otra clave, por supuesto, es la inscripción del problema en un ámbito teórico dominado por el althusserianismo que predomina en Politics and Ideology in Marxist Theory. Capitalism, Fascism, Populism, donde dedica un capítulo fundacional: “Hacia una teoría del populismo”. El problema a tratar es simple y crucial para la política de la época: ¿puede una radicalización del populismo conducir a la revolución socialista? De una respuesta a esta pregunta depende la estrategia de la izquierda marxista en América Latina y su relación con los movimientos nacional-populares. Si ésta es positiva, entonces la estrategia a seguir consiste en articular los elementos revolucionarios contenidos en los populismos. Si es negativa, el camino sería enfrentar y combatir al populismo, su simbología, prácticas y tradiciones. Por supuesto, para ensayar alguna respuesta, primero hay que abordar el problema no menor de ¿qué es el populismo?, superando los epítetos que la tradición marxista enarbolaba ante estas experiencias (como bonapartismo, cesarismo, nacionalismo burgués, etcétera) y dando por sentada cierta definición de socialismo. La pregunta central es por la estrategia política. Esta obsesión por la estrategia es una constante en la obra de Laclau (se incluye en el título de su obra más conocida Hegemonía y estrategia socialista de 1985, junto a Chantal Mouffe), mientras que la posibilidad del contenido emancipatorio del populismo será una permanente hasta sus últimos escritos (Melo y Aboy Carlés, 2014), en el que el populismo como condición de posibilidad del socialismo se ve trocada por el populismo como condición de posibilidad de la democracia radicalizada.
En “Hacia una teoría del populismo”, Laclau repasa los senderos escarpados por los que transitaron los estudios clásicos del tema en América Latina, en particular la siempre reconocida polisemia del término y su adscripción a líderes, ideologías, movimientos o etapas históricas. 3 Ahora bien, antes de abandonar el concepto, nuestro autor se aboca a producir una serie de movimientos teóricos tendientes a reordenar la mesa de trabajo, las herramientas teóricas y los problemas políticos. No olvidemos que transitamos a mediados de los años setenta y la pregunta por las clases ocupa un lugar central en la reflexión teórica de la izquierda, por lo que la pregunta se ubica por la relación entre populismo y socialismo, así como entre pueblo y clase. Es decir, una pregunta por el proyecto político y una pregunta por el sujeto político, que serán constantes en su obra aunque trabajadas en otros registros. 4
A partir de la vieja (y mala) metáfora base/superestructura, que abandonará con su paso del neomarxismo al postmarxismo, Laclau introduce una distinción que después radicalizará entre el campo de las relaciones económicas y el campo de las superestructuras complejas (y su relación de determinación):
Esta confusión procede de no haber diferenciado dos aspectos: el problema general de la determinación de clase de las superestructuras políticas e ideológicas y las formas de existencia de las clases al nivel de dichas superestructuras: afirmar la determinación de clase de las superestructuras no significa establecer la forma en que dicha determinación se ejerce (O lo que es lo mismo, la forma en que las clases en cuanto tales están presentes en ellas) (1978: 184).
Las clases, para Laclau, se definen como un polo ubicado en las relaciones sociales de producción que no tienen un correlato mecánico (necesario) en el nivel ideológico-político. Esto le permite mantener la metáfora base y superestructura, pero asignando al espacio ideológico-político una autonomía relativa para la constitución de los sujetos políticos, al mismo tiempo que sostiene la tesis de la determinación “en última instancia”. Dos conclusiones cruciales extrae de estas tesis. Primero, ya no se puede hablar de una reducción de la clase a la posición estructural, con lo que clase y sujetos empíricos se distancian. Segundo, existen elementos “superestructurales” no clasistas que es necesario articular en el proceso de lucha social, por lo que es necesario pensar los modos en que el discurso específicamente clasista articula a los elementos populistas otorgándoles coherencia. El pueblo, entonces, será la articulación de elementos con base en un principio de clase o “la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto a la ideología dominante” (1978: 201), cuya orientación responde, en última instancia, a la posición en la contradicción fundamental.
La centralidad de la mirada analítica (y política) en la producción de antagonismos -más que tomarlos como determinados- será una de las constantes de la obra de Laclau. En efecto, si las clases no tienen una aparición inmediata y necesaria en la escena política, en el drama de la historia, su constitución dependerá de tornarse un principio articulatorio específico de elementos popular-democráticos. Este principio, que en última instancia es de clase, otorga la posibilidad de articular clase y pueblo, socialismo y populismo.
El pueblo, el término análogo al que se refiere cualquier teoría del populismo, es el vehículo de la aparición de la clase cuando ésta constituye el principio de articulación de los elementos y se hace presente en la lucha de las formaciones sociales histórico-concretas como un polo de contradicción que enfrenta al bloque dominante (un determinado status quo). Es evidente que el texto de 1977, inscrito aún en el marxismo, otorga una primacía a la lucha de clases, aunque reconoce un lugar heterodoxo para al pueblo (en particular, los elementos populares) con el consecuente reencuentro entre pueblo y clase, pero situados en una tensión dialéctica. No hay pueblo sin clase, pero no hay clase (vencedora) sin pueblo, puede ser un corolario para la estrategia socialista. La conclusión, como la del silogismo práctico, una acción. Entonces, la estrategia para las fuerzas revolucionarias clasistas y socialistas es la articulación de los elementos populares para configurar un sujeto pueblo capaz de intervenir en la historia. Esto en el plano de la conformación del sujeto político, pero también en la del proyecto político, en tanto
Sólo puede aspirar al pleno desarrollo de la contradicción pueblo/bloque de poder, es decir, a la forma más alta y radical de populismo, aquel sector cuyos intereses de clase conduzcan a la supresión del Estado como fuerza antagónica. En el socialismo, por consiguiente, coinciden la forma más alta de populismo y la resolución del último y más radical de los conflictos de clase. La dialéctica entre pueblo y las clases encuentra aquí el momento final de su unidad: no hay socialismo sin populismo, pero las formas más altas de populismo sólo pueden ser socialistas (1978: 231).
