Introducción
En 1648 se publicó el libro del bachiller Miguel Sánchez titulado Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe… (fig. 1),1 en el cual se incluyó, por primera vez, un grabado en el que se representa la llamada cuarta “aparición de la imagen de nuestra señora de Guadalupe de México”, como se lee al pie del grabado. No se conoce una representación más temprana de este momento de las mariofanías guadalupanas; si acaso se sabe, por el padre Francisco de Florencia, citando a Luis Lasso de la Vega, que hacia el mismo año de 1648 se mandaron pintar en un cercado que protegía el pocito de la ermita de Guadalupe “hermosas pinturas de las apariciones de la Virgen”, pero de las cuales no se conocen imágenes.2

1 Anónimo, Cuarta aparición, en Sánchez, Imagen de la Virgen María Madre de Diosde Guadalupe (vid. supra n.1), s.p.
1. Anónimo, Cuarta aparición, en Sánchez, Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe (vid. supra n.1), s.p.
A esta primera representación grabada de la llamada cuarta aparición, le sucederán otras tantas producidas por los artistas de la segunda mitad del siglo XVII, quienes comenzarán a retomar esta idea de presentar sólo el momento de la milagrosa imprimación y sus actores. Es importante señalar que, aunque este modelo fue muy temprano, no gozó de tanta popularidad, pues fue superado, sin duda, por las obras en las cuales se presentaba a la guadalupana, ya fuere en solitario o acompañada de las cuatro apariciones en las esquinas del lienzo.3
Aunque no se tiene una certeza del momento en que surgen las imágenes guadalupanas acompañadas de las cuatro apariciones,4 sí es posible tener más claridad sobre las fechas del surgimiento de las representaciones en solitario de la cuarta aparición si tomamos como partida el mencionado grabado que se ve en el libro del bachiller Sánchez. “El milagro de las rosas” o “Cuarta aparición”, como se le conoce mayormente, es una de las representaciones guadalupanas más interesantes de la pintura novohispana, pues plasma justo el momento de la imprimación de la Virgen en el ayate del indio Juan Diego.
A partir de aquel breve, pero contundente apartado contenido en El guadalupanismo mexicano, de Francisco de la Maza, en el cual aborda la iconografía de la Virgen de Guadalupe y sus más tempranas representaciones, podemos repensar, al cabo del tiempo, lo mucho que aún hay por estudiar sobre esta mariofanía.
Este trabajo es un acercamiento a las representaciones de la llamada cuarta aparición de la Virgen de Guadalupe en solitario, tomando como punto de partida las obras sobre este tema pintadas por Juan Correa; asimismo, se plantea dilucidar cómo de manera súbita cayó en desuso este tipo de escena, al conservarse sólo en las pinturas que contienen las cuatro apariciones, de las cuales se verá que perduró el modelo inicial de la cuarta aparición que, podría decirse, tuvo en Juan Correa a su promotor principal.
La cuarta aparición en los escritos canónicos del guadalupanismo
No es éste el lugar para ahondar sobre el Nican Mopohua como la obra escrita más antigua que trata el relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe o si el bachiller Miguel Sánchez conoció esta obra y la utilizó y presentó como una versión libre en su Imagen de la Virgen María…, baste decir que aun cuando el manuscrito se ha atribuido a Antonio Valeriano y fechado en 1556, no se publicó sino hasta 1649 por Luis Lasso de la Vega con el título de Huei tlamahuizoltica… (Maravillosamente se apareció…). En esta obra se lee la primera descripción del acontecimiento de la cuarta aparición de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego con los detalles que se repetirán después en los demás autores. Así en esta obra, la narración de la imprimación es como sigue:
Y extendió luego su blanca tilma/en cuyo hueco estaban las flores./Y al caer al suelo/las variadas flores como las de Castilla,/allí en su tilma quedó la señal,/apareció la preciosa imagen/ de la en todo doncella Santa María,/su madrecita de Dios,/tal como hoy se halla,/allí ahora se guarda,/en su preciosa casita,/en su templecito,/en Tepeyac, donde se dice Guadalupe.
Y cuando la contempló el que gobierna, obispo,/y también todos los que allí estaban,/se arrodillaron, mucho la admiraron./se levantaron para verla,/se conmovieron, se afligió su corazón,/como que se elevó su corazón, su pensamiento.
Y el que gobierna, obispo,/con lágrimas, con pesar,/le suplicó,/le pidió le perdonara/por no haber cumplido luego/su reverenciada voluntad,/su reverenciado aliento, su reverenciada palabra./Y el obispo se levantó,/desató del cuello, de donde estaba colgada,/la vestidura, la tilma de Juan Diego,/en la que se mostró,/en donde se volvió reverenciada señal/la noble señora celeste./Y luego la llevó allá,/fue a colocarla en su oratorio.5
Aunque es larga la transcripción, resulta importante tenerla presente porque, a manera de una puesta en escena, muestra a los personajes principales del suceso, así como el espacio en el cual se lleva a cabo el acontecimiento; un primer acto en donde los protagonistas realizan un preámbulo e introducción, una escena clímax, cuando Juan Diego despliega su tilma ante el obispo y deja ver la imagen de la Virgen impresa en su tilma, y el desenlace de la narración con la admiración y reconocimiento del portento por parte de los presentes.