Esta tesis “de la continuidad” entre socialismo y populismo fue debatida por autores como Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ipola (1981) en la célebre revista Controversia, que aglutinaba a la intelectualidad argentina en México (los argenmex) y promovió un debate entre los teóricos de la izquierda peronista como Nicolás Casullo, Alcira Argumedo y Sergio Caletti, con autores de la izquierda socialista como los nombrados De Ipola y Portantiero (Reano, 2012), además de que se discutió en el mundo anglosajón (Mouzelis, 1978). No obstante, la década de los ochenta cambió tanto la fisonomía de los procesos políticos como la agenda académica. En América Latina dominó un proceso conocido como “doble transición” después de períodos de fuerte impronta autoritaria (en especial, en el cono sur), mientras que en Europa y Estados Unidos el ascenso del neoconservadurismo marcó los tiempos en el que el pensamiento de izquierda asumió uno de sus tantos períodos de crisis. El auge de los estudios sobre la democratización y el foco desplazado de la cuestión del socialismo y los movimientos populistas hacia la cuestión de la democracia y el eurocomunismo de corte socialdemócrata reemplazó la discusión sobre las clases y el pueblo en la mayoría de los estudios. El populismo, como afirmó en Drake en 1982, era una cosa muerta destinada a la mesa de autopsia de los historiadores.
III. Prolegómenos para una teoría del populismo (y un atisbo)
Para comprender el modo en que Laclau construye el populismo como problema teórico, es preciso reparar en el giro postmarxista, ya que implicó una reflexión sobre los aspectos ontológicos de la teoría marxista y la construcción de un nuevo edificio teórico que tuvo un impacto en el abordaje de diferentes problemas: la construcción del orden social, la configuración de los sujetos políticos y la estrategia política, así como el horizonte normativo. La consumación de la gran ruptura con el marxismo fue, evidentemente, con la publicación de Hegemonía y estrategia socialista, pero puede insinuarse en trabajos preparatorios como “Populist Rupture and Discourse” (1980), “The Impossibility of Society” (1983a), “‘Socialism’ the ‘people,’ ‘democracy’. The transformation of hegemonic logic (1983b), “Tesis sobre la forma hegemónica de la política” (1985), aunque huellas de lo que vendrá ya podrían identificarse en “The specificity of the political: The Poulantzas-Miliband debate” (1975). Cabe destacar el hecho sintomático que tanto pueblo como populismo aparecen en el título de dos textos, además de la relación que nunca perdieron ambos términos con el de hegemonía.
En Hegemonía y estrategia socialista, Las Nuevas Reflexiones sobre la Revolución de Nuestro Tiempo (1990) y Emancipación y diferencia (1996) se presentan una serie de movimientos conceptuales constitutivos de la teoría política madura de Laclau -ya inscripto en un escenario posfundacional-, que serán las herramientas categoriales para La Razón populista. Sin comprender este nuevo escenario teórico es imposible tomar dimensión de la reflexión sobre el populismo, ya que cambian las condiciones epistemológicas en que el objeto se produce. Como no podemos extendernos demasiado, presentaremos los conceptos mínimos para la comprensión de la teoría del populismo: discurso, hegemonía, antagonismo y la cuestión de los significantes.
El pensamiento de Laclau es conocido como una teoría del discurso; sus raíces, según el propio autor, son la filosofía analítica del último Wittgenstein, la analítica existencial de Heidegger y la crítica posestructuralista del signo (Laclau, 2003c). Ahora bien, uno de los problemas de la teoría es lo que podemos llamar la doble inscripción del status del discurso. En efecto, por un lado, Laclau define al Discurso como una práctica de articulación:
(…) llamaremos articulación a toda práctica que establece una relación tal entre los elementos que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica. A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso. Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas al interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elementos a toda diferencia que no se articula discursivamente (Laclau y Mouffe, 2004: 142-143).
En consecuencia, discurso puede operar como subsidiaria de la categoría de hegemonía para abordar un problema ontológico; es decir, como un vehículo para pensar el cemento de la sociedad, la configuración del orden que produce una totalidad fallida. 5 Este uso, para pensar aspectos ontológicos, será después retomado en algunos usos de populismo, como veremos más adelante. Nótese que si bien toda configuración de un orden implica producción de sentido, el centro del asunto está puesto en la articulación de elementos. No podemos detenernos aquí, sin embargo, conviene anotar que esta definición de discurso impugna cualquier intento de reducción de la teoría a alguna forma de idealismo o disolución de la realidad en el lenguaje, como se ha acusado en algunas lecturas (Mayorga, 1983; Borón, 1996).
Por el contrario, de lo que se trata es de una teoría que busca subvertir la dicotomía subjetivo/objetivo, para concebir que toda articulación de elementos organiza relaciones sociales que se centran en la producción de la sociedad como tal. La segunda inscripción de la noción de discurso se relaciona a las prácticas que producen sentido (que incluye, pero no agota, lo textual y lo oral), aunque en un sentido más acotado que el anterior. Esto será clave en la consideración de un “discurso populista” frecuente en los estudios del tema. En cierta forma, esto habla de un uso ontológico de la noción de Discurso y otro uso óptico (llamémosle, discurso con minúsculas), pero ambos se requieren, puesto que es sólo desde lo óntico (las prácticas políticas) que podemos acceder a disputar lo ontológico (la estructuración del orden).
A partir de esta primera distinción entre el campo de la teoría del discurso y del análisis del discurso (Howarth, 2005), podemos introducir una especificidad de la lógica del discurso que será clave para abordar el problema del populismo: la lógica de la equivalencia, la diferencia y los significantes vacíos. En “¿Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?” (1996), Laclau desarrolla su reflexión sobre dos lógicas que gobiernan la producción del discurso. La ruptura del isomorfismo entre significado y significante permite que un significante pueda exceder un contenido particular y amalgamar otros que le son heterogéneos, constituyendo una cadena de equivalencias y constituyéndose como una representación de la cadena. En el caso que nos interesa, para preparar el terreno sobre el populismo, cuando una demanda por “Tierra” puede hacerse equivalente con “Trabajo” y “Techo”. Lo que ocurre es un movimiento doble; por un lado, se pone en sintonía (mediante un trabajo político) lo común positivo que pueden tener estas luchas (la equivalencia), por otro, se acentúa algo que comparten y es ser inscriptas como negadas por el orden.
Para Laclau, “Una situación social en la cual las demandas tienden a reagruparse sobre la base negativa de que todas permanecen insatisfechas, es la primera precondición -pero de ninguna manera la única- de ese modo de articulación política que denominamos populismo” (2009:56). 6 En esta situación, un significante se vacía privilegiadamente por su capacidad de representar a la vez la universalidad de la cadena de equivalencia, y para ello tiene que vaciarse tendencialmente; por ejemplo, el significante “democracia”, “pueblo” o “justicia”, será clave cuando el nombre de un líder ocupe el lugar de ese universal en ciertos procesos populistas. La construcción de la diferencia es consustancial a la producción del antagonismo o de la frontera antagónica que distingue el campo del “nosotros” del de “ellos”. La teoría del antagonismo en Laclau ha sido objeto de arduos debates muy significativos para la teoría del sujeto, pero de los que prescindiremos aquí por razones de espacio.
Con este arsenal teórico, Laclau emprende un primer ejercicio de análisis del populismo en 1987 bajo el título “Populismo y transformación del imaginario político en América Latina”, en el que ensaya las primeras reflexiones sobre el populismo en clave postmarxista. Allí propone un cambio en las preguntas: ¿a qué intereses corresponde el populismo? ¿Qué se requiere (qué obstáculos hay que vencer) para constituir históricamente un interés? ¿Qué fuerzas sociales se expresan en el populismo? por ¿Hasta qué punto y bajo qué formas una fuerza social está presente en el plano político? Y ¿a qué grupos sociales el populismo representa? por ¿En qué medida la relación entre fuerzas sociales y organizaciones políticas puede pensarse bajo la forma de la representación? (1987: 26). Además, ensaya una definición del populismo que después será complejizada:
si el populismo es aquella dimensión de ciertos discursos políticos que los construye sobre la base de dicotomizar ciertos espacios sociales, ella puede ser adscripta a los contenidos ideológicosmás diversos. Hay populismo siempre que las identidades colectivas se construyen en términos de una frontera dicotómica que separa a 'los de arriba' de 'los de abajo'. (Laclau, 1987:30). Las semillas, entonces, están sembradas.
IV. Las mil razones del populismo (sobre LRP)
La razón populista (2005) es uno de los libros de teoría política reciente más evocado en el debate público. El explícito apoyo de Laclau a los “populismos del siglo XXI” en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador, contribuyó a que se lo considerada uno de los teóricos de estos procesos. 7 Esto, por un lado, plasmó una pretensión de la teoría crítica que es, en cierto modo, ser parte de las batallas políticas; no obstante, por otro lado, opacó la complejidad y la densidad teórica de la propuesta. La proliferación de críticas desde posiciones de izquierda (Kohan, 2006) y o liberales (Guariglia, 2011) más referidas a las posiciones políticas del autor que a su consistencia teórica es una muestra de ello.
En esta sección vamos a presentar la anatomía de la teoría política del populismo a partir de una hipótesis de lectura que hemos desarrollado en otro trabajo (Retamozo, 2011). En síntesis, el argumento sobre lo que se basa nuestra aproximación, indica que la teoría del populismo (al igual que la de hegemonía) juega en tres campos problemáticos: el ontológico, el de las identidades políticas y el de la política (estos dos últimos ónticos). Es decir, que predica sobre tres preguntas: ¿Cómo se produce el orden social? ¿Cómo se constituyen las identidades políticas? ¿Cómo funciona el campo de la política? En el texto sobre populismo de 1987, Laclau adelanta esta triple dimensión.
Ya que el populismo, a su criterio, viene a
1. presentar ciertas hipótesis acerca de la constitución de lo social - o, más bien, de lo político como nivel ontológico de lo social - que rompa con el supuesto de esa positividad y racionalidad ultima; 2. mostrar que en tal sentido el 'populismo', lejos de ser un fenómeno aberrante, transicional o secundario, constituye una dimensión o 'borde' de toda identidad colectiva; 3. formular ciertas hipótesis que conciernen a las características específicas de los populismos latinoamericanos (1987: 26), el equívoco (y la riqueza) está en ciernes. 8
Sin dudas, La Razón Populista es la última gran obra de Laclau, la que recoge toda la caja de herramientas teóricas, forjada y ajustada desde el giro postmarxista/posfundacional con las influencias de la deconstrucción, el psicoanálisis lacaniano y la retórica. Esta trama teórica, un lenguaje por momentos encriptado y el triple problema simultáneo del que hablamos más arriba, le han valido no pocas incomprensiones y juicios sumarios. En lo que sigue expondremos los tres campos problemáticos con las consecuentes jugadas de Laclau (o lo que es nuestra interpretación de ellas) y en una sección siguiente abordaremos los debates teóricos que ha generado.