Será, como lo han señalado los estudiosos del tema, con la aparición de la obra del bachiller Miguel Sánchez que la tradición y el culto guadalupano lograría su consolidación entre la población novohispana. Dentro de su relato, al leer el pasaje de la “última aparición” -pues así titula el parágrafo-, caemos en cuenta de que el anónimo grabador que ilustró esta escena en dicho libro trató de plasmar lo narrado lo más fielmente posible, pues la escena, como se verá, se apega con mucho detalle al acontecimiento. De hecho, no sería exagerado decir que este pasaje se volverá canónico no sólo en la literatura posterior a la de Sánchez, sino también en las representaciones pictóricas. Vale la pena transcribir el relato de Sánchez:
Descubrió [Juan Diego] limpia manta para presentar el regalo del cielo al venturoso obispo: éste, ansioso a recibirle, vio en aquella manta una santa floresta, una primavera milagrosa, un vergel, y que todas cayendo de la manta dejaron pintada en ella a María Virgen Madre de Dios, en su santa imagen que hoy se conserva, guarda y venera en su santuario de Guadalupe de México […] Descubierta la imagen, arrodillándose todos, se quedaron en éxtasis admirados, en ternuras arrobados, en arrobos contemplativos, en contemplaciones endulzados, en dulzuras alegares, en alegrías mudos, que serían menester se trasfundiese (sic) en ellos el apóstol san Pablo para sacarles los corazones a las lenguas, dándoles sus palabras […] Quiso ser obediente discípulo de San Pablo, y agradecido de María el ejemplar obispo, porque levantándose con toda reverencia, respeto y devoción desató la manta de los hombros de Juan, y apoderándose de la santa imagen, por la más rica vestidura de su pontifical, la llevó a su retiro y oratorio, adornándola como pedía la señora de tal grandeza, constituyéndose depositario de aquella reliquia aparecida nuevamente.6
Las obras literarias posteriores que se refieren al acontecimiento de la cuarta aparición se apegan a lo dicho por Sánchez; si acaso se encuentran algunas variaciones mínimas que tienen que ver con el número de personajes que estaban presentes, la posición anatómica de ellos o la reacción que suscitó el acontecimiento. Pero todas estas variantes serán determinantes para darle forma al momento. Así, por ejemplo, Luis Lasso de la Vega, en su Huei tlamahuizoltica señala que las flores que caen de la “blanca tilma” son “como de Castilla” 7 es decir, rosas de Castilla. Al igual que Sánchez, Lasso de la Vega sólo menciona que había más personas con el obispo al momento del acontecimiento, pero no el número exacto. Coinciden los autores en señalar que el obispo se acercó a desanudar la tilma del cuello de Juan Diego para tomar la imagen.
La relación de Luis Becerra Tanco, Felicidad de México en el principio que es la traducción al texto náhuatl, publicado por Lasso de la Vega, en esencia continúa con lo dicho hasta ahora por los dos anteriores autores respecto a la “aparición de la imagen” (así se titula el parágrafo en la obra), salvo que éste ya señala con claridad que las flores son “rosas frescas, olorosas y con rocío”,8 y que el obispo se encontraba con “todos los de su familia”, quienes lo acompañaban, lo cual fue una señal para que los constructores de la tradición dilucidaran quiénes eran esos familiares que acompañaban al obispo.
Francisco de Florencia en su obra La estrella del norte de México recoge todo lo dicho por los anteriores autores en un párrafo titulado “aparición de la santa imagen” y, al igual que Lasso de la Vega y Becerra Tanco, incluye algunos acontecimientos que aportan a la tradición, como por ejemplo, señala que al descubrir la tilma “arrojó sobre la mesa […] un vergel abreviado de flores, frescas, olorosas y todavía húmedas y salpicadas del rocío de la noche, las cuales cayendo descubrieron (¡oh, maravilla de Dios) pintada en ella la santa imagen de la Virgen María Madre de Dios”.9 Fue el primero que señala que las flores cayeron sobre una mesa, no en el piso; dato interesante que difiere de los otros tres “evangelistas de Guadalupe”.
Desde luego que hay más obras que relatan este pasaje de los acontecimientos guadalupanos, pero por ser estos autores quienes sentaron las bases de la tradición es casi un hecho que los demás trabajos retomaran lo condensado por ellos.10
Cada relación va aportando algo particular a la tradición narrativa, la cual irá creciendo y tomando forma hasta llegar a un canon formado por todas las versiones del pasaje de la cuarta aparición. Se construyó un momento que se representó pictóricamente de manera definitiva y que se retomó por los artistas como modelo. Los pintores, cada uno con sus características y habilidades, plasmaron el momento junto con las reacciones de los actores presenciales: rostros de arrobo y gestos de asombro que le imprimen a la obra esa aura de piedad que era necesario transmitir entre los fieles. Así pues, la imprimación de la imagen en la tilma de Juan Diego es el evento culminante del acontecimiento guadalupano, pues es ahí donde queda el testimonio del milagro. Como señala Jaime Cuadriello: “esta escena se vuelve cada vez más elocuente, complicada y magnificente hasta llegar a ser autónoma”.11
Es innegable que para la construcción de las representaciones pictóricas de las apariciones guadalupanas fue necesario abrevar de la tradición narrativa; la historia se construyó a partir de esas publicaciones que legitimaron el acontecimiento, el cual fue reforzado visualmente con estos lienzos, los cuales, de tal suerte, se volverán un medio de persuasión que no dejará lugar a dudas sobre lo ocurrido, haciendo partícipe al espectador por medio de la empatía.12
El inicio de la tradición pictórica de la cuarta aparición
La tradición pictórica guadalupana, de acuerdo con los testimonios de las crónicas y documentos, tiene su origen desde el siglo XVI, pero será a mediados del siglo XVII cuando comience a tomar fuerza para consolidarse por completo en el siglo XVIII. Durante el paso de estos siglos la imagen de la Virgen, en esencia, fue casi inalterable; si acaso algunos cambios que se dieron por “errores” o “modificaciones” de las cuales no se sabe a ciencia cierta el porqué de ellos, como la desaparición de las nubes que la envolvían, la corona de picos y quizá un ligero cambio en el color de la piel de la Virgen.
Como se ha mencionado líneas arriba, sería hasta alrededor de la segunda mitad del siglo XVII cuando las pinturas de la guadalupana comenzaron a incluir en sus cuatro ángulos las escenas de las apariciones a Juan Diego y en excepcionales casos la aparición a su tío Juan Bernardino en la parte baja central del lienzo -en ocasiones en lugar de esa aparición se incluyó un paisaje o “vista” de la colegiata y el cerrito, lugar donde sucedió el portento-; además, se colocaron enmarcamientos de flores, querubines y ángeles alrededor de la Virgen. Se cuenta también con el testimonio de Cayetano de Cabrera y Quintero quien en su Escudo de armas menciona que en tiempos de fray Marcos Ramírez de Prado se edificó una ermita con retablos y buenos pinceles y se “pintó y copió María santísima no solo como se venera en la manta […] sino en la historia y pasajes de ella”,13 con lo que se infiere que para ese momento comenzaron a pintarse de manera individual las apariciones. Las pinturas con las cuatro apariciones fueron ganando terreno en el gusto de la población, pues representaban, de manera resumida y por medio de una historia pintada, la tradición de las apariciones marianas del Tepeyac, y cumplían un fin didáctico. Estos cambios en las pinturas que representan a la Virgen de Guadalupe se enriquecieron y se hicieron más complejas con el paso de los años hasta llegar a conformar verdaderos lienzos con un mensaje político, de incipiente nacionalismo y de arraigada devoción popular.
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En 1656 José Juárez firmó un lienzo de la Virgen de Guadalupe con las cuatro apariciones en lienzos independientes, el cual se localiza en el convento de las monjas concepcionistas de Ágreda, Soria, España, apenas ocho años después de la publicación de la obra de Sánchez (fig. 2).14 En esta obra tan temprana podría estar el germen de la tradición pictórica de las cuatro apariciones, basada en la literatura guadalupana, pues la pintura logra plasmar no sólo la “crónica”, sino las expresiones, actitudes de la Virgen y el diálogo de señas y gestos que entabla con Juan Diego. Esta obra de Juárez podría ser la pintura que inaugura el ciclo guadalupano con las cuatro apariciones, en la pintura novohispana ya de manera formal y quizá también el primer intento por “codificar con el pleno acuerdo de las autoridades eclesiásticas, la narración visual del milagro”.15 En esta obra de Juárez, el tratamiento que le da el artista a la escena de la cuarta aparición es una versión muy cercana al grabado aparecido en la obra del bachiller Miguel Sánchez en 1648, sólo que el pintor lo adecua a sus recursos pictóricos y hace su propia interpretación del acontecimiento: detalló las actitudes y gestos de los personajes; la vestimenta del obispo pasó de hábito talar y sobrepelliz a una capa morada y alza cuellos, muy cercano a una golilla;16 la ventana por donde se mira una “ciudad renacentista” en el grabado, se reduce a un angosto vano en el lienzo; la colocación del escudo franciscano en el respaldo del dosel del obispo en la obra de Juárez será un elemento de cierta importancia, que transmitirá con los años un mensaje de reconciliación y unidad entre los franciscanos y el clero secular. Al igual que en el grabado de la obra de Sánchez, Juárez conservó elementos que perdurarán y serán casi inamovibles en las escenas de la cuarta aparición: las rosas en el suelo, y junto a ellas el bastón y el sombrero de Juan Diego; el asombro en el rostro de los personajes, y lo que será muy importantes para el futuro de la representación pictórica del milagro: la frontalidad de la imagen de la Virgen impresa en la tilma, sin un pliegue, para dar paso a “un cuadro dentro del cuadro”.

2 José Juárez (1617 - ca. 1661), Nuestra Señora de Guadalupe con las cuatro apariciones, 1656, óleo sobre tela. Tomada de Sigaut, José Juárez. Recursos y discursos del arte de pintar (vid. supra n. 15), 208.
Es muy probable que este modelo de Juárez iniciara una tradición, no sólo pictórica, de las apariciones guadalupanas, sino que también despertara la posibilidad de grabar dichas escenas con lo cual estos pasajes se difundieron de manera más amplia en tan tempranas fechas. Tal es el caso del grabado de Pedro de Villafranca, de 1658, aparecido en la obra de José Vidal de Figueroa Theorica de la prodigiosa imagen de la Virgen Santa María de Guadalupe de México, en la imprenta de Juan Ruiz, 1661; donde vemos en la parte superior a la Virgen y en la parte baja en dos recuadros las dos últimas escenas de la narración aparicionista: cuando la Virgen toca las rosas y envía a Juan Diego con el obispo, y el milagro de las rosas: el momento en que Juan Diego despliega su tilma delante del prelado. Este grabado se reproducirá tan sólo unos cuantos años después, en 1662, para ilustrar la Relación de la milagrosa aparición de la santa imagen de la Virgen de Guadalupe de México, obra publicada en Madrid. Este grabado aparece con ligeras diferencias del primero, como lo es la cartela del centro, ya que en la madrileña se señala que esta imagen es “Nuestra Señora de Guadalupe de México en la Iglesia de Copacabana de Madrid” (fig. 3).17 Estas dos escenas grabadas que hemos mencionado las retomarán de manera singular los pintores novohispanos, como se verá más adelante, y quizá sirvieron de avanzada para el ciclo de las cuatro apariciones. Estos modelos perduraron aun cuando se logró establecer un modelo pictórico aparicionista apegado a la literatura “oficial” en ejemplos tanto del siglo XVII como XVIII.

3 Anónimo, Virgen de Guadalupe, tomada de Mateo de la Cruz,Relación de la milagrosa aparición de la santa imagen de la Virgen de Guadalupe de México, sacada de la historia que compuso el Br. Miguel Sánchez (Madrid: 1660), y reimpresa en Madrid por devoción del Sr. D. Pedro Gálvez del Consejo de S. M. en el de Indias, año de 1662.