Populismo como una categoría ontológica
¿Significa esto que lo político se ha convertido en sinónimo de populismo?
Si, en el sentido en el cual concebimos esta última noción
ERNESTO LACLAU, 2005: 194
Margaret Archer (1995) argumentó, con acierto, que la precisión ontológica es clave y tiene consecuencias teóricas y metodológicas. Para Laclau, muchos de las aporías y los entuertos teóricos se deben comprender por la escasa claridad en este plano o como en lo que llama “marxismo clásico”, asumir ciertos compromisos teóricos inconducentes. La estrategia argumental del autor es doblegar ciertas referencias frecuentes en los estudios sobre el populismo:
1. Que el populismo es vago e indeterminado tanto en el público al que se dirige y en su discurso, como en sus postulados políticos; 2. que el populismo es mera retórica. Frente a esto opusimos una posibilidad diferente: 1. Que la vaguedad y la indeterminación no constituyen defectos de un discurso sobre la realidad social, sino que, en ciertas circunstancias, están inscriptas en la realidad social como tal; 2. que la retórica no es algo epifenoménico respecto de una estructura conceptual autodefinida, ya que ninguna estructura conceptual encuentra su cohesión interna sin apelar a recursos retóricos. Si esto fuera así, la conclusión sería que el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político como tal (Laclau 2005:91).
Si tenemos en cuenta que para el autor “lo político tiene un rol primariamente estructurante porque las relaciones sociales son, en última instancia, contingentes y cualquier articulación existente es el resultado de una confrontación antagónica” (2006a: 20, también 1997: 64) y que “el populismo es, simplemente, un modo de construir lo político” (2005a: 11), entonces queda clara la función del populismo como categoría ontológica central. En efecto, algunos tramos de LRP abonan la idea que el populismo como categoría ontológica (como lógica de lo político) puede ser el vehículo privilegiado (la “vía real”) para comprender algo del proceso mismo de producción de la sociedad como totalidad estructurada y fallida (o fallada); esto, por supuesto, aceptando la tesis de la primacía de lo político sobre lo social (Laclau, 2000). Así, es la lógica populista la que puede dar cuenta con mayor precisión del funcionamiento de lo político y, por lo tanto, tendría un status privilegiado para pensar los modos de constitución de lo social sobre un terreno que no tiene un sentido univoco (rol que en otros trabajos tiene la categoría de “hegemonía”). Ahora bien, Laclau da un paso más y pone en el centro de la escena la función de la retórica como aquella lógica ontológica que permite comprende la configuración de la sociedad. De hecho, su último libro -publicado post mortem- se tituló Los fundamentos retóricos de la sociedad (2014). Frente a las acusaciones de pura retórica, Laclau responde que es la misma condición de lo social la que exige movimientos retóricos para su precaria fundación y el populismo contendría inherentemente estos aspectos. En consecuencia, de “pariente pobre de la teoría política”, como dice a fines de los ochenta, el populismo se transformaría en la superestrella.
La apuesta por una categoría como vía privilegiada para comprender la anatomía de lo social no es menor, pero genera una serie de problemas. Así como en un inicio de sus teorizaciones fue ideología y luego hegemonía, ahora es populismo “esa” categoría privilegiada. Benjamín Arditi (2010) ha sido uno de los principales autores en cuestionar este desplazamiento entre populismo, hegemonía y política, como una sinonimia que empobrece el análisis (Balsa, 2010). El asunto, no obstante, es clave porque recupera la pregunta por los modos de introducir el orden allí donde hay una “tendencia a la infinitud” (Laclau, 2000: 52) y, en ese registro, la producción del objeto (imposible), que es la sociedad. Sin embargo, constituye un uso equívoco del populismo superpuesto con el de hegemonía, que cumple en este aspecto la misma función en el plano ontológico.
Populismo como parte de la política
En otro registro al expuesto en la sección anterior, Laclau ubica al populismo como un componente de “la política” (ya no de “lo político) 9, por ejemplo, cuando afirma que como “el rasgo distintivo del populismo sería sólo el énfasis especial en una lógica política, la cual, como tal, es un ingrediente necesario de la política tout court” (2005a: 33), o ¿no es acaso el populismo sinónimo de política? La respuesta sólo puede ser afirmativa” (2005: 44). Esto, evidentemente, como lo detectaron tempranamente Stravakakis (2004), Marchart (2005) y Barros (2006), implica una sinonimia entre política y populismo que conviene aclarar. La confusión procede de un razonamiento equívoco originado en asumir que en tanto el populismo dicotomiza el campo social y ésta es una característica específica de lo político (como lo definió Carl Schmitt), entonces toda política es, en cierto punto, populista. Basta mostrar, como señala Arditi (2010) con respeto a la hegemonía, una serie de intervenciones que no podemos excluir de la política (lógicas corporativas, movimientos sociales, elecciones, dinámica parlamentaria, políticas públicas) que no obedecen a una lógica populista (ni hegemónica), para demostrar que no toda política es populista e incluso que hay intervenciones políticas, que no son en modo alguno populistas. La pregunta, claro, es ¿qué distingue la lógica populista de otras lógicas políticas? Y ¿cuál es su lugar en el campo político? Volvemos entonces al populismo, su función representativa y su relación con la democracia.
En algunos trabajos se ha presentado al populismo como una forma de representación política con efectos perniciosos para la calidad democrática (Peruzzotti, 2013); no obstante, se le reconoce una función de representación de sectores excluidos de la comunidad política. En general, estos análisis parten de cierto déficit de las mediaciones (ya sea la ausencia de un sistema de partidos plural y competitivo o una cultura cívica robusta) como causante del malestar tramitado (o “aprovechado”) por los temibles populistas. En este punto, Laclau prefiere reemplazar una concepción que supone a la representación como una relación entre elementos constituidos (por lo tanto, más o menos fidedigna) por la consideración del efecto performativo de la representación. De allí que aquello que llamaba “intereses” en una primera formulación, pasen a ser “demandas” que tienen un contenido de deseo, discurso y constitución más abierto. El lector ya habrá advertido que la jugada esconde una consecuencia en la relación entre populismo y democracia. En efecto, si el populismo constituye al pueblo, entonces será una condición sine qua non de la democracia (2005a: 213). El autor reconoce, por supuesto, que el sujeto pueblo puede devenir en regímenes autoritarios ya que la relación entre populismo y democracia es, en definitiva, contingente; sin embargo, la relevancia del populismo radica en este potencial democratizador y, por lo tanto, se constituye parte de la estrategia política, como explica Laclau desde el mismo título de un artículo: “Por qué construir un pueblo es la tarea principal de la política radical” (2006).
El populismo como lógica de construcción de sujetos políticos
(LACLAU en Revista Nexos: http://www.nexos.com.mx/?p=23342)
La pregunta por el status del pueblo como sujeto colectivo es fundacional entre las preocupaciones de Laclau. En 1977, se pregunta aristotélicamente si el concepto de populismo es análogo o equívoco. Responde por la primera opción y su referente es, evidentemente, el pueblo. En este sentido, el populismo puede entenderse como una gramática de producción del pueblo como sujeto histórico, una preocupación del autor desde sus primeros trabajos y que le valió las críticas por el abandono de la clase (para la tradición marxista)10 o la primacía de ese colectivo inasible (para la tradición liberal).
El interés por las identidades colectivas es declarada por el autor en las primeras líneas del prefacio de LRP, cuando dice: “Este libro se interroga centralmente sobre la lógica de formación de las identidades colectivas” y, en particular, el sujeto pueblo. “El populismo es a mi entender la forma en que se constituye el pueblo como agente histórico”, asegura en una conferencia de 2004. Pero ¿cómo se constituye el agente “pueblo” en las condiciones políticas contemporáneas? Aquí es donde tenemos que tener en cuenta las reflexiones históricas y ontológicas trabajadas en HyES. El punto de partida es la pluralidad de lo social; es decir, el hecho que bajo el capitalismo globalizado es cada vez más evidente la multiplicidad de posiciones, intereses o “demandas” producto de la expansión de las luchas sociales y el imaginario democrático-igualitario. Esto es un síntoma de las diferencias que, lejos de un enfoque posmoderno, la teoría pretende articular como potencialidad de cambio social. La lógica es similar a la planteada en HyES, la proliferación de luchas particulares (en torno a demandas) es el resultado histórico (y contingente) debido a que las sociedades articulan un conjunto de situaciones de subordinación (de clase, de género, étnica, culturales, de preferencia sexual, ecológicas, etcétera).
Ahora bien, hablar de subordinación no implica, necesariamente, deducir resistencias y antagonismos a partir de relaciones de poder, sino que éstos deben ser construidos por los agentes (que a su vez se re-constituyen en la acción). Las múltiples formas de articulación del orden social (el Capital, el neoliberalismo, el patriarcado, el racismo, etcétera) no producen necesariamente resistencias (más allá de que podemos considerar con Focuault que donde hay poder, hay resistencia). No se trata de negar que mujeres, trabajadores, indígenas, campesinos, sean víctimas de situaciones que producen dolor o sufrimiento (Dussel, 2007), sino que, primero, para sostener que una situación es injusta e ilegítima se requiere de un discurso que construya esas situaciones como tales. 11 Segundo, aún con la presencia de discursos que signifiquen una situación como injusta, se requiere de procesos de subjetivación política para que exista un antagonismo. Sólo cuando existe ese corrimiento subjetivo y la emergencia de algún tipo de acción, es cuando el sujeto se constituye. De esta manera, es un desafío teórico, pero fundamentalmente político, pensar el modo en que estas posiciones de subordinación pasan a configurarse en espacios de subjetivación y producción de antagonismos sociales.
La pluralidad de posiciones de subordinación (en un orden social que estructura relaciones sociales), por un lado, y la expansión de un imaginario democrático-igualitario, por otro, generan la potencial emergencia de múltiples luchas. En HyES, estos movimientos sociales en expansión parecían ser llamados a tener efectos democratizadores de la sociedad, pero en LRP se observan las limitaciones de actores que no logran articular sus luchas mediante la producción de subjetividades populares. En gran medida, éste es el debate de Laclau con Hardt y Negri (2008) sobre el alcance de la inmanencia de las progresivas luchas para proyectos políticos alternativos y superadores al orden establecido.