A decir de Elisa Vargaslugo, será alrededor de 1666 cuando comenzaron a pintarse las apariciones como escenas independientes, aunque no es posible aún conocer cuándo se incluyeron dentro del mismo lienzo junto con la Virgen. La autora propone que seguramente primero se pintaron por separado tal como aparece en el pequeño retablo de San Mateo Texcalyacac, Estado de México, obra de Juan Correa, y que como segundo paso se incluyeran en las esquinas de los lienzos.18
Es interesante el hecho de que en la edición española de la obra de Becerra Tanco, Felicidad de México, publicada en 1685, se incluyeran cuatro grabados con las apariciones de la Virgen, autoría de Matías de Arteaga y Alfaro, lo cual nos hace pensar que desde la Nueva España emigraron los modelos pictóricos del acontecimiento, dados los antecedentes que se tenían de las obras de Juárez y Correa en esas tierras. Es innegable que los grabados de Arteaga y Alfaro circularon entre los pintores novohispanos, pero no fueron determinantes en su modelo, pues para ellos estaba aquí la misma tradición y muchos textos, sermones, obras. Arteaga sin duda retomaría lo que había llegado a España vía el tornaviaje.19
Juan Correa y la creación de un modelo
Será Juan Correa, si no el principal, uno de los pintores que se encargaría de representar y promover pictóricamente el tema de la cuarta aparición como una iconografía propia, que dio paso a una composición particular que tendrá eco entre otros pintores y artistas del momento. Este modelo será utilizado aún bien entrado el siglo XVIII dentro de los recuadros de las cuatro apariciones que acompañan los lienzos de la Virgen, como se verá más adelante.
Miguel Cabrera en su libro Maravilla americana, en el apartado dedicado al dibujo de la imagen de la Virgen de Guadalupe, hace hablar al decano de los pintores del momento, José de Ibarra, para ahondar en este tema. Ibarra escribe al respecto y dentro del “papel de su declaración, que puso en mis manos”, dice Cabrera, señala que muchos pintores trataron de dibujar a la Virgen, pero sin éxito, pues el resultado eran “obras deformes y fuera de los contornos que tiene nuestra Señora”; la perfección del dibujo, continúa Ibarra, “no se consiguió, hasta que se le tomó perfil a la misma imagen original, el que tenía mi maestro Juan Correa, que lo vi y tuve en mis manos, en papel aceitado del tamaño de la misma señora, con el apunte de todos sus contornos, trazos y número de estrellas y de rayos, y de este dicho perfil se ha difundido muchos, de los que se han valido y valen hasta hoy todos los artífices”.20 Será pues, Correa el pintor guadalupano más importante del siglo XVII o al menos el que tuvo más éxito con esta imagen al poseer una calca del original.21
Quizá, como lo dejó ver Vargaslugo, “puede suponerse que, dadas sus sostenidas cualidades de suave y mesurada expresión, el arte de Correa fue ‘inducido’, tanto en su estilo como en su contenido, para lograr mayormente su franca aceptación, entre un público, si bien numeroso, de intensa, pero mediocre cultura religiosa”.22
Hay que recordar que en el grabado de la obra de Sánchez observamos cómo la escena se desarrolla dentro de un espacio arquitectónico, con una ventana abierta que permite ver algunas edificaciones en el exterior; bajo un dosel, el obispo de rodillas, y cuatro de sus familiares observan con asombro a Juan Diego, quien frente a ellos despliega su tilma mostrando la imagen de la Virgen; detrás de Juan Diego, en una actitud de sombro y curiosidad, pues no pueden ver que está pasando, otros tres personajes son testigos del acontecimiento; en el piso quedaron las rosas (prueba de los diálogos entre el indio y la Virgen) y el sombrero del vidente. Juan Diego, hierático y rígido como una columna, aún con la capa anudada al cuello y con ayuda de sus manos, que tiene pegadas al cuerpo, muestra al espectador, no al obispo, la imagen de la Virgen estampada en la tilma, la cual aparece por completo extendida, sin un pliegue. Será con esta impresión, que seguramente Correa conoció, que en solitario comenzó a realizar sus obras de la cuarta aparición.
La obra más temprana firmada y fechada de tema guadalupano, salida del pincel de Juan Correa, se sitúa en 1667, y es una Virgen de Guadalupe con las cuatro apariciones que en la actualidad se encuentra en el Museo de Escultura, Valladolid, España (fig. 4). Esta obra será fundamental no sólo para el desarrollo pictórico de Correa, como el pintor guadalupano por excelencia del siglo XVII, sino en el proceso de la iconografía guadalupana toda. La obra de gran formato contiene cinco escenas de las apariciones de la Virgen a Juan Diego, lo cual la vuelve una composición única hasta el momento, pues se apega del todo a la narración de las apariciones: una primera aparición el día sábado en la madrugada; una segunda, el mismo sábado; la tercera, un día después, o sea el domingo; la cuarta, el martes cuando recoge las flores por indicaciones de la Virgen, y la quinta, cuando muestra su tilma al obispo y se produce la estampación milagrosa. Así, esta pintura presenta cinco apariciones de la Virgen, no cuatro como se quedó para la posteridad. Como lo señaló Norma Fernández, es posible que para el momento de la elaboración de esta obra aún no se establecía una definitiva iconografía de las apariciones.23
Como fuere, la pintura del Museo de Escultura es una pieza completamente atípica en la producción guadalupana del siglo XVII (y quizá del XVIII), desde la distribución de las escenas, hasta los enmarcamientos de ellas dentro del mismo lienzo: a manera de tarjas manieristas. Pero lo que nos interesa en este momento es la representación de la cuarta aparición que ocupa el lugar central del lienzo. La escena está dividida en dos partes, del lado izquierdo se aglomeran ocho personajes, entre ellos el obispo arrodillado y un discreto fraile franciscano, todos ellos bajo el dosel del estrado contemplan al solitario Juan Diego, que ocupa el lado izquierdo de la escena, quien despliega su tilma con la imagen de la Virgen. Resalta la estatura de Juan Diego, quien ocupa casi un tercio del recuadro; también sobresale el fondo arquitectónico donde se lleva a cabo la acción y la colorida alfombra que engalana el estrado. Al igual que la obra de Juárez, Correa conserva y le da un lugar de relevancia a las flores en el suelo y a la frontalidad de la blanca tilma, la cual se muestra al espectador.
De tal suerte que esta obra de Correa será, para quien esto escribe, el punto de partida para las pinturas de la cuarta aparición en solitario. Correa se convertirá durante el siglo XVII en un propagador consumado de la devoción guadalupana por medio de sus lienzos, ya fuere con la sencilla representación del ayate con la imagen impresa, hasta las elaboradas y decoradas narrativas de las apariciones.

4 Juan Correa, Virgen de Guadalupe con las cuatro apariciones y el milagro de las rosas, 1667, óleo sobre tela. Tomado de Elisa Vargaslugo, Juan Correa. Su vida y su obra, t.1 (Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 2017), 246.
Se tiene noticia que para 166924 se enviaron desde la Nueva España a Roma, para la iglesia de San Ildefonso, una Virgen de Guadalupe con las cuatro apariciones, éstas de manera independiente, salidas del taller de Juan Correa, las cuales pudieron ser muy semejantes al modelo empleado por Correa para las pinturas que adornan el retablo localizado en la iglesia de San Mateo Texcalyacac (fechado hacia 1670-1680), en las cuales vemos a la guadalupana en el centro y a sus costados los cuatro lienzos con las apariciones.25
De entre las obras de tema guadalupano realizadas por Correa destaca por sobremanera la que se conserva en una colección particular de la Ciudad de México, donde se representa en un gran formato (231 x 186 cm) El milagro de las rosas o cuarta aparición (fig. 5). La obra podría situarse hacia la etapa madura y prolífica del pintor, dadas las características pictóricas que se aprecian en la obra, así como el uso de elementos pictóricos propios del autor (como los rostros impávidos de los personajes, pinceladas firmes, una paleta reducida de colores) para este pasaje de la tradición aparicionista. En esta obra parecería que Correa conoce ya muy bien la escena, pues más allá de imprimirle una novedad, replica sus anteriores modelos para este tema, como lo vemos en las pinturas de Valladolid y Texcalyacac, sólo que en esta ocasión la pintura no se inserta en un conjunto o dentro de la narrativa de las cuatro apariciones, sino que es una obra que muestra la cuarta aparición como tema único, lo cual le permitió a Correa concentrar toda la atención del espectador en la trascendental escena, desplegando su talento y el conocimiento que tenía para representar a la guadalupana.
La obra se divide en dos partes verticales, del lado izquierdo vemos al obispo Zumárraga de rodillas y con las manos cruzadas sobre el pecho, detrás de él sus familiares vestidos de negro, y al personaje con golilla que se ha identificado como su intérprete, el clérigo Juan González; del lado derecho, Juan Diego, quien extiende ante los personajes situados frente a él la tilma con la imagen de la Virgen. La escena se desarrolla dentro de una habitación con un vano a través del cual se aprecia una solitaria columna clásica. Destaca la decoración del dosel del prelado, los detalles del piso jaspeado y de la alfombra del estrado. Como se mencionó líneas arriba, la obra sigue el patrón que Correa creó para esta escena, es convencional en cuanto a la colocación de los personajes y las fórmulas para retratarlos, de la misma manera que sus gesticulaciones. Rostros de un dibujo decoroso, pero expresivo, que transmiten el sentimiento de los protagonistas. Destaca la monumentalidad del cuerpo de Juan Diego, quien ocupa casi todo lo alto del lienzo en comparación con las figuras que tiene frente a él, de talla más pequeña; esta figura recuerda mucho a la talla que adorna el segundo cuerpo de la fachada principal de la Colegiata de Guadalupe, donde Juan Diego es un “gigante” que sostiene el ayate frente al obispo.
En la pintura de Correa el rostro de Juan Diego, más que indígena, parecería ser el de un mulato mancebo, aunque de acuerdo con la tradición éste era ya un hombre entrado en años; con una quijada firme y vigorosa, de rasgos duros y barbado. En esta obra vemos la destreza de Correa como pintor guadalupano: el lienzo de la Virgen es presentado a la manera de un “cuadro dentro del cuadro”, pues su frontalidad y la blancura de la tilma (a manera de lienzo en blanco) sin pliegues, parecería que es una adhesión a la pintura toda, salvo por un pequeño doblez en la esquina inferior izquierda, recuerda que es un tosco ayate. Esta frontalidad de las representaciones, a decir de Javier Portus, “tiene que ver con la eficacia comunicativa de esa fórmula y con el prestigio ritual que tenían las imágenes devocionales más antiguas, con las cuales se asociaban valores formales como el hieratismo y la frontalidad”.26 Pero, a la par de este mensaje e idea se encuentran los conceptos de arte y artificio que despliega Correa en la composición.