La complejidad social y la multiplicidad de los nodos de dominación ofrecen un escenario plural para la emergencia potencial de demandadas sobre distintas situaciones construidas imaginariamente como injustas. 12 Estos malestares pueden ser tramitados de muchas formas, individuales, patológicas, apáticas, algunas institucionales y otras que involucran a la acción colectiva de protesta. Por ejemplo, la ausencia de agua potable en un barrio puede ocasionar una “demanda” vía una carta a las autoridades locales o a la empresa proveedora o a las instancias judiciales. Esta demanda puede ser construida bajo diversos discursos subjetivantes (“el agua como un derecho humano” o “el agua como una mercancía para quien la paga”) con diferentes efectos. Asimismo, lo que se inicia bajo una atribución de sentido puede ir variando en su puesta en escena, la intervención de activistas, la reflexividad y la experiencia conjunta.
Laclau llama “demandas democráticas” a los reclamos aislados y particulares independientemente del contenido que tengan (bien pueden ser conservadores, reaccionarios o anti-igualitarios). Ahora bien, cuando una demanda permanece insatisfecha existe la posibilidad de que se una con otras demandas también insatisfechas y se produzca una relación de equivalencia. Las demandas que entran en equivalencia (mediadas por un trabajo político e imaginario) en principio pueden no compartir nada en sí mismas, más que ser negadas por el orden vigente (por ejemplo, la demanda por autonomía indígena y la de equidad de género) e incluso pueden tener elementos que en otros caleidoscopios devengan contradictorios u opuestos. El movimiento que se aprecia es el de la equivalencia entre demandas insatisfechas (mediante la producción de significantes vacíos13) y el de la frontera con ese otro que produce la situación injusta (el gobierno, el Estado, la clase dominante, la oligarquía, las elites, los políticos, etcétera.). Cabe destacar que los elementos en juego para establecer las equivalencias (los discursos utilizados, los soportes organizacionales, etcétera.) varían en cada caso y dependen de las construcciones históricas, las experiencias previas, las identidades y las memorias colectivas. La expansión de demandas equivalentes produce lo que el autor denomina “demandas populares”, después de un proceso primario de producción de una subjetividad popular. En palabras del autor:
En el primero, el sujeto de la demanda era tan puntual como la propia demanda. Al sujeto de una demanda concebido como particularidad diferencial lo denominaremos sujeto democrático. En el segundo, el sujeto va a ser más amplio, ya que su subjetividad será el resultado del agrupamiento equivalencial de una pluralidad de demandas democráticas. Al sujeto constituido sobre la base de esta lógica lo denominaremos sujeto popular (2005b: 57).
En este punto opera la lógica de la hegemonía. Algún contenido particular asume, sin abandonar su condición de particular, una función universal (la imprecisión de los símbolos populistas permite esta operación por excelencia) y allí tiene lugar una operación de subjetivación/interpelación. Para ello debe vaciarse parcialmente, a fin de estar en posibilidad de capturar, por así decirlo, el contenido de otras demandas como un bloque que compone el nosotros en el mismo acto que establece el antagonismo con “ellos”. 14 Allí la centralidad del discurso capaz de amalgamar demandas heterogéneas y ponerlas en un clivaje dicotómico de lo social. Este “nosotros” heterogéneo en un proceso de identificación será el “pueblo” y los enemigos “el poder-la oligarquía”. 15 Esto es lo que ha sido señalado como una relación de “género” y “especie” entre hegemonía y populismo (Arditi, 2010/2015).
La lógica política del populismo es la condición de la construcción del pueblo como agente histórico y como subjectum político (es decir, como depositario de la soberanía popular) 16 . La tensión se origina, sin embargo, en establecer una división al interior del orden social (en general, al interior del Estado-nación por la cuestión de la soberanía), que impide que “todos” los habitantes de un país sean pueblo. Laclau explora dos sentidos etimológicos de pueblo: plebs y populus. 17 Por un lado, los que se construyen como dañados (para usar la expresión de Rancière, 1996) son los de “abajo”,18 los sectores subalternos, una parte de la comunidad política que sin embargo se asume como la totalidad legítima, como el sujeto soberano y por lo tanto capaz de replantear el orden. Por una operación retórica (de sinécdoque), una parte se presenta como el todo. Allí la potencia plebeya (García Linera, 2008) y la posición incómoda del pueblo para la teoría política liberal, porque invoca la soberanía popular (Kalyvas, 2005) capaz de cuestionar lo instituido y abrir espacios instituyentes (que se coronan, como en los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador) que incluyen procesos constituyentes y nuevas constituciones políticas del Estado.
Es central en la teoría de Laclau, la idea de la construcción discursiva del sujeto pueblo, y a estas alturas, inadmisible tanto las críticas de “puro lenguaje” que buscó ligar a la teoría al posmodernismo o al idealismo, como la de apelar a un pueblo homogéneo o pueblo-uno, que en todo caso esa es una posibilidad que es necesario indagar y no una necesidad del proceso populista, como sostienen Arato (2013) y De la Torre (2016). En efecto, no es posible pensar en un discurso externo a las prácticas sociales ni en la constitución de los sujetos sin un proceso de identificación y una disposición para la acción (Gramsci la llamó “voluntad colectiva”). No se trata del mero juego discursivo programático para la producción del sujeto, sino que allí interviene un aspecto poco trabajado por la teoría política: las pasiones y el afecto (Stravakakis, 2007).