Con frecuencia este despliegue de destreza pictórica y compositiva (la imagen y la idea) que Correa desarrolló para la cuarta aparición al presentar un “cuadro dentro del cuadro” le permitía situarse en un lugar destacado entre sus comitentes. Aunque, como lo señaló José de Ibarra en su parecer, las copias que se hacían de la Virgen eran toscas hasta que se sacó su perfil; no podemos dejar de lado un ambiente como el novohispano, en el cual la idea del pintor devoto estuvo presente, pues “hay una relación entre las obras de carácter devocional, sus orígenes milagrosos y la preparación espiritual de sus artífices. Son historias que hablan de una concepción de la imagen sagrada como un hecho religioso integral, que va desde su encargo hasta su recepción, pasando por su fabricación”.27 Correa cumplía con esta calidad, pues fray Isidro Félix de Espinosa en un pasaje de su Crónica apostólica… relata cómo queda ejemplificado lo anterior. Aunque larga la cita, vale la pena transcribirla:
y luego que llegó a la ciudad de México, se llevó consigo al diestrísimo pintor Juan Correa, que era entonces el más afamado; y estando ambos en el santuario [de la Virgen de Guadalupe], de pie, mientras el siervo de Dios hacía su novena, le iba sacando el devoto pintor retrato de aquél original milagroso. Para que saliese más parecido, y al tamaño de su cordial devoción, le hacía confesar, y comulgar al pintor en su misa; y después que se habían acabado las que se celebraban en el santuario, mientras uno tomaba los pinceles, se ponía el otro de rodillas y se llevaba largas horas de oración para retratar en su alma aquel bellísimo simulacro, que el artífice iba copiando en lienzo. Con esta diligencia en los días de la novena quedó perfecto el retrato y a su original tan parecido que solo de verlo llevaba devoción a los corazones. Además, se extendió su afecto, pues ofreciéndose coyuntura en el tiempo que estuvo en México, se abriese la vidriera de la Santa Imagen, tocó en ella el nuevo retrato y quedó tan rico con esta prenda, que no sabía cómo explicar los júbilos de su espíritu.28
Esta situación es interesante, pues es muy delgada la línea que separa la idea del fervor con la de objeto artístico, lo que da pie a la disyuntiva de quitarle a la imagen su prestigio milagroso y devocional, para situarlo en el campo del arte.29
La cuarta aparición en la pintura novohispana. El modelo de Correa
Sin duda, el modelo de Juan Correa se popularizó por algún tiempo en la Nueva España y del otro lado del Atlántico. Existen algunos ejemplos de autores que siguieron la misma escena de la cuarta aparición casi de idéntica forma que la representada por Correa, como lo veremos a continuación. Aclaro que no son todos los ejemplos, pero creo que son representativos y pueden aportar al estudio de este modelo.
En primer lugar, tenemos un par de obras que se resguardan en la iglesia del Santo Sepulcro y en la iglesia de Santa María Xixitlan, las dos en Cholula. En ambos casos vemos la obra divida en dos partes verticales, del lado izquierdo, el obispo Zumárraga arrodillado, con las manos en actitud de oración, y detrás de él, de pie, sus familiares; frente a ellos Juan Diego despliega su blanca tilma con la imagen de la guadalupana. El detalle de la alfombra, las flores en el piso junto con el bordón del indio se repiten casi idénticos a la composición de Correa. Es de señalar que una de las obras destaca por el buen pincel y el dibujo preciso y firme; el artista quizás incluyó los que pudieran ser dos retratos (los personajes situados de rodillas a espaldas de Zumárraga), pues uno de ellos nos introduce a la escena al mirarnos. La gesticulación de los testigos también es más dinámica en este caso, la posición de las manos así lo demuestra; la segunda obra es menos afortunada en su manufactura, pero repite el modelo.
Una obra más con este tema la tenemos en la parroquia de Santa María de la Natividad Tamazulapan, Oaxaca. En ella se muestra una escena más escueta, sencilla y alejada del ornato del palacio episcopal. Vemos a los personajes dentro de una habitación donde se desarrolla la escena conocida; destaca la enorme figura de Juan Diego de pie sosteniendo el ayate con la imagen de la Virgen frente al obispo, quien devotamente lleva sus manos al pecho; detrás del prelado sus familiares minimizados a un tamaño casi de infantes. Esta obra hace pareja con otra que representa el momento en que la Virgen toca las rosas y envía a Juan Diego con el obispo (la cuarta aparición), firmada por Antonio de Santander. Ambas se encuentran en el retablo mayor (fig. 6).
Como mencioné al inicio de este escrito, es un hecho que el grabado de Pedro de Villafranca, de 1658, circuló por tierras novohispanas, pues es indudable que los tres pintores a los que nos hemos referido en los párrafos antecedentes abrevaron de su modelo,30 ya que en los tres “el milagro de las rosas” se complementa con la escena de la “cuarta aparición”, tal y como se aprecia en el grabado; sólo que en las obras se combinó con el modelo de Correa.
En las obras antes señaladas, la disposición del ayate de Juan Diego es diferente, en parte quizá por la habilidad de cada pintor; en el primero los pliegues del manto sobresalen dando un toque de realismo al paño, aunque conserva la frontalidad de la imagen; en el segundo, por el contrario, lo plano de la representación del ayate lo convierte en un pequeño cuadro de la guadalupana; y en el tercero, más apegado al modelo de Correa, la frontalidad del lienzo hace casi desaparecer los pliegues.

6 Antonio de Santander, El milagro de las rosas, ca. 1680, óleo sobre tela. Colección Parroquia de Santa María de la Natividad, Tamazulapan, Oaxaca.
En cuanto a las obras localizadas fuera de la Nueva España, tenemos dos ejemplos, ambos en España. El primero pertenece al monasterio de la Anunciación, en Alba de Tormes, del pintor Simón Peti. En ésta, parecería que el artista abrevó de dos obras: el grabado anónimo que ilustra la obra del bachiller Sánchez -para la figura del obispo y el familiar a espaldas de Juan Diego- y la obra de Correa, para la ambientación del estrado y algunas figuras de los familiares del obispo. Lo particular de la obra es la figura de Juan Diego, que no se apega a ninguno de los modelos anteriores: la figura del indio vidente es de gran dinamismo y de un naturalismo muy particular, su rostro dulcificado y melancólico refleja lo importante de la escena. Resalta el que puede ser un retrato de la figura de uno de los familiares: un anciano que mira sin asombro la imagen de la Virgen. También como toque particular en esta obra es la figura del infante que ayuda a desplegar la tilma y mira arrobado a Juan Diego. El buen pincel de Simón Peti logró un destacado trabajo con la Virgen, además de los detalles de las vestimentas y el estrado.
La segunda obra pertenece a la Colegiata de San Luis de Villagarcía de Campos, del pincel de Juan Dualde. En esta conocida obra vemos la escena de la cuarta aparición, pero esta vez el modelo se desmarca del de Correa que ahora presentamos, pues la figura de Juan Diego y el ayate se acercan más al otro modelo “inaugurado” también por Correa: la del Juan Diego “tenante”. Vemos, al igual que las otras composiciones, la escena dividida en dos partes verticales, del lado izquierdo al obispo de rodillas, acompañado de sus familiares; y del derecho a Juan Diego desplegando la tilma. La obra es muy particular porque contiene elementos que no se repiten en ninguna otra con este tema, como el anciano y acongojado rostro de Zumárraga, que a diferencia de las otras representaciones donde lo vemos lozano y con su vestimenta de obispo, aquí es más realista y sólo lleva su hábito franciscano. Lo mismo la “figura” de Juan Diego, pues de él apenas vemos su rostro y las manos con las que sostiene y despliega la tilma, en la cual aparece la guadalupana en todo su esplendor, y que ocupa la mayor parte del lienzo, lo cual también es una característica notable de esta obra.
Estos lienzos que de alguna manera “repiten” el modelo de Correa serán, dentro de la producción pictórica novohispana, obras atípicas; pues como se ha dicho, la escena en solitario del “milagro de las rosas” fue escasamente presentada. Quizás, a partir del primer tercio del siglo XVIII, este tipo de obras cayó en desuso y el modelo se integró por un tiempo al ciclo narrativo de las apariciones guadalupanas que se utilizó para acompañar la imagen de la Virgen tanto en pinturas, esculturas y otras artes.
La cuarta aparición dentro del ciclo narrativo en el siglo XVIII
La academia de pintura de los hermanos Juan y Nicolás Rodríguez Juárez supuso un cambio no sólo generacional sino también en el fondo y en la forma de pintar. Las representaciones pictóricas de la Virgen de Guadalupe no fueron la excepción entre este grupo de pintores, pues con ellos se da un vuelco en la manera de representarla. Para este momento la escena de la cuarta aparición en solitario perdió fuerza hasta casi desaparecer; el pasaje quedó inscrito dentro del ciclo narrativo del Tepeyac, en uno de los ángulos que adornan los lienzos guadalupanos con las cuatro apariciones; ora en un espacio dentro del retablo dedicado a la guadalupana junto con las otras apariciones distribuidas en las calles, o esculpida en la fachada de la portada de alguna iglesia o tallada en adornos suntuarios.
La llamada “generación de la maravilla americana” tuvo como sello distintivo reproducir la imagen de la Virgen “tocada de su original”, es decir, la Virgen en solitario. Aunque, andando el tiempo, este grupo de artistas fue clave para realizar narraciones pictóricas del milagro guadalupano con las cuatro apariciones. Es bien sabido que después que Cabrera y su grupo de amigos pintores realizaran la inspección del ayate de Juan Diego, se dio un vuelco en la manera de pintar a la Virgen, en cuanto a la técnica y manera de representarla.31
Para el interés de este trabajo nos centraremos de manera puntual en algunos ejemplos de pinturas de la Virgen de Guadalupe del siglo XVIII que en sus ángulos van adornadas con las cuatro apariciones, y pondremos especial interés en la manera en que se representaba la cuarta aparición, donde pervivió por algún tiempo el modelo de Juan Correa; hasta que éste cambió por otro que presentaba el mismo pasaje, pero con otra narrativa.
Como se mencionó al inicio de este trabajo, no hay una fecha exacta para datar el momento en que se inaugura la inclusión de las cuatro apariciones en las pinturas de la Virgen de Guadalupe; pero será para principios del siglo XVIII cuando tomará fuerza y se popularizará su uso. Un ejemplo temprano, cercano a esta época, en el cual podemos ver que aún perdura el modelo de Correa es el lienzo de la colección del Museo Franz Mayer donde se ve al centro la imagen de la guadalupana y en el ángulo inferior derecho la escena de la cuarta aparición, enmarcada en un octágono. Esta pequeña escena es casi una réplica de la primera de tema guadalupano, pintada por Correa, que se encuentra en la iglesia de San Mateo Texcalyacac: en un interior, sucede el acontecimiento, con los personajes apretados al recuadro, con una arquitectura al fondo y de escenario el dosel y el estrado. En una de las paredes vemos colgados un par de diminutos lienzos con los pasajes de la vida de Cristo. La figura de Juan Diego, al igual que en el modelo de Correa, ocupa un tercio de la escena y su tamaño es desproporcional al de las demás figuras.
Otra pintura más, bajo resguardo en el Museo de la Basílica de Guadalupe, repite en las cuatro esquinas las apariciones de la Virgen, enmarcadas en octágonos, y vemos cómo el modelo de Correa pervive en la figura hierática del vidente que ocupa el centro de la escena y la división en dos partes verticales (fig. 7). En el lienzo de Tomás Julián, colección del Museo Nacional de Historia, vemos de nuevo el modelo correano, con Juan Diego casi en el centro de la composición, desplegando su tilma frente al obispo, quien en este caso lleva puesto su hábito franciscano. El Museo de Arte del Condado de Los Ángeles tiene en sus colecciones una obra de Antonio de Torres, fechada hacia 1725, en la cual, de nueva cuenta, dentro de un octágono en el ángulo inferior derecho, vemos la cuarta aparición retomando el modelo de Correa. De la misma manera que se tienen ejemplos de pintores de renombre, también las anónimas obras guadalupanas de sabor menos académico siguieron este modelo, como un ejemplo que se resguarda en el Museo Amparo. O una más, también de autor desconocido, donde ya la profusión de adornos alrededor de la Virgen es notable, pero aún lleva en la cuarta aparición dejos del modelo de Correa.