La concepción del populismo como una lógica política impide, como se dijo, asociar populismo a un contenido ideológico particular (socialista, nacionalista, republicano) ni a un resultado sobre el régimen (democratizador, conservador, revolucionario). Lo mismo vale para la orientación del sujeto pueblo constituido que puede ser profundamente transformador o excluyente (e incluso combinar estos aspectos), dependiendo de los contenidos articulados, las gramáticas y organizaciones de concreción y el orden en el que la experiencia se desarrolla. Los contenidos articulados de manera contingente y como una expresión histórica de un proceso deberán, en todo caso, ser estudiados en cada experiencia concreta (Laclau, 2006: 57). Las subjetividades políticas, las prácticas y las acciones construidas darán la pauta de la orientación y el alcance de las experiencias populistas expresadas en contextos históricos y también deben ser analizados para una evaluación a partir de parámetros que siempre son construcciones políticas (normativas).
V. Controversias teóricas sobre el populismo
Los elementos de la teoría entonces, están planteados: la existencia de demandas, el proceso de articulación/producción de una frontera antagónica y la presencia de un significante vacío/vaciado que opera como aglutinante de la pluralidad, como condensación de lo múltiple, como síntesis inestable de lo heterogéneo. Ahora, entonces, estamos en condiciones de observar más detenidamente algunos problemas centrales de la teoría del populismo en diálogo con lectores críticos.
En su teorización, Laclau acepta como “unidad mínima de análisis” al concepto de demanda. 19 Esto constituye un paso hacia adelante, ya que permite abandonar la idea del pueblo como algo ya constituido, como la idea de que el pueblo es un mero recurso retórico de líderes para buscar el poder político. No obstante, como hemos señalado (Retamozo, 2009b), también constituye un problema, porque al concebirla como unidad mínima desatiende los modos de producción de la demanda social y los discursos intervinientes en la producción de subjetividades colectivas. En tanto la demanda es una construcción que implica una puesta en sentido de una situación particular como un daño, allí juegan un papel central la producción de una falta, el deseo y la alteridad. La producción de la demanda nos habla de operaciones subjetivas y discursivas que tienen lugar en la objetividad social y la pueden poner en cuestión con elementos sedimentados del propio orden, inclusión de nuevos discursos, transformaciones y desplazamientos. Esto implica situar históricamente el proceso de producción de una demanda y la objetividad social en la que emerge, los efectos dislocatorios, las formas concretas que adquiere, sus alcances y limitaciones; es decir, debemos considerar cada demanda en su propia historicidad (y su inescindible relación con el orden en que se desarrollan y desafían). Esto es fundamental en el estudio del populismo: el análisis de las situaciones de subordinación que instituyen umbrales de demandas, los procedimientos (simbólicos y organizativos) para instituirlas y las configuraciones resultantes -sólo después de un estudio- podrán ser comprendidas en sus alances políticos e históricos. Esto refuerza la idea de la imposibilidad de adscribirle al populismo per se un contenido, incluso las demandas más liberales, democráticas y procedimentales pueden ser elementos de una configuración populista. 20
El segundo problema que nos gustaría señalar se vincula con el punto anterior y apunta a los procesos involucrados en la articulación entre distintas demandas. 21 Lo que en sus palabras es el paso “un vago sentimiento de solidaridad”, a “un sistema estable de significación” (2005a: 99), no puede limitarse a señalar la proliferación de demandas o la contigüidad, sino la producción simbólica que activa aspectos de la demanda, las interpela y las articula en el sentido preciso del término, puesto que al hacerlo las reconfigura parcialmente. El estudio de las demandas y los modos de articulación de éstas ofrecería una puerta para responder una de las frecuentes objeciones al planteo de Laclau en cuanto a su formalidad y ausencia de pistas metodológicas para los estudios empíricos. 22 Corresponde, aquí, realizar también una observación de tipo epistemológico. “Partir de la teoría” implica, en ocasiones, casi un ejercicio positivista de verificación de la teoría en la base empírica (en este caso, si el modelo que propone Laclau de una demanda que se universaliza, se cumple). Pero entonces bastaría con mostrar que en los casos de Venezuela, Argentina y Ecuador, aunque puede admitirse una dicotomía “nosotros-pueblo”, “ellos-oligarquía”, difícilmente pueda sostenerse que el proceso se constituye a partir de la articulación de demandas en la que una de ellas se vacía tendencialmente para “falsar” la teoría. Esto olvida el viejo precepto metodológico de Marx sobre la lógica de la investigación de ascenso a lo concreto, en el que la teoría cumple la función analítica de comprender las determinaciones empíricas de un proceso social hecho objeto. En este sentido, la teoría de las demandas sociales inserta en una teoría del populismo está apenas en ciernes como herramienta para comprender los modos de producir discursos, deseos, subjetividades y sujetos (Marchart, 2012).
El tercer problema en el que queremos reparar es el status mismo de la categoría “sujeto”. En rigor, Laclau emplea una variedad de formas de referir a los colectivos: sujeto (2009: 57), “agente político populista” (2006: 3), “actores sociales” (2005: 45), “agente histórico” (2004), “grupo dominado (2005a: 44), “subjetividad popular” (2005a: 113), entre otras, sin la precisión terminológica ni la claridad conceptual presente en otras partes de su obra y con pocas referencias al lugar en el que más avanza en una teoría del sujeto político (Laclau, 2000; Laclau y Zac, 1994). 23 Este señalamiento es importante en tanto la gran apuesta de Laclau es aportar a una teoría de las identidades políticas, para lo cual el trabajo de estas distinciones y sus tránsitos conceptuales parece ser una condición sine qua non. El autor, no obstante, ofrece algunas pistas que pueden ser consideradas sobre el terreno para el análisis de la conformación de sujetos:
Las principales consecuencias de este enfoque son, por un lado, que el análisis es desplazado de la estructura formal de un espacio político-simbólico hacia un "modo de vida" más amplio donde la subjetividad política es constituida; y por el otro lado, que surge una visión de la subjetividad política en la cual una pluralidad de prácticas y adhesiones apasionadas entran en un cuadro en el que la racionalidad -ya sea individual o dialógica- ya no es un componente dominante (2005a: 213).