Quizá sin proponerlo de manera muy clara y como un fin, el cambio de la composición pictórico-narrativa del ciclo aparicionista se vuelve más didáctico y, por qué no pensarlo, más amable y colorido cuando la imagen de la Virgen comienza a pintarse rodeada de flores, guirnaldas, las apariciones enmarcadas con rocalla o roleos; todo ello hará las imágenes guadalupanas más accesibles al espectador y, desde luego, a la tradición narrativa.
Es posible que el cambio más significativo que tuvo la producción pictórica de la cuarta aparición en el siglo XVIII tenga su origen en la narración de Francisco de Florencia, Estrella del Norte… Como en su momento lo mencionamos, en su escrito el padre Florencia menciona que “arrojó sobre la mesa […] un vergel abreviado de flores, frescas, olorosas y todavía húmedas y salpicadas del rocío de la noche, las cuales cayendo descubrieron (¡oh, maravilla de Dios) pintada en ella la santa imagen de la Virgen María Madre de Dios”.32 Es curioso que desde aquella lejana publicación, de nuevo se retome para presentar este diferente momento de la cuarta aparición; con lo cual nos puede dar una señal de cómo los jesuitas no dejaron de apuntalar el culto guadalupano desde diferentes ámbitos, ya fuere desde las letras, o incidiendo de manera tangencial en el quehacer de algunos pintores cercanos a ellos.

7 Anónimo, Virgen de Guadalupe con las cuatro apariciones, siglo XVIII, óleo sobre tela. Colección Museo de la Basílica de Guadalupe.
Vemos esta escena, por ejemplo, tanto en las pinturas que adornan los retablos dedicados a la guadalupana en la parroquia de la Merced de las Huertas (fig. 8), en la Ciudad de México, como en la iglesia de Santa Rosa, en Querétaro, y en los lienzos que adornaban un retablo del Museo de la Basílica de Guadalupe; todas ellas obras de Miguel Cabrera. En estos ejemplos notamos cómo se apega el autor a la narración de Florencia: la tilma se despliega sobre una mesa. Otra obra más de Cabrera con esta escena es una pequeña lámina de cobre, en la cual otra vez vemos el momento en que se despliega la tilma sobre la mesa, y esta vez Juan Diego es ayudado por uno de los familiares del obispo. Esto nos permite ver otra característica de esta nueva manera de mostrar la escena: la interacción de los personajes, aquí todo es más dinámico; ya no vemos la separación vertical de los personajes: Juan Diego sólo en un lado y el prelado y sus familiares por el otro. Ahora vemos el acercamiento de Zumárraga a la tilma, la sostiene, la toca, la desata del cuello de Juan Diego; incluso alguno de los otros personajes aparece a espaldas de Juan Diego o también participan, como en este caso, sujetando alguna parte de la tilma, o como en la obra del Museo de la Basílica de Guadalupe, donde Juan Diego, a dos manos, despliega su tilma y uno de los familiares de Zumárraga se acerca y ayuda con la caída del manto. Otra imagen, también del Museo de la Basílica, presenta a toda la comitiva del prelado a espaldas de Juan Diego.
Bien mirado, los pintores del siglo XVIII tomaron el texto del padre Florencia para su composición, pues de los cuatro “evangelistas guadalupanos” éste es el único que menciona que Juan Diego desplegó su tilma sobre una mesa. Quizás y sólo elucubrando, podríamos pensar que la cercanía de Miguel Cabrera con la Compañía pudo incidir en que se redescubriera el escrito y plasmar lo dicho por el jesuita como “auténtica” y verdadera narración.
Sea como fuera, la cuarta aparición guadalupana pasó de un protagonismo innegable en solitario a ser parte de algo más complejo y completo. Se adhiere a una narración mediante imágenes que, al ser éste el momento culminante del milagro, sirvió como paradigma del milagro guadalupano.

8 Miguel Cabrera, Cuarta aparición de la Virgen de Guadalupe, siglo XVIII, óleo sobre tela. Colección Parroquia de la Merced de las Huertas, Ciudad de México. Tomada de Guillermo Tovar de Teresa, Miguel Cabrera, pintor de la cámara de la reina celestial (Ciudad de México: InverMéxico Grupo Financiero, 1995), 193. Reprografía: Rodrigo del Rosal Mendoza.
Conclusiones
Aun con el ímpetu que significó una nueva manera de pintar la efigie guadalupana a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, es innegable que el modelo de la cuarta aparición inaugurado por Juan Correa perduró. Quizá los cambios iconográficos sustanciales, ya señalados, se adecuaron a los tiempos; puede que también se debiera al empuje que la compañía de Jesús pudo darle a una nueva iconografía guadalupana o tal vez simplemente la creciente devoción que ganó el milagro guadalupano fue lo que motivó a tornar didáctica la imagen y presentarla rodeada de las apariciones. Sin embargo, no deja lugar a dudas de que el modelo correano perdió fuerza al presentar el “milagro de las rosas” en solitario; pues con todo y que es la escena cumbre de la narración milagrosa, quizá para ese momento lo que se buscaba era un todo, no sólo la parte. Así, la cuarta aparición resumía el milagro guadalupano en un único momento, lo cual posiblemente le restaba a la historia todo el antecedente del por qué sucedió este clímax guadalupano.
El viraje que tomó la manera de presentar la cuarta aparición fue de alguna manera velado, gradual; más aún, el desuso de las representaciones de dicho pasaje en solitario. Pero con todo y las implicaciones que pudiera haber detrás de ello,33 el modelo siguió estando presente en lugares y sitios destacados, pero sobre todo en la memoria y gusto de los pintores que parecería que implantaron un nuevo modelo, aunque supeditado a formar parte de la narración de las cuatro apariciones.










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