Sin embargo, nuestro autor oscila entre considerar que la lógica populista opera en la producción de cualquier identidad política y atribuir esta operación al sujeto pueblo, donde creemos es más preciso. 24 Ahora bien, en tanto “populismo” es el nombre de la lógica de conformación del pueblo, se filtra un asunto no menor para pensar los populismos realmente existentes: la cuestión del líder. En efecto, la presencia de liderazgos fuertes es una constante en los estudios sobre el populismo (incluso una buena parte de los estudios definen al populismo como un estilo de liderazgo o una estrategia25). En términos teóricos, es cierto que el lugar de significante vacío puede ser ocupado por cualquier significante investido como tal; 26 sin embargo, es difícil pasar por alto que muchas veces los liderazgos presentan desafíos teóricos insoslayables en cuanto al status privilegiado del discurso del líder (acciones, palabras, textos, decisiones). 27 Laclau introduce un aspecto central a partir de la constitución de un liderazgo: el afecto en el lazo social y en la producción de identidades colectivas. En consecuencia, aquello emotivo y tildado de irracional pasa a ser un aspecto constitutivo de la política. No obstante, por un lado, el líder tiene una función que excede ser el nombre investido con una función de cristalización de demandas heterogéneas, 28 porque -como dice Benjamín Arditi (2010/2015) - el líder también es una persona. Por otro lado, no basta la investidura afectiva para estabilizar la articulación discursiva del populismo.
Así,
El potencial antagonismo entre demandas contradictorias puede estallar en cualquier momento; por otro lado, un amor por el líder que no cristaliza en ninguna forma de regularidad institucional -en términos psicoanalíticos: un yo ideal que no es internalizado parcialmente por los yo corrientes sólo puede resultar en identidades populares efímeras- (Laclau, 2005 a:270).
Es decir, el populismo requiere que el discurso (palabras, imágenes, símbolos) se sedimente dando lugar a prácticas e instituciones, además de identidades.
Finalmente, una de las críticas frecuentes a la obra de Laclau es un supuesto escaso desarrollo de aspectos orientados a ser operacionalizable su teoría con fines de investigación empírica. Al respecto, es preciso reconocer que en sus trabajos, las referencias históricas funcionan como ejemplos selectivos para ilustrar argumentos más que como casos de estudio. No obstante, es posible destacar una serie de esfuerzos que desde hace casi dos décadas se vienen realizando en el mundo anglosajón -Howarth, Norval y Stavrakakis (2000), Howarth (2005) y Glynos y Howarth (2007)- como en el latinoamericano -Retamozo, 2006; Fair, 2014; Marttila, 2015, orientados a la reflexión epistemológica y metodológica de la propuesta teórica de Laclau, así como investigaciones empíricas que integran la aproximación laclauniana (Barros, 2002 y 2005; Groppo, 2009a y 2009b). Sin embargo, es incomparable el volumen de la literatura que se ha dedicado a cuestiones eminentemente teóricas y querellas sobre exégesis o vínculo de Laclau con otros autores (como Žižek, Butler, Rancière, Luhmann, Foucault), que a la incorporación de las herramientas teóricas para la investigación empírica. Incluso, en ocasiones, ciertos usos teóricos de Laclau no pueden potenciar las disquisiciones analíticas y recaen en una forma de análisis textual del discurso de los presidentes identificados como populistas, perdiendo, de este modo, la compleja polifonía y multiforme producción de los discursos políticos.
VI. Hamlet y el populismo
La teoría del populismo de Ernesto Laclau que hemos reconstruido, es -como hemos defendido- la única teoría del populismo desarrollada como tal, frente a diferentes conceptualizaciones que utilizan -legítimamente- el término en la formulación de agendas de investigación. Ahora bien, uno de los problemas generados por el autor es la utilización de la misma lógica teórica para abordar diferentes problemas. Los tres usos que hemos reconstruidos son el ontológico, donde populismo se transforma en un concepto de lo político para pensar la construcción del orden social, el centrado en identificar al populismo como una lógica de la política y el populismo como la teoría de la configuración de un sujeto político. Los tres niveles son claves en una teoría política: lo político, como momento instituyente (y destituyente), cristaliza relaciones sociales y sistemas; entre ellos, la política como instancia de administración. Los sujetos políticos, originados en parte dentro del orden, son uno de los agentes capaces de poner en cuestión el orden, así como -al invocar a la soberanía popular- construir la legitimidad de la transformación social. Es en este último asunto donde la teoría de Laclau ofrece una serie de herramientas analíticas (y políticas) para comprender la emergencia de los sujetos populares. En esa línea podemos recuperar ciertos tópicos, cuyo debate es central en la consolidación de la teoría del populismo y en el desarrollo de estudios políticos, entre ellos: los procesos de producción de sentido, en los que los medios de comunicación masivos y las redes sociales pueden jugar un papel insoslayable en el estudio de la conformación de demandas, las instancias organizativas y de acción colectiva, la reconfiguración de modos de representación política y la presencia de lógicas populistas en determinados gobiernos (que ponen en tensión un esquema de demandas universalizadas y ruptura institucional). He aquí una importante tarea teórica a la que este artículo ha pretendido contribuir.